Encrucijada presenta nº08: Mad Max


Título: Mad Max: Ruedas de Acero
Autor: Alexis Brito Delgado
Portada: Mauricio E.
Publicado en: Marzo 2010


¡Una nueva aventura de Mad Max! Una historia entre "Salvajes de la autopista" y "El guerrero de la carretera. Donde Max debe vivir al precio que sea.
 
 

Mad Max creado por George Miller






So now you're gonna shoot bullets of fire
Don't wanna fight but sometimes you've got to
You're some soul survivor
There's just one thing you've got to know
You've got ten more thousand miles to go...
Tina Turner


... Y en medio de este caos y ruina, los hombres normales sucumbían aplastados. Hombres como Max, el Guerrero Max, que con el tremendo rugido de una máquina, lo perdió todo. Y se convirtió en un hombre vacío. Un hombre quemado y sin ilusión. Un hombre que, obsesionado por los fantasmas de su pasado, se lanzó sin rumbo al páramo...
Feral Kid 


EL PATRULLERO ERRANTE


El desierto interminable, bañado por los haces moribundos del atardecer, se dibujaba hasta el horizonte. Max detuvo el motor, descendió del vehículo, ignoró el calor tórrido y revisó las ruedas del Interceptor: las gomas continuaban intactas. Agotado, estiró su cuerpo enfundado en ropas de cuero manchadas de polvo y observó la carretera abandonada: el páramo rielado por el sol le resultó desolador. Una sensación de tristeza lo invadió, llevaba demasiados días solo, más de los que podía recordar, anhelaba compañía aunque no quisiera admitirlo. Irritado por su propia debilidad, se pasó la mano por los cabellos prematuramente encanecidos y apartó aquellas ideas de su mente: atormentarse no le serviría de nada. Rockatansky regresó al asiento del conductor. La búsqueda constante de gasolina lo había arrastrado hacia el norte, cruzando el continente desolado por la radiación atómica, lejos de la civilización que se tambaleaba bajo su propio peso. A la derecha, el Desierto Simpson era un mar de dunas lejanas, autopistas en mal estado y vegetación reseca. A la izquierda, las montañas de la Gran Cordillera Divisoria cortaban la bóveda celeste como cuchillas oxidadas y aislaban la Costa Este del resto de Australia. Max quitó el freno de mano, encendió el contacto, apretó el embrague, metió la primera marcha y pisó el acelerador. Lentamente, la carretera circundada por colinas áridas dio paso a pequeñas estribaciones corroídas por el viento.  Mientras avanzaba a cincuenta kilómetros por hora, la brisa acarició su rostro sin afeitar y despejó sus sentidos. En breve anochecería, había estado toda la jornada al volante, su físico demandaba comida y descanso.
 
Durante la Tercera Guerra Mundial, la Unión Soviética y los Estados Unidos destrozaron el planeta, las secuelas no tardaron en llegar a Australia: ciudades como Adelaida, Perth, Melbourne, Brisbane o Sydney fueron aniquiladas por el caos. De ser un padre de familia en un mundo agonizante, Rockatansky se había convertido en todo lo que intentó erradicar cuando formaba parte de la Unidad Brecker Squad. La pérdida de los seres queridos, el sufrimiento, las privaciones y el vagabundeo lo habían moldeado en un hombre duro y violento. Ahora, era otro de tantos, que sólo se preocupaba en conseguir combustible, alimentos, agua, armas, repuestos automovilísticos y munición para sobrevivir.
 
