Olimpo Renacido nº04

Título: El camino del dios loco
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Octubre 2013

Tras escapar de las garras de Hades y regresar a Edén, las heridas de Eris distan mucho de estar curadas. Desesperada, se adentrará en un misterioso camino que tanto puede llevarla a la curación como a la demencia: El camino del dios loco.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta

Edén

Eris se sumergió en la poza para limpiar los restos del ungüento blanquecino con el que Dagor, el dios sanador de ya desaparecida tribu mono de Burroughs, había cubierto su mano derecha, su ojo izquierdo y los muñones de plumas de su espalda.

—¡Malditos sean los Hados! —rugió, aún antes de terminar de quitarse los pegotes de crema. En su mano seguía sin tener más dedo que el pulgar, el ojo quemado continuaba siendo una ciega cuenca vacía y las alas... Su recuerdo latía presa del mismo dolor que si aún estuviesen atravesadas por los clavos de la sala de torturas de Hades.

La diosa de la discordia salió de la poza de un salto y, tras sumergir la mano derecha en una suerte de afilado garfio bastón, abandonó el claro en el que el simio curandero aún balbucía excusas para explicar el fracaso de sus poderes. Pero Eris estaba cansada de semejantes disculpas, las había oído en demasiadas lenguas, de dioses de los más variopintos aspectos. Y al final todo la llevaba a la misma conclusión. Olímpico había sido el causante de su estado y Olímpica había de ser la solución. Pero Gea era incapaz de localizar a Asclepio y no había ambrosía por lado alguno.

Eris elevó la mirada al cielo. Su ojo se llenó de lágrimas al ver a los hombres-águila, raza autóctona de Edén, volando y haciendo piruetas imposibles, guiados por el viento.

—Pobre Eris que no puede volar —canturreó una voz masculina, mecida por un arpa—. Y su corazón es incapaz de dejar flotar.

Apolo salió de entre los arbustos y la miró con inocencia, sin dejar de empalmar rimas a cual más atroz, recordándole que era una puñetera tullida. Furiosa, Eris elevó su garfio y colocó la punta en la garganta de su hermanastro, obligándolo a detener sus gorgoritos.

—Estaré tullida, Cerebro de Guisante, pero aún puedo meterte esa maldita arpa tuya por el culo.



Artemisa miró la laguna en la que se dibujaba una figura de aspecto fungoso, antes de elevar la mirada hacia la mujer que, sedente, levitaba ajena al mundo que la rodeaba. Atenea había entrado en una especie de coma al cruzar la frontera cósmica de Eden y nada, ni siquiera el poder de Gea, podía revertir aquel estado.

—¿Sigues sin poder acceder a su mente?

—Puedo y me sumerjo en mil laberintos. Atenea es la diosa de la estrategia, sabe blindar la fortaleza de su mente para que casi nadie pueda encontrar el camino hacia ella y obligarla a asumir lo que no desea asumir.

—¿Casi? —era la primera vez que su bisabuela insinuaba otros podían encontrar el éxito allí donde ella estaba fracasando.

—Es posible que Atenea abriese una puerta a mi querido, querido nieto Zeus...

Pero nadie, ni siquiera la diosa madre, sabía dónde estaba su padre, pensó Artemisa con una punzada de tristeza. Aun con todos sus defectos, el antiguo rey de los dioses podría haber sido un buen apoyo, alguien capaz domar a una Eris cada vez más desquiciada e inaccesible. Apolo parecía haberse dejado todas las neuronas en el Olimpo y Afrodita.... la cazadora prefería darle un beso a tornillo a una maldita arpía a buscar ayuda en la diosa de la frivolidad y el narcisismo.

—Pero padre no está aquí, abuela.

—Entonces tendrá que ser mi querida, querida, Eris quien la despierte —sentenció Gea.

«Como si fuese tan fácil, maldito montón de hongos».

Gea se esfumó y Artemisa se quedó mirando las aguas verdosas sin poder maldecir a la manipuladora de su bisabuela ni reprocharle el que hubiera mandado a Eris a una trampa. Cerró los ojos y se masajeó el cuello, tratando de recuperar una pizca de la poca paciencia que había sido capaz de adquirir viviendo entre humanos.

Cuando lo logró, emprendió camino hacia la zona de curas. Tal vez hubiese habido suerte y los talentos de aquel dios mono estuviesen empezando a sanar a Eris.

Por desgracia, los Hados seguían en su contra y lo primero que vio fue a su amante amenazando a Apolo con meterle el arpa por el culo. Artemisa no pensaba consentir que nadie, ni siquiera Eris, hiciese daño Apolo. Tonto o no, seguía siendo el hermano gemelo al que ella había ayudado a nacer. Con calma de cazadora, cargó una flecha en su arco y apuntó hacia el bastón. La saeta silbó en el aire, alertando de su llegada a su blanco. Tal y como la señora de la caza había calculado, Eris desvió la atención del dios Sol y alzó su arma para desviar la trayectoria de la flecha. Luego, se la quedó mirando con gesto de odio en su ojo sano.

Pero Artemisa no pensaba dejarse atemorizar. Ni conmoverse.

—Ve con la música a otra parte, hermano.

Solo cuando Apolo se hubo alejado, Artemisa dejó salir toda su furia y tras agarrar a Eris del cuello, la estampó contra un árbol. La señora de la caza apretó los dientes al percibir el dolor que había sacudido amante durante el impacto; sus ojos se anegaron de lágrimas no vertidas. Los de Eris estaban secos. Sus labios esbozaban una mala mueca burlona.

