La Liga de los Hombres Misteriosos nº07

Título: El enemigo interno (VII)
Autor: Raúl Montesdeoca
Portada: Jose Baixauli
Publicado en: Mayo 2013

La Liga sigue tratando de detener los planes de los Kommandotruppen en los USA, cuando entra en escena un nuevo e inesperado elemento... El hombre llamado ¡The Spider!
Antes de los superhéroes fueron los Hombres Misteriosos. Y esta es la historia de cuando los hombres y mujeres más grandes de su época se reunieron por primera vez ... y el mundo cambió para siempre.
Creado por Raúl Montesdeoca y Carlos Ríos

Betty Dale daba las últimas instrucciones al cámara. Su periódico la había enviado a hacer la cobertura de la sesión del Congreso. Había bastante movimiento entre la prensa. Era el día en que se debía votar la moción de censura contra el Presidente Roosevelt.

El Senador Robert Taft era el hombre tras la maniobra política. Las posibilidades de que la moción saliese adelante eran mínimas. Después del escándalo de la red de corrupción y extorsión organizada por los camisas marrones de Harold Nielsen, que había sido revelado por el empresario J.J. Vaughn en el Clarion y de los incidentes de Los Ángeles instigados por la inteligencia japonesa, que a punto habían estado de iniciar una guerra racial en la ciudad californiana, la mayoría de la opinión pública estaba con el presidente.

Pero seguía siendo noticia y era su deber informar. Había elegido un lugar en la cercanía del Congreso para que pudiese verse la conocida silueta del edificio en el fondo del encuadre. Con un poco de suerte podrían vender la crónica a algún noticiario para que se proyectara en las salas de cine.

Morty el cámara alzó su mano con tres dedos levantados. Conforme el joven continuaba con la silenciosa cuenta atrás, Betty respiró hondo y se preparó para su exposición.

–Como verán nos encontramos muy cerca del Congreso. Hoy es el día en que se votará la moción de censura contra el Presidente Franklin Roosevelt. El Senador Robert Taft, como cabeza más visible de esta iniciativa, junto a otros prohombres del ala más dura del partido republicano han acusado al máximo mandatario del país. En su último discurso en el Senado, Taft llegó a afirmar que las interferencias del presidente y su gobierno en la economía del país situaban a los Estados Unidos al nivel de la Unión Soviética, en cuanto a lo que falta de libertad se refiere. Además de insistir en el irreparable daño que su política de New Deal había ocasionado, reprochó también al presidente que empujaba a la nación al abismo de una guerra en la que no tenemos nada que ver. Si bien en un primer momento...

–¡Mira eso! -exclamó Morty con los ojos como platos y señalando al cielo

Betty estaba muy enfadada. El cámara conocía las normas de la profesión. No se habla cuando se graba. Más le valía que fuese algo importante o ya podía ir buscándose otro trabajo. La reportera se volvió. Hizo pantalla con su mano para protegerse de la luz del sol buscando qué era lo que afanosamente señalaba Morty.

El joven operador tenía razones más que de sobra para su interrupción. La propia Betty dudaba de lo que veían sus ojos.

Varias estelas de fuego se recortaban contra el azul del cielo. Se dirigían a toda velocidad hacia el Congreso. En un primer momento la reportera pensó que se trataba de un ataque con cohetes pero los proyectiles redujeron su velocidad y fueron descendiendo hasta aterrizar rodeando por completo el edificio. Ahora podía verlos con más claridad. ¡Eran robots!

Por muy loco que sonara, un grupo de enormes robots acababa de rodear el Congreso. Eran de color negro. Sus rostros una macabra burla de un cráneo humano hechos en resistente metal. Betty se sobrepuso y la periodista que llevaba dentro tomó las riendas.

–Grábalo todo. -ordenó Betty

Morty creía que lo mejor que podían hacer era huir de allí todo lo deprisa que les permitiesen sus piernas pero algo en la voz de la reportera le hizo replantearse su idea. Con una mezcla de resignación y miedo comenzó a darle a la manivela de la cámara.

Los prodigios que verían aquel día no habían hecho más que empezar como pronto descubrirían. Varias naves que podrían describirse como platillos volantes se acercaban al lugar desde la alturas. Betty contó cinco de ellos.

Tras tomar tierra, se desplegaron rampas por las que descendieron grupos de veinte personas aproximadamente de cada una de las extrañas aeronaves. Llevaban uniformes militares negros y el símbolo de la cruz gamada destacaba llamativamente en las mangas de sus largos abrigos. Los cascos que usaban eran idénticos a los que usaba la Wehrmacht alemana. Con los rostros cubiertos por máscaras anti gas parecían tan mecánicos como sus compañeros robots. Se alinearon en formación y cuando la tropa estuvo dispuesta, dos nuevas siluetas descendieron por una de las rampas.

Los desconocidos soldados hicieron el saludo romano que tanto agradaba a los fascistas mientras los dos nuevos personajes se dirigían al interior del Congreso.

–¡Heil Führer! -gritaron todos al unísono

Uno de ellos iba sentado en un gran sillón flotante. Betty no pudo encontrar una descripción mejor para describir aquel objeto. Era como un trono. Sobre él había un hombre vestido con el uniforme de los camisas marrones, un grupo político paramilitar que exaltaba la ideología nacional socialista de Hitler. Lo más llamativo era que cubría su cabeza con una capucha como las que usaban los verdugos. Su acompañante no le quedaba a la zaga en lo extraño de su aspecto. Pasaba de los dos metros de altura. Era de complexión ancha y fuerte, una verdadera mole de músculos. Tenía el mismo uniforme que el resto pero no cubría su cabeza ni su cara. Llevaba el pelo rubio cortado a cepillo. Entonces Betty reparó en algo que le heló la sangre en las venas. La mandíbula inferior de aquel hombre había sido sustituida por una de metal, en la que destacaban los afilados dientes aserrados que se le habían añadido a aquella monstruosa prótesis.

Algo se encendió en el cerebro de la reportera. Los había reconocido. Eran los mismos que habían asaltado la Prisión Estatal de Florida unos meses antes. Los kommandotrüppen. El ejército privado de Harold Nielsen, a quien sus seguidores llamaban Führer.

¿Sería acaso aquel encapuchado el mismo Nielsen? Se le suponía muerto en el ataque.

Varios agentes de policía que vigilaban el lugar trataron de impedir el acceso de los paramilitares al interior del Congreso cuando consiguieron salir de su estupefacción. El requerimiento de los agentes de la ley fue respondido con una andanada de haces de energía provenientes de las armas que portaban los inmensos robots que se encontraban más cercanos a la escena. Los policías murieron al instante y el pánico se desató.

Otros periodistas destacados allí, curiosos y viandantes huían en estampida. Corriendo por sus vidas o buscando un lugar donde guarecerse de aquella mortífera lluvia.

Betty supo que debía buscar un teléfono y hacer una llamada. Se alejó tan rápido como pudo. Escasos minutos después entraba como una exhalación en una cafetería de los alrededores que disponía de cabina telefónica. Cerró tras de sí la puerta del pequeño habitáculo para ganar algo de intimidad y marcó un número en el dial. Esperó dos tonos y una voz le respondió.

–Hola Betty. Siempre es un placer recibir una llamada tuya.

La reportera sorprendida preguntó.

–¿Cómo has sabido que era yo?

–No tiene mérito. Este número de teléfono sólo lo conocen dos personas. Como K-9 está fuera de servicio desde que Hoover decidió cerrar el Departamento G, no habían muchas más posibilidades. -contestó una voz masculina grave

–Me alegro de que estuvieses en la ciudad.

–En un día como hoy, era obligatorio estar aquí.

–Hay algo que deberías saber. -dijo Betty

El Agente Secreto X escuchó el increíble relato de la reportera. No dudó un segundo de su palabra. Era alguien en quién sabía que podía confiar de verdad, como en ninguna otra persona. Se despidió rápidamente e hizo una corta llamada a un teléfono que no figuraba en ninguna guía telefónica del momento.

–Código G-8. G-1 está en peligro.

–Roger. -le respondieron

Sin mediar más palabra, volvió a colgar el auricular y abandonó a toda prisa la oficina en la que se encontraba, uno de los tantos pisos francos que disponía a lo largo y ancho de todo el país.

Un auto con los cristales tintados se paró justo en la entrada principal del 1600 de la Avenida Pensilvania en Washington D.F., la Casa Blanca.

Dos miembros del servicio secreto del presidente se acercaron hasta el coche.

–El lugar está cerrado. Seguridad Nacional. -advirtió uno de los tipos mal encarados

La ventanilla del coche se bajó y un rostro más que familiar apareció tras ella. Era el director del F.B.I. Edgard J. Hoover, una de las personas más famosas en los Estados Unidos.

–¿Está usted seguro de eso, agente? -hizo un énfasis claro en lo de agente

–Disculpe señor. Tenemos instrucciones precisas de no dejar entrar a nadie.

–Eso ya lo sé, muchacho. ¿Quién crees que dio esas órdenes? Fui yo. Pero ahora la situación es diferente. Nuestro sistema de seguridad está comprometido. Debo llegar al presidente con la máxima urgencia.

–Ok. Diríjase hasta el siguiente punto de control. Pregunte por el Coronel Ferguson. Él es el encargado de la seguridad aquí.

El agente del servicio secreto hizo una seña a los marines que custodiaban el acceso y levantaron la barrera, dejando pasar al director del F.B.I. Había gran presencia militar. Ya debían conocer las noticias del Congreso y estaban fortificando el lugar contra un potencial ataque. En el corto trecho pudo ver como los marines se afanaban en desplegar un cordón de protección alrededor de la residencia del presidente. Había ametralladoras, lanzacohetes y hasta morteros. Cuando llegó a la explanada que daba acceso al edificio le esperaban allí el Coronel Ferguson y cinco de sus soldados. Al bajarse del coche, Hoover fue abordado por el militar.

–Señor -dijo realizando el saludo militar-, esto es sumamente irregular. No debería estar usted aquí. En las actuales circunstancias es una locura tener a dos hombres importantes para la nación en el mismo lugar.

–Tenemos un infiltrado. Conocen nuestros planes. Ni siquiera nuestras propias líneas de teléfono son seguras. Tenemos que sacar al presidente de aquí inmediatamente. -afirmó Hoover tajante

El Coronel Ferguson no veía aquello nada claro.

