Doctor Extraño nº01

Título: Reflejos del pasado.
Autor: Julio Martín Freixa
Portada: Julio Martín Freixa
Publicado en: Junio 2014

El hechicero supremo se ve envuelto en el inicio de una aventura por el continuo temporal si quiere salvar su propia existencia ¿podrá Stephen Extraño evitar el funesto destino?.
Una vez fue un hombre como todos, hasta que Stephen Extraño renació, convirtiéndose en el hechicero supremo de este plano de existencia…
Creado por Stan Lee y Steve Ditko

Al oeste de Nueva York, en el bohemio barrio de Greenwich Village, hay un edificio muy especial. En plena calle Bleecker, con fachada de ladrillo rojo y techo abuhardillado, sus paredes rezuman misterio. A través de la claraboya adornada con el sello místico de protección de los Vishanti, la luz encantada de la luna arroja sombras que se quiebran en ángulos mágicos al incidir sobre las insólitas piezas del mobiliario. Allí, en la penumbra, una silueta esbelta se recorta contra el ventanal. El hombre que solía residir en el caserón ha venido para una cita con la nostalgia. Todo estaba dispuesto tal y como lo recordaba, cada estatuilla, cada candelabro, cada grimorio. La esmerada labor de su mayordomo y leal amigo Wong hacían posible que, nada más pisar su morada tras la prolongada ausencia, volviera a sentirse en su hogar.

La vida de un maestro de las ciencias ocultas, Hechicero Supremo por derecho propio, le había lastrado con el yugo de la responsabilidad abrumadora de proteger el planeta, y en ocasiones la realidad misma, de las fuerzas místicas exteriores. Entidades de poder inimaginable que aguardaban su oportunidad, agazapadas en sus oscuros nichos de oscuridad insondable, para invadir el continuo espacio-tiempo que había jurado defender.
Por fortuna, no estaba solo en su tarea, pues contaba con la inestimable ayuda de otros seres poderosos a los que había llegado a apreciar como amigos, y que compartían su pesada carga. Mas, cuando la amenaza de turno ha sido finalmente conjurada, la soledad del mago siempre vuelve para torturarle con su azogue pertinaz.

¿Dónde termina el Hechicero Supremo, y dónde empieza el hombre? ¿Cuándo era la última vez que se había sentido, simplemente, Stephen Extraño? Una pregunta de difícil respuesta. La primera idea que le viene a la cabeza, de forma irremisible, es el recuerdo de Clea, la discípula que se convirtió en su amante. La única mujer que habría sido capaz de compartir su vida y su responsabilidad, ahora prisionera de sus propias obligaciones en la Dimensión Oscura que debía gobernar. Condenados a amarse en la distancia, a sufrir en la distancia, a consumirse en la distancia... Amarga condena, la del Hechicero Supremo.
Sumido en sus propios pensamientos, al principio le costó percibir la presencia sobrenatural que tomaba forma en el interior de su sancta sanctórum. El Ojo de Agamotto sobre su pecho, ya entreabierto, fue la confirmación de sus sospechas. Instintivamente, conjuró el escudo de Seraphim para protegerse de un posible ataque, justo antes de girarse hacia el origen de la perturbación. Cualquier entidad capaz de penetrar las defensas místicas de su morada debía de poseer un poder considerable.

—¡Por los eternos Vishanti! —exclamó—. Muéstrate, quienquiera que seas.

—Saludos, Doctor Extraño. Oatu ha venido para darte una advertencia. —La gigantesca presencia del Vigilante, tan alto que rozaba la parte superior del cielorraso acabado en ángulo con su calva cabeza, siempre resultaba impresionante. Una entidad cósmica de tal poder, solo se manifestaba a los mortales cuando se avecinaba una crisis de proporciones inabarcables. Extraño se preguntó qué le habría llevado a violar su juramento de no interferir en las vidas de los seres humanos. La primera vez que se tenía noticia de una intervención de esa naturaleza en la Tierra, había sido para advertir de la llegada de Galactus, el Devorador de Mundos.

—Oatu... Debes de tener un buen motivo para abandonar tu santuario en la cara oculta de la Luna.

—En efecto, así es. Sabes que no osaría romper mi juramento ante ninguna circunstancia banal. De hecho, limitaré mi interferencia a una sola revelación. A tu criterio dejo el uso que hagas de ella. —Los ojos vacíos pero, al mismo tiempo, rebosantes de eternidad, parecían penetrar la envoltura carnal del Hechicero Supremo y atisbar mucho más allá.

