Título: Otras navidades en el Infierno Autor: Jose Antonio Martínez Portada: Roberto Cruz Publicado en: Diciembre 2015
Es el día de Navidad y Ben Urich tiene que entrevistar para el Bugle a un ex matón del Gran Hombre, lisiado por una pelea tiempo atrás con Daredevil, dispuesto a echar por tierra la reputación del Hombre Sin Miedo.
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Vive en una noche eterna, pero la oscuridad está llena de sonidos y olores que otros no pueden percibir. Aunque el abogado Matt Murdock es ciego, sus otros sentidos funcionan con una agudeza sobrehumana... Abogado de día, vigilante de noche... El Hombre sin miedo
Creado por Stan Lee y Bill Everett
Resumen de lo publicado:Si procediese, unas líneas para situar a nuestros lectores respecto a lo que ha ocurrido. De nuevo, no os paséis en la extensión. Si quieren detalles, que se lean los fics anteriores.
Hoy es Navidad. La gente se apura con las compras para esta noche y mi mujer ya habrá comenzado a preparar el elaborado menú para la tradicional cena de Nochebuena en el hogar de los Urich. Todos los niños del mundo esperan ansiosos el veredicto de Santa Claus en forma de regalos, mientras yo estoy en un humilde apartamento de Hell's Kitchen para entrevistar a una persona que quiere compartir con todos su historia. Una historia de sufrimiento y decadencia, que combina a la perfección con el entorno; han intentado robarme en la puerta del edificio y el papel de las paredes de la casa se desmorona por la humedad.
Pocas calles al norte, en lo que ahora se llama Clinton, los villancicos inundan los negocios y el ambiente. Aquí, lo único que eclipsa los gritos y llantos de los vecinos es el constante y monótono sonido del respirador de nuestro anfitrión. Su mujer me trae un café que tardaré tiempo en olvidar y el niño juega, ensimismado, con unos muñecos viejos. Saco mis notas, enciendo la grabadora, el primer cigarrillo y comenzamos la entrevista.
— Buenas noches y feliz Navidad, ante todo. Usted no quiere revelar su identidad por ahora, según nos ha dicho, ¿por qué?
— Por miedo, señor Urich.
— Miedo. Bueno, pero entonces, ¿cómo debo dirigirme a usted?
— Puede llamarme Télapó, dadas las circunstancias. ¡Ja!
— ¿Teeeeéla… ?
— Télapó, señor Urich.
— Eso es…
— Húngaro. La tierra de mis ancestros.
Señor Télapó entonces. Bueno, al grano; aquí estoy, dispuesto a oír lo que quiera contarme. ¿Por dónde quiere empezar, señor Télapó?
— ¿Por dónde, si no por el principio, señor Urich? Por estas… malditas calles. Mis abuelos vinieron desde Hungría, pero mis padres nunca llegaron a sentirse del todo a gusto en este país, ¿sabe? En cambio yo no; yo nací y crecí aquí, en Hell's Kitchen. Y supongo que esta también será mi tumba más pronto que tarde.
— Sí, entiendo que este barrio pueda tener algo de... maldito, pero habrá cientos de relatos muy parecidos e incluso peores. ¿Qué es lo que hace especial el suyo?
— No se preocupe señor Urich, ya se dará cuenta. Pero le diré que precisamente se trata de eso; estas no son sólo unas memorias mías. Lo que le voy a relatar es la desgraciada crónica de mucha gente.
— Continúe…
— Bien. Como le decía, yo soy americano y cuando no era más que un crío, me pasaba las tardes jugando al baseball en la calle. Soñaba con fichar por los Yankees y ser una megaestrella. Ya sabe: coches, fiestas, chicas. Dinero, en definitiva. Después de todo, esta es la tierra de las oportunidades, ¿no? Sin embargo también es el cementerio de los sueños muertos. Los míos expiraron el día que mi padre nos abandonó a mi madre y a mí. Yo ya tenía edad más que suficiente para saber que era un cabrón y que no quería volver a verle en mi vida. Ni siquiera cuando mi pobre mamá enfermó y me tuve que buscar la vida de cualquier forma.
