Star Trek: en una galaxia muy lejana nº05

Título: El Anticuario
Autor: Sigfrido
Portada: Sigfrido
Publicado en: Dic 2010

Decididos a encontrar la pieza que les falta para crear la maquina de torbellinos espaciales que lleve a la Enterprise a casa, Kirk y compañía van con Han Solo a buscar en los archivos de Rel´c Morgerca, un traficante de arte para el que realizó algunos trabajos en el pasado...
¿Que ocurriría si la Federación Unida de Planetas coexistiese con el Imperio Galáctico? ¿Cómo sería ese hipotético cruce de las dos franquicias galacticas mas importantes del siglo XX? Adentrate con nosotros en este fantástico nuevo universo lleno posibilidades, hacia una galaxia muy, muy lejana... hasta donde ningún hombre ha llegado jamás!
Star Trek creado por Gene Roddenberry.
 Star Wars creado por George Lucas.

Nota del autor: para situar "cronológicamente" esta historia dentro de la mitologia de ambas franquicias, deberemos suponer que ambas corren en paralelo. Para Star Trek estaría situada tras la tercera temporada de Star Trek: the Original Series; en el aso de Star Wars, se situaría entre Una Nueva Esperanza (Episodio III) y El Imperio Contraaataca (Episodio IV)

Resumen de lo publicado:  Al responder a una llamada de auxilio en un planeta perdido, el capitán James T. Kirk y su tripulación descubren una estructura alienígena construida hace miles de años. Esta estructura oculta en su interior una máquina capaz de crear torbellinos subespaciales que se pone en marcha misteriosamente. El U.S.S. Enterprise es engullido por ese torbellino y trasladado a una galaxia muy, muy lejana... Allí encuentran a Luke Skywalker en estado de coma en su Ala-X. Posteriormente, aparece el Halcón Milenario, cuyos tripulantes son teletransportados a bordo del Enterprise para visitar a su amigo. Sin tiempo casi para conocerse, son atacados por una gigantesca nave proveniente del hiperespacio: un destructor del Imperio Galáctico. Tras un épico enfrentamiento, el Enterprise es derrotado. Dos destructores más logran atraparlo en un rayo tractor. Gracias a la capacidad de persuasión del capitán Kirk, logran ganar tiempo para idear un plan de escape. Consiguen destruir la nave que los tenía atrapados transportando a su interior una carga explosiva. Después el Enterprise logra huir de las otras dos saltando al hiperespacio con el hiperimpulsor del Halcón Milenario. Pero el siniestro Darth Vader sobrevive a la explosión de su nave con sólo una idea en su cabeza: venganza. Gracias a las habilidades mentales de Spock, Luke logra volver al mundo de los vivos. En la base rebelde de Hoth y tras una agria discusión, el joven piloto intercede para que la Alianza apoye a los tripulantes del Enterprise en la busqueda de una forma de regresar a su hogar. Es también gracias a Luke que descubren el significado del mensaje encriptado que encontraron en su galaxia. Todo parece indicar que deben dirigirse a un sistema inexplorado en el Espacio Salvaje: el sistema Elcano. El tercer planeta de dicho sistema es un mundo marino bajo cuyas aguas descansa una estructura alienígena similar a la que los tripulantes del Enterprise encontraron en su galaxia de origen. Tras conocer a una criaturas acuáticas inteligentes nativas, consiguen acceder al interior de la estructura haciéndola emerger. Pero la alegría dura poco, a la máquina que es capaz de generar torbellinos subespaciales le falta la pieza clave que permite su funcionamiento, una estatua que representa a los constructores de la misma y que posee cualidades extraordinarias. Decididos a encontrarla, Han les propone que comiencen buscando en los archivos de Rel´c Morgerca, un traficante de arte para el que realizó algunos trabajos en el pasado...


Tres brillantes lunas danzaban alrededor del pacífico planeta Bélbedis: Arlán, Ursila y Renia. Las dos primeras eran coloridas esferas de gas, y la tercera una sólida roca espacial cubierta de polvo blanquecino. Desde la pequeña cabina del Halcón Milenario, el espectáculo de los cuatro astros flotantes seducía la vista de sus apiñados ocupantes.

—Según cuenta le leyenda —empezó a relatar Leia—, el origen de la lunas se remonta a los tiempos del mítico héroe Jonabar y sus trágicos amores. Su primera esposa, la dulce Arlán, murió al dar a luz a su único hijo; la segunda, la valiente Ursila, en el campo de batalla, dando su vida para proteger a su amado; y la tercera, la jovial Renia, envenenada por un sacerdote envidioso y traidor. La desdicha y la congoja del noble Jonabar fue tal, que conmovió incluso a los fríos dioses de Bébedis, que crearon las tres lunas en recuerdo de sus tres malogradas esposas: Arlán, azul como el mar de sus ojos; Ursila, naranja como el fuego de sus cabellos; y Renia, blanca como la nieve de su sonrisa.

—Todo eso no son más que tonterías inventadas por los belbedinos —sentenció Han con desdén, tras escuchar la historia de labios de la princesa—, leyendas para turistas incautos. Jamás existió ningún Jonabar. Bélbedis fue colonizado por corellianos hará unos doscientos años, encontraron unas cuantas ruinas deshabitadas, y comenzaron a escribir cuentos inspirados en ellas para engatusar a la gente. En eso somos unos especialistas —sonrió.

—A mí me parece una historia muy romántica —comentó Uhura, dirigiendo una mirada cómplice a Leia.

—Bélbedis es uno de los planetas de recreo más importantes de la galaxia —continuó Han—. La gente viene aquí a divertirse, disfrutar del clima y las vistas, relajarse… y gastar sus créditos. Los más afortunados hasta pueden permitirse el lujo de construirse una casita al borde de la playa. Algunos de los más importantes miembros del hampa dirigen sus operaciones desde aquí. A cambio de un generoso porcentaje en los beneficios del planeta, el Imperio mantiene las narices alejadas de sus asuntos. Ambas partes saldrían perjudicadas si en Bélbedis la presencia imperial fuera elevada. A nadie le gusta darse un baño en la playa, apostar en los casinos o despachar sus turbios negocios con el incómodo aliento de un soldado de asalto sobre el cogote.

—Por eso Rel´c Morgerca vive aquí —añadió Kirk.

—Por eso y por muchas otras razones. No se lo reprocho —apostilló el corelliano.

Una voz masculina sonó por los altavoces de la cabina de la vetusta astronave.

—Control espacial de Bélbedis a nave mercante desconocida: identifíquese.

Un par de cazas de la milicia local se aproximaron al Halcón con cautela, su diseño era muy colorista y elegante.

Han pulsó un botón de la consola de control y respondió con tono alto y claro.

—Aquí Jenos Idanian, capitán del Gavilán Dorado. Solicito permiso para aterrizar en el planeta.

—¿Cuál es su clave de registro? —contestó de forma escueta el operador del control espacial.

—Ahora mismo se la transmito.

El antiguo contrabandista tecleó una clave alfanumérica y la envió a través de una frecuencia determinada. La respuesta del control de Bélbedis tardó unos segundos en llegar.

—Bienvenido de nuevo a Bélbedis, capitán Idanian. Tiene permiso para aterrizar. Esperamos que su estancia sea de lo más agradable y provechosa.

—Muchas gracias —se despidió cordialmente Han.

Los dos cazas se alejaron rápidamente del Halcón en busca de otras naves sospechosas.

—¿Jenos Idanian, capitán del Gavilán Dorado? —preguntó Leia extrañada.

—Uno de los nombres falsos que utilizaba para el contrabando —respondió el corelliano—. Rel´c tiene una pequeña isla privada en la Bahía de Norwak, en el continente septentrional. Espero que siga tan afable como siempre.

—¿No le deberás dinero, verdad? —dijo la princesa con malicia.

—¡Nooo! —contestó Han de forma tajante— Rel´c debe de ser una de las pocas personas que conozco a quien no le debo ni un miserable céntimo, os lo aseguro.

—¡¿Grrauuuff?! —gruñó sardónicamente Chewbacca.

—Bueno… quizá le deba unos cuantos créditos… pero seguro que ni se acuerda de ello.

La exótica mezcla de gases de la atmósfera de Bélbedis provocaba que su cielo estuviera teñido de
un color rosáceo. Su reflejo sobre las nubes hacía que éstas parecieran estar hechas de algodón de azúcar. El Halcón milenario sobrevoló un mar violáceo y tranquilo, y se acercó a la costa del continente septentrional, un bosque de tonos naranja, morado y bermellón tapizaba la mayor parte de su superficie.
La astronave descendió más aún, hasta llegar a una bahía repleta de islas de formas y tamaños variados, muchas de ellas ocupadas por suntuosas mansiones. En la costa del continente sobresalía una ciudad con altos rascacielos de fantasía, en la que se distinguía un continuo trasiego de naves de recreo y lujosos cruceros estelares.

—Ya llegamos, esa es la isla privada de Rel´c —dijo Han, señalándola con el dedo—, pediré permiso para aterrizar: Isla Caprichosa, aquí Han Solo, capitán del Halcón Milenario. Solicito permiso para aterrizar en la plataforma dos.

La radio no tardó en contestar, con una irritada voz femenina.

—¿Han Solo? Pedazo de… ¿qué diablos haces aquí?

—Yo también me alegro de escucharte, Ursila.

—Serás… ¿cómo te atreves a volver por aquí después de lo que me hiciste?

—No recuerdo haberte hecho nada, preciosa.

—De eso se trata precisamente… Han Solo: de que no hiciste nada, te largaste sin más…

—Ursila, no creo que este sea el lugar y el momento más apropiado para discutir sobre ello —contestó Han, tratando de ser lo más discreto posible—. ¿Me das permiso para aterrizar, sí o no?

—Por supuesto, capitán Solo —respondió con teatral frialdad—. Puede iniciar la maniobra, ahora mismo aviso al Sr. Morgerca.

—Muchas grac…

Han no tuvo oportunidad de terminar la frase, porque la comunicación se cortó de manera brusca. Todos los ocupantes de la cabina se quedaron mirándolo en silencio.

—No pienso comentar nada al respecto —sentenció el corelliano, sin abandonar la vista del frente.

—Jim —susurró McCoy al oído de su capitán—, creo que no es el único rompecorazones a bordo de esta nave.


El Halcón Milenario se posó en una de las dos plataformas de la isla, estaba construida con planchas de metal sobre un pequeño acantilado. La segunda plataforma, de idénticas características, se encontraba justo al lado, y estaba ocupada por un lujoso yate espacial. Los siete tripulantes y pasajeros del desvencijado carguero fueron desembarcando ordenadamente. Un orondo twi´lek anaranjado, escoltado por dos bellas guerreras zeltronas de piel purpúrea, les estaba esperando tras la cortina de vapor provocada por los sistemas hidráulicos de la astronave. Vestía un ostentoso traje azul con bordados plateados, y de una de sus minúsculas orejas pendía un aro dorado. Los gruesos tentáculos que le nacían de la cabeza llamaron la atención de los tripulantes del Enterprise, que jamás habían visto un twi´lek. A Kirk, el singular alienígena le resultó extrañamente familiar. Le recordaba a algún conocido, pero no sabía exactamente a quién.

—¡Han Solo y Chewbacca, menuda sorpresa veros por aquí de nuevo! —exclamó el twi´lek con efusividad—. Sabía que algún día volveríais. Llegáis en un buen momento, tengo algunos trabajos que os podrían interesar.

—Hola, Rel´c —respondió Han, mientras le estrechaba la mano ante la atenta mirada de sus dos hermosas guardaespaldas—, agradecemos tu oferta, pero hemos venido aquí por otros asuntos.

—¡Hum!, ya veo —murmuró Rel´c, al percatarse del grupo que acompañaba al corelliano y el wookiee—… ¿ahora te dedicas al transporte de pasajeros?

—Estas personas han venido a pedirte un favor.

—Mientras no sea dinero —contestó el twi´lek con humor, mientras los observaba de arriba abajo,
Kirk aprovechó para acercársele con la mano tendida.

—Saludos, Sr. Morgerca, si me permite presentarnos, soy James T…

Rel´c hizo caso omiso del capitán del Enterprise y, con una mueca pícara dibujada en su rostro rechoncho, se encaminó directamente hacia donde se encontraban Leia y Uhura. El de Iowa se quedó con la mano extendida sin saber cómo reaccionar, giro la vista hacia las dos zeltronas, y les sonrió inocentemente. Éstas, se limitaron a fruncir el ceño y dirigirle una mirada torva.

—¿Qué hacen dos sirenas del espacio como ustedes viajando en una carraca como esa? —dijo el twi´lek con tono adulador—. Permítanme presentarme: soy Rel´c Morgerca, el dueño de esta humilde propiedad. ¿A quién tengo el honor de recibir?

—Ella es Uhura, y yo soy Leia —respondió la princesa de forma seca.

—Uhura, un nombre precioso para una mujer preciosa —dijo Rel´c, tomando la mano de la teniente con galantería.

—En realidad es mi apellido, significa libertad —puntualizó la oficial africana—. Mi nombre es Nyota, que quiere decir estrella.

—Doblemente precioso —asintió el corpulento alienígena, besándole la mano. Acto seguido, fijó su atención en la princesa—. Leia Organa, sus facciones me resultaban familiares, pero no acababa de ubicarlas, debe de ser la edad. ¿Qué hace toda una líder de la Alianza Rebelde en el hogar de un honrado marchante de arte? —Leia abrió los ojos sobresaltada—. ¿Sorprendida de que la haya reconocido?... no se inquiete, no voy a delatarla. Sería un crimen enviar a una prisión imperial una criatura tan bella como usted, antes echaría al fuego toda mi colección de Neburs —Rel´c cogió su mano con gentileza y le dio un fugaz ósculo—. Encantado de conocerla en persona, alteza, y mi más sincero pésame por lo que le ocurrió a su planeta.

Leia se relajó, y trató de dejar atrás sus prejuicios. No es que Morgerca dejara de ser un sinvergüenza, pero, al menos, era un sinvergüenza que parecía estar de su lado.

—Gracias —se limitó a decir con tibieza.

—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó Rel´c, yendo hacia donde se encontraban Kirk y el resto de pasajeros del Halcón Milenario.

—Soy James T. Kirk, capitán del U.S.S. Enterprise, ellos son mi primer oficial, el Sr. Spock, y Leonard McCoy, mi médico de a bordo.

El amistoso twi´lek saludó a todos con un vivaracho apretón de manos.

—Ustedes no parecen pertenecer a la Alianza —dijo perspicaz.

—Pertenecemos a otra organización, viajamos juntos en busca de algo de singular valor para nosotros.

—Ya veo, capitán, y en esa búsqueda parece ser que necesitan la guía de un viejo mercader de baratijas —contestó Rel´c.

—El capitán Solo nos comentó que poseía los archivos privados más extensos de la galaxia en materias como historia, arte y arqueología —intervino Spock.

—Han habla demasiado —Rel´c desvió la vista hacia la princesa—. No esperen que les ayude en su lucha contra el Imperio, si es eso lo que están buscando.

—Sólo queremos consultar sus archivos, no le vamos a involucrar en nada —dijo Leia displicente—. No se preocupe.

El twi´lek tardó unos segundos en responder, paralizado por la mirada pétrea de la antigua senadora de Alderaan.

—No deseaba ser descortés, alteza, sólo un poco precavido —Rel´c esgrimió una sonrisa melindrosa—. Pueden consultar mis archivos, considérense mis invitados. Arnia y Cloeb les acompañarán a mi humilde morada. Si hacen el favor de seguirlas, enseguida les alcanzo.

Kirk, Spock, McCoy, Uhura y Leia se alejaron con las dos esbeltas zeltronas. Rel´c se quedó junto a Han y Chewbacca, a quienes había hecho un gesto para hablar en privado.

—Han, muchacho, ¿en qué lío andas metido? Había oído rumores, pero nunca creí que te hubieras unido a la rebelión, no es tu estilo.

—Sólo es un paréntesis mientras encuentro una buena oportunidad que me permita saldar mis deudas con Jabba El Hutt.

—Deberías haber seguido realizando encargos para mí.

—No me veía como… «conseguidor de antigüedades raras». Además, tus trabajos eran irregulares y, sin ánimo de ofenderte, Jabba pagaba muchísimo mejor.

—Tan franco como siempre, ¿verdad? —dijo Rel´c, dándole una fuerte palmada en la espalda—. Al menos no soy tan rencoroso como él, tengo estilo… y soy mucho más guapo.

—Eso seguro —asintió Han entre carcajadas.

—Chewbacca, todavía no sé por qué sigues guardándole las espaldas a este chiflado testarudo —sentenció el twi´lek, haciendo un exagerado gesto de perplejidad.