–Debo oponerme a eso. Si nos atacan, este edificio es una verdadera fortaleza. Tenemos armas y tropas suficientes para garantizar la seguridad del presidente.

El director del F.B.I. no cejó en su empeño.

–Con todos mis respetos coronel, hay muchas cosas que usted ignora. No se trata de “si” atacarán sino de “cuándo” atacarán. El tiempo es muy valioso. No quiero que se lo tome a mal pero ni usted ni sus muchachos van a poder hacer nada contra esos tipos cuando lleguen.

–¡Somos el ejército de los Estados Unidos! Estamos preparados para enfrentarnos a cualquier amenaza. -objetó Ferguson

–Admiro su patriotismo aunque preferiría que fuera el propio presidente el que tomara la decisión.

Y tras decir esto el federal se dirigió al interior del edificio sin esperar ninguna respuesta por parte del coronel.

–Ese cabrón de Hoover se cree omnipotente. -se quejó el militar a uno de sus subordinados

No estaba dispuesto a que aquello quedara así. Iba a llamar al Departamento de Guerra para aclararlo. Por muy director del F.B.I. que fuera, Hoover no podía saltarse las normas de Seguridad Nacional. Esos protocolos habían sido coordinados por todas las fuerzas del orden y estos cambios de última hora ponían en peligro a todo el conjunto, no sólo a los federales. Marcó el número del Edificio Greggory donde se encontraba el alto mando del ejército. La voz de una telefonista le respondió y pidió que le pasaran con el General Marshall.

–¿Qué sucede Ferguson? ¿Están las cosas tranquilas por ahí? -preguntó el General

–De momento sí, señor. He creído conveniente avisarle de que el Director Hoover acaba de entrar en el edificio con la intención de llevar al presidente a un lugar más seguro.

El brusco silencio que se hizo por parte del General Marshall dejaba intuir que no le gustaba lo que estaba oyendo.

–No se retire del aparato, coronel. Déjeme hacer una confirmación.

Ferguson quedó a la espera. Apenas un minuto y medio más tarde volvió a oír la voz del general a través del auricular. Estaba furioso.

–Ferguson, espero que sepa usted lo que tiene entre manos. Acabo de hablar con el Director Hoover y me confirma que sigue en las oficinas centrales del F.B.I, tal y como establecen los protocolos de seguridad para estos casos. Así que sea quien sea el que ha entrado no es Hoover. Atrápelo y aclare todo esto antes de que algo suceda o este será el fin de su carrera.

–A sus órdenes, señor.

El Coronel Fergusson estaba más blanco que el papel. Sobre la marcha se recompuso y empezó a dar órdenes a sus hombres. Reunió a un pelotón completo, bien pertrechados para el combate, y a toda prisa fue en busca del intruso.

Franklin Roosevelt dio permiso para que entraran. Un miembro del Servicio Secreto abrió la puerta del famoso despacho oval anunciando al director del F.B.I. El presidente se extrañó de la presencia allí del jefe de los federales pero se levantó a recibirle. Los dos hombres se estrecharon la mano.

–Qué sorpresa verte por aquí, Edgard. Te hacía en las oficinas del F.B.I.

–El verdadero Hoover está allí. -dijo el extraño quitándose la máscara que cubría su rostro

Por un momento el presidente temió que se tratara de un atentado contra su vida pero se calmó al reconocerle.

–Agente X. Esto sí que es una verdadera sorpresa. ¿No había cerrado Hoover el Departamento G?

El hombre de las mil caras no respondió la pregunta del presidente. Fue hasta los amplios ventanales y oteó el cielo.

–Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora debemos abandonar este lugar.

Franklin Roosevelt no sabía lo que estaba pasando y era una sensación que no le gustaba.

–No es que desconfíe de usted. Ha salvado muchas veces a este país. Pero coincidirá conmigo que irme con un agente que está en busca y captura, contraviniendo todas las órdenes de mi Estado Mayor es un tanto... ¿Cómo llamarlo? ¿Excesivo?

–Señor Presidente. Los camisas marrones de Nielsen han tomado el Congreso. Disponen de una tecnología como nunca se había visto antes. No tardarán en llegar a la Casa Blanca. Las tropas que hay aquí serán masacradas y usted morirá. Si nos vamos ahora, usted vivirá. Con el presidente fuera del edificio, los soldados de Ferguson no tendrán que pelear hasta el último hombre. Les salvaría la vida a muchos de ellos. Piénselo. Pero no demasiado, el reloj sigue corriendo y va en nuestra contra.

El presidente valoraba sus opciones.

–Vamos allá. Estoy en sus manos. -concedió Roosevelt

El Agente X volvió a cubrir su rostro con la máscara que había preparado y que le hacía parecer un duplicado exacto de Edgard J. Hoover. Sus dotes de actor completaban una pantalla impenetrable que le hacía a los ojos de cualquier observador el mismo director del F.B.I.

Cuando abandonaron el despacho oval, el Presidente pidió a los hombres del Servicio Secreto que custodiaran la entrada y que no permitieran el acceso a nadie durante su ausencia.

–Señor presidente. Nuestro deber es acompañarle a donde vaya.

Del fondo del pasillo les llegó una voz que gritaba. Era el Coronel Fergusson.

–¡Detengan al hombre que acompaña al presidente! ¡Es un impostor!

Los dos agentes del Servicio Secreto se miraron sin entender nada pero por si acaso echaron mano a la sobaquera donde guardaban sus armas. El Agente X no les dio opción a nada más. Como un rayo desenfundó su pistola y dos balas que contenían un poderoso gas narcótico mandó a dormir a los dos guardaespaldas como bebés. Una bala rebotó muy cerca de X. Provenía de la pistola del Coronel Ferguson que gritaba a sus hombres.

–¡A por él! ¡Que no escape!

El Hombre de las Mil Caras retrocedió.

–La salida principal se ha puesto imposible. Vayamos al sótano.

El Presidente Roosevelt miraba con los ojos fuera de sus órbitas a sus guardaespaldas tumbados en el suelo y a la guardia que trataba de darles alcance mientras corría. Se preguntaba qué es lo que estaba haciendo. Aquellos eran sus hombres y estaba huyendo de ellos como un vulgar criminal. Confiando a ciegas en un agente que había sido expulsado del cuerpo por el propio Hoover. En favor del Agente X había que decir que el comportamiento del director del F.B.I. había dejado bastante que desear. La pasividad de los federales ante el escándalo que acabó destapando el periódico The Clarion, las continuas interferencias del subdirector Hunter de Florida y las ultraconservadoras opiniones que el todopoderoso director no tenía reparo alguno en expresar, hacían que el presidente no supiese a ciencia cierta en qué bando colocar a Hoover.

El Agente Secreto X cubría su retirada a tiro limpio mientras él y el presidente recorrían los enormes pasillos como una exhalación, con los soldados del Coronel Ferguson pisándoles los talones.

–Por aquí no hay ninguna salida. -protestó el presidente

–Sí que la hay. Por las alcantarillas.

–No puede estar hablando en serio.

–Tenemos a un transporte esperándonos allí. Deprisa. -apuró X

Consiguieron mantener un buen trecho de ventaja respecto a sus perseguidores y llegaron finalmente al sótano. X hizo a un lado una desvencijada mesa que se guardaba allí y levantó la alfombra que había bajo ella. El agente secreto giró una parte de unos de los travesaños de madera del suelo y se reveló el cerrojo de una trampilla. La abrieron y unos escalones que descendían aparecieron ante sus ojos. Olía a cerrado y a humedad. Estaba oscuro.

X encendió una linterna que sacó de su chaqueta e iluminó el camino al presidente.

–Usted primero.

Cuando cerró la trampilla pudo oír los impactos de las balas sobre su cabeza. Por los pelos. Recorrieron apenas unos veinte metros hasta llegar a un recodo que llevaba a uno de los colectores principales, mucho más anchos que en el que se encontraban. Al doblar la esquina el Presidente Roosevelt, exhausto por la carrera se quedó sin aliento. Y no fue solo por el esfuerzo. Justo delante de él tenía al más extraño avión que hubiese visto nunca. Debía tratarse de algún tipo de prototipo. Podía reconocer las hélices, las turbinas y los potentes motores diesel del aparato. Éstos eran exageradamente grandes, demasiado para un aparato tan pequeño, pensó el presidente. Un enorme número ocho aparecía impresionado sobre el fuselaje.

Al llegar junto a la extraña aeronave, la portezuela lateral se abrió como invitándoles a entrar. X pidió al presidente que entrara primero y cuando lo hizo vio al mando del fantástico vehículo a una figura un tanto anacrónica. Parecía sacado de una de las viejas fotos de la I Guerra Mundial. Su obsoleto gorro de cuero forrado de lana en el interior y sus anticuadas gafas de aviador cubrían la parte superior de su rostro. Llevaba un largo pañuelo blanco anudado al cuello que ayudaba también a ocultar su cara. A pesar de ello el presidente le reconoció de inmediato por la chaqueta de cuero. Llevaba un as de picas cosido en la manga derecha y en su interior el número ocho.

–G-8. Vaya, vaya, tenemos aquí casi al departamento G al completo por lo que veo. ¿Dónde está el Operador nº 5?

–A él le gusta más actuar por su cuenta. Es un solitario. -dijo G-8, el As de Batalla

–Yo más bien diría que es un paranoico. Pero cada cual es libre de expresar su opinión. -comentó X con ironía

Los motores de la máquina se pusieron en marcha. El rugido llenó los túneles con un ruido atronador y la nave se puso en marcha adquiriendo velocidad poco a poco. Continuaron por el gran túnel varios minutos hasta alcanzar finalmente el desagüe del mismo en el Río Potomac. La potencia que podía desarrollar aquella máquina era increíble. Deslizándose sobre las grises aguas del río y sin apenas esfuerzo levantó el vuelo.


El potente bimotor dejaba atrás la capital dirigiéndose al noreste cuando Roosevelt, desde su asiento detrás del piloto y copiloto, se dio cuenta de que dos aeronaves se posicionaban a sus espaldas.

–Tenemos compañía. -advirtió el presidente señalando un punto en el cielo a través del cristal de la carlinga

El Agente X, que ocupaba el lugar del copiloto, se volvió. G-8 los tranquilizó.

