Olimpo Renacido nº10

Título: El Juicio de la Piedra (I)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Gustavo Rubio
Publicado en: Septiembre 2016

Tras sobrevivir a Raj y lograr el apoyo de Hefesto, nuestros dioses descansan de nuevo en Eden. Todo parece tranquilo, pero las preocupaciones acosan a parte de ellos. Eris se siente inquieta por el efecto que pueda tener en Artemisa el encuentro con Calisto. Atenea empieza a sufrir extraños sueños. Sueños en los que siente la llamada de Medusa.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.
Creado por Ana Morán Infiesta

Resumen de lo publicado: Tras sobrevivir a Raj y lograr el apoyo de Hefesto, nuestros dioses descansan de nuevo en Eden. Todo parece tranquilo, pero las preocupaciones acosan a parte de ellos. Eris se siente inquieta por el efecto que pueda tener en Artemisa el encuentro con Calisto. Atenea empieza a sufrir extraños sueños. Sueños en los que siente la llamada de Medusa.


Despuntaba el amanecer cuando los habitantes de Danae fueron despertados por un coro de trompetas.  Niños y jóvenes se asomaron a las ventanas para contemplar a los pequeños centauros alados que difundían desde el aire la llamada. Sus miradas brillaban de entusiasmo. Los adultos, exhibían un gesto más solemne, mientras se vestían, tanto hombres como mujeres, con amplios pantalones verde oscuro y una túnica hasta medio muslo ceñida por un cinturón negro. Aun llevando tiempo sin escucharla, conocían bien esa melodía. El rey Percival había convocado un juicio de piedra. Y todos los ciudadanos estaban obligados a presenciarlo.

Los heraldos aun estaban difundiendo la llamada cuando la primera oleada humana invadió las  calles impolutas de la villa. Unidos en una fila tan ordenada y recta como la arquitectura de sus viviendas, se encaminaron hacia el brillante palacio alzado sobre la Colina de la Ley, el hogar del rey Percival.


El bosque parecía siempre más silencioso en aquel claro, como si el propio Edén hubiese decidido convertirse en cómplice de encuentros clandestinos y evitase la presencia de invitados inoportunos. Normalmente Atenea agradecía el silencio, pero esa tarde empezaba a incomodarla. Eris se retrasaba cuando, por más que fuese una verdadera jaqueca con alas, siempre era puntual.

—Bien hallada bajo la luz de Edén, sabia Atenea —la sobresaltó una voz desde la espesura.

A pesar de su natural estoico, la diosa no pudo contener un pequeño escalofrío antes de girarse de un salto, apuntando con su vara hacia la densa floresta. De ella surgió una risa burlona. Solo cuando la de Ojos Grises cruzó los brazos sobre el pecho, con evidente gesto de enfado, se dignó Eris a salir de su refugio. Por una vez, había abandonado las ropas de pirata a cambio de un modelo digno del Robin Hood de Errol Flynn.

Fuera de mirarla con gesto severo, Atenea no hizo otro intento de afear la conducta bromista de su hermanastra. Era más sensato ignorar sus estupideces.

—¿No has traído contigo a Hefesto Junior? —preguntó Eris, señalándole el hombro, libre de la presencia del búho, su sempiterno compañero en los últimos tiempos.

—Esta reunión deseaba tenerla a solas contigo.

—Pensaba que habíamos acordado que nuestro cojo favorito era bienvenido en nuestro conventículo sobre Gea. ¿O es que has decidido intentar curar tú sola tu maldición y rogarme que te folle hasta dejarte sin resuello? —añadió Eris con una de sus sonrisas burlonas.

—Si un día decidiese abandonarme a las redes de la lujuria, tendría mejor gusto que eso. El problema esta vez no es Gea, sino Medusa.

Por toda respuesta, Eris la miró con gesto interrogante.

—Llevo varios días soñando con ella. No con el pasado, sino con lo que puede ser el presente. La veo sufrir… No sé dónde puede estar, pero siento su dolor, su confusión… comparto sus lágrimas cuando él abusa de ella… Es como si de alguna forma me estuviese llamando…

—¿Llamándote? Si, claro. y luego te preguntará si la dejas ser presidenta de tu club de fans. Deberías dejar de fumarte los ficus violetas que nacen cerca de tu choza, hermanita.