—¡Gruuuuuunk! —gruñó el wookiee con resignación.


Isla Caprichosa tenía, aproximadamente, una superficie de cuatro hectáreas. En la parte más alta de la misma, había un suntuoso palacete que parecía sacado de un cuento de hadas. El resto estaba ocupado por un cuidado jardín de ensueño. Un sendero de losas, que brillaban como si hubiesen sido espolvoreadas con purpurina, unía las dos plataformas de aterrizaje con la residencia.

El Dr. McCoy se fijó en todos los detalles durante el camino. El sol brillaba con fuerza en el cielo y, de forma difuminada, eran visibles dos de las lunas del planeta. Un tupido césped azulado cubría como una alfombra la mayor parte del jardín, decorado con árboles de formas extrañas y macizos de flores de todos los colores imaginables. Una atractiva alienígena, que McCoy dedujo pertenecía a la misma especie que Morgerca, podaba un curioso seto que representaba a algún tipo de animal. Cuando vio pasar al grupo cerca de ella, lo saludó con una vocecita risueña y bobalicona.

«Desde luego este Morgerca se pega la gran vida», pensó el veterano médico al devolver cortésmente con la mano el saludo a la chispeante jardinera.

El capitán Solo ya les había hablado de la peculiar idiosincrasia del traficante de arte. Tenía a su servicio un batallón de bellas féminas provenientes de toda la galaxia, ellas realizaban todas las tareas de Isla Caprichosa: seguridad, jardinería, administración, comunicaciones, cocina y cualquier otra cosa que fuera necesaria.

La mansión de Morgerca constaba de varios cuerpos irregulares, tanto en tamaño como en altura. El central, tenía planta baja y piso, tres arcos muy decorados servían de marco a la entrada principal. Los que lo rodeaban, tenían formas imaginativas, y estaban coronados por balaustradas, tejadillos y cúpulas de diversos materiales. Las puertas y ventanas que emergían de las paredes eran todas diferentes, cada una de ellas era una obra única de la ebanistería. Tampoco faltaban los balconcillos con enrejados ensortijados, las columnas adosadas con órdenes desconocidos, y los relieves con bucólicas escenas alienígenas. Todos los muros estaban revestidos con mosaicos cerámicos, no había ningún rincón en el que se pudiera ver la pared desnuda. La mansión de Morgerca era, en definitiva, un monumento al «horror vacui», a McCoy le recordó la obra de antiguos arquitectos terrestres como Gaudí.

Adosado a uno de los costados del palacete, había un cristalino estanque de perfiles redondeados. Del muro surgía una estructura que imitaba las estribaciones de una montaña, con pequeñas grutas y manantiales que caían en cascada sobre las aguas de la alberca. Alrededor, había estatuas de mármol y bronce que representaban a ninfas y náyades de lejanos y exóticos planetas. Pero más seductoras que las náyades y las ninfas de piedra y metal, eran las dos ondinas de carne y hueso que nadaban y chapoteaban despreocupadas en el estanque. Al igual que la jardinera, saludaron con voz alegre y festiva cuando el grupo arribó a su altura. Rel´c, que junto a Han y Chewbacca ya se había unido a él, presentó a las dos ondinas como Aayla y Shira, su piloto y su médica personal, respectivamente. Aayla era una twi´lek verdosa de ojos turquesa, mientras que Shira era una humana pelirroja de piel ebúrnea y ojos esmeralda.

—No confío en los androides —dijo el traficante, dirigiéndose a McCoy—, prefiero que se preocupe de mi salud un médico de verdad, algo difícil de encontrar hoy en día, por cierto.

—No seré yo quien se lo discuta —respondió el doctor con una sonrisa de aprobación, todavía recordaba con horror la visita que había realizado por curiosidad a la enfermería de la Base Echo en Hoth—. Encuentro perfectamente razonable que prefiera que le ausculte una criatura como Shira, en lugar de una hojalata parlante con pinzas en lugar de manos.

—Es usted todo un sensualista, Dr. McCoy —dijo Rel´c, captando el doble sentido del oficial médico del Enterprise—. Creo que nos llevaremos bien. Ahora, si tienen la bondad de pasar adentro, veremos en que puedo ayudarles.


El interior del palacete de Morgerca era, todavía si cabe, mucho más recargado que el exterior. Por todas partes había obras de arte y lujosas antigüedades: pequeñas esculturas, tapices, alfombras, muebles y, sobre todo, pinturas.

Los cuadros, casi todos de pequeño formato, estaban colgados unos encima de otros, ocupando casi toda la superficie de las paredes. Predominaban los de estilo clásico, enmarcados con molduras ostentosas. La temática de los mismos era muy variada: había paisajes y marinas que parecían de inspiración onírica, pero que, seguramente, representaban fielmente el aspecto de planetas desconocidos; escenas históricas y mitológicas de infinidad de mundos, algunas de ellas protagonizadas por caballeros jedi, como evidenciaban las espadas láser que blandían; bodegones con flores y frutas, que semejaban más golosinas creadas por un imaginativo maestro confitero que estructuras nacidas de la naturaleza; retratos de alienígenas, algunos tan extraños que parecían salidos de un bestiario medieval; y, por supuesto, desnudos, tan gratos al dueño de la mansión, pinturas que mostraban a voluptuosas cortesanas, tal vez diosas encarnadas, de reinos perdidos en la inmensidad del espacio.

—Es una lástima que el comandante Skywalker no haya venido con nosotros —comentó Spock, admirando un lienzo que representaba una batalla en la que aparecían varios caballeros jedi—. Hubiera encontrado sumamente interesante alguna de estas pinturas antiguas.

—Luke estaba muy entusiasmado con las lecciones de esgrima del Sr. Sulu —dijo Leia, en respuesta al vulcaniano.

—Alteza, Sr. Spock —intervino Rel´c—, es un cuadro de Hasbald Thorne, un artista jedi. Participó en la batalla de Sageda, y plasmó sus impresiones en una serie de pinturas de las que sólo se conservan cuatro, ésta es una de ellas. Una de las joyas de mi colección —alardeó—, tiene, aproximadamente, unos mil doscientos años.

—Fascinante —dijo el oficial científico.

—Será mejor que no provoque a Rel´c, Sr. Spock —le advirtió Han burlón—, podría pasarse días enteros hablando sobre su colección.

—No todo el mundo comparte tu indiferencia hacia el arte y la historia —contestó el twi´lek—, es evidente que su alteza real y el Sr. Spock son dos personas con cultura y sensibilidad.

—Agradecemos el cumplido, Sr. Morgerca —dijo la princesa de forma educada—, pero, lamentablemente, el capitán Solo tiene razón en una cosa: nuestro tiempo es limitado.

—Comprendo —asintió Rel´c con una pizca de decepción—. Pasen a mi gabinete y díganme que es lo que buscan exactamente.


El despacho de Morgerca no era una excepción al resto de su propiedad: lujo y opulencia por doquier. Un ventanal iluminaba de forma cálida y uniforme toda la estancia. En la parte superior del mismo, una vidriera mostraba un emblema, un anagrama del propio Morgerca. El techo estaba decorado con un espectacular artesonado de madera lleno de filigranas que imitaban flores y plantas. Integradas en el artesonado, había dos lámparas de cristal con forma de bulbo. En las paredes colgaban varios cuadros con paisajes acuáticos, el mayor de todos mostraba una escena con hermosas bañistas, todos ellos parecían pintados por la misma mano.

Rel´c invitó a sus impacientes visitantes a sentarse en unos cómodos butacones de piel verde alrededor de una mesa de café. Después, pulsó un pequeño botón que había sobre una cómoda, y enseguida apareció una doncella zeltrona de brillantes cabellos endrinos.

—Permítanme que les ofrezca alguna cosa —dijo el twi´lek—, Dávana les traerá lo que les apetezca.

—¿Todavía tienes de ese licor de maraldas de Biitu? —preguntó Han.

—Por supuesto.

—Tomaré eso.

—Yo tomaré lo mismo —dijo Leia.

—¡Gruump! —se adhirió Chewbacca.

Los tripulantes del Enterprise, con la única excepción de Spock, que pidió algo sin alcohol, decidieron probar también ese licor de maraldas. Ninguno de ellos conocía las bebidas espirituosas de esa galaxia, por lo que confiaron en el criterio de Han, Leia y Chewbacca.

—¿Y bien? —preguntó Rel´c, una vez se hubo marchado la doncella a por las bebidas.

—Estamos buscando una estatua antigua —comenzó Spock—, de material cerámico, muy bien conservada, policromada. Está formada por dos figuras humanoides, situadas espalda contra espalda y con las manos entrelazadas, un hombre y una mujer.

—Con esos datos, poca cosa puedo decirles.

—Hemos hecho una reconstrucción holográfica a escala a partir de las imágenes que tomamos de una pieza similar —intervino Uhura.

—Veámosla pues —propuso el tentaculado alienígena.

La princesa Leia sacó un pequeño proyector holográfico de uno de los bolsillos de su chaqueta, lo colocó sobre la mesa, le dio a un minúsculo pulsador, y, al instante, apareció una reproducción tridimensional de la estatua del complejo de la Vía Láctea. Rel´c observó en silencio como la fantasmal proyección giraba sobre su eje lentamente. Frunció el ceño y se acarició la papada pensativo, tratando de encontrar algo familiar en ella.

—No sé qué es —dijo finalmente—. Me recuerda a muchas cosas y a ninguna, es muy extraña. Tendremos que conectar el dispositivo a mi computadora para que coteje la pieza con las de mis archivos. Uno no puede saberlo todo —se excusó con una sonrisa.

Leia apagó el proyector y se lo dio al traficante de arte.

—Para eso hemos venido, Sr. Morgerca.

Delante del ventanal, había una mesa de despacho de madera tallada con una terminal de computadora incorporada. Rel´c acomodó sus abundantes posaderas en el sillón giratorio que había tras él, también de fina ebanistería, y acopló el dispositivo holográfico en una ranura de la terminal. Una pantalla de cristal emergió de la superficie de la mesa, mostrando la interfaz de la computadora, y el twi´lek se apresuró a marcar con sus dedos rechonchos una serie de símbolos en ella.

—Esto puede tardar un rato —dijo mientras se levantaba para dirigirse otra vez hacia la zona de los butacones—. Mientras tanto, podrían contarme qué interés tienen en hallar esa estatua, si no es mucha indiscreción.

—Esa estatua es de vital importancia para el futuro de mi gente —intervino Kirk—. Se perdió hace más de dos mil años. Queremos recuperarla, y es una galaxia muy grande.

—¿Y dónde entra la Alianza Rebelde en toda esa historia? —preguntó Rel´c.

—Se trata de una deuda de gratitud —respondió la princesa—. Su gente nos ayudó en el pasado, ahora nos toca a nosotros devolverles el favor.

El orondo nativo de Ryloth escrutó con sus ojos violetas a la gente que lo rodeaba: una famosa líder de la Alianza Rebelde, una pareja de reconocidos buscavidas, y un extraño cuarteto vestido de vivos colores. Nada le cuadraba. Se arrellanó en su butacón y explotó en una escandalosa risotada, ante la estupefacción de sus invitados.

—¡Ja, ja, ja! ¡Es el cuento más gracioso que he oído en mi vida! Han, ¿de dónde has sacado a esta gente que miente tan mal?

—Por raro que te pueda parecer, esa es la verdad —contestó el corelliano, encogiéndose de hombros.

En ese momento, entró en la sala la doncella zeltrona con la bandeja de bebidas. Dávana sirvió con gracia juvenil los seis licores de maralda, un somnaskol rojo para Rel´c, y zumo de rusalda para Spock.

—Muchas gracias, puedes retirarte —dijo su patrón cuando hubo terminado.

—¿Por qué piensa que le estamos mintiendo? —preguntó Kirk mientras cogía su copa.

—Su historia es muy endeble, pueril diría yo. Está claro que sus intenciones tienen una naturaleza menos romántica.

—¿Alguna teoría en particular?

—Por supuesto, capitán —Rel´c tomó un sorbo de su bebida y la saboreó con deleite—. Se trata de un tesoro, ¿verdad?

—¿Un tesoro? —intervino Uhura, confundida y sorprendida.

—Claro que sí. La estatua es la clave para hallar el paradero del mismo, debe de contener alguna especie de mapa antiguo, ¿me equivoco? —sugirió el twi´lek—. Es más, seguramente ese mapa está fragmentado, necesitan varias de esas esculturas para completarlo. La Alianza Rebelde y la organización a la que representen ustedes cuatro tienen en su poder una o varias, eso es evidente. De alguna manera descubrieron su significado oculto, y trataron de encontrar el resto. Finalmente, por algún capricho del destino, sus grupos se pusieron en contacto, y vieron que andaban detrás de lo mismo. Decidieron unir sus esfuerzos a cambio de repartirse los beneficios: la Alianza Rebelde encontraría una considerable fuente de financiación, y «su gente», como la denomina usted, capitán, se enriquecería, no sé con qué finalidad, quizá alguna revolución en un remoto planeta. A ninguno de los dos les interesa llamar la atención de las autoridades imperiales, por eso han venido a mí, en lugar de buscar información a través de los cauces oficiales. El bueno de Han los ha traído hasta aquí, y, obviamente, algo se llevará de todo esto, si lo conozco como creo que lo conozco.

—Tiene una extraordinaria capacidad de deducción, Sr. Morgerca —le aduló sarcásticamente el capitán del Enterprise—. Nos ha pillado, ¿qué es lo que quiere?

—¡Oh!, no me malinterprete —exclamó con tono afectado—. No deseo participar de su negocio. No arriesgaría mi pellejo involucrándome en actividades con organizaciones de tipo sedicioso, como las suyas. Afortunadamente, tengo más dinero del que podría gastar en lo que me queda de vida. Si sigo comerciando con obras de arte es por puro divertimento. Las únicas razones que me mueven a echarles una mano son la curiosidad y mi natural indefensión ante la belleza femenina —reconoció.

—Muy amable por su parte —dijo Leia con cierta incomodidad, no le gustaba que se tuviera en cuenta a las mujeres solamente por su apariencia exterior.

Una fugaz tonada electrónica sonó en la terminal de la computadora.

—Parece que han tenido suerte —comentó Rel´c, dejando su copa sobre la mesa de café—, veamos que dicen mis archivos.

En la delgada lámina de cristal que servía de pantalla, aparecía una escultura casi idéntica a la que la tripulación del Enterprise encontró en la Vía Láctea. Las figuras eran un poco más estilizadas, y los colores tenían un brillo vítreo algo diferente, pero estaba fuera de toda duda que era la que estaban buscando. Una puerta a la esperanza se abrió en los corazones de Kirk, McCoy y Uhura, incluso Spock sintió un ligero hormigueo de alivio al pensar que había una posibilidad de regresar a su galaxia.

—He de reconocer que sus archivos tienen una merecida fama, Sr. Morgerca —le felicitó el vulcaniano—. Le confieso que no esperaba que apareciera en ellos ninguna mención sobre esa pieza, y mucho menos la pieza en sí misma.

—Spock, es usted un hombre de poca fe —dijo McCoy, tras tomar un trago de su bebida—. Seguro que ya había hecho uno de sus famosos cálculos de probabilidades al respecto y, como siempre, se le ha venido abajo… afortunadamente para todos. La suerte vuelve a vencer a la lógica, brindemos por ello.

—¿Pone dónde se encuentra? —preguntó Kirk ansioso.

El twi´lek tocó la pantalla, y la imagen de la estatua fue sustituida por varias columnas de texto con los peculiares caracteres aurekbesh del lenguaje básico. Después de leer unas líneas, su rostro dio muestras inequívocas de que algo andaba mal.

—¿Hay algún problema? —insinuó el capitán del Enterprise preocupado.

—Creo que van a quedarse sin su tesoro —dijo Rel´c, alzando la vista de la pantalla—. Si tenían pensado embaucar a alguien para que les cediera la estatua, vayan olvidándose de ello. La pieza forma parte de las colecciones del Museo Galáctico. Se les ha acabado la suerte, me temo.

—¿El Museo Galáctico? —se preguntó Leia en voz alta.

—Sí, resulta extraño, pero así es. Según mis archivos, está catalogada como «figura votiva de Fandos IV», y tiene una antigüedad de dos mil años, aunque ya le aseguro yo que esa estatua tiene de fandosiana lo que yo de sacerdote de la Orden del Círculo Sagrado, claro que ustedes sabrán cuál es su origen… ¿cuál es su origen?, por cierto...

—Proviene de Vulcano, mi planeta natal —improvisó Spock, tratando de seguir el juego que había comenzado su capitán a partir de la desatinada deducción de Morgerca. No les interesaba contarles la verdad, verdad que, en todo caso, resultaba mucho más inverosímil que la tesis del traficante de arte—. Representa a dos divinidades del panteón de mi pueblo. Las esculturas son valiosas por sí mismas, pero más lo es el secreto que en su conjunto esconden, al menos según cuenta la leyenda.