El Pursuit Especial traspasó una elevación arenosa y se internó en la Interestatal 66. La inmensa autopista, que recorría el continente desde Rockhampon hasta Cloncurry, trazando una recta irregular de mil millas de longitud, era el territorio favorito de las bandas de motoristas que se dedicaban a asaltar a los viajeros incautos. Max recordó a sus antiguos compañeros de la MPF: Macaffey, Jim, Barry, Charlie, Roop... ¿Qué habría sido de ellos? Por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de despedirse de sus camaradas. El asesinato del “Ganso”, Jessie y Sprog a manos del “Cortaúñas” y sus pandilleros lo enloqueció y lo hizo perseguir a sus enemigos, uno detrás de otro, exterminándolos como a perros rabiosos, inmerso en una espiral de venganza. Rockatansky comprobó el tablero de mandos del Interceptor, la aguja marcaba menos de cincuenta litros, tendría que repostar cuanto antes o, de lo contrario, se quedaría sin carburante, a merced del desierto traicionero.
En aquel momento, un sonido familiar llamó su atención y lo obligó a olvidar sus problemas: alguien disparaba una ametralladora. Curioso, aminoró de velocidad y aguzó los oídos: parecía que las ráfagas venían del noroeste. Max abandonó la calzada, aplastó una hilera de matorrales espinosos y se dirigió hacia su objetivo: tenía la intuición de que encontraría gasolina por los alrededores.
Diez minutos después, ascendió la ladera de una montaña, levantó una nube de polvo seco y aparcó el V-8 al amparo de las rocas. Luego, salió del coche y, cojeando, recorrió el promontorio pedregoso, con los prismáticos en la diestra. Al llegar arriba, una altiplanicie llenó su campo visual, mostrándole una escena de pesadilla. A un kilómetro de distancia, una caravana de cinco vehículos combatía contra un grupo motorizado. Rockatansky elevó los binoculares y estudió el espectáculo: hombres vestidos con ropas de cuero atacaban con metralletas, ballestas y pistolas a un conjunto de aspecto religioso.
 
Un individuo montado en una Kawasaki rodeó una camioneta. El conductor, un sacerdote de edad indefinida, intentó escapar de su adversario, antes de caer con una flecha hundida en el cuello. El automóvil derrapó, perdió el equilibrio, dio varias vueltas de campana y se detuvo, boca abajo, sobre el alquitrán. Inmediatamente, su agresor saltó de la motocicleta y se abalanzó sobre el Ford, dispuesto a robar el combustible del tanque. Max giró los prismáticos y enfocó el extremo sur de la carnicería: cinco motoristas perseguían, con alaridos crueles, a una muchacha. La novicia corrió, desesperada, por la carretera, agitando los brazos, entorpecida por el hábito negro. Los dientes de Rockatansky chirriaron. Una imagen regresó a su memoria: su familia, destrozada en la autopista, gracias al “Cortaúñas” y su banda. Involuntariamente, su corazón empezó a latir más deprisa, sus nervios se pusieron en tensión, la sangre se le agolpó en las mejillas y aferró los binoculares hasta que le dolieron los dedos. El desenlace fue inevitable. Los motoristas alcanzaron a la joven derribándola un golpe en la espalda. Al instante, la rodearon como chacales, ignorando sus chillidos y forcejeos, desgarrándole la ropa y violándola allí mismo. Max cerró los párpados. No podía resistir aquel acto macabro, estaba harto de la barbarie que contemplaba a diario en las carreteras, detestaba la locura que invadía el continente desde el Holocausto Nuclear. Deprimido, visualizó la caravana de este a oeste y de norte a sur, buscando posibles supervivientes, sin éxito. Un musculoso pandillero, que llevaba una gabardina hecha jirones y botas de piel de cocodrilo, daba órdenes a los motoristas, exhortándolos a que se apoderaran de la gasolina que pudieran encontrar. El policía centró su atención en aquel hombre. Los prismáticos le mostraron un rostro salvaje, picado por la viruela, que dirigía la matanza con profundo sadismo, satisfecho por la decadencia que había desatado. El jefe del grupo efectuó una señal y uno de los hombres remató a los heridos, degollándolos con un cuchillo: la novicia pereció escupiendo un borbotón de sangre por la boca. Rockatansky inclinó la cabeza, desanimado, aunque hubiera podido no habría hecho nada por detener la carnicería: la desventaja numérica le impedía tomar cartas en el asunto.
 
