Título: "No dejen de visitar..." Autor: Gabriel Romero Portada: Santiago Ramos Publicado en: Abril 2008
En este número, todo lo que siempre quisiste saber sobre el Edificio Baxter, y nunca te atreviste a preguntar. Y además, ¡algunas sorpresas que dejaron los skrulls en la Tierra!
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Se enfrentaron a lo desconocido con la cabeza bien alta, y el destino les otorgó poderes increíbles. Y cuando podían haber utilizado esos dones para su propio beneficio, decidieron emplearlos para proteger a toda la Humanidad. Superhéroes, aventureros, exploradores, celebridades públicas, y sobre todo una familia. Reed, Sue, Johnny y Ben, pero para el mundo son...
STAN LEE y ACTION TALES presentan:
Creado por Stan Lee y Jack Kirby
“Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños”.
Khalil Gibran
La ciudad que nunca duerme
« Nueva York, una ciudad de más de mil kilómetros cuadrados, y más de ocho millones de habitantes. Se la considera la mayor metrópoli del mundo, y desde luego es la más poblada de todos los Estados Unidos. Para los amigos, “la Gran Manzana”.
Ubicada en la costa noroeste del país, en el Estado del mismo nombre (cuya capital, curiosamente, no es ella, sino Albany), se divide en cinco distritos: Manhattan, Queens, Brooklyn, el Bronx, y Staten Island. El más poblado de ellos es Brooklyn, que en el último censo pasaba de los dos millones y medio, seguido de cerca por Queens. En la isla de Manhattan (a la que mucha gente se refiere impropiamente como Nueva York, pero que los que ya la conocen suelen llamar “the City”) no vive más de un millón y medio de habitantes, generalmente hacinados en inmensos rascacielos, buscando las alturas debido a la preocupante escasez de suelo. De ahí la famosa imagen de la silueta tremendamente edificada de la ciudad, con un panorama retratado en innumerables ocasiones en películas, libros y fotos.
Casi la mitad de esa población se compone de personas de raza blanca, seguidos de hispanos y negros, aunque Nueva York es una de las ciudades del planeta con mayor mezcla de etnias (tan sólo Los Ángeles recibe más inmigrantes en todos los Estados Unidos), pudiendo hallarse igualmente en sus calles individuos de origen irlandés, italiano, africano, judío, asiático (de todas las posibles naciones de origen) e incluso nativos americanos (paradójicamente, los menos frecuentes). Y muchos de estos grupos étnicos, en lugar de entremezclarse e integrarse con los demás habitantes, han formado sus propios barrios dentro de la ciudad, en los que vivir y relacionarse únicamente con sus compatriotas, como ocurre en la mayoría de las grandes urbes del planeta. Se dice con sorna que en Nueva York hay más judíos que en la propia Jerusalén.
La población de la ciudad creció sobre todo a partir del siglo XIX y primera mitad del XX. Debido a su posición ventajosa como puerta del Atlántico, pronto se convirtió en punto clave en el transporte de pasajeros por barco entre Europa y América, lo cual para muchos significó el inicio de una nueva vida. Esto, unido al gran mito del sueño americano, y sus proclamados valores de libertad y justicia, representaba alcanzar realmente un “nuevo mundo”, tal y como habían desembarcado los españoles en el continente cinco siglos atrás. Por eso surgió la idea de la ubicación de la famosa Estatua de la Libertad en el Río Hudson, en 1886, de forma que desde entonces es lo primero que contemplan los viajeros que llegan por mar a Nueva York. Están llegando a la tierra de la libertad...
Por supuesto, todo eso cambió con la generalización de los viajes aéreos (aunque desde el aire también puede contemplarse la estatua), pero la fama de Nueva York no ha hecho más que crecer.
Hoy en día, es uno de los principales destinos turísticos de la nación, con célebres edificios y monumentos, de visita obligada para todo aquél que no los conozca. (...) »
(Fragmento extraído de “La guía para el viajero en Nueva York: su primera vez”).
Sin embargo, en esta tarde en cuestión, a mitad de un invierno que se revelaba terriblemente frío, el día se escapaba entre las manos de dos personas recién llegadas, dos típicos visitantes de zapatillas deportivas y cámara de fotos colgada del cuello.
La tarde se extinguía ya lentamente, el sol languidecía perezoso por el oeste, discurriendo entre las cuadriculadas siluetas de los rascacielos, cubriéndolos con el dulce manto rojo del ocaso. Y en respuesta, los altísimos edificios devolvían, en su refulgente piel de cristal y acero, el mismo brillo rojizo del suave atardecer, repartiéndolo, desparramándolo por las anchas avenidas, los hermosos parques, el frío asfalto de Nueva York. Las horas se habían consumido, y el día se fugaba poco a poco.
Sin embargo, para Ellen Todd y su hijo, aún quedaban unas cuantas horas por delante. Llevaban todo el día recorriendo la ciudad, plano en mano, y los pies les dolían tantísimo que ya apenas los sentían. Según la guía de la ciudad, que habían comprado nada más bajar del autobús, “el clima en Nueva York es húmedo, con veranos calurosos e inviernos fríos y nevados, reservando temperaturas suaves y cálidas para las estaciones intermedias”.
“¡Y tanto!”, pensaba ella. Al fin y al cabo, era ya casi Navidad, y los termómetros marcaban a esas horas unos gélidos cinco grados. Al menos, ya sólo les quedaba regresar al hotel y descansar, dormir de un tirón hasta mañana, el día en que por fin podrían regresar a casa, a su pequeño Cabot Mills, en el corazón de Utah. Pero lo que no sabían es que lo mejor aún estaba por llegar...
“¡Y tanto!”, pensaba ella. Al fin y al cabo, era ya casi Navidad, y los termómetros marcaban a esas horas unos gélidos cinco grados. Al menos, ya sólo les quedaba regresar al hotel y descansar, dormir de un tirón hasta mañana, el día en que por fin podrían regresar a casa, a su pequeño Cabot Mills, en el corazón de Utah. Pero lo que no sabían es que lo mejor aún estaba por llegar...
– Bueno, Trevor, ¿qué más nos queda? Hemos visto el Empire State, y el Puente de Brooklyn, y Central Park.....
– Mamá, ya lo sabes...
–... y la Quinta Avenida, y el MOMA...
– Venga, mamá, llevo todo el día deseando...
–... y la Estatua de la Libertad...
– ¡Por favor, mamá! ¡Tenemos que ver el Edificio Baxter!
– No. Ya sabes lo que pienso, Trevor. Ese lugar es muy peligroso, lo atacan villanos constantemente, y no voy a permitir que corramos el riesgo de...
– Oh, vamos, mamá. Eso es una exageración. Lo visitan casi cinco millones de personas al año, y nunca pasa nada. Bueno, casi nunca... Además, el sistema de defensa previene cualquier ataque.
– Aún así, Trevor. Meterse en ese sitio es correr un grandísimo peligro. ¿Quién sabe cuándo va a aparecer el Doctor Muerte y enviar el edificio al espacio, o a otra dimensión? ¡Eso les pasa a ellos todos los días!
– ¡Venga, mamá, sólo fueron dos veces! Y ya sabes que me encantan Los 4 Fantásticos. No podemos venir de visita a Nueva York y no conocer el Edificio Baxter. ¿Qué le voy a decir a Tommy Hutchinson cuando volvamos?
– Trevor...
– Venga, mamá, por favor...
– Trevor Edward Todd...
– Mamá… por favor... y en los ojos del pequeño comenzaron a asomar las lágrimas tengo que verlo... Si nos vamos de Nueva York sin haber conocido el Edificio Baxter... ¡me moriré en el acto!
Ellen Todd contempló a su hijo, y una sonrisa tierna afloró a sus labios, al tiempo que por dentro se conmovía. “¿Por qué nunca podré negarle nada a esto pillo…?“. Sí, realmente era incapaz de decirle que no. Y él lo sabía, pero nunca abusaba de ello, y pocas veces le pedía algo a su madre. “Es un crío tan bueno, tan dulce...” De modo que, en esas contadas ocasiones, al final le permitía hacer lo que quisiera. Oh, bueno, normalmente hacía el numerito habitual, tratando de imponer su voluntad y llevar la contraria a los deseos del muchacho, pero siempre sabía cuál iba a ser el resultado, y cuándo llegaría el momento de ceder.
Lo del Edificio Baxter lo pensaba realmente. Ese sitio le daba escalofríos al verlo en televisión, siempre atacado por horribles supervillanos, con explosiones y fuego por todas partes. De hecho, no había una sola base de Los 4 Fantásticos que no hubiera sido dañada gravemente en todos estos años. El antiguo Edificio Baxter, la Torre de las 4 Libertades, el Espigón 4... Siempre aparecía algún viejo enemigo deseando vengarse, y si no podía acabar con el grupo de héroes, al menos lo pagaba con su cuartel general.
Y todo eso está muy bien, y es muy divertido cuando lo ves por televisión, o lo lees en el periódico, sentada tranquilamente en casa, pero es muy diferente cuando la idea es meterte dentro…
Justo entonces, pensando estas cosas, Ellen Todd miró a los ojos de su hijo, esos ojos azules y llorosos, tan llenos de pena, y que aguardaban esperanzados una respuesta de sus labios... ¿qué le iba a decir?
– Trevor... no está bien llorar...
– Mamá... son mis héroes favoritos... y dos enormes lagrimones le cayeron por las mejillas y estamos aquí al lado...
La mujer sonrió, impotente.
– De acuerdo, pero que sea una visita corta, ¿eh? Y si vemos que hay peligro, saldremos de allí inmediatamente. ¿Me has oído, jovencito?
– ¡Sííííííííííííííííí! ¡Gracias, gracias, gracias!
Y en un segundo, la alegría brotó de nuevo en su carita de ángel, y empezó a reír a carcajadas, y a saltar a su alrededor como un loco, abrazándola todo el rato y dándole cientos de besos.
– ¡Trevor! No seas pelota, chavalín, y vamos de una vez, antes de que me arrepienta.
Y marcharon juntos por la calle 42, en dirección a sus sueños. “Maldito diablillo”, pensaba al mujer al verlo. “Hace de mí lo que quiere. Pero claro, me mira con esos ojos... Son los mismos ojos de su padre...”
Y al recordarlo, de pronto su ánimo cambió, y le inundó la tristeza. Su padre. Ronald Todd. Valiente bombero de la ciudad de Nueva York. La mujer respiró hondo un par de veces, tragó saliva, y se prohibió a sí misma demostrarle al niño lo que sentía en realidad. “No, Ellen, éste no es el momento. Hemos venido aquí a pasarlo bien, no a recordar...”. Y siguió caminando sin detenerse, con su hijo del brazo. Lo único que Ellen Todd permitió que siguiera en su cabeza era lo mucho que realmente admiraba a Los 4 Fantásticos, ella también, aunque su rol de madre preocupada no le permitiera exteriorizarlo.
Un hogar con vistas a Central Park
Pocas construcciones en la ciudad de Nueva York, o en cualquier otra ciudad del mundo, guardan tanta historia entre sus paredes como este emblemático lugar. Exclusivo laboratorio, gimnasio de entrenamiento para metahumanos, almacén de algunas de las mayores y más modernas tecnologías del mundo, emplazamiento turístico por excelencia, y un símbolo de heroísmo y esperanza en el mañana. Todo eso y mucho más es el Edificio Baxter, y quizá sólo su prometedor futuro pueda ensombrecer su magnífica y brillante historia.
Situado entre la Calle 42 y Madison Avenue, apenas a unas pocas manzanas de la sede central de las Naciones Unidas, su perfil es uno de los más conocidos y fotografiados en toda Nueva York, y aunque sus características han variado mucho a lo largo de los años (sobre todo a raíz de los progresivos descubrimientos científicos que se han llevado a cabo en él), su exterior ha permanecido más o menos inalterado.
Construido en 1949 por la Empresa Papelera Leland Baxter, fue en principio pensado para albergar maquinaria de reciclaje de papel. Sin embargo, con el rápido crecimiento económico de la compañía, pronto trasladaron allí sus oficinas centrales, convirtiendo la fachada del edificio en la imagen pública de sus anuncios (de hecho, apareció de modo regular en los diarios de toda la nación hasta 1961, fecha en que el rascacielos fue adquirido legalmente por Noah Baxter, hermano del fundador y dueño de la Papelera Baxter, y el cual exigió que el dibujo fuera retirado de la publicidad debido a los “nuevos usos” a los que él pensaba dedicarlo).
