Star Trek: en una galaxia muy lejana nº04


Título: Rumbo a la aventura
Autor: Sigfrido
Portada: Sigfrido
Publicado en: Mayo 2010

la Alianza apoya a los tripulantes del Enterprise en la búsqueda de una forma de regresar a su hogar. Todo parece indicar que deben dirigirse a un sistema inexplorado en el Espacio Salvaje: el sistema Elcano...

 ¿Que ocurriría si la Federación Unida de Planetas coexistiese con el Imperio Galáctico? ¿Cómo sería ese hipotético cruce de las dos franquicias galacticas mas importantes del siglo XX? Adentrate con nosotros en este fantástico nuevo universo lleno posibilidades, hacia una galaxia muy, muy lejana... hasta donde ningún hombre ha llegado jamás!
Star Trek creado por Gene Roddenberry.
 Star Wars creado por George Lucas.

Nota del autor: para situar "cronológicamente" esta historia dentro de la mitologia de ambas franquicias, deberemos suponer que ambas corren en paralelo. Para Star Trek estaría situada tras la tercera temporada de Star Trek: the Original Series; en el aso de Star Wars, se situaría entre Una Nueva Esperanza (Episodio III) y El Imperio Contraaataca (Episodio IV)

Resumen de lo publicado:  Al responder a una llamada de auxilio en un planeta perdido, el capitán James T. Kirk y su tripulación descubren una estructura alienígena construida hace miles de años. Esta estructura oculta en su interior una máquina capaz de crear torbellinos subespaciales que se pone en marcha misteriosamente. El U.S.S. Enterprise es engullido por ese torbellino y trasladado a una galaxia muy, muy lejana... Allí encuentran a Luke Skywalker en estado de coma en su Ala-X. Posteriormente, aparece el Halcón Milenario, cuyos tripulantes son teletransportados a bordo del Enterprise para visitar a su amigo. Sin tiempo casi para conocerse, son atacados por una gigantesca nave proveniente del hiperespacio: un destructor del Imperio Galáctico. Tras un épico enfrentamiento, el Enterprise es derrotado. Dos destructores más logran atraparlo en un rayo tractor. Gracias a la capacidad de persuasión del capitán Kirk, logran ganar tiempo para idear un plan de escape. Consiguen destruir la nave que los tenía atrapados transportando a su interior una carga explosiva. Después el Enterprise logra huir de las otras dos saltando al hiperespacio con el hiperimpulsor del Halcón Milenario. Pero el siniestro Darth Vader sobrevive a la explosión de su nave con sólo una idea en su cabeza: venganza. Gracias a las habilidades mentales de Spock, Luke logra volver al mundo de los vivos. En la base rebelde de Hoth y tras una agria discusión, el joven piloto intercede para que la Alianza apoye a los tripulantes del Enterprise en la busqueda de una forma de regresar a su hogar. Es también gracias a Luke que descubren el significado del mensaje encriptado que encontraron en su galaxia. Todo parece indicar que deben dirigirse a un sistema inexplorado en el Espacio Salvaje: el sistema Elcano.


Los viajes por el hiperespacio podían llegar a ser muy aburridos, sobre todo si duraban varios días. El sistema Elcano se encontraba bastante alejado de Hoth. Se trataba de un salto complicado, y con un hiperimpulsor de clase dos la travesía iba a alargarse setentaiséis largas horas. Durante ese tiempo, poca cosa podía hacer el piloto o el capitán, sólo vigilar que todo funcionara correctamente. La astronave recorría el azulado túnel hiperespacial con menos libertad que una antigua locomotora siguiendo los raíles de su vía. El factor espacial era más lento, pero mucho más emocionante: se podía aumentar la marcha, aminorarla, maniobrar e incluso combatir. En el hiperespacio, el navicomputador lo controlaba todo, lo único que era posible realizar era abortar el salto, algo extremadamente peligroso sin hacer antes unos complicados cálculos.
Sulu giró la cabeza hacia la derecha, y miró a su compañero Chekov con resignación, éste le respondió encogiendo los hombros.

—Si esto continúa así de animado, creo que sucumbiré a la tensión —ironizó el joven alférez en voz baja.

—Y que lo diga, lo que no logró Vader y sus destructores estelares, seguro que lo consigue el tedio —murmuró el timonel del Enterprise, sonriendo con complicidad.


Un silbido musical indicó a Spock que había alguien que quería entrar en su camarote.

—Adelante —dijo el primer oficial, incorporándose y dejando el arpa vulcaniana que estaba tocando sobre su cama.

La puerta se abrió con un susurro, al otro lado se encontraba Luke, llevaba una camisa oscura, pantalones marrones y botas negras.

—Comandante Skywalker, ¿en qué puedo ayudarle?

—Disculpe si le he molestado, Sr. Spock —se excusó el muchacho apocadamente—. El capitán me dijo que le encontraría aquí, no sabía que estaba ocupado. Si lo desea, puedo volver más tarde.

—No se preocupe, sólo estaba tocando un poco de música. Pase y siéntese.

Luke cruzó el umbral con paso nervioso mientras Spock le ofrecía una silla para que se sentara. El joven rebelde aceptó la invitación.

—¿Qué le trae por aquí? —dijo el vulcaniano, haciendo lo propio con otra silla.

El piloto de Tatooine tragó saliva y permaneció en silencio unos segundos, le daba algo de pudor hablar con Spock sobre lo que había venido a hablar.

—¿Le pasa algo, comandante Skywalker? —preguntó el oficial científico, al ver que el muchacho no se decidía a abrir la boca.

—Puede llamarme Luke, simplemente —se atrevió a decir finalmente.

—Si eso le hace sentirse más cómodo, Luke. Usted también puede llamarme Spock… simplemente —respondió el vulcaniano con su flema característica.

Luke respiró aliviado, la rigidez en el tratamiento le cohibía un poco. Ahora podría sincerarse mejor ante el enigmático primer oficial del Enterprise, el hombre que le había salvado la vida.

—Ante todo, gracias otra vez por sacarme del coma —comenzó el joven—. No hemos tenido tiempo de hablar sobre nuestra fusión mental. Me gustaría que me contara que es lo que pasó durante la experiencia, yo no me acuerdo de nada.

—En el estado en el que se encontraba es normal —explicó Spock—, de la misma manera que no recordamos la mayor parte de lo que soñamos mientras dormimos. El coma es todavía un estado más profundo de la consciencia, y por lo tanto, lo que ocurra en nuestra mente durante el periodo que permanezcamos en él, nunca emergerá a nuestra memoria.

—Pero usted se acuerda, ¿no?

—Yo no estaba en coma —puntualizó el vulcaniano.

—¿Podría relatarme lo que vio, lo que pasó?

Spock se apoyó en el respaldo y respondió con calma.

—Se encontraba en su planeta natal, en la granja de sus tíos, en un pasado no muy lejano. Estaba tan convencido de que se trataba del mundo real, que había olvidado toda su vida posterior. Su subconsciente la había hecho desaparecer por alguna extraña razón. Sólo unos pocos recuerdos afloraban, como retazos de unos hipotéticos sueños recurrentes. Para poder traerlo de vuelta, debía hacer que confiara en mí, que quisiera venir conmigo, abandonar ese entorno ficticio que había creado. En un principio no lo conseguí, durante unos minutos incluso llegué a pensar que lo había perdido, dejé de percibir su katra…

—¿Mi katra? —le interrumpió Luke intrigado.

—Katra es un término de mi pueblo para referirse a lo que ustedes llamarían alma o espíritu.

—¿Está sugiriendo que mi alma salió de mi cuerpo?

—Sí —respondió Spock sin inmutar su expresión—. Los vulcanianos creemos en la inmortalidad de nuestra katra. Para nosotros, el cuerpo sólo es un recipiente que la contiene. Por medio de una férrea disciplina, hay quien es capaz, por imposible que parezca, de introducir su katra en otro cuerpo.

—Yo también creo en la inmortalidad del alma. A veces, mi difunto maestro se comunica conmigo a través de la Fuerza —añadió Luke sin complejos.

—Estoy convencido de que el espíritu de su antiguo mentor vela por usted —afirmó el vulcaniano, recordando lo que le confesó el muchacho tras su periplo astral.

Luke sonrió, por primera vez podía hablar con alguien sobre sus experiencias sin miedo a que se las tomaran a pitorreo.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó.

—Su katra volvió, entonces me contó lo que había sentido durante el tiempo que estuvo ausente: una especie de comunión con el universo. En ella llegó a verse a sí mismo en la enfermería del Enterprise, razón que le hizo cambiar de actitud, permitiendo que le pudiera arrancar del coma.

—Un relato fascinante, Spock —dijo el joven rebelde—. Tiene talentos y poderes que podrían rivalizar con los de un jedi. ¿Está seguro de que no sabe utilizar la Fuerza?

—Existen muchos caminos diferentes que llevan a un mismo lugar. Mis poderes, si los quiere llamar así, no provienen del uso de la Fuerza —Spock hizo una breve pausa pensativo—. Aunque en realidad no puedo afirmarlo rotundamente, todavía no sé qué es exactamente la Fuerza.

—A decir verdad, tampoco lo sé yo mucho —reconoció Luke, acariciándose la nuca con la mano derecha—. Ben Kenobi, mi maestro, no tuvo mucho tiempo para enseñarme cosas sobre ella —el muchacho frunció el ceño—. Darth Vader se lo impidió… matándolo. Sólo me dijo que se trata de un campo de energía que emiten todas las criaturas vivientes. Si eres capaz de percibir dicha energía, puedes utilizarla para mover objetos a distancia, manipular los pensamientos de otros, recibir mensajes de los lejanos… y muchas otras cosas más. Los caballeros jedi usaban esos poderes para ayudar a la gente, antes de que fueran exterminados por el Imperio. Ben me dijo que mi padre fue uno de ellos —el joven piloto ensombreció su rostro—. Darth Vader también le traicionó y le asesinó, no llegué a conocerle. Yo quiero convertirme en un jedi, como él, pero sin un maestro es muy difícil. Pensé que usted podría ayudarme.

—Ojalá pudiera hacerlo, Luke —contestó el oficial del Enterprise con sinceridad—. Mis habilidades no tienen su origen en esa energía mística de la que habla.

—Lo comprendo —suspiró Luke con una pizca de decepción.

—Aprender sin un mentor es complicado, pero con esfuerzo y perseverancia seguro que conseguirá sus objetivos —trató de animarlo Spock.

—Eso espero —la cara del joven se iluminó de repente—. Ya he conseguido algunas cosas, por ejemplo… mover objetos. Se lo demostraré.

Spock mostró su interés alzando levemente una de sus cejas. El muchacho ardía en deseos de enseñarle todo lo que era capaz de hacer, como un niño que le cuenta ilusionado a su padre lo que ha aprendido ese día en el colegio.

—Intentaré mover esa taza de la mesa —dijo Luke, señalándola con el dedo con entusiasmo adolescente.

