Encrucijada presenta nº04: Terminator


Título:Terminator: Pesadillas
Autor: Alexis Brito Delgado
Portada:
Publicado en: Junio 2009


La acción se sitúa entre entré Las Crónicas de Sarah Connor y Terminator 3. un John Connor joven que ha perdido recientemente a su madre Sarah y vive bajo la angustia de desconocer si Skynet vendrá a por él con sus engendros mecánicos..
 

Terminator Creado por James Cameron


 




Ain’t found a way to kill me yet
Eyes burn with stinging sweat
Seems every path leads me to nowhere
Wife and kids household pet
Army green was no safe bet
The bullets scream to me from somewhere
Alice In Chains

Observando a John con la máquina, de repente lo vi claro. El Terminator jamás se detendría, jamás le abandonaría y jamás le haría daño; ni le gritaría o se emborracharía y le pegaría. Ni diría que estaba demasiado ocupado para pasar un rato con él. Siempre estaría allí, y moriría para protegerle. De todos los posibles padres que vinieron y se fueron año tras año, aquella cosa, aquélla maquina, era el único que daba la talla…
Sarah Connor





JOHN CONNOR
John apretó el martillo con ambas manos, ignoró los haces tórridos del sol y continuó golpeando la roca. En derredor, las excavadoras rompían las paredes del cañón y desmenuzaban las grandes piedras, propagando un sonido ensordecedor. El sudor resbaló por su columna vertebral y le manchó la camiseta: necesitaba un descanso. Agotado, soltó la herramienta, se inclinó, agarró una botella de plástico y tomó un trago. Una mueca recorrió su expresión circunspecta: tenía que haber puesto el agua a la sombra. Como de costumbre, Connor trabajaba solo, sus compañeros lo evitaban en la medida de lo posible; les desagradaba su actitud reservada y taciturna. John levantó la cabeza y observó a los obreros situados a cien metros de distancia: éstos lanzaban miradas burlonas en su dirección y cuchicheaban entre ellos a sus espaldas. Sin darle importancia al tema, estiró los músculos doloridos, apretó el mango del martillo y volvió al trabajo con renovados ánimos.
Lentamente, el sonido del metal contra la roca lo apartó de sus tétricos pensamientos, calmando los dilemas que le roían las entrañas. John había tenido una mala noche. Apenas pudo dormir, y cuando lo hizo, negras pesadillas desvelaron sus sueños. Un suspiro le escapó de los labios. No quería recordar las imágenes de la madrugada anterior. Atesoraba demasiados remordimientos de conciencia. El peso del futuro se desplomaba sobre su espalda.
Hacía meses que Connor vagaba por Los Ángeles, sin rumbo ni dirección, de una profesión miserable a otra, huyendo de un pasado que lo aplastaba con su peso. De vez en cuando, anhelaba la compañía humana, tomar contacto con sus iguales, pero sabía que su destino era ser un solitario: no soportaría perder a las personas que amaba. Ahora, después de tantos años de la destrucción de Cyberdine, las dudas regresaban a su memoria. ¿Realmente habían logrado evitar el Juicio Final? Un escalofrío recorrió su columna y le erizó los pelos de la nuca: algo en su interior le advertía de que sus esfuerzos habían sido vanos. John sacudió la cabeza, apartó unas gotas de transpiración de los ojos y procuró distanciarse de sus reflexiones: estaba harto de sufrir por algo que no tenía remedio. Furioso, descargó la herramienta contra la piedra, una y otra vez, hasta que sus brazos se convirtieron en una masa ardiente. Fragmentos de roca le salpicaron la cara, hiriendo sus mejillas, mientras luchaba por agotarse: no pensaba volver a pasar otra noche insomne.
 
Derrotado, bajó el martillo y recuperó la respiración. Una barra al rojo vivo quemaba su costado derecho, a la altura de las costillas flotantes, impidiéndole inhalar aire. Connor agradeció el dolor, le recordaba que continuaba con vida, daba energía a sus miembros agotados y prendía su alma con los fuegos de la rebelión: Skynet no había conseguido eliminarlo. Rápidamente, la exaltación dio paso a una tristeza infinita: tendría que haber muerto antes de nacer. Connor apretó los labios y estranguló su aliento: unas lágrimas le recorrieron las facciones distorsionadas por la amargura. Molesto consigo mismo, limpió el llanto y se frotó las manos contra los vaqueros manchados de polvo: aquella debilidad era algo indigno para su persona. No podía permitirse aquellos sentimientos.
En aquel instante, una sombra amenazadora cubrió su espalda y le hizo dar la vuelta, tenso como una cuchilla de afeitar, empuñando el martillo con ambas manos.
 