—¡No he fumado nada, maldita jaqueca con alas! —rugió Atenea, conteniendo el deseo de agarrar a la otra por el pescuezo—. Ni tampoco creo que mis sueños sean una jugarreta de Circe o de Morfeo… Sé que si alguien debe de odiarme es Medusa, pero creo que una parte de su mente dolorida se está encomendado a la misma diosa que la traicionó hace milenios.

—Ya. ¿Y…? —Eris cruzó los brazos frente al pecho con gesto aburrido.

A otro interlocutor, le habría hecho desistir de seguir hablando. Pero, como buena divinidad guerrera, Atenea se envalentonó aún más.

—¡Debemos de ayudarla, Eris! Si realmente se está fraguando una guerra, necesitaremos todos los aliados posibles. Y seguro que ella estaría encantada de tener su trocito de Sardina Cobarde.

La mirada de Eris se tiñó de cierta ironía al escuchar el mote de Poseidón, pero no llegó a descruzar los brazos.

—Afrodita ha tenido su oportunidad de reconciliarse con Hefesto, tú pudiste enfrentarte a Ares y Artemisa pudo disculparse con Calisto —El rostro de la señora de la discordia se ensombreció al escuchar el último de los nombres—. Yo también tengo derecho a enmendar errores pasados…

—Cuéntale eso a Gea a ver qué te dice.

Pese al tono desdeñoso de sus palabras, el lenguaje corporal de Eris resultaba esperanzador. La diosa había descruzado los brazos y sus labios empezaban a perfilar una sonrisa que, aun burlona, tenía cierto aire complacido.

—Y yo que pensaba que la todopoderosa Eris era el general de este ejército… —respondió Atenea, mirando a su hermanastra de arriba abajo.

Durante unos segundos, la otra no dijo nada. Se limitó a contemplar a la señora de la sabiduría con gesto opaco. Por fin, sus labios dibujaron una sonrisa retadora.

—Será mejor que afile el cortacesped


La sala de juicios del Palacio era un teatro al aire libre, rodeado de gradas en su parte curva, para que los ciudadanos se acomodasen a contemplar la justicia real. La hilera inferior de la fila central, situada en el eje del semicírculo, estaba reservado a los seis consejeros reales. A pocos les sorprendió ver vacío el asiento situado más a la izquierda. Augusto había dado muestras de un carácter contestatario, casi traicionero, desde que su prometida se fugara con un nómada extranjero.

El joven se erguía ahora orgulloso en el centro de la sala, al lado de una estatua que representaba a una mujer monstruosa, con el cuerpo cubierto de escamas, serpientes por cabellos, manos como garras. Además, unas alas cartilaginosas le nacían en la espalda. Pese a su aspecto, los buenos ciudadanos de Danae la veneraban, pues ella era la guardiana de la justicia, el honor y la paz. Ningún malvado de corazón podía resistir su mirada. Lo probaban las estatuas que rodeaban el teatro, pegadas a las gradas.

Frente a la estatua, se situaba el rey Percival. Ofrecían un curioso contraste, él y su consejero. Donde Augusto era delgado, no demasiado apuesto y pálido; el monarca tenía el físico perfecto de un atleta, piel curtida por el sol y una sonrisa, reflejo de su bondad y su fidelidad al reino. Donde el contestario era rubio, de pelo lacio; el gobernante tenía una densa cabellera morena ensortijada.

Pero, ante todo, el rey exudaba una grandeza con la que su oponente jamás podría soñar. Oponente, en eso se había convertido Augusto. Si todos ellos estaban ahí, y el joven no estaba cargado de grilletes, es porque él mismo estaba lo bastante loco para retar a su monarca al Juicio de la Mirada de Piedra.

—Pueblo de Danae —dijo el rey, como si tuviese la certeza de que todos los ciudadanos estaban ya en las gradas, pese a que no hubiese guardia alguno en las gradas para indicárselo—. Gracias por responder a la llamada de los heraldos —la voz del monarca llenaba el teatro sin esfuerzo, modulada, cálida—. Las garras pavorosas de la Duda han vuelto a cerrarse sobre el corazón de un compatriota. Este ha querido que la Piedra sentencie quién se ha convertido en esclavo de la Oscuridad y quién continua siendo paladín de la Luz.

Una ovación cerrada respondió a las palabras del monarca, ante el gesto contrariado de Augusto. Al cabo de unos segundos, el rey elevó la mano para enmudecer el entusiasmo de sus fieles.