El piloto rebelde miró fijamente el pequeño recipiente. Seguidamente, cerró los ojos y arrugó las cejas para concentrarse. Lentamente, estiró su brazo derecho y abrió la mano con un gesto de mago, como si tratara de irradiar energía con la palma. Spock observó la taza vacía, se había tomado un té vulcaniano antes de que llegara Luke. Esperó un rato a que se moviera, pero no lo hizo, así que deslizó su mirada hacia el joven. A medida que pasaba el tiempo sin ningún resultado, éste iba apretando cada vez más los párpados y poniendo muecas raras. Al cabo de un rato desistió, se relajó en su asiento y resopló sonoramente, como si acabara de hacer un gran esfuerzo físico.

—Cuando estoy un poco nervioso no me sale —se excusó avergonzado—… pero le aseguro que hace unos días logré mover cuatro dedos una cuchara. Voy a intentarlo otra vez…

—No hace falta que me demuestre nada. Le creo —le interrumpió Spock—. Los principios siempre son duros, y las cosas no siempre salen como queremos. Dese tiempo.

—También practico con mi sable láser, era de mi padre, ¿sabe?

Luke se levantó, descolgó su sable del cinturón y lo encendió. Una potente hoja de energía azul celeste surgió del cilindro de metal, inundando con un zumbido poderoso todo el camarote. Spock se puso de pie bruscamente, sorprendido por el extraño artefacto. Pero enseguida recuperó la compostura, juntó sus manos en la espalda y, con toda la parsimonia de la que era capaz, hizo una certera observación.

—Un arma extraña para una época como ésta.

—Sí, «un arma noble para tiempos más civilizados» —dijo Luke, evocando emocionado las palabras de su viejo maestro. Balanceó el sable suavemente unos segundos, lo desconectó, y volvió a colgarlo de su cinturón—. Practico con él con una bola de entrenamiento. Aprendería a manejarlo mucho más rápido si encontrara a alguien que me pudiera instruir, pero ya no existen caballeros jedi.

El primer oficial del Enterprise ladeó la cabeza levemente, se le acababa de ocurrir una idea que, seguramente, le sería muy provechosa al ansioso joven.

—No sé de ningún caballero jedi, pero conozco a una persona de a bordo que le podría dar algunas lecciones de esgrima —sugirió con su voz profunda.


Cuando Sulu llegó al gimnasio de la nave, Luke ya estaba esperándolo en la puerta. El piloto del Enterprise llevaba una bolsa de lona alargada donde guardaba diferentes tipos de espada.

—Veo que es puntual —saludó sonriente al muchacho—. Impaciente por recibir las primeras lecciones, ¿verdad?

Luke asintió con la cabeza, devolviéndole la sonrisa.

—Gracias por prestarme parte de su tiempo, espero no haberle molestado.

—El que debería darle las gracias soy yo. Créame, en estos momentos no tenía nada más importante que hacer. La llamada de Spock puede que me haya salvado la vida, se lo aseguro —bromeó Sulu.

El joven rebelde levantó las cejas con un gesto de extrañeza.

—Será mejor que entremos —continuó el oficial de navegación—. No estaría bien comenzar a dar estocadas en medio del pasillo.

—¡Ah!, sí, claro, disculpe —dijo Luke con tono despistado.

Las puertas automáticas se abrieron, y los dos entraron en el gimnasio de la nave estelar. En medio de la sala había un cuadrilátero acolchado de color azul marino. A lo largo de las paredes se habían colocado varios aparatos de gimnasia: cintas transportadoras, aparatos de pesas, bicicletas estáticas y bancos de flexiones. De una esquina colgaba un enorme saco de arena rojo. Al fondo a la derecha, unas puertas automáticas llevaban a los vestuarios, las taquillas y las duchas sónicas. En ese momento sólo había una persona en el gimnasio, un corpulento tripulante del cuerpo de seguridad que levantaba una mancuerna en uno de los bancos.

Sulu dejó la bolsa que portaba en una de las esquinas del cuadrilátero.

—Como no sabía exactamente qué tipo de espada utiliza, he traído todas las que tenía guardadas en mi camarote. Aquí, en mi taquilla, tengo otras tantas. ¿Podría enseñarme su arma?

—Faltaría más —respondió Luke.

El muchacho descolgó su sable láser y se lo acercó a Sulu, éste lo cogió intrigado.

—¿Y dónde está la hoja? —preguntó.

—Se despliega apretando el botón rectangular. Pero antes quite el seguro, es la pestaña que hay junto a él.

El sable se encendió con su característico zumbido. Al ver el haz brillante y azulado que surgía del cilindro metálico que empuñaba, Sulu se quedó petrificado, como si lo hubieran hechizado. El musculoso tripulante que hacía pesas dejó caer la mancuerna que aguantaba, ésta rodó por el suelo mientras él observaba la escena boquiabierto.

—Creo que el Sr. Spock omitió un pequeño detalle al sugerirme que le diera clases de esgrima —el piloto del Enterprise estiró el brazo para alejar lo más posible la letal hoja de su cuerpo—. Si no lo conociera bien, apostaría que en este preciso momento está carcajeándose de alguien que yo me sé —sentenció con humor.

—El Sr. Spock no parece el tipo de hombre que se dedique a gastar bromas —dijo Luke—. ¿Nunca ha visto un sable láser, Sr. Sulu?

—Ciertamente, no —confesó.

—Entonces no podrá ayudarme, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

El oficial de navegación esgrimió con las dos manos el sable láser e hizo unos ágiles y rápidos movimientos con el mismo. El tripulante de seguridad reculó disimuladamente, deslizando sus firmes glúteos por la superficie del acolchado banco que ocupaba. Finalmente, Sulu se quedó quieto como una estatua, adoptando una elegante pose de samurái. Luke se quedó mirándolo en silencio, con los ojos abiertos como platos.

—Mi especialidad es el florete —dijo el piloto de San francisco, arqueando los labios—, pero creo que podré enseñarle algunos trucos —afirmó con entusiasmo juvenil mientras desconectaba la formidable arma.

—¿Sólo algunos? —añadió Luke con admiración.

—Bueno, eso depende de usted —contestó Sulu—. Ahora bien, será mejor que practiquemos con algo menos… peligroso. Tengo dos sables de kenjutsu de fibra de carbono que nos servirán a la perfección. Además, no creo que la hoja de ninguna de mis espadas sea rival para la de la suya
—bromeó.

—Lo comprendo perfectamente —asintió Luke, con una sonrisa de oreja a oreja.

El fornido tripulante del cuerpo de seguridad respiró aliviado, se levantó, recogió la mancuerna, se colocó otra vez en posición, y continuó con sus ejercicios como si no hubiera pasado nada.


Leia y Kirk se encontraban solos en la sala de observación del Enterprise, en la proa de la astronave. Estaban sentados en dos cómodos sillones, observando a través de los tres ventanales circulares el subyugante hiperespacio. El capitán había apagado las luces, y una tenue claridad azulada iluminaba sus rostros de forma fantasmal. De fondo, sonaba suavemente el segundo movimiento del concierto para piano y orquesta «Elvira Madigan». Hilos de luz cian jugueteaban al ritmo de la música en las paredes de la sala en penumbra. Leia cerró los ojos lentamente, relajó sus músculos, y se dejó llevar por la magia del momento durante un par de minutos.

—Una hermosa pieza, ¿quién la compuso? —dijo finalmente la princesa, sin abrir los ojos.

—Wolfgang Amadeus Mozart, un músico de mi planeta —respondió Kirk con voz queda.

—Transmite mucha paz, al igual que este lugar. Gracias por traerme. Lo necesitaba.

—Todos necesitamos de vez en cuando desconectar del ambiente agobiante que nos rodea —asintió el capitán—. No podemos estar siempre en perpetua tensión… ni siquiera una líder de la Alianza Rebelde, como usted. La carga que soporta sobre sus hombros es muy grande. Aproveche este viaje para olvidarse del Imperio y la guerra. Deje a un lado ese fardo de problemas que acarrea, descanse, relájese y coja aire. El fardo no se va a mover de donde lo haya dejado, y cuando vuelva a recogerlo, lo hará con fuerzas renovadas.

—Tiene razón, Jim —dijo Leia, sin cambiar su expresión sosegada—. Cuando salgamos del hiperespacio los problemas seguirán estando allí afuera, acechándome. Lo único que consigo con mis preocupaciones es menguar mis fuerzas para la lucha —la joven princesa suspiró—. Pero es tan difícil liberar la mente de aquello que la obsesiona.

—Por eso yo vengo a veces aquí. Normalmente el paisaje es diferente, en lugar de un túnel de luz se ve una lluvia de estrellas. Si uno se relaja lo suficiente, casi puede sentir como la energía de todos esos soles penetra por sus poros y le revitaliza, como las gotas de un repentino aguacero en un caluroso día de verano.

—Conozco la sensación. Cuando era pequeña, mis padres organizaban excursiones al campo. Se lo puede imaginar —Leia sonrió—: mi padre, mi madre… y un séquito de doscientas personas entre dignatarios, sus estirados hijos, camareros, cocineros, escoltas… En una de esas excursiones, tendría ocho o nueve años, logré escabullirme con mi amiga Invierno de la vigilancia de nuestros guardaespaldas. Nos dirigimos al bosque y, naturalmente, nos perdimos. Después se puso a llover. ¡Menuda tormenta!, Invierno y yo corrimos entre los árboles, mientras nuestros finos vestidos y emperifollados peinados se empapaban y arruinaban. No me importó mucho, tampoco tuve miedo de los rayos y los truenos, lo único que sentí en aquel momento fue una reparadora sensación de libertad. Ya no era la princesa de Alderaan, sólo una niña salvaje que corría por el bosque…

—¿Y cómo terminó la peripecia? —preguntó Kirk, al ver que Leia no continuaba.

—Nos llevamos una buena reprimenda cuando nos encontraron —dijo la princesa, abriendo los ojos—. Claro que peor lo pasaron nuestros guardaespaldas, se pasaron el resto del verano haciendo guardias en la entrada de palacio.

El capitán arqueó los labios en un gesto pícaro.

—Siempre ha sido una princesa rebelde, ¿verdad?

—Lo llevo en la sangre —asintió Leia, cerrando de nuevo los ojos—, lo llevo en la sangre.

Dos silbidos y un sonido deslizante anunciaron que alguien acababa de entrar en la sala. Las luces se encendieron de golpe y rompieron la atmósfera de encantamiento del lugar. Una voz varonil y chulesca terminó de estropear la escena.

—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí?

La princesa y el capitán doblaron la cabeza y vieron a Han y Chekov en la puerta. Kirk resopló, haciendo una mueca de contrariedad. Seguidamente, ambos se levantaron para recibir a los recién llegados. Por los altavoces se escuchaba el tercer movimiento del «Elvira Madigan».

—Sr. Chekov, ¿en la escuela no le enseñaron que antes de entrar en una habitación es conveniente llamar a la puerta?

—Perdón, capitán —se excusó el joven oficial—, pero creo que he llamado…

—…Y ha abierto la puerta sin esperar el correspondiente permiso.

Chekov se quedó en silencio sin saber que responder.

—¿Acaso tenía algo que ocultar? —intervino Han con retintín—. La sala de observación no es una estancia privada, ¿me equivoco? El muchacho no tenía la obligación de llamar.

Kirk miró de reojo al corelliano y apretó los dientes.

—¿Qué quería, alférez? —dijo retornando la mirada a Chekov.