Pero desde luego, la auténtica fama del Edificio Baxter no llegó hasta hace aproximadamente una década, momento en que se convirtió en el refugio y cuartel general del primer grupo de superhéroes modernos, Los 4 Fantásticos. Había pasado poco tiempo desde que adquirieran sus poderes, en aquel funesto accidente aeroespacial en el que se cruzaron con una tormenta de rayos cósmicos, y que obligó a un aterrizaje forzoso y cambió sus vidas para siempre. El líder del cuarteto, el ya entonces eminente científico Reed Richards, propuso a los demás establecerse en los cinco últimos pisos del conocido Edificio Baxter, cuyo alquiler había estado pagando tras la marcha del anterior inquilino y la compra del inmueble por parte del abogado Walter Collins. Richards planeaba entonces reunir en ese lugar un avanzado equipo de investigación científica para continuar con su trabajo universitario, así como para estudiar el efecto que las radiaciones cósmicas habían tenido en sí mismo y sus compañeros. De hecho, siempre se ha comentado que para nada pensó Reed Richards en convertirse en superhéroe cuando observó los poderes que habían adquirido, ni cuando ocupó con los suyos el Edificio Baxter, sino más bien en alguna suerte de investigador científico extremadamente avanzado, que por medio de sus descubrimientos (sobre todo en sus propios cuerpos) permitiera a la Humanidad alcanzar un paso más en su evolución global. Pero las cosas le vinieron de otro modo.
El resto del cuarteto había pensado en una ocupación algo más “activa” para sus recién descubiertos poderes, una especie de aventureros modernos, o cazadores de monstruos. De hecho, cuando llegó a sus oídos la existencia de la misteriosa Isla de los Monstruos, y los terribles planes del Hombre Topo para la conquista del mundo (1), rápidamente acudieron a desafiarle. Sin trajes especiales, sin nombres llamativos, sólo cuatro héroes lanzándose al peligro sin titubear, para defender al mundo libre de un peligro nunca visto. Tal vez Richards lo que pretendía en verdad era aprender de ellos, y Johnny Storm sólo aporrearlos, pero lo cierto es que los cuatro dieron un paso adelante cuando nadie más se atrevía. Y derrotaron al Hombre Topo, la primera vez de muchas.
Y eso les granjeó una fama pocas veces vista en la Historia. Cuatro aventureros resurgían. Cuatro tipos osados tomaban las riendas cuando la situación se ponía mal, y defendían a costa de sus propias vidas la libertad y la paz en todo el mundo. La prensa les adoró. Cientos de periodistas, incontables artículos y fotos, y un increíble movimiento de masas por toda Norteamérica, alrededor de los que consideraban sus nuevos héroes.
Pero aún tendrían que sufrir un poco más. Llegó el primer intento de invasión skrull, con cuatro multiformes alienígenas haciéndose pasar por los aventureros recién descubiertos, y cometiendo crímenes en su nombre (2). El Ejército de los U.S.A. se movilizó en pleno para detener al poderoso cuarteto, y sólo el genio de Richards y la astucia de sus compañeros logró salvar el día e hizo huir a los invasores. Quedó claro quiénes eran realmente Los 4 Fantásticos.
Y entonces llegó el momento clave en toda su historia, y vino de manos del miembro menos conocido y respetado del grupo: Susan Storm (aún soltera por aquel entonces). Ella fue quien decidió que serían superhéroes. No aventureros, ni cazadores de monstruos, que ya existían otros grupos similares en esa época, sino auténticos superhéroes, campeones disfrazados, y pioneros de toda una generación que les seguiría con valor. Susan diseñó para ellos unos vistosos uniformes de colores, y un símbolo que les acompañaría desde entonces: el número cuatro, dentro de un círculo perfecto. Cuatro individuos diferentes, un solo equipo, trabajando para toda la Humanidad.
La imagen recorrió el planeta, y los hizo inmensamente famosos. Sus rostros ocupaban las portadas de cualquier revista o periódico, sus inventos colonizaban el mundo, y sus hazañas eran publicitadas en cientos de lenguas y países.
Los Cuatro Fantásticos. La Primera Familia. Los Amos de lo Desconocido. Los Conquistadores del Mañana. Había nacido una leyenda.
Y todo lo demás vino después: el Hombre Milagro, Namor, el Doctor Muerte, Hulk, el Amo de las Marionetas, el Súper–Skrull, Pantera Negra, los Inhumanos, Silver Sulfer y Galactus, los Vengadores, etc., etc., etc.
Toda una hermosa vida de aventuras y acción, una gran familia protegiendo al resto de familias del mundo.
Y todo, todo, está dentro del Edificio Baxter. (...) »
(Fragmento extraído del artículo “Los 4 Fantásticos: Diez años retando a lo desconocido”, publicado en la revista TIME con motivo del aniversario del grupo).
Ellen Todd y su hijo caminaron presurosos por plena Calle 42, divisando a lo lejos su objetivo: la imagen blanca y refulgente del altísimo rascacielos.
Se acercaron con decisión a la enorme puerta giratoria, por la que constantemente entraban y salían numerosos grupos de personas, la mayoría turistas, bastantes científicos (se les distinguía bien por sus modales universitarios y su mirada abstraída, pero sobre todo porque solían marcharse del trabajo con la bata puesta), y unos cuantos técnicos de reparación (y no cualquiera, porque una maquinaria tan única y compleja como la que allí se usaba sólo podían conocerla y revisarla unas pocas personas en el mundo). Ellos dos se mezclaron sin dudar con la tremenda masa humana, y atravesaron apelotonados una de aquellas grandes puertas giratorias automáticas. Tal y como rezaba la publicidad, “las puertas del Edificio Baxter siempre están abiertas para los visitantes”. Y era cierto, todas las numerosas entradas del rascacielos, tanto hacia la Calle 42 como hacia Madison Avenue, eran recorridas sin cesar por un océano de pequeñas cabecitas laboriosas, a cualquier hora del día o de la noche. Altos, bajos, gordos, flacos, con sombrero o con un kilt. Seres tan distintos como la noche y el día, en procesión infinita, transitaban a cada momento por aquel lugar privilegiado. Y todos buscaban allí su destino, fuera cual fuese.
De modo que no les resultó difícil llegar hasta el hall. Lo verdaderamente complicado vino después. Porque, tan pronto como cruzaban cualquiera de las puertas, esos curiosos personajes se dividían y repartían por doquier, distribuyéndose a gran velocidad por huecos y pasillos, como rápidas hormiguitas al levantar una piedra. Unos marchaban hacia el área de los ascensores, con gruesos maletines o abultados portafolios; otros se perdían por el fondo de la sala, con la cabeza llena de probetas y ecuaciones; y la mayoría se acumulaba en grupos reducidos en el abarrotado hall, con los ojos como platos y sin decir palabra. Era el poder de la fantástica imagen de aquel edificio.
De modo que ellos dos quedaron solos, a un lado del hall, constantemente circundados por las caudalosas corrientes de personas, y sus ojos recorrían asombrados la estancia. Era inmensa, plagada de luz, proveniente de los gigantescos ventanales situados alrededor y por encima de las puertas giratorias. El suelo era de mármol blanco, inmaculado, igual que el altísimo techo. Al fondo, con aspecto triangular, y dispuesto diagonalmente sobre la planta cuadrada del edificio, había un gran mostrador de mármol negro, con una sonriente señorita de larga melena rubia y traje de chaqueta azul, que atendía a los recién llegados. Tras ella, en la alta pared oscura, lucía un orgulloso símbolo que atraía todas las miradas: un magnífico cuatro azul en altorrelieve, sobre un grandioso círculo de plata. En ese instante podía uno darse cuenta de que realmente estaba en el hogar de Los 4 Fantásticos.
Ellen Todd y su hijo se quedaron embobados mirándolo, asombrados, con los ojos muy abiertos. Y sonrieron, con la ilusión pintada en sus rostros.
Pero aquel mítico emblema no era lo más espectacular en el enorme hall del Edificio Baxter. En su centro y en los laterales, a modo de decoración, había tres faraónicos monumentos de piedra gris, formidables, fastuosos, el sueño de la mente creadora de un artista. Los dos de los extremos eran sendas fuentes de mármol, rodeadas de frondosa vegetación tropical, y en su centro, esculpido en piedra, sobre un alto y bello chorro de agua, recibía a todos los visitantes el clásico símbolo que durante mucho tiempo coronó la Torre de las 4 Libertades, como un faro que iluminaba Nueva York: los cuatro cuatros, la figura con apariencia de cubo, con un número cuatro dibujado en cada una de las caras, y la imagen del grupo observando la ciudad desde todos los lados. Y ahora estaba allí, magnífica, en lo alto de la preciosa fuente, iluminada por focos de colores que se alternaban cada pocos segundos. Rojo, azul, verde, dorado,… Más de un millón de tonos y variedades distintas, programados por los grandes cerebros de Fantastic Four Inc., para que, según recogían los folletos explicativos, “ningún observador contemplara dos veces los mismos colores”. Incluso ambas fuentes jamás coincidían en su apariencia, dotando aún de mayor vistosidad a aquel hall blanco e impoluto.
Pero lo más impresionante estaba en el centro. La estatua. La gran estatua. La formidable estatua de Los 4 Fantásticos. Tallada en piedra por Alicia Masters, la famosa y reputada escultora neoyorkina, constituía un espectacular monumento conjunto, formado por cuatro estatuas gigantescas, independientes pero entrelazadas, como si fuera una metáfora del propio comportamiento del grupo.
El eje y la base del conjunto lo representaba la imagen de un ser enorme y monstruoso, de más de dos metros de altura, con largos y gruesos brazos, piernas cortas, un anchísimo tórax, cabeza pequeña hundida entre los hombros, y sobre todo, como elemento más identificativo, con toda su piel cubierta por una gruesa capa córnea similar a la roca, en forma de numerosas placas de distintas medidas y tamaños, confiriéndole un aspecto horrible y deforme. Pero al mismo tiempo, sus enormes ojos limpios y claros reflejaban un alma pura, sencilla. Él era Ben Grimm, apodado La Cosa, el hombre más horriblemente desfigurado por los rayos cósmicos de toda la Historia, pero quizá también el más humano.
A su derecha, detrás, izquierda e incluso por encima, se enroscaba una figura alargada y estrecha, que sólo remotamente podía parecer humano. Su cabeza era la de un hombre atractivo de mediana edad, con cabello pulcramente cortado y sienes canosas, contemplando el infinito con la mirada llena de ideas y esperanzas. Pero el resto del cuerpo distaba mucho de la normalidad: el tronco, brazos y piernas se mostraban inhumanamente alargados, deformes, como una serpiente que rodea a su víctima para asfixiarla. En este caso, el hombre estirado circundaba con su extraño cuerpo la figura de Ben Grimm, pero a la vez extendía los brazos hacia el distante infinito, en busca siempre de algo más. Su nombre era Reed Richards, aunque el mundo le conocía como Mister Fantástico, el mayor genio científico del planeta, líder del equipo y creador de la mayoría de sus inventos, incluyendo la tecnología almacenada en el Edificio Baxter. Aunque sobre todo, a él le gustaba considerarse únicamente “un buen padre de familia”.
A la izquierda, y también por encima, se elevaba hacia los cielos una fulgurante llamarada de fuego y luz, que en la zona más cercana al suelo se estrechaba hasta casi consumirse, mientras que al ascender tomaba una forma distinta, amplia y extensa, humanoide. Era un ser alto y enjuto, de largos miembros, hombros estrechos, y rostro pizpireto elevado hacia el infinito. Y de su fina piel de juventud emergía un alto frente de abundantes llamas, que le rodeaban por completo sin consumirle, como producto de su inacabable energía interior. Johnny Storm, La Antorcha Humana, el más vital del equipo, y el origen de su fuerza, su ilusión y su incapacidad para rendirse.
Y ya por último, aunque según muchos la más importante, había una mujer, delgada y no muy alta, con larga melena y ojos claros, aunque su hermoso y delicado aspecto no demostraba el increíble poder confiado en sus manos. Al principio de su carrera no era más que una “chica invisible”, tímida y callada, y con poco protagonismo en el grupo. Pero su incansable valor y su tremenda fuerza de voluntad cambiaron las cosas, y hasta sus poderes. Y esa versatilidad se tradujo en la creación de un campo de fuerza para proteger a su familia, y de mil y un objetos invisibles para responder a los ataques enemigos. Maduró, y se convirtió en La Mujer Invisible. Susan Storm Richards, el miembro más poderoso del grupo. Madre, esposa, hermana, amiga, una valiosa aliada, y una temible rival. Y toda esa versatilidad y amor se traducía en la imagen que mostraba su estatua: un cuerpo fino y delicado, con una inagotable fuerza de voluntad en sus ojos, y las manos tendidas hacia delante, al vacío. No había hostilidad en su expresión, ni maldad, y sus manos tanto podían convocar el mayor poder del universo como intentar acariciar la cabeza de su hijo.