—¡Vaya, hermanita! ¿No crees que es una hora un poco temprana para empezar con el sadomaso? —la replica parecía propia de la vieja señora de la discordia, pero su voz había perdido todo matiz provocador.

Artemisa recorrió con la mirada el cuerpo desnudo de su amante. Llevaba sin tocar desde su despedida en el estanque de Gea, cuando la única preocupación de ambas era el rescate de Apolo. Y tal castidad no obedecía a que hubiese dejado de desear a su lianta favorita. ¿Le pasaría a Eris lo mismo? Los pezones de la señora de la discordia estaban erectos, como si se sintiese excitada por su furia. Pero, en su hermanastra, ella podía ver más allá de las señales físicas; no estaba sacudida por el deseo o la lujuria, sino por el autodesprecio más profundo.

—¿Por qué te haces esto, Eris? —preguntó, soltándole el cuello—. ¿Por qué nos haces esto a los demás?

—Porque —dijo alzando la mano—, ya que no valgo para nada útil, puedo resarcirme fastidiando a los demás —los labios de Eris se curvaron en una mala imitación de sonrisa provocadora.

Pero sí buscaba provocarla para que la golpease, no lo logró. En su lugar, Artemisa hundió sus labios en aquellos que tanto añoraba. Fue el beso más breve de cuantos habían compartido como amantes.

—Así que ese es tu gran preocupación —sonrió torva Eris—. Estás caliente y necesitas a alguien que te folle—. Artemisa se mordió el labio inferior, intentando que las palabras no la afectasen. Su puño derecho temblaba contra su pierna—. ¿Por qué no llamas a Afrodita? O mejor aún, ¿Por qué no le dices a Gea que te mande con tu osita? Seguro que está deseando perdonarte que la tranformases en osa a base de polvos.

Una lágrima se escapó por el ojo izquierdo de la señora de la caza que ya apenas lograba contener su impotencia y su furia. Sin que Artemisa pudiese hacer nada por impedirlo, o pensar en alguna forma de ayudarla, Eris comenzó a alejarse, rumbo la cabaña que compartían.



Estación Estelar Dante

Ares aplastó otro cigarrillo en el rebosante cenicero y dio un nuevo trago a su botella de sangre de demonio. El alcohol le quemó ligeramente la garganta, luego, sus vapores se esfumaron. En noches así deseaba que su divinidad pudiese irse unas horas de vacaciones. Resignado a no poder emborracharse, miró a las otras mesas. Otros mercenarios y mercenarias ya estaban cerrando tratos. Él seguía solo. Y eso que había clientes potenciales en la barra. Pero el cabrón de Cara de Perro Mack, el dueño del bar, se apresuraba a soltarle a todo el mundo que Willian Mars había cerrado su último trabajo con una horda de soldados de fortuna muertos y la mujer a la que tendría que haber rescatado, repartida entre veinte potes de concentrado alimentario. Como si fuese tan fácil enfrentarse a una banda de artrópodos el planeta Arat, armados como para pertrechar a tres ejércitos humanos.

Había agarrado otra vez el gollete de la botella cuando Ares vio a una mujer acercarse en su dirección. Humana, al menos de apariencia, enfundada en un traje de salto que convertía su figura en una sinuosa tentación.

—Hola, Ares. Veo que vivir entre mortales no te ha sentado nada bien.

El dios de la guerra tuvo un segundo para pensar en la imagen de perdedor que le devolvían los espejos antes de darse cuenta de un detalle: la mujer lo había llamado por su nombre. La escrutó un poco mejor. Era bella, de apariencia humana, sí. Pero su sangre era divina. ¿De la familia? No acertaba a pensar quién podía ser. Por su forma de hablar, bien podía ser su hermanita. Ares sintió que lo que el llamaba en secreto su mandoble de carne se endurecía un poco al pensar en Eris. Llevaban siglos sin verse y, la última vez, poco después de que él perdiese la batalla del Álamo, ella había intentado castrarlo. También sospechaba que Eris no se había marchado del Oeste en aquel entonces y había tenido algo que ver con la victoria del Norte en la guerra de secesión, pero no podía decirse que hubiesen cruzado sus espadas directamente en esa ocasión.

—No me digas que voy a tener que convertir a los parroquianos en cerdos para que te des cuenta de quién soy —susurró la desconocida.

—¿Qué quieres de mí, bruja? —gruñó.

—Y yo que pensé que me ibas a recibir con más cortesía... Por los viejos tiempos.

—Que un guionista calenturiento decidiese liarnos en un puto tebeo no hace que entre tú y yo existan «viejos tiempos», Circe.

La bruja se limitó a sonreír y robarle la botella que Ares aún sostenía en la mano. Tras dar un largo trago, se limpió la boca y lo miró con gesto burlón.

—Veo que, al menos, sigues siendo capaz de distinguir la realidad. Ahora espero que seas capaz de entender lo que voy a proponerte, soldadito. Voy a darte la oportunidad de dejar de ser un maldito fracasado. De ser un dios digno de llamarse Olímpico. Y de vengarte de tu hermanita...

—¿Y cómo lograría eso? —preguntó, adelantando su cuerpo sobre la mesa, sin preguntarse cómo podía saber Circe que él y Eris se habían separado de malas y belicosas maneras.

—Siguiendo mis órdenes —se limitó a contestar la bruja.