–Nada de qué preocuparse.

El piloto cogió el micrófono de su radio y abrió comunicación con los recién llegados.

–¿Qué tal muchachos? ¿Cómo va todo?

–Bastante tranquilo por ahora. Un cielo limpio y despejado. -le respondió una voz grave y enérgica

Franklin Roosevelt observó como las dos naves se acercaban hasta situarse una a cada flanco del avión de G-8. Ahora podía verlos con total claridad. Eran gemelos del aparato que ellos mismos ocupaban. Lo único que los distinguía eran los números 7 y 13 que lucían. Respiró profundo al reconocerlos. Eran el resto del escuadrón de G-8, los Ases de Batalla. Bull Martin con el número 7 y Nippy Weston con el 13. Aquellos tres hombres llevaban luchando por el país más de veinte años. Desde la inicios de la Gran Guerra allá por el año catorce, los Ases de Batalla se habían enfrentado a todo tipo de amenazas en los cielos a lo largo y ancho del planeta. Estaba en un avión que pilotaba un tipo que se había enfrentado al legendario Barón Rojo y había vivido para contarlo. El pensamiento le tranquilizó.

La radio crepitó con la estática que precedía a una comunicación entrante. Esta vez era una voz mucho más pausada que la anterior aunque denotaba inquietud.

–Algo se acerca desde las cinco a toda velocidad.

–Copiado, Nippy. Los veo. Cuento seis de ellos. -dijo G-8

–Afirmativo, media docena cuenta también el hijo de la Señora Martin. -confirmó Bull

–¡Formación de combate! -ordenó G-8 a través de la radio

Con una precisión milimétrica que solo se consigue con años de práctica, los dos pilotos ejecutaron la maniobra que tan familiar les era. Se alejaron una decena de metros de la aeronave de G-8 y elevaron su posición respecto al mismo. De esta manera podían cubrir al jefe de escuadrón sin estorbarle en sus movimientos.

Las seis estelas se acercaban a una velocidad de infarto. Ya eran reconocibles las siluetas humanoides de los temidos robots nazis de combate. Los Ángeles Negros.

–¿No podríamos darles esquinazo? Llevamos al gran hombre a bordo. -preguntó el agente X

–¿Y llevarles hasta la isla? Huir no es una opción. -respondió G-8

Tras decir eso, el piloto tomó de nuevo el micrófono en sus manos. Habló con voz firme pero serena.

–Vamos a por ellos a mi orden. Si estos nazis quieren empezar una guerra deben saber que tenemos dientes y garras con las que responder. ¡Ahora!

Como si la maniobra hubiese sido ejecutada por una sola mente, los tres cazas de combate ejecutaron un medio rizo y rotaron sobre su eje para recuperar el horizonte natural. Ya tenían a sus objetivos justo a las doce.

Franklin Roosevelt hacía todo lo posible para que su desayuno siguiera dentro de su estómago.

Nippy Weston inclinó su nave unos grados a estribor y Bull Martin hizo lo propio hacia babor. De inmediato sus armas empezaron a escupir rojos haces de energía. Ante la cara de asombro del Agente X, G-8 le explicó.

–También tenemos nuestras sorpresas. Uno de los socios del Capitán Futuro ha estado trabajando con nosotros desde hace un tiempo. No es mal tipo para ser un cerebro en una jarra. Deberías conocerlo.

Estaban todavía demasiado lejos y sus objetivos eran demasiado esquivos como para que las ráfagas de pulsante energía con las que Bull y Nippy cubrían el cielo fuesen efectivas. No era ese su cometido. Lo que pretendían los ases de batalla era delimitar un pasillo de combate para reducir la superior maniobrabilidad de sus enemigos.

Conocían las capacidades de aquellos letales engendros mecánicos por los informes remitidos por el Capitán Futuro. Tenían armas para enfrentarse a ellos gracias a las invenciones del Dr. Simon Wright, el genio científico de los Futuremen. Ahora todo dependía de su capacidad como pilotos de caza de combate y no había en la Tierra otra unidad aérea mejor que aquella. Aun así se enfrentaban a unos robots asesinos que poseían una tecnología que no debería de existir hasta cientos de años en el futuro. Con una capacidad de combate superior a cualquier arma conocida y una velocidad asombrosa.

G-8 apuntó al centro de la formación enemiga y roció la posición con los haces de energía que brotaban de los cañones especiales instalados por el Dr. Wright en su aeronave. El truco funcionó. Los robots trataron de esquivar la andanada abriendo la formación hacia los lados y los dos que se encontraban en ambos extremos se encontraron con la cortina de fuego que Bull y Nippy continuaban manteniendo. Explotaron ardiendo en llamas que los consumieron con voracidad. Dos habían caído pero quedaban cuatro que devolvieron el fuego al unísono.

Los rayos de energía rebotaron contra el casco de las aeronaves.

–¡Informe de daños! -pidió G-8 a través de la radio

–Todo en orden. Solo daños menores en el fuselaje. -se pudo oír la voz de Bull a través de las ondas

–La armadura especial del Dr. Wright está funcionando a las mil maravillas. -comentó Nippy

Los robots asesinos construidos por los nazis aprendían rápido. Al ver que sus armas resultaban inefectivas contra el blindaje de su objetivo se lanzaron a toda velocidad en una carga suicida contra el avión de G-8.

Nippy Weston se percató enseguida de las intenciones de los Ángeles Negros. Tiró hacia hacia atrás de los mandos, virando levemente a estribor, ofreciendo el vientre de su nave a los robots y haciendo al mismo tiempo de pantalla protectora a G-8.

–¡Nippy, no! -gritó el líder de escuadrón a través del micrófono

Como un cometa algo chocó contra el fuselaje del avión que lucía el número trece. Uno de los engendros mecánicos atravesó su casco de lado a lado convirtiéndose en chatarra fundida en el proceso. Los otros tres haciendo gala de su increíble maniobrabilidad esquivaron la colisión en el último momento y pasaron volando bajo los cazas de Bull y de G-8. La aeronave de Nippy caía en una incontrolable barrena sobre las frías aguas del Atlántico.

–Nippy tiene una amplia experiencia estrellándose. -dijo Bull tratando de tranquilizar al jefe de escuadrón, aunque había un deje preocupado en su voz

–Tenemos otros problemas. -advirtió el Agente X

Los tres robots restantes giraron en un corto espacio para ponerse tras las colas de los dos supervivientes de los Ases de Batalla.

–Un momento excelente para mostrarles nuestra última sorpresa, Bull. ¡Minas magnéticas!

Una portezuela se abrió en la parte ventral posterior de ambos aviones y un buen número de esferas metálicas se deslizaron por ellas. Al contrario de lo que hubiese cabido esperar, aquellas piezas no caían por el efecto de la gravedad sino que debido a su magnetismo eran atraídas por la presencia cercana de los monstruos metálicos. Los ingenios empezaron a acumularse sobre la estructura de los dos robots más cercanos y de pronto estallaron en rapidísima sucesión convirtiendo a los robots en pocos más que despojos.

–He confirmado dos bajas. ¿Dónde está el tercero? -preguntó G-8

El Agente X y el propio presidente de los Estados Unidos se afanaron en encontrar al último de aquellos engendros mecánicos que tantos problemas le estaban causando. Fue X el primero en avistarlo. Entre los jirones de nubes que atravesaban en aquellos momentos pudo ver la siniestra silueta negra de uno de los golems de metal adherida sobre el ala izquierda del aparato que ocupaban. En el lugar en el que se encontraba, el robot estaba fuera del alcance de las poderosas armas que portaba la aeronave de G-8, al tiempo que impedía a Bull disparar por temor a abatir a su propio jefe de escuadrón. Un intenso humo de color negro empezó a salir del motor izquierdo del aparato.

–Está destruyendo el motor. -sentenció G-8 preocupado al ver la oscura humareda

Franklin Roosevelt empezó a pensar que no iban a conseguirlo. A pesar de contar con su increíble armamento, sus avanzados diseños y los mejores pilotos que la nación podía ofrecer, aquellos robots estaban a punto de salirse con la suya y enviarles de cabeza al océano. El Agente X se levantó del asiento del copiloto y tambaleándose por las sacudidas del inestable aparato llegó hasta la portezuela de salida. Sacó su arma de la sobaquera que llevaba bajo la chaqueta y extrajo el cargador. Amartilló la pistola para sacar la bala que quedaba guardada en la recámara. Luego sacó rápidamente otro cargador de uno de los muchos bolsillos secretos que llevaba repartidos por toda su anatomía y lo introdujo. Volvió a amartillarla y advirtió.

–Voy a abrir a puerta. Esto se va a poner aún más movido.

Fue como si un vendaval hubiese entrado dentro de la carlinga del avión, que se sacudió violentamente. El Agente X tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantenerse erguido y evitar ser succionado por la poderosa corriente de aire. Un acto tan sencillo como estirar el brazo para apuntar se convirtió en una hazaña digna de un héroe. La fuerza del viento le zarandeaba de un lado a otro y amenazaba con descoyuntarle un hombro. Mantener el brazo firme y quieto resultaba casi imposible pero X no era un hombre ordinario. Disparó su arma en rápida sucesión sobre el negro robot que continuaba haciendo trizas uno de sus motores. En principio no pareció que ocurriera cosa alguna. Pocos segundos después un humo blanquecino aparecía por los orificios que habían hecho las balas perfora armaduras que le había disparado. El poderoso ácido que contenían debía estar ya haciendo su efecto y devorando el interior de aquella maquinaria asesina. Rogaba para que aquello fuera suficiente para detenerla. Era su última y desesperada oportunidad.

Instantes después el pesado robot se dejaba caer a plomo hacia la superficie del mar. Con el resto de las fuerzas que le quedaban, X se las apañó para volver a cerrar la puerta del avión y dijo.

–Lo hemos conseguido. He derribado al último.

Un suspiro de alivio común le llegó desde la cabina.

–Esa es una gran noticia. -dijo el Presidente Roosevelt con la cara descompuesta

–Nos hemos librado del último, Bull. Apunta otra victoria más para los Ases de Batalla. -anunció con alegría G-8 por la radio

Un grito entusiasmado y largamente contenido tronó en los altavoces de la carlinga.