La fuerza y la solidez de una roca, la habilidad para estirarse hasta tocar las estrellas, la energía y vitalidad para mover a todos sus compañeros, y la versatilidad necesaria para rellenar los huecos del conjunto, con la sutileza de un campo invisible. Cuatro personas muy diferentes, que habían aprendido a trabajar juntos, y que luchaban por enseñar esa lección al resto del mundo.
Cuatro héroes. Cuatro iconos.
Los Cuatro Fantásticos.
Ellen Todd y su hijo devoraban la estatua con los ojos, recorriendo sus cuidadas superficies, sus enormes contornos de piedra. Eran ellos. Ellos de verdad. Sus sueños de toda la vida.
Y en el inmenso pedestal de mármol había una placa de bronce, con una inscripción grabada:
« Que la gente de bien siga su ejemplo.
Que la gente de mal tiemble al verlos. »
Porque ése era, al fin y al cabo, el lema que mejor representaba la carrera de estos héroes.
De pronto, una voz dulce y melosa, pero firme y potente, recorrió la sala:
– ¡Atención, visitantes! ¡El recorrido turístico está a punto de empezar! Si desean tomar parte en él, acompáñenme, por favor...
Los ojos de Trevor Todd se abrieron como platos, llenos de ilusión.
– ¡Mamá! ¡El recorrido turístico! ¡Tenemos que ir! ¡Es la visita guiada al Museo de Los 4 Fantásticos! ¡Y es gratis!
La mujer observó a su pequeño con sonrisa tierna. Sabía que, una vez allí, tenían que participar en toda la fiesta, o no tendría sentido. Más aún, aquel demonio de niño le había dejado sin argumentos en contra, al insistirle en que la visita era gratuita. De modo que lo cogió de la mano y, sin decir palabra, caminó decidida hacia el punto de reunión, y hacia la señorita que había hecho el llamamiento.
Recuerda
Unas cincuenta personas se reunieron en torno a la alta y delgada muchacha cuya voz les atraía hacia un rincón del poblado hall. De larga melena rubia y brillante, ojos claros y sonrisa luminosa, vestía como sus compañeras un elegante traje de chaqueta azul, con falda negra por encima de la rodilla, y altos tacones que llevaba con soltura. Y en la solapa, hermoso y llamativo, lucía un pequeño broche que la identificaba: redondo, azul y plateado, con un gran cuatro en el centro.
El uniforme era sobrio, pero correcto, diseñado por uno de los más prestigiosos creadores del mundo (al que Los 4 Fantásticos salvaron de una muerte atroz, secuestrado por el Mago, y arrojado a la boca de un volcán para entretener a los héroes mientras él escapaba; así, en agradecimiento, el afamado diseñador se encargó de toda la línea de vestuario del personal de servicio del Edificio Baxter).
Alrededor de la joven pronto llegó un numeroso y variopinto grupo de turistas ilusionados. De diferentes aspectos, razas, ropajes y lenguas, todos ellos compartían un mismo sueño: la visita guiada al Museo de Los 4 Fantásticos. Y se dirigían frenéticos hacia la muchacha, la devoraban con los ojos, sonreían embobados, y aguardaban expectantes cualquier movimiento. Y ella los manejaba con gracia natural, siempre risueña, guiándolos con un alto banderín azul, marcado también con un enorme cuatro. Había gente de raza blanca, negra, había asiáticos, nativos americanos, y muchos, muchos niños. Había niños altos y bajos, algunos guapos y simpáticos, y otros menos agraciados, e incluso había dos de ellos con parálisis cerebral, que acudían al llamamiento de la joven en sus sillas de ruedas, guiados por unos padres solícitos. Pero en ningún momento había tristeza en aquel grupo, ni compasión por ellos: el Edificio Baxter era un lugar de alegría, transmitía felicidad en cada esquina y cada pasillo, y absolutamente todos eran felices al entrar allí.
Cuanto los tuvo reunidos, la dulce muchacha les fue entregando uno por uno diminutas cajitas blancas que extraía de una bolsa, y les hizo gestos para que las abrieran. Dentro había un único y minúsculo objeto, de color azul celeste: un auricular. Automáticamente, todos los turistas procedieron a colocárselo, y fue sólo entonces cuando la joven empezó a hablarles.
– Buenas tardes a todos. ¿Me oyen bien? El aparato que ahora llevan colocado en el oído es un traductor universal, inventado y patentado por el doctor Reed Richards. Eso permitirá que puedan comprenderme perfectamente, sea cual sea su lengua materna y su país de origen. Incluyendo si hay entre ustedes algún skrull infiltrado...
A medio camino entre asombrados y divertidos, los turistas rieron el chiste con ganas. Se miraban entre ellos, y por primera vez en sus vidas, podían entender cualquier idioma que les hablasen. Como la mítica reunión de Pentecostés, pero en la moderna Nueva York.
Y cuando ella supo que todos la escuchaban de nuevo, empezó realmente el espectáculo.
– Bienvenidos al Edificio Baxter. Mi nombre es Mariah, y seré su acompañante a lo largo de este maravilloso viaje por lo fantástico. Síganme, por favor. La visita está a punto de empezar...
La guía comenzó a andar hacia el fondo del hall, a la derecha del enorme mostrador de mármol negro, y todos caminaron detrás con aspecto obediente. Pero por dentro, sus corazones bombeaban ansiosos, y su presión se disparaba: por fin llegaba lo bueno.
El nutrido grupo se internó por un ancho pasillo de color crema, y desembocó en una amplísima sala de alto techo, decorada con un sinfín de cuadros y recuerdos de otra época, a las puertas de un auditorio.
– Bienvenidos a la primera parada de nuestro viaje: el nacimiento de Los 4 Fantásticos. Recuerden la escena: cuatro valientes astronautas cometen un espeluznante error de cálculo, y los rayos cósmicos bañan sus cuerpos en dosis muy por encima de lo tolerable. Radiaciones desconocidas, en formas imposibles de calcular, dañan su ADN, alterando por completo y para siempre la configuración química de sus cuerpos. Un fenómeno que muchos intentaron copiar después, pero que de tan impredecible resultó, simplemente, fantástico. Un hombre capaz de estirarse hasta límites inimaginables, otro capaz de emitir luz y calor semejantes a los de una estrella, un tercero que recubre su cuerpo de la misma roca virgen, y una mujer que manipula la luz y la energía con el poder de su mente. ¿Quién podría haberlo predicho...? Acompáñenme, y serán testigos de primera mano de todo cuanto sucedió...
Y con un simple gesto, les invitó a cruzar la puerta.
El auditorio era inmenso, de planta semicircular y asientos elevados de fieltro azul. En el centro, ladeado a la derecha, había un magnífico atril marcado con el mismo símbolo de la guía turística, y donde ella se situó. Lentamente, los felices visitantes fueron entrando, buscando un asiento desde el que no se perdieran nada (todos poseían la misma vista, pero en cuestiones de este tipo, la gente nunca está satisfecha con el asiento que le toca, y siempre envidian el del vecino). Y poco a poco, los llenaron en silencio. La tremenda magnificencia del lugar les imponía de forma absoluta, haciendo que ninguno fuera capaz de mantener una conversación en voz alta. Como si esperasen algo indefinido que no terminaba de llegar.
Algo que empezó tan pronto como se sentó el último de ellos.
De repente, las luces se apagaron, y un estrecho y potente haz de luz impactó de manera vertical sobre el atril que ocupaba la joven.
– Bienvenidos a todos – dijo, lentamente, a través del micrófono –. Bienvenidos a un mundo diferente, a un universo complejo y vasto, plagado de maravillas. A un sinfín de razas alienígenas y aventuras exóticas, siempre con el destino de la humanidad en juego. Pero tranquilos… No temáis perderos. Os guiarán los más importantes cicerones del universo: ¡Los 4 Fantásticos!
Su luz se apagó, y muy despacio, como si cobrara vida propia, algo empezó a iluminarse en mitad de la pista. Al principio sólo era un reflejo tenue, como si dudara de mostrarse, vergonzoso. Pero luego fue tomando cuerpo, sustancia sólida, y lo que aquellos incontables ojos vieron formarse en la nada, en el aire intangible del formidable teatro, les dejó completamente apabullados: una imagen holográfica, una representación tridimensional, de un realismo incomparable, que mostraba en pie, ante ellos, a sus cuatro héroes.
Los 4 Fantásticos hacían una aparición virtual ante sus fans.
Allí estaba Reed Richards, Mister Fantástico, en el centro de la imagen, con su clásica mirada limpia y sus sienes canosas, sonriendo al espectador, transmitiendo fe y seguridad. Padre, amigo, líder, científico, y posiblemente el hombre más inteligente del mundo. Y si él, que había descubierto tantos misterios del universo, y conocido la maldad en tantas de sus formas, se mostraba sereno y tranquilo, entonces todos debían sentirse igual.
A su lado, tan importante como él mismo o incluso más, estaba su esposa, Susan Storm Richards, la Mujer Invisible, todo calma y dominio. Era un ejemplo a seguir, un modelo de cómo las mujeres pueden encontrar su propio hueco en un mundo de hombres, y defenderlo con la misma vehemencia que sus compañeros. Todos sabían que aquella mujer era una de las más generosas y amables con las personas que la rodeaban, capaz de los mayores actos de amor y dedicación que puedan imaginarse… Pero también era cabeza de familia, una matriarca feroz en la defensa a rajatabla de los suyos. Con los poderes más impresionantes del grupo, y la voluntad indomable para utilizarlos en la forma correcta. Admirada por muchos, temida por los malvados.
A la izquierda, travieso y chistoso, observaba el auditorio, con los brazos cruzados, el jovencito Johnny Storm, alias La Antorcha Humana. A primera vista nadie lo consideraría más que un chaval guapo y gracioso con ganas de aventuras. Pero claro, eso si olvidamos el mítico uniforme azul y negro que vestía, con el portentoso símbolo luciendo orgulloso en mitad de su pecho. Y su imbatible poder, que aún sorprendía a expertos y científicos de todo el mundo. Hermano, amigo, el eterno enfant terrible, y un buen apoyo cuando las cosas se ponen feas.
Y finalmente, pero sin duda el primero al que todos miraron cuando la imagen brotó del aire mismo, a la derecha de sus compañeros, estaba la inmensa y monstruosa figura de Ben Grimm, apodado La Cosa. Deforme, cruelmente castigado por las radiaciones cósmicas, pero generoso y valiente como pocos. La definición misma de lo que significa ser un héroe.
Al verlos, el anfiteatro entero se puso en pie, de manera espontánea, y rompieron en aplausos.
– Ya conocen la historia – dijo la guía, con voz profunda y tono dramático –: Cuatro valientes, que se arriesgaron a lanzarse al vacío del espacio sólo por un sueño. Y fracasaron. Cuatro viajeros del cosmos, decididos a romper las anticuadas barreras de la ciencia, y abrir un nuevo camino para el futuro. Y el destino les hizo pasar pruebas sin fin, hasta proclamarlos como campeones de toda la Humanidad.
» La Misión Espacial Richards, organizada por el brillante profesor Reed Richards de Central City, y que habría de romper las barreras del hiperespacio, para transformar por siempre la mecánica de los viajes espaciales, y nuestro propio conocimiento del universo en sí mismo. Pero no llegó ni a acercarse.
» Por aquel entonces, Richards ya era un brillante científico a nivel mundial, aunque todavía no era conocido como Mister Fantástico. Nacido en una acomodada familia de Central City, California, hijo del también eminente investigador Nathaniel Richards, el joven Reed no tardó en destacar por su magnífico intelecto, convirtiéndose pronto en experto en matemáticas, física y mecánica cuántica. Enrolado en el famoso Proyecto Baxter, tras la muerte de su madre y la desaparición de su padre en un experimento fallido, acudió a muchas y prestigiosas universidades, tales como Harvard, Columbia, el Instituto de Tecnología de California, el Instituto de Massachusetts, o la Universidad Empire State. En ellas cursó estudios avanzados en mecánica, ingeniería eléctrica y aeroespacial, química, física y biología. Y fue entonces cuando realizó uno de sus descubrimientos más valorados por la comunidad científica general: el dominio del hiperespacio, con la generación controlada de agujeros de gusano. Este avance, unido a la tecnología de vanguardia que ha derivado de su estudio durante todos estos años, es en lo que se basa la maquinaria de teleportación de la que hoy disponemos, los portales de la Zona Negativa y el Microverso, o la propia Máquina del Tiempo de Nathaniel Richards (y que dentro de varios siglos usará el villano Kang para sus perversos fines). Dense cuenta ahora, señores, de lo mucho que debemos hoy en día al genio de Reed Richards.