—Espero que esa leyenda no sea tan falsa como las de Bélbedis —comentó el twi´lek con guasa—. ¿Vulcano?, no conozco ese planeta.

—Se encuentra fuera de los límites del Imperio Galáctico —respondió el oriundo de dicho mundo.

—Pues debe de estar muy lejos.

—No se imagina usted cuanto, Sr. Morgerca —apostilló McCoy, apuntándose a la farsa con ironía.

—¿Cómo llegó la estatua al Museo Galáctico? —preguntó Leia con inquietud.

—Aquí pone que anteriormente perteneció a la colección particular del gobernador Brundag, de Anaxes —. Contestó Rel´c.

—¿Brundag? ¿De qué me suena ese nombre?

—El caso Brundag, seguramente habrá oído hablar de él, alteza —le aclaró el twi´lek—. Ocurrió durante los primeros años del Imperio, usted sería una niña. Yo sí que me acuerdo perfectamente, fue un caso de corrupción. Brundag fue acusado de malversar fondos públicos. Al parecer, desvió a cuentas en paraísos fiscales dinero destinado a la compra de androides médicos para la Armada Imperial. Se le juzgó por desfalco y alta traición, y fue condenado a muerte. Todos sus bienes fueron confiscados, incluidas las obras de arte que atesoraba, que pasaron a engrosar las colecciones del Museo Galáctico, en Coruscant.

—¡¿Coruscant?! —exclamó Kirk atribulado.

—Pues claro. ¿Dónde pensaba que se encontraba el Museo Galáctico?, ¿en Tatooine? —respondió burlón el alienígena.

El capitán del Enterprise se tomó el resto de bebida que le quedaba de un solo lingotazo, lo necesitaba. Empezaba a ser una molesta costumbre en ese viaje avanzar un paso para, inmediatamente después, ponerse más cuesta arriba el camino. Tanto Han como Leia les habían hablado de Coruscant, el planeta que ejercía de capital en esa convulsa galaxia, un mundo cubierto en su totalidad por una descomunal ciudad. Desde que escuchó su nombre por primera vez, tuvo el presentimiento de que, más tarde o más temprano, tendría que hacerle una visita. Nada le hubiera gustado más al de Iowa que, por una vez, su instinto se hubiese equivocado.

—No me importa dónde se encuentre esa dichosa estatua —dijo envalentonado—. La necesitamos. Y si no nos queda más remedio que ir a Coruscant y robarla, lo haremos.

—¡Ja, ja, ja! —estalló Rel´c en una estentórea carcajada—. Si que se le sube el alcohol rápido a la cabeza, capitán. El licor de maraldas no es una bebida tan fuerte. Robar en el Museo Galáctico, menuda estupidez.

—Tan descabellada le parece la idea, Sr. Morgerca —dijo Kirk con el semblante grave.

—¡Por los lekku de todas las diosas twi´leks! —exclamó el corpulento traficante de arte—. Está usted hablando en serio. Ese tesoro que buscan debe de ser fabuloso para llegar a tales extremos de insensatez.

—No conozco ningún museo que no pueda ser robado. Además, tenemos recursos que ni imaginaría para poder hacerlo.

—Créame, si existieran esos recursos los conocería. Nada me hubiera gustado más que poder echarle el guante a algunas piezas del Museo Galáctico. Es imposible evitar todas sus medidas de seguridad, se lo garantizo… a no ser que dispongan de una maquinita que teletransporte las cosas, claro —comentó el alienígena, con una amplia sonrisa.

Los tripulantes del Enterprise se miraron entre ellos con disimulada complicidad.

—¿Y si la tuviéramos? —insinuó el capitán terrestre con desfachatez.

Rel´c dudó por un instante, pero su sentido común se impuso.

—Es usted un bromista, Kirk —afirmó finalmente.

—Capitán —dijo Spock—, entiendo lo que se propone, pero no podríamos utilizar lo que usted y yo sabemos sin poner el Enterprise en órbita sobre Coruscant, con el peligro que ello supondría.

—Bastaría un solo segundo para que quedaran vaporizados —añadió Han, con su habitual mezcla de sorna y suficiencia—. Coruscant está orbitado continuamente por decenas de destructores imperiales, destructores con ganas de tomarse la revancha.

—¿Pone alguna cosa más de interés sobre la estatua en la computadora? —preguntó Kirk.

—Datos técnicos, como sus dimensiones y el material en el que está realizada, nada que no sepan. En cuanto a su contexto histórico, todo erróneo —respondió Rel´c.

—Agradecemos su hospitalidad y la información que nos ha proporcionado desinteresadamente, Sr. Morgerca —dijo el capitán del Enterprise—. Nos ha ayudado mucho. Lamentablemente, no podemos quedarnos más tiempo, tenemos un largo viaje de vuelta, y muchas cosas en las que pensar.

—Entiendo, ha sido un placer atenderles, pueden volver cuando quieran. Recibir visitas como la suya siempre resulta muy… instructivo.

—Rel´c, me gustaría ver a Ursila antes de partir. He de aclarar un asunto pendiente con ella —dijo Han.

—Si ella desea aclararlo. Está muy enfadada contigo, y ya sabes que tiene muy mal carácter. Está en la sala de comunicaciones, donde siempre. Entre tú y yo, yo creo que siempre ha estado un poco loca. No quiero saber lo que os llevabais entre manos, pero yo de ti me pondría un casco, por si acaso.

—Muy gracioso.

—Mientras tanto, concédanme el honor de mostrarles mi modesta colección de pintura con un poquito más de detenimiento —se ofreció Rel´c al resto.


La rampa de acceso al Halcón milenario estaba bajada, lista para que embarcaran su peculiar capitán, su sorprendente primer oficial, y sus no menos singulares pasajeros. Uno a uno, se fueron despidiendo de Rel´c, que se encontraba en la plataforma de aterrizaje junto algunas de sus bellas empleadas. Entre ellas estaba Ursila, una mujer de piel tostada y pelo moreno. Sus ojos oscuros miraban a Han con resquemor disfrazado de altanería.

El capitán Kirk fue el último en estrechar la mano del dueño de Isla Caprichosa.

—En nombre de toda la tripulación del U.S.S. Enterprise, le reitero el agradecimiento por la información que nos ha conseguido, es muy importante para nosotros.

—De eso no me cabe la menor duda —respondió Rel´c— ¿Todavía sigue pensando en robar esa estatua?

—No tenemos otra opción, hemos de hacerlo.

—Es usted muy obstinado. ¿Sabe una cosa, capitán? —comentó el twi´lek dubitativo—, le he estado dando muchas vueltas a la cabeza, me intriga aquello que dijo su primer oficial, lo de poner su nave en órbita sobre Coruscant…

—¿En qué sentido?

—Bueno, llámeme ingenuo, pero creo que cuando bromeó sobre que tenía un artefacto capaz de teletransportar cosas, lo estaba diciendo en serio. Quizá no un teletransportador en sentido estricto, eso sería algo demasiado fantasioso, pero sí algo que les podría dar cierta garantía de éxito en el robo. Tenía un plan, un plan que el Sr. Spock y Han no tardaron en echar por tierra. Necesitan colocar su nave en órbita para que funcione, pero al parecer ya han tenido problemas con el Imperio, y no pueden pasar inadvertidos.

—Una teoría interesante, Sr. Morgerca —dijo Spock, alzando una ceja— ¿A dónde quiere llegar?

—Supongamos que yo pudiera proporcionarles un dispositivo de camuflaje que les permita orbitar sobre Coruscant sin ser detectados.

—¡Viejo tunante! —exclamó Han con admiración— No me digas que posees uno de esos chismes.

—Yo no, pero conozco a alguien que podría prestármelo. ¿Cómo crees que logré sacar la estatua gigante del dios Gantur en Floosim sin que nadie se enterara?

—Los dispositivos de camuflaje están perseguidos por el Imperio, y son muy raros. Ni siquiera el Sol Negro dispone de ellos —dijo Leia—. Únicamente unos pocos piratas independientes del Espacio Salvaje tienen alguno.

—Bueno, no únicamente —puntualizó Rel´c a la princesa.

—¿Se refieren a un dispositivo capaz de hacer invisible una astronave? —preguntó Spock.

—Sí, eso es —contestó Leia—. ¿Los conocen?

—Sí, también existen en el lugar de donde venimos, pero nuestra organización carece de ellos —le aclaró el vulcaniano.

—Está bien, Sr. Morgerca —intervino Kirk—, vayamos al grano: ¿qué nos pide a cambio de prestárnoslo? Una persona como usted no se involucraría hasta tal punto sin pensar en sacar algo de todo ello.

—Muy agudo, capitán —respondió el twi´lek—. Créditos tengo de sobra, ya lo saben, puedo obtener cualquier cosa que pueda pagarse con ellos. Pero hay ciertas cosas que no se pueden conseguir, por mucho dinero que pongas sobre la mesa.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó el capitán del Enterprise.

—Dado que tienen en mente robar en el museo más importante de la galaxia, por qué llevarse únicamente esa bagatela, hay otras piezas que podrían alegrar la vista de un viejo anticuario, obras de arte cuya adquisición le resultaría imposible utilizando los medios habituales.

—¡¿Pretende que desvalijemos el Museo Galáctico para usted?! —saltó la princesa de Alderaan enfadada—. No somos delincuentes. El Museo Galáctico es patrimonio de todos los habitantes de la galaxia, representa lo mejor de todos ellos. No estoy dispuesta a expoliarlo para capricho suyo, Sr. Morgerca.

—No se haga la ofendida, alteza: robar es robar, ¿o acaso piensa que sus fines son más elevados que los míos? —replicó Rel´c con serenidad.

—Puede estar seguro.

—Es cierto, es mucho más loable lo que hace usted, robar para financiar una revolución con la que llevar a miles de personas a la muerte —comentó el twi´lek.

—¡Cómo se atreve! —exclamó la princesa furibunda—. Nuestra causa es justa. Luchamos por la libertad en la galaxia. No nos refugiamos en un vacuo hedonismo revestido de falso sentido común para evitar ver lo que ocurre a nuestro alrededor. El Imperio es el que lleva, no a miles, sino a millones de personas a la muerte y la esclavitud.

—No se altere, alteza, he vivido más años que usted, he conocido la República, las Guerras Clon y el Imperio, y siempre ha habido corrupción, conflictos, injusticias, muerte, esclavitud, hambre… únicamente lucha por una fantasía, ningún ideal merece la muerte de nadie.

—Afortunadamente no todos pensamos así —dijo Leia—, hay quienes pensamos que una galaxia mejor es posible.

—Aprecio su romántico voluntarismo, y su energía juvenil me resulta embriagadora, de veras, pero soy una persona realista y práctica por encima de todo, hedonista, si lo prefiere llamar así —Rel´c endureció su rostro—. No me avergüenzo de lo que soy, en efecto, soy caprichoso, pero no tengo por qué soportar que nadie, y menos en mi casa, me dé lecciones de ética. Les he hecho una oferta muy generosa, si tienen tantos reparos en aceptarla, no lo hagan.

—Quizá no me guste lo que nos ha propuesto, pero eso no quiere decir que no vayamos a aceptarlo —dijo la princesa con un tono más sosegado—. Por mi parte estoy dispuesta a escuchar su oferta.

—¿Ustedes tienen alguna objeción?

—De momento ninguna, Sr. Morgerca —respondió Kirk, en nombre de sus compañeros—. ¿Qué es lo que desea?

—No soy avaricioso, sólo una cosa: «La Dama de Abarma». Desde pequeño he estado fascinado por ese cuadro. Es una obra no demasiado conocida, pero para mí siempre ha tenido un significado especial.

Leia miró a Rel´c con cierta melancolía, sabía qué cuadro quería, ella también lo adoraba, era una de las pocas obras de arte de su planeta que había sobrevivido al terrible holocausto.

—Está bien, aceptamos —dijo a regañadientes, sus sentimientos no debían interferir en sus decisiones como líder de la Alianza.

—Excelente, vayamos de nuevo a mi gabinete para tratar todos los detalles.


En el sistema Joya Brillante, en el Borde Medio, giraba en torno a su estrella azul el planeta Ord Mantell. Rodeado de una nube de cometas y quince lunas, Ord Mantell había sido durante muchísimo tiempo un importante enclave en las rutas espaciales. Pero con el auge de otros mundos, fue perdiendo poco a poco esa primacía, hasta convertirse en lo que era ahora, un secundario puerto franco que servía de refugio a mercenarios, contrabandistas, ladrones y estafadores. En definitiva, un lugar seguro para aquellos que tenían problemas con las autoridades. Como monumento a su decadencia como nudo galáctico, orbitaba el planeta la Rueda del Jubileo, una anticuada estación espacial que nunca llegó a terminarse de construir. El Imperio no se esmeraba mucho en controlar el sistema, por lo que Ord Mantell seguía manteniendo su reputación de mundo fuera de la ley.

Pese a todo, Worlport, la capital, todavía conservaba la apariencia magnificente de antaño, al menos en sus distritos centrales. La ciudad se había ganado cierta fama como destino turístico. Todos los años, miles de viajeros la visitaban para admirar su arquitectura colonial corelliana, jugar en sus casinos, o perderse en sus callejas en busca de algún falso tugurio. La idea de encontrar un auténtico planeta de forajidos era lo que espoleaba a muchos a viajar a Ord Mantell, pero la realidad era que pocos se aventuraban más allá de la parte bonita de la capital.

Los suburbios de Worlport eran sucios, peligrosos y poco edificantes. Los muelles de atraque se combinaban con construcciones prefabricadas oxidadas y vertederos de naves espaciales. No era extraño ver en esos lugares mendigos, rateros y mujeres de mal vivir. Tampoco faltaban los tiroteos, casi siempre protagonizados por cazarrecompensas tratando de atrapar a una presa escurridiza.

En uno de estos arrabales, era donde había atracado el Halcón Milenario. No era la primera vez que lo hacía, y tampoco sería la última. Aparte de su vanidoso propietario y su peludo lugarteniente, viajaban a bordo de la añeja astronave el ingeniero Montgomery Scott, Luke Skywalker, Hikaru Sulu, Pavel Chekov y los androides R2-D2 y C-3PO. Su misión era ponerse en contacto con Arak Malson, un hampón que, gracias a la intermediación de Rel´c Morgerca, podría prestarles el dispositivo de camuflaje que necesitaban para ejecutar el plan de robo en el Museo Galáctico.

Han pagó a un rodiano azul las tasas correspondientes, el combustible que iba a repostar, y una nada despreciable mordida por mantener la boca cerrada… por si acaso. El alienígena se guardó los créditos, e hizo un gesto a un androide para que llenara el depósito del Halcón.

—R2, 3PO, quedaos en la nave a vigilar. Si vierais algo sospechoso en nuestra ausencia, poneos en contacto con nosotros a través del comunicador —dijo Luke.
—Como desee, señor —respondió el androide de protocolo—. Y si así ocurriera, por favor, dense prisa en venir, este vecindario no parecía muy hospitalario visto desde el aire.
—Descuida, 3PO —le tranquilizó el joven de Tatooine, mientras pulsaba el botón que subía la rampa de acceso del carguero.
Para no llamar demasiado la atención, Scott, Sulu y Chekov vestían a la manera corelliana: botas altas, pantalones ajustados, camisa, chaleco, en el caso del escocés y el ruso, y chaqueta en el caso del piloto del Enterprise. Luke iba de la misma guisa que el de San Francisco.
—Ahora sí que parecen ustedes unos verdaderos saltaestrellas —comentó Han, al ver a los tres terrestres con sus nuevos atuendos.
—Con nuestra percha luce bien cualquier cosa —bromeó Scott.
—Doy fe de ello —asintió el antiguo contrabandista—. Será mejor que nos pongamos en marcha.
El sexteto salió del muelle de embarque y pisó el suelo sin pavimentar del suburbio de Worlport. Luke no había visitado jamás una ciudad tan grande como aquella, a su lado Mos Eisley era poco más que una aldea. En el horizonte se vislumbraban las torres de los distritos centrales, y continuamente surcaban el cielo pequeñas astronaves. El olor era el característico de cualquier puerto espacial fronterizo, una mezcla de herrumbre, lubricante y carburante quemado. El paisanaje de Worlport era de lo más variado, seres de infinidad de mundos recorrían sus calles de un lado a otro: twi´leks, rodianos, sullustianos, trandoshanos, ithorianos… y, por supuesto, humanos. Algunos de ellos paseaban fuertemente armados, con cara de pocos amigos. Sin duda se trataba de fríos sicarios y cazarrecompensas, curtidos en mil y una escaramuzas. Ante tal panorama, Luke recordó las palabras con las que Obi-Wan le definió Mos Eisley: «nunca encontrarás un lugar como este, tan lleno de maldad y vileza», y tragó saliva al darse cuenta de que quizá su venerable maestro había exagerado un poco.