–Regresa a la base. Yo me ocuparé de Nippy. Ahora lo principal es poner a G-1 a buen recaudo. -dijo Bull Martin

–Roger, Bull. Nos veremos en casa. Le diré a Battle que os tenga preparado un buen refrigerio para cuando lleguéis.

–Ese inglés petimetre siempre se lleva siempre la mejor parte. Nos vemos.

El avión de Bull se desvió hacia el oeste para rescatar a su compañero de unidad mientras G-8 continuaba en dirección este, internándose en el océano. Continuaron con ese rumbo durante un corto espacio de tiempo hasta que vieron la silueta de una isla que se recortaba contra el horizonte.

–No recordaba que hubiese aquí ninguna isla. -dijo Roosevelt

–De hecho no la hay. O al menos no siempre está aquí. -respondió G-8 divertido

El presidente no supo que decir ante aquel críptico comentario así que guardó silencio. Supuso que recibiría las explicaciones en el momento necesario y decidió no insistir más en el asunto. Algo llamó la atención de Roosevelt cuando se acercaron más a la misteriosa isla. El relieve de la misma era completamente llano, solo las siluetas de los escasos edificios que se observaban rompían un paisaje que carecía de accidente geográfico alguno que no fuese una extensa y perfecta llanura. Sumamente extraño para tratarse de una formación natural, pensó el presidente.

Aterrizaron en una pista preparada a tal efecto y que parecía ser el centro alrededor del cual giraba todo en aquel extraño lugar. Un elegante y muy formal mayordomo británico les esperaba a pie de pista con una jarra de limonada helada que los recién llegados agradecieron muy cortésmente. Los acompañó hasta el edificio principal del complejo y los guió hasta lo que parecía una gran sala de mando.

Mapas de ambas costas de los Estados Unidos aparecían en luminosas pantallas desplegadas sobre una gran mesa de forma ovalada. Sentados a la mesa había un grupo de personas a las que el presidente reconoció. Él era el presidente de los Estados Unidos de América y por funciones de su cargo tenía que lidiar con todo tipo de personas. No era de los que se dejaban intimidar fácilmente como atestiguaba su carrera profesional. Pero las personas que se encontraban alrededor de aquella mesa le intimidaban. Muchas de ellas eran auténticas leyendas. Una improbable, casi imposible, reunión de los seres más sobresalientes de su época. Incluso de otras épocas, si había que creer lo que se decía del Capitán Futuro, que era uno de los presentes. Una teoría que Roosevelt creyó a pies juntillas cuando vio junto al Capitán a un cerebro dentro de un frasco que levitaba a poco más de un metro del suelo al que le presentaron como el Dr. Simon Wright.

Green Lama se acercó hasta el asombrado presidente.

–Mr. Roosevelt, lamento que sea en estas circunstancias pero es para nosotros un honor tenerle aquí. -comentó tranquilizador el lama

El Capitán Futuro invitó a Roosevelt a que tomara asiento con ellos.

–Green Lama habla por todos nosotros señor presidente. Supongo que conoce al resto de los presentes. Ki-Gor y Helene Vaughn.

–A Mr. Ki-Gor le conozco por referencias y me une una gran amistad con el padre de Ms. Vaughn. -saludó Roosevelt cordialmente

–Black Bat y El Fantasma han decidido quedarse en Nueva York. Creen que pueden ser más útiles allí, pero estamos en contacto continuo con ellos. -explicó el capitán

–¿Tienen alguna nueva información? -preguntó realmente preocupado el presidente

–Va llegando a cuentagotas. El vicepresidente está a salvo en Inglaterra. Sabemos que los camisas marrones se han hecho con el control del Capitolio y que retienen a los Congresistas en su interior. -dijo el Agente X

–¿Qué se sabe de los federales y del ejército?

G-8 y el Agente X intercambiaron una mirada que no auguraba buenas noticias. Una mirada que no se le escapó al presidente Roosevelt.

–Hoover ha recomendado mantenerse en alerta hasta que llegue alguna noticia más clarificadora del Congreso. El ejército está dividido, muchos abogan por una acción directa contra los secuestradores pero hay algunos entusiasmados con la idea de declarar la Ley Marcial en todo el país. Estos últimos son menos pero bastante más influyentes en la cadena de mando. -trató de explicar G-8

Alguien más entró en la estancia, el extraño aspecto del recién llegado y su familiaridad con Curtis Newton hizo sospechar a Roosevelt que debía ser uno de los Futuremen que acompañaban al Capitán Futuro. El androide Otto, muy probablemente.

–Capitán, van a hacer una declaración por radio en directo desde el Congreso. -avisó Otto

–Pasa el audio aquí. -ordenó el capitán

Se oyó el electrónico crepitar de los altavoces y todos quedaron en silencio a la espera.

–Ciudadanos, en los últimos tiempos este país ha estado tomando un rumbo contrario al que pensaron los padres de nuestra patria. A través de una conspiración como nunca se había visto antes, el gobierno presidido por Franklin Roosevelt se ha valido de la manipulación, la extorsión y el chantaje para llevarnos a una guerra que nada tiene que ver con nosotros. Es por ello que dado lo extraordinario de la situación se declara la Ley Marcial y se disuelve al actual gobierno. Debido a la inmensa corrupción que se extiende por todo el sistema se procede con efecto inmediato a la ilegalización de los partidos políticos. Los ciudadanos que deseen apoyar a su gobierno podrán hacerlo en la Guardia Marrón, organización que persigue como único objetivo el ensalzamiento de los valores que han hecho de los Estados Unidos una nación fuerte y poderosa. Además de la devolución del poder a sus depositarios, los verdaderos ciudadanos de América.

Una abrupta pausa dio paso a la voz del locutor habitual de la cadena.

–Lo que acaban de oír ha sido la declaración de Harold Nielsen, líder de los camisas marrones y por lo que parece el principal responsable del asalto al Congreso. Sigue sin saberse nada de los congresistas que continúan retenidos en...

La emisión se cortó de repente. El Capitán Futuro apagó los altavoces. La colección de rostros contrariados y ceños fruncidos que había en la habitación dejaba ver que la situación era mala, más mala de lo que ninguno allí podía recordar.

–No es más que una burda manipulación. Fue Nielsen el que organizó una conspiración para derrocar a un gobierno legítimamente elegido por la amplia mayoría de los ciudadanos. -lanzó Roosevelt un exabrupto

–Lo sabemos, señor presidente. Es por eso que está usted aquí. Pero ahora ellos tienen la fuerza, al menos de momento. -lo tranquilizó el Agente X

–Sí, debemos saber más antes de intentar responder -aseguró el Capitán Futuro-. Mi equipo y yo estamos tratando de hacer todo lo posible para buscar un medio definitivo de deshacernos de los Ángeles Negros. Esos robots son su principal baza para ganar.

–Hoy derribamos a seis de ellos. -dijo G-8 orgulloso

–Pero ni siquiera nosotros podemos estar en dos lugares al mismo tiempo. -sentenció Green Lama, misterioso como de costumbre

–Está entrando un teletipo. -avisó Otto al resto de la mesa desde su puesto

El Capitán Futuro se acercó hasta la máquina y observó cómo iba saliendo la delgada tira de papel leyendo con evidente preocupación. Arrancó el trozo de papel y miró al resto de presentes.

–La nueva Junta de Gobierno ha enviado un mensaje a todos los gobernadores del país para que confirmen su adhesión.

–Esos idiotas no van a conseguir ningún apoyo. -advirtió Roosevelt

Curtis Newton quería poder decirle que verdaderamente sería así pero la realidad es que varios Estados del Sur y del medio oeste habían dado ya su apoyo a los golpistas. En cambio ningún gobernador se había opuesto abiertamente. Aunque muchos de los que no se habían pronunciado tenían sus ojos puestos en Nueva York, a la espera de que el gigante de la Costa Este se posicionara en aquella delicada situación.

–Esto nunca tendría que haber sucedido -dijo el hombre del futuro-. Lo que está sucediendo nunca llegó a ocurrir del lugar de donde vengo. Es una señal clarísima de que la Historia ha sido cambiada. Debemos hacer lo posible para corregir el rumbo de los acontecimientos o la humanidad entrará en un período de caos y barbarie como no se haya visto jamás.

No hacía falta venir del futuro para imaginarse aquel terrible destino que presagiaba Curtis Newton. Era suficiente con ver cualquiera de las imágenes que llegaban desde Europa y China. Los campos de exterminio y las rebosantes fosas comunes en los lugares ocupados por el tercer Reich y los japoneses daban siniestras pistas de cuál podría ser el destino de muchos seres humanos si permitían que aquella locura triunfara.

–Ganaremos esta guerra. -dijo Ki-Gor

Todos miraron al que llamaban rey de la jungla, no había pronunciado una palabra durante toda la reunión y sus palabras llamaron poderosamente su atención.

–Nunca se había reunido antes un grupo como este. Ellos podrán tener las armas, pero las armas son inútiles sin buenos guerreros que las empuñen. Los nazis tienen la ventaja del número pero la verdadera fuerza está de nuestro lado. -sentenció llevándose el puño a su corazón


Harold Nielsen, con el rostro cubierto con una capucha para disimular los estragos del veneno que corroía lentamente su cuerpo, se encontraba en el Despacho Oval. Incluso sentado en la silla gravitatoria que le había diseñado El Mago se sentía poderoso en aquella estancia. Aquel era el culmen de todos sus sueños, una América independiente y fuerte para los verdaderos americanos. Sus hombres, ayudados por los temibles robots Ángeles Negros, se habían hecho con el control de los dos principales símbolos de poder del país. El Congreso y la Casa Blanca estaban en sus manos. El resto de las instituciones no tardarían en caer.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus pensamiento.

–Adelante. -exclamó Nielsen

La gran puerta doble se abrió y reconoció a Eisenkiefer, el hombre de la mandíbula de hierro. Era difícil no hacerlo, su imponente silueta le delataba.

–¿Me trae alguna novedad? -preguntó el líder de los camisas marrones

–De hecho sí. He estado hablando con Berlín.

–¿Y de qué se trata? Si puedo saberlo. -dijo Nielsen evidentemente impaciente

–Están complacidos con su iniciativa. Han demostrado gran interés en los Ángeles Negros y en sus increíbles capacidades. El propio Führer valora usarlos en la inminente Operación Barbaroja.

–Bien, bien, eso es perfecto.

