Mystery Men nº03


Título: No pactes con el diablo(I)
Autor: Julio Martín Freixa 
Portada: Julio Martín Freixa 
Publicado en: Marzo 2015 

Conocemos la historia de Judas Zacarías Bocanegra, en los días del Lejano Oeste, poco después de haber sido triplemente maldecido por el mismísimo Diablo, tras haber faltado a su promesa. Por aquel entonces, su máxima obsesión era encontrar al juez que lo había condenado injustamente a la horca, y vengarse de él, saldando así su deuda de honor con el Maligno.
Action Tales presenta:

Creado por Julio Martín Freixa

 


Tanto Garland Faust como la pareja formada por el doctor Dröm y Agatha Mandrake, investigadores de lo paranormal, miraron con extrañeza a Judas. El que así se había presentado no cesaba en su acceso de risa, una carcajada rota y áspera cargada de derrota y amargura.
 
—¡Un demonio! ¡Ja! —dijo el hombre de la cicatriz en el rostro, cuando por fin pudo contenerse—. Usted tendría mucho que decir al respecto, ¿no es así, monsieur Faust? —Pronunció el vocablo francés con tan mala uva que el interpelado no pudo evitar una mueca de mal gusto.
 
—Mis orígenes son de sobra conocidos por Devon y mademoiselle Mandrake, y no reniego de ellos. Sí, soy en parte demonio, pero eso nunca fue impedimento para convertirme en el incansable azote de las fuerzas del mal. En cambio, de usted no sabemos nada, salvo que ha sido citado esta noche en casa de nuestro amigo común. ¿Le parecería este un buen momento para presentarse como es debido, señor Judas?

La sonrisa cínica de Judas Zacarías Bocanegra perduró unos segundos antes de contestar:

—Yo también he vivido demasiado. El equivalente a varias largas vidas. Pero si alguna vez hice algún bien a alguien, sin duda fue sin proponérmelo. No soy lo que se dice un samaritano, medio demonio.

Su mente retrocedió a los días del Lejano Oeste, poco después de haber sido triplemente maldecido por el mismísimo Diablo, tras haber faltado a su promesa. Por aquel entonces, su máxima obsesión era encontrar al juez que lo había condenado injustamente a la horca, y vengarse de él, saldando así su deuda de honor con el Maligno.



 
El viejo, sentado al amparo de una enorme roca de arenisca con forma de hongo, calentaba frijoles en una cazuela de peltre. Las llamas arrancaban reflejos anaranjados de su tez curtida por el sol del desierto y surcada por las hondas arrugas de una larga vida. La fiebre del oro le había hecho malgastar sus mejores años en el oeste, en busca de la fortuna que siempre le esquivó. Pero Juan Antonio Cortés ya había dejado largo tiempo atrás los ardores juveniles y hecho las paces con el mundo. Se contentaba con poder vagar de ciudad en cuidad, tocando alegres tonadillas con su flauta y contando historias para todo aquel que quisiera invitarle a un mendrugo de pan.
 
—¿Estás hambriento, Calcetines? —le dijo a su acémila, un animal huesudo que le había acompañado durante los últimos cinco años—. Pronto encontraremos pastos para ti. Mañana estaremos en territorio de Luisiana. Dicen que la tierra es más fértil allí. —Como única respuesta, el animal le miró con indiferencia, mientras masticaba un haz de heno en su morral.
 
En el silencio de la noche pudo escuchar con claridad el repique de unos cascos que se acercaban desde el desierto pedregoso.
 
—Parece que tenemos visita, Calcetines. Eso es toda una novedad.
 
Juan Antonio Cortés había dejado de temer a los bandidos, pues no guardaba nada que pudiera ser digno de considerarse un buen botín. No obstante, percibió algo extraño en el ambiente que le hizo subir un escalofrío por la columna vertebral. Cuando el jinete estuvo a su vera, detuvo su montura y entonces pudo ver su rostro, iluminado por la hoguera desde el suelo. Sombras fantasmales le daban una apariencia siniestra; pudo distinguir que una cicatriz le surcaba la mejilla izquierda, pasando sobre la cuenca del ojo hacia la frente como un inoportuno ciempiés.
 
—Buenas noches, viajero. La diosa de la Buena Ventura te ha guiado hasta mi humilde hoguera
 
—saludó el anciano—. ¿Puedo invitarte a que compartas la cena de un viejo vagabundo?
 