—Nunca he aceptado órdenes de nadie, bruja. Pero, esta vez, haré una excepción. ¿Qué te propones?

Circe sonrió e hizo una serie de movimientos extraños con las manos. Al poco, la imagen de una joven de aspecto delicado y mirada cargada de tristeza se perfiló entre las colillas.

—Darte la oportunidad de vengarte de Eris a través de su zorra.



Edén

La «cabaña» era en realidad gran masa arbórea que unía las copas de sus árboles y sus ramas hasta formar una cúpula. Como todo en aquel lugar, era también un ente vivo. Por eso, aunque en sus muros de ramaje no se abría puerta alguna, al notar la llegada de una de sus inquilinas los ramajes comenzaron a separarse. No obstante, no llegaron a abrirse del todo. Eris se había quedado parada al ver que Zaz la esperaba casi al lado de donde se estaba abriendo la entrada.

—Hola, Lagartijo —saludó, mientras las ramas se replegaban hasta crear un nuevo muro.

—Hola, Lianta. He oído que el macaco presuntuoso tampoco ha podido curarte.

A pesar de que en otros tiempos le hubiese irritado que el dios viento usase un apelativo propio de Artemisa, Eris lo premió una sonrisa irónica casi genuina. El lagarto era el único ser sobre la faz de aquel maldito planeta vivo que no la trataba como si fuese una vieja chocha.

—Ya lo dijo Chita, nunca te fíes de un mono zalamero —respondió, para desconcierto de Zaz.

—No sé quién es esa Chita, pero tal vez tenga una alternativa a todos esos dioses curanderos.

—¿En serio? ¿Y por qué no me habías dicho nada hasta ahora?

—Porque es un camino que lo mismo puede llevar a la curación que a la locura —en el tono del dios no había ni la mínima traza de burla.

Eris sacó la mano del garfio y se señaló la cuenca del ojo con el muñón.

—No creo que nada me enloquezca más que seguir así. O que el sentir el fantasma de mis alas y el dolor de los clavos que las destrozaron...

Por primera vez desde que se conocían, la seriedad se adueñó por completo de los rasgos de Zaz. Como dios volador, su mayor temor siempre había perder el uso de las alas, o las alas mismas.

—¿Conoces el Bosque del Silencio? —Eris asintió. Como todos, conocía aquella inescrutable espesura donde nadie osaba adentrase, menos aún habitar—. Dicen que hay un camino que se abre para el dios desesperado. Y que al final de este, está una poza de aguas doradas capaz de curar todo mal. Pero también dicen que nadie llega hasta ella, pues todos enloquecen antes de llegar al final.

—¿Pero las aguas curan?

—Eso dicen los más viejos —dijo Zaz con un encogimiento de hombros—. Yo llevo dos de vuestros siglos aquí y he visto marchar a más de una decena de dioses y seres mágicos en busca de la curación. Solo vi regresar a dos, y lo hicieron locos.

—En ese caso, ya te contaré yo lo que se cuece por el Estanque Dorado, Brisa Escamosa —se despidió Eris, encaminándose a la cabaña.



Las lágrimas pugnaban por brotar de los ojos de Artemisa, pero no lograban encontrar la puerta hacia la libertad. La señora de la caza se mordió los nudillos del puño derecho, crispado de rabia mientras miraba el estanque al que le había llevado su dolido deambular. Era uno de los muchos que poblaban el inmenso bosque consciente conocido como Edén. Pequeño, poco espectacular y apenas frecuentado. Por esa misma razón, era el lugar en el que había compartido muchos instantes de pasión con su amante.

Ahora se sentía incapaz de ayudarla. Tampoco se atrevía a descargar su rabia. Un acto tan liberador como dar un puñetazo a un árbol equivaldría a lastimar al mismo ente que las acogía.

—A veces llorar ayuda —dijo la voz de Afrodita a sus espaldas. Definitivamente, los Hados estaban refugiados en Edén y tenían ganas de burlarse de Artemisa.

La señora de la caza asaeteó a la diosa del amor con la mirada. Pero la bella y nudista rubia no acusó el ataque y cubrió la distancia que la separaba hasta quedar cara a cara.

—¿Y para qué valen? ¿Para provocar tu diversión? —gruño Artemisa.

—Para curar un corazón herido —la sorprendió la criatura más frívola del viejo Olimpo.

—¿Desde cuando la diosa de la lujuria entiende de amor?

—Soy la diosa del amor en todas sus vertientes, cazadora, no solo del físico. Y sé seguir el rastro de un corazón herido —Afrodita depositó su mano sobre el pecho de la señora de la caza, ahí donde latía el corazón de su carcasa humana.

Al oír aquellas palabras, Artemisa se derrumbó por completo y se dejó caer sobre la hierba. Hundió la cabeza entre las manos y dejó que las lágrimas fluyesen libres por primera vez en mucho tiempo. Sintió la mano de Afrodita apretándole el hombro. Más tranquilizadora de lo que nunca habría pensado.

—Es que... no dejo de intentar ayudar a esa maldita Lianta y ella parece disfrutar hiriéndome.

—No intenta herirte, sino protegerte —proclamó Afrodita, sentándose a su lado. Artemisa la miró con gesto confuso—. Si Eris no te amase, yo estaría ahora en un estado no muy diferente a la de Ojos Grises, Artemisa. Cuando la torturaban, se refugiaba en tu recuerdo, y me daba poco a poco las fuerzas que necesitaba para poder despertar.