—Consejero Augusto, exponed en libertad vuestras cuitas.

—No vengo a exponer una cuita, sino realizar una acusación —contestó el joven rubio.
Normalmente su voz resultaba agradable, aunque no tan hermosa como la de su señor, culta, bien modulada, pero esa mañana sonaba forzada, ronca; estaba rota por el dolor y el llanto contenido, aunque eso último no importase a sus compatriotas.

—¡Compatriotas de Danae! ¡Os invito a que penséis por vosotros mismos! A que por una vez os quitéis el velo de la adoración y no os dejéis cegar por artimañas de tiranos… —el joven se detuvo presa de un ataque de tos.

Al elevar la mirada hacia las gradas, se encontró con un ejército de semblantes severos y miradas rencorosas. Su corazón empezó a latir con más fuerza, pero no por ello perdió Augusto la resolución.

—¿Cuántos de vosotros habéis llorado la desaparición de una hija, de una hermana, o una esposa o una… o una prometida? ¿Cuántos recordáis a vuestros ancestros hablándoos con dolor de jóvenes fugadas? ¿Cuántos?

Recorrió a los impasibles vecinos con la mirada.

—¿Nadie osa responder? Yo os lo diré. Todos. No hay familia en Danae que se libre de haber perdido a una muchacha adorable… —Las lágrimas arroyaban por el rostro del consejero—. Eso son muchos nómadas seductores de muchachas ¿no creéis? Eso son muchas muchachas descontentas con la perfecta vida de Danae —añadió, pronunciando las últimas palabras con desdén
Las miradas de los espectadores eran cada vez más hostiles.

—O a lo mejor es hora de buscar otras explicaciones —la mirada de Augusto se desvió hacia el rey Percival, que permaneció regio y solemne bajo el escrutinio—. A lo mejor, también, deberíamos empezar a preguntarnos por qué magia arcana se mantiene eternamente joven nuestro benefactor, el rey Percival —el joven escupió las últimas palabras—. Él, que no es un dios, según siempre nos recuerda; él, que es carne; él, que se dice igual de humano que todos nosotros. Y que, sin embargo, lleva tiranizando Danae desde antes de que los tatarabuelos de los más ancianos de vosotros hubiesen siquiera nacido… ¿No será él la serpiente que se alimenta con la juventud de nuestras hermanas, hijas o amadas?

La voz del consejero volvió a quebrarse. Impotente, el joven alzó la mirada hacia un ejército de miradas hostiles.

—¿Es esa toda vuestra acusación? —preguntó el rey, con voz calmada, el gesto solemne, un tanto bondadoso, inalterado.

—Sí, esa es mi acusación.

El rey Percival no se inmutó ante el odio destilado por las últimas palabras de su antiguo consejero. Con paso tranquilo, se situó delante de la estatua.

—Graves son las acusaciones que el engaño o… la maldad os hacen verter —el monarca pronunció las últimas palabras con calculada tristeza—. Que sea la Piedra quien dicte sentencia.

»Yo, Percival, rey de Danae, afirmo que nada he tenido que ver con desaparición alguna en esta tierra, que ninguna muchacha ha muerto por mi mano, ni menos aún me dedico a la práctica de artes oscuras. Y afirmo también que solo tengo una prioridad en esta vida: el bien de mis gentes.

»Que la Mirada de Piedra me condene si estoy mintiendo.

Dichas las últimas palabras, un susurro metálico estremeció a los testigos. Aunque el cuerpo de su monarca tapaba la figura divina, sabían qué había ocurrido: los párpados de la guardiana de la verdad y la paz se habían abierto. El rey permaneció un largo minuto sosteniendo la mirada vacía de los ojos muertos de la figura. Pasado ese tiempo, se giró elevando los brazos, ante el aplauso de algunos vecinos.

No obstante, estos pronto frenaron su ímpetu ante la petición de sosiego del gobernante. Percival señaló con la mano derecha a un pálido Augusto.

—Y, ahora, mi buen Augusto. Demostrad ante nuestros compatriotas que ha sido el engaño el culpable de turbar vuestro juicio y no la maldad.

El aludido arrastró los pies hasta situarse frente a la escultura. Nervioso alzó el rostro en dirección a esta, sosteniendo la mirada de los párpados cerrados.