—Han, ¿seguro que el Halcón estará a salvo aquí? —preguntó el muchacho.

—Tranquilo, Luke, el barrio parece peor de lo que en realidad es —respondió el corelliano—. El Club Estrella Azul se encuentra cerca del Casino Lady Fate. A un par de manzanas hay un establecimiento donde alquilan aerodeslizadores, no son precisamente último modelo, pero es mejor que ir andando.

—¿Cree que ese tal Malson estará dispuesto a prestarnos ese aparato?

—Tenemos la recomendación y los créditos de Rel´c para convencerle, Sr. Scott. Lo único que debemos hacer es no meter la pata confesando quiénes somos en realidad. A partir de ahora, somos ladrones y contrabandistas asociados con Rel´c Morgerca. El negocio se iría al garete si Malson tuviera la más mínima sospecha de que pertenecemos a la Alianza Rebelde o, aunque no sepa en qué consiste, su Federación Unida de Planetas.


Hileras de edificios serpenteaban por las laderas de las colinas que salpicaban el centro de Worlport. La arquitectura colonial corelliana era sencilla y elegante, predominaban las líneas curvas, las cubiertas en forma de cúpula, y los pináculos en las torres más altas. Al contrario de lo que ocurría en los suburbios, las calles estaban limpias, había árboles en muchos lugares, y el mobiliario público estaba bien cuidado, hasta podías tropezarte con alguna patrulla imperial. Pequeños comercios de todo tipo daban colorido a los bajos de los edificios, y un incesante hormigueo de gentes recorría las aceras haciendo sus compras.

La construcción más imponente era el Palacio de Gobierno, que ahora servía de residencia y lugar de trabajo del corrupto gobernador colocado a dedo por el Imperio. El Casino Lady Fate era otro de los lugares más emblemáticos, gracias a la fama de sus mesas de juego y sus exóticos espectáculos. A su alrededor, proliferaban salones y clubs nocturnos más modestos.

El tránsito de vehículos terrestres, curiosamente, no era muy elevado en Worlport, y era relativamente fácil encontrar un lugar en el que estacionar un aerodeslizador, incluso no muy lejos del famoso casino.

—¡Ya tenía ganas de llegar! —protestó Luke, brincando a la acera—. La tapicería de este cacharro huele a aliento de bantha. Menos mal que es un modelo descapotable.

—El olor es lo de menos, yo casi me he quedado pegado al asiento —añadió Chekov, haciendo un gesto de asco—, es como si lo hubiesen rociado con plastosintosina.

—Seguramente era parte de la salsa de ese repugnante bocadillo que encontré pudriéndose en la guantera —bromeó Sulu.

—¡Bruuunff! —gruñó Chewbacca con repelús.

—No se quejen, ustedes no se han estado clavando un muelle durante todo el trayecto… donde pueden imaginarse —intervino Scott.

—¡Eh!, ¿qué es esto?, ¿un concurso? —saltó Han—. La próxima vez que haya que elegir un aerodeslizador, háganlo ustedes… panda de señoritas. Era lo mejor que había.

El Club Estrella Azul se encontraba al otro lado de la calle. Evidentemente, sólo se trataba de una ingenua tapadera para los turbios negocios de su propietario, Arak Malson. Era un edificio de planta circular con doce pisos. En la planta baja se encontraba el club propiamente dicho, el resto, estaba a disposición de Malson, su familia, sus colaboradores más cercanos y sus invitados. La entrada al club constaba de un gran portalón hexagonal y dos de menor tamaño a cada lado. El central, estaba flanqueado por dos figuras, un atlante y una cariátide, que aguantaban una cornisa con un neón con el nombre del local y una estrella de seis puntas, por supuesto de color azul. Unas sólidas antepuertas blindadas cubrían los tres portalones.

—Está cerrado a cal y canto —dijo Luke.

—Es un club de jizz, ¿no esperarías que estuviera abierto a estas horas de la mañana? —contestó Han, con una sonrisa socarrona—. Habrá que llamar al timbre.

El corelliano apretó un botón que había en un panel situado en una de las jambas del portón principal. A los pocos segundos, una portezuela se abrió en el panel, de donde surgió un tentáculo mecánico con una esfera de sensores en el extremo que los sondeó rápidamente.

—El club está cerrado, vuelvan por la noche —sonó una voz poco amistosa.

Y antes de que nadie pudiera responder nada, el tentáculo volvió a esconderse.

—No parecen muy amables, capitán Solo —dijo Scott.

—Habrá que insistir.
Han pulsó otra vez el botón de llamada, y de nuevo volvió a aparecer el tentáculo con la esfera de sensores.

—Lárguense, ya les he dicho que está cerrado —sonó la voz de antes, pero en esta ocasión con un tono que rozaba la amenaza.

—No hemos venido a divertirnos, queremos tratar un asunto importante con el Sr. Malson —explicó el corelliano, antes de que se escondiera el tentáculo.

—¿Tienen ustedes cita previa?

—Bueno, no, pero…

—¡Entonces consigan una y dejen de molestar! —respondió la voz, al mismo tiempo que se introducía el tentáculo en su receptáculo.

—Definitivamente, no son nada amables —afirmó Scott con rotundidad—. Déjeme probar a mí.

—Todo suyo —dijo Han.

El ingeniero jefe del Enterprise se acercó al panel y tocó el timbre. El tentáculo emergió de nuevo, y esta vez la voz vibró con suma irritación.

—¡Están empezando a cansarme, si no se van ahora mismo les…!

—¡Cállese y escuche! —le interrumpió Scott con autoridad—. Hemos venido de parte de Rel´c Morgerca, tenemos un negocio muy interesante que proponer a su jefe. ¿Quiere ser el responsable de hacerle perder un montón de dinero? Seguro que cuando se enterara no le haría mucha gracia.

El peculiar portero electrónico enmudeció durante unos segundos.

—Esperen un momento —masculló finalmente.

Los seis viajeros estelares permanecieron callados durante minuto y medio, mirándose unos a otros con incómoda expectación, como si fueran seis desconocidos encerrados en un ascensor.

—Está bien, pueden pasar —dijo la voz a regañadientes tras el paréntesis—. Utilicen la puerta de servicio, está al otro lado del edificio.

El tentáculo con sensores se introdujo en su escondrijo por última vez, y Han, Scott y sus compañeros comenzaron a dar la vuelta al edificio.

—No importa en qué galaxia te encuentres o de qué galaxia vengas, si quieres que se te haga caso en este tipo de lugares, hay que utilizar el mismo lenguaje que tus interlocutores —afirmó el escocés, no sin cierto cinismo.

En la puerta de servicio, les estaban aguardando un corpulento devaroniano de más de dos metros de alto y un humano de piel oscura, cabeza afeitada y anchas espaldas. Vestían un sobrio y elegante uniforme de inspiración corelliana, y ambos portaban sendas pistolas láser.

—Si quieren pasar adentro, deberán deshacerse de sus armas, normas de la casa —dijo el devaroniano de forma seca, su voz se correspondía con la del portero automático—. Mi compañero se las guardará.

Todos obedecieron sin chistar, y se despojaron de ellas, la demoniaca apariencia del devaroniano era lo suficientemente intimidante para no andarse con remilgos.

—¿Una espada láser?¿De dónde has sacado este chisme? —comentó con sorpresa el humano al tenerla en la mano.

—Es un recuerdo de familia —respondió Luke.

—No te preocupes, cuidaremos tu «recuerdo de familia» muy bien… jedi —contestó con guasa el matón.

A Luke le sentó fatal la poco original chanza, pero mantuvo la compostura mientras los dos matones se reían ante sus narices.

El humano depositó las armas en una bandeja y, acto seguido, cacheó a sus propietarios.

—Están limpios, pueden entrar.

El devaroniano acompañó al grupo hasta el vacío salón principal del local, decorado con un estilo que podría definirse como «art decó», si no fuera porque se encontraba a distancias inimaginables de la Tierra. Predominaba el negro, el rojo y el dorado: el negro en el mobiliario, el rojo en la moqueta, y el dorado en multitud de elementos ornamentales. Entre estos últimos destacaban los espectaculares paneles de latón con relieves de temática musical que vestían las paredes. La sala, de gran amplitud, constaba de un escenario rodeado de mesas y sillas, una zona de baile, y una larguísima barra de bar escoltada por filas y filas de multicolores botellas de licor.

—El Sr. Malson en este momento no puede atenderles. Les ruega que tomen asiento, y les invita a una copa mientras esperan —dijo el cornudo alienígena, con una entonación que semejaba más una orden que un cortés ofrecimiento.

Una vez se hubieron sentado en torno a una mesa, el devaroniano les sirvió un líquido amarillo sin preguntarles si querían eso o cualquier otra cosa. Enseguida entró su compañero, tras haber puesto a buen recaudo la bandeja con las armas, y se colocó junto a la puerta que conducía a la salida de servicio con las manos cruzadas sobre el vientre. El devaroniano se apoyó en la barra y adoptó la misma actitud que su colega. Chekov miró con disimulo a los dos matones, y realizó un comentario en voz baja.

—No nos quitan el ojo de encima, no parece que se fíen demasiado de nosotros.

—Su trabajo es no fiarse de la gente, Sr. Chekov —contestó Scott.

—Espero que esta situación no dure mucho, esos dos tipos me ponen nervioso —dijo Luke, cogiendo su vaso y tomando un largo trago. Inmediatamente, su rostro adquirió un tono bermejo, y los ojos se le salieron de las órbitas—. ¡Aaaajj!, me abraso… ¿qué clase de brebaje es este? —susurró, tratando, sin éxito, de no llamar la atención y quedar en ridículo.

Los dos matones no pudieron reprimir una risita burlona al ver la reacción del muchacho.

—¡Pedazo de bruto! ¿A quién se le ocurre tomarse una plaga amarilla de Randoni como si fuera un refresco? —le apercibió Han—. Todavía tienes que aprender muchas cosas, niño.

—¿Algún problema? —preguntó el devaroniano desde la barra.

—Ninguno, todo está perfecto —respondió el corelliano, con una amplia sonrisa.

Un siseo repentino al otro lado de la sala captó el interés de todos los presentes. Las puertas automáticas de uno de los ascensores que comunicaban el club con las plantas superiores se había abierto, y una figura enmascarada y armada hasta los dientes entró en escena. Para Luke Skywalker y los tripulantes del Enterprise sólo podía tratarse de un excéntrico matón más que se unía a sus colegas, pero Han y Chewbacca enseguida vieron que no se trataba de un simple empleado de Malson, el casco y la desgastada armadura mandaloriana que llevaba era más que suficiente para conocer la identidad del recién llegado: Boba Fett, el más frío e implacable cazarrecompensas de toda la galaxia.

Con insolente lentitud, el impasible mercenario se acercó a la mesa donde estaban, y con una voz distorsionada electrónicamente se dirigió al capitán del Halcón Milenario.

—Qué pequeña es la galaxia, Solo. Eres la última persona que esperaba encontrarme en este lugar. Pensaba que en este local estaba reservado el derecho de admisión.

—Está claro que no, sino no dejarían entrar a sabandijas como tú, Fett —replicó Han con elegancia.

—¡Hrrooow! —gruñó Chewbacca con desagrado, sentía una profunda aversión hacia el acorazado personaje.

—Veo que tienes nuevos socios… ¿o debería decir nuevos incautos?, seguro que no les has contado que le debes dinero a Jabba El Hutt… mucho dinero.

—Considera saldada esa deuda. Si ves a Jabba, dile que pronto habré conseguido ese dinero.

—Jabba está harto de esperar, no tardará mucho en poner precio a tu cabeza, y yo seré el primero en ir detrás de ti.

—¿Me estás amenazando, Fett?

—Sólo te estoy haciendo una advertencia, una advertencia de amigo.

—Tú no eres mi amigo, no eres amigo de nadie.

—La amistad sólo es un lastre para los tipos como tú y como yo, ya deberías saberlo. Afortunadamente, yo me deshice de ese lastre hace mucho tiempo.

—Eres todo corazón —respondió Han irónico—. ¿Qué haces aquí?

—Malson ha tenido problemas con su contable. Ha falseado sus cuentas y le ha robado mucho dinero. Se ha fugado con una camarera antes de que lo pillaran. Me ha encargado que lo encuentre y se lo traiga.

—Creía que no se podía entrar armado aquí —apuntó Luke.

—Esas reglas no valen conmigo, chico —contestó Fett, con su perturbador timbre electrónico—. He realizado muchos trabajos para Malson, en cierto modo puede decirse que formo parte de su gran familia. Espero que lo que tengáis que proponerle sea lo suficientemente fructífero… por vuestro propio bien —el siniestro cazarrecompensas hizo un gesto con la cabeza a uno de los matones para que fuera a la salida y le abriera—. Hasta la vista, Solo.

Fett se alejó con tranquilidad, y desapareció tras la puerta que comunicaba el salón con la salida de servicio.

—¿Quién era ese idiota? —preguntó Scott a Han.

—Boba Fett, un idiota muy peligroso. Un cazarrecompensas que sería capaz de vender a su propia madre… suponiendo que la tuviera.

—¿Por qué escondía su cara tras ese casco? —intervino Sulu.

—Respecto a por qué oculta su identidad… circulan historias para todos los gustos: hay quien dice que es porque tiene la cara desfigurada; otros dicen que es un oficial imperial renegado; hay incluso quien cree que ni siquiera es humano, que es un sofisticado ciborg con un fallo de programación —respondió el corelliano—… yo sólo sé que nadie que haya visto su rostro ha vivido para contarlo.

—Parece que todos los chalados de esta galaxia tienen la extravagante afición de usar cascos y máscaras —comentó Scott, recordando a Vader.

—Sólo los malos —le puntualizó Han—. No estoy tranquilo, si Fett anda rondando por Worlport, puede ocasionarnos problemas. Chewie, coge el aerodeslizador y vuelve al Halcón, no me gustaría que nos colocara un rastreador en el casco, y no me fío de las dotes de vigilancia de los androides. Nosotros tomaremos un aerotaxi cuando hayamos acabado aquí.

—¡Wrroooohg! —asintió el wookiee, levantándose de la mesa.

—Sulu, Chekov, acompáñenle. Seis ojos ven mejor que dos —ordenó Scott por su parte.

—El Sr. Malson acaba de comunicarme que ya puede recibirles —les interrumpió el devaroniano—. Vengan conmigo.

—Iremos sólo nosotros tres —contestó Han, señalando con la mirada a Scott y Luke—, el resto tiene que salir a solucionar un asunto que se nos había pasado por alto.

—Como quieran, síganme.

Los tres hombres y el alienígena astado entraron en el mismo ascensor por el que había bajado Boba Fett. El matón pulsó un botón y subieron en silencio hasta el penúltimo piso. Allí les esperaban dos iridonianos, custodiaban la puerta que daba paso al apartamento de su patrón. Con el rostro imperturbable, los dos guardianes, que parecían gemelos, dejaron pasar al interior a su compañero y los tres desconocidos.

El espectacular apartamento de Malson ocupaba casi toda la planta undécima del edificio, únicamente el centro, donde se ubicaban los ascensores y un corredor circular, no formaba parte de él. El salón-vestíbulo era muy amplio y diáfano, la luz entraba a través de un gran ventanal curvo que daba al exterior. La decoración era moderna y funcional, con muebles de diseño exclusivo y valiosas obras de arte contemporáneo.

El cuarteto cruzó la estancia y se encaminó hacia una puerta que había a la izquierda, junto a una jardinera con unas plantas trepadoras de tallos leñosos, carnosas hojas verdes, y flores campaniformes de color fucsia. Al otro lado había un espacioso despacho donde les aguardaban un humano de mediana edad, un fornido twi´lek rosado, un enjuto sakiyano de ojos astutos, y una majestuosa pantera de las arenas corelliana. Scott, Han y Luke se quedaron paralizados al ver como la letal fiera se les acercaba, mirándolos fijamente.

—No tengan miedo, es inofensiva —intervino el humano— Alana, ven aquí bonita —la llamó con voz dulce mientras se acuclillaba. El animal fue hacia él, y dejó que hundiera sus manos en su sedoso y brillante pelaje plateado—. ¿Lo ven?, dócil como un gatito.

—Yo de usted no me confiaría mucho —dijo Han, reponiéndose de la impresión—. Por muy domesticado que esté, ese gatito segrega veneno en sus garras, un inocente rasguño puede resultar mortal.