—El capitán Solo estaba buscando a la princesa, señor —contestó el oficial ruso— El teniente Ferretti nos dijo que la había visto entrar con usted en la sala de observación, y acompañé al capitán hasta aquí.

—Muy amable por su parte, alférez.

—Gracias, señor —respondió Chekov, sin captar el sarcasmo de su capitán.

—Habíamos quedado en desayunar todos juntos, Leia —dijo Han—. Cuando vimos que tardabas fui a tu camarote, pero no contestaba nadie, así que empecé a buscarte por toda la nave.

—¡Es verdad, Han!, lo había olvidado —se disculpó Leia—. No he dormido bien y me he levantado temprano. Estaba nerviosa. En la cafetería me he encontrado con el capitán y hemos desayunado juntos. Tampoco había descansado bien. Me comentó que una buena forma de calmar los nervios era ir a la sala de observación, y ha tenido la deferencia de acompañarme.

—Muy gentil por su parte, capitán —dijo Han, lanzando una mirada envenenada a Kirk.

—Ha sido un placer —respondió éste con malicia, percibiendo el sarcasmo del corelliano.

—Bueno, Leia. Dejemos al capitán tranquilo, seguro que tiene muchas cosas importantes que hacer. Luke y Chewie nos están esperando.

—Acabo de desayunar, no tengo apetito. Luego nos veremos —dijo la princesa.

—De acuerdo. Como quieras —asintió Han, intentando disimular su despecho—. Hasta luego, capitán. Procure no dejar la nave sin gobierno mucho tiempo, no me gustaría chocar contra una supernova o algo parecido.

—Capitán Solo, espere un momento —dijo Kirk, visiblemente molesto—. Sr. Chekov, podría ser tan amable de acompañar a la princesa al laboratorio de botánica. Seguro que su alteza encontrará muy interesante el trabajo de la Dra. Terepka con las orquídeas kelvanas. Enseguida les seguiré. El capitán Solo y yo tenemos que tratar un asunto… en privado. No tardaremos mucho.

—Sí, señor. Alteza…

Leia observó de forma suspicaz a los dos capitanes y se acercó lentamente a Chekov. Éste hizo un gesto galante con el brazo, invitándola a que fuera con él. Cuando la princesa estuvo a su altura, no pudo evitar hacer uno de sus desatinados comentarios.

—Mozart, ¿verdad? —susurró—. Espere a escuchar a Tchaikovsky, el mejor compositor de la historia. La «Obertura 1912»: una orquesta y veinte cañones. Fabulosa.

—Sr. Chekov, es la «Obertura 1812» —le rectificó Kirk con resignación.

—¡Ah!... es cierto, capitán —balbuceó el alférez ruso avergonzado.

Los dos jóvenes abandonaron la sala, y Han y Kirk se quedaron solos.

—Computadora, interrumpa la música —ordenó el capitán.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Han impaciente.

—Seré franco, Solo. No le soporto.

—El sentimiento es mutuo… Kirk —respondió el corelliano, con su habitual desvergüenza.

—Desde que lo conozco, lo único que ha hecho es protestar y poner en entredicho mi labor al mando de esta nave. Además, hace gala de una cargante hostilidad hacia mi persona que no puedo tolerar —expuso el capitán del Enterprise con irritación—. A partir de ahora, le exijo que me guarde el debido respeto mientras se encuentre en mi nave y entre mi tripulación. ¿Está claro?

Han sonrió sardónicamente y le respondió con cuidada parsimonia, señalándole insolentemente con el dedo.

—Escuche… capitán. Yo no estoy bajo sus órdenes, no tengo por qué soportar sus ridículas regañinas, como el bueno de Chekov. Me comportaré como me dé la gana, entiende, le guste o no.

—Estoy intentando ser lo más cordial posible con usted, pero por lo visto carece de los más elementales modales. Si se obstina en mantener su actitud, tendré que recurrir a otro tipo de medidas para bajarle esos humos que se gasta —dijo Kirk con tono desafiante.

—¿Me está amenazando? —replicó Han, dando unos pasos hacia delante y encarándose bravuconamente con el capitán— ¿Qué va a hacerme? ¿Arrestarme?, ¿confinarme en mi cabina?, ¿teletransportarme fuera de la nave?...

—No —le interrumpió Kirk sin pestañear—. Resolveremos nuestras diferencias de una vez por todas. De forma… civilizada.

—¿Me está proponiendo lo que creo que me está proponiendo?

El capitán meneó la cabeza afirmativamente.

—Váyase y desayune. Le espero dentro de una hora en el gimnasio del Enterprise… si tiene tantas agallas como palabrería, por supuesto —dijo con tono provocador.

Allí estaré, y veremos quién le baja los humos a quién, capitán Kirk —respondió el corelliano con fanfarronería.


El capitán del USS Enterprise y el del Halcón Milenario se encontraban sobre el cuadrilátero del gimnasio, vigilándose mutuamente. En la sala no había nadie más, y las puertas automáticas estaban cerradas. No querían que nadie los molestara. Los dos estaban desnudos de cintura para arriba. Cada uno había dejado la ropa que se había quitado en una esquina del cuadrilátero. Llevaban puesto un protector para la cabeza y guantes de boxeo. El equipo de Kirk era de color rojo y el de Han azul. Ambos eran propiedad de la Flota Estelar, como indicaban los logotipos en forma de punta de flecha que llevaban estampados.

—Cuando quiera, empezamos —masculló Kirk, a causa del protector dental que se había colocado.

Han asintió con la cabeza.

Los dos combatientes se pusieron en guardia. Poco a poco, fueron acercándose hasta que estuvieron a una distancia que permitía el intercambio de golpes. El primero en atacar fue Han, que con un derechazo intentó alcanzar el rostro de Kirk. Éste eludió el golpe agachándose, y con un rápido movimiento, incrustó su puño derecho en el estomago del corelliano, que retrocedió unos pasos. Han frunció el ceño y colocó los brazos en posición defensiva. Kirk se aproximó velozmente, e hizo ademán de atacarle otra vez con la derecha, pero con la intención de engañarlo y propinarle un zurdazo. La artimaña no surgió efecto, Han desvió el brazo de Kirk con su derecha, y le dio un puñetazo en la barbilla con su izquierda. El capitán del Enterprise apretó los dientes y dio unos pasos hacia atrás. Han se acercó y trató de buscar la mejilla izquierda del terrestre, encontrándose con el guante derecho de su contrincante sobre la mandíbula. El corelliano perdió de vista su objetivo por el golpe, pero logro clavarle a ciegas el puño izquierdo en las costillas. Kirk se encorvó y reculó un metro para salir del alcance de Han. El capitán del Halcón Milenario dio una zancada al frente, confiado en acabar el combate rápidamente. Kirk alzó la mirada y vio al corelliano peligrosamente cerca, impulsó su brazo derecho hacia arriba con todas sus fuerzas, y le descargó un poderoso gancho en el mentón. Han perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la lona.

—Uno a cero, Solo —dijo el oficial norteamericano, irguiéndose con orgullo. Su voz sonaba extraña por el protector dental.

Han se incorporó enfurruñado mientras Kirk saboreaba con una sonrisita burlona su victoria parcial. Los dos contendientes volvieron a colocarse en guardia y comenzaron el segundo asalto. Esta vez fue Kirk el que inició las hostilidades, con un crochet con la derecha que Han esquivó fácilmente. El capitán del Enterprise volvió a intentarlo con un jab con la izquierda, seguido de un directo con la derecha hacia el estómago del corelliano, pero tampoco logró su objetivo. Han contraatacó con un swing con la derecha, que impactó de lleno en la mejilla de Kirk. El terrestre trastabilló y retrocedió un par de pasos. El capitán del Halcón Milenario permaneció quieto, no quería precipitarse y cometer el error de antes. Los dos oponentes se miraron fijamente unos segundos, esperando que el otro tomara la iniciativa. Finalmente fue Han el que se decidió, abalanzándose sobre Kirk con el puño derecho levantado. El terrestre eludió el ataque con un hábil juego de piernas. El antiguo contrabandista no cejó en su empeño, y probó con un crochet de izquierda que tampoco tuvo ningún efecto. Kirk aprovechó la oportunidad, y hundió su puño izquierdo en las costillas de Han. El corelliano se resintió, pero mantuvo su posición. El oficial de la Flota Estelar decidió castigar con la derecha el otro costado de su contrincante. Han intuyó su movimiento, se deslizó hacia el lado contrario, y con un potente derechazo en la mandíbula, derribó a Kirk, que cayó de morros sobre la lona.

—Empate —sentenció el capitán del Halcón Milenario, tras escupir su protector dental—. Antes me ha pillado por sorpresa, no volverá a ocurrir. Vaya aficionándose al sabor de la colchoneta, capitán.

Kirk se levantó y escupió también su protector dental.

—¿Es que nunca puede cerrar esa bocaza suya? —dijo enfadado—. Estoy cansado de oír su irritante parloteo.

—Pues vaya acostumbrándose —contestó Han, poniéndose de nuevo en guardia.

Los dos capitanes volvieron a enzarzarse en una lluvia de golpes. El estilo de lucha de Kirk era depurado y elegante. En la Academia de la Flota Estelar había practicado judo, lucha libre y, por supuesto, boxeo. Había perfeccionado la técnica durante sus años de servicio, enfrentándose a todo tipo de oponentes, desde espías asesinos de Orión a extraños alienígenas reptilianos. Aunque, sin duda, el más peligroso de todos ellos fue el mismísimo Spock. Han, por el contrario, seguía un estilo anárquico asombrosamente efectivo. Su escuela había sido principalmente la calle desde que tenía uso de razón. Cualquier pelea en la taberna de un perdido puerto espacial se convertía en una clase magistral, y un fulano con ganas de bronca en el mejor profesor.

—No sé por qué le di permiso para que nos acompañara en este viaje —se lamentó Kirk, mientras le castigaba el costado a Han con un crochet de derecha.

—Supongo que querría tener un capitán de verdad a bordo —replicó Han malévolamente, encajándole un gancho de izquierda.

—¡Oh, sí!... Capitán de un cascarón que no vale ni su peso en chatarra.

—Gracias al hiperimpulsor de esa maravilla pudimos escapar de esos destructores imperiales con su tartana espacial.

—Se equivoca. Fue gracias a nuestros transportadores que pudimos librarnos de la nave que nos había atrapado.

—¡Ah, sí, claro! Los mismos transportadores que se niegan a compartir con nosotros.

—¡Ya sabe que no tengo autoridad para hacerlo!

—Excusas, Excusas…

Los dos contendientes continuaron peleando sin descanso, espoleados por su mutua animadversión. Los golpes fueron descargándose uno tras otro, pero ninguno logró hacer caer a ninguno de los dos. Sus torsos brillaban por el sudor, y sus movimientos se hicieron cada vez más lentos y torpes. Finalmente los dos retrocedieron agotados.

—¿No se rinde… usted nunca? —dijo Kirk, con la voz entrecortada por el sofoco.

—Jamás… ¿Y usted? —respondió Han, tratando de encontrar el resuello.

Kirk movió la cabeza en un gesto de negación. Los dos permanecían el uno frente al otro con las piernas flexionadas, el espinazo doblado, y los puños enguantados apoyados sobre sus rodillas temblorosas. Estaban molidos.

