Weird Tales nº03

Título: “Asesinos en la ciudad dorada. Una aventura de Maverick la Mil Veces Maldita”.
Autor: Carlos J. Eguren
Portada: Jacobo Glez
Publicado en: Junio 2012

¡Una nueva historia! Un grupo de cazadores de recompensa, los Cinco Condenados, buscan El Dorado en una selva de Sudamérica. Entre el horror del vapor y los inventos steampunk transcurre esta historia de una mujer que no olvidarás: Maverick la Mil Veces Maldita. ¡No te lo pierda.
"Las historias más emocionantes, inquietantes y llenas de pulp y aventura"
Action Tales presentan


“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
Calderón de la Barca.
Existe un mundo movido por el vapor, los sueños, las pesadillas y las locuras. Es el mundo de Maverick la Mil Veces Maldita y su vida gira en torno a la venganza. Eso le hace seguir respirando y sembrar la muerte. Maverick, el infierno y el cielo a un suspiro es su poder.

UNO

El vapor. Fascinante fuerza, querido lector. Impulsa con poder el esplendor de reinos y aplasta con vileza a los pobres de los callejones. Ha creado maravillas que nunca habríamos sido capaces de imaginar y ha concebido espantos de un demente. El vapor nos hace vivir y el vapor nos puede matar. Ese es nuestro lugar entre las estrellas.

DOS

Eran cinco. Todos saben que el cinco es el número maldito, pero no importan demasiado las cifras cuando alguien se enfrenta a su destino. Son sólo ilusiones para los que nunca poseerán nada.
Los llamaban los Cinco Condenados.
Nadie olvidaba sus palabras y muchos menos sus atrocidades.
Aunque tal vez, sólo quizás, era una explicación plausible a lo que ocurrió después.

TRES

Había un cazador de recompensas, convertido en sacerdote y, después, en guerrero. Cazaba demonios y monstruos. Era un buen pasatiempo para alguien que le gustaba la violencia y temía que los dioses le condenasen por ello. Su nombre Klane Fristh.

—En nombre de los dioses, yo te sacrifico.

Las palabras que todos oían antes de que los matase.
Era Klane Fristh, uno de los Cinco Condenados.

CUATRO

Había un pirata, que había perdido su dirigible en un antiguo motín. Siempre sediento de sangre y riqueza. Decían que perdió la cordura cuando luchó contra su propia sombra. Aquellos que se atrevían a referirse a él lo hacían como Sádico.

— ¡Dulces sueños, rata de nube dulce!

Era su frase. Sonaba bien, pero perdía efecto cuando era de día.
Era Sádico, uno de los Cinco Condenados.

CINCO

Había un bárbaro, destinado a ser el rey del mundo. Se contaban leyendas de su futuro, reinando con poder sobre justos e injustos. Su nombre era Crabel, fue un niño loco que se creía los cuentos de bárbaros hasta perder la razón.

—¡CRABEL MATA!

La única frase que sabía decir.
Era Crabel, uno de los Cinco Condenados.

SEIS

Había una bestia terrible, enorme y podrida, que no se le podría calificar de hombre. Lo adoraban en una vieja tribu perdida en la nieve de la Antártida. No tenía nombre, ¿cuál le pondrías a una pesadilla?
Mata sin piedad.
No necesita palabras. Sólo mata.

Algunos, valientes o insensatos, se referían a él como Horror, uno de los Cinco Condenados.

SIETE

Había una mujer de pelo rojizo y con un ojo mecánico. Quien escuche esto, ya sabe a quién nos referimos. Había derrocado reinos y alzado montañas de muertos. Ella es Maverick la Mil Veces Maldita.
No pierde el tiempo con frases.
Sólo desea vengarse.
Era Maverick, una de los Cinco Condenados.

OCHO

Los Cinco Condenados eran asesinos a cambio de monedas. Vagaban desde el Londres sombrío hasta el brillante Portugal, derrocando a lunáticos terribles y crueles sensatos. En cada sombra, siempre había alguien dispuesto a pagarles. Si tenían dinero, los Condenados lo hacían.
Decapitaron al Profesor Naciente, acabaron con los Sangre Fría, destruyeron dirigibles venidos de África e hicieron mil hechos más que no se han olvidado. Nadie puede olvidarlos.