—Estoy ansioso por escucharla, Oatu —contestó, bajando su defensa mística.

—Una entidad de gran poder está tratando de alterar la presente línea temporal con el objetivo de que Stephen Extraño nunca llegue a convertirse en el Hechicero Supremo.

—¿Puedo saber de qué entidad se trata, Vigilante?
—No me está permitido revelarte nada más. Lamento ser portador de malas noticias, Extraño. Te deseo suerte en tu misión. —De la misma manera sigilosa en que había llegado, el Vigilante se desvaneció, dejando a un atribulado Doctor Extraño sumido en profundas cavilaciones.

«Si voy a tener que sumergirme en la corriente espacio-temporal, tendré que solicitar la ayuda de alguien con más experiencia que yo en estos menesteres. Mi solo poder no bastaría para mantenerme demasiado tiempo estable en un viaje temporal. Además, la energía mística necesaria para mantenerme anclado en el pasado me impediría usar el resto de mis poderes con normalidad. Es hora de visitar al Doctor Muerte y su máquina del tiempo.»



Latveria, Europa del Este. Castillo de Víctor Von Muerte.

—Los ciudadanos insurrectos han sido llevados a los calabozos, Excelencia —dijo el primer ministro, con la rodilla hincada en tierra y la cabeza agachada—. Mañana serán juzgados conforme a la ley.

—Asegúrate de que les dan de cenar —dijo la voz cavernosa, a través de la pavorosa máscara de metal—. Detesto dar fundamento a las habladurías sobre torturas inflingidas a los reclusos. El día que decida perder el tiempo con placeres tan vacuos, lo haré en la plaza mayor para que todos lo puedan presenciar a placer.

—Sí, excelencia. Vuestra clemencia no conoce límites.

—Puedes retirarte de mi presencia, lacayo —contestó el gobernante, sin mirar a su sirviente—. Y otra cosa más.

—¿Excelencia?

—Tu servilidad me repugna. Despierta al torturador real y dile que te marque a fuego la frente con la leyenda: «GUSANO». Letra por letra.

—S-sí, Excelencia. —Casi sin aliento, el primer ministro se retiró a punto de desmayarse. Sabía que, si quería conservar la vida, debía obedecer.

Nuevamente sentado en su trono, sin más compañía que dos de sus Doombots, su guardia personal mecanizada, sintió una oscilación mística. El hecho de que su madre hubiera sido una bruja, y él mismo también se hubiera iniciado en la magia negra le había dotado de una especial sensibilidad para percibir los fenómenos de esa naturaleza.

—Doctor Extraño —dijo, con total naturalidad—. ¿Qué asunto trae a tu forma astral a mi humilde castillo?

—Hola, Víctor —contestó la silueta fantasmal, flotando tres metros sobre la alfombra roja—. Siento presentarme así, sin avisar, pero necesito que me hagas un favor.

—Ah, ya veo —dijo el temido monarca, en tono extrañamente divertido—. ¿Y puedo preguntar qué es lo que te impide, simplemente, hacerme llegar tu petición por vía telefónica?

—Pues... —contestó Extraño, perplejo ante lo inesperado de la observación—. No sé, supongo que estoy tan acostumbrado a ser el Hechicero Supremo que ya ni me planteo ese tipo de cosas.

—Está bien, Stephen. Dime qué te inquieta.

—Necesito tu máquina del tiempo para resolver un asunto de naturaleza privada... Un asunto de vida o muerte.

—¿Hablas de muerte con el Doctor Muerte? Debes estar bromeando, mago.

—¿Qué diablos te ocurre, Víctor? ¿Has desayunado payaso hervido? ¿Qué hay del villano megalomaníaco que todos aprendimos a temer y apreciar? ¿Dónde has dejado tus monólogos apocalípticos?

—Nada de eso, mago. Es que, antes de que aparecieses, ha tenido lugar uno de esos raros momentos en que muestro mi lado más humano con uno de mis sirvientes. El afortunado ha dejado la sala del trono con los ojos anegados por lágrimas de dicha.

—Viniendo de ti, no sé cómo tomármelo, Víctor. Pero, dime, ¿puedo contar con tu ayuda, o no?

—Podrás hacer uso de mi máquina, pero recuerda que, después de esta noche, me deberás una. Enviaré mi jet privado a tu casa con el artefacto. He oído que el funcionamiento de Correos deja mucho que desear.