—¿Qué le he hecho yo para que me ningunee de la forma en que lo hace? —preguntó el capitán del Enterprise.

—¡Oh, vamos! Como si no lo supiera. No se haga ahora el inocente —dijo Han.

Kirk dibujó en su rostro una mueca de perplejidad.

—Desde que pisé esta nave por primera vez lo único que ha hecho es menospreciarme —continuó el corelliano.

—¿Menospreciarle?

—Sí, empezando por quitarme mi arma durante el teletransporte.

—Le devolví su arma, sino recuerdo mal.

—Pero eso no le disculpa. Me había juzgado y condenado sin ni siquiera conocerme —replicó el antiguo contrabandista con inusitada rapidez—. Además, siempre está comportándose de forma presuntuosa, como si fuera el rey de la galaxia… Y qué me dice de su patético flirteo con Leia…

—¡Yo no he flirteado con Leia! —le interrumpió Kirk tajantemente, poniendo la espalda en posición vertical.

—No me diga —contestó Han incorporándose—. Vi sus intenciones con la princesa desde que le beso la mano en la sala del transportador —el corelliano imitó torpe y burlonamente la voz de Kirk—: «Es un honor, alteza… no se me ocurre mejor embajadora para su causa…» Por no hablar de la escenita de antes en la sala de observación…

—Sólo quería ayudarla a relajarse, no había descansado bien.

—Sí... relajarse. ¿Ahora lo llaman así? —añadió Han de forma mordaz—. Su reputación le precede, capitán. En la nave se oyen muchas historias sobre usted.

—Ahora lo comprendo todo —dijo Kirk con una sonrisa maliciosa—. A usted le importa un bledo mi actitud, lo que le pasa es que está celoso.

—¿Celoso yo? ¿De usted? —replicó Han altanero—. No. Sólo trato de proteger a la princesa de un crápula como usted.

—No trate de disimular. Se muere de celos —afirmó el capitán con rotundidad—. Y no se preocupe por Leia, sabe muy bien cuidarse sola. No necesita la protección de ningún perro guardián.

Han se enfureció y le propinó un tremendo puñetazo en la cara. Inmediatamente, Kirk le respondió con un directo a la mandíbula. Un carraspeo teatral e inesperado impidió que reanudaran su singular combate con mayor ferocidad. En la entrada del gimnasio se encontraban McCoy y Leia. El doctor había sido el autor del exagerado carraspeo que había detenido a los dos hombres. La princesa de Alderaan observaba con una expresión de profunda indignación a la pareja de impulsivos capitanes, ahora paralizados, como dos niños sorprendidos en mitad de una travesura.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó Kirk en voz baja, abochornado por la situación.

—El suficiente —respondió Leia con frialdad.

—No es lo que parece —intervino Han—. El capitán y yo sólo estábamos practicando un poco de lucha cuerpo a cuerpo. ¿Cómo la llamaba?

—Boxeo —aclaró Kirk.

—Eso es: boxeo.

Leia cruzó los brazos y les dirigió una mirada emponzoñada.

—¿Y ese tal boxeo incluye hacer comentarios fuera de lugar sobre mi persona? —insinuó altiva.

—Bueno, entre golpe y golpe la cosa se fue caldeando y…
Han no tuvo tiempo de acabar su frase, ya que un disimulado codazo del capitán le dio a entender que no era buena idea seguir por ahí.

—Si se ha sentido ofendida, le pedimos disculpas. No volverá a ocurrir, alteza —dijo Kirk con el tono más cortés del que era capaz.

—Eso espero —contestó Leia de forma seca—. Por otra parte, si por casualidad a alguno de los dos se le ha metido en la cabeza la absurda idea de que pudiera estar interesada sentimentalmente en alguno de ellos, que no se haga ninguna ilusión. A mí me atraen los hombres maduros, cabales y responsables, como el Dr. McCoy —el oficial médico del Enterprise sonrió de oreja a oreja—, no dos cretinos que se lían a puñetazos como si fueran dos gamorreanos en celo.

Los dos capitanes agacharon la cabeza arrepentidos, se tenían bien merecida la reprimenda. La princesa dio media vuelta y se marchó con paso ligero sin decir nada más, estaba demasiado enfadada. McCoy se acercó a los dos hombres con el semblante serio, y echó una rápida ojeada a sus castigados cuerpos.

—¿Se puede saber a qué diablos estaban jugando? —dijo con tono severo—. ¿No tenían otra cosa mejor que hacer que zurrarse la badana?

—¡Empezó él! —dijeron al unísono Kirk y Han, señalándose mutuamente con el dedo.

—Mírense, parecen dos críos. Debería darles vergüenza, ¡a sus años! —les recriminó McCoy—. Otra vez resuelvan sus diferencias de una manera más civilizada.

—Si es lo que acabamos de hacer —murmuró Han, arqueando las cejas.

—Doctor, ¿por qué ha venido con la princesa al gimnasio? —preguntó Kirk.

—Si mi memoria no me falla, usted y yo teníamos una cita en la enfermería para su revisión médica periódica.

—¡Es verdad!, lo había olvidado.

—Como no apareció —continuó McCoy—, le pregunté a la computadora su situación, y me dijo que estaba aquí. Traté de llamarle por el interfono, pero al parecer el terminal del gimnasio se encuentra inoperativo.

—Yo mismo lo desconecté. No quería que nadie nos molestara —confesó el capitán.

—Mientras me encaminaba hacia aquí para recordarle su cita, me encontré con la princesa, que también andaba buscándolo, y hemos venido juntos —prosiguió el doctor—. No sabíamos que habían montado una fiesta particular.

—¿Es que en esta nave nadie sabe llamar antes de entrar? —se lamentó el capitán.

—¿Y haberme perdido el espectáculo? Tendrían que haberse visto la cara que han puesto cuando nos han visto aparecer —dijo McCoy con socarronería.

Kirk y Han se miraron de reojo con extrañeza, les dio la impresión de que el veterano doctor les estaba tomando el pelo, y no andaban desencaminados.

—Adecéntense un poco y pásense por la enfermería, les haré un examen a los dos. Espero que no se hayan roto nada. No tarden mucho. Es una orden.

McCoy salió del gimnasio mientras Kirk y Han se quitaban los guantes de boxeo y el protector de cabeza.

—Solo, ¿qué le parece si fumamos la pipa de la paz? —dijo el oficial de Iowa con voz tranquila.

—¿Fumar la pipa de la paz?

—Es una expresión de mi planeta. Significa hacer las paces. Somos aliados, no enemigos.

Han apretó los labios pensativo durante unos segundos, y respondió relajado, con una humildad inusual en él.

—Tiene razón —dijo ofreciéndole la mano—. Nuestra actitud es ridícula y estéril.

Los dos hombres firmaron la tregua con un fuerte apretón de manos.

—¡Uf!, ese zurdazo suyo en las costillas casi me atraviesa —comentó Kirk, tocando con los dedos su dolorido costado.

—A mí creo que me baila un diente —masculló Han, moviendo la mandíbula y pasando la lengua por sus premolares.

—Ha sido una buena pelea, ¿verdad? —se vanaglorió el capitán del Enterprise, buscando la adhesión del corelliano.

—Sí, supongo que tendremos que terminarla algún día.

Han y Kirk comenzaron a reír, y sus carcajadas resonaron por todo el gimnasio con contagiosa complicidad.

—Será mejor no hacer esperar al doctor. Si se enfada, puede llegar a ser terrible —dijo Kirk, tratando de aguantar la risa para no castigar más sus magulladas costillas.


El Enterprise perforaba el hiperespacio con toda la potencia de su hiperimpulsor de clase dos. En la pantalla principal del puente de mando, el túnel resultante centelleaba con la apariencia de un grandioso torrente de energía azul. El nuevo botón de la consola de navegación comenzó a parpadear, había llegado el momento que todos estaban esperando.

—Saldremos del hiperespacio en diez segundos —informó Sulu—… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno… cero.

El túnel hiperespacial desapareció bruscamente de la pantalla para dejar paso a un familiar paisaje estrellado, habían vuelto al espacio normal después de setentaiséis horas de trayecto.

—Sr. Sulu, ¿cúal es nuestra posición? —preguntó Kirk.

—La correcta, capitán. Nos encontramos en el sistema Elcano.

—Sr. Chekov, conecte los escudos. No está de más ser precavidos, sobre todo en una galaxia tan peligrosa como ésta.

—Escudos alzados, señor.

—Uhura, ¿detecta alguna transmisión?

—De momento nada, capitán —respondió la oficial africana—. Todo está en silencio.

—Continúe buscando, teniente. Sr. Spock, vea qué puede averiguar sobre este sistema con nuestros sensores de largo alcance.

El primer oficial del Enterprise se inclinó en el visor de la estación científica, y comenzó a explicar lo que en él se le mostraba.

—Como sabíamos, se trata de un sistema con doce planetas. Los cinco interiores tienen un tamaño que oscila entre los cinco mil y los quince mil kilómetros de diámetro, como la mayoría de planetas habitados. Los siete exteriores son gigantes de gas de clases A y B, salvo el más alejado, un planetoide rocoso de poco más de dos mil kilómetros de diámetro. Según los datos del espectrógrafo, el único planeta que puede albergar vida tal y como la conocemos es el tercero: atmósfera de nitrógeno-oxígeno y grandes cantidades de agua. Quizá se trate de un planeta de clase M o N, desde está distancia no puedo especificar más —Spock alzó la cabeza y dirigió su mirada al capitán—. Si alguien está esperándonos en algún lugar de este sistema, tiene que ser allí.

—Pues no nos quedemos aquí parados —dijo Kirk, dando un paso al frente—. Sr. Sulu, rumbo a Elcano III, máxima velocidad de impulso.


Elcano III era un mundo cubierto en su totalidad por un inmenso océano de agua dulce. Los únicos lugares en los que era posible poner un pie eran sus casquetes polares, y los icebergs que de ellos se desprendían. Desde el espacio, parecía una cristalina canica gigante de un intenso verde azulado. Pinceladas de nubes blanquecinas recorrían caprichosas su límpida atmósfera. Dos pequeñas lunas acompañaban al planeta en su periplo sideral, una de ellas ni siquiera tenía forma esférica.

El Enterprise cabalgó entre las fuerzas gravitacionales y fijó una órbita estándar alrededor del incógnito planeta acuático. Sofisticados sensores de todo tipo comenzaron a acariciar con dedos invisibles su glauca superficie marina. Las sensaciones que percibían esos dedos fueron enviadas inmediatamente a la computadora de la astronave terrestre, donde se ordenaron y cuantificaron de forma casi inmediata. Los resultados, un galimatías de números, letras, gráficas y complejas ecuaciones matemáticas, aparecieron en un pequeño visor. Allí, unos ojos vulcanianos interpretaron la críptica información con calmosa curiosidad. Para Spock el lenguaje matemático era la forma más eficiente de comunicación. Los símbolos y signos que para la mayoría de la gente no significaban nada, se transformaban en su prodigiosa mente en un perfecto discurso sobre la naturaleza de las cosas. Spock levantó la mirada del visor y sintetizó los datos de la computadora en una sencilla frase:

—Capitán, lo hemos encontrado.

—Explíquese —dijo Kirk.