NUEVE

Las selvas de Sudamérica devoraron a Maverick. Eso era lo único que sabían los Condenados, que habían acudido en busca del oro de la vieja ciudad, El Dorado. Al menos, habían llegado hasta la urbe que el profesor McQueen había hecho, a partir de sus conocimientos sobre el vapor.
La ciudad de McQueen nacía entre los árboles nudosos, sobrevivía del viento y el agua. Una pequeña tribu de indígenas la habitaba bajo el orden del profesor, quien llamó a aquel lugar, en honor a su mujer muerta: Diana.

— ¿Hay noticias de la dama?– dijo McQueen. Era inglés, tenía sesenta años y era un enclenque con una pequeña cubierta blanca sobre su cabeza. Sus grandes gafas reflejaban a sus súbditos.
Klane Fristh se colocó su sombrero negro de ala ancha. Bebió un trago de aguardiente y murmuró:

—Se la tragó la selva. Los dioses no la querían. Nosotros sí queremos algo que tú tienes, McQueen.
McQueen empezó a temblar:

—Só-Sólo iba a-a darle el-el ma-mapa a ella por-por su propósito…

Sádico desenvainó un puñal con el que marcó el pescuezo de McQueen:

—Me da igual para lo que quisiera ella y todas vuestras tonterías. Quiero ese mapa, quiero el oro, punto. No me venga con tonterías, profesor.

—Yo-Yo…

—Tartamudea de nuevo y te arranco la piel a tiras– susurró Sádico en un rugido.

—Tranquilo, Sádico– dijo Klane.

—Gra-Gracias– murmuró McQueen, sudando.

—Tranquilo, Sádico, porque podemos arrancarle la piel a tiras los tres, no sólo uno– musitó Klane y mirando a McQueen agregó–: Créeme, lo ha hecho.
McQueen tenía miedo. De pronto, sabía que los Condenados sin su líder eran simple monstruos avaros de muerte. Su líder sólo ponía algo de orden, encausaba las ansias de muerte, pero ya no estaban con ellos.

El viento atravesó la inmensa cabaña de madera donde el rey y fundador de Diana estaba rodeado de monstruos.

DIEZ

— ¡UGH UGH UUUGH!

Ese fue el chillido de Crabel. Estaba señalando, a través de uno de los ventanales, mientras el vapor llenaba el cielo. Horror vacilaba a su alrededor, como una sombra oscura de grandes ojos rojizos. Sádico fue hacia ellos y, entonces, vislumbró algo.

—Ven, Klane.

— ¿Qué pasa, Sádico? ¿Te estás poniendo romántico? ¿Una estrella fugaz?

—O gente que se marcha como una estrella fugaz.

Y eso parecía ser.

Todos los habitantes de Diana abandonaban la ciudad. Se marchaban como hormigas, en pequeñas filas: ancianos, mujeres, hombres, niños. Los Condenados reclamaron respuestas, dando gritos, pero la única conversación que tuvieron fue el escape más raudo aún de los habitantes de Diana.

—Se marchan…– masculló Klane, tragando saliva. La rabia empezaba a devorarle. Era algo divino.

— ¡¿QUÉ?!– gritó McQueen, yendo hacia delante.

Después se desplomó.

Un cuchillo había sido hundido por Sádico. El puñal se había clavado en el cuello. El profesor se tambaleó y cayó. Su cuerpo golpeó el depósito de agua cálida que hacía que se moviesen la rueda, que generaban los bienes y comodidades de Diana.

— El vapor mata, amigo. Dulces sueños– dijo y luego vio las caras de incomprensión de sus compañeros–. ¿Qué? He hecho lo que tenía que hacer. ¡Él les tuvo que ordenar a sus pobladores que huyeran!– Limpió su daga–. Mal hecho.

— ¿Y el mapa, pedazo de imbécil?– preguntó Klane, furioso.