—¡Lo has asustado!
 
Inmediatamente, John asimiló la situación y se prestó a luchar. Una frialdad malévola se apoderó de su interior, relegando los embates de su corazón, las inquietudes y el nerviosismo a un segundo plano: aquellos cretinos no sabían con quién estaban jugando.
 
—¿Qué queréis?
 
Un corro de hombres, latinos en su mayoría, cubiertos de tatuajes y piercings lo rodearon, burlones, dispuestos a pasar un buen rato. El que parecía jefe del grupo dijo:
 
—Los maricas como tú no deberían estar trabajando con hombres de verdad, Connor.
John fue burlón:
 
—Entonces, hace tiempo que deberías estar vendiendo co-ca en la ciudad, colega. Te han metido tantas pollas por el culo que tienes un buen agujero donde guardar el material.
 
El gigante enrojeció de rabia.
 
—¡Te voy a abrir la cabeza, ca…!
 
Antes de que pudiera terminar la frase, Connor estiró los brazos y aplastó la cabeza del martillo contra la nariz del latino. El crujido de huesos rotos acompañó a un chorro de sangre y a unas maldiciones ahogadas. John saltó a la derecha, esquivó el embate de su adversario, y lo derribó de una patada en la espalda. El hombretón lanzó un grito de estupor y se desgarró las palmas de las manos al aterrizar. Connor alzó la herramienta, dispuesto a aplastarle el cráneo, pero una chispa de lucidez atravesó sus pensamientos antes de descargarla sobre el cuerpo indefenso del matón: el martillo chocó a unos centímetros de su oreja levantando un torrente de polvo. Colérico, se volvió hacia los otros, que guardaban silencio, asombrados por la rapidez del hombre que habían subestimado.
 
—¿Estáis contentos? —inquirió—. ¿Os habéis divertido?
 
Nadie se atrevió a responder: la derrota de su líder les había bajado los humos. John dominó la escena con la mirada. Los trabajadores no veían al joven delgado, de huesos nudosos y expresión atormentada, sino a un hombre hecho y derecho, de miembros poderosos, que los subyugaba con su presencia y seguridad.
 
— ¡Llevadlo a la enfermería! —Masculló en español—. ¡No le he hundido la nariz en el cerebro de milagro!
 
A regañadientes, dos individuos levantaron al herido y lo arrastraron lejos del corro. Sus ánimos habían pasado del la burla al respeto: aquel gringo tenía agallas y malas pulgas; no convenía meterse con él. Connor detuvo el avance del trío con un gesto y se dirigió a su antagonista con un tono helado:
 
—Cuando quieras la revancha estaré esperándote —puntualizó—. Pero la próxima vez no dudaré en matarte. ¿Entendido?
 
El herido musitó unas palabras de disculpa con los ojos anegados en lágrimas.
 
— ¡Volved al trabajo! —Instó John—. ¡Queda mucho por hacer! 
  