» Pero hay mucho más que contar, porque además, durante este período, conoció a tres personas que habrían de ser claves en su vida: Susan Storm, la sobrina de su casera en Manhattan; Ben Grimm, su compañero de cuarto en la Empire State; y Victor von Doom, su rival más envidioso en los años de universidad. Pero aún faltaba mucho para que estos actores participaran en la tragedia…
Y mientras la muchacha hablaba, la imagen cambió, mostrando un sinfín de instantáneas de otra época, con un científico joven, e incluso niño, dando sus primeros pasos en la vida. Unos pasos que abrirían sendas para todos los demás.
– Tras sus amplios estudios – continuó –, y numerosos viajes por todo el mundo en busca de conocimiento y aventuras, Richards fue contratado por el Pentágono como científico militar, utilizando su propia herencia y fondos del Gobierno de los Estados Unidos para desarrollar su proyecto más ambicioso: una nave espacial, la más compleja y moderna que se había construido nunca, y capaz de romper por sí sola la barrera del hiperespacio. Un sueño, que podría reescribir las leyes de la astronomía, y crear un nuevo camino a los medios de transporte. Él fue elegido como líder del proyecto, y a su vez contactó con tres personas incomparables que le seguirían en este viaje sin retorno: su mejor amigo, su novia, y el hermano de ésta.
El aire se arremolinó espontáneamente, y mostró a los ojos entusiasmados la imagen brillante y magnífica del mítico Transbordador Espacial Richards, el mismo que habían visto anunciado en televisión días antes del despegue…
– Mientras, en ese tiempo, Benjamin J. Grimm, nacido en el 7135 de la Calle Yancy, en Nueva York, también había concluido sus estudios, y había ingresado en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, donde ganó una justa fama como piloto de cazas y, finalmente, astronauta. El primer astronauta salido del Lower East Side de Manhattan. De modo que, a ojos del Pentágono, resultaba la elección ideal para pilotar la nave de su amigo. Y el reencuentro fue motivo de alegría para ambos.
Una vieja fotografía, con el científico de bata blanca y el militar con ropa de camuflaje, abrazándose de nuevo tras varios años sin contacto, en una base secreta en Central City.
– Por su parte, los adolescentes Susan y Johnny Storm, de Glenville, Long Island, se mudaron a Los Ángeles como parte de la incipiente carrera cinematográfica de la primera, después de que su madre falleciera en un accidente de automóvil, y su padre, el afamado cirujano Franklin Storm, cayera en desgracia. Los dos jóvenes consiguieron, después de unos meses duros y muy sacrificados, salir adelante por si mismos en la meca del cine. Y entonces se reencontraron con Reed Richards. Y el amor volvió a aflorar. La pareja, que llevaba ocho años sin verse, pareció que nunca se hubiera separado, y desde ese instante juraron no volver a separarse más. De modo que, cuando se enteró de lo que su gran amor pretendía, la tozuda Sue no dio su brazo a torcer hasta que la incluyeron en el estricto programa espacial de la NASA. Ya entonces no se dejaba convencer por cualquiera…
Sí, parecían realmente felices, la veinteañera actriz y el maduro investigador espacial. Dispares como el blanco y el negro, pero a la vez extrañamente complementarios.
Y a su lado, un terremoto imparable, un chaval de no más de dieciséis, con demasiadas ganas de marcha.
– Y así fue como se inició el terrible viaje. Esperanzas, sueños de triunfo y grandeza, que se vieron truncados demasiado pronto. Su plan era escapar de los efectos de la gravedad terrestre, abrir un portal al hiperespacio en plena Vía Láctea, y descubrir otro sistema solar, tal vez habitado o no. A partir de allí, la misión era pura suposición: no sabían lo que podía esperarles en el interior del agujero de gusano, por muchas pruebas que hubieran realizado con anterioridad, no sabían si hallarían algún mundo digno de interés, ni tenían la más remota idea de cómo podrían regresar a casa. ¿Entienden ahora por qué los llamamos héroes? No es por sus poderes, ni porque vivan en un vistoso edificio con un cuatro en lo alto… Son héroes porque hacen lo que nadie se atreve a hacer, porque asumen los riesgos que nadie se atreve, y siempre, siempre, dan un paso adelante, siempre hacia el peligro. Gracias a eso seguimos todos aquí.
» Por desgracia, no tuvieron ocasión prácticamente ni de salir de la Tierra…
» Ben Grimm ya lo sabía, pero nadie le había hecho caso. Protestó, llevó la contraria al gran genio de nuestro mundo, pero le tomaron por un loco y un cobarde. Y aún así pilotó la nave.
» Grimm sabía por los telescopios espaciales que una reciente tormenta cósmica había aumentado exponencialmente los niveles de radiación en torno a nuestro planeta, en la misma trayectoria que ellos habrían de atravesar, y que los cálculos sobre el blindaje de la nave habían sido incorrectos, de modo que sus propias vidas estarían en serio peligro en aquella aventura. Pero Richards, demasiado enfrascado en el reto del hiperespacio, y en no incumplir los plazos dados por el Gobierno, desoyó sus consejos. Y se pusieron en camino.
Y en la imagen, la prodigiosa máquina que era el inmenso cohete se puso en marcha, con sus gigantescos propulsores rugiendo con saña sobre el suelo de Central City. Los pies de los asustados turistas temblaban, mientras la nave tiritaba en su inmóvil posición vertical. De pronto, y muy lentamente, empezó a moverse, a separarse del suelo, a elevarse grácilmente por encima de sus cabezas. Y se perdió en el bellísimo cielo estrellado de California.
– Por desgracia, el valiente piloto resultó estar en lo cierto. El transbordador Richards funcionó a la perfección, y hasta su salida de la atmósfera terrestre no hubo complicaciones. Pero una vez allí, el cinturón de radiación de Van Allen les golpeó con crudeza, y los escudos no aguantaron. Los rayos cósmicos bañaron la cabina, y los cuerpos de los indefensos astronautas. Cuentan que el dolor fue atroz, y sólo a duras penas lograron mantener la consciencia. En un alarde de prematuro heroísmo, Grimm llegó hasta la radio...
Mientras la joven hablaba, la enorme representación holográfica mostraba la nave azotada con saña por un frente de radiación dorada y brillante, como una aurora boreal del espacio, pero con aspecto maligno y terrible. El morro cabeceaba, y perdía el control rápidamente. Parecía un vaquero inexperto montando un potro especialmente salvaje.
De pronto, la sala se vio llena de unos gritos ásperos y graves: la voz de un hombre duro que, por una vez, contemplaba la muerte mirándola a los ojos.
– ¡Centro Kennedy! ¡Necesitamos ayuda! ¡Hemos sufrido un incidente! ¡La radiación cósmica ha entrado en la nave, y perdemos el control de los mandos!
Era Ben Grimm. El auténtico Ben Grimm, cuando aún no estaba hecho de roca. Y su voz sonaba llena de algo primario y terriblemente humano: el miedo a morir.
Pocos de los numerosos turistas le habían contemplado nunca con otra imagen que no fuera la del simpático monstruo de rocas naranjas, y todos admiraban su valor sin límites y su entrega incansable; pero desde luego ninguno había imaginado jamás que algo podría asustar a su héroe. ¿Qué sería tan terrible para amedrentar a la imbatible Cosa de Yancy Street? ¿Cómo de apurada había llegado a ser su situación? La respuesta en ese momento resultaba obvia: se habían visto morir.
Y al escuchar aquellas palabras, todos se estremecieron al unísono.
– ¡Transbordador Richards, aquí Centro Espacial Kennedy! – habló una voz calmada de mujer –. Dénos un balance de daños.
– ¡Como el culo! – rugió Grimm a través de la radio –. La computadora central ha muerto, y sólo quedan los sistemas auxiliares de soporte vital, y no sé por cuánto tiempo. Estoy pilotando manualmente, y preparo la reentrada. Misión abortada. Repito: misión abortada.
Silencio en las comunicaciones. Las cabezas debían estar echando humo en Cabo Cañaveral, los expertos corriendo de un lado para otro, los ordenadores trazando mil y una rutas para el accidentado regreso.
Al fin, la misma voz de mujer intentó transmitirle calma.
– Comandante Grimm,... estamos con usted. Hemos calculado las trayectorias de reentrada más viables desde el punto en que ahora se encuentran. Le mandamos toda la información a su pantalla principal.
– No te mates, nena – le respondió el piloto de Brooklyn –. Tengo la pantalla rota, y no veo más datos que la maldita reentrada fundiendo el morro de la nave. Así que voy a intentar aterrizar esta bañera de una sola pieza... si es que hay forma.
Volvió a reinar el silencio. Nadie sabía qué añadir desde el Centro Kennedy. La única aportación fue un acto de fe.
– Entonces, Comandante... que Dios le ayude.
Y cortaron la comunicación.
En la imagen, formada en la nada en mitad del aire, la nave entraba en blanca incandescencia al golpear sutilmente contra la atmósfera azul. Su morro alcanzaba temperaturas inimaginables, mientras los alerones se fundían y cualquier grieta quedaba automáticamente sellada. Lo que una vez fue un transbordador espacial se había convertido ahora tan solo en un enorme meteorito cayendo a plomo hacia el suelo. Estaban condenados.
Pero de pronto, la nave empezó a erguirse. El morro se elevó, los mandos comenzaban a seguir las órdenes del piloto, aunque todavía con desgana. El calor blanco pasó a rojo intenso, mientras los laterales y el sistema de refrigeración luchaban como demonios por enfriar el fuselaje. La fricción aún era horrible, pero lentamente, conforme la resistencia al aire se fue haciendo menor, cedió el mando a la aerodinámica. Miles de grados centígrados bajaron en pocos minutos, y los metales del casco, hasta ahora simples amasijos de escoria fundida, empezaron poco a poco a recuperar su aspecto habitual. Esperanza. Débil, pero posible.
En condiciones normales, debía ser el ordenador de la nave quien calculara la mejor ruta posible (o al menos, en la que mayores probabilidades tendrían de sobrevivir). Pero en este caso no había ordenador, y sólo quedaba una forma de obtener la ruta: probando.
La nave temblaba, cabeceaba, gemía salvajemente, como un toro que se resiste a ser domado. Y finalmente, aceptó las riendas. Trabajosamente al principio, y con suavidad después, el transbordador buscó entre las corrientes de aire aquélla que ofreciera menor resistencia, y por allí se coló. Encontró una vía de escape, un camino nunca escrito que le llevara a salvo hasta el suelo, y se deslizó lentamente por él, como el cisne que nada en una nueva laguna.
El sistema de refrigeración estalló, inundando la cabina de chispas y llamas, pero ya había hecho su trabajo. El morro seguía hirviendo, y toda la superficie se había fundido en una sola capa de metal refulgente... pero estaban vivos.
Cayeron al suelo con estrépito, arrasando a su paso cientos de hectáreas de bosques y pastos. La nave, por mucho que hubiera logrado elevarse durante su caótico vuelo, golpeó la tierra como una auténtica piedra que viniera del espacio. Trazó un surco profundo, una línea negra, ancha y diáfana, que marcaba a fuego los tranquilos campos de Albany, y dejó sin vida todos aquellos suelos por donde pasaba. El ruido fue atroz, demencial, y amplias sacudidas y seísmos recorrieron de una punta a otra la nación entera. Pero frenó. Poco a poco, y de manera en general imperceptible, el gigantesco proyectil incandescente fue perdiendo velocidad, aminorado por los continuos choques que sufría al abrir la tierra en dos a su paso. El mundo entero tembló con él, y parecía que toda la humanidad (o al menos toda la que estaba representada aquel día en la enorme sala) aguantaba la respiración hasta ver el desenlace.
Y por fin, se detuvo.
El ruido cesó bruscamente, y el estrépito, y el corrimiento de tierras, y los seísmos. El descenso había terminado, y a su paso dejó una larga cicatriz que habría de durar muchos años, un mar de tierra calcinada, un objeto negro y cilíndrico hundido en el suelo, y una tupida nube de vapor que todo lo cubría. Destrozos y caos.