—Ah, el mapa…– reconoció el Sádico–. No me di cuenta. ¿Qué pasa? Ya sabes, ¡la sed de sangre y todo eso!

ONCE

— ¿Ahora quién demonios puede decir dónde está la maldita ciudad de oro? ¿Eh? ¿Quién?– habló Klane esgrimiendo su mosquete.

—¡No amenaces a alguien que te pueda aplastar!– contestó Sádico blandiendo su espada.

— ¡UGH, UGH, UGH!– gritó Crabel riendo. Era su forma de decir: “¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!”.

— ¿A dónde diantres iremos en pos de El Dorado sin él?– chilló Klane al Sádico.
Hubo un breve silencio, pero no eterno…

—A través del llano sur de Diana, siguiendo el curso del Amazonas, en pos de la pared de agua.
Klane, Sádico y Crabel dirigieron su mirada a Horror, aquella masa negruzca. ¡Les había dicho el camino!

— ¿Cómo lo sabías?– preguntó Klane, confuso.

— ¡Responde, bastardo místico!

—¡UUGH!

—Porque lo sé– respondió Horror.

— ¿Por qué no nos lo dijiste?– quiso saber Klane

—No preguntasteis.

Tal vez, al fin y al cabo, pensaron los tres fuera cierto lo que decían aquellos extraños habitantes de la Antártida sobre Horror. Quizás fuese un viejo dios caído en el mundo, un dios que había olvidado quién era. Quizás.

DOCE

Sonó un estruendo terrible en Diana.
Antes de que se preguntasen qué estaba pasando, vieron como la muralla de la ciudad estallaba en una ola de fuego.
La explosión, el fuego y humo, se extendió, sin límites.

TRECE

Los habitantes de Diana habían huido, en busca de una vieja aldea vecina, amiga en otros tiempos. Cuando llegaron, como espectros, pidieron clemencia y socorro.

— ¿Qué os ocurrió en vuestro mundo, hermanos?– preguntó el anciano de la tribu.

—Un viejo blanco nos esclavizó en su infierno de roca y nubes– respondió el viejo líder–. Nos hizo habitar el cadáver de su mujer. Una ciudad con el nombre de la mujer que mató. A cambio, nos hizo trazar el camino hasta la Ciudad del Rey Dorado.
La sorpresa y el temor invadieron a aquellos que los acogieron:

— ¿Y osasteis hacerlo? ¿Tan perdidos estuvisteis que les descubristeis los dones de la ciudad maldita? ¿Tan desesperados que les daréis oro maldito que liberará terribles monstruos en toda tierra y mar? ¿Cómo osastéis?

El Dorado fue abandonado. Terribles males cayeron sobre él. Sus habitantes puros escaparon. Formaron tribus a su alrededor para custodiarlo. Así, nadie se marcharía con el oro maldito, liberando la crueldad de la maldad con la que se forjó a aquellas joyas. Docenas de exploradores de diferentes naciones buscaron aquel lugar y los guardianes habían custodiado bien, sin embargo, ahora, habían fracasado.

CATORCE

Diana ardió. Lo hizo dos veces, como una mujer en Londres y como una ciudad en el corazón de una selva en Sudamérica. Ambas fueron por la crueldad de su esposo, el doctor McQueen. Sonriente y amable ante desconocidos, malvado y mísero con ella. La paliza por la comida fría acabó con ella.
Diez años después, Diana ardía como ciudad porque los habitantes antes de abandonarla colocaron pequeñas cantidades de dinamita que alguien, a quien llamaban Esperanza, les dio. Esas cargas explotaron durante su huida y arrojaran abajo la atrocidad de vapor con nombre de muerta.
En la selva, se alzó una columna de humo ocre, a la vez que la madera y los sufrimientos que se creían placeres se venían abajo.

QUINCE

Horror cayó entre una masa de árboles. Había sobrevolado las llamas y su masa oscura estaba demasiado mezclada de humo. Intentó levantarse, pero sólo temblaba en el suelo.
Por el suelo, estaban Sádico, Klane y Crabel, quienes se acercaron a Horror, su salvador. Les había ayudado a huir de la antorcha en la que se había convertido Diana.