PESADILLAS


 
Al entrar en la habitación, Connor arrojó la mochila sobre la cama, cerró la puerta con llave y colocó una silla debajo del picaporte. Acto seguido, sacó una pistola del bolsillo trasero de los pantalones, comprobó el contenido del cargador y amartilló el arma. Metódico, recorrió de un vistazo la estancia, evaluando los puntos donde podía esconderse en caso de ser atacado: las ventanas situadas a nivel del segundo piso, las escaleras de emergencia que llegaban hasta la calle y la solidez de la pared del baño; todo estaba en orden. Acto seguido, se desnudó, lanzó la ropa sucia en un rincón del salón y se dio una ducha caliente, que no lo liberó de sus preocupaciones. Quince minutos más tarde, frente al espejo del baño, estudió su rostro bronceado por el sol de California. Aunque aún pareciera un adolescente, John sabía que nunca tuvo la oportunidad de disfrutar de una vida normal, los reveses y sinsabores del pasado habían marcado su personalidad. Limpió el vaho con una toalla y analizó sus ojos: pozos de amargura y resentimiento destellaban en el fondo de su iris. Con los hombros hundidos, abandonó el baño y regresó al salón del apartamento. Desde el exterior, un pálido haz de luz nocturno cruzaba las persianas, bañando uno de los laterales de la cama. Connor arrojó la mochila al suelo, metió el arma debajo de la almohada y se tumbó boca arriba, con los dedos enlazados bajo la nuca. El rumor de los vehículos que cruzaban las calles llegó claramente a sus oídos: chirridos de ruedas, bocinas, motores de gran cilindrada, equipos de música, y tubos de escape. Cerró los párpados, ignoró el calor agobiante e intentó dormir; mañana le esperaba un largo día en la carretera.
John había gastado sus últimos ahorros en alquilar una habitación en aquel motel de mala muerte situado en las afueras de la ciudad. Después del incidente con sus compañeros de trabajo, terminó la jornada, exigió su cheque al patrón, sacó sus pertenencias de la taquilla y salió de la obra. No quería llamar la atención sobre su persona, desde aquel momento no sería un petimetre, un gringo blanco con escasos redaños, sino un tipo peligroso que sabía defender su pellejo, los demás obreros le harían la vida imposible. Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios: sólo por ver las caras de sorpresa de los latinos había valido la pena participar en aquella estúpida pelea. Tenso, se volvió a la izquierda, introdujo el brazo debajo de la almohada, y acarició la culata de la pistola: su contacto le aportó la seguridad que necesitaba. Veinte minutos más tarde, John volvió a dar la vuelta: le costaba conciliar el sueño. Sobre el costado derecho, taladró las sombras con la mirada, recordando a su madre, muerta de leucemia hacía dos años.