—No soy tan temerario —respondió el hombre incorporándose—. Está genéticamente condicionada y modificada, es incapaz de hacer daño a nadie, y tampoco tiene veneno. Fue un capricho de mi hijo. Al principio no me hizo gracia la idea, pero con el tiempo uno se encariña de estos bichos. ¿No es adorable?, casi la prefiero a mi esposa —bromeó, volviéndose a poner en cuclillas—. Anda, preciosa, ve a la cocina, creo que nuestro chef ha preparado un jugoso solomillo de traladón para ti solita.

La pantera, como entendiendo lo que decía su amo, salió rápidamente del despacho, escurriéndose entre dos estupefactos Scott y Luke. El hombre se incorporó de nuevo, y escrutó con la mirada al trío de desconocidos. Su rostro tenía un color cetrino, era afilado, y estaba surcado por profundas arrugas de expresión. Un pelo rizado entrecano enmarcaba sus duras facciones.

—Ustedes son los emisarios de Morgerca, ¿no? —dijo tras haberlos examinado—. ¿Dónde están Aayla y Ursila?, son sus intermediarias habituales.

—Se trata de un caso especial —respondió Han—. Me llamo Han Solo, y mis compañeros son Luke Skywalker y Montgomery Scott.

—Tanto gusto, soy Arak Malson. Este es Sagur, mi lugarteniente, y él Moorlon, mi guardaespaldas personal— dijo señalando con la mano al sakiyano y el twi´lek, respectivamente—. A Zaafoo ya lo conocen, les ha traído hasta aquí.

—El placer es nuestro, Sr. Malson —le correspondió el corelliano.

—Bien, siéntense y hablemos —propuso Malson sin más preámbulos.

Scott, Han y Luke tomaron asiento en unos sillones giratorios de cuero negro, al igual que el lugarteniente de Malson. Malson, por su parte, se acomodó en un sillón más aparatoso, tras una mesa de despacho de metal y cristal. A su espalda había un ventanal que ocupaba toda la pared, desde él podía disfrutarse de una magnífica panorámica del centro de Worlport y su bahía. El devaroniano se marchó a una señal de su jefe, y el guardaespaldas twi´lek permaneció de pie en un rincón de la habitación con los brazos cruzados.

—Supongo que habrán traído algo para demostrarme que vienen de parte de Morgerca —dijo Malson, poniéndose serio—. Únicamente su palabra no es suficiente. Necesito algo más sólido. No es descortesía, sólo precaución. Espero que lo comprendan.

—Nos hacemos cargo —contestó Han, mientras sacaba de un bolsillo de su chaleco un proyector de hologramas—. Tenemos un mensaje del propio Morgerca.

El capitán del Halcón Milenario puso el pequeño aparato sobre la mesa, y enseguida la oronda figura de Rel´c apareció parpadeante ante los ojos de Malson, como el genio de una lámpara maravillosa.

—Hola, Arak. Espero que tu familia y tú os encontréis bien. Me pongo en contacto contigo para pedirte que me prestes tu artefacto mágico, ya sabes a cual me refiero. El capitán Han Solo irá a recogerlo, siento no poder haber ido en persona. Si tienes delante a un apuesto corelliano con una cicatriz en la barbilla, acompañado por un wookiee: ese es mi hombre. Si aun así tienes dudas, puedes preguntarle sobre aquello que tú y yo sabemos. En tu cuenta de Aargau he ingresado tu tarifa habitual más otros veinte mil créditos adicionales, puedes comprobarlo si quieres. Hasta la vista, y saluda de mi parte a tu encantadora esposa, no te perdonaré nunca que me la robaras.

El holograma se desvaneció, y Malson apoyó su espalda en el mullido respaldo de su sillón.

—Rel´c, tan bromista como siempre —dijo, suavizando la dureza de su semblante—. Mi mujer, Aurora, la conocí en su casa, trabajaba para él. Aunque seguro que eso ya lo sabían —explicó mientras recogía el dispositivo holográfico—. Sagur, lleva a que analicen esto y consulta mi cuenta de Aargau.

El sakiyano obedeció a su jefe, y salió del despacho sin hacer una sola pregunta.

—Creo que ha extraviado a su wookiee, capitán Solo.

—Venía con nosotros. Tuvo que irse a solucionar un asunto, pueden corroborarlo sus hombres de abajo.

—Bien —continuó Malson—. ¿Cuál era el nombre de pila de la abuela materna de Rel´c Morgerca?

—Eeana —respondió Han.

—En realidad se llamaba Ruuala, Rel´c y yo acordamos cada vez un nombre diferente para casos como este. ¿Qué se trae entre manos ese twi´lek extravagante? Ha de ser algo gordo para mostrarse tan dadivoso.

—Lo es, se trata de un importante robo.

—Ya veo, Rel´c ha decidido volver a las andadas. ¿Tienen idea de cómo funciona un dispositivo de camuflaje?

—¿Alguien la tiene? —intervino Scott—Sabemos que ese tipo de tecnología es casi imposible de duplicar.
—Por eso es tan valiosa —dijo Malson—, y por eso he de andar con cuidado. Si el Imperio, la Alianza Rebelde, el Sol Negro o los clanes hutts se enteraran de que tengo uno en mi poder, podría meterme en serios problemas.

—¿Cómo consiguió uno? —preguntó Luke inocentemente.

—La curiosidad puede ser peligrosa, muchacho. Pero llegados a este punto, poco importa que te cuente cual es su origen.

»En mi juventud, durante las Guerras Clon, trabajé como mercenario. En muchas ocasiones, mi profesión me llevó a participar en conflictos en el Espacio Salvaje, lejos de los intereses de la Antigua República o de los separatistas. Mundos que tenían sus propios problemas, problemas que les importaban un bledo a unos y a otros. Allí no había ley, ejércitos de ningún tipo, o caballeros jedi… no había nada. La gente se las tenía que apañar como podía, y ahí es donde entraban los tipos como yo.

»Una vez solicitaron nuestros servicios un grupo de mineros independientes de Drobus II. Tenían una lucrativa mina de trifélium, pero últimamente habían sufrido pérdidas muy importantes a causa de los ataques de un pirata trandoshano llamado Wittira. Estaban desesperados, y nos pagarían lo que pidiéramos. Organizamos la defensa de la mina, y patrullábamos con nuestras naves en la órbita del planeta continuamente. Supusimos que con eso sería suficiente para hacer desistir a Wittira de asomar su cabeza de reptil por allí. Dinero fácil, pensamos. Nos equivocamos.

»Aparecieron de la nada en medio de la noche, cientos de piratas. La mayor parte de mis compañeros pereció durante los primeros minutos de la refriega. Ese Wittira estaba mucho mejor equipado de lo que nos habían contado los mineros. Había medrado rápidamente en los últimos tiempos gracias a los cargamentos robados. Las Guerras Clon estaban en su apogeo, y los separatistas necesitaban todo el trifélium que fuera posible para fabricar componentes para sus androides de combate. Tanto la Federación de Comercio como la Tecno Unión pagaban cualquier cosa por el escaso mineral. Wittira se vio lo suficientemente fuerte para tomar la mina, esclavizar a los mineros, y proveer a los separatistas de manera directa. Había decidido dejar la piratería y establecerse legalmente, podríamos decir.

»Las naves centinelas habían sido destruidas, la mina estaba a punto de caer, y yo no tardaría mucho tampoco. Luchar hasta la muerte, rendirme y vivir una vida de esclavo, o intentar huir y salvar mi pellejo y mi libertad: decidí lo tercero. No sé como lo logré, pero conseguí salir del complejo minero en medio de la batalla, y adentrarme en el desierto que lo rodeaba, fue entonces cuando mi destino cambió. Tropecé con algo metálico, algo que había allí aunque no se viera. Enseguida me percaté de las huellas sobre la tierra de varias patas, ahí había una nave. Ese miserable de Wittira tenía un dispositivo de camuflaje, así es como había desembarcado a sus hombres sin que pudiéramos detectarlo. Había oído hablar de ese tipo de artefactos, pero nunca había visto ninguno en acción. Una idea alocada se me pasó por la cabeza: abordar la nave. Con la mayoría de los efectivos de Wittira en la mina, puede que estuviera relativamente desprotegida. La perspectiva de morir de sed en el desierto también espoleó mi determinación. No tardé en encontrar una entrada, y me escondí en su interior.

»Era una corveta corelliana, un modelo muy común incluso hoy en día. Conocía muy bien su disposición, así que no fue difícil ocultarme de los piratas durante varias horas. Soy un hombre paciente, esperé mi oportunidad, y ésta finalmente llegó.

»Tras la victoria se organizó una fiesta salvaje, y el alcohol y las sustancias tóxicas allanaron mi camino hacia el triunfo. Sólo había un puñado de hombres en la corbeta, y logré introducirme sin demasiados problemas en el puente. Maté a los pilotos sin que llegaran a enterarse y despegué. Después aislé el puente del resto de la nave, y extraje el oxígeno para asfixiar a los piratas que pudiera haber. Algunos tuvieron una muerte dulce en sus catres, a otros los encontré por los pasillos con los rostros desencajados en un postrero e inútil intento de llenar sus pulmones.

»Había conseguido una nave invisible, y enseguida supe cómo sacarle provecho en el mundo del contrabando. Así empecé a construir mi organización.

—Una nave invisible, el sueño de todo contrabandista —comentó Han con envidia.

—Todavía poseo esa vieja corbeta, como recuerdo, pero ya no utilizo casi el dispositivo. Ya no soy un modesto contrabandista, tengo un estatus, intento mantenerme donde estoy. No soy ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Si mis competidores se enteraran de que tengo un cacharro que hace invisible a una nave, podría ser mi fin. Sólo conocen su existencia mis empleados de confianza o amigos leales, como Rel´c Morgerca.

—¿Y por qué nos cuenta todo esto? —advirtió Scott— ¿No es una indiscreción por su parte?

—Ustedes ya conocían mi secreto, sino no estarían aquí, evidentemente. Además, Rel´c jamás se lo hubiera contado si dudara de su discreción o no fueran de confianza. Por otra parte, en el hipotético caso de que no fueran quienes dicen ser, tampoco me preocuparía mucho.

—¿Y eso por qué? —preguntó Luke con candidez.

—Porque no saldrían vivos de este edificio. Moorlon es tremendamente eficaz en esos casos —Contestó Malson, con un gesto malicioso—. Pero ustedes no tienen nada que temer… ¿verdad?

—Pues claro que no —respondió Han, sonriendo bobaliconamente.

Un pitido en el interfono que había sobre la mesa interrumpió la conversación.

—¿Y bien? —contestó Malson, apretando un botón.

—Todo en orden. La grabación es auténtica y el dinero está ingresado.

—Entendido —respondió escuetamente el antiguo mercenario, después se arrellanó en su confortable sillón —. Veo que son quienes dicen ser. Recuerden que lo que voy a hacer es un favor personal hacia un buen amigo. El dispositivo de camuflaje es suyo… temporalmente. Tienen veinte días estándar para hacer lo que tengan que hacer. Si tardan más de la cuenta en devolvérmelo tendrán que pagar un recargo, Rel´c ya lo sabe.

»El aparato se instala en el sistema generador de escudos, sustituye los deflectores por una pantalla de invisibilidad, tanto para la vista como para los instrumentos. No se preocupen tampoco por las estelas de calor o los rastros de radiación, también son camuflados. Recuerden que mientras lleven el dispositivo conectado carecerán de escudos protectores, cualquier disparo enemigo que les alcance puede resultar el último. También les recomiendo que no inicien un ataque camuflados, delatarían su posición y serían muy vulnerables. La astronave en la que lo instalen debe tener un tamaño mínimo, al menos el de una corbeta, y no funciona en el hiperespacio.

—¿Consume mucha energía? —preguntó Scott.

—La misma que unos buenos escudos deflectores. Si lo desea, Sr. Scott, puede ir con ustedes uno de mis operarios, les informará de todo lo que necesiten saber.

—Muchas gracias, pero no hace falta —respondió el escocés educadamente—. Una vez colocamos un aparato muy similar sin demasiadas complicaciones. Además, nuestra nave no se encuentra aquí, en Ord Mantell, hemos venido en un transporte más pequeño.

—Como gusten, pero quiero que me lo devuelvan de una pieza, ¿está claro?

—Como el cristal, Sr Malson —dijo Scott.

—Si hay algo que no tolero es la falsedad y la traición. Si se les pasara por la cabeza quedarse con lo que no les pertenece, no tardaría en dar con ustedes, recuperar lo mío y castigarlos —les advirtió Malson, cambiando el tono amistoso de su voz— ¿A dónde he de ordenar que lleven el dispositivo?

—Muelle de embarque ciento cuarenta y dos —contestó Han, mientras se preguntaba quién o qué le impelía a meterse en semejantes líos a cambio de nada.


Un descapotado aerotaxi conducido por un hombrecillo con dientes de conejo recorría las calles de Worlport. Su destino era el lugar donde se encontraba atracado el Halcón Milenario, y en el iban Han, Scott y Luke tras su entrevista con Malson.

—Tenemos lo que vinimos a buscar, pero otra vez procura reprimir tus ganas de saberlo todo, niño. Conozco cómo funciona la mente de un tipo como Malson, no bromeaba con lo de borrarnos del mapa si no hubiéramos sido quienes dijimos que éramos.

—Lo tendré en cuenta para la próxima vez, Han —respondió avergonzado el muchacho de Tatooine.

—No me suenan estas calles —advirtió Scott con extrañeza.

—Tiene razón —dijo Han, echando una rápida ojeada al barrio—. ¿Por dónde nos lleva? —preguntó al conductor.

—Es un atajo.

—¿Un atajo?... y un cuerno. Usted es taxista, nunca iría por el camino más corto —Han desenfundó como un rayo su pistola láser y apuntó a la cabeza del conductor— Dé media vuelta y déjenos donde nos había recogido, ¡rápido!

—Pero… señor, ¿se ha vuelto loco?

—¿Quién te ha pagado para traernos por aquí?

—¡No sé de qué me está hablando, soy un taxista honrado!

—¡Dé la vuelta ahora! —insistió el corelliano, apretando el cañón sobre su cabeza.

—Han, ¿no crees que estás exagerando un poco? —dijo Luke.

—Conozco Worlport, no nos está llevando por un atajo, y me imagino quién es el resp…

Un dardo clavado en el cuello silenció al capitán del Halcón Milenario, que se derrumbó en su asiento de forma inmediata. Scott y Luke sacaron sus armas instintivamente, al ver a su compañero abatido. El ingeniero escocés permaneció con su fáser alerta mientras Luke examinaba a Han.

—Está vivo, le han disparado una especie de dardo paralizante —dijo el joven rebelde, arrancándole el minúsculo proyectil del cuello.

—Seguro que es cosa de ese Boba Fett —Scott apuntó su arma al hombrecillo de incisivos prominentes—. ¡Gire en redondo!

Una lluvia de rayos láser impactó en el aerotaxi. El conductor, que era un cobarde, frenó en seco y salió corriendo de su vehículo, renegando del trato que había hecho con el cazarrecompensas. Luke y Scott dispararon a ciegas al aire, no sabían exactamente dónde estaba escondido su atacante.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Scott.

Luke brincó al asiento del piloto y arrancó el aerodeslizador.

—¡Utilice el comunicador, necesitamos ayuda! —sugirió el joven rebelde, doblando por una bocacalle.

Los rayos láser no dejaban de golpear sobre el aerotaxi mientras Scott sacaba su comunicador.

—¡Aquí Scott, tenemos problemas!

—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Sulu.

—¡Nos están atacando, localicen nuestra pos…!

Una patada en la mano del ingeniero hizo volar el comunicador, su autor, Boba Fett, parecía haberse materializado en la parte trasera del vehículo flotante. Scott trató de dispararle con su fáser, pero el cazarrecompensas conectó su mochila propulsora y desapareció en el aire tan sorpresivamente como había aparecido.

—¡Ese tipo tiene un chisme para volar, me ha hecho perder el comunicador!

—¡Lo he visto, Scott, utilice el de Han! —respondió Luke acelerando.

Scott rebuscó en el chaleco del corelliano y lo cogió. Se disponía a utilizarlo cuando un dardo paralizante se clavó en su nuca, poniéndolo fuera de combate. En el comunicador abierto comenzó a escucharse la vocecita de Sulu, pero nadie contestó.

Boba Fett surcó el cielo como un cohete humano, y trató de situarse otra vez en la parte de detrás del aerodeslizador. Luke se percató de ello y le disparó con su pistola con poco tino. Sus sentidos jedi no estaban lo suficientemente desarrollados para acertar mientras trataba de esquivar a toda velocidad viandantes y vehículos en una ciudad desconocida. No le quedaba otra opción que frenar y enfrentarse a su perseguidor en mejores condiciones. Tampoco entraba en su conciencia acabar matando a gente inocente. Enseguida vio un callejón vacío, giró el aerodeslizador, frenó, y saltó al pavimento empuñando su arma láser.