—Yo, Augusto, declaro que la traición no anida en mi corazón. Que las acusaciones que he vertido, por horribles que puedan considerarse, han sido guiadas por el deseo de hacer el bien, aunque hayan sido cegadas por el dolor y el engaño.

El joven se irguió, dispuesto a sostener la mirada de la diosa. El público contuvo el aliento, al sentir el suave susurro de los párpados al abrirse. No oyeron, sin embargo, la exclamación de sorpresa que brotó de los labios del consejero al ver cómo, en total silencio, los ojos sin vida de la estatua también se desplazaban y él se encontraba  frente a unos ojos vivos, cargados de miedo y horror.

Unos ojos grises como la piedra en que se convirtió Augusto antes de haber asumido por completo que había sido la víctima de una traición.


—¡Por favor, abuela! ¡No me toques los cojones, que meo sentada! —bramó Eris.

La diosa de la discordia se sentía inquieta y furiosa, y no solo porque Artemisa y Apolo hubiesen vuelto a detener su charla al verla aproximándose al estanque de Gea. El secretismo que se traían los dos mellizos desde que ambas regresaran de Raj era lo menos preocupante ese día. Atenea había logrado contagiarle su inquietud sobre el destino de Medusa y la necesidad de ayudarla, pero Gea no parecía dispuesta a colaborar.

—Solo puedo. Solo puedo localizar a la sangre de mi sangre. La sangre de mi sangre —insistía el disco rallado con forma de montón de hongos.

—Ya, y los cojones de Urano son un plato de alta cocina —escupió Eris.

A su lado, Atenea soltó un leve respingo, pero no intentó serenar a su pariente ni le reprochó su lenguaje soez.

—Ni siquiera lo has intentado. ¿Pretendes decirme que pudiste ayudarme a sumergirme en la mente de la Frígida de Ojos Grises y ahora no puedes usarla a ella para descubrir dónde demonios se oculta la maldita Medusa?

El icor palpitaba con furia en las sienes de la diosa. Podía notar la inquietud creciente en sus compañeros de lucha y hermanos; incluso captaba la tensión de Hefesto, a través del búho apalancado en el hombro de Atenea. Por algo era la señora de la discordia. Enfrentaba a hermano contra hermano y lograba que los hombres se superasen a sí mismos, solo por quedar mejor que el vecino. Ese día, por desgracia, estaba logrando lo que no buscaba. Ensombrecer el ánimo de sus aliados sin lograr que Gea cediese en su postura.

Y no se atrevía a lanzarse al estanque a agarrarla por el pescuezo.

—Abuela, maldita sea, inténtalo al menos —se adelantó Atenea—. Los soldados desanimados o desmotivados no ganan guerras…

—No.

Fue todo lo que respondió Gea antes de que sus ojos dejasen de taladrarlas desde la superficie del estanque. Atenea y Eris intercambiaron una mirada derrotada, mientras los otros dos se les unían. La diosa de la discordia apenas sintió el contacto de la mano de su amante apretándole el hombro.

—Conseguiré que nos ayude, aunque tenga que sumergirme en ese maldito estanque para encontrarla, conseguiré…

Eris no llegó a terminar su segundo juramento. Una exclamación de sorpresa brotó tanto de los labios de Atenea como de los de Apolo, centrado hasta ese momento en consolar a la diosa de la sabiduría. La señora de la discordia no tuvo oportunidad de girarse para ver la razón de las miradas sorprendidas de sus parientes. Un brazo de agua brotó del estanque y atrapó entre sus dedos el rostro de Atenea. Fue tal la fuerza del impacto, que el búho perdió el agarre y estuvo a punto de estrellarse contra el suelo antes de remontar el vuelo. La de Ojos Grises cerró los párpados durante unos segundos; cuando volvió a abrirlos, su mirada se había convertido en dos pozos de agua turquesa.

No hubo tiempo a extrañarse por aquella circunstancia. En las aguas, comenzó a perfilarse la silueta de un fastuoso palacio que parecía imitar las formas clásicas de la antigua Grecia. 

—Ese es el palacio del rey Percival de Danae —dijo Atenea, con una voz que no parecía por completo la suya—. Tirano y manipulador. Matador y esclavizador de Medusa. Creador del Juicio de la Mirada de Piedra...