La señora de la caza sintió que el corazón se le encogía. Había asumido hacía tiempo que amaba a aquel dolor de cabeza con alas. Pero nunca había esperado que Eris la correspondiese. Corroborarlo, y pensar en el papel en que su relación había jugado en la libertad de la señora de la discordia, solo hacía más duro ser consciente de que le estaba fallando en el peor de los momentos.

—Pues ya podría demostrar su amor de otra forma —sollozó.

—No puedes pedirle a la diosa de la discordia que sea capaz de hablar de sus sentimientos. Solo obligarla a demostrarlos.



Ningún pájaro cantaba. Ningún árbol entonaba su plegaria, mecido por el viento. No se veía animales y sus pies, provistos de sandalias de cuero, no hacían ruido al pisar la hojarasca. La mano sana de Eris se cernió sobre la empuñadura de la espada. Por mucho que le hubiesen hablado de aquel lugar, ninguna descripción se ajustaba a lo que sentía. A un silencio que era más que silencio, a un bosque que parecía beberse el sonido y, con él, los ánimos de quienes lo traspasaban.

Por un segundo, el haber convencido a Zaz para acercarla hasta allí le parecía temerario, incluso para ella. Pero, se recordó, resultaba preferible perder su mermada cordura a seguir siendo una tullida. Avanzó por el lecho de hojas muertas. Eris no tenía planeado su rumbo pero, dentro la espesura salvaje y silente, aquella alfombra era lo único parecido a un camino.

Cada paso era una tarea digna de Herakles. El sendero parecía desear engullirla, lamer sus tobillos con su beso de lodo y hojas secas. Apenas hubo avanzado unos pocos pasos, o lo que a ella le habían parecido tal cosa, se vio obligada a sentarse, con la espalda apoyada en el grueso tronco de un árbol. La corteza le hacía latir los muñones de sus alas; las ramas más bajas arañaban su piel, abriendo pequeños regueros de icor que certificaban la naturaleza divina del extraño bosque. No le importaba, de repente, había empezado a sentirse cansada. Necesitaba cerrar los ojos, mientras el barro le lamía los tobillos y las ramas la abrazaban.

El bosque buscaba engullirla pero ella estaba tan cansada....

Intentó revolverse, como lo haría en sueños por culpa de una ensoñación contaminada por las malas artes de Morfeo, pero solo logró que sus piernas se hundiesen más en el barro, que las ramas la aprisionasen con más fuera. Y sentirse más cansada. Ya notaba las hojas secas cosquilleándole la cintura, las ramas cerniéndose en torno a su garganta.

El susurro de una flecha cerca de su oído.

«¿Qué?»

Eris pugnó por abrir los ojos. Pero no vio saeta alguna, ni nada que no fuese el bosque mudo y hostil. Sin embargo, tenía la extraña sensación de que la punta de una flecha le había hecho un corte en el hombro, que el icor corría por su brazo. Y que alguien la llamaba...

Y la atrapaba por los brazos, como si las ramas no la importunasen.

—¡Maldita sea, Lianta! ¡Despierta! —gritó una voz parecida a la de Artemisa, mientras algo la zarandeaba contra el tronco, provocándole aguijonazos de dolor cada vez que la corteza colisionaba con los muñones de sus alas. En el aire, semejó flotar un aroma a manzanas doradas.

Eris abrió los ojos y se encontró cara a cara con el rostro furioso de Artemisa.

—Hola, hermanita, ¿estás buscando a Caperucita? —saludó en tono burlón.

—Te vi ahí sentada, retorciéndote como una bailarina de striptease y pensé que necesitabas ayuda —dijo Artemisa, sin mudar la expresión severa.

—¿Sentada? ¡El jodido bosque quería engullirme! —bramó, poniéndose en pie.

Y solo en ese momento, se dio cuenta de la realidad. El camino no estaba cubierto de hojas ni su lecho era de lodo; era una cama de cenizas. Los árboles no eran una foresta exuberante, sino una sucesión de esqueletos negros. Otros esqueletos o al menos montañas de huesos, se apilaban al lado de algunos troncos. También había armas y otros objetos, según comprobó tras agacharse al lado de los restos más cercanos. Ser engullida podía ser una ilusión, que el bosque era mortífero, no. Sin olvidar lo más inquietante de todo: el silencio seguía siendo el dueño de todo, salvo de sus voces.

También había otra sensación que no había notado antes, tanto o más horrible que la quietud: algo las observaba, no desde el bosque, sino desde arriba. Levantó la mirada hacia el cielo, pero solo vio ramas negras y un retazo de cielo.

—No mostrará su cara —afirmó Artemisa, como si hubiese podido leerle el pensamiento.

Eris desvió la mirada hacia su amante. Al despertarse había llegado a considerarla otro componente de su ensoñación. Sin embargo, allí seguía, y que Zeus la redujese a cenizas con uno de sus rayos si no lo agradecía. La cazadora podía no ser nada sin ella: pero ella también necesitaba a Artemisa a su lado. Aunque eso no restaba irracionalidad a su presencia en el bosque de la locura.

—¿Cómo es posible que estés aquí? —susurró más para sí que para Artemisa.

—Zaz me informó de la locura que se había pasado por tu cabeza.

—Me refiero a cómo has podido encontrar el camino. El bosque no se abrió ante mí hasta después de que Zaz se largase. Solo parece querer albergar a los desesperados y a los locos.