El encapuchado se frotaba las manos anticipando ya las riquezas que obtendría por la venta de sus robots al Tercer Reich y sus aliados. Al fin toda la inversión que había hecho en los inventos de El Mago daban su fruto. Eso hacía que todo por lo que había pasado mereciera la pena, o casi. Se miró postrado en aquella silla flotante que por muy avanzada que fuera su tecnología no dejaba de ser un recordatorio de su propio impedimento para andar.

–Aunque me han transmitido cierta preocupación por las unidades que han sido derribadas. Cuando nos dijo usted que sus robots eran indestructibles le creímos y le apoyamos. Para tratarse de armas invencibles caen con demasiada frecuencia. -observó Eisenkiefer

Nielsen giró su cabeza para mirar directamente al alemán.

–No han sido más que incidentes aislados. Son esos malditos hombres misteriosos. Pero no son más que acciones desesperadas realizadas por un grupo de lunáticos cuyo tiempo ha acabado ya. Mil unidades de los Ángeles Negros se desplegarán en puntos estratégicos a lo largo de todo el país. Quién no esté con nosotros estará contra nosotros.

El apasionado discurso de Nielsen no parecía importarle lo más mínimo a Eisenkiefer, que advirtió.

–Desde Berlín le ruegan que se asegure de que no vuelva a suceder.

–El Barón Kakichi y sus ninjas de la Genyosha ya se están ocupando de ello.

El teléfono de la mesa del despacho presidencial sonó. Si hubiesen podido ver el rostro que se ocultaba bajo su capucha, habrían observado la gran sonrisa de satisfacción en su rostro al responder a la llamada.

–¿Quién es? -preguntó Nielsen

–Soy Herbert Lehman.

–¡Ah! Señor gobernador, un placer poder saludarle en persona. ¿Tiene ya su respuesta al requerimiento del Gobierno Central?

–Temo que debe tratarse de un error. No he recibido ningún requerimiento del gobierno. -respondió el gobernador de Nueva York

–Yo mismo ordené que se enviara. Es imposible que no le haya llegado.

–Insisto en que no he recibido nada del gobierno. Solo de un grupo de fascistas que creen poder secuestrar la libertad del pueblo americano, en el nombre del cual le ordeno que deponga su actitud y que se entregue a las legítimas autoridades del país.

Los ojos de Nielsen se abrieron como platos, algo que Eisenkiefer pudo notar incluso con la capucha que llevaba el líder de los nazis norteamericanos. Estaba visiblemente enfadado.

–¡¿Que usted me ordena?! No me sorprende su actitud. No es más que otro de esos judíos que se creen los dueños del país. Esto le va a salir muy caro Lehman. Muy pronto Nueva York nos apoyará lo quiera usted o no. Si el gobernador de Nueva York no nos apoya quizás ha llegado la hora de buscar un nuevo gobernador.

–Los efectivos de la Guardia Nacional y el cuerpo de policía de la ciudad están conmigo. No podrá poner un pie en Nueva York. -advirtió Herbert Lehman

–Va a ser un privilegiado, gobernador. Será de los primeros en ver el increíble poder de convicción de los Ángeles Negros. Jure lealtad al nuevo gobierno o reduciré su ciudad a cenizas. -amenazó Nielsen casi fuera de sí

–Está como una cabra.

Y tras la lapidaria frase, el gobernador Lehman colgó el auricular del teléfono dando por terminada la conversación de manera unilateral. A pesar de su aparente tranquilidad temblaba como un flan. Alguien salió de entre las sombras y apoyó su mano derecha en su hombro para transmitirle calma y ánimo.

–Es lo que debía hacer. -dijo El Fantasma

El gobernador rogaba para que tuviera razón. El Fantasma había salvado a la ciudad en infinidad de ocasiones pero esta vez iba a ser todo un reto. Si bien era cierto que contaba con el apoyo de la Guardia Nacional y la policía, los federales se habían mostrado muy tibios a la hora de concedérselo. Aconsejaban esperar hasta ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Pero Lehman sabía que eso era mala idea. Mientras más tardasen en reaccionar, más tiempo tendrían los golpistas de ir asentando su base de poder. Había visto cómo los nazis se habían hecho con el poder en Alemania ante el silencio de muchos que cuando quisieron protestar era demasiado tarde. No estaba dispuesto a dejar que aquello sucediera en suelo estadounidense. Aun así tenía miedo.

Al otro lado de la línea telefónica, ahora muerta, Harold Nielsen seguía aún con el auricular en la mano, sumido en una mezcla de furia y asombro por el desplante del gobernador Lehman.

–Ese maldito bastardo va a pagar muy caro su desafío.

El líder de los camisas marrones se apresuró a marcar otro número de teléfono.

–¿Hola? -le respondió una voz masculina

Por el tono parecía corresponder a un hombre de edad avanzada.

–General Benedict. Soy Harold Nielsen.

–Mr. Nielsen -se sorprendió el militar-. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Le llamo para comunicarle que ha sido nombrado nuevo jefe del Departamento de Guerra por la Junta Provisional de Gobierno. Las órdenes ya se encuentran en Washington, así que deberá desplazarse hasta allí para hacerse cargo de su nuevo puesto y sustituir al General Marshall. El país necesita más que nunca a hombres fuertes y patriotas como usted.

–Es un honor, Mr. Nielsen. Espero estar a la altura de la responsabilidad.

–Seguro que sí, general. Su primera misión será delicada y crítica. El gobernador de Nueva York se ha negado a aceptar las órdenes de la Junta de Gobierno en un claro desafío a las leyes federales. Es necesario enviar al Ejército a la Gran Manzana y hacernos con el control de la ciudad.

El General Benedict empezaba a darse cuenta de que se nuevo puesto era un regalo envenenado. Tragó saliva antes de hablar.

–Eso puede ser más complicado de lo que parece. Muchos en el Estado Mayor se opondrán a enviar tropas contra nuestros propios ciudadanos. Por lo que sé la Guardia Nacional y el Cuerpo de Policía están con el gobernador. La situación es altamente volátil y nos estaríamos arriesgando a comenzar una nueva guerra civil en el país.

Benedict oyó la pesada respiración de Nielsen a través del auricular del teléfono.

–Quizás no sea usted el hombre adecuado para el cargo después de todo.

–No, no, no me malinterprete -se apresuró a decir Benedict-. No tiene que convencerme de la necesidad de lo que hay que hacer. Solo quería prevenirle de que es una medida que disgustará a muchos.

–Ahora es usted el Jefe del Estado Mayor. Recuérdeles que su deber es cumplir las órdenes les gusten o no. ¿Entendido?

–Alto y claro.

El General Benedict colgó el teléfono y se quedó pensativo unos momentos. Era verdad que no le gustaba el camino por el que Roosevelt y sus palmeros estaban llevando a la nación pero lo que Nielsen le pedía eran palabras mayores. Aun así como decía el viejo refrán, era imposible hacer una tortilla sin romper unos huevos primero. Él era un militar y la patria estaba por encima de todo lo demás. Si la supervivencia de muchos suponía el sacrificio de unos pocos, ese era un paso que estaba dispuesto a dar. Ya le juzgaría la historia.

El militar se puso su uniforme y se miró al espejo, en su primer día debía estar perfecto. El coche que venía a recogerle para trasladarle al aeropuerto estaba llegando en aquellos momentos. Oyó el ruido de los neumáticos sobre la gravilla de la carretera que llegaba hasta el porche de la casa y pudo confirmarlo cuando vio el auto militar desde la ventana de su despacho, en el segundo piso de la casa. Cogió su maletín y bajó las escaleras. Tras despedirse de su esposa, salió de su hogar y subió al coche que le esperaba.

Hoy iba a ser el día más importante de su vida. A pesar de las dudas y temores estaba exultante. Los Estados Unidos necesitaban un gobierno fuerte que les mantuviera alejados de los cambiantes objetivos de interesados politicuchos de segunda como Roosevelt. Tan optimista estaba que no pudo resistir la tentación de compartir sus pensamientos con el chófer que conducía el coche.

–Anime esa cara, soldado. Hoy va ser un día que se escribirá con letras de oro en la historia de nuestro país.

El soldado miró al espejo retrovisor para que sus ojos se encontraran con los del general.

–¿A qué se debe eso, mi general? Si me permite la pregunta.

–Nuestra poderosa nación ha ido dando tumbos en los últimos tiempos sin saber muy bien a dónde se dirigía. Ha llegado el momento de que los militares demos un golpe de timón para cambiar nuestro rumbo.

El fruncimiento de cejas que Benedict observó en el espejo le indicó que aquello no parecía gustarle a su subordinado. Una impresión que pudo confirmar con la siguiente observación que le hizo.

–Pero la función de los militares no es gobernar.

El General Benedict empezaba a arrepentirse de haber compartido sus pensamientos con el soldado. Le molestaba el tono de autosuficiencia que había utilizado. Ni estaba dispuesto ni tenía la más mínima gana de discutir las órdenes con un simple soldado.

–A partir de ahora limítese a conducir. No es su responsabilidad decidir sobre ese tipo de cosas. -dijo con sequedad el general

–Yo diría que sí. Al fin y al cabo también soy un ciudadano americano. Lo que sucede en nuestro país es responsabilidad de todos. Así que me temo que no puedo permitirle que dé usted ese golpe de timón.

La situación pasaba ya de castaño oscuro y Benedict comenzaba a perder la paciencia ante los impertinentes comentarios del soldado.

–¿Quién se cree usted que es para hablarme así? -preguntó con un airado exabrupto el General Benedict

El chófer detuvo el auto en el arcén de la carretera y por primera vez miró de frente a frente al general.

–Mi nombre es James Christopher. Es posible que ese nombre no le diga nada pero quizás me conozca como el Operador nº 5.

Benedict se quedó pálido como el papel. Claro que reconocía su nombre código. El Operador nº 5 era uno de los miembros más conocidos del Departamento G, un grupo que reunía a los mejores agentes secretos que solo respondían ante el presidente y que habían declarado abiertamente su oposición a la nueva Junta de Gobierno. El Agente X y G-8, también miembros del Departamento G, habían sido los responsables de que el traidor de Roosevelt se les hubiera escapado de entre las manos. Pero no era eso lo que preocupaba más al viejo militar. Sabía que los nombres de los miembros de aquel departamento eran de los secretos mejor guardados y aquel hombre que afirmaba ser el Operador nº 5 simplemente acababa de decírselo.