—En este planeta hay una estructura similar a la que hayamos en nuestra galaxia, otro transportador espacio-dimensional. Las lecturas coinciden. Se encuentra sumergida.

A todo el personal del puente se le iluminó el rostro. Luke balanceó las plantas de los pies y sonrió con delectación, su corazonada había resultado verdadera.

—Les dije que lo encontrarían —presumió.

—Si no lo veo, no lo creo —dijo Han asombrado.

—¿Alguna transmisión? —preguntó el capitán, doblando el cuello hacia Uhura.

—Nada, señor.

—La parte más elevada del complejo se encuentra a unos cincuenta metros de la superficie marina —continuó Spock—. Aunque el planeta rebosa de formas de vida, no parece que en su interior haya ninguna. Un ligero campo de fuerza rodea toda la estructura, suficiente para impedir el teletransporte. Si queremos introducirnos, deberemos utilizar una lanzadera.

—La Cousteau...

—Sería lo más adecuado en estas circunstancias, capitán —asintió el primer oficial.

—Iré con ustedes —dijo Leia.

—Como desee —contestó Kirk complaciente—. Sr Scott, que preparen la lanzadera. Vamos a hacer un poco de arqueología submarina.


La lanzadera Cousteau era, aparentemente, muy similar al resto de transbordadores que había en el Enterprise; pero tenía una serie de modificaciones que le permitían desenvolverse tanto por el aire y el espacio como por el agua. Su estructura reforzada era capaz de resistir grandes presiones, dos motores de impulso magnético le daban una perfecta maniobrabilidad en el líquido elemento, y un generador de masa aumentaba o disminuía el peso del vehículo para lograr que ascendiera o descendiera. Además, estaba equipado con trajes de buceo y utensilios adaptados a la exploración subacuática. El oceanógrafo francés del siglo XX se hubiera sentido orgulloso de que un ingenio de esas características llevara su apellido. El precio que pagaba por todas estas mejoras era su incapacidad de viajar a velocidades superiores a la luz, ya que carecía de su correspondiente motor de factor espacial.

La lanzadera salió del hangar del Enterprise y se dirigió hacia Elcano III. El Halcón Milenario la siguió de cerca, una vez se hubo despegado del casco de la astronave terrestre. Conforme se iban adentrando en la atmósfera del planeta, el oscuro firmamento fue cambiando de color, hasta convertirse en un hermoso azul celeste.

Las dos naves sobrevolaron durante un rato el inmenso mar alienígena, hasta que llegaron al lugar donde se encontraba el complejo subacuático, muy cerca del ecuador. La Cousteau amerizó sobre sus barquillas inferiores como un antiguo hidroavión. El Halcón Milenario lo hizo de forma vertical. Unos flotadores cilíndricos marrones se inflaron por todo el perímetro inferior del cuerpo circular del carguero, permitiéndole reposar de forma plácida sobre las aguas. Chewbacca pulsó un botón, y un ancla salió disparada hacia el lecho oceánico. Un generador de masa, muy parecido al de la lanzadera Cousteau, alteraba el peso de la misma, y un haz tractor la unía a la nave para que no fuera a la deriva.

Tanto los flotadores como el ancla eran mejoras que Han había hecho para facilitar sus operaciones de contrabando. Fondear resultaba tremendamente útil para descargar y recoger mercancías, lejos de espaciopuertos y miradas curiosas. No todos los agentes de aduanas del Imperio estaban dispuestos a dejarse sobornar. La carga solía transportarse a su destino en pequeñas embarcaciones o aerodeslizadores, que escapaban al control de las autoridades. Los viejos trucos casi nunca fallaban, aunque fueran tan viejos como el propio contrabando.

El Halcón se mecía juguetón sobre las olas, como un viejo galeón pirata. Luke salió al exterior por la escotilla superior, y observó con la boca abierta las aguas que le rodeaban. Cerró los ojos y aspiró profundamente la brisa marina. Chekov, que le había seguido, se colocó a su lado.

—¿De verdad que nunca había visto el mar? —preguntó con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—Crecí en un planeta desértico —contestó el joven rebelde—. La masa de agua más grande que he visto en mi vida es la que cabía en una bañera —sonrió—. Aunque después he viajado a otros mundos, nunca tuve la oportunidad de contemplar un paisaje como este, únicamente vi sus mares desde el espacio.

—¿Y qué le parece?

—Espaciosísimo —dijo Luke, con la mirada perdida en el horizonte—. Había visto imágenes, pero nunca pensé que fuera tan… impresionante.

Por la mente del muchacho pasaron todas las horas de duro trabajo en la granja para conseguir condensar unos pocos litros de agua.

—Qué caprichosa es la galaxia —pensó en voz alta, melancólico—, unos planetas repletos de agua, y otros muertos de sed.

El comunicador de Luke silbó, el joven lo cogió de su cinturón y respondió sin apartar la vista de la superficie oceánica.

—Sí, Han.

—Bueno, niño, ya has visto el mar, ¿contento? —sonó la voz del corelliano—. Será mejor que Chekov y tú volváis a vuestros puestos.

—Enseguida, aguafiestas —dijo Luke con tono guasón

El Halcón había bajado para ofrecer protección y permitir la huída a la lanzadera Cousteau. En el caso de que los imperiales les encontraran, el Enterprise no podía arriesgarse a teletransportarlos y, por consiguiente, bajar sus escudos deflectores. Scott había recibido órdenes de abandonar el sistema inmediatamente si aparecía de improviso uno de sus gigantescos destructores estelares. Sería el Halcón el que remolcaría la lanzadera en un rayo tractor y saltaría al hiperespacio, si lograba sortear a las naves que les lanzaran, claro. Para ello, Han y Chewbacca necesitaban a dos buenos tiradores en los cañones láser: Luke y Chekov.

En la minúscula cabina de la nave contrabandista se escuchó por los altavoces la voz de Kirk.

—¿Están ustedes preparados?

—Sí, capitán —respondió Han—. Pueden iniciar la inmersión, no se preocupen. Si asoma la nariz por aquí alguna escuadra de cazas imperiales, daremos buena cuenta de ellos. ¿Llevan bien fija la señal del haz tractor?

—Sí.

—Pues disfruten de su viaje a las profundidades… y tengan cuidado.

—No se apure, lo tendremos.

—¡Gruuuaagghh! —rugió Chewbacca, deseándoles suerte.

La Cousteau comenzó a sumergirse, en su interior se encontraban el capitán Kirk, Leia, Spock, Sulu, McCoy, R2 y 3PO. También les acompañaba el teniente Owens, un especialista en exobiología submarina. El singular vehículo buceó hacia la estructura alienígena. Sulu pilotaba la lanzadera mientras Owens, situado a su derecha, observaba con evidente excitación lo que se mostraba a través de las tres ventanillas frontales. Conforme el sumergible ganaba profundidad, la luz del sol iba perdiendo intensidad. Bancos de exóticos pececillos de colores se apartaban de su camino con la disciplina de un pequeño batallón de soldaditos. Una especie de delfín cruzó fugaz como un rayo por delante de la lanzadera. Owens se alzó de su asiento y se arrimó a la ventanilla para ver como se alejaba rápidamente por estribor, sus ojos centelleaban con impetuosa ilusión. Llevaba dos años sirviendo en el Enterprise y, hasta ahora, no había tenido la ocasión de explorar un planeta acuático.

El complejo alienígena pronto comenzó a verse con claridad. Su diseño era muy sencillo: formas puras, como su homólogo en la lejana Vía Láctea. Una cúpula semiesférica, suave como una burbuja, descansaba sobre una pirámide truncada de paredes lisas y aristas perfectas. Su exterior era de color blanco, pero el agua le daba un tono que variaba entre el azul turquesa claro de la zona más cercana a la superficie, al ultramar de su base, cercada por lo que parecía un bosque de coral, a unos doscientos metros de profundidad.

Sulu aumentó un poco la velocidad del sumergible y se acercó con cuidado a la cúpula, espantando con su presencia a un curioso pez con forma de disco y dos aletas caudales.

—Parece una nave de la Federación —comentó el piloto, sorprendido.

—La tecnología siempre imita a la naturaleza, Sr. Sulu —sentenció Spock, observando con curiosidad como se escabullía entre las aguas la asustada criatura.

—Esa estructura tiene que tener alguna entrada en algún lugar —dijo Leia, entornando los ojos intrigada.

La Cousteau prosiguió su descenso, rodeando lentamente la pirámide truncada. Sus trapezoidales muros inclinados no mostraban ningún desperfecto, erosión o mácula. Aunque eran muy antiguos, daban la impresión de estar recién construidos.

—El tenue campo de fuerza que envuelve la estructura la ha debido de preservar durante siglos —intervino Owens—. Si no fuera así, su superficie hubiera sido invadida por algas, corales y otro tipo de organismos marinos.

—Buena observación, Sr. Owens —le felicitó Spock.

—¡Miren! —dijo Sulu, señalando hacia el exterior—. Es el extraño delfín que vimos antes. Se dirige hacia nosotros.

—Es verdad —asintió la princesa—, debe de sentir curiosidad por la nave.

La criatura se detuvo a unos seis metros de la lanzadera, y el piloto de San Francisco tuvo que frenar para no envestirla. De esta forma, la tripulación pudo examinarla con detenimiento. Mediría alrededor de dos metros y medio. Era de color verde esmeralda, pero el dorso estaba moteado de rojo anaranjado. Su apariencia recordaba la de los pequeños cetáceos de la Tierra, pero con algunas peculiaridades. Su piel tenía una textura lisa y suave, y disponía de cuatro aletas: dos pectorales, una dorsal y una caudal. La caudal estaba dispuesta verticalmente, como la de los peces. La cabeza era similar a la de un delfín común, con un hocico redondeado y alargado, y dos ojos brillantes. Ésta, estaba unida al resto del cuerpo por un cuello estrecho, dándole un aspecto algo diferente al de sus remotos parientes de la Tierra.

El despreocupado animal hizo unas piruetas delante de ellos, como si quisiera darles la bienvenida. Sulu respondió haciendo parpadear los faros del sumergible.

—Parece simpático —dijo con una gran sonrisa.

El delfín alienígena dio varias vueltas a la lanzadera y, finalmente, se marchó por el mismo sitio por el que había venido. El teniente Owens suspiró desconsolado cuando se perdió en la distancia. Kirk notó su frustración y le dirigió unas palabras.

—Sé que lo que más desearía es explorar las maravillas que esconde este océano —dijo con voz comprensiva—, pero nuestra prioridad es volver a casa, y la única manera de lograrlo se esconde en el interior de esa construcción. Hemos de encontrar una entrada.

Owens captó la orden indirecta de su capitán, y buscó con los sensores de la nave alguna lectura que indicara la existencia de esa entrada.

La lanzadera continuó su viaje al fondo del mar en una ruta en espiral alrededor de la geométrica estructura. Los sensores no fueron capaces de hallar nada: ninguna juntura, ningún dispositivo de apertura, ninguna irregularidad en la superficie, ninguna lectura extraña… nada.

La Cousteau acabó tocando fondo a los pies de la construcción. Un bosque de gigantescos corales negros se extendía imponente por toda la llanura submarina. La tenue luz que llegaba de la superficie le daba un aspecto irreal. Entre la espesura y la estructura había un pasillo despejado de, aproximadamente, veinte metros. Era como si los corales tuviesen miedo de acercarse a ella. La lanzadera aprovecho ese hueco para posarse.