«Y a su vez parece buscar enloquecerlos aún más», pensó

—Lianta, mírame y dime que estoy cuerda.

Eris obedeció. Por primera vez, se dio cuenta de que Artemisa no lucía más ropa que una túnica corta y unas sandalias, ni más equipo que su arco y flechas y un pequeño cuchillo al cinto, apenas apto para pelar fruta. A no ser que el pasador de pelo contase como arma.

—Y ahora quieres llevarme de vuelta al redil.

Artemisa negó con la cabeza.

—Si buscase eso, el camino no se había abierto ante mí, Lianta. —La mirada de la diosa se elevó al cielo—. Será mejor que retomemos la marcha antes de que nuestro amigo nos sumerja en un juego de ilusiones al que yo no sea inmune.



Estación Estelar Dante

Ares abrió la puerta del apartamento —uno de tantos de los bloques de edificios donde se alojaban los contratantes de mercenarios hasta que los tratos se cerraban— sin molestarse en llamar a la puerta. No le sorprendió que la bruja estuviese desnuda. Tampoco que semejase estar esperándolo. En los últimos tiempos, Circe parecía estar tan interesada en meterse en sus pantalones como en formar un pequeño ejército.

El señor de todas las contiendas tomó una botella de sangre de demonio situada sobre el tocador de su socia y vació la mitad del licor de un trago.

—¿Y bien? —preguntó Circe, lanzándole una mirada de impaciencia.

—He reclutado veinte hombres más para tu ejército, bruja. —No dijo más. En su lugar, tomó un cigarrillo y lo encendió con parsimonia. Aquel tabaco extraterrestre sabía a calzoncillos sucios, pero Ares disfrutaba impacientando a su presuntuosa socia.

—¿Humanos?

—La mayoría, sí —contestó, soltando una bocanada de humo en pleno rostro de Circe. La bruja volvió a demostrar estar demasiado desesperada como para castigar la impertinencia de su socio—. Los más alienígenas no quieren acercarse a Mars el Fracasado. Solo la hez de los mercenarios, estúpidos, corruptos…

—Y manipulables —concluyó la bruja—. Reúnete con tus hombres y diles que mañana a primera hora estén en el puerto estelar.

—¿Mañana? ¿Tan pronto?

—Mañana partiremos hacia un mundo desierto llamado Colchis. Desde allí, podré abrir la puerta que nos llevará hasta Raj(1).

«Y hasta Eris», pensó Ares, experimentando una erección.



Eden, camino del dios loco.

El bosque seguía jugando con ellas, bifurcándose en cien caminos sin salida, distorsionando el tiempo y esparciendo semillas de miedo. Eris empezaba a añorar el silencio. Desde hacía un trecho, el aire estaba lleno de lamentos y las cortezas de los árboles se convertían en rostros crispados. Todos lamentaban su muerte. Todos la culpaban a ella. Víctimas de guerras causadas por su poder o en las que ella había sido parte interesada, las gentes de aquel mundo zombificado donde ella había ajusticiado a Perséfone... Todos la miraban con odio. La peor faz acusadora era la de la esposa de Hades. No aparecía como la última vez que la había contemplado, justo después de decapitarla; no dibujaba una sonrisa serena, volvía a ser una máscara pútrida rebosante de odio. Ella y el resto de condenados le recordaban que era el avatar de los conflictos, la semilla de la rapiña.

«Un Mal que no se merece el favor de las aguas sanadoras», se sorprendió pensando.

Artemisa le apretó el hombro.

—¿Estás bien, Lianta?

Eris escrutó a su amante. De no ser por ella, haría tiempo que Artemisa habría olvidado su divinidad y perecido a manos de una Hera enloquecida por los celos. Y Nuevo Venus seguiría siendo un mundo de marionetas al servicio de la esposa de Zeus.

«También eres el avatar de la superación personal, Eris, recuérdalo. ¿O vas a empezar a creerte lo de las dos diosas con el mismo nombre?»

No, nunca las había habido, por mucho que algunos cronistas clásicos, incapaces de comprender la mente retorcida de una mujer, insistiesen en ello. Retó con la mirada a los rostros de los árboles. Pero solo encontró cortezas resecas. Aguzó el oído para escuchar sus lamentos. Pero solo la recibió el silencio.

—Otro juego más de nuestro amigo —murmuró.

Y otro más dirigido a ella. Nunca a Artemisa. Los caminos sin salida y la distorsión del tiempo las afectaban a ambas. Las ilusiones, solo a Eris.

Durante un trecho, llegó a pensar que las había derrotado por completo. Los caminos seguían zizagueando de modo demencial. El tiempo seguía semejando estar detenido, sin variaciones en la luz que indicasen el paso del día a la noche; tampoco sus cuerpos experimentaban la fatiga y el hambre. Esa distorsión era la única agresión del dios. Después del fracaso de los troncos fantasmales el bosque parecía haber renunciado al juego de ilusiones.