Media hora más tarde, después de desvalijar los automóviles y los cadáveres, la banda se perdió en la distancia, en dirección a Longreach. Max regresó a su vehículo, descendió la montaña y se aproximó a la caravana, con la esperanza de encontrar algo útil. Los coches despedazados, rodeados de cuerpos inertes, le hicieron un nudo en el estómago. Al llegar, emergió del Pursuit Especial y agarró, de forma mecánica, la culata de la Hudson que colgaba en su muslo, dentro de una larga funda de piel. La prótesis de su pierna izquierda crujió mientras avanzaba, cauteloso, hacia los despojos desparramados en la calzada. El patrullero levantó la vista, quedaban pocos minutos de luz solar, las primeras sombras de la noche cubrían el páramo y extendían sus formas sobre la autopista. Una corriente de aire levantó el olor del combustible derramado. Rockatansky profirió una maldición y propinó una patada a una llanta: había llegado demasiado tarde. Terco, revisó los motores saqueados, las ruedas robadas y los tanques vacíos: los asaltantes habían efectuado bien su siniestra tarea. Un gañido lo apartó del Ford. Expectante, salvó la carretera, sorteó los cadáveres y volteó el cuerpo de un niño atravesado por una saeta. Un cachorro, de pelaje gris y blanco, escondido bajo la chaqueta del muchacho, lo observó con ojos asustados. Media sonrisa se dibujó en sus labios, no esperaba aquella sorpresa, algo bueno tendría que proporcionarle el despilfarro de carburante que le había costado llegar hasta allí. Max tranquilizó al dingo y comprobó que la herida del lomo era superficial: podría curarlo sin problemas. Una sensación de afecto lo invadió y le hizo rememorar tiempos mejores, cuando era policía y servía a la Ley, antes de que el Apocalipsis lo cambiara todo y arruinara su existencia...





LONGREACH

 
En silencio, Max descendió las dunas polvorientas, con una garrafa metálica en la mano. Las estrellas mortecinas brillaban en el cielo despejado e iluminaban las ruinas de Longreach: calles abandonadas, edificios devastados, carteles destruidos, postes de alta tensión derribados, parques moribundos y automóviles descuartizados. Sus pies aplastaron la arena y dejaron un rastro fácilmente identificable: le quedaba poco para llegar a su destino. Rockatansky se detuvo, entornó los ojos y estudió la avenida a oscuras: sombras humanas fluctuaban a una manzana de distancia en torno a una hoguera. Los gritos de los pandilleros rompieron el silencio de la madrugada, levantando ecos que llegaron a sus oídos. Max se inclinó, atravesó la calle y se ocultó detrás de un Chevy Impala del 59. Tambaleándose, dos hombres pasaron a su lado, borrachos como cubas, unidos en un estrecho abrazo. Rígido, contuvo la respiración, apretó el pomo del puñal que llevaba en la caña de la bota y esperó a que desaparecieran en las tinieblas. Seguidamente, se incorporó, se pegó a un muro y avanzó hacia los motoristas. Tomando todo tipo de precauciones, llegó al final de la avenida, se escondió tras la carrocería de un camión destrozado y asomó la cabeza por un lateral. En mitad de la calle, en torno a las llamas carmesíes, una docena de siluetas bailaban delante del fuego, poseídas por un salvajismo primigenio. Asqueado, Rockatansky observó sus movimientos grotescos, sintiendo como la bilis se agolpaba en su garganta. Uno de los motoristas se derrumbó de frente, encima de la hoguera, completamente ebrio. Las ropas ardieron, el olor de la carne quemada se elevó en el aire y llegó a sus fosas nasales. Los compañeros de este rieron, divertidos, sin molestarse en hacer nada por auxiliarlo. Max ignoró a los pandilleros, aferró el asa de la garrafa y buscó sus vehículos con la mirada. A cincuenta metros de distancia, frente a una gasolinera desierta, las motocicletas y los coches modificados destellaban bajo la luz de la fogata. Rockatansky los reconoció: un Sedan XK Falcon, una Kawasaki 1977 KZ-1000 (el mismo modelo que Jim “El Ganso” condujo en el pasado), un Chevrolet del 34, una Suzuki Katana 1981, un Pontiac GTO del 69, una furgoneta Mazda Bongo Van, una Honda CB 750, un Valiant VH 1973 y dos Yamaha XS 1100E. Como una sombra, abandonó su precario refugio, evitó el resplandor de las llamas y se internó en la penumbra.
Rockatansky sabía a lo que se arriesgaba, si los motoristas lo capturaban sería hombre muerto, la idea de caer vivo en sus manos le puso la carne de gallina: había visto lo que eran capaces de hacer. No le quedaba más remedio que arriesgarse, necesitaba combustible para continuar adelante, en el páramo sus posibilidades menguarían: 100.000 kilómetros de terreno baldío lo apartaban de cualquier reducto civilizado. Durante sus vagabundeos, había escuchado rumores, historias poco creíbles sobre una ciudad situada en algún lugar del Desierto Simpson, donde el carburante era la moneda corriente, igual que en los viejos tiempos. Max meneó la cabeza, las bombas nucleares habían arrasado el continente hacía años: la imaginación de los supervivientes no conocía límites.
Conforme se aproximaba a la construcción, divisó una figura imprecisa en la lobreguez de la noche, crucificada en los surtidores. ¿Quién sería aquel hombre? El policía rodeó la gasolinera, procuró no emitir el menor sonido y penetró por la parte de atrás. Sus ojos acostumbrados a la negrura captaron las formas del sacerdote: mitra desgarrada, huesos rotos, rasgos tumefactos y miembros lacerados por gruesos clavos. Inesperadamente, la cabeza del hombre hizo un leve movimiento y sus labios destrozados se abrieron.
 