El negro objeto envuelto en vapores había sido una vez un transbordador espacial, pero ya no quedaban de él más que recuerdos. Su contorno era una masa uniforme y lisa de metal fundido, su antaño bella forma aerodinámica había quedado reducida a un estrecho cilindro deforme, y aquella lisa superficie que una vez pintaron de blanco ahora aparecía quemada y ennegrecida, en el fondo de un hoyo de diez metros que él mismo había excavado.
¿Qué podía quedar vivo allí dentro? Ni siquiera cucarachas...
De repente, se oye un nuevo estrépito, un trueno cruza el bosque, y el objeto tiembla. Su estructura entera se estremece, una y otra vez, presa de enormes sacudidas y convulsiones mortales. Hasta que en un costado surge, como una nueva herida que se forma sola, una enorme grieta, salvaje, acompañada de un crujido grave.
Un mar de silencio rodeaba a lo que había sido la nave, contemplando, en vilo, aquella nueva fractura en su lisa y fundida superficie. Aquel nuevo horror. Temibles golpes atronaban la zona entera, brutales, ensordecedores, hasta que la tremenda cohesión del casco entremezclado no pudo soportarlo, y se abrió como una fruta madura.
El gran objeto negro se deshizo, lanzando al aire ingentes fragmentos de metal retorcido, con un estruendo colosal e inhumano. Y en medio de aquel negro agujero abierto en su lomo, surgió de nuevo a la luz del día el artífice de semejante hazaña: un hombre. O eso parecía.
Era un ser grande como pocos, de apariencia sólo lejanamente humana, con anchos hombros y largos brazos, que le caían a ambos lados de un cuerpo deforme y monstruoso. Su piel era oscura, de un tono marrón semejante al de la tierra virgen, e igualmente áspera y anfractuosa, como si la Madre Tierra hubiera intentado, de forma grotesca, y con los pocos elementos de que disponía, crear un hombre. O al menos imitarlo.
Sus pies eran anchos y groseros, como si hubieran sido pensados para cualquier cosa excepto caminar. Sus piernas eran rudas columnas de piedra, su manos enormes superficies rugosas con cuatro largas prominencias que parecían cualquier cosa menos dedos, su pecho era el ancho mapa de un desierto de rocas, y su rostro, o lo que por la distribución clásica de un cuerpo humano debía haber sido su rostro, aún permanecía cubierto por la escafandra reglamentaria de la NASA.
Gritos de miedo y sorpresa. Aquel horror inhumano era su héroe...
El monstruo caminó despacio, tanteando, como si aún no fuera capaz de manejar su nuevo cuerpo (o la grotesca parodia en que éste se había convertido), y su piel emanaba los mismos vapores incandescentes que rodeaban a la nave. Aquel ser no era más que una enorme montaña de tierra calcinada. Pero su cerebro aún no se había dado cuenta.
Dio un paso, dos, y la luz del día llenó sus huecos, su irregular superficie rocosa. Entonces fue visible para todos que, en esas manos torpes y horrendas, el monstruo cargaba con los cuerpos desmadejados de tres astronautas inconscientes. Tres seres, esta vez sí perfectamente humanos, vestidos con jirones que una vez fueron trajes ignífugos de la NASA. El ser de roca los sacó de la nave, con su andar inconexo y equívoco, los tumbó en la hierba, les quitó las ropas destrozadas, y comprobó que vivían.
De milagro, pero sí, vivían.
De milagro, pero sí, vivían.
Y lentamente, empezaron a despertarse.
Fue justo en ese instante, que supo que los demás estaban a salvo, cuando el monstruo se miró a las manos. Y gritó de pavor.
Se arrancó trabajosamente el casco, intentando respirar aire puro y volver a la realidad, y mostró a la sala cómo se había deshecho su vida: aquel rostro era un amasijo de piedras abrasadas, sin rasgos, sin humanidad, sin decencia. Había tan solo un gran agujero central que se movía de forma convulsa, y otros dos más pequeños por encima, negros y redondos, sin expresividad. No quedaba nada que recordara a un hombre.
Sin nariz, sin orejas, sin pómulos ni mejillas,... sólo una áspera piel rocosa llena de humo. Y un ser destrozado.
Y gritó. De su pobre garganta calcinada brotó un amargo lamento, un quejido profundo y lastimero: la conciencia de su futuro. Porque aquel monstruo deforme había sido una vez Benjamin J. Grimm, y por su valor había sido transformado en un horror viviente.
Gritó, y gritó, y corrió sin poder sobre la arena negra y arrasada que había dejado tras de sí la nave, y su mente era un caos indescifrable. Se alejó a duras penas de los restos, y de sus compañeros, y dirigió sus pasos sin rumbo hacia los bosques cercanos, hacia los árboles, hacia la vida. Era lo único que parecía real en todo aquel cuadro morboso y terrorífico. Tal vez allí encontraría la paz que se le escapaba por entre esas manos deformes. Tal vez allí habría algo de cordura.
Pero llegó al bosque, y a la fresca hierba de la mañana, y al viento y al rocío, pero nada había cambiado. Sus manos eran las mismas, y sus pies, y su horrenda cara. Y entonces fue consciente por primera vez: nunca dejaría de ser un monstruo.
Y volvió a gritar, con todas sus fuerzas, y atronó el amanecer en un bosque de Albany, como una tormenta en los Trópicos. Y en su grito había una mezcla de odio, frustración, ira, y sobre todo, condenación.
Agarró el tronco de un árbol, y lo levantó a pulso, sacando sus raíces de las entrañas de la tierra, y aquellos dedos inhumanos lo hicieron añicos como si fuera de papel. Su furia hacía temblar el mundo como una salvaje fuerza de la naturaleza.
– ¿B... Ben?
Una voz a su espalda. Elegante y delicada, pero con un deje de preocupación. Su mejor amigo.
– Ben... Ben, tranquilo. Estamos aquí. Estamos vivos...
El monstruo se giró, observando con ira al dueño de aquella voz, y si pudiera, lo habría matado en el acto sólo con mirarlo. Reed Richards. Vivo, y en pie. Y detrás de él, empezaban a despertarse trabajosamente los demás: Susan Storm y su hermano Johnny. La tripulación de la nave caída. Un milagro hecho personas.
Al verlos, la ira abandonó el cerebro de la bestia, y dejó caer con estrépito la últimas maderas que aún retenía entre los dedos. Caminó hasta ellos, como buscando refugio a su dolor, entre los únicos que podrían comprenderle. Pero entonces se quedó mirando a Richards, a ese rostro inmaculado de querubín con el pelo castaño, y volvió a enfurecerse. Levantó los brazos como un oso que protege su territorio, y abrió la boca desmesuradamente, con una ira infinita, arrojándose sobre ellos. Era un seísmo, un tornado, una gigantesca montaña que se abatía sobre ellos veloz como un rayo, y que sólo buscaba derramar sangre. Los Storm se quedaron paralizados por el miedo, pero Richards, considerándose responsable de la misión y de los otros astronautas, afrontó un definitivo acto de valentía, y dio un paso adelante. La inmensa mole desenfrenada impactó contra su cuerpo.
Y entonces se produjo el segundo hecho fantástico del día: el cuerpo de Reed Richards se deformó instantáneamente al contacto de la bestia, asemejando una ancha tela flexible, o una goma elástica, que rodeó con sus miembros extensibles la colosal deformidad, adaptándose a sus contornos y a su terrible inercia, y la detuvo. Y luego se desprendió sutilmente, como un cartel que pierde su adhesivo, y adoptó de nuevo su vieja forma humana.
El monstruo le observó, asombrado, y la furia se desvaneció sustituida por la sorpresa. Abrió la boca, y por primera vez emitió unas costosas palabras:
– Te lo dije...
Richards miró al suelo, avergonzado, y asintió. En ese momento no sabía dónde meterse.
– Te lo dije, maldito estúpido. Sabía que ese condenado blindaje no iba a aguantar. Pero tú no podías escucharme. Ahora, míranos. ¿Qué somos? ¿“La parada de los monstruos”?
– No te preocupes, Ben, podré arreglarlo – contestó Richards, sin mucha convicción –. Habrá que hacer estudios, y saber exactamente qué nos ha pasado, pero te juro que podré revertirlo...
El enorme ser le mostró sus tremendas manazas, y emitió algo parecido a una risa grotesca.
– ¿Vas a revertir esto, sabelotodo? ¿Como si nunca hubiera pasado? No me trates como a un estúpido. Conoces tan bien como yo los efectos de la radiación en los cuerpos. Estamos condenados, Richards. Nos has condenado a todos... A mí, a ti mismo, y quién sabe lo que les hayas hecho a los Storm...
– Yo... yo...
En ese instante, como haciendo eco a las últimas palabras de la bestia, aconteció algo increíble: el tercer hecho fantástico del día. La piel del más joven de ellos empezó a brillar, en pequeños puntos que rápidamente iban subiendo de temperatura, pasando de una débil luminiscencia dorada al rojo incandescente, y de ahí al blanco, mientras de esas mismas zonas brotaban finas volutas de un humo brillante y delgado. El muchacho lo vio al momento, y se estremeció de pavor.
– Sue... Sue, mírame...
– ¡Johnny! – gritó la joven, al contemplar a su hermano ardiendo.
– No... – murmuró Richards, con una mezcla de asombro y terror –. El chico no...
Pero ya nada podía hacerse. El famoso traje ignífugo de la NASA se volatilizó ante las increíbles temperaturas que estaba soportando, y pronto le rodearon las llamas. Pero enseguida se hizo obvio que no le estaban consumiendo, sino que venían de su interior. El pecho brillaba intensamente, como un poderoso horno del que se escapaba a borbotones un río de energía pura, y esta energía, al contacto de la atmósfera, se manifestaba como fuego. Pero no un fuego corriente. Un mar de llamas, un ancho frente de un fuego rojo y dorado, un caos de energías descontroladas.
- Sue... ayúdame, por favor...
- El chico estaba llorando, más por miedo que dolor, pero nadie podía acercársele, ni mirarlo siquiera. Lentamente, los otros se habían ido alejando de él, empujados por la luz y el calor abrasadores, y hasta habían empezado a cubrir sus ojos con las manos, para evitar que las retinas se les quemaran en el acto.
– Sue... por favor... me arde por dentro...
– ¡Johnny! – gritaba la muchacha, por encima del estruendo de las llamas –. ¡No puedo acercarme! ¡Tienes que bajar ese fuego!
No podía. No lo controlaba en absoluto. Se veía claramente que el chico carecía de cualquier tipo de dominio sobre el infinito poder que el destino le había otorgado. Y cuanto más nervioso y atemorizado se sentía, más se descontrolaba su fuego.
Pronto sus ojos y su boca brillaron, con un mortal fulgor dorado por el que se escapaban jirones de energía pura, como una presa que intenta fútilmente aguantar el envite de una tumultuosa corriente de agua. Y se escapa por sus grietas. Del mismo modo, la débil voluntad de Jonathan Storm trataba sin éxito de contener la terrible cascada de fuego que nacía de lo más profundo de su pecho, y que buscaba desesperadamente la libertad y el caos.
Y que podría costar la vida a sus tres compañeros.
– ¡Johnny! – gritaba Richards –. ¡Tienes que intentar apagarlo! ¡Si no, no podremos acercarnos a ayudarte!
– No... No puedo, profesor... me quema... me duele muchísimo...
El miedo es una poderosa arma de descontrol, y más para un adolescente. La luz, el calor, y el terrible horno que notaba en su interior crearon un círculo vicioso en la mente del chico, por el que cada vez era menos dueño de su propio poder, y más lo liberaba en masa.
Y al fin se rindió.
Y se produjo la explosión.
Del corazón del muchacho nació una todopoderosa onda expansiva, a una temperatura inimaginable, y con un poder destructivo superior a cien bombas atómicas. Era energía pura y desatada, un torbellino de poder sin límite y sin contenciones, y capaz de extinguir toda vida en un radio de más de cien kilómetros. El poder concentrado de una supernova.
Los tres viajeros lo vieron llegar indefensos, y el miedo atenazó sus corazones. Iban a morir. No había esperanza.
Después de sobrevivir a una tormenta de rayos cósmicos, y a un funesto aterrizaje forzoso, ¿habrían de caer ante el nuevo poder de uno de ellos?
De pronto, la horrible descarga se desvió sola, y como si tuviera vida propia, marchó hacia los cielos, hasta una altura superior a diez kilómetros, donde se disipó pacíficamente entre las nubes. No dañó nada, ni a nadie.