—Todo un detalle por tu parte, Muerte. Espero que tu jet esté preparado para el aterrizaje vertical, o la compañía de seguros me subirá la prima un mil por ciento.

La forma astral retornó al sancta sanctórum, atravesando el tejado como si de una cortina de humo se tratara. Contempló su propia forma física, meditando en la posición del loto, que aguardaba en trance su regreso. Mas no se iba a quedar cruzado de brazos esperando la llegada de la máquina del tiempo. Necesitaba más información sobre la amenaza que le esperaba en el pasado, si quería contar con posibilidades reales de neutralizarla. Y cuando se trataba de obtener información relacionada con temas de ocultismo, nadie como la viuda conocida como Madame Web para proporcionársela. Cassandra Webb unía sus habilidades telepáticas y clarividentes con cualidades precognitivas de carácter mutante. Confinada a una silla de ruedas debido a la miastenia gravis que se había cebado en su cuerpo, en los últimos años había demostrado ser una poderosa aliada para héroes enmascarados como Spiderman y los X-Men. Su ceguera física no le impedía ver a través del tiempo y el espacio, para advertir de peligros pasados o que todavía estaban por llegar.


En esta ocasión el Doctor Extraño decidió recurrir al Orbe de Agamotto para tratar de establecer contacto telepático con la vidente. Retiró el fino tapete que cubría la bruñida superficie esférica y realizó unos pases con las manos, concentrándose en la localidad de Salem, en Oregón, donde tenía sus dependencias Madame Web. Unas brumas de colores cambiantes serpentearon, formando remolinos huidizos en el interior del orbe. Parecían proceder del corazón de la esfera, pero al mismo tiempo, de un lugar mucho más lejano. Al aclararse, ofrecieron la imagen de una anciana con una venda alrededor de los ojos, sentada en un sillón del que salían decenas de cables en todas las direcciones. Extraño sabía que muchos de ellos canalizaban dentro de su corriente sanguínea las drogas que ayudaban a Cassandra a combatir los dolores insoportables de su enfermedad.

—Bienvenido, Doctor Extraño —dijo la mujer—. Te estaba esperando.

—Lamento la intrusión, Madame Web. Ya debes de saber por qué he contactado contigo.


—En efecto, hechicero. Mis visiones me han mostrado un presente alternativo en el que tu persona ha sufrido una evolución... divergente. Y sí, el Vigilante estaba en lo cierto. Hay algo o alguien jugando con tu pasado para impedir que te llegues a ser lo que eres hoy en día.

—¿Te han revelado tus visiones de quién se trata?

—No he podido precisarlo, me temo. Solo sé que se trata de una entidad de inmenso poder. Una entidad que se nutre del odio hacia ti, Doctor. Algo o alguien que no repararía en nada con tal de eliminar tu actual persona y estatus de la corriente temporal.

—Eso solo me deja unos doscientos candidatos, más o menos —suspiró Extraño—. Al menos, ¿podrías aportarme algo más de información al respecto? Ni siquiera sé dónde ni cuándo debo empezar a buscar.

—Haces bien en querer interferir sus planes, Doctor. No solo en lo que respecta a tu persona, sino también porque el destino de la Tierra está seriamente amenazado. Tengo el presentimiento de que esa entidad quiere elliminarte porque eres lo único que le impide llevar a cabo sus planes de dominación. —Hizo una pausa, llevándose una mano a la sien, como para poder ver algún detalle con mayor claridad—. Detecto la primera anomalía del continuo espacio-temporal el nueve de febrero de 1942, en la ciudad de Nueva York.

—Eso es en plena segunda guerra mundial. Yo ni siquiera había nacido.

—Ciertamente, por eso es que alguien se está tomando sus molestias en evitar que tus padres lleguen a nacer. Por aquel entonces, alguno de tus descendientes debía de estar en la zona.

—Mis abuelos paternos... Se conocieron poco antes de Pearl Harbour. Mi abuelo era un estibador portuario. En cuanto a mi abuela, trabajaba de secretaria en la redacción del diario New York Times. Esa podría ser la conexión.

—Tal vez, Extraño. No soy capaz de precisarlo. Deberás viajar hasta allí y evitar que se altere el curso de los acontecimientos. Eso implica que no deberás interactuar de forma directa con ninguno de tus antepasados, o correrías el riesgo de alterar la corriente temporal de forma imprevisible. También tendrás que poner especial empeño en que tus acciones no dejen una huella demasiado evidente.