Sin desearlo, Connor había comenzado a comportarse como ella, con una actitud fría y distanciada, carente de afecto o humanidad, que tanto odió cuando era niño. Por desgracia, ahora comprendía a su madre, demasiado bien para su gusto; la pérdida y las privaciones la convirtieron en un bloque de acero. John apretó los labios y recordó el espantoso hospital psiquiátrico llamado Pescadero donde estuvo encerrada varios años, atrapada entre las blancas paredes de una celda, repudiada por sus semejantes por decirles la verdad; que el Juicio Final estaba próximo.
Siento no haberte comprendido, mamá, pensó. Fui egoísta y no pude auxiliarte cuando más me necesitabas.                 
Connor reflexionó sobre su padre, Kyle Resse, un soldado del Tech-Com, que jamás llegó a conocer. ¿Cómo pudo su madre enamorarse con tanta intensidad de aquel hombre? Sacudió la cabeza y rememoró las palabras del Terminator: “Le conocerás”. Dentro de muchos años, cuando las máquinas estuvieran en la cúspide de su poder, enviaría a su progenitor al pasado, al año 1984 para proteger y fecundar a Sarah Connor. ¿Cómo pudo averiguar lo que sucedería entre ambos? La paradoja de los viajes temporales, las vueltas del destino y las implicaciones que representaba convertirse en el líder de la raza humana empeoraron su ánimo introspectivo: daría su alma por ser otra persona; rechazaba al individuo en el que se transformaría. Boca abajo, Connor evaluó su vida desde que su madre murió en aquel hospital de Nuevo México: las horas solitarias, los trabajos degradantes, las pesadillas constantes, la desazón de vivir sin respuestas, la carencia de objetivos o propósitos. A pesar de haberlo intentado con todas sus fuerzas, fue incapaz de reconstruir su existencia, vivía día a día, luchando por evitar algo que no podía explicar. ¿Y si fueran imaginaciones suyas? ¿Y si las máquinas del futuro jamás existirían? ¿Y si hubiera logrado detener el Apocalipsis Nuclear? La imagen de su madre, gélida y distante, cubrió su memoria e iluminó el presente. Siempre hubo amor detrás de sus actos, una entrega absoluta, sin reservas, que sólo alguien abnegado podía dar sin esperar nada a cambio; era demasiado tarde para valorar a la única persona que lo había querido. El dolor de la pérdida inundó su interior y le humedeció los ojos: resultaba increíble que le quedaran lágrimas por derramar. Finalmente, John fue vencido por el cansancio, su espíritu se desvaneció en las tinieblas. Los sueños de Connor, en un principio lánguidos, aumentaron de intensidad, mostrándole el futuro que tanto quería evitar…
Una cegadora luz blanca cubrió el horizonte y abrasó las colinas perladas de hierba, aniquilando los edificios. Tres mil millones de personas perecieron bajo el impacto de los misiles nucleares, que barrieron la Tierra de un extremo a otro. Meses después, cuando los efectos de la radiación atómica se desvanecieron, los supervivientes tuvieron que enfrentarse al auténtico horror: la guerra contra las máquinas. Millones de CSM-10, T-1, tanques HK, y T-600, ocuparon las ruinas, masacrando a la raza humana, e instalaron campos de exterminio para alimentar sus fábricas. Los Ángeles se convirtió en un erial de rascacielos destrozados, vehículos carbonizados, carreteras desoladas, y esqueletos calcinados, donde la Resistencia luchaba, a duras penas, contra organismos cibernéticos invasores, superiores en fuerza, habilidades y número. John contempló a los supervivientes, hacinados bajo la tierra como animales, sucios y desesperados, viviendo en túneles apestosos, alimentándose de ratas y de las sobras que podían obtener. Escuchó las súplicas de sus futuros hombres, el fragor de los láseres, el retumbar de las explosiones, las descargas de las ametralladoras, los gritos de los moribundos. Fuera a donde fuera, la gente repetía su nombre, aferrándose a su persona para encontrar esperanza: John Connor, John Connor, John Connor… Lo peor era el mundo exterior: miles de kilómetros de escombros, que apestaban a azufre y a combustible, por los que tenían que batallar a diario. Restos de un planeta que, cegados por su arrogancia y avaricia, los militares permitieron que Skynet redujera a cenizas, cuando tomó el control de sus ejércitos y fuerzas armadas. Al ser consciente de lo que le esperaba, de los horrores que tendría que asumir, de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, John rompió en sollozos…
Y continuaba llorando cuando despertó, vencido por el pesar que apretaba sus entrañas como un puño, arrebatándole la respiración de los pulmones. Aturdido, se encogió sobre su propia figura, buscando un atisbo de consuelo, una chispa de claridad que lo apartara de aquel horror. Gruesas gotas de sudor le resbalaron por la frente. La atmósfera sobrecargada de la habitación era insoportable. Connor sacó el arma y observó el cañón azulado. Tuvo la tentación de volarse la tapa de los sesos, terminar con todo de una maldita vez. Un impulso más fuerte que su control lo obligó a introducir la punta de la pistola dentro de su boca. El sabor de la grasa le embargó las papilas gustativas. Bastaba con apretar el gatillo y sus problemas desaparecerían, no tendría que soportar aquellos sueños, podría ser libre... Temblando, apoyó el arma sobre el colchón y limpió el llanto que resbalaba por sus mejillas: sabía que aquel no era su destino. 
 
 
 
 
 