— ¿Qué le está pasando a este condenado?– dijo Klane, agachándose. Los pensamientos de Horror se habían extendido por los tres, contando su historia, antes de llegar a su destino. Quizás, era su último hálito.

Vio a Horror, cada vez más amorfo, moviéndose por la hierba, convertido en un mar de pequeña niebla.

—El humo ha envenenado a ese diablo– dijo Sádico–. Nos protegió y ahora muere. Ya está.

—Me conforma saber que nunca fue un dios– habló Klane–. Me haría tener que cambiar mi forma de rezar y eso es algo pesado.

Horror gimió pidiendo ayuda, intentó alzarse e ir hasta sus camaradas, pero una ráfaga de viento le golpeó de lleno y se lo llevó. En el lecho de hierba, quedaron un par de huesos podridos. El bárbaro Crabel cayó al suelo y alzó sus manos, maldiciendo a sus divinidades cefalópodas.

—Un doctor chiflado que investigando los avances del vapor y demás cosas pecaminosas acabó convirtiéndose en un monstruo de vapor. Sus habilidades le hicieron pecar tanto que huyó hasta la Antártida, donde fue adorado como un dios corpóreo. Más vale pensar que no lo era– dijo Klane haciendo un símbolo religioso como despedida.

—En fin, está muerto. Nosotros vivos. Vivamos– dijo Sádico. Entonces sus ojos relucieron. Ahí estaba: el río que debían seguir, según Horror–. ¡Ahí está el camino!
Los tres echaron a correr a su destino. Ninguno de los tres se molestó en pensar por qué Horror, si era humano, sabía dónde estaba El Dorado. Les importaba más la riqueza.

DIECISÉIS

Crabel era un hijo de padres ricos. Durante un motín en un dirigible, fueron lanzados por la borda, justo cuando sobrevolaban el mar, cerca de una selva africana. En esa espesura, cayó su hijo de cuatro años. De forma milagrosa, sobrevivió.
Envenenada su mente por los relatos pulp que les leía su padre, se creyó, entre aquellos árboles, un auténtico bárbaro junto a pumas, chimpancés y demás animales. 
Llevado por esa experiencia, ahora, tantos años después de ser capturado, vendido como esclavo y liberarse, junto a dos de los Condenados, fue el primero en agarrarse de una liana. Se lanzó por ella para atravesar el río, tan profundo y temible.
Debía llegar hasta la otra orilla. Según Sádico, allí quizás podrían verlo: lo que hay más allá del agua, atravesando la cascada. El Dorado.
En ningún caso, Crabel tuvo en cuenta que la liana era débil y el más pesado.
La civilización a la que fue vendido como preso lo había vuelto débil. Su grito de muerte fue demasiado débil para el bárbaro. Poco heroico, nada suele serlo si vas a morir.
Sádico se dedicó a hacer lo que creía que sería más útil: decir todo el repertorio de insultos que se le ocurrían… Y era bastante extenso.
Tanto que aún estaba por “mil docenas de súcubos” cuando Klane desvió su mirada de las aguas ensangrentadas… Hasta un desnivel. El curso del río caía. Había una especie de escalón.
Klane caminó hasta el desnivel, del tamaño de una persona o de…

— Una puerta– farfulló.

— ¿Qué diantres haces?

—Buscar mi última esperanza.

— ¿Y te vas a suicidar ahogándote? ¡Serás…!

—Calla, imbécil.

Klane agarró su sombrero, agarró una rama larga y la utilizó de apoyo cuando saltó a las aguas. Se dirigió hacia el saliente. Su boca se hundía en las aguas verdosas. El agua cayó sobre él al llegar al desnivel… Desapareció.

—Qué forma tan estúpida de suicidarse– ladró Sádico–. ¡Si querías te hubiera matado con mi puñal!
¡No temo que me lo hubieras rayado! ¡Maldita paloma de nube!

Sádico miró cómo las aguas desfilaban veloces hacia el abismo. Esperaba ver el cadáver de Klane tras soportar el peso del agua, dirigiéndose a las fauces de la nada, como el de Crabel, pero…
Sádico era idiota, pero no tanto.