—Lo sé, Madame Web. Ya tengo alguna experiencia en viajes en el tiempo. Conozco todas las clases de paradojas que se pueden dar y trataré de evitarlas.

—Entonces, amigo mío, que la luz del Ojo de Agamotto te ilumine y te sirva de guía. Te deseo toda la suerte del mundo en tu empeño. Hay demasiado en juego. Durante tu viaje, procuraré establecer contacto telepático contigo siempre que me sea posible, con el fin de guiar tus pasos a través de la vorágine temporal. Mis percepciones revelan que ésta es solo la primera de varias disrupciones que esta entidad maléfica está ejerciendo, y me temo que deberás afrontarlas de una en una para desbaratar sus planes.

—Te doy las gracias por tu ayuda, Cassandra. Espero que nos volvamos a encontrar en esta realidad.

—Otra cosa más, Doctor Extraño. En mis visiones he podido ver distintos futuros alternativos, dependiendo de cómo te enfrentes a tu némesis. Lo único que he podido sacar en claro es que necesitarás la ayuda de otros hombres misteriosos de cada época que te veas obligado a visitar, para salir airoso de cada prueba. No estoy segura de si se trata meramente de una especie de compensación anacrónica, o de un capricho del destino, pero si te limitas a actuar solo no te auguro ningún éxito en tu cruzada.

—Un buen consejo, sin duda. Pero difícil de conjugar con la premisa de pasar desapercibido. Tendré que poner a trabajar todos mis recursos para lograrlo.

La imagen de la mujer ciega se desvaneció, y la superficie del Orbe de Agamotto volvió a tornare oscura, devolviendo un reflejo sesgado del Hechicero Supremo, deformando sus facciones para conformar una grotesca caricatura. De pronto, su imagen cambió sin causa aparente, dando paso a un color indefinido del que brotaban unos extraños e inquietantes ojos, antiguos como la estrella Beetlegeuse, escrutando en el interior de Stephen Extraño de forma obscena. Paralizado por la presencia, de la que emanaba una maldad primigenia de crueldad desatada, no pudo evitar que se le erizara el vello de todo el cuerpo.

—Mago, prepárate a morir —resonó la voz indefinible en el interior de su alma—. Toda tu realidad será mía... ¡Y no podrás hacer nada por evitarlo!

Del mismo modo que había invadido el interior del orbe, desapareció sin dejar rastro y el Doctor Extraño volvió a la realidad con un respingo. Con un susurro ahogado, se dijo:


—Y yo que pensaba pasarme un fin de semana tranquilo, con la nariz metida en alguno de mis grimorios...

Encendió su otra fuente de obtención de conocimientos, el ordenador personal con conexión a internet de banda ancha. Tras buscar en Google la fecha señalada por Madame Web, descubrió que aquel día se había declarado un incendio en un paquebote francés, en el puerto de Nueva York. Las causas parecían poco claras. Meditando sobre si aquel dato estaría relacionado con su misión o no, mató las tres horas que transcurrieron hasta que llegó la comitiva latveriana. El ruido del reactor en miniatura despertó a todos los perros en un radio de diez kilómetros. El estruendo anunciaba la llegada de los emisarios del Doctor Muerte. Levitando mediante el poder de su capa, Stephen Extraño traspuso la claraboya abierta para salir a su encuentro. El jet, de avanzada tecnología latveriana, se mantenía suspendido a cincuenta metros de la acera. Al ser advertido por el piloto, una compuerta se abrió en un lateral para dejarle pasar al interior.

—Saludos, Doctor Extraño —dijo el responsable de protocolo, a la sazón ministro de asuntos exteriores de su país, tendiéndole la mano—. El excelentísimo monarca de Latveria, Su Majestad Víctor von Muerte, se complace en enviarle este artículo como muestra de amistad. Acompaña el envío de un sobre lacado con el sello real, que yo mismo le hago entrega ahora.

«Y con una pompa que resulta extremadamente empalagosa, además» —pensó el hechicero.

—Se trata de la clásica máquina del tiempo que fue usada, entre otros, por Su Majestad Víctor von Muerte y algunas de sus encarnaciones futuras, tales como Inmortus y Kang. Es un instrumento de alta tecnología de las más altas prestaciones, dotado con...

—¡Ya basta, lechuguino relamido! —estalló Extraño—. Soy capaz de hacerme una idea yo mismo, así que ahórrate el anuncio de Teletienda. He utilizado este trasto antes.

—Entonces, si no requiere nada más de mi humilde persona...