EXTERMINADOR
Bruscamente, un estampido atravesó la calle y lo arrancó de sus morbosas propensiones. Con los nervios en tensión, saltó hacia la ventana y apartó las cortinas. Su físico desnudo quedó recortado a contraluz, era un blanco fácil para cualquier francotirador, pero aquel detalle no le importó en absoluto: estaba demasiado turbado por la reciente pesadilla. En el exterior, al otro lado de la calle, frente a una gasolinera, un camión cisterna había perdido el control. John evaluó la magnitud del desastre: el vehículo estaba volcado sobre uno de sus costados, perdía gasolina copiosamente por el motor abierto, manchando el alquitrán sucio de aceite de motor.
Ponte a cubierto, idiota, pensó. Si han enviado un Terminator te localizará sin problemas.
De inmediato, Connor cerró las cortinas, se puso una muda limpia que llevaba en la mochila, guardó varios cargadores en los bolsillos de los vaqueros, y regresó a su puesto de observación. Esta vez tomó las precauciones indispensables: se inclinó por un lado de la ventana, movió un resquicio de tela y oteó la avenida con ojos férvidos. Un empleado salió de la gasolinera, su mono amarillo con el logotipo del establecimiento era inconfundible. Éste cruzó la calle, asustado, y se aproximó al siniestro, con la boca abierta por el asombro. John estuvo a punto de emitir un grito, de advertirle que se apartara del camión, pero los nervios le cerraron la garganta. Los latidos de su corazón amenazaron con ahogarlo, le dolían los pulmones de aguantar el aire, estaba demasiado atemorizado para efectuar cualquier movimiento. La puerta del vehículo cayó al suelo, propagó un sonoro retumbar metálico y le permitió ver la silueta del conductor. Connor reculó unos centímetros, había reconocido a la figura; aunque hubiera querido nunca podría olvidarla. Un hombre de dos metros de altura, vestido con ropas de cuero negro, quedó iluminado por las farolas adyacentes. El rostro inexpresivo, de mandíbula cuadrada, enmarcado por un cabello cortado a cepillo, se volvió a ambos lados, como si estuviera calculando su posición.
 
 
Él está muerto, reflexionó con las piernas temblando. Ardió en aquella fábrica…
¿Acaso contemplaba al T-800 que le había salvado la vida en el pasado? John pasó por alto sus aprensiones, las reservas y su cautela habitual, debía cerciorarse de que aquel individuo era quién creía que era. El conductor descendió del camión, avanzó entre los coches destrozados y se dirigió al empleado de la gasolinera. Un disparo quebró la quietud de la noche, el joven salió despedido hacia atrás, con la cabeza abierta en dos. Connor ahogó un grito y aferró la culata hasta que le dolieron los dedos: Skynet lo había localizado. El desconocido giró sobre sus propios pasos, estudió la fachada del motel y pareció localizar su refugio. John se arrojó al suelo, el impacto le recorrió los codos hasta los hombros, luchando por pasar desapercibido. Tenía que salir de allí, huir a alguna parte, lejos del Terminator, o sería hombre muerto. Durante un instante, contempló la pistola, aquel trozo de metal era inútil contra el cyborg, necesitaba armamento más potente, sabía lo complicado que era exterminar a aquellos seres. John corrió hacia la puerta, apartó la silla de un manotazo y ascendió por las escaleras. Tenía que llegar al edificio de enfrente como fuera, descender por el callejón y coger su motocicleta. Si salía por la entrada el Terminator lo haría pedazos, no tenía otro remedio que ocultarse en las sombras, escapar como una rata acosada por un enorme depredador. El miedo proporcionó alas a sus pies, subió los escalones de cuatro en cuatro, esperando que en cualquier momento la máquina encontrara su rastro. Al llegar arriba, reventó la cerradura de un disparo y salió a la azotea. Tenía el cuerpo empapado de sudor y estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa. El sonido de unas sirenas de policía le taladró los tímpanos, luces ambarinas llenaron la noche; aquellos individuos avanzaban hacia su propio ocaso. John asomó la cabeza por el borde de la azotea. Tres coches patrullas rodearon al desconocido y varios hombres emergieron al exterior con las automáticas alzadas.
 
— ¡Suelte el arma! —Dijo el cabecilla de los agentes—. ¡Tiene cinco segundos para obedecer!
 
El Terminator continuó inmóvil.
 
—Cinco, cuatro, tres, dos…
 
La máquina cortó su arenga en seco. El hombre se derrumbó con el cráneo perforado. Los demás agentes dudaron al ver como su jefe mordía el polvo. Aquello significó la perdición de los cuatro: el desconocido los eliminó con despiadada eficiencia sin desperdiciar una bala. Connor se llevó una mano a la boca, hacía años que no contemplaba tanta muerte, la escena le provocó ganas de vomitar. Sin dudar, recorrió el tejado en diagonal, esquivó los tendederos y ropas que ondeaban al viento, y saltó al edificio que estaba pegado al motel. El impacto al aterrizar le devolvió parte de su cordura: había malgastado un tiempo precioso.
Skynet nunca cesará de perseguirme, meditó. Mamá tenía razón cuando decía que jamás debía bajar la guardia.
Connor atravesó la azotea, llegó a unas escaleras oxidadas y empezó a bajar al nivel de la calle, procurando no emitir ningún sonido. Alguien salió del motel y se interpuso ante la máquina. John reconoció la figura, gorda y repugnante, del dueño del local.
 