— Según tengo entendido, usted trabajó para el mafioso local y ex-compañero mío, Frederick Foswell, más conocido como El Gran Hombre. ¿Fue por la época en que enfermó su madre?
— No exactamente. Aunque parezca que salimos de entre las piedras, no suele ser fácil formar parte de una, llamémosle, agrupación criminal. Hay pruebas que superar, trabajos sucios que hacer antes de ser aceptado; mierda que tragar, vaya. Comencé por mi cuenta muy joven. Robaba bolsos, mochilas y todo lo que pudiera pillar y salir corriendo. Con lo que sacaba, compraba las medicinas para mi madre, pero ella no mejoraba. Nunca lo hizo.
Los medicamentos cada vez eran más caros y, tras una asistencia hospitalaria de urgencias, lo poco que había ahorrado se fue. No tengo estudios, los primeros libros me los leí al caer tullido y no sabía ningún oficio; sólo batear y coger cosas para después salir echando ostias. Uno de los tratantes a los que vendía la mercancía robada se enteró de mi situación y me insinuó un cambio a cosas mayores. Habría más riesgo, pero también más dinero. Lo siguiente que recuerdo son los atracos a los bancos, los secuestros express, las palizas. Al principio mi compañero me daba las instrucciones del encargo y luego me pagaba. No necesitaba saber nada más.
— Volvamos a su madre, señor Télapó. Dice usted que nunca mejoró, ¿seguía comprando sus medicamentos en esa época de matón a sueldo?
— ¡Por supuesto! ¡Y mucho más que eso, señor Urich! ¿Cree que me lo chuleaba?
— No quería ofender, señor Télapó. Por favor, continúe.
— Mamá murió al final, igual dio el dinero que me gasté en su tratamiento. Pero fíjese señor Urich que, de una tragedia, surgió algo tan bonito como el amor. Me enamoré de la asistenta que cuidaba a mi madre y, casi un año tras su descanso, nos casamos. Mírela, señor Urich, mi pobre Amanda. Su historia es la verdadera tragedia aquí; pasó de cuidar a mi madre, enferma e impedida, a cuidarme a mí, igual o peor. Alguien podrá pensar que, en mi caso, el karma ha sido justo. Pero, ¿y con ella señor Urich?
— Bueno, se podría decir que su suerte ha estado ligada a la mala vida que ha llevado usted.
— Ella no supo de dónde salía el dinero hasta que fue demasiado tarde. Ákos acababa de nacer y yo me quedé así. Jamás le podré agradecer que permaneciera a mi lado entonces y que siga ahora. El nombre de nuestro hijo significa «Halcón Blanco», ¿sabe? Fuerza y esperanza, eso es para mí. Sobre todo por él, por ellos, hago esto.
— Ha mencionado el momento en que quedó en postrado en esa silla. Cuéntenos qué pasó.
— A mí me dejó en este estado... una esperanza convertida en quebranto. Un símbolo elevado a la categoría de santo ídolo por gente como usted. Sobre todo por usted.
— No le entiendo señor Télapó…
— ¡Daredevil, señor Urich! ¡Ese demonio que tan buena prensa tiene en estos últimos tiempos!
— ¿Daredevil le partió la columna?
— Sí. Amanda estaba a punto de dar a luz y a mí me iba bastante bien con mis palos, dado que, por desgracia, ya no tenía el gasto sanitario de mi madre. Y entonces me llegó LA OPORTUNIDAD; el Gran Hombre nos requería a todos para algo especial. Nunca lo había visto en persona hasta ese momento y la verdad es que me impresionó. Pero aún conservo en mi alma la huella que me dejó el hombre ante quien nos llevó; alguien bastante más grande y peligroso que él.
— ¿Se refiere usted a Wilson Fisk?
— Bueno, en aquella época todos le conocíamos como Kingpin y nadie que yo conociera se atrevía a llamarle de forma diferente, ni siquiera a sus espaldas. En los buenos viejos tiempos le hubiera reventado a cualquiera la cabeza con la puerta de su limusina, sólo por mencionar su nombre.