El Teatro de la Justicia estaba completamente vacío cuando se produjo un fenómeno que habría sorprendido a los buenos ciudadanos de Danae. La estatua de la diosa de cabellos serpentinos se hundió bajo el suelo, para ser sustituida por una copia idéntica al cabo de unos segundos.

En un sótano secreto de Palacio, dos seres pálidos y encorvados tomaban la primera de las figuras y la colocaban sobre una camilla. Con agilidad fruto de la experiencia, fueron presionando unos minúsculos resortes, en el cuello, piernas y torso de la estatua. Esta pronto se abrió, desvelando a la mujer oculta en su interior.
 Era una criatura de cuerpo voluptuosos, piel pálida, ligeramente pecosa, rematado por una cabeza de cabellos serpentinos. Dos óvalos metálicos incrustados en las cuencas cubrían los ojos de la muchacha y otros apliques sobresalían de las sienes. En su cuello aún se veía un collar de puntadas toscas e irregulares, uniendo cuerpo y cabeza.

—Aún sigue en trance.

La voz del rey Percival no sobresaltó a sus siervos. Los dos monstruosos jorobados estaban  acostumbrados a las rutinas de su amo y benefactor. También a contemplar cómo el gesto bondadoso del hombre se convertía en uno de complacida maldad. Y el placer del monarca se hizo más palpable a medida que acariciaba el cuerpo inerte de su prisionera, especialmente la cicatriz del cuello.

—Llevadla a mi cámara. Luego podéis volver a vuestra guarida a divertiros.

Los dos engendros asintieron. El cuerpo de la sensual muchacha de cabellos rojos formaba ahora parte de la esclava de melena serpentina, pero aún les quedaba la cabeza de la muchacha para usar ojos y dientes en sus pociones o complacer otros vicios más oscuros. Además, en esta ocasión, el cuerpo desechado no estaba demasiado corrompido…


Atenea soltó un grito de dolor y espanto antes de caer de rodillas sobre la hierba, libre de la presa de la mano de agua. En la superficie del estanque, pronto desapareció la imagen del rey Percival abusando de su prisionera. La señora de la sabiduría boqueó unos segundos en busca de aire, ante el gesto horrorizado de sus parientes. Nadie parecía capaz de reaccionar, ni siquiera la lenguaraz señora de la discordia.

—Tenemos que ayudarla, Eris. Tenemos que ayudarla —susurró, aún arrodillada, elevando la mirada en dirección a su pariente.

Esta se limitó a contestar con un gesto de asentimiento y tenderle la mano para que pudiese levantarse.

—Lo haremos… Si alguien nos abre una puerta hacia la maldita Danae.

Como si algo o alguien hubiese escuchado sus palabras una puerta se abrió a la vera del estanque. No era como las creadas por Gea. No estaba dentro del propio agua y su fulgor carecía del característico matiz verdoso, en favor de un relajante halo azulado.
Una sonrisa asomó a los labios de la señora de la discordia. Hizo ademán de avanzar hacia la puerta, pero Artemisa la agarró por el brazo antes de que diese el primer paso.

—Eris —Era la primera vez que su amante rompía su mutismo desde que las otras dos llegaran al estanque—. Podría ser una trampa.

La señora de la caza parecía en esos momentos una frágil ninfa, en lugar de la implacable diosa del Olimpo.

—Es posible —contestó Eris con un encogimiento de hombros—, pero eso no me detuvo en Raj y no va a detenerme ahora.

—Déjeme ir con vosotras entonces —suplicó Artemisa, abrazándose a ella.

—No —la señora de la discordia apartó a su amante con suavidad—. Este avispero es cosa de Atenea y mía.

Dirigió la mirada hacia La de Ojos Grises, que las contemplaba con gesto impávido.

—¿Nos preparamos?

Atenea se limitó a asentir.

—¿Toca recuperar a Valeria?

Eris negó con la cabeza. Se apartó un poco más de Artemisa y cerró los ojos. Mientras un velo oscuro la rodeaba, sus ropajes verdes, pronto dieron paso a unos pantalones de cuero negros, botas a juego y gabán de piel del mismo tono.

—Creo que Erin Casino todavía desentonará más en la aburrida Danae —sonrió Eris—. ¿Con quién me tocará compartir viaje?

Atena conservaba su camiseta color caqui y los pantalones de corte militar, pero ahora sostenía la vara en la diestra. Aunque el arma parecía estar fabricada en madera, no en uno de los indestructibles metales surgidos de la fragua de Hefesto, como el bastón de cualquier nómada. También los ojos de la diosa se habían revestido de un disfraz; en vez de grises ahora eran de un azul claro, un tanto mustio.