—Agua...
 
Rockatansky siseó:
 
—¡Silencio!
 
Su propia voz le sonó extraña: llevaba semanas sin hablar con nadie. El clérigo no pareció escucharlo.
 
—Agua...
 
—Cierra el pico —gruñó—. No tengo agua.
 
La mirada enloquecida del hombre se encontró con la suya:
 
—No eres uno de ellos, ¿verdad?
 
Max le dio la razón:
 
—No.
 
El sacerdote continuó:
 
—Supongo que vienes a por la gasolina de estas bestias...
 
Rockatansky asintió:
 
—Sí.
 
El hombre señaló los tanques con un débil movimiento:
 
—Te diré donde la guardan... Pero antes debes prometerme una cosa, vagabundo.
 
El policía inquirió con interés:
 
—¿El qué?
 
—¡Mátame!
 
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del patrullero.
 
—¿Estás seguro de lo que dices?
 
El clérigo suspiró:
 
—Siento que el Señor me reclama. Me falta poco para reunirme con mis hermanos y hermanas.
¿Sabes si alguno sobrevivió?
 
Max decidió no decirle la verdad:
 
—No sé de lo que me hablas.
 
Una sonrisa torturada iluminó los rasgos del hombre:
 
—Mientes, vagabundo. He confesado a demasiadas personas. Sé cuando alguien es sincero y cuando
no...
 
Rockatansky fue franco:
 
—Acabaron con todos esta tarde. ¿Dónde está el combustible?
 
Al perder su pasado también había perdido su alma: lo único que le importaba era obtener
carburante. 
 
—Justo detrás de mí.
 
Max dudó, no deseaba matar a aquel hombre, pero de no hacerlo, sus padecimientos no conocerían límites y su rostro asediaría sus peores pesadillas. 
El sacerdote elevó la mirada al cielo.
 
—Que se haga la voluntad del Señor.
 
Rockatansky sacó el puñal: una promesa era una promesa. Su tono destiló algo cercano al consuelo: 
 
—Hasta siempre.
 
La hoja traspasó el corazón del clérigo, se hundió hasta la empuñadura y acabó con su existencia: un gemido escapó de los labios del sacerdote.
Max comprobó el depósito, abrió la tapa de la garrafa, sacó la manguera y la introdujo dentro del recipiente: la gasolina manó y llenó el tambor de veinte litros. Una voz rompió el silencio.
 
—¿Aún sigues vivo, perro?
 
Rockatansky reconoció la figura que caminaba hacia la gasolinera. Gorro de aviador, trinchera, vestiduras de algodón y botas de piel de cocodrilo. Achispado, el líder de la banda se detuvo delante del cadáver: la borrachera le impidió ver la silueta del policía agazapada en la negrura. Con voz pastosa comentó:       
 
—No dices nada, ¿eh?
 