Por entonces, los jefes se llevaban bien pese a que siempre han tenido sus rencillas.[1] Kingpin necesitaba todo el músculo posible para repeler un ataque que iba a sufrir. No tenía ni idea de lo que pasaba cuando me metí en aquel ascensor. Me dejé llevar, supongo. Recuerdo sus puertas deslizándose lentamente al llegar al ático y cómo El Diablo iba tomando forma frente a mí. No recuerdo cuál de mis compañeros desenfundó primero, pero en un segundo todo se fue a la mierda. Las balas volaban por todas partes, el pasillo estaba atestado de matones y, en medio de todo, un torbellino rojo de fuerza y violencia indescriptible.
Era el mayor escenario de locura que he visto en mi vida. Los hombres se empujaban, unos para atacarle y otros para huir de allí. De repente me vi frente a él un instante. Por instinto o yo que sé por qué, le lancé un puñetazo. Luego el mundo giró y giró hasta que se detuvo con el crujido seco de mis huesos. Ahí todo se volvió oscuro, sólo recuerdo una maraña de gritos, golpes, disparos y por último, el silencio. Me desperté dos días después en el hospital, completamente inmóvil de cintura para abajo y respirando por un tubo.
— ¿Está culpando a Daredevil por las malas decisiones que usted tomó, señor Télapó?
— Claro que no. Mi camino lo marqué yo, en la medida que pude, para mal o para bien. Ese lunático hace lo que hace, Dios sabe por qué, creyendo que hace lo debido. A mí me pilló en medio por mi culpa, pero no es ningún santo. Sois vosotros quienes lo encumbran como un salvador que los protege sin acabar con una sola vida.
— No creo que esté siendo justo con…
— ¡Lo leí, señor Urich! En cuanto pude, miré la prensa del día siguiente a nuestro choque. Decía que El Hombre Sin Miedo había terminado él solo con los planes de Kingpin sin una sola baja. Incluso lo comparaban con una operación similar llevada a cabo semanas antes por Punisher, con un listado de muertos de dos cifras. Ni una sola palabra para los lisiados, los minusválidos de por vida condenados a un infierno. No le culpo por lo que me hizo, pero le confieso que hubo momentos en que deseaba haberme encontrado de frente en aquel ascensor con la calavera blanca de la muerte.
— ¿Y ahora, ya no tiene ese deseo?
— Quise morir durante mucho tiempo. Incluso lo intenté un par de veces. Pero Amanda, mi ángel, lo evitó. Tras eso vino la furia, la ira; cada vez que veía su imagen en las noticias o escuchaba su nombre, tenía una crisis. Las pastillas ayudaron mucho con eso. Después, simplemente, me dejé llevar. Y así fue hasta hace unos días, cuando recibí una visita.
— ¿Una visita? ¿De quién, si puede saberse?
— Pues la verdad es que no se lo puedo contar, sólo le diré que era una persona muy elegante y educada; un abogado. Decía representar los intereses de un poderoso cliente que quería que contara mi historia con Daredevil. Para echar por tierra su reputación, supuse. Me hizo una oferta.
— ¿Qué clase de oferta?
— Me dio un adelanto por si me decidía a hacerlo público. Tras eso me instó a venderle la exclusiva a J. J. Jameson, del Bugle, pero sólo si usted, señor Urich me entrevistaba. Aseguró que Jameson pagaría lo que fuese por una historia así y no se equivocó. ¡Ja!
— ¿De eso se trata todo esto? ¿De sacarle dinero al Bugle a costa de la reputación de Daredevil?
— En parte sí y en parte no.
— Dígamelo claramente Télapó, ¿fue Kingpin quien le empujó a esta… pantomima?
— No insista, no puedo revelarle su identidad…
— Entonces, sabe quien le pagó…
— Claro que lo sé. Dejó su firma en el sobre del dinero. Mire, pude comprar esta silla nueva gracias al adelanto. Desconozco sus motivos para hacerlo, pero yo se lo agradeceré eternamente. ¿Sabe? Ha sido… liberador hablar con usted. El abogado me aseguró que me vendría bien contarlo y tenía razón.