Johnny Storm quedó desnudo, y mortalmente asustado, en medio del claro, envuelto en una tupida cortina de humo, pero al fin había logrado apagarse. Y no sabía qué le asustaba más: si el peligrosísimo poder que había descubierto en su interior, o la misteriosa forma en que éste se evaporó en el aire...
El claro y el bosque estaban a salvo, igual que sus compañeros. Los tres aún se palpaban el cuerpo, intentando cerciorarse de que estaban vivos. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible que hubieran sobrevivido a un horror semejante?
Entonces, todos miraron al cuarto miembro del grupo, el único cuyas nuevas habilidades desconocían. Y la muchacha, sintiéndose azorada con todas las miradas sobre ella, se desvaneció en el aire.
El cuarto hecho fantástico del día.
La imagen se disolvió lentamente, y el enorme cañón de luz volvió a alumbrar a la dulce guía turística, de pie en su atril marcado con un cuatro azul. Pero cuando habló, esta vez su voz sonaba mucho más grave y severa.
– Cuatro personas normales, perdidas en medio de una aventura que nunca jamás volvería a ser normal. Pensemos: ¿Cómo reaccionaríamos cualquiera de nosotros en una situación parecida? Sin duda nos volveríamos locos…
» Pero ellos fueron diferentes, y convirtieron el horror y la maldición en dones del Cielo, y esos dones en una obligación de compartirlos con el resto de la humanidad, y esa obligación en su nueva vida. Cuando el destino les transformó en seres únicos y prodigiosos, ellos, por su propia voluntad, decidieron ser héroes.
» No son sus poderes lo que les hicieron ser Los 4 Fantásticos. Muchos otros seres a lo largo de la Historia han ostentado poderes similares, algunos incluso también mutados por las mismas radiaciones cósmicas que les afectaron a ellos, y sin embargo ahora se encuentran en bandos opuestos. Los 4 Terribles, el Fantasma Rojo y los Súper-Simios… ¿qué les diferencia de los héroes?… simplemente la voluntad de serlo, con todo lo que eso conlleva.
» No son sus poderes lo que les hicieron ser Los 4 Fantásticos. Muchos otros seres a lo largo de la Historia han ostentado poderes similares, algunos incluso también mutados por las mismas radiaciones cósmicas que les afectaron a ellos, y sin embargo ahora se encuentran en bandos opuestos. Los 4 Terribles, el Fantasma Rojo y los Súper-Simios… ¿qué les diferencia de los héroes?… simplemente la voluntad de serlo, con todo lo que eso conlleva.
» Ben Grimm se consideraba un monstruo, un hombre sin valía, un deshecho, tras este horrible accidente, pero supo olvidar sus deformidades, y dedicar su nueva fuerza de coloso a proteger a los inocentes. Pudo haber sido una bestia sin cerebro, una fuerza de destrucción,… un Hulk. Pero eligió ser un héroe, y el favorito de los niños.
Mientras hablaba, a su espalda el aire volvió a cobrar vida, y de la nada surgió de nuevo el rostro deforme y abrasado de aquella cosa mutada por la radiación. Y lentamente, los rasgos cambiaron, conforme los estragos de los rayos cósmicos iban pasando, haciéndose más magnánimos con el transcurrir del tiempo. Hasta quedarse estabilizado en esa imagen pétrea de losas naranjas que todos conocían. El rostro rió, con un aspecto alegre y jovial, y la sala entera estalló en aplausos.
– Johnny Storm creía que toda la vida era una continua aventura, y por eso se unió a una tripulación espacial que buscaba dominar el hiperespacio. Sin embargo, allí miró a los ojos de la muerte, y fue humano, y como cualquier otro humano sintió miedo. Lloró como un niño, y se derrumbó. Pero eso no le detuvo. Fue capaz de seguir adelante, de controlar su propio miedo, y eso le llevó a dominar su flamígero poder.
Con esas palabras, el rostro de la Cosa se disolvió en el aire, sustituida por el apuesto rubio que era su mejor amigo. Que al momento estalló en llamas, siempre con una sonrisa en sus ardientes labios. Un nuevo aplauso, acompañado de gritos, piropos y silbidos.
– Susan Storm se consideraba la madre de todos, sobre todo de su inconsciente hermano, pero a la vez ya entonces sentía una tremenda pasión por el brillante científico Reed Richards. ¿Fue eso lo que la empujó a unirse a la arriesgada expedición? ¿O tal vez un deseo secreto por la aventura, que bullía en su corazón aún adolescente? La más tímida, la más sensata, y en ocasiones la más temeraria…
Un nuevo rostro, un nuevo poder, y otro aplauso. La joven Storm, con sus vestidos largos de señorita, cuando apenas había pasado de los veinte. La que más había cambiado de los cuatro en esta década de aventuras.
– Y finalmente, el cerebro detrás de todo. Reed Richards se sentía responsable del terrible accidente, sobre todo en lo que concernía a su amigo Ben Grimm, y decidió emplear hasta la última de sus fuerzas para hallar una cura. Y aún a día de hoy no lo ha conseguido. Pero mientras tanto, ha sido el mayor genio científico del mundo, líder del más importante equipo de aventureros, y padre de toda una generación de superhéroes.
La imagen de Mister Fantástico era alegre y juvenil, pese a las anchas sienes plateadas que ya le crecían. Sus ojos estaban llenos de misterios y conocimientos sin límites, y a la vez su sonrisa era un derroche de esperanza. Y aquí fue donde la ovación sonó más atronadora, y el público terminó por ponerse en pie a aplaudir.
– Cuatro personas normales – dijo al fin la guía, cuando cesaron los vítores –, dotadas de habilidades más allá de la comprensión humana, que decidieron usarlas para el bien de toda la Humanidad. Un hombre elástico, una cosa de piedra, una antorcha humana y una chica invisible… Pero con el valor suficiente para retar a cualquier peligro que surgiera. Ese día se comprometieron por todos nosotros, y nunca jamás flaquearon en su empeño.
Y la cuidada representación holográfica mostró al instante un paso crucial en la evolución del mundo: cuatro manos muy diferentes, pero entrelazadas, con un compromiso firme que marcaría sus vidas para siempre. Un brazo extensible, una deforme maraña de roca, una brillante llamarada, y una mano invisible.
Cuatro seres muy distintos,… un solo equipo.
– Y así fue como se convirtieron en… ¡Los 4 Fantásticos!
Y ante sus ojos se sucedieron a gran velocidad un tropel de escenas, entresacadas sin orden de una década de gloriosas aventuras: los primeros uniformes azules y negros, los asimétricos de corta vida, la expectación alrededor del nacimiento de Franklin Richards, el viaje en el “Rosebud II” junto a Iron Man y Thor, la supuesta muerte de Mister Fantástico, el antiguo yelmo de la Cosa, la llegada de Silver Surfer, la misión encargada por el Doctor Muerte en la época de Barbanegra, la transformación del joven Franklin en un apuesto adolescente y su vuelta a ser un niño, Reed atrapado en la armadura latveriana de Victor Von Doom, los uniformes negativos, Sue convertida en la supervillana Malicia, la Zona Negativa, el Microverso, Attilan, la Tierra Salvaje, la Zona Azul de la Luna, los skrulls, los s´hiar, los kree, Kurgo del Planeta X, Ronan el Acusador, Terminus, el Hombre Topo, Galactus, el Caminante Aéreo, el Amo de las Marionetas, Terrax, Hulka, el Hombre Cosa, el Vigilante, Namor… y cientos, cientos de ellos más. Un universo entero.
Y finalmente, brilló rutilante a sus ojos la imagen definitiva, la que todo lo resumía y todo significaba: Los 4 Fantásticos, corriendo decididos de cabeza al peligro, desafiando lo desconocido.
– ¡Bienvenidos al Edificio Baxter! ¡Bienvenidos al apasionante mundo de lo fantástico!
Las puertas se abrieron. El infinito les esperaba ahí fuera.
– ¡Uauh, mamá! ¡Ha sido increíble! ¿A que sí?
Todos los visitantes empezaban lentamente a abandonar el enorme anfiteatro, con los ojos y las bocas abiertos y petrificados, las gargantas enmudecidas, y la mente llena de prodigios.
– ¡Jo, mamá, ha sido alucinante! ¿Viste cómo molaba el aterrizaje forzoso? ¿Y esos uniformes negativos tan chulos? ¿Y el Microverso, con todos esos villanos microscópicos? ¡Jo, qué guay! ¿A que sí, mamá? ¿Eh, mamá? ¿Mamá…?
Pero Ellen Todd no era capaz de responder. Su cabeza estaba ahora poblada por las incontables maravillas que había descubierto, y durante un segundo, había dejado de ser una madre para volver a ser una niña pequeña. Había recuperado su capacidad de fascinación.
Eso significaban Los 4 Fantásticos, ese sueño magnífico de aventuras sin fin, villanos por vencer y galaxias por explorar. Siempre había un nuevo reto por delante, otra barrera que romper, otro imposible que dejaba de serlo. La ilusión en el alma de cualquier hombre, el sueño de cualquier visionario,… la sonrisa de un niño.
Héroes.
¿Qué hay más sencillo y a la vez más complejo que eso?
La batalla interminable
Pero la visita guiada aún no había terminado. En realidad no estaba más que empezando.
Tras la sala de proyecciones se hallaba el auténtico museo. Catorce salas, amplias y espaciosas, que recorrían desde muy diferentes aspectos todo el extraño mundo alrededor de Los 4 Fantásticos. Sus inicios, poderes, amigos y enemigos, batallas cósmicas, razas alienígenas, objetos prodigiosos, o los misterios de la ciencia… Todos estaba representado allí, para que ellos lo disfrutaran.
Sin guía, sin prisa, los turistas podían caminar pausadamente entre los recuerdos y maravillas de sus héroes, y agotar cien carretes de fotos en un solo día.
Como estaban dispuestos a hacer Ellen Todd y su hijo.
Pero no pudo ser tan fácil…
De pronto, una gruesa pared de plomo y hormigón saltó en pedazos, y un mar de puños y pies cayó enmarañado en mitad de la visita turística. El nutrido grupo se paró automáticamente, presa del miedo, y entonces contemplaron lo que les había caído del cielo: sus héroes, los mismos que habían seguido en tantas ocasiones, los que protagonizaban el intenso espectáculo que habían vivido en directo, estaban ahora en plena batalla contra un supervillano.
Mister Fantástico, La Cosa, La Antorcha Humana y La Mujer Invisible, luchando de nuevo por la verdad y la justicia.
Y todos se quedaron paralizados en el acto, con expresión embobada.
– ¡Cuidado! – gritó Ben Grimm –. ¡Hemos caído a un área de civiles! ¡Estamos en mitad de la zona turística!
Pero ya era demasiado tarde para impedirlo.
Su rival era un ser monstruoso y repulsivo. Físicamente no parecía más que un sencillo gorila africano, pero sus ojos brillaban con un fulgor maligno, y sus manos despedían un poderoso frente de llamas rojizas, con el que empezaba a llenar la estancia.
– ¡Sue! – gritó Reed Richards –. ¡Protege al público! ¡Ben, sácalo de aquí!
Mister Fantástico hablaba con tremenda seguridad y aplomo en su voz. Se notaba en cada movimiento que no era sólo un científico, o un astronauta, sino un tremendo líder nato.
La Mujer Invisible volvió un segundo sus preciosos ojos azules en dirección al concurrido grupo de visitantes, y al momento la densidad del aire subió de forma ostensible. Y ellos supieron que estaban protegidos por un impenetrable campo de fuerza.
Ése fue el instante que aprovechó la Cosa para atacar. Corrió desde el fondo de la sala, con sus atronadores pasos de roca, fijó su mirada en el horrendo monstruo de fauces babeantes, gritó su furia de bestia salvaje, y propinó un terrible derechazo que sacudió todas las ventanas del lugar. El gorila voló por el cielo, atravesando el mismo hueco por el que habían llegado, y desapareció de la vista.
– ¡Id tras él! – dijo Susan Richards –. Yo me ocuparé de la gente.
Y se pusieron en marcha.
La Cosa voló a través del agujero de un solo salto, Mister Fantástico alargó los brazos como si fueran de goma, y la Antorcha estalló en llamas que le cubrían por entero, venciendo incluso la fuerza de la gravedad con su aire caliente. Y corrieron detrás de su enemigo.
Mientras, la Mujer Invisible se volvió hacia la tranquila guía turística (la cual, extrañamente, lograba mantener la calma incluso en medio de aquel desastre).