—Yo mismo la bajaré hasta mi casa, con lo que podéis regresar a Transilvania ahora mismo. —Sin más dilación, el maestro de las Artes Místicas elevó mágicamente el aparato, que venía perfectamente embalado en convenientes paquetes planos, y descendió nuevamente a su sancta sanctórum. Multitud de vecinos curiosos observaban la escena desde las ventanas colindantes, entre asombrados e indolentes.

—Espero que no se hayan olvidado de incluir el plano de ensamblaje. Por fortuna, recuerdo claramente que su diseño era bastante sencillo.



Apenas media hora más tarde, la máquina del tiempo estaba completamente montada. En realidad, su visión no resultaba mucho más impresionante que el de uno de esos aparatos gimnásticos modernos. Pero sobre él recaían todas sus opciones de evitar la hecatombe que oscilaba sobre su cabeza como una demoníaca espada de Damocles.


—Es hora de comprobar si me he dejado alguna pieza por ensamblar. Espero recordar cómo ajustar la fecha y el lugar correctamente. —Entonces reparó en el sobre lacado, todavía sin abrir—. Veamos qué contiene.

Rompió el sello, que reveló una carta cuidadosamente doblada en el interior. El membrete oficial de la Corona de Latveria daba paso a un escueto pero inquietante mensaje, de puño y letra del mismísimo Doctor Muerte:

«Recuerda que me debes una, Extraño.»

Decidió no pensar más en aquel críptico mensaje y lo arrojó a un rincón tras hacer una bola con él. Ajustó los controles de la máquina al nueve de febrero de 1942, con la precaución de situar el punto de destino en mitad de Central Park. Lo último que necesitaba era provocar un tumulto materializándose en Broadway en plena hora punta. Una suave vibración precedió al salto temporal, que como pudo comprobar, seguía siendo una experiencia de lo más desagradable. Para un hombre acostumbrado a viajar entre dimensiones y que había luchado incontables veces en la Dimensión Oscura, un viaje en el tiempo debería de ser como un paseo en autobús para una persona corriente. Pero el caleidoscopio de formas y colores, girando en vórtices de abigarradas texturas tridimensionales a velocidad siempre cambiante le hizo luchar por no expulsar la cena que había tomado horas antes. Finalmente, el maelstrom se detuvo para dejarle abandonado en mitad de Central Park, exactamente el nueve de febrero de 1942 a las cero horas. Un vagabundo, que dormitaba en uno de los bancos abrazado a una botella medio vacía, se sobresaltó al verle:

—¡Santo Cristo! H. G. Wells tenía razón... ¡Nos invaden los marcianos nazis! —A trompicones, consiguió salir corriendo en busca de un lugar más tranquilo para dormir.

—A veces —murmuró el místico—, desearía que la Ley Seca hubiera durado un poco más. Pero hoy me proporciona una perfecta coartada. Resulta irónico.

Miró alrededor, tratando de orientarse en la vasta extensión arbolada. Tras ocultar la máquina entre unos tupidos arbustos, decidió dirigirse al edificio donde estaba situada la redacción del New York Times, donde trabajaba su abuela, a falta de un punto de partida mejor. Tal vez pudiera hallar alguna pista que le llevara al domicilio de Eva Jones, que era su nombre de soltera. Más tarde trataría de localizar también a su abuelo, Howard Extrañowski. Hijo de inmigrantes europeos, años más tarde había americanizado su apellido. De él solo sabía que por aquella época desempeñaba distintos trabajos en torno al puerto de Newark, principalmente estibando mercancía. Levitó por encima del dosel de vegetación y pronto estuvo sobrevolando los edificios de la ciudad que había llegado a conocer como la palma de su mano. Sin embargo, no pudo evitar sonreír ante las enormes diferencias que distinguían esta Nueva York de la actual. Dirigió su vuelo hacia la calle 42, en busca de la torre que daba nombre al área de Times Square, todo un icono de la cultura popular. Al descender hacia el nivel de la acera, tuvo la precaución de ocultar su presencia con un hechizo de camuflaje, no en vano la Gran Manzana también es conocida como «la ciudad que nunca duerme». Mediante otro hechizo, cambió su apariencia de mago por un traje de chaqueta cruzado de color gris y un sombrero fedora a juego. Al menos, su aspecto no llamaría la atención de forma indeseada. Aproximándose al imponente edificio, fue testigo de una escena decididamente curiosa, aunque en la Nueva York actual había llegado a convertirse en algo cotidiano: una silueta humana salía desde una de las ventanas del décimo piso y, mediante una tirolina, se descolgaba hacia la terraza de un callejón adyacente. El Ojo de Aggamotto, aunque oculto bajo su apariencia de ciudadano común, emitió una suave vibración.