Un misterio que nunca llegó a resolver del todo porque cuando las primeras implicaciones de lo que acababa de suceder llegaban a su cerebro, una bala proveniente del humeante calibre 45 que portaba el Operador nº 5 se le alojó entre ceja y ceja. Dejando este mundo sin decir ni una palabra más.

Jimmy Christopher se deshizo del uniforme militar que cambió por una larga gabardina. Del bolsillo de la misma sacó un largo pañuelo blanco que se anudó al cuello, ocultando buena parte de su rostro. Abandonó el coche donde lo había estacionado y se alejó del lugar atravesando los enormes campos de maíz que le rodeaban, lejos de miradas curiosas.

Varias horas más tarde, el teléfono volvió a sonar en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Harold Nielsen que usurpaba el lugar del legítimo presidente fue quien levantó el auricular. Quién le hablaba era el General Marshall desde el Departamento de Guerra. Le sorprendió que fuera Marshall quién le llamara, suponía que a estas alturas Benedict ya debería haberse hecho cargo de su nuevo puesto.

–¿Qué sucede, general?

–Quería informarle de que el general Benedict ha sido hallado muerto en el interior del vehículo que debía llevarle hasta el aeropuerto y de que me mantendré en mi puesto hasta que se designe un nuevo jefe del Departamento de Guerra. Debo informarle también de que tras valorar las indicaciones de la Junta Provisional de Gobierno, el Estado Mayor ha decidido que el Ejército no debe intervenir en Nueva York a menos que haya alguna amenaza externa o revueltas que impidan el normal funcionamiento de la ciudad, tal y como disponen las leyes de este país. Como no se da ninguno de los dos casos no vemos la necesidad de la presencia de más fuerzas armadas.

Harold Nielsen golpeó con fuerza sobre la amplia mesa que el despacho poseía. Estaba hecho una furia como delataban los tensos músculos de su cuerpo. Sabía que de nada serviría discutir con Marshall. Había tomado su decisión y no la cambiaría. Si bien no le había desafiado abiertamente, ya que con la ley en la mano el viejo zorro no dejaba de tener parte de razón, estaba estirando demasiado la cuerda metafórica de su paciencia.

Si el General Marshall necesitaba una revuelta para intervenir en Nueva York, iba a darle una que no se olvidaría en mucho tiempo. Era la hora de que la Guardia Marrón tomara las calles y que se aseguraran de la lealtad del país en aquellos lugares en los que aún no se había jurado la fidelidad al nuevo gobierno.

Alguien llamaba a la puerta del despacho. Era Eisenkiefer, Mandíbula de Hierro. El guardaespaldas personal de Hitler que el Tercer Reich le había asignado, aunque sospechaba que era también una manera de tenerle controlado. El imponente alemán llevaba un periódico en las manos que lanzó sobre la mesa en cuanto se acercó. Harold Nielsen observó la publicación que acababa de caer junto a él. Era un ejemplar del Clarion en su edición de Nueva York. En primera plana y con grandes titulares había un editorial escrito por el presidente Franklin Roosevelt.

"Se han obtenido evidencias que muestran que ciertas personas han hecho intentos por establecer una organización fascista en este país. No hay dudas de que estos intentos se discutieron, se planearon y pudieron haberse llevado a cabo cuando y si, sus partidarios financieros lo consideraran conveniente. Con estas palabras me dirijo al pueblo de los Estados Unidos para hacerles saber de la gran conspiración que se ha estado fraguando durante los últimos años y que no persigue otra cosa que secuestrar nuestra libertad y obligarnos a renunciar a nuestros derechos como ciudadanos. Unos derechos por los que muchos americanos y americanas de buen corazón han dado su vida para que hoy podamos disfrutar de ellos. Ese sueño que tuvieron los padres de nuestra patria se encuentra en peligro de desaparecer por las acciones de una minoría que se cree en posesión de la verdad absoluta pero que no esconde sus verdaderas intenciones, el control absoluto del poder y la total sumisión de aquellos que no piensan como ellos.

Es por ello que ante tan graves circunstancias hago un llamamiento a todos los norteamericanos para que allá donde se encuentren demuestren su más enérgico rechazo y repulsa a los golpistas que intentan robar la nación a sus verdaderos y legítimos propietarios, el pueblo de los Estados Unidos de América.

Firmado: Franklin Delano Roosevelt, 1941”.

Nielsen no daba crédito a lo que leía con sus propios ojos.

–El Gobernador de Nueva York ha dado su apoyo a Roosevelt y muchos estados más le han seguido en cascada después que Lehman se haya posicionado. Hasta ahora solo tenemos el apoyo de varios estados del Medio Oeste y de la antigua confederación del Sur, excepto Texas que de momento no se ha decantado por ningún bando. -explicó Eisenkiefer

–Estados agrícolas y rurales en su mayor parte. Sin peso específico ni poder suficiente. Esta batalla se va a librar en las grandes urbes. Acabamos de ver la enorme influencia que tienen estados como Nueva York. La Gran Manzana debe convertirse en nuestro objetivo prioritario. De la misma manera que muchos le han seguido, muchos se echarán atrás si Nueva York cae en nuestro bando.

El teléfono del Despacho Oval echaba fuego en un día como aquel. Nielsen volvió a ponerse al aparato para realizar otra llamada más.

–Mr. Nielsen. ¿En qué puedo ayudarle?

Era una voz con reverberaciones metálicas que Nielsen reconoció a la primera. Se trataba del misterioso simplemente conocido El Mago. El genio científico que estaba tras la sorprendente tecnología que habían desplegado Nielsen y sus camaradas de la Guardia Marrón.

–Necesito que despliegue a un centenar de unidades de Ángeles Oscuros en la ciudad de Nueva York. Quiero que instale el control central en la Casa Blanca.

–El control central es una parte muy sensible en nuestras fuerzas de defensa. No creo que sea conveniente exponerlo, sería mejor que...

Nielsen interrumpió la conversación del científico.

–No estoy teniendo uno de mis mejores días, Mago. Así que le recomiendo que ejecute mis órdenes con toda la celeridad que le sea posible si no quiere tener graves problemas conmigo.

A regañadientes El Mago asintió.

–Está bien. Creo que todo podría estar listo para mañana a primera hora.

–Asegúrese de que así sea. -fue lo último que dijo Nielsen antes de colgar

El Mago quedó unos minutos inmóvil y en silencio. Era imposible que nadie supiera que pasaba por su mente. Ni un solo centímetro de su piel era visible, cubierto con una pesada túnica de color rojo con extraños bordados y con una máscara de cristal de espejo que protegía su rostro, era difícil saber qué sentimientos rondaban bajo aquellos singulares ropajes.

No estaba particularmente contento con la idea de trasladar el control central a la Casa Blanca. Era mucho más seguro protegerlo en la base secreta que habían estado utilizando en lo más profundo de los Everglades de Florida donde él se encontraba en aquellos momentos. Pero por ahora no le quedaba otra opción que seguir obedeciendo a Nielsen y a sus estúpidos sicarios de la Guardia Marrón. Aunque eso estaba también a punto de cambiar.

Recordó satisfecho la promesa de que el Tercer Reich estaba dispuesto a construir gran número de unidades de los Ángeles Negros en vista del éxito obtenido por las mortíferas máquinas en la conquista del poder en los Estados Unidos. Aquellos robots tenían poder suficiente para poner el mundo a sus pies. De momento dejaría creer a Nielsen que era él quien controlaba aquella invencible fuerza de combate, pero llegaría un momento en el que revelaría finalmente quién controlaba de verdad a las máquinas. Y entonces obtendría por fin su venganza largamente ansiada. Usaría ese poder para acabar con la vida de todos los patéticos habitantes de aquella asquerosa bola de barro llamada Tierra. Borraría para siempre de la historia universal a la plaga conocida como humanidad.


Era una noche relativamente tranquila en Nueva York aunque se respiraba la tensión en el ambiente. Después de los acontecimientos en Washington la mayoría de la población había optado por refugiarse en sus hogares. Apenas había gente en las calles para lo que solía ser un día normal y a los pocos transeúntes se les veía caminar a toda prisa para llegar a sus lugares de destino.

Uno de los escasos automóviles que deambulaban a aquella hora por la ciudad era el de Tony Quinn, antiguo fiscal del distrito para la mayoría y Black Bat solo para un reducido grupo de elegidos. El fiel Silk, su valet y hombre para todo, era quién conducía el sedán negro. A fin de cuentas Tony Quinn era para la sociedad un hombre ciego e impedido para conducir, aunque no era esa la verdad. Era cierto que a causa de unas graves heridas en sus ojos producidas con ácido, había perdido la visión durante un tiempo. Pero una milagrosa operación no sólo le devolvió la visión sino que le otorgó la asombrosa capacidad de ver en la oscuridad. Ese don unido a la firme promesa que se había hecho a sí mismo mientras estuvo ciego de que si algún día lograba recuperar la vista dedicaría su vida a proteger a los inocentes, le habían llevado a adoptar la identidad del vigilante enmascarado conocido como Black Bat.

Ese era el motivo que había llevado al ex fiscal a patrullar las calles. Temía que la Guardia Marrón, el ejército paramilitar de Harold Nielsen, o los temibles Ángeles Negros intentaran algo. Hasta el momento se mantenía una calma tensa. Tony Quinn a pesar de su aparente ceguera podía ver con total claridad los rostros preocupados de la poca gente que se aventuraba a salir a la calle.

Precisamente por lo despejadas que estaban las carreteras le llamó poderosamente la atención un grupo de cuatro camionetas que circulaban por la sexta avenida cuando llegaron al cruce con la calle 45. Iban cargadas a tope de gente, yendo muchos de ellos colgados del exterior de los mismos, apoyados en los pescantes de los vehículos. Todos llevaban el uniforme y los símbolos nazis de la Guardia Marrón.

Tony Quinn dio la orden a Silk para que se incorporara a la sexta avenida y siguiera a aquella siniestra comitiva mientras abría un compartimento secreto oculto en la carrocería de su coche. Del interior extrajo un fardo negro, un cinturón multiuso del mismo tono y dos relucientes colts automáticos del calibre cuarenta y cinco. Mientras se equipaba para actuar como Black Bat no dejaba de darle vueltas en su cabeza al motivo que había traído a aquella zona a los nazis de Nielsen. Cuando les vio continuar por la sexta avenida tras cruzar la calle cuarenta y seis la respuesta le llegó como un destello.