El callejón no tenía salida, en el había varios contenedores oxidados que rebosaban quincalla inservible y desperdicios. Luke vio como unos roedores de aspecto desagradable se peleaban por unos huesos a medio descarnar, su presencia parecía importarles poco.

—¡¿Por qué no das la cara?! —exclamó el muchacho con ímpetu— ¡¿Acaso eres un cobarde?!

La respuesta al reto del valiente rebelde fue un súbito pinchazo en el cuello que le hizo caer a tierra. Perdió el control sobre sus músculos, no podía realizar ningún movimiento voluntario, ni siquiera hablar. Con la cabeza sobre el suelo pudo ver y oír como Boba Fett descendía de una azotea y se acercaba a él. Intentó con todas sus fuerzas mover la mano que todavía asía la pistola y apretar el gatillo, pero le resultó imposible. Sujetando su rifle láser con el ufano ademán de un cazador que acababa de abatir a su presa, Fett se colocó al lado del cuerpo de Luke.

—No soy cobarde, soy práctico —sentenció con una frialdad que iba más allá de su peculiar acento robotizado.

El cazarrecompensas desarmó a Luke y vio el sable láser que pendía de su cinturón. Dolorosos recuerdos afloraron en su calculadora mente de mercenario, recuerdos de cuando sólo era un niño y un asqueroso jedi le arrebató lo único que había querido en la vida: su padre. Fuera un despreciable cachorro de jedi o no, el mero hecho de que ese niñato desconocido portara ese tipo de arma era un golpe de suerte, conocía a gente importante que quizá pagaría una suculenta recompensa por su inesperada captura.

Fett agarró a Luke de las piernas, lo arrastró hasta el aerodeslizador, y lo introdujo en él junto a sus compañeros. Después se sentó en el asiento del piloto y arrancó. El día le estaba siendo muy propicio, pensó. Tras recibir el encargo en exclusiva de encontrar al contable ladrón de Malson, se topó con el desaparecido Han Solo y su inseparable Chewbacca. Jabba El Hutt siempre tuvo demasiada condescendencia con ese par de perdedores, pero sabía que su paciencia distaba mucho de ser infinita. Nada más salir del Estrella Azul, contactó subespacialmente con Jabba para informarle, y, tal y como había previsto, éste no tardó en ofrecerle una generosa suma por entregarle al corelliano y al wookiee vivos. Ya tenía a Solo y dos de sus nuevos socios, y no tardaría en echarle el guante a Chewbacca y el resto. Si habían hecho un trato con Malson, éste no tenía por qué enterarse, no era su problema.

El Esclavo I, la nave de Fett, descansaba en un cochambroso muelle espacial bastante alejado. Su
misterioso dueño entró en la desgastada estructura astroportuaria y paró el aerodeslizador. Acto seguido, pulsó un botón de su muñequera izquierda, y una puerta se abrió en la popa de la extraña nave con forma de caracola marina. Como había hecho decenas de veces, encerraría a sus prisioneros en unas minúsculas celdas que había en un compartimento. Apretó otro botón de su muñequera, y una plataforma flotante salió del Esclavo I. Con no demasiada delicadeza, colocó a los tres hombres en ella, y ya se disponía a ponerlos a buen recaudo cuando un rugido de motores repentino le libró de ese tedioso trabajo. El sol se ocultó tras la inconfundible silueta del Halcón Milenario, y vio como los cañones de su torreta inferior le apuntaban peligrosamente. Enseguida se dio cuenta de que había cometido un error. Con la sorpresa de haber descubierto a un posible aprendiz jedi, olvidó deshacerse del comunicador que intentó utilizar el socio de Solo antes de ser neutralizado, por eso lo habían encontrado.

—¡Fett! —vibró la voz de Sulu a través de unos altavoces— ¡Libere a nuestros amigos ahora mismo!

El cazarrecompensas, lejos de amilanarse, calculó sus posibilidades mientras observaba el viejo carguero bambolearse en el aire sobre su cabeza.

«No se atreverán a dispararme. Estoy demasiado cerca de sus compañeros para que se arriesguen a hacerlo, y menos con un cañón cuádruple diseñado para el combate entre naves», pensó.

Decidido a no perder a sus prisioneros, Fett apuntó a Scott a bocajarro con su rifle. Si tenía que sacrificar a uno para que le dejaran irse con el resto, sacrificaría al que, presumiblemente, tenía menos valor. Únicamente se había propuesto capturar vivos a los socios de Solo para ofrecérselos como presente a Jabba, el cruel y baboso hutt siempre agradecía que le llevaran presas vivas para sus mascotas.

El cazarrecompensas de armadura mandaloriana esperó una respuesta a su amenaza, y sonrió tibiamente bajo su máscara cuando los cañones dejaron de apuntarle. Pero este atisbo de sonrisa desapareció de forma brusca cuando esos mismos cañones dispararon sin mediar palabra sobre el Esclavo I. La aleta estabilizadora de estribor estalló en mil pedazos tras una ráfaga de fuego láser.

—¡Déjese de trucos si no quiere ver su nave convertida en un amasijo de hierros humeantes! —resonó la voz de Sulu por todo el muelle de embarque— ¡Aléjese de esa plataforma y tire su arma!

Fett obedeció a regañadientes, su arrogancia no estaba reñida con su sentido común, ninguna recompensa valía lo que su nave. El Esclavo I, además, era más que un medio de transporte para él, era el legado de su padre, su bien más preciado.

El Halcón Milenario descendió lo justo para poder bajar la rampa de embarque y que saliera Chewbacca. El wookiee, armado con su ballesta láser, se acercó hasta la plataforma donde se encontraban amontonados Han, Luke y Scott, y, sin dejar de apuntar en ningún momento a Fett, la empujó hasta el viejo carguero. También recogió las armas de las que habían sido despojados.
El cazarrecompensas contempló impasible como la nave de Solo despegaba y desaparecía tras una estela de energía azul celeste. Había sido humillado, pero pronto lo arreglaría. El honor de un guerrero mandaloriano no podía quedar mancillado por mucho tiempo.


Chewbacca dejó acomodados a sus paralizados amigos en el compartimento principal del Halcón Milenario, junto al tablero de dejarik.

—Chewie… ¿quién está pilotando el Halcón? —preguntó Han con dificultad. Los efectos del dardo se estaban disipando poco a poco, aunque seguía sin poder mover el cuerpo, ya podía hablar.

—¡Gruuuugh-hurrr! —respondió el wookiee, dándole una cariñosa palmada en el hombro.

—Pues dile a Sulu que le debo una… y también al artillero… Chekov, supongo. Buena idea… la de disparar a la nave de Fett.

—Gracias, capitán Solo —contestó el alférez, mientras subía por la escalerilla que daba acceso a la torreta inferior—. Ha sido un verdadero placer. Fue una suerte que ese miserable cazarrecompensas no desconectara su comunicador y pudiéramos localizarlos.

—Jabba debe de haber abierto la veda por mi pellejo. Seguro que Fett ha sido el… responsable de refrescarle la memoria a ese gusano grasiento.

—¿Y el dispositivo… de camuflaje? —preguntó Scott, que también comenzaba a tener control sobre sus cuerdas vocales.

—Justo lo acababan de traer cuando recibimos su llamada de auxilio. Está apoyado en él —respondió Chekov.

De pronto, la nave se zarandeó y las luces parpadearon.

—Eso ha sonado como una descarga láser —dijo Han.

—¡Chekov, Chewbacca! —gritó Sulu desde la cabina— ¡Nos están atacando!

—¡Oh, R2! —exclamó 3PO asustado— ¡¿Por qué nunca podemos tener un viaje espacial tranquilo?!

—¡Rooo-bip-wauuu! —contestó el astroandroide con robótica resignación.

—¡Es la nave de Fett! —informó Sulu asombrado— ¡¿Ese tipo no se rinde nunca?!

El Esclavo I, sin su aleta de estribor, perseguía al Halcón Milenario disparando sin cesar. El accidental piloto del carguero esquivaba los haces láser con sorprendente eficacia. Durante el viaje de ida a Ord Mantell, Han le había enseñado el uso de los controles. Sulu se sentía a los mandos del Halcón como el piloto de un antiguo B-17 durante la Segunda Guerra Mundial, y, a pesar del peligro, tenía que reconocer que le encantaba. Chewbacca y Chekov se habían situado en los puestos de artillería, y trataban de obstaculizar con una barrera de fuego los ataques de la nave mercenaria, ganando tiempo para que el navicomputador calculara el salto al hiperespacio.

Fett sabía que era cuestión de segundos que el carguero corelliano saliera de su alcance. Su intención no era destruirlo, sólo agotar sus escudos para usar su cañón iónico con eficacia, sus valiosos ocupantes no le servían vaporizados. El tiempo corría en su contra, sabía que un rayo iónico sólo tendría un efecto parcial en esas circunstancias, y que necesitaba varios minutos para volver a recargarse en caso de fallar, pero no tenía otra opción. Un haz de color azul claro emergió del Esclavo I e impactó de lleno en el Halcón, que se vio envuelto en una maraña de energía brillante que inutilizó varios de sus sistemas.

—¡¿Qué ha sido eso?! —exclamó Luke.

—¡Un rayo iónico! Espero que los escudos amortiguaran sus efectos —le aclaró Han— ¡Chewie, baja aquí y llévame a la terminal de la computadora! Hemos de saber qué sistemas han caído.

—¡Parece que los motores y la dirección aguantan! —informó Sulu.

—¡Los cañones láser inferiores también! —añadió Chekov.

Chewbacca bajó de la torreta superior, cargó con su amigo, y lo sentó en la estación de control del Halcón.

—No tenemos escudos… el navicomputador se ha fundido, y el hipermotor pierde energía —informó el corelliano, mientras su peludo compañero lo agarraba por los hombros para que no se desplomara.

—¡R2 puede calcular el salto! —propuso Luke.

—Sí, pero necesitamos que alguien vea lo que le pasa al hipermotor.

—¡Deje eso de mi cuenta! Creo que sé lo que le pasa —intervino Scott—. Si Chewbacca me presta sus manos, podré repararlo.

El wookiee dejó a su capitán con la cabeza apoyada sobre la consola de la estación, y cargó con Scott hasta el compartimento del hiperimpulsor. R2 les siguió para calcular el salto directamente sobre el aparato, tal y como había hecho cuando fue instalado en el Enterprise, aunque en este caso tendrían que izarlo para lograrlo. Afortunadamente Chewbacca tenía fuerza de sobra.

—Siento no poder serles de utilidad en nada —se excusó 3PO.

—Tú no te escaqueas esta vez, lingote de oro —dijo Han—. Acércate aquí y sujétame la cabeza, me siento ridículo en esta posición.

—Por supuesto, capitán Solo —respondió diligente el androide de protocolo.

—Tenemos unos cinco minutos antes de que Fett nos deje fuera de combate —afirmó el corelliano—. Es el tiempo que necesita para recargar el cañón de iones. Una vez indefensos nos remolcará en un haz tractor, nos quiere vivos.

—¡Sulu, Chekov, traten de mantener alejada a esa basura! —les arengó Luke, impotente al no poder unirse a la lucha— ¡Un solo segundo que puedan arañar para su ingeniero puede ser el que nos permita escapar!

En el exterior, el Esclavo I perseguía de lejos al Halcón Milenario. Cualquier tentativa de acercamiento era repelida con una barrera de mortíferos rayos de color rojo sangre. Sulu pilotaba de forma audaz, procurando que el vientre del Halcón siempre estuviera encarado a la nave de Fett, para desesperación del cazarrecompensas. El Esclavo I tampoco estaba al cien por cien de su capacidad. La pérdida de la aleta estabilizadora había limitado su capacidad de maniobra, y su taimado piloto se veía obligado continuamente a corregir el rumbo, perdiendo de esa forma unas décimas de segundo en cada viraje. En la torreta inferior del Halcón, Chekov le había cogido el gusto a la peculiar batería de cañones. En el Enterprise no había nada parecido, casi todo se controlaba desde el puente principal o, en su defecto, el auxiliar. Sentado en ese sillón giratorio, con los ojos fijos en el objetivo, y con las dos manos en los rudimentarios mandos, se sentía como un moderno corsario del espacio.

Una lucecita verde comenzó a parpadear en un panel del Esclavo I, el cañón iónico estaba cargado de nuevo. Una mirilla electrónica se desplegó, y Fett se dispuso a terminar con el juego del gato y el ratón inmediatamente. Aumentó la potencia de sus motores y se aproximó peligrosamente al carguero corelliano, tenía que asegurar el tiro al precio que fuera. Se había dado cuenta de que sólo se defendía con la batería inferior, así que trató de obligarlo a ponerse en una posición vulnerable mediante una generosa ráfaga láser. Sulu tuvo que realizar unos arriesgados trompos para eludirla, dificultando la labor de Chekov con los cañones. La mirilla del Esclavo I avisó a Fett de que era el momento de disparar, y éste, con mecánica rapidez, pulsó el botón correspondiente. Pero fue demasiado tarde, el Halcón Milenario desapareció en ese mismo momento, había saltado al hiperespacio, y el rayo iónico se perdió en la distancia sin alcanzar su blanco. El cazarrecompensas se relajó en su asiento y observó decepcionado el negro paisaje estrellado. Había fracasado, y los lejanos astros parecían burlarse de él.

«Esta vez has ganado, Solo. Pero tarde o temprano volverás a Ord Mantell a cerrar lo que hayas acordado con Malson… y entonces no fallaré».


Generaciones de gobernantes aparecieron y desaparecieron a lo largo de los años, perdiéndose rápidamente en el olvido; guerras y revoluciones se sucedieron siglo tras siglo, tiñendo los astros de sangre y muerte; civilizaciones enteras medraron y se extinguieron durante el lento caminar de los milenios, dejando sólo ruinas de su antiguo esplendor; pero Coruscant permanecía incólume a todo, manteniéndose siempre como capital de la galaxia, eterna.

El planeta-ciudad era ahora la sede del Imperio Galáctico. Desde él, el omnipotente emperador regía los destinos de infinidad de mundos con tenebrosa determinación. Un anillo de poderosas naves de guerra lo rodeaba, y miríadas de lucecitas entraban y salían de su superficie continuamente. Kirk, Spock y McCoy observaban desde la cabina del Reina de Ryloth, el yate espacial de Rel´c Morgerca, como el planeta se iba agrandando conforme se aproximaban. Nunca habían visto nada semejante en todos los años que llevaban explorando el universo. La idea de un planeta ocupado por una sola ciudad era ya de por sí sobrecogedora para los tres amigos, pero conocerlo en directo iba más allá de lo que se habían podido imaginar nunca. Mientras Uhura, Han y Chewbacca habían partido con el Halcón Milenario hacia Elcano III, para reunirse con el Enterprise y conseguir el dispositivo de camuflaje, ellos se habían embarcado junto a Leia en el yate de Rel´c, rumbo a Coruscant. El twi´lek tenía que realizar una entrega en la capital, e insistió en que acompañaran a Aayla y Ursila, ya que él no iría en persona, así podrían inspeccionar el museo con detenimiento antes del robo. A Kirk no le pareció mala la invitación, y aceptó la propuesta, podrían ganar tiempo.

La astronave de recreo llegó a la altura del cinturón defensivo, donde un destructor con forma de punta de flecha destacaba sobre el resto.

—¡Cielo Santo! —exclamó McCoy— ¿Han visto el tamaño de esa cosa? Ni siquiera el proyecto del dique espacial de la Tierra es tan grande.

—El Ejecutor —dijo Leia—, el nuevo juguete de Vader, recién salido de los astilleros de Fondor.

—¿Seguro que nos dejarán pasar? —preguntó el doctor por enésima vez.

—No se preocupe —respondió Aayla, la piloto—, ya le he dicho que esta nave está registrada, no tendremos ningún problema. Es imposible controlar todo el tráfico espacial de un planeta que depende de él para sobrevivir. Allí abajo no hay cultivos, granjas o materias primas, todo lo traen del exterior, y es una población enorme.

—El emperador construyó un escudo planetario poco después de autoproclamarse —continuó la princesa—, pero jamás se ha utilizado, colapsaría el tráfico de naves de tal manera que sumiría la capital en el caos. Sólo se conectaría en el caso de un ataque a gran escala.