Max dio un salto, agarró al hombre por la camisa y le enterró la hoja en el esternón. El alarido del pandillero quedó ahogado por su diestra enguantada. Agónico, el hombre le arañó la cara: sus facciones cubiertas de cicatrices se contorsionaron en una mueca asesina. Los dientes podridos buscaron su garganta, pero Rockatansky le agarró el cuello, le apartó la cabeza y clavó el puñal en el vientre de su enemigo. Un espasmo recorrió la fisonomía del hombre, la fuerza de los brazos cedió y un brillo de reconocimiento resplandeció en sus pupilas: el miedo ante la cercanía de la muerte había hecho mella en su espíritu. Irritado, Max sacó el cuchillo, volvió a hundirlo en la carne temblorosa y destripó al gigante: las entrañas rojas y azuladas se desparramaron sobre sus pies. Con un gesto de repugnancia se quitó el cadáver de encima, lo depositó en el suelo y limpió la sangre del puñal en la gabardina: aquel tipo había recibido lo que merecía. De un rápido vistazo verificó que los sonidos y forcejeos de la lucha habían pasado desapercibidos: los motoristas roncaban bajo los efectos del alcohol. El patrullero dio media vuelta, se orientó lo mejor que pudo en las tinieblas y se dispuso a regresar a su coche. De improviso, un individuo apareció delante de sus narices, empuñando un rifle de dardos.
 
—¡Alerta! —gritó—. ¡Intruso!
 
De inmediato, Max sacó la pistola y apretó el gatillo: el centinela salió despedido hacia atrás con la cabeza abierta en dos. El disparo despertó a los pandilleros dormidos, un clamor colectivo sacudió la madrugada y estremeció los confines de la ciudad. La sorpresa y el desconcierto dieron paso a la fiebre de la caza. Voces ansiosas de sangre lo maldijeron prometiendo dolor, torturas y muerte. Rockatansky no tuvo la oportunidad de escuchar nada, su loca huída en la oscuridad lo distanció de sus oponentes: debía alcanzar el V-8 antes de que los motoristas llegaran a sus vehículos.   





RUEDAS DE ACERO


Rugiendo, el supercargador Weiand absorbió oxígeno y  lanzó al Interceptor en una carrera desesperada, a través de la carretera bañada por los primeros rayos del amanecer. Max cambió a tercera, dio un volantazo y sorteó una depresión que arrancó una lluvia de chispas a los bajos del automóvil. Cien metros atrás, los pandilleros forzaban sus vehículos para intentar darle alcance: el bramido del motor ahogó sus improperios. Rockatansky echó una ojeada a su izquierda. El cachorro, tumbado en el asiento del pasajero, le devolvió una mirada asustada, agachando la cabeza. Un arma abrió fuego, los proyectiles rozaron la carrocería astillada del Pursuit Especial, sin hacerle ningún daño. Max volvió a cambiar de marcha y ganó terreno a sus perseguidores. Si una bala acertaba los depósitos supletorios instalados en el maletero, saltaría por los aires. La autopista transcontinental era interminable, se extendía en la distancia, bordeada por el erial desértico. El patrullero observó el espejo lateral situado a su derecha, el Pontiac del 69, la Suzuki Katana, el Valiant del 73, la Kawasaki del 77, el Falcon HK, la Honda CB 750 y las Yamahas, seguían su rastro como sabuesos enloquecidos.
 