–El Clarion. -murmuró Black Bat

–¿Cómo dice, jefe? -preguntó Silk desde el asiento delantero del coche

–Se dirigen al Clarion. Es el periódico que más daño ha hecho a su movimiento. El Clarion publicó la conspiración de los camisas marrones y el mensaje de repulsa de Roosevelt. Eso es algo que seguro que Nielsen no les ha perdonado. Aprieta el acelerador Silk, tenemos que evitarlo como sea.

El sedán comenzó a aumentar su velocidad reduciendo la distancia que les separaba de la siniestra caravana cuando Black Bat observó como una enorme limusina blanca proveniente de la calle 47 atravesó el cruce por delante del convoy y se detenía bloqueando el tráfico en la avenida.

–Detente. -ordenó a Silk

No tenía muy claro en qué bando estaban los recién llegados, así que prefirió no arriesgarse hasta saber más de lo que allí estaba sucediendo. La caravana de camionetas se detuvo y pronto empezaron a sonar los cláxones y a oírse las airadas protestas de los camisas marrones porque la limusina les impedía el paso.

Dos de los nazis que iban colgados en el exterior de la primera camioneta se apearon y se dirigieron con muy malas maneras exigiendo a los ocupantes que se movieran. La limusina llevaba los cristales tintados y nada podía verse de lo que sucedía en el interior. No hubo respuesta alguna. Eso pareció exaltar aún más los ánimos de los paramilitares que sacaron unas porras y golpearon la carrocería. Tampoco hubo respuesta esta vez, lo que hizo que uno de los matones que ya había acabado con su escasa paciencia intentara abrir la puerta del conductor.

La puerta se abrió bruscamente por el tirón porque no parecía estar trancada. Segundos después una enorme bola de fuego seguida de un estruendo ensordecedor voló el coche por los aires. De repente pareció como si por unos momentos se hubiese hecho de día. Los dos camisas marrones más cercanos al vehículo no eran ahora más que un amasijo de carne que caía repartido en desagradables trozos por el asfalto. Los ocupantes del primer vehículo del convoy recibieron de lleno una tupida lluvia de metralla. Desde donde estaba Black Bat no podía determinar en su cuantía exacta el número de bajas pero por el aspecto debía haber sido una auténtica carnicería. ¿Qué estaba pasando?

Una vez pasado el atronador ruido de la detonación, gritos desgarradores lo sustituyeron. Probablemente de los supervivientes que quedaban en la primera camioneta. El resto de la comitiva comenzó a descender de los vehículos y se acercaron con precaución a auxiliar a sus camaradas caídos.

Black Bat dudaba de si debía salir de la relativa protección que le brindaba su sedán o si por el contrario debía ir a por los nazis. Pero aún no habían cometido ningún delito. Algo más extraño si cabe empezó a suceder ante sus ojos. En el espacio de aproximadamente cuarenta metros que separaba al sedán negro de Black Bat de los vehículos de los camisas marrones, una tapa de alcantarilla acababa de saltar. Más raro aún fue ver salir a un individuo con uno de los aspectos más pintorescos que hubiese visto jamás. Gracias a su increíblemente desarrollado sentido de la vista, Black Bat pudo ver que llevaba un sombrero tipo fédora. Se cubría con una larga capa negra con el forro interior de un rojo intenso. Por un momento pensó que podía tratarse del Fantasma, su aspecto era muy parecido a primera vista. Pero una vez estuvo fuera de la alcantarilla a Black Bat le pareció que aquel singular sujeto tenía una notable deformidad, su silueta era la de un jorobado. Llevaba el pelo largo y desordenado, de un blanco níveo. Lo más llamativo eran sus colmillos, largos y afilados como los de un depredador.

Lo reconoció, era The Spider. Nunca se habían encontrado frente a frente pero su reputación le precedía. Había oído muchas veces en las cenas benéficas del ayuntamiento, en su tiempos de fiscal del distrito, al comisario Kirkpatrick despotricar sobre los excesos que el vigilante cometía e incluso en alguna ocasión alabar veladamente sus resultados. Era imposible no haber oído hablar de The Spider si vivías en Nueva York, era el justiciero más violento y sanguinario de la ciudad. Black Bat pensó que esa era una descripción que muchos darían de él mismo también, como el detective McGrath sin ir más lejos.

Se puso en alerta cuando reconoció el objeto que el misterioso recién llegado portaba, era una ametralladora automática Thompson.

Ya era suficiente, había llegado el momento de actuar. Black Bat descendió del sedán negro que conducía Silk, dándole instrucciones de que le esperase en las cercanías pero sin acercarse demasiado. En los escasos instantes que dedicó a tal tarea empezó a sonar el familiar traqueteo de las automáticas.

Los camisas marrones, con su atención centrada en el dantesco espectáculo que tenían enfrente no se percibieron del individuo de la ametralladora que había tras ellos hasta que el ruido de las balas comenzó a sonar. Todos corrieron cual cucarachas que huían de la luz, desperdigados a la búsqueda desesperada de algún parapeto donde guarecerse de la mortal rociada de plomo que estaban recibiendo. Cinco de ellos no lo consiguieron, cayendo como espigas de trigo ante la guadaña sobre el duro y frío pavimento que comenzaba a teñirse de rojo.

Black Bat seguía sin tener muy claro quién era su enemigo en aquel caos de fuego y ruido. Desenfundó sus pistolas y apuntó a The Spider. Iba a tirar del gatillo para detener aquella masacre cuando algo se movió en la periferia de su campo de visión. Uno de los paramilitares de la Guardia Marrón se había escondido en la boca de un callejón completamente oscuro. Era imposible verlo desde fuera pero él sí podía ver al resto, iluminados por la luz de las farolas. Apuntaba directamente a Spider y desde aquella distancia era muy difícil que errara en su disparo.

Sin saber muy bien porqué, Black Bat cambió de objetivo en décimas de segundo y disparó una única bala que acabó con la vida del emboscador. The Spider se volvió al oír el disparo a su espalda y cuando su mirada se encontró con la de Black Bat sonrió, dejando a la vista sus descomunales colmillos. Era un rostro que inspiraba temor pero su sonrisa parecía franca y agradecida. Educadamente se tocó el ala del sombrero en señal de agradecimiento un instante para volver a barrer la zona con su ametralladora automática hasta acabar con el enorme cargador circular de cien balas.

El silencio volvió por unos momentos al cruce la sexta venida, solo roto por el crepitar de las llamas y los cada vez menores gritos de agonía de los heridos. Los camisas marrones se organizaron una vez a cubierto y empezaron a devolver el fuego. Uno de ellos reconoció al encapuchado de negro y gritó señalando.

–¡Mirad! ¡Es Black Bat! Hay una recompensa por él.

Los nazis norteamericanos tenían entrenamiento militar. No eran una turba desorganizada. Iban a armados con porras y con armas cortas de fuego, la mayoría de ellas pistolas Luger. Probablemente un regalo de sus amigos de Berlín.

The Spider se deshizo de la Thompson y desenfundó en un visto y no visto sus pistolas automáticas para continuar disparando sobre los paramilitares, mas esta vez se encontraba superado en potencia de fuego y no tuvo más remedio que ceder terreno y retroceder hasta donde se encontraba Black Bat, el cual era también objetivo de las balas de los nazis.

–Vayamos a cubrirnos tras esos coches, aquí somos un blanco fácil. -señaló Black Bat a la fila de autos estacionados a su derecha

Con una velocidad y una agilidad que rayaba en los límites de lo humanamente posible corrieron el corto trecho y de un impresionante salto casi volaron por encima del automóvil que eligieron como improvisada barricada. Los camisas marrones no paraban de presionar. Envalentonados ahora por la superioridad numérica, acorralaron a los dos hombres misteriosos que trataban de contener su avance respondiendo al fuego con fuego.

–Unos métodos un tanto extremos los tuyos. -trató de hacerse oír Black Bat por encima del estruendo de los disparos

–Tengo un informador dentro de su organización. Estos corderitos pensaban quemar el edificio del Clarion sin que les importara lo más mínimo quién pudiese haber dentro. -respondió The Spider a la recriminación de su temporal aliado

En un principio Black Bat había sentido por los nazis si no pena sí al menos cierta empatía por el salvaje y brutal ataque que habían recibido sin posibilidad alguna de defenderse. Cuando supo cuáles eran sus intenciones no pudo evitar que la ira lo dominara por unos momentos. Disparó sus automáticas repartiendo muerte entre sus enemigos.

Si bien los números estaban del lado de los paramilitares, la mortal precisión de los disparos de Black Bat y The Spider estaban igualando las posibilidades de victoria por momentos. Uno de los jefes de sección de los camisas marrones se dio cuenta de ello. Cubriéndose para no exponerse a recibir una bala, se acercó hasta la cabina de una de las camionetas que los habían llevado hasta allí. Sacó de una caja de metal una curiosa pistola y apuntó al cielo, tirando a un tiempo del gatillo. Una luminosa bengala iluminó la zona.

–Están pidiendo refuerzos. -advirtió The Spider sin dejar de disparar

La confirmación a aquellas palabras no tardó en llegar. Una estela de fuego cruzaba el cielo nocturno proveniente desde el este. Aún estaba muy lejos para que la mayoría pudiese saber de qué se trataba pero para la extraordinario visión de Black Bat era como si fuese de día. Era uno de los Ángeles Negros. Estaba advertido por el Capitán Futuro de la peligrosidad de aquellos robots. Cuando ya fue perceptible la presencia de la máquina asesina, los camisas marrones se alejaron de la escena poniendo suficiente espacio de por medio. Ninguno quería caer bajo el fuego amigo.

El enorme constructo metálico se dejó caer sobre la calzada frenando el impacto con los retro reactores que le permitían volar. Dio un paso en dirección a Spider y Black Bat y el asfalto se resquebrajó bajo su enorme peso, haciendo que todo vibrara a su alrededor. Una vibración que los dos vigilantes podían sentir en todo su cuerpo a pesar de que aún les separaban cinco o seis metros del robot. La máquina alzó el brazo en el que portaba el cañón de energía y apuntó hacia el automóvil tras el que se parapetaban los dos justicieros.