«¿Un hombre misterioso en 1942? —pensó—. Saliendo del edificio del New York Times... El mismo edificio en el que trabajaba mi abuela. Y el amuleto ha reaccionado ante su presencia. Le seguiré de cerca para adivinar sus intenciones. Podría ser un agente de mi enemigo.»

Richard Jones trataba de no mirar hacia el suelo, que parecía reclamarlo con brazos ansiosos desde allá abajo. Descendía a velocidad vertiginosa por la tirolina, artilugio que detestaba utilizar, pero que en más de una ocasión había demostrado ser la mejor manera de desplazarse de un edificio a otro sin ser visto. Antes de chocar contra el muro en el que estaba inserto el otro extremo de la cuerda, se dejó caer sobre la azotea para rodar con el impulso, evitando así males mayores. Una docena de palomas, que dormían sobre la cornisa, huyeron despavoridas.

—Creo que nunca voy a acostumbrarme a esto —dijo el hombre enmascarado, sacudiéndose el polvo de la gabán y recolocándose el sombrero que, milagrosamente, seguía en su sitio—. Pero lo que de verdad importa es que ya tengo las fotos que necesitaba. Puede que el editor tenga miedo de sacarlas a la luz en el periódico, pero el Reportero Enmascarado puede entregarlas a las autoridades para que se haga justicia. Ningún político corrupto que acepte sobornos de la mafia va a irse de rositas, si está en mi mano evitarlo.

No fue capaz de percibir la figura que se posaba detrás de él, flotando en el aire nocturno como si no poseyera masa propia.

—Caballero —dijo el Doctor Extraño, todavía con su disfraz místico a la moda de la época—. Le ruego me disculpe, pero le he visto salir por la ventana. A menos que me dé una explicación plausible, me veré obligado a denunciarlo a las autoridades.

—¿Quién...? —balbució el enmascarado—. ¿Cómo es que no le he visto hace un momento?

—Es que, mi desconocido amigo —contestó—, antes no estaba aquí. Ahora, ¿le importaría dar respuesta a mi pregunta?

—Soy el Reportero Fantasma. Podría decirse que soy un justiciero anónimo. En estos tiempos que corren, se requieren medidas extraordinarias para enfrentarse a amenazas extraordinarias. Lo que acaba de ver es parte de una investigación que estoy llevando a cabo, acerca de un caso de corrupción. No puedo darle más detalles, para no poner en peligro la operación, pero se trata de algo gordo. ¿Y usted, quién es, si puedo preguntarlo?


—No había oído hablar de nadie llamado Reportero Fantasma, pero no es de extrañar, dadas las circunstancias. Por el momento, voy a confiar en su palabra, pero mantendré los ojos bien abiertos hasta estar seguro de que dice la verdad. Yo también soy una especie de... vigilante, por así decirlo. También investigo algo gordo. Puede llamarme...—el Doctor Extraño buscó inspiración durante unos momentos. Finalmente, encontró una solución al problema—: Doctor Druida. Soy mesmerista e ilusionista.

—Encantado de conocerle, Doctor —dijo el Reportero Fantasma, tendiéndole la enguantada mano—. Tal vez podamos unir nuestros esfuerzos en nuestros respectivos casos.

—Me parece una gran idea —contestó Extraño, correspondiendo con un apretón de manos—. Digamos que... he estado lejos durante un tiempo y no me oriento demasiado bien en la ciudad. Me vendrá bien una ayuda. Además, llevamos sombreros idénticos. Creo que eso nos da el derecho a tutearnos.

—Por mí, encantado —aceptó el enmascarado, recogiendo los pliegues de su gabán, que tremolaba con la brisa nocturna—. Pero, si vamos a colaborar, tendrás que contarme algo más sobre el caso que te ocupa.

—La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar —admitió el místico—. Lo único que sé es que una mujer llamada Eva Jones podría estar en peligro de muerte. Trabaja precisamente en el New York Times como secretaria.

El rostro del Reportero Fantasma palideció bajo la máscara. ¿Cómo iba a revelarle a aquel individuo que acababa de conocer que Eva Jones era su propia hermana, sin poner en peligro su identidad secreta?

Continuará...

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