— ¿Qué coño estás haciendo? ¿Quieres que me metan en la trena o qué?
 
El Terminator no se molestó en responder.
 
— ¡Tienes que largarte de aquí! —exclamó—. ¡La policía no tardará en volver con refuerzos!
 
Connor llegó a la calle, se pegó a una pared y recuperó el aliento. ¿Acaso ambos hombres se conocían? El dueño del motel propinó un empellón al desconocido.
 
— ¡Sal cagando leches, joder! ¡No volveré a repetírtelo!
 
La máquina levantó la diestra y le metió un balazo en el pecho. El hombre se desplomó con una expresión sorprendida. El Terminator pasó sobre su cadáver y localizó a John con la mirada.
 
— ¡No! —Una mano helada le apretó el alma—. ¡No acaba-ras conmigo, hijo de puta!
 
Connor agotó el tambor sobre la cara de la máquina. Ésta efectuó una pirueta y se derrumbó sobre su costado: nada contradecía que estuviera muerta. Cautelosamente, midiendo cada paso, John recargó el arma y se aproximó al cuerpo inerte tirado sobre el césped manchado de sangre. Incrédulo, vislumbró pedazos de masa encefálica rodeando la cabeza de su enemigo. Connor se inmovilizó y tragó saliva. ¿Se había enfrentado a un modelo nuevo del que no tenía referencias? A pesar de tener el cráneo destrozado, las facciones del cadáver no coincidían con las del T-800, aquel individuo no era un Terminator, había matado a un ser humano, ni más ni menos. John se inclinó sobre el cuerpo y examinó sus miembros: debajo del chaleco antibalas había carne y hueso como la suya.
 
— ¡Te mataré! —Susurró una voz—. ¡Te arrancaré el corazón, bastardo!
 
Con un sobresalto, Connor levantó la pistola y estuvo cerca de balear al dueño del motel.
 
— ¿Quién era este chiflado? —acertó a preguntar—. ¿Por qué lo protegías?
 
El hombre se arrastró por el suelo escupiendo sangre por la boca.
 
—Has matado a mi hermano, cabrón. Has matado a mí…
 
John se incorporó y ató cabos: el rostro del hombre que había aniquilado salía cada dos por tres en los noticiarios informativos. Al parecer había violado la libertad condicional dejando un rastro de cadáveres tras su paso. La policía lo buscaba desde hacía semanas. 
 
—Le hice un favor al terminar con su puerca vida —gruñó—. Los asesinos no merecen otra cosa.
El moribundo profirió una maldición.
 
—Te voy a…
 
Connor le propinó una patada en la mejilla y lo dejó sin sentido: no quería perder el tiempo escuchando a aquella escoria. Su voz fue cínica: 
 
—Que descanses, colega.

 
 
 
 
EPÍLOGO
John detuvo la motocicleta en lo alto de la colina y se quitó el casco. El sol que bañaba las montañas recorrió la carretera vacía y le irradió el rostro. Un pájaro cruzó el cielo despejado y se desvaneció en el horizonte. Connor estudió el valle de Los Ángeles desde Muholland Drive con cierta desesperación. Sabía que nunca podría estar seguro de nada de lo que creía, puede que las máquinas jamás consiguieran el poder, pero necesitaba pruebas que confirmaran que podía vivir en paz. Connor tomó la decisión de permanecer aislado de la sociedad, nadie podría encontrarle, continuaría siendo un fugitivo el resto de su existencia. Rememoró a su madre, al T-800, a Cameron, a Derek Resse… Todos habrían dado su vida por protegerlo, por un motivo u otro, debía seguir adelante hasta que consiguiera una respuesta, era lo mínimo que les debía. ¿Cuánto faltaba para el Día del Juicio Final? John arrancó el vehículo y salió disparado hacia la ciudad que brillaba en la lejanía bajo las primeras luces del amanecer. La tormenta estaba cerca.
FIN


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