Al llegar a un inmenso claro semejante a un anfiteatro, las esperanzas de Eris se disiparon. Apenas pusieron un pie en él, la sensación de ser observadas se hizo más nítida. También había algo más; la amenaza latía detrás de cada árbol. No obstante, siguieron avanzando, sin desviar la mirada del bosque. Con la mano no muy lejos de sus armas. En cuanto alcanzaron el centro del valle, un ejército de muertos brotó de la espesura. No cargaron, sino que se quedaron en linde, retándolas con sus cuencas vacías. Era una armada heterogénea, algunos aún estaban cubiertos de carne; otros apenas parecían esqueletos. En su vanguardia, se situaban los hoplitas; en las líneas posteriores combatientes de otras eras y otras culturas, armados, incluso, con cimitarras y katanas. La última línea estaba cubierta por hombres provistos de rifles Winchester. Aún lucían los restos uniformes de la guerra civil americana, y Eris sospechaba que, aun cuando no estuviesen cubiertos por el polvo de la muerte, los trajes habrían sido grises.

Artemisa se descolgó el arco y montó una flecha en este.

—Hermanita, dime que no estás viendo lo que yo —susurró la señora de la discordia.

—Me temo que sí...

Aunque aún podía ser una ilusión.

El sonido de una trompeta estremeció el bosque. Ilusoria o no, la horda cargó contra ellas.



Edén, estanque de Atenea

Afrodita contempló durante unos instantes la figura que, yaciente, levitaba sobre el estanque. Ver a Atenea semejante estado la hacía acordarse de su propia condena hasta que Eris la despertase. Se había pasado décadas siendo una bella durmiente. Yaciendo sin poder moverse, a la par que era consciente del mundo que la rodeaba y de cómo usaban su esencia para crear el elixir capaz de esclavizar a la de Ojos Grises. Pero también la hacía preguntarse sobre sus propios errores.

«¿Fue realmente buena idea lo de aquella rueca?», se preguntó. La chica había evitado un matrimonio no deseado, pero cuánto había pasado antes de que le diesen el beso de amor. ¿Cien años?

La diosa del amor sacudió la cabeza para alejar los malos pensamientos y devolvió la atención a Apolo. El dios Sol llevaba largo rato sin tañer su arpa ni entonar canto alguno. Se limitaba a estar sentando, con la espalda apoyada en el tronco de uno de los árboles de rivera. Tenía la mirada perdida en las nubes y acunaba su instrumento en el regazo, sin tocarlo.

—¿Ya no cantas, bello Apolo? —por horribles que fuesen, sus rimas eran más soportables que el silencio, testimonio mudo de la ausencia de noticias.

—Hasta yo me canso de mis rimas, Afrodita —dijo, bajando la mirada hasta encontrarse con la de la diosa.

—¿Incluso cuando las necesitas para disipar la melancolía?

—Me temo que, ahora mismo, los versos que vienen a mi boca solo la aumentarían. La resurrección se cobró como peaje muchos de mis talentos —añadió, con un deje de amargura.

La resurrección. A veces, Afrodita se olvidaba de que Apolo había pasado por el trance de ver su existencia extinguida del mundo de los mortales, para penar en un Olimpo que, abandonado y desierto, más debía de parecer el Hades.

—¿Cómo crees que les estará yendo?

—Bien. Mi hermana no permitiría que le sucediese nada a su Lianta —y, por su sonrisa, uno no podía pensar que sus esperanzas no fuesen otra cosa que sinceras.



Eris atravesaba a los muertos a pares, con su espada y con su bastón. Cómo lograba mantener el equilibrio sin la ayuda de este, no lo sabía. Pero sus piernas le estaban respondiendo con la agilidad de los viejos tiempos. Lo mismo que la fuerza de sus brazos.

La diosa sintió que un ardor la sacudía en el costado izquierdo. Se giró, para darse cuenta de que una manada de muertos la estaba cercando por aquel lado, aprovechándose de su ojo ciego. Artemisa no estaba lejos de allí, tendría que estar viéndolos, pensó al tiempo que en intentaba mantener a raya al grupo de atacantes, sin desguarnecer su otro flanco. Aprovechando que solo la rodeaban cuerpos inanimados, la diosa de la caza se colgó temporalmente la espada robada a uno de sus atacantes al cinto y cargó una flecha en su arco. La saeta no se dirigió al grupo que intentaba atacar a Eris, sino más allá, hacía, tal vez, la línea de fusileros.

«Maldita seas, hermanita». Maldijo Eris, al tiempo en que paraba, a duras penas, una estocada del más cercano de los muertos. A su espalda, captó el susurró de una espada. Sin girarse, la señora de la discordia alzó el bastón y atajó el golpe. Sin dejar de detener con su otro arma las estocadas de cuatro atacantes, presionó el bastón contra la hoja del acero de su atacante. Cuando lo sintió recular, lanzó su acero hacía el lugar donde su instinto le decía que encontraría carne. Un gorgoteo le corroboró su éxito.

Desde la distancia, Artemisa le guiñó un ojo antes de retomar ella misma la lucha a espada contra una nueva oleada de solados.

Envalentonada, Eris lanzó una rápida estocada, atravesando al primero de sus contendientes. No usó el bastón contra los otros tres; este estaba preparado para actuar en cuanto su oído la advirtiese de un ataque por de sus flancos ciegos. Y tampoco le hacía falta. Con un giro de muñeca, extrajo la espada del cuerpo inerte a tiempo para parar el ataque conjunto de los otros tres guerreros y armar un ataque que abatió a dos de ellos.

Su corazón empezó a latir con un sonido familiar. No eran tambores de guerra. Era su orgullo. Confortada por su cadencia se sumergió por completo en la batalla.

Cuando la música paró, una alfombra de seres putrefactos cubría el suelo ceniciento. Solo quedaban en pie ella y Artemisa. La señora de la caza se apoyó sobre su arco y le dirigió una sonrisa enigmática.