 
Revisó el salpicadero, quedaban 35 litros de carburante, había gastado más de 15 desde la jornada anterior. Como continuara a aquella velocidad, agotaría el combustible que le restaba, debía combatir para conservar lo que tenía. Rockatansky extendió la zurda, apretó un botón de la caja de cambios y apagó el turbocompresor. El V-8 aminoró de velocidad y descendió a 120 kilómetros por hora. Poco a poco, las motocicletas ganaron terreno y lo rodearon. Detrás, el Valiant, el Falcon y el Pontiac formaron un semicírculo y le imposibilitaron la oportunidad de escapar. Max hundió el pedal de freno a fondo, los neumáticos rechinaron y el vehículo se detuvo con brusquedad. La Kawasaki chocó contra la parte trasera del Interceptor. El conductor dio un brinco por encima del coche y se rompió el cuello al aterrizar. Rockatansky pisó el acelerador, se desvió a la izquierda y arremetió a los motoristas que pasaban a su costado. La Suzuki intentó evitar el impacto, dio un giro inesperado, derrapó sobre el alquitrán y rodó con estrépito. El Pursuit Especial colisionó contra una Yamaha, la puerta aplastó la pierna del hombre y lo arrojó de la moto, convertido en un guiñapo. El piloto de la Honda fue incapaz de esquivar a sus compañeros, la rueda delantera embistió la Kawasaki, el vehículo trazó una elipse y el pandillero cayó de bruces con un sonido de huesos rotos. Max sacó la mano por la ventanilla, los cañones gemelos de la Hudson brillaron, reventando el parabrisas del Sedan XK Falcon. La detonación destrozó el cráneo del conductor, esparció sus sesos sobre el cristal fragmentado y lo derrumbó encima del tablero de mandos. El copiloto agarró el volante, quiso controlar el automóvil, pero el cadáver se lo impidió. El Falcon atravesó el arcén, levantó una tormenta de polvo y se estalló contra una roca. Rockatansky recargó la pistola, torció de carril y arañó el Valiant 1973. El Pontiac se pegó a su espalda y luchó por sacarlo de la calzada. Max activó el supercargador, puso el motor al máximo de revoluciones, agrediendo al vehículo que tenía delante. El conductor del Valiant rebotó contra las paredes, el segundo impacto ladeó el automóvil y lo dejó en posición horizontal. El policía pasó por alto el olor a embrague quemado. Su enemigo levantó una Smith & Wesson, preparado para volarle la cabeza, su cara llena de piercings estaba desencajada por el odio. Rockatansky se anticipó, las facciones repulsivas explotaron en una marejada sangrienta y salpicaron el volante de masa encefálica y astillas de hueso. El Pontiac del 69 trató de empujarlo a la cuneta, Max aguantó el choque lo mejor que pudo y sacó de su cinturón los últimos cartuchos: había agotado la munición. Una flecha rebotó contra su hombrera metálica, la Kawasaki avanzaba por su derecha, los pandilleros habían conseguido acorralarlo, uno por cada lado del V-8. Rockatansky disparó, la ventanilla estalló en pedazos, alcanzó al piloto encima del corazón y perforó el tronco braquiocefálico, que supuró un potente reguero de sangre. El hombre lanzó un chillido asustado, soltó los mandos del vehículo, perdiendo la carretera de vista: el Pontiac desapareció en el páramo convertido en un montón de chatarra. La Yamaha zigzagueó, adelantó al policía e intentó huir. Vengativo, Max no le dio la oportunidad, el morro del Interceptor lo derribó y lo expulsó dentro de una zanja. Rockatansky frenó, saltó del automóvil y renqueó hacia el motorista: el frío de la noche había hecho mella en su pierna herida. 
 
Sin desearlo, rememoró una carrera similar efectuada años atrás, en dirección a su familia, en una autopista de Melways. El dolor le arrebató la respiración, le humedeció los ojos y estranguló su alma: sabía que nunca podría superar aquel momento. Max apretó el paso mientras recordaba los hechos: las súplicas de la anciana que les había dado refugio, sus gritos desesperados, el peso de la escopeta en su mano, la sensación de impotencia, la saliva agolpada en su garganta, la visión de los cuerpos abatidos, las nubes grises que colgaban sobre su cabeza...
La Yamaha, tirada sobre su costado, soltaba una espiral de humo por el radiador y perdía combustible. En un instante, Rockatansky entró en la zanja y localizó al pandillero debajo de la carrocería, con el manillar de la motocicleta incrustado en el pecho. El policía encajó las mandíbulas y desenvainó el puñal: aquel hombre había degollado a los supervivientes de la caravana. Con voz trémula, la sabandija suplicó:
 
—Estoy herido... No me hagas daño...
 
Impertérrito, Max lo agarró por la cabeza, le mostró la hoja afilada y le cortó el cuello: el reguero escarlata empapó la arena ardiente. De inmediato, le arrancó el casco al cadáver, lo puso debajo del motor y acopió la gasolina que no podía permitirse el lujo de desperdiciar.    
Horas después, Rockatansky guardó en la parte trasera del V-8 el botín: baterías, pistones, cámaras, poleas, bombas centrífugas, bujías, piñones, cilindros, baterías, correas de  transmisión y filtros de aceite. Satisfecho, colocó una garrafa llena de carburante entre los depósitos: había recuperado con creces el combustible perdido.
En la bóveda celeste, a contraluz, las primeras aves de presa volaban, realizando lentos círculos, a la espera de que el policía abandonara el lugar, atraídas por el olor de la carroña. Con un chirrido, el Interceptor dejó la marca de los neumáticos en la carretera, levantó una tormenta de polvo y se desvaneció en el horizonte, hacia el oeste, siempre hacia el oeste...



FIN


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1 comentario:

  1. ¡Genial! Una gran aventura del "loco" Max. Buenas descripciones, casi he podido ver las imágenes.

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