—¿Cómo puede vivir la gente en un planeta como ese? —se preguntó McCoy en voz alta—. Es monstruoso, un mundo sin espacios naturales, yo me volvería loco en un lugar así.
—Le comprendo muy bien, en mi periodo como senadora, pasé una larga temporada en él, y no había día que no suspirara por volver a Alderaan. Lamentablemente, nadie puso un límite a esa megalópolis hace miles de años. Hoy nadie recuerda como fue originalmente la superficie del planeta, quizá fuera un vergel, o tal vez sólo una tierra yerma, quién sabe.

Una vez superado el anillo defensivo, se hicieron claros los geométricos trazos urbanísticos del planeta. Líneas rectas de centenares de kilómetros se combinaban con círculos concéntricos con el diámetro de lunas. En la cara nocturna eran más evidentes esos trazos, dibujados con millones y millones de lucecitas. Súbitamente, un carguero pasó a toda velocidad por babor, dos cazas TIE lo perseguían, disparando sus lásers con intención de derribarlo, cosa que finalmente aconteció, estallando poco antes de llegar a la atmósfera del planeta.

—A ése no le han dejado pasar —comentó McCoy con inquietud.

—Algún contrabandista que se pasó de listo, doctor —dijo Aayla—. Es muy tentador transportar a Coruscant ciertas mercancías sin pagar los debidos aranceles y permisos. Normalmente, esos cargueros suelen pasar desapercibidos, dado el tráfico que soporta el planeta, pero siempre hay algún infeliz al que pillan. Cualquier nave no registrada es sospechosa de pertenecer a la rebelión, y el Imperio no hace preguntas.

El Reina de Ryloth se introdujo en la atmósfera. Pronto Coruscant cambió su perfil, transformándose en un paisaje urbano, plagado de altísimos rascacielos hasta donde llegaba la vista. Entre los edificios flotaban interminables hileras de aerodeslizadores, que se perdían en el horizonte. El yate espacial atracó en una plataforma, y sus dos tripulantes y sus cuatro pasajeros salieron al exterior. Era la primera hora de la mañana, pero no soplaba ninguna brisa fresca. El aire no se diferenciaba mucho del que circulaba en una astronave, era un aire artificial, nacido de gigantescas factorías de oxígeno, en lugar de en bosques y selvas.

—A partir de aquí deberán seguir solos —dijo Ursila—. Para ir al Museo Galáctico les sugiero que alquilen un aerodeslizador.

—Gracias por todo —se despidió Kirk en nombre de todos—. Cuando vuelvan a Bélbedis, díganle a su jefe que pronto tendrá su precioso cuadro.

—Eso espero —respondió la ex novia de Han—, ha invertido mucho en su loco plan. Hasta la vista.


El edificio del Museo Galáctico era descomunal, incluso para la escala de Coruscant. Estaba construido con metal y cristal. Sus formas evocaban las de una catedral gótica, con sus contrafuertes, arbotantes y pináculos. Su planta constaba de un cuerpo circular central y ocho brazos que, a modo de radios, nacían de él. Desde el cielo era como una estrella de mar gigante, con el cuerpo erizado de púas. A su alrededor, había una gran explanada con estatuas colosales. El museo era una de las instituciones más antiguas de Coruscant, millones de piezas procedentes de toda la galaxia componían sus fondos, distribuidos en innumerables salas. Si alguien se empeñara en ver toda la colección, a una media de treinta segundos por cada obra de arte o artesanía expuesta, tardaría más de cien años en completar su visita. Spock y McCoy no disponían de tanto tiempo.

Kirk y Leia no iban a entrar; la princesa de Alderaan era demasiado conocida para pasearse por un lugar como ese, repleto de aparatos de vigilancia; y el capitán del Enterprise tampoco podía exponerse demasiado, Vader conocía su cara, y nadie sabía quién podría estar tras los aparatos de vigilancia. Además, de esa manera, sus compañeros tenían apoyo en el exterior. No podían obviar el hecho de que se encontraban en territorio enemigo, toda precaución era poca.

Cada uno de los ocho brazos del museo tenía una entrada que recibía el nombre de un artista célebre. Spock y McCoy, vestidos de paisano, decidieron acceder por la que tenían más cerca, una bautizada como Talandra, en honor de una escultora de Corellia. Podrían haber adquirido las entradas mediante una transferencia interplanetaria, y librarse de gran parte de la molesta espera en la larga cola que había para entrar, pero era demasiado arriesgado. Pagando en metálico no dejaban ningún rastro.

—Nuestro ingenio ha sido capaz de crear naves espaciales que recorren años luz en cuestión de minutos, aparatos que desmaterializan a la gente para volver a materializarla después en perfecto estado… pero todavía hemos sido incapaces de inventar algo que evite las colas —comentó McCoy, tratando de poner un poco de humor a la situación.

—Eso sería algo científicamente imposible, doctor —respondió Spock con complicidad.

—¿Realmente es necesario entrar en el museo para localizar la estatua? Tenemos los datos de su tricorder, ¿no cree que los sensores del Enterprise, cuando llegue, bastarían para localizar una pieza de sus extraordinarias características?

—No, necesitamos las coordenadas exactas. Ya ha visto cómo es este planeta, hay interferencias de todo tipo en todas partes. Aún centrando nuestros sensores en el museo, sería como buscar una aguja en un pajar sin unas lecturas claras. Por otra parte, está la cuestión del cuadro del Sr. Morgerca, allí dentro debe de haber miles de similares características.

—Spock, en el fondo usted está disfrutando de todo esto. Veo un brillo en sus ojos, como el de un niño que está esperando ilusionado su turno para subir a una atracción de feria. Esa megaestructura que tenemos delante es su tiovivo particular.

—Es una gran oportunidad poder visitar un lugar como ese, doctor, a pesar de los riesgos a los que podamos enfrentarnos. No tiene nada que ver con ningún anhelo emocional infantil. Además, en Vulcano no hay tiovivos.

—Ya lo suponía, usted se lo perdió.

Después de más de una hora en la cola, Spock y McCoy llegaron a las taquillas. Una gentil theelin de pelo magenta les vendió las entradas, y tras pasar por un gran arco detector que, literalmente, los dejó en los huesos, llegaron al vestíbulo del museo, uno de los ocho. Un guardia llamó la atención de Spock antes de que se dispusieran a sumergirse en el arte y la historia de esa lejana galaxia.

—¿Qué es eso? —preguntó secamente, señalando el tricorder del vulcaniano.
—Sólo es un grabador de imágenes, fíjese —respondió Spock, acercándosele con tranquilidad.

El guardia miró en la pantalla del aparato y vio su propia imagen.

—Está prohibido hacer holografías, fotografías o cualquier tipo de filmación. En las tiendas del museo pueden encontrar ese tipo de cosas. Ese aparato se quedará aquí en la consigna hasta que hayan terminado su visita.

—Estoy seguro de que podría hacer una excepción, ¿verdad? Todas las obras de este museo no aparecen en las postales de las tiendas de recuerdos —trató de convencerlo Spock, necesitaban el tricorder para analizar y grabar las coordenadas de las piezas que necesitaban.

—Lo siento, señor, son las normas.

—¿Le parece esta una buena razón para olvidar por una vez las normas? —intervino McCoy, pasándole disimuladamente una buena cantidad de créditos.

—Pasen… pasen —dijo el guardia, escondiendo el soborno en un bolsillo con la rapidez del que tenía mucha experiencia en hacerlo.

El vestíbulo estaba ocupado por un monumental árbol transhada. Los árboles transhada eran obras de arte vivas, generación tras generación se cuidaban y podaban, esculpiendo escenas con sus hojas verdes del tamaño de lentejas. El árbol transhada del Museo Galáctico tenía más de dos mil años, y sus formas eran talladas por jardineros artistas de Shanar desde que sólo era un plantón. La luz que entraba por la cubierta acristalada se filtraba a través de las ramas y el follaje, y el intenso aroma vegetal era embriagador, lo que dotaba al vestíbulo de una atmósfera casi forestal. Era una de las obras de arte más conocidas y visitadas del museo, ya que era uno de los pocos árboles que había en todo el planeta. A su majestuosidad, se le sumaba la oportunidad de ver a los jardineros artistas trabajar en su poda continua, colgando de sus ramas como minúsculas arañas. Los más asombrados ante ese espectáculo del arte y la naturaleza eran los niños, gran parte de los cuales jamás habían visto un árbol en directo.

—Fascinante —dijo Spock, mirando hacia su copa admirado.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó McCoy.

—Tenemos que ir a las salas de Alderaan y Fandos IV. Este museo debe de disponer de servicio de visitas guiadas o planos para ubicarse —el vulcaniano señaló un mostrador que había cerca de la entrada—. Eso parece un punto de información, preguntemos.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles? —les recibió una risueña humana de pelo castaño.

—Buenos días —le correspondió Spock—. Queremos visitar las salas de Alderaan y Fandos IV, entre otras, ¿podría indicarnos cómo llegar?

—Por supuesto —respondió la recepcionista, mientras tecleaba en su computadora los nombres de los planetas—. Alderaan: brazo tercero, planta quinta, sala doscientos veintiuno. Fandos IV: brazo quinto, planta segunda, sala setenta y dos.

—Muchas gracias —dijo McCoy—, ¿y cómo vamos?

—Estamos en el brazo octavo, sólo deben seguirlo hasta el centro de museo, donde está la estatua del emperador, una vez allí, elijan el brazo correspondiente, suban a la planta indicada y busquen el número de sala. Para su comodidad les recomiendo que utilicen nuestras cintas transportadoras. Si lo desean, pueden, por un módico precio, alquilar los servicios de un androide guía —la diligente recepcionista señaló unos robots esféricos del tamaño de un balón que reposaban en una estantería a sus espaldas.

—No, muchas gracias, es suficiente —contestó McCoy educadamente, no le entusiasmaba demasiado la idea de tener un cicerone mecánico flotando a su alrededor—. Nos las apañaremos solos, de verdad.

—Como quieran, disfruten de su visita, y encantada de haberles sido útil.

—Gracias, es usted muy amable, que pase un buen día.

Spock y McCoy se subieron a una de las dos cintas transportadoras que había en la parte central del brazo, la que discurría hacia el interior. A cada lado se disponían varias plantas, unidas entre sí por ascensores, escaleras mecánicas y pasarelas. La cubierta acristalada iluminaba de modo uniforme toda la galería. La gente se incorporaba y salía de la cinta transportadora para ir de una sala a otra. Había seres de todas las formas y colores imaginables, aunque predominaban los de apariencia humanoide: grupos de escolares, familias, parejas de enamorados, turistas solitarios, y androides guía zumbando de un lado a otro y parloteando sin cesar. McCoy miró hacia arriba y vio como la gente se asomaba en las barandillas de cada planta para tener una visión de conjunto de toda la espectacular galería. A la derecha estaban las salas pares, y a la izquierda las impares. Una fugaz ojeada a cada sala, mientras se dejaban llevar por la cinta, les fue deparando una sorpresa tras otra: cuadros enormes, holografías artísticas, estatuas de todos los materiales, jarrones, instrumentos musicales, tapices, armas antiguas, joyas, vestidos… También pasaron de largo cuatro restaurantes, dos tiendas de regalos y varios servicios. Las estrictas medidas de seguridad eran evidentes a lo largo de todo el brazo, no existía tabique, pilar o columna que no tuviera una cámara holográfica, y, por supuesto, había gran cantidad de guardias velando por las obras expuestas.

La colosal estatua sedente del emperador, de más de cincuenta metros de alto, estaba esculpida en granito gris. Ocupaba justo el centro de todo el edificio, el eje desde el que se articulaban los ocho brazos. Era intimidante, con un gesto severo parecía querer controlar todo el museo y, en sentido metonímico, toda la galaxia.

«Ningún dictador puede resistir la tentación de rendir culto a su persona», pensó McCoy, mientras rodeaba la estatua para acceder a la galería del brazo tercero.

Después de subir a la quinta planta y recorrer bastantes metros, Spock y McCoy llegaron a la sala dedicada al extinto planeta Alderaan. No era muy grande, y había pocas piezas expuestas, era como si, premeditadamente, la hubiesen arrinconado y condenado al olvido. Aun así, la estaba visitando una familia de humanos: un hombre una mujer y dos niñas. En sus caras se reflejaba una profunda melancolía, como si estuvieran visitando a sus difuntos en un cementerio. Sin duda se trataba de una familia de supervivientes del holocausto. Spock y McCoy esperaron respetuosamente a que se marcharan para hacer su trabajo.

«La Dama de Abarma» era un cuadro de tamaño mediano en el que aparecía una mujer de tez clara, cabellos rubios y expresión enigmática. Estaba sentada sobre una roca, llevaba un vestido blanco de tela similar a la organza, joyas de plata, y un complicado peinado típicamente alderaanés. Al fondo había un bucólico paisaje con prados, bosques y picos nevados. Una de las condiciones que Rel´c Morgerca puso para ayudarles, fue que primero se preocuparan de su «capricho», y después, de su «mapa del tesoro».

—La reproducción que vimos en casa de Morgerca no le hace justicia al original —comentó el oficial médico, ante la belleza de la pintura.

—Las coordenadas ya están tomadas —dijo Spock con disimulo, tras comprobar los datos en su tricorder.

—Pues no perdamos más tiempo y vayamos a por lo nuestro, este sitio me entristece.

Los dos tripulantes del Enterprise volvieron a la horripilante estatua del emperador, tomaron el camino hacia el brazo quinto, subieron a la segunda planta de la izquierda, y se deslizaron mediante la silenciosa cinta transportadora hasta la altura de la sala número setenta y dos. Allí estaba, encima de una peana y cubierta por una urna de vidrio, la llave que les abriría la puerta de su hogar.

En la sala sólo se encontraban ellos dos, el arte fandosiano no parecía llamar la atención de los visitantes del museo. Además de la estatua, había un buen número de piezas, la mayoría figuras de cerámica, pero nada comparable a la escultura de los dos alienígenas. El vulcaniano tomó las lecturas correspondientes con la máxima discreción, el tricorder emitió un pitido suave al hacerlo. McCoy vigilaba de forma disimulada, no querían que ningún guardia entrometido les confiscara el aparato.

—Spock, ¿termina ya? —preguntó impaciente el de Georgia, al ver que su compañero tardaba más de la cuenta en realizar la tarea.

Spock giró la cabeza y le dirigió una mirada imperturbable, McCoy conocía el significado de esa mirada, no presagiaba nada bueno.

—Doctor, tenemos problemas.

—¿Qué pasa?

—Esta estatua, no es la que buscamos.

—¿Cómo que no es la que buscamos?

—Las lecturas del tricorder son claras, carece de la compleja estructura molecular de su hermana. Sólo es una escultura de porcelana normal y corriente.

—¿Está seguro? —insistió McCoy, tratando de dar la espalda a la incómoda verdad.

—Lo he comprobado cuatro veces —respondió Spock flemático.

—¿Una falsificación?

—Puede ser, o quizá una casualidad. No es la primera vez que nos encontramos con coincidencias biológicas o culturales en mundos muy alejados entre sí, esta galaxia es un buen ejemplo.

Gradualmente, se comenzó a oír un murmullo inusual, algo estaba pasando en el museo.

—Spock, volvamos con el capitán. Tengo un mal presentimiento.

—Doctor, sin que sirva de precedente, creo que tiene razón. Salgamos de aquí.

El murmullo cada vez se acercaba más, acompañado por chillidos aislados y un rumor de pasos apresurados. Spock cogió su comunicador e intentó ponerse en contacto con Kirk o Leia, pero sólo recibió estática como respuesta.

—Parece que han bloqueado las transmisiones… o han capturado al capitán y la princesa. Hemos caído en una trampa.

—¿Urdida por quién? ¿Morgerca?

—No creo, demasiado complicado. Podría habernos traicionado desde el primer momento.

Los dos compañeros trataron de escabullirse entre el laberinto de salas, pero el ruido de pisadas y las voces de la gente provenían de todas direcciones, los estaban cercando, y cada vez se aproximaban más. Salieron al pasillo de la galería para intentar bajar por una de las escaleras. Fue inútil. La más cercana estaba tomada por soldados de asalto, y, a derecha e izquierda, armados con rifles láser, avanzaban muchos más a paso ligero, provocando el pavor de los que se cruzaban en su camino. No había escapatoria. Spock y McCoy volvieron a las salas con la esperanza de encontrar una salida de emergencia o algo parecido. Corrieron como locos de una a otra ante la sorpresa del resto de visitantes y los guardias del museo, pero no dieron con ninguna. Tras ellos, el suelo retumbaba cada vez más fuerte con el mecánico ritmo de las botas de sus perseguidores. Finalmente, se metieron en una sala que no tenía más entrada y salida que por la que habían accedido. Giraron en redondo y se dieron de bruces con una docena de soldados de asalto que, embutidos en sus relucientes armaduras blancas, les apuntaban con sus letales armas.

—¡Arriba las manos, escoria rebelde! —ordenó uno de ellos, con un deshumanizado timbre electrónico.