—¿Por qué no me ayudaste antes? —la increpó.

—Nunca te he ayudado cuando sabia que tenías la situación controlada, Lianta. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

A su pesar, Eris sonrió. Iba a buscar una réplica mordaz cuando cómo se ensombrecía el rostro de su hermanastra.

—¿Qué...? —la mirada de Artemisa estaba clavada en el suelo. Los muertos habían dado paso a rastrojos y restos de árboles muertos. La espada con la que la señora de la caza había estado combatiendo era ahora zarza retorcida y las flechas con las que abatiera a sus enemigos yacían tumbadas en el suelo.

Eris se llevó la mano al costado. Sus dedos se tiñeron de blanco icor. No era su única herida, aunque sí la más grave. Y Artemisa solo estaba un poco mejor que ella. Su amante se sacó la túnica y empezó a cortarla en tiras.

—Será mejor que curemos eso antes de seguir avanzando —sugirió en un tono que no invitaba a réplica.



Artemisa empezaba a preocuparse otra vez por Eris. Después de la batalla en el claro, su amante parecía haber recuperado una parte de su viejo orgullo pero, desde hacía un tiempo, empezaba a lanzar miradas desconfiadas a su espalda y a los lados, mientras la seguía por el camino. La señora de la caza temía que estuviese siendo víctima de un nuevo ataque ilusorio, y cómo iba a reaccionar Eris ante este.

«Y estamos tan cerca»

No podía saberlo, pero lo intuía. Su instinto de cazadora había captado un rastro de algo tan ajeno al bosque como ellas mimas. Vida.

A su espalda, notó cómo Eris se detenía. Y el susurró de una espada saliendo de su vaina. La mano de Artemisa se cernió a la empuñadura de su cuchillo, sin desenfundarlo. Con calma, se giró hasta mirar cara a cara con su amante. O a la criatura aterrada que poseía su cuerpo.

—No, tú no ¿Dónde está Artemisa? —la señora de la discordia la miró con ojos desorbitados, apuntándole con la espada.

—Eris, soy yo, Artemisa —acertó a decir, alzando las dos manos de tal modo que mostraba sus palmas.

Como cabía esperar, sus palabras no hicieron mella en la cortina ilusoria. Antes de que pudiese dar un paso, la discordia cargó contra ella. Artemisa no tuvo tiempo a esquivarla ni desenfundar su cuchillo, cuando su amante armó su estocada. La hoja no impactó contra su costado, tal y como Artemisa había temido, sino entre sus piernas, abriendo un reguero de sangre en el muslo derecho, no muy lejos de su pubis. La señora de la discordia dio un par de pasos atrás y la premió con una sonrisa que intentaba ser una declaración de guerra, mas, simplemente, era un pálido disfraz para el miedo.

—Esta vez no dejaré que me engañes, hermanito —proclamó antes de lanzar a un lado el garfio-bastón y salir corriendo.

Artemisa se hizo con su arco y sacó una flecha del carcaj. Apuntó, pero no soltó la cuerda, pese a que tenía a Eris a tiro.

«Una flecha en la pierna y todo listo», intentó decirse.

Pero sus manos bajaron el arma. Así solo conseguiría detener a Eris, no ayudarla a ganar la batalla contra aquel camino hostil. Y, de alguna forma, había empezado a intuir la razón por la que el bosque no la atacaba con sus ilusiones: su prueba era otra. Si Eris tenía que demostrar ser digna de la sanación, derrotando a sus demonios, ella debía mostrarse digna de la señora de la discordia.

Ser digna de Eris implicaba no dejarla sola. Con pies ligeros de cazadora, se apresuró detrás de su amante.



Eris corría. No podía verlo, pero sabía que él estaría detrás de ella. Ares. No se habían visto desde hacía siglos, desde su reencuentro poco después de la batalla del Álamo. Y estaba segura de que su hermano estaba sediento de venganza, desosó de volver a someterla bajo su poder. El mismo al que había estado encadenada antes de la migración cósmica.

Siguió corriendo, evitando, a duras penas, tropezar con ramas secas, mientras sentía la presencia de su hermano a sus espaldas. ¿Qué habría hecho con Artemisa? ¿Cómo no se había dado cuenta ella hasta aquel momento de que su amante había desaparecido? De que era su verdugo quien la precedía.

Eris detuvo en seco la carrera. El camino se había terminado y, frente a ella, caía un imposible acantilado sobre un lago de aguas oscuras. Una posible huida. Tópica, pero seguramente efectiva.

—Eris.

Ares ya estaba a su altura. Casi la había atrapado de nuevo. Pero aún estaba a tiempo de huir. Solo era cuestión de saltar y escapar. Escapar. Como había hecho aquel día, en lugar de luchar contra él, pese a que, durante unos segundos, lo había tenido a su merced. Como lo haría si volvían a encontrarse.

«Escapar o luchar.»

«Luchar».

Eris se giró con la espada en ristre, dispuesta a demostrar a su hermano que ya no tenía poder sobre ella. Que no lo temía. Con ello, corroboró la nueva jugarreta del bosque. Delante de ella no estaba su verdugo, sino Artemisa. Miró por el rabillo del ojo sano el lago en el que había pretendido salvarse, pero solo vio un pozo lleno de ramajes semejantes a estacas. Su fondo era un lecho de ropas, armas y huesos, tanto de criaturas humanoides como exóticamente alienígenas.