– Mariah – le dijo, con voz clara y firme –, programa X29-3. Prioridad: evacuación y protección de la población civil.
Justo en ese instante, se acercó corriendo un pelotón de seis hombres armados con extraños fusiles marrones, y vestidos con monos azules y cascos. En la espalda lucía cada uno el clásico símbolo del cuatro azul sobre un círculo de plata. Trevor Todd había leído sobre ellos en una revista: eran los Four S.W.A.T., el Equipo de Operaciones Especiales de la Policía de Nueva York destinado al Edificio Baxter, encargados por encima de todo de proteger a la numerosa población civil que ocupaba siempre el rascacielos, colaborando para ello con Los 4 Fantásticos en su batalla interminable contra el mal.
Su líder era el valeroso Teniente Jamie Oswald, un terco cuarentón irlandés de cabeza pelada y cara de pocos amigos, con el historial más brillante de toda la ciudad, y los métodos más expeditivos.
Tan pronto como llegó a la enorme sala destruida y entendió lo que pasaba, con sólo una breve mirada en derredor, Oswald distribuyó a sus hombres inmediatamente.
– ¡McDonald, izquierda! ¡Vergara, derecha! ¡Yeh, asegura la puerta! ¡Los demás, conmigo! ¡Señora Richards! ¿De qué se trata?
La Mujer Invisible se giró hacia él, y supo que estaba hablando con alguien de confianza.
– Se llama Mingol, Teniente, el Gorila Skrull. Uno de los experimentos genéticos diseñados en la
Tierra para desequilibrar la reciente Guerra Civil Skrull. Reed lo mantenía en animación suspendida, pero debía haber algún mecanismo de activación automática oculto en su ADN. Ahora está suelto, y terriblemente descontrolado…
– ¿Qué poderes tiene? – preguntó Oswald, mientras amartillaba su fusil paralizador.
– Está creado con el material genético de un gorila terrestre, y del propio Súper-Skrull. Así que posee todos nuestros poderes, pero ningún cerebro para guiarlos. En vez de eso, no hay más que rabia ciega, y sed de sangre.
– Muy bien – respondió el policía, entornando los ojos –. Una amenaza de clase A, entonces.
De repente, un trueno llenó el aire, y el abultado cuerpo de la Cosa voló sin control, de un extremo al otro. Susan Richards reaccionó por instinto, y levantó una mano hacia él. En un segundo, el hombre de roca se detuvo en medio de la nada, y luego bajó lentamente hasta el suelo.
– Gracias, Suzie – dijo una vez a salvo –. ¿Has apuntado la matrícula de ese camión?
Pero ella no tuvo tiempo de responder al chiste, porque en ese momento, chillando como un monstruo, el gorila volvió a entrar en la sala. Y llevaba un brazo elástico de Reed Richards enroscado en la cintura. La bestia lo notó enseguida, y reaccionó al instante: su piel de tupido vello negro se cubrió de llamas doradas, que brotaban espontáneamente a una simple orden mental, y Richards tuvo que apartar su brazo antes de que se lo calcinara.
– ¿Quieres fuego? – gritó una voz iracunda tras él –. ¡Yo te daré fuego, monstruo!
Era la Antorcha Humana, que acudía volando convertido en una llamarada viviente, y con un cruel brillo de furia en sus ojos ahora dorados. De sus manos brotó un río de fuego salvaje, que trazó un amplio círculo en torno a aquel ser impío, y del que nació una cúpula de llamas rojizas que lo cubrió por entero. Al instante, aquel reducido hueco en que se encontraba su enemigo alcanzó la temperatura de un pequeño sol. Nada vivo habría podido sobrevivir allí.
Johnny Storm deshizo la cúpula, y comprobó el resultado de sus acciones: estaba vacío.
– ¿Qué piensas, Reed? – preguntó la Antorcha, asombrado –. ¿Crees que lo he…?
Entonces Mister Fantástico se acercó al lugar, con el suelo aún ennegrecido por las horribles temperaturas, y sus ojos descubrieron algo apenas visible: había una minúscula rejilla de ventilación en el suelo.
No… No… ¿Era posible que…?
Mientras, al otro lado de la sala, la oficial de policía Michelle Yeh custodiaba la puerta con su fusil paralizador, al tiempo que la guía turística llevaba deprisa a los visitantes hacia el abarrotado hall. Sonó la estridente alarma que correspondía a una amenaza de clase A, y por todas partes los muros mostraban un letrero brillante sobreimpresionado:
VILLANO ATACANDO EL EDIFICIO.
POR FAVOR, SALGAN ORDENADAMENTE AL EXTERIOR.
Y cientos de investigadores, viajantes, agentes de Bolsa y empleados diversos tuvieron que salir de allí a toda prisa, pero sin miedo, y de manera organizada, tal y como les habían enseñado en los cursillos.
Pero la visita turística no tendría tanta suerte…
Cuando ya la mayoría de visitantes habían abandonado la gran estancia semi-derruida, el monstruo volvió a aparecer. Surgió de la nada, como un río de agua sucia que cobraba vida de pronto, y su aspecto había cambiado. Era mucho más voluminoso y diabólico, pasando de los tres metros de altura, con unos ojos inyectados en sangre, y unas fauces gigantescas babeando en el suelo. Su brazo izquierdo era una inmensa llamarada que alumbraba todo el salón, y el derecho se había transformado en un malvado látigo de siete largas colas.
– ¡Ha dominado mis poderes! – gritó Richards desde el fondo –. ¡Pero no puede salir de aquí! ¡El sistema de ventilación de la zona turística es independiente!
Eso sólo significaba una cosa: el monstruo iba a intentar huir por la puerta. Le tocaba a la agente Yeh controlar la situación. Afianzó los pies en el suelo, contempló a su enemigo cara a cara, y disparó su arma. El rayo de energía impactó de lleno en el pecho de la bestia, y gritó, llena de rabia y maldad. Pero no de dolor. Porque tan pronto como aquel disparo recorrió por entero su cuerpo, las células mutadas del gorila se transformaron automáticamente, usando sus nuevos poderes elásticos para burlar la eficaz energía paralizadora como si nunca le hubiera tocado.
Rugió, y su furia homicida estremeció todo el rascacielos. Buscaba sangre, y no iba a saciarse con facilidad. Miró a quien le había hecho daño, con unos ojos que destilaban la maldad más pura y salvaje, y proyectó hacia ella su mano izquierda, la que estaba hecha de fuego.
Todo ocurrió muy deprisa. La agente Yeh no podía competir con la inhumana velocidad de la bestia salvaje, y la lengua de fuego cayó sobre ella, dejándola indefensa. Pero alguien se interpuso en el camino de la muerte: Mariah, la guía turística. La hermosa joven de rubio cabello saltó como un rayo al paso del monstruo, y las llamas hicieron enseguida presa en sus elegantes ropas, luego en su pelo, y finalmente en su piel. La figura entera ardió como una antorcha, con el fuego danzando cruelmente alrededor de su carne blanca. Y cuando ésta se consumió también, en apenas un segundo, todos contemplaron lo que había por debajo: cables y circuitos, engranajes, chips, en lugar de arterias y órganos. Aquella educada y fiel mujer era en realidad un androide, como la mayoría del personal de servicio del Edificio Baxter, y había entregado lo que ella tenía por vida con el fin de cumplir su programación: cuidar de los humanos que estaban a su cargo.
Michelle Yeh se estremeció de horror, al ver a una máquina asumir el destino que le correspondía a ella, y le embargó la furia. Disparó dos veces, tres, y la bestia se retiró frustrada.
- ¡Los disparos pueden hacerle daño! – gritó el Teniente Oswald –. ¡Abrid fuego! ¡Empujadlo hacia la esquina!
– ¡Cuidado! – gritó Richards –. ¡Hay gente en medio!
Y era cierto. La destrucción de la guía turística había dejado perdidos a unos pocos visitantes rezagados, apenas un grupo de tres mujeres y un niño. El monstruo los vio, y decidió ganar alguna ventaja. Estiró su brazo flexible, y rodeó por la cintura al más pequeño de los civiles, atrayéndolo hacia sí.
El niño Trevor Todd, de Cabot Mills, Utah.
– ¡No! ¡Hijo mío! – gritaba Ellen Todd, llena de pánico.
Mister Fantástico alargó una mano hacia la mujer, y la apartó del crío, evitando así que el monstruo tuviera dos rehenes. Y se preguntó por un segundo si aquel gorila mutado podía entender conceptos tan abstractos como secuestro o rehenes. ¿Acaso su limitada inteligencia daba para tanto?
Era igual. Tenía que parar esto ahora mismo, antes de que ocurriera una verdadera desgracia.
Se giró hacia su esposa, y ésta ya sabía lo que le iba a decir.
– ¡Sue! ¡No podemos usar nuestros poderes, porque Mingol aprende al vernos! ¿Entiendes? ¡Su cerebro descubre cómo funcionan cuando nos los ve usar a nosotros!
Era toda la información que ella necesitaba.
La Mujer Invisible se volvió hacia el monstruo, y levantó una mano. Al momento, el niño salió despedido de aquel brazo largísimo y sinuoso, yendo a aterrizar suavemente en el regazo de su madre.
El gorila rugió y babeó, pero Susan Richards permanecía quieta, firme, con una mirada de hielo.
– Aquí termina tu juego, ser inmundo. A mí no me asustas… porque a mí no puedes copiarme nada.
Justo en ese instante, Mingol, el gorila-skrull, se abalanzó sobre la mujer que lo estaba desafiando. Y se detuvo en el aire. Su cuerpo quedó paralizado en el acto, y su rostro se contrajo, con una mueca agónica. Abrió desmesuradamente sus horribles fauces de dientes afilados, como intentando atrapar una última bocanada de aire,… como queriendo asirse a la vida.
Pero fue inútil. A los pocos segundos, quedó inconsciente, y sólo entonces se evaporó la fuerza que lo sostenía, y cayó al suelo con estrépito.
La Mujer Invisible pudo al fin relajarse. Había vencido.
– ¿Se puede saber qué le has hecho, hermanita? – preguntó la Antorcha, asombrado, mientras llegaba corriendo desde el fondo de la sala.
– Lo inmovilicé con un campo de fuerza – contestó ella, como sin darle importancia –, y luego creé una esfera invisible alrededor de su cabeza. Incluso los más poderosos necesitan respirar.
– Aún hay que llevar cuidado – dijo Richards, asumiendo de nuevo su rol de científico –. Si hubiera tenido tiempo para aprender a dominar sus poderes, habría hallado la forma para escapar de esa trampa. Ahora está inconsciente, y debemos procurar que siga así. Traeré unas celdas de contención.
Mister Fantástico oprimió unos diminutos botones ocultos en el dorso de su guante, y en pocos segundos aparecieron por la puerta dos enormes carretillas transportando sólidas cajas de metal. Y a nadie se le escapó que aquellas cosas no se movían por ruedas o cadenas, sino que flotaban libremente medio metro por encima del suelo.
– Éste es un trabajo para mí – dijo una voz grave y áspera junto a Susan Richards, mientras la Cosa lograba ponerse en pie de nuevo –. Puede que ese adefesio me haya dejado en ridículo delante de mis fans, pero voy a ser yo el que lo meta en la caja.
Ben Grimm se acercó lentamente hasta el gorila, lo cargó a peso con una sola mano, y lo dejó caer dentro del contenedor de su amigo. Richards cerró enseguida la compuerta de seguridad, activó el campo de éxtasis que mantendría a su enemigo vivo pero biológicamente inactivo, y volvió a pulsar los botones de su guante. Las carretillas se elevaron de nuevo en el aire, y desaparecieron por la puerta.
– No os preocupéis – dijo el científico –. No permitiré que vuelva a pasar.
Mientras, junto a la salida, Ellen Todd y su hijo se abrazaban con fuerza. Sin palabras, sin quejas, sólo lágrimas y amor. No estaban dispuestos a perderse otra vez.
Epílogo 1: La otra visita turística
– ¡Vamos, grandullón! – gritó la Cosa, mientras el pequeño Trevor se montaba en sus hombros –. ¿Qué chaval se ha ganado un viaje gratis por las plantas secretas del Edificio Baxter?
– ¡Yooooooooooo!
Y ambos subieron al ascensor privado de Los 4 Fantásticos, ése que sólo funciona con la señal fotoeléctrica que emite la hebilla de sus cinturones, y que lleva a los niveles privados donde vive el cuarteto.
Aquel niño se merecía un trato especial…
Y en el tiempo en que ese tour se producía, Reed Richards, con su uniforme de héroe y la cara compungida, se acercó lentamente a la madre, que ahora reía feliz.