Los dos tripulantes del Enterprise obedecieron con resignación mientras un hombre, que también se encontraba en la sala, suplicaba cobardemente por su vida.

—¡Yo no he hecho nada! ¡Soy inocente, no me hagan daño! —chillaba, cubriéndose la cara con las manos temblorosas.

—¡Cállese! —gritó con malos modales el mismo soldado que les había dado el alto, y el hombre cerró la boca de inmediato.

Otro soldado cacheó a Spock y McCoy, quitándoles sus comunicadores y el tricorder. Un silencio espeso se adueñó de la sala durante un par de minutos, hasta que, de repente, en el exterior se escucharon los chirridos de las suelas de las tropas de asalto formando apresuradamente. Un ruido sordo, acompañado de unos amenazadores pasos, se fue acercando, el ruido de una respiración artificial.

Darth Vader cruzó el umbral de la entrada de la sala con un ademán de infinita soberbia. Varios soldados se cuadraron nerviosos ante la presencia de su comandante supremo. El hombre sufrió un ataque de pánico al ver la oscura silueta de la mano derecha del emperador.

—¡Soy inocente! ¡No conozco a esos dos! ¡Por favor, déjenme ir! —lloriqueó, mientras se arrodillaba pidiendo clemencia— ¡Soy inocente, lord Vader, soy inocente!

El jedi caído respondió a las súplicas haciendo un gesto con la mano a sus hombres, ni siquiera se molestó en mirarlo.

—¡Lárgate de aquí, rápido! —ordenó con desprecio un soldado, dándole un puntapié.

El aterrorizado hombre se incorporó confuso, cruzó la sala desconfiado y, cuando llegó a la salida, echó a correr.

Spock y McCoy permanecieron con los brazos levantados durante toda la escena. Luke les había hablado de Vader, sabían que era un personaje que había traicionado todo en lo que creía para transformarse en un servidor de la maldad y un asesino. Tras su máscara y su imponente presencia, se escondía un ser mitad humano mitad robot, un ser despiadado cuyo único fin en la vida era ayudar a su emperador al precio que fuera.

—Llevaban esto encima, señor —informó el soldado que les había registrado, mostrándole el tricorder y los comunicadores.

Vader cogió uno de los comunicadores, lo miró un par de segundos, y se lo devolvió al soldado.

—Que amplíen el radio de búsqueda, sus compañeros no deben de andar lejos. Inspeccionen todos los edificios cercanos, den el alto a todos los vehículos, y registren a todos los viandantes que transiten por los alrededores. Que detengan a cualquiera que posea unos comunicadores como esos —ordenó Vader, con su profunda y perturbadora voz.

Los dos tripulantes del Enterprise sintieron cierto alivio al saber que su capitán y la princesa no habían sido capturados, todavía. El soldado que portaba sus aparatos salió de la sala para comunicar las órdenes a sus compañeros. Vader se dirigió entonces hacia ellos y les habló.

—Nos sentiríamos muy honrados si nos acompañaran —les propuso con una falsa y siniestra amabilidad.


El museo estaba completamente tomado por las tropas imperiales, todos los visitantes sospechosos eran registrados de forma concienzuda. Por megafonía se rogaba que mantuvieran la calma y colaboraran con las autoridades por su propia seguridad, advertían de un comando terrorista rebelde infiltrado en el edificio. Para gran parte de la población de Coruscant, la que se creía la propaganda imperial, la Alianza Rebelde era poco más que una banda de malhechores exaltados, ingratos que despreciaban la paz y el orden que había traído el emperador. Era una treta habitual del régimen culpar de sus propias acciones a la Alianza, y los que conocían la verdad solían callar por miedo a las represalias. El Imperio controlaba la galaxia de tal forma que, incluso, le resultaba sencillo tapar crímenes de la envergadura de la destrucción de Alderaan, que todavía mucha gente achacaba a un desastre natural. La existencia de la Estrella de la Muerte nunca llegó a hacerse pública, y su primera gran derrota en Yavin jamás existió.

Para abandonar el edificio, Vader y sus prisioneros utilizaron la entrada del brazo quinto. Una lanzadera escoltada por dos cañoneras les estaba esperando para embarcarlos. Se encontraban McCoy y Spock a mitad de camino de la nave cuando, de improviso, un aerodeslizador se interpuso de forma audaz en su camino. Se trataba del capitán y la princesa que venían a rescatarlos. Una de sus puertas en forma de ala se abrió, y la cabeza de Kirk se asomó desde el interior.

—¡Suban, rápido!

Los dos detenidos aprovecharon la confusión para desembarazarse de sus guardianes, y saltaron al aerodeslizador como pudieron. Los disparos láser no tardaron en comenzar, y el vehículo volador despegó con la mitad del cuerpo de McCoy fuera de él. Kirk y Spock le ayudaron a meterse dentro, mientras se elevaban a toda potencia entre una lluvia de rayos.

—¡Justo a tiempo! —exclamó el oficial médico cuando la puerta se hubo cerrado a sus espaldas.

—Las tropas imperiales llegaron cuando estaban en el museo, pero bloquearon las transmisiones y no pudimos advertirles —les informó Kirk—. Los alrededores están llenos de patrullas, hemos estado jugando al escondite desde entonces. ¿Encontraron la estatua?

—No exactamente —dijo Spock—. La estatua del museo era falsa.

—¿Falsa? ¿Cómo es posible?

—No lo sé.

—No es momento para explicaciones, la fiesta todavía no ha terminado —intervino Leia, que estaba a los mandos—. Hemos de despistarlos.

El aerodeslizador surcaba el cielo de Coruscant a gran velocidad, perseguido por dos cañoneras. La princesa trataba de perderse entre los edificios, grandes como montañas, pero no acababa de conseguirlo. Los giros bruscos y los continuos acelerones revolvían las tripas de sus cuatro ocupantes, pese a los amortiguadores del vehículo volante.

—¿Dónde aprendió a pilotar así? —preguntó Kirk a Leia.

—Me enseñó mi padre —respondió la princesa, picando la aeronave—. En los niveles inferiores será más fácil darles el esquinazo.

El vehículo se precipitó, pasando entre hileras de aerodeslizadores, las dos cañoneras siguieron su estela a duras penas.

—Esto es peor que una montaña rusa —comentó McCoy mareado.

La aeronave se enderezó antes de llegar a suelo, y se introdujo en un laberinto de plataformas, túneles y callejas. Sus perseguidores hicieron la misma maniobra y dispararon sus armas. Leia esquivó lo mejor que pudo el ataque.

—No los hemos perdido —dijo Kirk.

—Tenemos que llegar al sector de los muelles de carga, allí hay muchos lugares donde esconderse —propuso la princesa.

—Suponiendo que lleguemos —añadió el capitán—. Si al menos pudiésemos defendernos.

Leia apretó un botón, y la luna posterior descendió, Kirk no se lo pensó dos veces, se cambió a los asientos de atrás y, con su fáser en la mano, apuntó hacia las cañoneras. Spock cogió otra arma y se le unió. Las ráfagas iban ahora en las dos direcciones, pero la potencia de fuego de las aeronaves imperiales era superior.

La arquitectura empezó a cambiar, los edificios fueron perdiendo elegancia y distinción, y comenzaron a aparecer plantas de energía, torres de atraque, almacenes e industrias. Grandes cargueros colgaban del cielo, mientras otros más pequeños transportaban sus mercancías a las fábricas y los mercados de abastos. La vigilancia imperial en ese sector se limitaba a los agentes de aduanas que esperaban en los muelles, funcionarios mal pagados que, por un módico soborno, hacían la vista gorda, sobre todo ante cierto tipo de productos.

Dos cazas TIE se incorporaron a la persecución, acosando al aerodeslizador desde arriba. Un láser impactó en uno de los reactores del vehículo, que comenzó a hacer trompos.

—¡Trataré de estabilizarlo! —exclamó Leia.

La princesa logró controlar los giros, pero el reactor alcanzado dejaba un rastro de humo negro que difícilmente podía ocultarse.

—Tenemos que abandonar este cacharro —dijo McCoy—, con esto no vamos a ir a ningún lugar.

—Creo que no muy lejos hay un depósito de aerodeslizadores. Si pudiéramos llegar, tomar «prestados» un par y separarnos —propuso Leia—… ¡Jim, ¿cree que podría pilotar uno?!

—¡Supongo!, sus controles no son muy diferentes a los de uno de los nuestros —respondió Kirk, sin dejar de disparar sobre sus perseguidores.

La averiada aeronave se escurrió entre dos almacenes. El callejón era tan estrecho que las cañoneras no cabían, por lo que una se quedó en la entrada, y la otra ascendió para impedirles el paso en la salida.

—¡Una puerta abierta! —advirtió McCoy, señalando una de las paredes.

—Salgamos por ella —dijo la princesa—. Nos están esperando al otro lado del callejón. Les lanzaremos el aerodeslizador vacío mientras nos escabullimos por el almacén.

—¡Buena idea! —le felicitó Kirk.

Leia frenó y programó el piloto automático en modo de colisión, mientras sus compañeros salían del vehículo flotante. Una vez hubo terminado, salió ella también, y pulsó el botón de arranque. El aerodeslizador salió disparado al mismo tiempo que el grupo de fugitivos se introducía en el edificio. La cañonera hizo silbar sus lásers cuando lo vio aparecer, pero pese a los impactos, la aeronave no se detuvo, para sorpresa del piloto y el artillero del ingenio imperial. El choque fue brutal, y los dos ocupantes de la cañonera saltaron por los aires. Con los huesos doloridos, el piloto cogió su comunicador e informó del cambio de la situación.

—Aquí TX-1977, los fugitivos han abandonado el vehículo, repito: los fugitivos han abandonado el vehículo. Deben de haberse escondido en uno de los almacenes, puede que se hayan separado.

El almacén era muy grande, y estaba repleto de contenedores hasta el techo, una docena de pisos. Unas poderosas grúas con dispositivos antigravedad se encargaban de transportar los pesados cajones de metal desde el almacén a los cargueros o desde los cargueros al almacén. Todo parecía estar automatizado.

—No tardarán en llenar todo esto de tropas de asalto, debemos encontrar otra salida —sugirió Leia.

Todos corrieron entre las torres de contenedores en busca de una puerta, pero, aunque dieron con algunas, todas estaban cerradas electrónicamente.

—No podemos perder más tiempo —dijo Kirk—. Haremos un boquete en la pared.

El capitán de Enterprise calibró su fáser en modo desintegración y apuntó al grueso muro de metal. Un agujero del tamaño suficiente para que cupiera una persona se abrió en un puñado de segundos. Uno tras otro, salieron con cuidado de no tocar los bordes al rojo vivo. Kirk esperó a hacerlo el último y, en ese momento, aparecieron varios soldados de asalto de detrás de los contenedores.

—¡Alto ahí! —ordenó uno de ellos.

El intrépido capitán se coló por la abertura de un ágil salto, y rodó por el suelo del otro lado seguido de una rápida ráfaga de fuego láser.

—¡Ya están aquí! —exclamó, incorporándose velozmente.

Los cuatro fugitivos continuaron con su caótica huida, con los acorazados peones del Imperio pisándoles los talones. Se encontraban en otro gigantesco almacén, pero en él, al contrario que en el anterior, había gente y numerosos androides trabajando. Las mercancías estaban a la vista, había de casi todo: electrodomésticos, muebles, unidades R2, materiales de construcción, herramientas, ropa… pero ningún aerodeslizador.

—¡Eh! ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? —les increpó un sorprendido capataz, al verlos pasar apresuradamente.

—¡Pregúnteselo a ellos! —respondió McCoy, señalando con el pulgar hacia atrás sin detenerse.

El capataz dobló la cabeza, miró hacia donde le había indicado el doctor, y vio como una decena de soldados de asalto entraba en el almacén a través del agujero de la pared, enseguida empezaron a utilizar sus armas sin muchos miramientos. Los silbidos de los rayos resonaron por doquier, y los trabajadores se echaron al suelo para evitar ser alcanzados por los mortales disparos. Algunos androides de carga cayeron bajo el fuego imperial, y las mercancías que acarreaban se desparramaron por el suelo. Tanto perseguidores como perseguidos tuvieron que sortear todo el estropicio, eso le dio una idea a Kirk. Unos certeros disparos de su fáser destrozaron las agarraderas que sujetaban un cargamento de tuberías, que se precipitó con violencia sobre los soldados de asalto.

—¡Buena puntería! —le felicitó Leia.

—Eso los retrasará —respondió el capitán.

La princesa de Alderaan y los tres tripulantes del Enterprise siguieron corriendo. McCoy seguía el ritmo con dificultad, ya no tenía veinte años.

—Nos tratarán de cortar la huida por delante —dijo Kirk—. Tendremos que fabricarnos otra salida.

—Este parece un buen lugar —propuso Spock.

El vulcaniano utilizó su fáser e hizo otro agujero en la pared. Esta vez el boquete les condujo al exterior, a un callejón lleno de bidones vacíos y contenedores de basura.

—Allí hay un aerodeslizador —indicó McCoy, tratando de recuperar el resuello—… al final del callejón.

—¡Vamos! —ordenó Kirk con energía.

Desgraciadamente, antes de que llegaran al ansiado vehículo, una escuadra de tropas imperiales apareció por detrás de él. Hubo un intercambio de disparos, y Leia abatió a un par de soldados, pero eran demasiados. Tuvieron que recular y parapetarse tras un contenedor. La escaramuza duró poco más, enseguida se vieron acorralados en dos frentes, y no les quedó más remedio que deponer las armas, habían perdido.

Una vez desarmados, fueron obligados a salir del callejón, donde una lanzadera acababa de aterrizar. La rampa de acceso a la nave bajó entre nubes de vapor, y por ella descendió con paso seguro Darth Vader. Se acercó adonde se encontraban retenidos, colocó los brazos en jarras, y los miró como de soslayo a través de sus lentes oscuras.

—Princesa Leia, otra vez nuestros caminos vuelven a cruzarse —dijo con dramática compostura—. Vuestra osadía es digna de admiración, lo reconozco. No pensaba que fuerais capaz de presentaros en pleno corazón del Imperio, no es propio de una traidora como vos. No sé qué complot estabais maquinando, pero pronto lo averiguaremos, al igual que el paradero de la nueva base rebelde.

—Jamás sacarás ninguna información de mí —le replicó Leia con altivez.

—Claro que sí, alteza, no lo dudéis —respondió Vader, acercándose a la líder de la Alianza—. En el Centro Imperial disponemos de medios que ni imaginaríais para lograrlo. La sonda mental de la Estrella de la Muerte os parecerá una caricia en comparación a lo que os espera, os lo garantizo.

—No me importa morir.

—La muerte ahora es la menor de vuestras preocupaciones —Vader hizo un gesto con la mano a dos de sus hombres —. Esposadla y llevadla a mi nave.

La princesa fue conducida hacia la lanzadera mientras el jedi caído dirigía su atención hacia sus tres compañeros.

—Capitán Kirk, por fin nos vemos en persona.

—Sí, admito que no es una experiencia agradable, Darth —le respondió el terrestre con descaro.

Vader lo agarró del cuello con un rápido movimiento, y con una pasmosa facilidad lo levantó dos palmos del suelo, como si fuera un muñeco de trapo.

—El sentimiento es mutuo —dijo con tono intimidante—. Con sus cobardes trucos me hizo perder un destructor estelar y a toda su tripulación.

—No está mal… para un tipo… con un pijama ridículo… ¿no cree? —masculló Kirk, sin perder la insolencia.

La mano del jedi oscuro se cerró como una tenaza en la garganta del capitán. Ese miserable hombrecillo no sólo le había engañado y humillado, también se jactaba de sus actos sin mostrarle ningún miedo. Estaba furioso.

—Su cháchara sigue aburriéndome —se limitó a responder con desprecio.

Kirk se iba asfixiando por la poderosa garra, su rostro se iba tornando morado, y su cuerpo colgaba inerte, como el de un ahorcado.

—¡Suéltelo, le va a matar! —gritó McCoy, mientras dos soldados imperiales impedían que se abalanzara sobre Vader.

El siniestro guerrero ni siquiera se inmutó. El suplicio del capitán continuó unos interminables segundos más, hasta que, inesperadamente, fue liberado, derrumbándose en el suelo como un saco de patatas. Kirk trató de levantarse mientras recuperaba el aliento, pero a duras penas logró ponerse a gatas frente a Vader, que parecía un coloso visto desde esa denigrante posición.

—El emperador quiere verles, siente curiosidad por ustedes —dijo finalmente el hombre tras la máscara negra—. Puede dar gracias a su majestad imperial por conservar su vida, capitán Kirk.

Próximo capítulo: Entrevista con el diablo


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