Enfundó su arma e intercambió una mirada tensa con su hermana, sin atreverse a bajar la vista a la herida que le acababa de abrir en la pierna. Como otras veces, fue Artemisa quien dio el primer paso en su dirección y le apretó el hombro.

—¿Ares? —Eris se limitó a asentir—. ¿Quieres hablar de ello?

—No hay mucho que decir, hermanita. Ares tenía poder sobre mí en el Olimpo y la última vez que me reecontré con él seguía siendo capaz de dominarme. Logré huir pero incluso ahora... Aunque deseo que, si de verdad va a estallar una guerra, ese perdedor de batallas esté en el otro bando, sigue siendo el dios a quien más temo enfrentarme.

—¿Lo sigue?

—Cuando me atreví a encararme con él, la ilusión se disipó. Pero no el miedo, al menos por completo —confesó.

Su hermana le tomó la mano tullida.

—No tendrás que enfrentarse sola a él.

Eris analizó a los miembros de su bando. Una Gea que se contentaba con su rol de marionetista, Atenea en modo frígida durmiente, Afrodia, un Apolo desprovisto de neuronas y Artemisa... Con ella a su lado, Eris se había creído en más de una ocasión la diosa más poderosa del Olimpo, capaz de enfrentarse a cien panteones y derrotarlos.

—Cierto. Podemos mandar a tu hermanito que le cante alguna de sus canciones. Ares pedirá clemencia antes del último acorde.

—Seguro que, al tercero, ya nos estaría suplicando piedad —continuó Artemisa, premiando, por primera vez en tiempo, sus burlas con una sonrisa—. Pero ahora, el camino te espera. La cazadora señaló un punto, situado en el flanco ciego de Eris. La señora de la discordia se giró y vio que un nuevo camino se abría delante de ella.

Los árboles se mecían con el viento y dejaban caer, con un susurro, las hojas secas sobre el camino. Un animallillo de pelaje lilaceo se paró durante unos segundos en medio del sendero. Las miró y, con rapidez asombrosa, se volvió a zambullir entre la hierba. No muy lejos, se entreveía un estanque de aguas doradas.

Cuando llegaron a su altura, Eris se quedó contemplando la laguna durante unos segundos.

—Espérame aquí —ordenó, tendiendo a Artemisa el cinturón con su espada. Dicho aquello, se lanzó a plomo sobre las aguas.

No tenía forma de saber si habían salpicado, pero al caer sobre ellas no sintió el impacto de una fuerte zambullida, se deslizó por una corriente aterciopelada. No obstante, no era densa, como un fango. Sus piernas y brazos se movían con fluidez mientras ella buceaba en la inmensidad aurea. No veía nada más allá del dorado. No veía sus manos por cerca que las colocase de sus ojos. No oía más que el susurro acogedor de las aguas, semejante a una nana. Su mente estaba en blanco. Relajada. En paz, libre de la mordedura del dolor. Del latido de las alas.

De pronto una corriente empezó a llevarla hacia la superficie, alejándola, o eso creía, también de la orilla en la que había dejado a Artemisa. Eris trató de luchar contra ella, pero resultaba imposible combatir a semejante fuerza. Resignada, se dejó llevar hasta la superficie.

Emergió en un punto solitario de la orilla. Artemisa no estaba en las proximidades. Sin salir todavía del agua, Eris recorrió la periferia del lago con la mirada hasta descubrir la silueta de su amante en el lado opuesto del mismo. Su hermanastra se agachaba, intentado escrutar la inmensidad dorada, ajena a todo. La señora de la discordia se alzó del agua, apoyándose en sus manos, y se apartó el pelo mojado de la cara.

Elevó la mirada al cielo. Aun tardaría tiempo en surcarlo, pero no por ello iba a dejarse hundir, se prometió, centrando la atención en su amante.



Artemisa no había apartado en todo el tiempo la mirada del punto en el que Eris se había hundido. No se veían signos de respiración aunque, también era cierto, las aguas no habían salpicado cuando la señora de la discordia se había lanzado a ellas al estilo bomba.

Un crujido de ramas rotas captó su atención. La señora de la caza no se giró. Sabía que su visitante no era hostil. No con ella. Eris se agachó tras ella. Artemisa podía sentir el tacto de sus senos en su espalda, los pezones cada vez más erectos. Cerró los ojos al percibir el calor del sexo de su amante en la corva de sus piernas dobladas y el tacto suave del pubis lampiño de Eris apretándose contra sus nalgas. La mano derecha de la discordia apretó su seno de forma deliciosamente dolorosa.

—No te ha devuelto las alas —suspiró, más que dijo, Artemisa. Aun excitada, seguía percibiendo la falta de aquel elemento tan ligado al lado animal de su amante.

—Hermanita, si las hubiese recuperado ya te estaría follando sobre una nube. Eso tendré que hacerlo yo —le contestó Eris, sin dejar de acariciarla. La mano derecha en su seno, la izquierda descendiendo peligrosa por el torso de Artemisa. —Pero eso tendrá que ser después de que despierte a Atena.

Artemisa solo pudo contestar con un gemido, mientras los dedos de Eris comenzaban a juguetear con su vello púbico, dilatando el momento de sumergirse entre sus piernas.

—Aunque antes, hermanita, bien podemos darle una alegría a este dios sátiro que me ha devuelto las energías.

Continuará…


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Referencias:
1 .- El mundo en que se oculta Calisto

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