– Señora Todd… en nombre de Los 4 Fantásticos, quiero que sepa cuánto lamentamos lo que ha sucedido. Nunca podremos compensarla por su miedo.
– No tiene usted que disculparse, doctor Richards… al final no ha ocurrido nada.
– Pero… en el fondo… me siento un poco responsable de todo esto. Era una criatura bajo custodia, transferida a nosotros para que la estudiásemos… y se nos escapó.
– ¿Sabe una cosa, doctor? – dijo ella, secándose las últimas lágrimas –. Si vinimos aquí fue por Trevor. Yo antes pensaba eso, que todo lo que rodeaba a gente como ustedes era demasiado peligroso, y que no debíamos acercarnos. Ahora lo veo de otro modo. Ahora creo que, de no ser por ustedes, criaturas como ésa podrían rondar libres por la calle.
» Ustedes no traen el peligro, sino la seguridad.
Richards le apretó la mano con afecto, y sonrió. Era lo más bonito que había oído nunca.
– ¿Puedo decirle una cosa más? – Siguió Ellen Todd –. En el momento que el monstruo cogió a
Trevor, pensé en su padre. No hubiera soportado otra pérdida… Mi marido, Robert, era bombero… murió en las Torres…
Mister Fantástico se puso terriblemente serio de pronto. Las Torres Gemelas. Su mayor error. Una imborrable mancha negra en la historia de la ciudad, y en la de todos los superhéroes. Bajó la cabeza. Era incapaz de sostener la mirada de aquella mujer.
– Y ahora – continuó ella –, lo único que quiero es darles las gracias. Por traérmelo de vuelta. Por enseñarme a valorar lo que realmente es importante. Por ser nuestros héroes…
– Señora – contestó Richards –. Creo que todos los superhéroes le debemos una disculpa. Porque no estuvimos preparados… y nuestro error costó dos mil vidas.
– No tiene que decir nada…
– Quiero que sepa… que gente como su marido… son los auténticos héroes.
El científico la observó, con el rostro emocionado, y ella le respondió afectuosamente, mientras sus ojos se llenaban otra vez de lágrimas. En ese instante, no hacían falta más palabras. Justo entonces, Trevor Todd llegó corriendo desde el ascensor.
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Ya estoy aquí! ¡No sabes cómo mola lo que tienen arriba! ¡He montado en el Fantasticar, y he visto el portal de la Zona Negativa, y el suero que lleva al Microverso, y el casco de Galactus que cayó en la Quinta Avenida! ¡Y hay una sala de videojuegos temáticos! ¡Conseguí un record en “Hulk contra la Cosa”! ¡Y quedé segundo en “Atlantis ataca”!
– Vale, vale, Trevor, con calma – contestó su madre, riendo mientras se limpiaba el rostro, y cogiendo al niño entre sus brazos –. Intenta respirar de vez en cuando, ¿vale?
– Vale. Mira lo que me ha regalado mi amigo Ben: es un peluche suyo, con todos los detalles. Y escucha lo que dice cuando se le aprieta en el cuerpo…
Y el hiperexcitado muchacho enseñó a su madre un enorme peluche naranja, de casi un metro de alto, con el inconfundible aspecto de la Cosa, y sus adorables ojos azules. Vestía su clásico bañador con cinturilla negra, y el símbolo del cuatro sobre fondo blanco. Y al pulsar el gran botón que lucía en el medio del pecho, soltaba una frase áspera y pretendidamente desagradable:
¡¡ ES LA HORA DE LAS TORTAS!!
Y todos vitorearon eufóricos.
La primera de ellos Ellen Todd…
Segundo epílogo: Los patriarcas
De todos los asistentes a la infortunada visita turística de aquel día, muchos fueron los que se personaron a dar las gracias a sus héroes. Un río de fans, viajeros, caras ilusionadas y bocas enmudecidas, que veían cumplido su sueño más antiguo: ver en persona a Los 4 Fantásticos (¡y hasta darles la mano!). Y ellos, generosos y pacientes, aguantaron con una sonrisa los apretones, palmadas en el hombro, sonrisas, felicitaciones, y agradecimientos más variados (¡una señora le dio las gracias a la Antorcha Humana por haberle devuelto la memoria a Namor, porque éste a su vez fue quien liberó al Capitán América, el cual había aceptado en los Vengadores a Ojo de Halcón, y el arquero de Iowa había salvado una vez la vida a su nieto! “¡Uauh!”, exclamó Johnny Storm a su amigo Ben cuando más tarde pudo contárselo, “¡siete grados de Kevin Bacon!”).
Y la procesión duró más de una hora.
Entre todos, hubo dos distinguidos visitantes que llamaron poderosamente la atención de Reed Richards, pues los conocía de muchos años atrás. Eran dos hombres elegantes, vestidos con sendos trajes grises y corbatas de seda, como si fueran ricos magnates de alguna industria. Uno alto y flaco, de pelo gris y gafas oscuras; el otro más bajo y ancho, también canoso.
Mister Fantástico se apartó de la fila y marchó a saludarlos, con una amplia sonrisa y un franco apretón de manos.
– ¡Cuánto tiempo sin veros! – dijo el científico –. ¿Por qué no volvisteis nunca por aquí?
– Bueno… – respondió el primero –. Un viejo tiene derecho a jubilarse alguna vez, ¿no? Ya hicimos bastante en su momento…
– Desde luego – añadió Richards, con vehemencia –. Gracias a vosotros es cuando adquirimos verdadera popularidad. Aquellas viejas aventuras… La gente las devoraba. ¿Qué habéis hecho en este tiempo?
– Estuvimos trabajando con algunos amigos vuestros continuó el más alto -. Los Vengadores o la Patrulla-X nos hicieron pasar por buenos momentos… Mi compañero incluso dio el salto a la competencia.
– Así es. Tuve algunos… problemillas con los jefes… y decidí buscar otro patio de juegos. Hay que probar de todo, ya sabes.
– ¿Y te gustó?
- Bueno… supongo que un artista nunca está satisfecho del todo con su trabajo. Gracias a eso, podemos crear cosas aún mejores. ¿Y vosotros? ¿Cómo os ha ido en nuestra ausencia?
– Ha habido de todo – respondió Mister Fantástico –. Épocas buenas y otras peores. Fama y mediocridad, a partes iguales. Altibajos, como siempre. Supongo que ése es el amargo destino de un superhéroe: la batalla interminable contra el mal, aunque a la gente no siempre le importe que estés ahí…
– ¿Muchas novedades?
– Decisivas, pocas. Sue y yo tuvimos una niña, y esta vez hubo suerte con el parto, después de lo mucho que costó el de Franklin. Ahora estamos pensando en mudarnos a algún otro sitio, una casita tranquila fuera de la ciudad, donde puedan crecer al margen de todas estas aventuras.
» Johnny conoció a una chica llamada Frankie Raye, que resultó ser una Antorcha Humana femenina, porque era ahijada de Phineas Horton, el creador de la Antorcha original. Y cuando ya pensábamos en cambiarnos el nombre por Los 5 Fantásticos, la muchacha se sacrificó por todo el planeta, convirtiéndose en heraldo de Galactus. Después murió, en el espacio. Creo que Johnny nunca se perdonó a sí mismo por no ser capaz de evitarlo, y que nunca la ha olvidado.
» Pocos mese después se enamoró de Alicia Masters, que por aquel entonces había roto con Ben. Se casaron incluso, y entonces descubrimos que no era la auténtica Alicia, sino Lyja, una espía skrull infiltrada en el grupo, que en realidad sí se había quedado prendada de Johnny. Después de muchas peripecias (incluyendo un hijo secreto en forma de huevo, y una guerra civil skrull), ahora Johnny y Lyja vuelven a estar juntos, y parece que esta vez va en serio.
» En cuanto a Ben, lo ha pasado bastante mal en estos años. Vivió un tiempo solo en un planeta alienígena, estuvo relacionado con Sharon Ventura, volvió a exponerse a los rayos cósmicos (con resultados aún peores, tanto para él como para la pobre Sharon), tuvo una pelea con Lobezno que le desfiguró el rostro, y ahora por fin ha logrado controlar sus transformaciones a voluntad, gracias a la magia elemental de Diablo, y parece que está feliz. Espero de verdad que así sea.
» Como veis, nada del otro mundo.
Las caras de los dos visitantes estaban blancas, estáticas, llenas de asombro.

– La verdad es que no. Pero con vosotros tampoco lo tuvimos. ¿O tengo que recordaros la de vueltas que dimos en aquellos años? De un lado a otro, y de un universo al contrario…
– No, déjalo – intervino el más pequeño de los tres –, hace tanto de eso que me sentiría demasiado nostálgico. ¿Y el Edificio Baxter? Por dentro no se parece en nada al que yo dibujé.
– Tuvimos que cambiarlo, un par de veces. Terrax, un heraldo de Galactus que duró poco, destruyó los pisos superiores, y luego Kristoff, el hijo adoptado del Doctor Muerte, lo lanzó al espacio y lo hizo explotar en órbita. Así que construimos un cuartel nuevo, la Torre de las 4 Libertades, que aún nos dio un buen rendimiento. Pero luego se la quedaron los Thunderbolts, y la destruyeron por completo, así que había que mudarse de nuevo, esta vez al puerto, a un refugio llamado Espigón 4. Ése sí que fue breve, porque Diablo y sus Espíritus Elementales lo redujeron a cenizas. Por suerte ya estábamos preparados. La NASA y yo habíamos estado trabajando en un nuevo Edificio Baxter, que desarrollamos en órbita, con la ayuda de mi viejo profesor Noah Baxter (vosotros no llegasteis a conocerlo, es anterior incluso a vuestra época). Respetamos la fachada, porque lo considerábamos un clásico más de la imagen de Nueva York, pero todo el interior es nuevo. Más moderno, más capaz, y completamente súper-tecnificado. ¿Os gusta?
– Bastante – respondió el hombre –, aunque no es exactamente mi estilo. Si lo tuviera que dibujar, yo habría metido unos cuantos circuitos más por todas partes, en vez de tantas paredes lisas. Pero gracias a Dios ya estoy jubilado.
– Bueno, Reed – dijo el más alto de ellos –, no queremos quitarte más tiempo. Vamos a dar una vuelta por el museo, a recordar nuestra juventud. Espero que todo os vaya muy bien, que sé que os irá.
– Me alegro de veros – contestó el científico, dándoles un fuerte abrazo de hermanos –. Esto ya no ha sido lo mismo desde que os marchasteis. Volved cuando queráis.
– No me extrañaría tener que volver al tajo algún día – dijo el pequeño –. Hoy en día ya no dejan descansar ni a las leyendas. Tú no conoces a Joe Quesada…
Y los dos ilustres visitantes se marcharon, aunque sabían que aquel rascacielos era como su propia casa.
– ¿Quiénes eran ésos? – preguntó el Teniente Oswald, al verlos alejarse.
– Dos viejos amigos – contestó Mister Fantástico –, de la época en que empezamos. Eran otros tiempos, más sencillos, más ilusionantes, y ellos supieron llevar la antorcha de nuestras aventuras a todas partes del mundo, y a todos los idiomas. Nunca los admiraré lo bastante…
Y diciendo esto, Reed Richards volvió a su laboratorio, y a sus complejos experimentos.
Y el veterano policía, más movido por la curiosidad que realmente por su trabajo, fue hasta el Libro de Visitas del Edificio Baxter, y vio que allí los ilustres visitantes habían firmado como Stanley Lieber y Jacob Kurtzberg.
– Vuelvan pronto – les dijeron las nuevas guías turísticas, también autómatas, que habrían de sustituir, siempre con una sonrisa en los labios, a su pobre compañera destruida en la batalla –. Y recuerden: la próxima vez que vengan a Nueva York, no dejen de visitar el Edificio Baxter…
F I N
( Gracias especiales a Jerónimo Thompson, por su eterna paciencia; a Santiago Ramos, por devolverme la ilusión con su capacidad para crear arte; y sobre todo, a mi mujer, por consentirme mis rarezas y nunca protestar, aunque siga empeñado en convertirla a mi fe )
Si te ha gustado la historia, ¡coméntala y compártela! ;)
Referencias:
1 .- En el clásico Fantastic Four nº 1, de 1.961.
2 .- En el clásico Fantastic Four nº 2, de 1.961.
1 .- En el clásico Fantastic Four nº 1, de 1.961.
2 .- En el clásico Fantastic Four nº 2, de 1.961.
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