—Sr. Sulu, informe de la situación —solicitó el capitán nada más detenerse.

—Todo en orden, señor. Profundidad: doscientos doce metros. Presión relativa: dos mil ciento veinte kilopascales. Temperatura del agua: doce grados centígrados.

Kirk abrió su comunicador y se puso en contacto con el Halcón Milenario y el Enterprise para transmitir esos datos. McCoy se levantó de su asiento, se acercó a las ventanillas delanteras y miró hacia arriba, tratando de buscar la lejana superficie. El paisaje que se podía ver desde el interior del vehículo era fantasmagórico. Un espeso velo ultramar lo envolvía todo. Las formas se difuminaban rápidamente en la distancia, bastaban pocos metros para que se perdiera casi cualquier atisbo de aquello que se tuviera delante.

—Este lugar me pone los pelos de punta —comentó disimuladamente el veterano oficial médico—. A saber lo que se esconde entre las sombras.

—No se preocupe, doctor. Nuestro Nautilus está a salvo. Los sensores indican que no hay ningún calamar gigante escondido en la espesura —bromeó el teniente Owens.

—Disculpen mi intromisión —dijo 3PO con tono miedoso tras escucharlos—, pero… ¿qué se supone que podemos hacer aquí? ¿No sería más sensato volver a la superficie y esperar? Seguro que podríamos hallar una solución a nuestros problemas sin necesidad de estar sumergidos a tanta profundidad. Está demostrado que…

—Lo que vamos a hacer ahora es salir a investigar —le interrumpió Kirk con autoridad—. Seguro que averiguaremos más que quedándonos aquí sentados sin hacer nada. Sr. Owens, prepare el equipo y los trajes de buceo.

—¡A la orden! —respondió un entusiasmado oficial.


La lanzadera Cousteau se alzó un par de metros del fondo oceánico. De la parte posterior de su vientre, fueron saliendo poco a poco cuatro figuras embutidas en unos gruesos trajes especiales. Se trataba del capitán Kirk, la princesa Leia, Spock y el teniente Owens. El resto de tripulantes del sumergible se quedaron en su interior. La escotilla circular se cerró automáticamente tras la salida del último de los exploradores. Los sofisticados trajes que llevaban eran de color plateado. Estaban confeccionados con una ligera, pero rígida, aleación de aluminio que podía resistir una presión de cinco mil kilopascales. Unos servomotores permitían que sus ocupantes se pudieran mover con relativa facilidad. La presión interior estaba controlada, no hacía falta recurrir a densas mezclas de aire para poder respirar. Un pequeño impulsor situado en la espalda permitía desenvolverse en el agua con libertad. También estaban dotados de un eficaz sistema de calefacción. Funcionaban como un pequeño submarino articulado, y tenían una autonomía de cinco horas. Este tipo de trajes eran utilizados de manera habitual en la minería submarina.

El pequeño grupo se empezó a mover, a cada paso, una nubecilla de polvo se creaba a sus pies. Hileras de burbujitas de dióxido de carbono ascendían vivarachas tras escapar de su prisión presurizada.
Desde el exterior, la construcción parecía aún más grande de lo que en realidad era. La altura total era de ciento cincuentaiséis metros, midiendo cada lado de su base doscientos ocho metros. Sus dimensiones eran un poco mayores que las de la gran pirámide de Keops. Los cuatro exploradores buscaron la cumbre de la montaña artificial con la mirada. Los haces de las linternas que llevaban incorporadas en la parte superior de la escafandra dibujaron óvalos de luz sobre la pulida superficie de los muros. Estos óvalos, fueron atenuándose conforme se deslizaban hacia arriba por el plano inclinado, hasta que finalmente desaparecieron. En lo alto, los lejanos bancos de peces semejaban bandadas de pajarracos. Sus siluetas oscuras planeaban amenazadoramente sobre ellos, como recién salidas de un relato de Edgar Allan Poe.

Spock se dirigió a la construcción con un tricorder acuático, adaptado para resistir grandes presiones y ser manipulado a través de unos gruesos guantes.

—El campo de fuerza cubre como si se tratara de una segunda piel toda la estructura —dijo el vulcaniano con su natural compostura—. El propio material cerámico de la pared lo distribuye de manera uniforme. Funciona de manera parecida a un campo eléctrico de pocos voltios, lo justo para evitar que se adhieran organismos, como había advertido el teniente Owens —Spock acercó su mano a la superficie sin miedo—. El aislamiento del traje es más que suficiente para evitar sus efectos.

—Como una cerca electrificada impide que las vacas se escapen del redil —comentó Kirk de forma campechana—. Inofensiva, pero efectiva. ¿Podríamos inutilizar ese campo de alguna forma para poder teletransportarnos al interior?

—Yo no me arriesgaría. No sabemos cómo podría reaccionar el complejo a un intento de desbaratar sus defensas automatizadas, por muy inofensivas que nos puedan parecer. Ya conocemos las fuerzas que es capaz de desencadenar. Tiene que haber alguna forma de acceder al interior sin necesidad de recurrir a métodos agresivos.

—¿Por qué no probamos con «ábrete sésamo»? —intervino McCoy a través del comunicador.

—No podía aguantarse el comentario, ¿verdad, doctor? —le regañó el capitán, sonriendo condescendientemente.

—¿Qué quiere decir con eso de «ábrete sésamo»? —preguntó Leia.

—Nada, alteza —contestó Spock—. Sólo es una antigua cita literaria terrestre, utilizada en la situación en la que nos encontramos con una más que discutible intención humorística.
—¡Ah, claro! —dijo Leia, poniendo cara de sorpresa—. Se trataba de una broma.

—Spock no tiene sentido del humor —resonó la voz de McCoy por dentro de las escafandras.

—Por supuesto que no —recalcó el vulcaniano, haciendo un leve gesto de suficiencia.

—¿Alguna idea, doctor? —dijo Kirk—. En el complejo de nuestra galaxia consiguió abrir una salida tocando algo.

—Puse la mano en una figura de color violeta… creo. Pero aquí no parece haber nada semejante, todo es blanco, no hay ni manchas, ni dibujos… ni nada.

—Entonces, si es necesario, palparemos toda le superficie de la estructura hasta que accionemos algo —propuso el capitán enérgicamente—. Sr. Sulu, pruebe también a enviar combinaciones de señales en diferentes frecuencias desde la lanzadera, puede que alguna de ellas sirva para abrir una entrada. No creo que los constructores de esto se molestaran en salir de sus vehículos para abrir o cerrar la puerta cada vez que vinieran.

—A la orden, señor —respondió el oficial de navegación—. Pero habrá millones de combinaciones diferentes, podríamos tardar meses… incluso años.

—Esperemos que nuestra racha de suerte continúe, teniente.

Sulu puso en marcha un programa aleatorio de búsqueda con pocas expectativas de éxito.

—¡Capitán! —vibró súbitamente la voz de Owens a través de los intercomunicadores—. Detecto múltiples señales de movimiento en dirección a nosotros.

Todos empuñaron instintivamente sus fásers acuáticos.

—¿De dónde vienen? —preguntó Kirk con preocupación.

—De todas partes —dijo Owens—. Por las lecturas debe de tratarse de criaturas parecidas a la que vimos antes. En total sumo veintitrés, ¡están muy cerca!

Del frondoso bosque de coral comenzaron a surgir de forma veloz un grupo de dichos animales. Los cuatro exploradores, enfundados en sus trajes plateados, recularon hasta colocarse a pocos centímetros del muro de la estructura. Los focos de las escafandras y la Cousteau iluminaron a los recién llegados, que se quedaron quietos, observando con sus ojillos redondos y chispeantes a los sorprendidos visitantes de la superficie.

—No parece que tengan una intención hostil —dijo Spock, tras unos silenciosos instantes de incertidumbre—. Es más, por su forma de comportarse puede que se trate de criaturas inteligentes.

—¿Cree que son los alienígenas que nos han metido en todo este embrollo? —preguntó el capitán, bajando lentamente el brazo con el que aguantaba su fáser.

—No, pero enseguida saldremos de dudas: voy a intentar comunicarme con ellos.

—¿Y cómo va a hacerlo? —intervino Leia con curiosidad.

—Mediante la técnica de fusión mental, como hice con el comandante Skywalker.

—Vaya con precaución, Spock —dijo McCoy—. No siempre todo es lo que parece.

El vulcaniano no respondió al doctor, se limitó a dejar su fáser en el suelo de forma cuidadosa. Acto seguido, se dirigió hacia el misterioso grupo con paso pausado, tratando de no sobresaltarlo con un movimiento brusco. Conforme se iba acercando, Spock se fue fijando en los diferentes individuos. Poseían gran variedad de colores: rosa intenso salpicado de verde pistacho, rojo escarlata con franjas violetas, amarillo limón con lunares malvas, marrón chocolate con motas azabache, naranja brillante jaspeado de púrpura y morado… no había dos iguales. Sus tamaños oscilaban entre los dos metros y medio de los ejemplares más grandes, hasta el metro y medio de los más pequeños, Spock pensó que estos últimos podrían ser individuos jóvenes, tal vez crías. Un majestuoso ejemplar de color hueso y manchas gris perla se abrió paso entre sus congéneres hacia el vulcaniano. El profundo respeto que parecía mostrarle el resto del grupo indicaba que podría tratarse de una especie de líder. Su piel pálida y grisácea, sus movimientos elegantes y calmosos, y su mirada dulce y bondadosa, evocaban la imagen de un sabio y venerable anciano de cabellos blancos.

El primer oficial del Enterprise se colocó junto a él y alzó su mano izquierda lentamente, no quería que interpretara su gesto como agresivo. El acuático alienígena lo comprendió, y no reaccionó con desconfianza. La mano enguantada de Spock buscó la sien de la pacífica criatura para intentar una fusión mental, y ella accedió sin miedo.

Durante un minuto, los dos seres mantuvieron una comunicación íntima ante la atenta mirada de sus respectivos compañeros. Ambos intercambiaron información sobre quiénes eran, de dónde venían, y cuáles eran sus intenciones.

La fusión mental llegó a su fin sin más complicaciones, y Spock dio media vuelta satisfecho. La criatura hizo lo mismo y se mezcló con los suyos.

—¿Y bien, Spock? —preguntó Kirk impaciente—. No nos deje en ascuas. ¿Qué ha conseguido averiguar?

El vulcaniano esperó a llegar a la altura de sus compañeros para responder con su acostumbrada tranquilidad.

—Les presento al pueblo de los muotabes. Me he comunicado con su matriarca, Saisa.

—¿Fueron ellos los artífices de todo esto… los que nos guiaron hasta aquí? —continuó el capitán ansioso.

—No, no fueron ellos. Los muotabes son muy inteligentes, tienen una ordenación social avanzada, y poseen un lenguaje muy complejo a base de ultrasonidos, pero carecen de la tecnología necesaria para construir esto o viajar a otras galaxias. Su fisonomía y el medio en el que habitan no permiten ese tipo de desarrollo. No obstante, su cultura es muy rica. Transmiten sus tradiciones de padres a hijos. Los miembros de la comunidad de más edad son muy apreciados y respetados, Saisa es la más anciana de su clan.