— No lo entiendo, usted…
— Un segundo, señor Urich; está a punto de comenzar.
— ¿Qué está a punto de comenzar, Télapó?
— Mi Navidad.
Justo en ese instante, tras esa frase, llaman a la puerta. Amanda abre a un repartidor que le trae varias cajas de diversos tamaños. El señor Télapó me pide que recoja el momento.
— Su mujer parece asustada, creo que no esperaba ningún envío, pero a usted le veo tranquilo.
— Claro, señor Urich, es que todo esto es cosa mía. Observe y de testimonio. Para eso está usted aquí. Pero no se preocupe, pronto terminará todo y se podrá ir a su casa.
La mujer tiembla mientras deposita los paquetes, uno a uno, a los pies de su marido. Le pregunta si todo aquello no tiene que ver con antiguas «amistades» suyas. Se dicen algo al oído y se besan brevemente. Entonces llaman al niño, que se acuclilla junto a nosotros.
— Señor Urich, de esto trata todo; esto es lo que realmente quería que viera. ¡Abrid los paquetes!
Amanda y Ákos se miran y, dubitativos, comienzan a desempacar. El primero que grita es el niño, que rondará los ocho o nueve años, antes de caer de espaldas al suelo. Al instante, la madre ahoga un grito con la palma de la mano. Con cuidado, extrae de una las cajas pequeñas un juego de alta bisutería con delicados ornamentos. Ya repuesto del shock inicial, el joven arranca de su encofrado una videoconsola de última generación junto a una montaña de juegos.
Como si no hubiera un mañana, la familia del señor Télapó continúa descubriendo sorpresas entre besos y achuchones. Desde su silla junto a mí, con lágrimas bajándole por la mascarilla empañada, mi entrevistado me insta a que siga la narración, porque él no puede hablar. La verdad es que hay poco que contar, salvo que la felicidad se instala por fin en un hogar largo tiempo olvidado por ella.
Mientras la nieve comienza a repiquetear en la ventana, la familia al completo se fusiona en un largo abrazo. Casi me cuesta contener las lágrimas a mí.
— A esto me refería, señor Urich; de una cosa mala puede salir otra buena. En mi caso ha llevado bastante tiempo, pero dicen eso de que nunca es tarde, ¿no? Lo único que deseaba era poder darles, alguna vez, una alegría a mi familia. Dejar de ser una carga aunque fuese sólo por un momento. Por primera vez habrá unas Navidades felices en nuestra casa y, gracias al Bugle, no serán las últimas. Podremos comprar comida como Dios manda, mi mujer será una señora y mi Ákos estudiará para no convertirse en su padre.
— Yo… No sé qué decir, señor Télapó. Sólo me sale abrazarle… y desearle que disfrute de una feliz Navidad. Uno nunca sabe por dónde le va a llevar una entrevista abierta.
— Le agradezco mucho que haya venido en unas fechas tan señaladas, señor Urich, y sepa que ésta es su casa tanto como la mía. Es usted libre de pasarse cuando quiera a visitarme, aunque tengo planificado comprar un mono-deslizador de Stark Enterprises con el que iremos a ver el mundo, así que avise antes…
— ¡Je! Claro. Oiga, antes de irme. No me importa saber su nombre pero, ¿Télapó? ¿Tiene algún significado especial en Hungría o…?
— Por supuesto, señor Urich; es lo que aquí se conoce como Santa Claus.
— ¡Hmpf! Pues claro.
Apago la grabadora y mi tercer cigarro y, cuando me levanto, lo hago en otro lugar diferente al que llegué. Uno con más alegría y más luz: la de la mirada de Ákos y la de la sonrisa de Amanda. Cuando estoy a punto de cruzar la puerta me detengo y no me resisto a lanzarle una última pregunta a Papa Nöel.
— Sólo una cosa más. Ese abogado, ¿era pelirrojo?
No me contesta, se gira hacia su familia y, desde la distancia, veo una media sonrisa con la que finaliza esta entrevista.
Feliz Navidad.
Si te ha gustado la historia, ¡coméntala y compártela! ;)
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