El primer disparo vaporizó la parte delantera del coche casi por completo. Una segunda descarga obligó a Black Bat y a Spider a correr por sus vidas pues el obstáculo que les protegía no era ya más que una humeante bola de metal fundido. Viendo como había quedado su protección no era difícil imaginarse que si recibían un solo impacto de aquella arma acabarían también convertidos en un montón humeante. Dispararon sus armas contra la piel metálica del robot pero era como lanzar guijarros contra un muro de hierro. Continuaron disparando sin cejar en su empeño, a la búsqueda de algún punto débil en su estructura pero fue infructuoso.

Lo del montón humeante que inevitablemente aparecía en sus peores presagios dio una idea a Black Bat. Rebuscó entre los bolsillos de su cinturón y extrajo un vial transparente. Era el ácido que usaba normalmente para fundir barrotes o cerraduras extremadamente complicadas. No quedaba en el recipiente suficiente líquido para acabar con el robot, pero si al menos conseguía inutilizar el arma de energía tendrían un respiro.

Spider también se dio cuenta de lo inútiles que resultaban las balas contra aquella armadura impenetrable. Vio a Black Bat sacar un pequeño frasco y la duda reflejada en su rostro sobre si debía usarla o no. Probablemente sólo tenía uno de aquellos viales y buscaba el momento adecuado para causar el máximo daño. Necesitaba una distracción.

Sin pensarlo dos veces, The Spider se lanzó contra el monstruo metálico corriendo en zigzag para dificultar su puntería. Pudo sentir el intenso calor que desprendían los socavones que dejaban en el pavimento los mortíferos rayos de energía y que por alguna milagrosa razón no acabaron impactándole por escasos centímetros. El Maestro de Hombres aprovechando el propio brazo del robot como punto de apoyo se encaramó de dos ágiles saltos sobre los hombros de la máquina. Con un solo movimiento de su brazo su capa envolvió la artificial cabeza como si se tratara de algo vivo. El robot, privado de repente de su visión, dejó de disparar para centrarse en el objetivo de deshacerse del Maestro de Hombres, The Spider.

Black Bat supo que no iba a tener otra oportunidad mejor. Sus músculos actuaron cual resortes y a toda carrera se acercó al Ángel Negro. Mientras corría pudo ver como el robot había atrapado ya con su otra mano la capa que le cegaba y forcejeaba con Spider, que se encontraba en un precario equilibrio tratando de mantenerse sobre los hombros del titán metálico. Era cuestión de tiempo que el vigilante saliera volando por los aires. La fuerza que podía generar el robot era muy superior a la de un ser humano, aunque se tratara de un individuo tan excepcional como The Spider. Haciendo uso de su excepcional visión y mejor puntería, Black Bat lanzó el vial de cristal contra el cañón del arma. Por unos instantes temió que el frasco rebotara y su contenido se desperdiciara. Pero al chocar contra el mismo se rompió y la mayor parte del líquido se derramó en el interior del cañón.

Tal y como había pronosticado, The Spider voló unos cuantos metros sobre el asfalto, lanzado como quién se quita de encima un insecto molesto, o una araña en este caso. El Ángel Negro una vez liberado del bloqueo de sus sensores ópticos trató de terminar con su enemigo con métodos más definitivos y apuntó el cañón casi a bocajarro sobre un inmóvil Spider.

Algo pasó. En vez de proyectar el temido haz rojo de energía concentrada, el arma empezó a lanzar chispas y un humo blanco comenzó a emanar del cañón. El potente ácido finalmente había causado su efecto. The Spider salvó su vida por el momento pero el Ángel Negro seguía siendo un enemigo formidable aun sin el cañón de energía. Black Bat volvió a disparar sus automáticas contra el robot. No esperaba causar daño alguno pero quería atraer la atención del robot sobre sí y evitar que se cebara con Spider que parecía estar inconsciente. Objetivo que consiguió y al segundo ya se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. El robot era lento y pesado pero inexorable. Nada de lo que Black Bat podía lanzarle hacía la más mínima mella en el grueso blindaje y cualquier protección tras la que buscara cobertura era barrida al instante con el grueso cañón, que al estar ahora inservible usaba como una gigantesca cachiporra.

Un destello de luz y el ruido de un potente motor que se acercaba llamaron la atención de Black Bat. Se trataba de un speedster color gris metálico. A los mandos iba un hombre con uniforme de chófer, con toda su atención centrada en el Ángel Negro. El vehículo iba a toda velocidad en rumbo de colisión frontal contra el robot. Black Bat intentó retener cuanto pudo al Ángel Negro para evitar que pudiera esquivar la carga. Aunque por lo lento de sus movimientos lo veía improbable, no quería tomar ningún riesgo innecesario. Esperó hasta el último segundo y de un sorprendente salto se quitó de la trayectoria del vehículo que llegaba como un obús. El chófer también saltó del vehículo instantes antes de la brutal embestida.

The Spider recuperó la consciencia justo a tiempo de ver la desesperada maniobra del conductor de aquel coche y dijo por lo bajo.

–Muchas gracias mi fiel Jackson.

El Ángel Negro se perdió en una nube de llamas al caer derribado al suelo por el colosal golpe. Tal era la temperatura que el asfalto se derretía alrededor de la máquina infernal. Las llamas alcanzaron el depósito de combustible de la más próxima de las camionetas, que también explotó subiendo varios metros en vertical, añadiendo todavía más caos a la apocalíptica escena.

The Spider volvió a reunirse con Black Bat y con el recién llegado Jackson.

–Un buen trabajo. -le dijo a Jackson

–No hice más que cumplir con mi deber, mayor. -respondió

Black Bat no sabía quién era el tipo del uniforme de chófer pero de lo que no cabía duda es que su ayuda había sido muy valiosa. The Spider parecía conocerle y por la marcial respuesta del conductor podía asegurar que ambos habían servido juntos en el ejército. Ni necesitaba ni quería saber nada más. Todos allí tenían sus propios secretos que guardar.

El chirriante ruido del metal al ser arrastrado por el asfalto hizo girar la cabeza al trío en dirección a las voraces llamas que consumían los restos metálicos del speedster. Algo se movió bajo el amasijo de hierros. Una vez, dos veces y los restos de metal salieron despedidos revelando de nuevo al Ángel Negro.

–¿De qué demonios está hecha esa cosa? -se quejó entre la incredulidad y el asombro Black Bat

Jackson sin perder un segundo cogió algo de su cinturón, retiró lo que parecía una anilla de seguridad y gritó.

–¡Granada!

El lanzamiento fue certero, dio en el pecho de la máquina y cayó junto a las extremidades inferiores. La consiguiente explosión envió nuevamente al golem metálico al suelo. A su particular manera cada uno de los tres rogó para que esta vez hubiese sido suficiente. Pero sus plegarias no fueron escuchadas porque el Ángel Negro volvía a recuperar la verticalidad. El único efecto que las sucesivas explosiones e impactos habían tenido sobre el robot podía verse en su rótula izquierda. La articulación de la pierna, al parecer una de sus partes menos blindadas, estaba dañada. Varios paneles de blindaje del artificial miembro habían saltado, dejando a la vista las entrañas de la bestia, a falta de un símil más apropiado.

Black Bat y The Spider cambiaron los cargadores vacíos de sus armas por otros repletos de munición y concentraron su excepcional puntería sobre la parte más desprotegida y vulnerable del Ángel Negro. Jackson se unió a ellos con su revólver y no pararon hasta que no quedó una bala más en sus cargadores. Los renqueantes pasos de la máquina se hicieron cada vez más lentos y vacilantes hasta que finalmente, al tratar de avanzar, su pierna se quebró y cayó al suelo. Estaba derrotado. Incapaz de ponerse en pie y sin armas a distancia ya no suponía una amenaza. Por fortuna el continuo castigo que había recibido parecía haber dañado también a los retropropulsores impidiendo que la máquina pudiera volar.

–El Capitán Futuro va a estar muy contento de poder analizar uno de estos chismes que todavía funcione. -dijo satisfecho Black Bat

–Siempre y cuando podamos recoger nuestro premio. -sentenció The Spider

Black Bat miró calle abajo y vio a lo que se refería Spider. Los camisas marrones regresaban. Se habían mantenido a una distancia prudente pero nunca se habían retirado del todo. A pesar de la aparente derrota del Ángel Negro volvían con ánimos renovados. Sus enemigos estaban ahora agotados, heridos y sin munición. Era el momento de la venganza por los compañeros caídos. Podía verse el odio reflejado en sus caras.

–Conozco esa expresión. El odio puede vestirse de gris o de marrón pero no deja de ser más que eso, simple y puro odio. -comentó misterioso The Spider

No estaba muy seguro de a qué se refería el Maestro de Hombres pero Black Bat no quiso insistir en ello. Bastante tenían con la que se les venía encima.

–¿Cuántas balas te quedan? -preguntó Black Bat

–Tres. -respondió The Spider

–Vaya, eres un tipo con suerte. A mí me quedan dos.

–Entonces, haz que cuenten. -recomendó The Spider

Con la espalda pegada a la pared se dispusieron a enfrentarse al amargo final cuando un sonido que les pareció el proverbial toque del séptimo de caballería llegó hasta sus oídos. Incluso entre los camisas marrones empezaba a cundir el desconcierto. Eran sirenas de policía. Black Bat podía oírles cuchichear entre ellos tras los coches del otro lado de la acera.

–Se suponía que la policía no iba a actuar. -se quejaba uno de los nazis

Y entonces una luz iluminó el cielo. Un potente foco colocado en la Comisaría Central hacía que un enorme haz de luz se reflejara sobre las nubes que cubrían la ciudad, y sobre ellas podía distinguirse la silueta de un antifaz, el símbolo del Fantasma. Los habitantes de Nueva York acababan de enterarse de que aún tenían quiénes les protegieran.

Ante un panorama tan desalentador, los nazis decidieron poner pies en polvorosa.

Un satisfecho Black Bat dijo.

–Parece que finalmente sí la vamos a contar.

Pero nadie le respondió pues nadie había allí ya. Ni rastro de Spider ni del chófer.

–Ni siquiera pude darles las gracias. Quizás es hora de que yo también me retire antes de que lleguen los pies planos.

Continuará...


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