—¿Le ha dado alguna información sobre los constructores de esta estructura? —preguntó McCoy por el comunicador.

—Sus orígenes se remontan a muchas generaciones. Un día llegaron unas criaturas del mundo de la nada (que es como ellos denominan a la atmósfera), seres con cuatro tentáculos que viajaban dentro de grandes caracolas volantes: seres como nosotros. Modelaron el arrecife hueco y dispusieron a su alrededor aguijones invisibles para que ninguna criatura se asentara en su superficie. Durante más de veinte mil ciclos lunares, fueron viniendo periódicamente visitantes en sus caracolas, hasta que un día dejaron de hacerlo, de eso hace otros veinte mil ciclos, en ese tiempo nadie volvió, nadie hasta hoy.

—¿Tuvieron contacto con ellos? —preguntó Owens maravillado.

—Hace mucho tiempo de eso, teniente. Sus relaciones están envueltas en la leyenda. Parece ser que se comunicaban por medio de la telepatía. Los muotabes se refieren a ellos como los contadores de historias.

—¿Contadores de historias? —dijo Leia con extrañeza.

—Sí, alteza —prosiguió Spock—. Los muotabes apreciaban a esas gentes porque les relataban historias de mundos lejanos. Ellos, a su vez, les narraban las suyas.

—¿Saben cómo entraban esas gentes en el complejo? —preguntó Kirk.

—Saben que la estructura emergía a la superficie para luego volverse a sumergir, lamentablemente, parece que desconocen cómo. La última vez que ocurrió fue hace más de dos mil años estándar, ninguno de ellos estaba presente.

—No se les puede reprochar que no recuerden ese detalle —comentó McCoy desde la lanzadera.

—Hablando de detalles, acabo de caer en la cuenta de uno que se me había pasado por alto —barruntó Spock.

—Eso no es propio de usted —dijo el capitán—, ¿qué detalle?

—Los muotabes describen la construcción como un arrecife de coral repleto de color, pero la realidad dista mucho de esa imagen. Supongo que, con el paso de los siglos, esos colores se fueron perdiendo por alguna razón.

—Quizá no, Sr. Spock —intervino Owens de forma brusca.

—Explíquese —dijo Kirk, mostrando un gesto de interés.

—Hemos partido de la base de que toda esta estructura es de un blanco uniforme, pero no tiene por qué ser necesariamente así —el joven oficial hizo una breve pausa para ordenarse las ideas—. No todos los seres vivos percibimos de igual manera el mundo que nos rodea. Lo que nosotros llamamos color sólo es la parte del espectro electromagnético que nuestros ojos pueden percibir, pero existen criaturas cuyo espectro visible es diferente.

—Es cierto —añadió Spock—. Por ejemplo, los masbondas de Regulus V sólo perciben las radiaciones infrarrojas, y los fargalones de Alfa Centauri son capaces de captar los rayos X.

—He estudiado animales marinos que podían ver más allá del ultravioleta. Creo que los muotabes, como presumiblemente los constructores de todo esto, también son capaces. Los colores están ahí —afirmó Owens, señalando con el dedo la estructura sumergida—, sólo que no podemos verlos con nuestros limitados ojos.

—Sr. Sulu, ¿podría pasar por un filtro ultravioleta las imágenes que capta con las cámaras de la lanzadera? —sugirió Spock con voz firme.

—Ya lo estaba haciendo, señor —respondió diligente el piloto desde el sumergible—. ¡Está todo lleno de luces de colores! —exclamó asombrado un instante después—. Parece un árbol de navidad.

—Teniente Owens, se merece una condecoración —dijo el capitán, con una amplia sonrisa en sus labios—. Doctor, ¿reconoce alguna forma similar a la que tocó en la estructura de nuestra galaxia?

McCoy se pegó a uno de los monitores de la lanzadera y buscó entre la maraña de luces fosforescentes alguna figura familiar.

—Creo que la he encontrado —informó el veterano galeno, poniendo el dedo sobre la pantalla—. Está nueve metros a la izquierda de donde se encuentran, a unos diez metros de altura.

—Pues allá voy —dijo Kirk, poniendo en marcha el impulsor de su traje.

El capitán del Enterprise se elevó suavemente ante la atenta mirada de sus compañeros y los muotabes. Una pareja de estas pacíficas criaturas se animó a seguirlo, haciendo unas piruetas sincronizadas.

—¿Estoy cerca, doctor?

—Un poco más a la izquierda.

Kirk se deslizó hacia el lado correspondiente hasta que creyó estar a la altura.

—¿Y bien? —preguntó.

—Lo tiene justo enfrente, sólo tiene que alargar la mano y tocar la pared —le contestó el oficial médico.

«Ahora o nunca», pensó el capitán, tragando saliva y alargando el brazo derecho hacia la superficie de la construcción.

La mano enguantada atravesó el ligero campo de fuerza y se colocó con precisión en el lugar indicado. Durante poco más de medio minuto, todos aguardaron en silencio, expectantes, pero no sucedió absolutamente nada.

—Bones, creo que no funciona —dijo desengañado Kirk, sin separar la palma de la mano de la pared.

—¿Y qué esperaba, Jim? Soy médico, no cerrajero —protestó McCoy.

—Pruebe a arrastrar la mano por la superficie —propuso Leia, mientras ascendía decidida hasta la altura del capitán.

—Buena idea —contestó el de Iowa, poniéndose a hacerlo sin más.

Un par de segundos bastaron para que la imponente estructura comenzara a moverse lentamente.

—¡Eureka! —exclamó Kirk, ante la alegría y la sorpresa de todos.

Spock y Owens pusieron en funcionamiento los impulsores de sus trajes y se colocaron a una distancia prudencial del complejo alienígena, junto a los muotabes. Kirk y Leia hicieron lo mismo, seguidos por la pareja de criaturas nativas que, espoleada por la curiosidad, había acompañado al capitán.

En la superficie marina, dentro de la cabina del Halcón Milenario, Han y Chewbacca fueron advertidos por los sensores de la nave de que algo estaba ocurriendo en las profundidades.

—Aquí Solo, ¿qué rayos está pasando allá abajo?

—Todo va bien —respondió Sulu desde la Cousteau—. Prepárense para ver un gran espectáculo. El complejo alienígena va a emerger justo delante de ustedes.

La cúpula superior fue la primera en asomar la cabeza y respirar la impoluta atmósfera de Elcano III. Una película de agua resbalaba por sus bordes, y el cálido sol ecuatorial hacía que brillara como una gigantesca perla flotante. La semiesfera dio paso al cuerpo principal de la estructura. El agua cayó en forma de catarata por sus inclinados muros, y golpeó con fuerza la superficie marina, formando una fugaz capa de espuma blanca. Las olas resultantes zarandearon el Halcón con viveza.

—¡Graaaooogh! —gruñó Chewbacca sobresaltado.

La monumental construcción emergió por completo y se quedó flotando en el aire, a unos diez metros por encima del mar. En uno de los lados se abrió un portón en forma de rectángulo, en su interior había una especie de hangar.

—¡Guauuu! —aulló Luke por el intercomunicador— ¡¿Habéis visto eso?!

—Generadores de antigravedad —dijo Han, sin darle mayor importancia a lo que acababa de ocurrir—. Tampoco es nada del otro mundo. Chewie, recoge el ancla, vamos a entrar ahí dentro. No quiero ser el último en llegar.

—¡Waaaaarff! —asintió su peludo copiloto.


Cuando la lanzadera Cousteau arribó al hangar, el Halcón Milenario ya hacía varios minutos que había atracado. El capitán y patrón del vetusto carguero se encontraba esperándola con los brazos cruzados y una teatral mueca de aburrimiento.

—Han tardado —dijo con un burlesco tono de reproche cuando vio desembarcar a sus ocupantes.

—Pruebe a quitarse uno de nuestros trajes de buceo y veremos quién tarda más —se excusó Kirk, siguiéndole el juego—. Además, teníamos que despedirnos de los muotabes.

Han esbozó media sonrisa y se unió al grupo. Luke, Chekov y Chewbacca aparecieron por detrás del Halcón e hicieron lo propio.

—¿Han averiguado algo en el tiempo que llevan aquí? —preguntó el capitán.

—Como puede observar, la decoración es muy parecida a la del hangar del complejo de nuestra galaxia —informó Chekov, con un tricorder en sus manos—. Hemos dado una vuelta por todo el perímetro, pero no hemos encontrado nada especial, la sala está vacía.

—¿Han tocado alguna de las pinturas de las paredes?

—No, señor. Les hemos esperado a ustedes.

Luke permanecía en silencio, absorto, como si estuviera en otro mundo. Leia se acercó a él y puso la mano sobre su hombro con ternura.

—¿Te pasa algo, Luke? Te noto ausente.

—Siento algo familiar en este lugar —respondió, con la mirada extraviada y un tono de voz enigmático—. Al principio creí que eran imaginaciones mías, pero cada vez lo noto con mayor claridad.

Todos le observaron extrañados. Spock dedujo que, seguramente, su actitud tenía relación con ese campo de energía mística conocido como Fuerza del que le había hablado.

—¿Qué es exactamente lo que sientes? —preguntó Leia, acostumbrada a las intuiciones del joven piloto de Tatooine.

—Es como si ya hubiese estado aquí, como si una parte de mí perteneciera a este lugar… Síganme —dijo Luke, dirigiéndose hacia uno de los muros que delimitaban el hangar.

—No tenemos nada que perder —opinó McCoy, encogiéndose de hombros—. Sus corazonadas ya nos han ayudado en este viaje.

El grupo caminó unos cincuenta metros hasta que llegó a la pared, que estaba inclinada cuarenta y cinco grados. Luke se paró en un símbolo rojo fuego con forma de espiral.

—Antes, cuando hemos pasado por aquí, alguna cosa me ha empujado a tocarlo, pero no me he atrevido a hacerlo.

—¿La voz de su antiguo maestro? —preguntó Spock con curiosidad.

—No… era más bien un eco lejano, un eco formado por mil voces diferentes… Este lugar está cargado de energía, no sé cómo explicarlo…

Sin decir nada más, el joven rebelde colocó su mano sobre el centro de la espiral, y la deslizó siguiendo su dibujo hasta su extremo. Una música dulce resonó por todo el hangar, y una espiral luminosa se fue formando a sus pies, hasta que rodeó a los doce exploradores. Acto seguido, esa parte del suelo se levantó, alzándolos para sobresalto de algunos.

—¡Oh, cielos! —chilló 3PO, tratando de mantener el equilibrio, Chewbacca lo cogió de los hombros para que no se cayera.

—¡Waaa-bip-bip-doop! —le silbó burlón R2 a su dorado compañero.

—Creo que acaba de conectar el ascensor —dijo McCoy.

—Eso parece, doctor —contestó Luke.