El pirata corrió hacia las aguas. Saltó cerca de la zona donde desapareció el clérigo y cazador de monstruos, aguantó el aire, luchó contra la fuerza de las aguas y…
Nadie se dio cuenta que, desde la espesura, alguien les estaba observando, y…

DIECISIETE

Tras la pequeña pared de agua, había una leve apertura. Una caverna si no fuera porque se extendía. Aquel túnel subterráneo bajo el río podía ser la clave para llegar hasta El Dorado.
Sádico esbozó una sonrisa, pero desenvolvió su daga cuando vio una pequeña luz. Un mosquete le apuntó a la cara.

—Al final, no eras tan imbécil– dijo Klane, portando la antorcha.

—No tanto, cura. ¿De dónde sacaste esa luz? ¿La guardabas en algún escondrijo de tu cuerpo o…?

—Estaba en la entrada, idiota hereje– contestó Klane mirando hacia delante–. ¿Vendrás o me traicionarás por la espalda?

—Por ahora voy.

—Bien.

Los dos Condenados que quedaban empezaron a caminar por el estrecho túnel.
Pronto, estuvieron embarrados y perdidos, pero tenían fe en llegar hasta El Dorado.
Ellos, los perdidos del mundo, aguardaban conseguir una recompensa después de tanto tiempo sin hallar un rumbo. Serían los reyes del mundo.

DIECIOCHO

Horas arduas acontecieron desde que empezaron a transitar en las tinieblas de aquel túnel.
La breve luz era cada vez menos intensa a
 medida que se internaban en la sombra.
Los dos asesinos a penas recordaban la última vez que vieron la entrada, con la puerta de agua, del camino.
Su memoria se enturbiaban, mientras lanzaban a su alrededor tierra empantanada con lombrices.
El camino estaba adelante siempre adelante.
¿La meta? ¿Dónde?

—No pienso detenerme– dijo Sádico, tosiendo y escupiendo flemas. El frío y el cansancio empezaban a hacerle mella–. No después de tanto.

—Yo tampoco, ni siquiera muerto– habló Klane y siguió el camino, tambaleándose. Sentía que se le acababa el aire y la antorcha menguaba demasiado.

La oscuridad, ante ellos, parecía no terminarse.
Pero todo, desde la vida hasta un camino terrible, tiene fin.
Todo, excepto, quizás, el fin en sí mismo.

DIECINUEVE

El desenlace del túnel bajo el río fue una gran sala circular. La antorcha acabó apagándose cuando cayó al suelo de piedra. En torno a la desnuda pared, había varias antorchas que iluminaban una gran sala donde no había nada más. Todo era roca, nada de oro.
Sádico y Klane caminaron por la estancia, buscando puertas secretas, trampillas escondidas… Pero no encontraron nada más… A parte del silencio.

VEINTE

A ambas orillas de un río, dos tribus rezaban a sus dioses para pedir perdón. Algunos pensaban que demonios de fuera podrían haber descubierto el camino hasta El Dorado y las joyas malditas, que esos males podrían extenderse más allá de sus fronteras. Rezaban para que algo los detuviese.
Y para hacerlo, danzaban. El ritmo inundó, velozmente, toda la selva llevando a cabo un ritual que nunca se había llevado en ninguna generación con tal poderío. Recogían su significado en sus mitos, sus leyendas sobre el fin del mundo.
El sonido en la tierra perturbó a otros habitantes que fueron también hacia el lugar de la llamada a los dioses, la gran danza.

Cánticos furiosos, pisadas atronadoras y movimientos espasmódicos inundaron toda aquella zona de la selva. El arte les fundía con los dioses, les rogarían perdón y clemencia.
El agónico y armonioso estruendo se extendió sobre  el río y sus fauces.

VEINTIUNO

Sádico golpeó las paredes hasta hacerse sangre en los nudillos. Dio chillidos terribles y gritó a todos los dioses habidos y por haber:

— ¿DÓNDE ESTÁ EL ORO, DIOSES MALDITOS? ¿DÓNDE ESTÁ MI ORO, MALDITO DESTINO? ¿DÓNDE ESTÁ? ¡MALDITO SEA DIOS!