—Puedes llamarme Silver…

—¿St. Cloud? —sonrió burlona Eris.

—Casi, Silver Wayne.

Por toda respuesta, Eris soltó una carcajada. Atenea guiño un ojo cómplice a Eris y, tras darle una palmada en el hombro a Apolo y acariciar el pico del búho, se encaminó a la luz.
La tiranía del rey Percival pronto llegaría a su fin.


—¿Cómo haremos para llegar hasta el rey? —susurró Atenea en el oído de Eris.

Desde que les permitieran atravesar las puertas de Danae, la señora de la discordia no había levantado la mirada del folleto que les dieran en la frontera. Los Estatutos de Convivencia del reino.

Las dos habían preferido dirigirse a pie hacia la única posada de la villa principal, y no había persona, fuese infante, adulto o anciano, que no se detuviese a mirarlas con gesto de matrona escandalizada.

—Haciendo lo que mejor se nos da, hermanita. Siendo un grano en el culo.

Eris le tendió el librillo, abierto por un artículo centrado en el funcionamiento de los Juicios de la Piedra y los visitantes de paso. Atenea frunció el ceño durante unos segundos, luego sonrió ligeramente. Empezaba a gustarle el método de trabajo de su irreverente general.

Nada más llegar a la taberna, la señora de la discordia le demostró que en esa misión no habría tiempos muertos. Al entrar al café del alojamiento, una vez registradas en este, la mirada de la diosa se detuvo burlona sobre una gran pantalla, dueña de la pared este del local. En ella se veía la fachada del palacio del rey Percival, en todo su egocéntrico esplendor.

Eris no dijo nada en ese momento. Se acomodó en una de las sillas situadas frente a la barra y pidió dos jarras de cerveza, una para ella; la otra, para Atenea. Esperó a que les sirviesen la bebida y, tras dar un largo trago a su jarra, señaló son esta la inmensa pantalla.

—Bonito chamizo ese…

Atenea podía oler la tensión de los clientes de la taberna. Dentro de las fronteras de Danae, no hacían falta apenas guardias. Cada buen ciudadano ocultaba en su interior un custodio de la buena moralidad y costumbres.

—Es el castillo del rey Percival —respondió con orgullo el orondo tabernero—. Se puede ver desde todas los hogares de la villa.

En ese punto, Eris soltó una risita desdeñosa, que el hombre no dio muestras de escuchar.

—Es el lugar más hermoso de la creación, fiel reflejo de la grandeza de nuestro monarca.

—¿Grandeza? —bufó Eris, ignorando el ruido de sillas a sus espaldas—. Lo único que refleja ese chamizo es que vuestro maldito rey es un jodido pichacorta acomplejado.

Un coro de exclamaciones escandalizadas sacudió el bar. Dos hombres fuertes y atléticos se acercaron a las forasteras, cada uno armado con una especie de porra oculta hasta ese momento bajo sus ropas.

—Os ruego que cuidéis vuestras palabras, forastera. Cualquier blasfemia que manche la dignidad real puede ser motivo de arresto, sea o no quien la diga ciudadano de Danae.

—Eso. Erin, cuida tus palabras —intervino Atenea, adelantándose a su hermanastra—. A lo mejor el pobre hombre simplemente no logra que se le levante —añadió, con una sonrisa más propia de la señora de la discordia..

—Señoras, será mejor que nos acompañen antes de que sigan turbando al paz de esta villa —ordenó el vigilante, en tono tenso.

Por toda respuesta, Eris se limitó a apurar la cerveza de su jarra. Tras un segundo de duda, Atenea imitó su ejemplo.

—Si tanto le molesta una pequeña charla sobre arquitectura… —dijo Eris encogiéndose de hombros—, le acompañaremos. Pero, antes, pongo a los habitantes de esta alegre taberna por testigos, de que yo, Erin Casino, y mi amiga, Silver Wayne, solicitamos defender nuestro honor ante El Juicio de la Piedra.

Continuará...
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1 comentario:

  1. Tiempo sin leer a Ana, cada vez OR se pone más y más interesante. Ahora surgen nuevos retos y la posibilidad de conseguir nuevos aliados, la situación mejora para la Migraña con Alas

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