Un disco, fino como una lámina de caramelo, los elevó hacia el techo en una trayectoria diagonal, allí se abrió un agujero, que engulló la curiosa plataforma con sus sorprendidos ocupantes. Al otro lado les esperaba la sala de la cúpula, tan espectacular como su homóloga de la Vía Láctea, pero diferente. La semiesfera que los cubría era translúcida, y las figuras que en ella aparecían representadas eran como vidrieras medievales, salvo que de un gran naturalismo y sin armazones de plomo. Era una diáfana pintura de luces de colores que le daba a toda la estancia un aspecto sagrado. Como custodio de la paz de ese hipotético templo, un batallón de estatuas permanecía en formación a lo largo de todo el perímetro. En el centro, una pequeña estructura con columnas servía como sanctasanctórum.

—¡Es lo más fantástico que he visto en mi vida! —exclamó Luke, una vez la plataforma se hubo detenido.

—¡Aaauuuuwrk! —aulló Chewbacca admirado.

—Bueno —suspiró Kirk—, mientras no aparezca quien se suponga que nos haya citado aquí, será mejor que echemos un vistazo. Veamos qué podemos averiguar sobre el funcionamiento de todo esto.

Leia y Spock fueron hacia el templete central acompañados por 3PO, tenían la esperanza de que el modoso androide fuera capaz de interpretar los símbolos que pudieran aparecer. El resto de exploradores se distribuyó por toda la sala. El capitán abrió su comunicador y se puso en contacto con el Enterprise.

—Enterprise, aquí Kirk. Hemos accedido a la cámara principal, nos disponemos a investigar.

—¿Se ha presentado alguien… o algo? —preguntó Scott con interés.

—De momento, no, y esta situación me parece cada vez más intrigante. Es como si fuéramos los peones de un inquietante juego intergaláctico.

—Le comprendo perfectamente, capitán.

—Si ocurre cualquier incidencia ya le informaremos. Kirk fuera.

Luke, Sulu, Chekov y Chewbacca se encaminaron hacia las esculturas del perímetro. La variedad de formas y estilos era evidente, no hacía falta ser un experto en arte para darse cuenta de que habían sido creadas por civilizaciones de todos los rincones de la galaxia.

Una imponente talla en madera de un guerrero wookiee les dio la bienvenida. Los mechones y bucles de su pelaje habían sido tratados con tal virtuosismo que parecía que, de un momento a otro, fuera a saltar de su pedestal y unirse a ellos. Chewbacca la miró callado, con un brillo de nostalgia en sus ojos. Su silencio fue más elocuente que su extraño lenguaje de gruñidos y rugidos. Como él, todos se encontraban lejos del hogar y de sus familias.

—Algún día volverás a Kashyyyk, Chewie —le dijo Luke conmovido—, y cuando lo hagas tu pueblo será libre.

—¡Roooghhh! —gimió el wookiee con tristeza.

A la derecha del gigantesco guerrero de madera, había una bailarina twi´lek de bronce con formas muy geométricas, parecidas a las utilizadas por el «art decó» de la Tierra. Estaba congelada en mitad de un giro, y en sus manos llevaba una especie de castañuelas.

Cuando Luke fijó sus ojos en la siguiente escultura, el corazón le dio un vuelco. Se trataba de un cereano vestido con unos austeros ropajes y una túnica, pero lo que llamó la atención al joven rebelde fue un objeto cilíndrico que colgaba de su cinto: una espada láser.

—¡Es un jedi, es la estatua de un caballero jedi! —exclamó entusiasmado.

A través de la serena expresión de su rostro de piedra, el muchacho pudo sentir toda la grandeza del personaje retratado, sin duda un héroe de tiempos legendarios.

El doctor McCoy, al igual que hizo en la sala de la cúpula de su galaxia, curioseó entre los cientos de figuras que, aparentemente, flotaban ligeras sobre él. La mayoría tenía forma antropoide, pero con diferencias notables entre una especie y otra.

Una pareja de alienígenas rojos con grandes cuernos de cabra y colmillos afilados le recordó los antiguos grabados de la Tierra sobre el diablo. Otra, estaba formada por dos seres muy estilizados, con cuellos largos como los de las jirafas y una acentuada elegancia en sus ademanes. Unos metros más hacia la izquierda, se fijó en una parejita de lo que parecían ositos de peluche ataviados con plumas y pieles. El veterano médico no pudo evitar una leve sonrisa al tratar de imaginárselos en carne y hueso. Una figura gruesa con cuerpo de elefante marino y cara de sapo se le quedó mirando fijamente. McCoy hizo una mueca de desagrado que fue advertida por Han, que se encontraba junto a él.

—Un hutt —dijo el corelliano con desprecio—. Hágame caso, doctor: no deje que ninguno entre en su vida.

—Procuraré seguir su consejo —respondió McCoy sin pensárselo demasiado.

De pronto, la voz de Spock sonó como un trueno, interrumpiendo lo que estaba haciendo cada uno.

—¡Capitán!, será mejor que venga a ver esto.

Todos se dieron por aludidos y acudieron a la llamada del vulcaniano, intuían que se trataba de algo importante.

—¿Qué han encontrado? —preguntó Kirk al llegar al centro de la sala.

—Sería más correcto decir qué no hemos encontrado —respondió Spock con un juego de palabras—. La estatua del interior del templete, no está.

El capitán giró la cabeza y miró rápidamente hacia el pedestal que había en el interior de la pequeña estructura, estaba vacío.

—¿Y eso es bueno… o malo? —preguntó vacilante Han, que se encontraba a su lado, junto a McCoy y el resto de compañeros.

—Malo —contestó el flemático primer oficial del Enterprise—. Creemos que la clave de todo el funcionamiento del transportador espacio-dimensional se encuentra en esa estatua. Sin ella, lo más probable es que no podamos volver a nuestra galaxia jamás.


El informe de Spock fue claro, conciso y desesperanzador. Aunque habían aprendido a controlar las funciones básicas del complejo, no habían logrado desentrañar la escritura alienígena, como tampoco habían podido acceder a su base de datos y al funcionamiento del transportador espacio-dimensional. Los contactos con los nativos tampoco les habían aportado muchos más datos de interés. Sólo tenían una estructura flotante llena de estatuas antiguas. En la sala de reuniones del Enterprise se respiraba un ambiente de resignación.

—Jim —dijo Leia comprensiva—, yo sé mejor que nadie lo que representa no poder volver a ver su hogar. Al menos, a ustedes les queda el consuelo de que su mundo todavía sigue allí, en algún lugar. Comiencen una nueva vida en esta galaxia. La Alianza Rebelde se sentiría muy honrada si decidieran unirse a ella.

El capitán oía a la princesa sin escucharla. Su mente estaba ocupada en intentar encontrarle la lógica a todo lo que les estaba ocurriendo en los últimos días: la misteriosa llamada de auxilio, los romulanos muertos, el transportador espacio-dimensional, el mensaje de la baliza, el encuentro con la Alianza Rebelde, la escaramuza con los destructores imperiales, los muotabes… y ahora esto, cuando parecía que todo se iba a arreglar, resulta que falta otra cosa; una prodigiosa estatua que, al parecer, es la llave que les abriría la puerta a su galaxia. Pero lo que más le torturaba las neuronas era quién y por qué les había conducido hasta allí, hasta donde ningún hombre había llegado jamás. Luke, como leyendo sus pensamientos, expuso en voz alta sus propias conclusiones a esas preguntas.

—Ustedes no están aquí por casualidad —dijo con decisión—, nada ocurre por casualidad. Fue voluntad de la Fuerza que apareciesen en esta galaxia, de eso estoy seguro. En la sala de la cúpula había representaciones de caballeros jedi. Durante siglos, en ese mismo lugar debieron de reunirse muchos miembros de la antigua Orden, por eso sentí su energía latente, por eso fueron guiados hasta aquí. Ustedes tienen un destino que cumplir, no sé cuál, pero quizá sea esa la razón por la que se encontraron con nosotros.

—Si este lugar era conocido por la Orden Jedi, puede que en el templo de Coruscant aparezca alguna información sobre él o sobre esa estatua desaparecida —intervino Leia con sagacidad—. El problema es que su acceso está restringido exclusivamente al emperador, Vader y un puñado de altos cargos del Imperio. Además, muchos de los archivos que en él se guardan sólo pueden ser abiertos por un jedi, algo que, desgraciadamente, ha dejado de existir en esta galaxia.

—Podríamos infiltrarnos en ese Templo Jedi —sugirió Kirk, alzando la cabeza con un brillo de audacia en su mirada.

—¡¿Está loco?! —exclamó Han—. El Templo Jedi está tan protegido como el mismísimo Centro Imperial. Sería un suicidio.

—¿Existen otras bases de datos que podamos consultar sin peligro? —preguntó Spock.

—Las de las universidades, pero también están controladas por el Imperio —contestó la princesa—. Una de las primeras cosas que hizo el emperador fue prescindir de los rectores y docentes que pudieran ser sospechosos de sedición. La purga fue terrible. Hoy en día, las universidades se han convertido en un medio más de adoctrinamiento, dirigidas y gestionadas por gente poco brillante, pero adicta al Imperio.

—Lo típico de cualquier régimen totalitario —comentó McCoy con indignación—: acabar con el pensamiento libre.

—La Alianza —prosiguió Leia— tiene agentes infiltrados en muchas de ellas, pero, para el caso, dudo que les sirvieran de mucha ayuda. Si la existencia de este lugar fuera de dominio público, ahora mismo habría aquí una base imperial, y sabemos por los muotabes que hace siglos que este sitio está abandonado.

Spock se apoyó en el respaldo de su asiento y entrelazó los dedos de las manos concentrado. El análisis de la princesa era acertado: si en algún lugar accesible existía información sobre el transportador espacio-dimensional, era más que probable que el Imperio ya la conociera, cosa que, evidentemente, no había ocurrido.

—Si lo único que necesitan es consultar unos buenos archivos, conozco a alguien que podría ayudarles —propuso Han inesperadamente, tras unos segundos de silencio.

—¿Y quién es ese alguien? —preguntó Leia.

—Rel´c Morgerca.

—¿Conoces a Rel´c Morgerca? —reaccionó la princesa sorprendida.

—Yo conozco a muchas personas, preciosa —presumió el corelliano.

—¿Quién es Rel´c Morgerca? —preguntó Kirk intrigado.

—Es un traficante de arte —contestó Leia, visiblemente contrariada—. En Alderaan estaba buscado por haber sacado valiosas antigüedades de forma ilegal. Un sinvergüenza.

—Hice algunos trabajitos para Rel´c hace tiempo —explicó Han—. Es un tipo algo excéntrico, pero sabe más que nadie sobre civilizaciones antiguas y cosas de esas. Posee los archivos privados más completos de la galaxia. Rel´c vive en un planeta con poca presencia imperial, podríamos viajar allí y pedirle que nos dejara consultarlos, no creo que tuviera ningún reparo en ello.

—¿Podemos confiar en él? —le preguntó el capitán.

—Yo no pondría la mano en el fuego por él, pero dudo que fuera capaz de delatarnos. No le tiene mucho aprecio al Imperio… bueno, en realidad no le tiene aprecio a ningún tipo de autoridad —El capitán del Halcón Milenario sonrió de forma canallesca—. Además, tiene algunas debilidades que podríamos utilizar a nuestro favor.

—¿Qué tipo de debilidades? —preguntó Kirk con curiosidad.

—No puede resistirse al encanto de una cara bonita —respondió el corelliano, haciendo un gesto pícaro a la princesa.

Próximo capítulo: El anticuario

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