Klane tomó una decisión rápida entonces.

—Maldito hereje, ¡no blasfemes! ¡En nombre de los dioses, yo te sacrifico!

El mosquete lanzó una bala que fue directa a Sádico.
Él siempre pensó, desde que tenía tres años, que moriría con más de un balazo… Pero aquel le atravesó el pescuezo y sólo pudo agitar su daga, antes de caer al suelo sobre un charco de sangre.

—Bien, ¡ya estaba harto!– farfulló Klane, guardando su mosquete. Hubiera dado todo el oro que no tenía por una pipa con hierba o algo de taduki.

Miró a su alrededor.

Notaba que la estancia temblaba. Supuso que debía ser una alucinación, pero algo le golpeó el hombro. Era un gran trozo de barro, proveniente del techo, había caído dejándolo casi inmovilizado.
Klane supo, entonces, que aquel túnel, que debía haber aguantado muchísimos años, se venía abajo.
Sin ninguna duda.
Algo estaba provocando que el día en que llegase a él, se viniese abajo.

Buscó una puerta secreta de nuevo. ¡Debía haberla! ¡Alguien tuvo que encender las antorchas antes de que llegasen! ¡Ese alguien debía haber escapado desde dentro o se lo hubiese cruzado fuera!
No pensó mucho más.
Encomendó su alma a los dioses y empezó a correr como alma que lleva el diablo.

VENINTIDÓS

Piedra tras piedra, el techo se había venido abajo en el túnel. Las raíces de algunos árboles empezaron a surgir, cubriendo el sendero de una pared falsa de plantas.
El suelo se astillaba cubriéndose de pequeñas piedras, grietas y charcos de agua aparecían de forma inesperada. Las paredes estallaban en la presión y todo quedaba inundado.
El caos había tomado aquel camino donde un hombre vestido de negro se abría paso con la espada de un enemigo vencido. Gateando por zonas impracticables, con una herida en el hombro, consiguió llegar, asfixiando, hasta cerca de la salida.
Allí, le esperaba alguien.
Peor que la muerte.
Esa persona le preguntó con serenidad:

— ¿Valía la pena matarme?

Klane rió, nervioso, y respondió:

—Por los dioses, ¡claro que sí! ¡Pagaban lo suficiente!

—¿Cómo terminaremos esto?

—Con un duelo.

Él se detuvo, se quedó paralizado, de pronto. Entonces, la gran piedra cayó sobre su cabeza. No le dio tiempo de rezar a todo el amplio Olimpo de dioses de su religión.

—He ganado– respondió la criatura peor que la muerte.

El túnel se vino abajo y el río cobró un nuevo cauce. El estruendo fue escuchado por todas las tribus y cesaron su danza. Sus divinidades habían respondido y, como al día siguiente el sol fue brillante, supieron que les habían hecho caso y El Dorado seguiría escondido.
Fue un gran momento.

VEINTITRÉS

Los Cinco Condenados eran historia. Todos habían caído presa de una trampa creada por una mente calculadora.
McQueen sabía de El Dorado por las leyendas de la tribu que había esclavizado en Diana. Cuando recibió a los Cinco Condenados, que buscaban aquella leyenda, supo que debía librarse de ellos. Contó a Maverick la Mil Veces Maldita dónde estaba el camino para llegar hasta su meta. Ella desapareció poco después.
Horror supo dónde estaba El Dorado porque había escuchado aquella conversación, no porque fuera un dios entre los mortales como llegaron a entender Klane, Crabel y Sádico.
El antiguo túnel bajo el río que encontraron fue el lugar perfecto para ser hundido con una vieja danza tribal.
La danza se traducía en los suficientes temblores para aplastar todo el pasaje hasta hacerlo añicos. Había llovido mucho, el suelo era, en su gran parte, barro. Conocimientos simples para alguien con alma de estratega.

Allí caerían los Cuatro Condenados, si dos de ellos no se hubieran quedado por el camino.
¿Y qué hizo que la danza tribal se produjese? La tribu huida de Diana, que había contado su temor a otras aldeas. Las mismas que en cientos de documentos de exploradores eran identificadas por sus danzas para pedir el beneficio de los dioses. Algo como la liberación de todos los males con la maldición de El Dorado vagando por el mundo, haría que todas las tribus danzasen sobre las orillas.
Pero el que hizo todo aquello no fue McQueen. Fue la persona que le dijo a la tribu que los Cinco Condenados irían a por la maldición de El Dorado. La misma que les entregó un cargamento de pequeños artefactos explosivos que los Cinco estaban dispuestos a usar si necesitaban destruir montañas para llegar hasta El Dorado.
La voz que les contó aquello sonaba como un cielo a punto de arder, con la calma que precede a la tempestad. Era la persona a la que algunos llamaron Esperanza.
Uno de los tantos apodos de Maverick la Mil Veces Maldita, la Quinta Condenada que mató al resto de los Cuatro Condenados.

VEINTICUATRO

Los Cuatro Condenados que no eran Maverick fueron contratados por un intermediario sombrío que les prometía grandes sumas de dinero. Iban a liquidarla por una recompensa tras que ella consiguiese el mapa de McQueen, porque el profesor sólo se lo daría a ella por un motivo secreto.
Lo que los Cuatro no sabían es que Maverick fue la que los contrató para matarla. Necesitaba acabar con ellos y no a traición, si no el gremio de los asesinos londinenses se pondría en su contra. En cambio ahora, había encontrado una justificación usando un intermediario que sólo era un pobre vagabundo de Baker Street.
Klane, Horror, Sádico y Crabel compartían algo en común. Fardaban de haber conocido las selvas de Sudamérica tras su unión como cazadores. Por eso, la quinta se unió a ellos. Maverick sabía que ellos encontrarían a McQueen. Por eso los necesitaba. Peones más de su juego.
Los Cuatro Condenados serían exterminados, la ciudad de Diana (reinada y fundada por un antiguo colaborador del Relojero) caería y las tribus dejarían de temer El Dorado.
Además, Maverick hallaría algo en aquel túnel cuyas antorchas encendió. El mismo del que se marchó antes de que llegasen sus enemigos.

VEINTICINCO

Atravesando varias montañas, había una ciudad hecha de oro puro. Ya no existía porque se usó una galería que llevaba desde los ríos hasta pequeños dirigibles. Todo ello, en el máximo de los secretos, aprovechando la tecnología europea capaz de generar mantos para ocultarlos y trampas para que las tribus se enfrentasen.
Poco a poco, sirviendo las órdenes minuciosas del Relojero, se expolió todo el oro, llevándoselo a la civilización para costear cientos de armas para la guerra. Cuando terminó, los muros del túnel fueron sellados en su sala circular.
Maverick había seguido viejas conversaciones, papeles, pistas… Se había convertido en una rastreadora. Si los Cuatro Condenados pedían sólo oro a los que los contrataban, ella pedía que se le respondiese una pregunta. Así ella supo armar sola su rompecabezas.
El Relojero expolió el oro de El Dorado para crear sus ejércitos de autómatas, muchos de ellos a partir de los diseños del vapor de McQueen.
Pero había mucho oro más según las viejas historias de la tribu, sin entrar en exageraciones. ¿Qué se hizo con aquel oro? ¿Para qué lo iban a usar? ¿En qué lo habían gastado? ¿Qué arma guardaba El Relojero?
Maverick guardó silencio desde el dirigible que había tomado en México con dirección a Europa.
Sólo sabía que cada ola de viento que dejaba atrás la acercaba a su oportunidad para vengarse de El Relojero, de su padre, y para entonces ya debería tener otro plan.

—¿Viaja sola?– le preguntó un inspector.

Ella pensó unos segundos y contestó con una breve sonrisa:

—Por supuesto.

Cuando el hombre se marchó, ella limpió sus revólveres.
La matanza se aproximaba y no iban a quedar cerdos con vida.


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Referencias:
1 .- “A fronte praecipitium a tergo lupi”. “Un precipicio al frente y lobos a la espalda”.

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