—Eso... no será necesario —contestó el jinete—. Aunque tal vez me puedas servir de alguna otra ayuda. ¿Puedo sentarme a tu fuego?
 
—Por supuesto —respondió, incómodo ante el tono glacial del desconocido, la forma de hablar de quien guarda un oscuro secreto.
 
—Así está mejor —dijo el forastero, cruzando las piernas para sentarse y quitándose el sombrero polvoriento—. He recorrido un largo camino en la grupa de ese Mustang. Tengo la entrepierna en carne viva.
 
—Yo prefiero las jornadas de viaje cortas. Mis huesos ya no son lo que eran. Por cierto, mi nombre es Juan Antonio Cortés. ¿Puedo preguntar hacia dónde te guían tus pasos?
 
—Puedes, viejo. Pero no creo que sea de tu incumbencia. Por cierto, veo que tienes un bonito par de botas de montar. ¿Dónde las conseguiste?
 
—Pues... —titubeó, cada vez más incómodo ante el desconocido que ni siquiera se había dignado presentarse. Vio con ansiedad el destello del Colt Dragoon que asomaba en su cinturón. Supo que estaba ante un pistolero—. Lo cierto es que las cogí de un tipo que ya no las iba a necesitar. Un ahorcado, ya sabes. Otra víctima del juez Griffin. Por algo le llaman «el juez de la horca».
 
—Tiene gracia que lo nombres —respondió el forastero—. Tengo cuentas pendientes con él. Por casualidad... ¿no sabrás por dónde anda ahora?

—La semana pasada celebró un juicio en Penddlestone, Oklahoma. Fue allí donde me hice con este par de botas. Apostaría el bigote a que se dirige a Luisiana. Probablemente a Hacksaw, una pequeña aldea minera. Se pasa la vida recorriendo los estados para impartir su implacable justicia.
El jinete guardó silencio durante unos tensos segundos, como asimilando la información. Acto seguido, se llevó la mano a la bota izquierda y sacó un cuchillo de un palmo de largo.

—Gracias por la información, viejo. Ahora, debo decir adiós y coger algo que tú tienes y yo necesito. No es nada personal —dijo el pistolero con su voz ronca, al tiempo que se abalanzaba sobre el anciano sin darle tiempo a reaccionar.
 
Para Judas el Miserable fue un juego de niños rebanarle el pescuezo y verlo morir ahogado en su propia sangre, que se mezclaba en el suelo con las judías desparramadas, formando un guiso demencial. No obstante, los ojos abiertos de su víctima se habían congelado en una mirada acusadora que le resultó intolerable. Terminó el trabajo con su cuchillo, vaciando las cuencas en un último gesto de crueldad, y se dispuso a tomar lo que había deseado. Sí, definitivamente era un par de botas magníficas.
Tras pasar el resto de la noche cabalgando, Judas se aproximaba a la localidad de Hacksaw. Con grandes esfuerzos, había logrado mantenerse despierto sobre la grupa una vez más; ya llevaba tres días completos sin dormir. Desde que la maldición del Diablo cayera sobre él, un mes atrás, había estado temiendo al sueño más que a cualquier otra cosa. De hecho, la primera de sus tres maldiciones había sido:
 
»El descanso nocturno te será denegado. Tus sueños serán pesadillas, hasta que cumplas tu contrato.
La segunda maldición no era menos terrible que la primera. Éstas habían sido las palabras del Señor de la Oscuridad:
»La comida se volverá ceniza en tu boca, y la bebida, hiel. Tu hambre y tu sed no se apagarán, hasta que cumplas tu contrato.
De hecho, su estómago le dolía continuamente y la garganta le ardía como un carbón encendido todo el tiempo, sin importar cuánta comida o bebida tomase. Y el alcohol tampoco parecía tener efecto sobre él, que había pasado la mayor parte de su vida adulta sumido en los vapores de la embriaguez. La primera semana trató de discernir si era vulnerable a los estragos del hambre y la sed, o si por el contrario se había vuelto también inmortal. Al tercer día de vagar por el desierto sin beber agua, cayó semidesmayado sobre la arena. Tuvo suerte de alcanzar la cantimplora antes de desvanecerse por completo. En cuanto a la tercera maldición, era un tema que le obsesionaba, aunque todavía no había tenido ocasión de sufrirla en su propia piel:
 
»Los placeres de la carne tampoco serán para ti. Ninguna mujer se entregará a ti de forma voluntaria, ni podrás apaciguar tu lujuria sin causar a la vez un profundo dolor, hasta que no cumplas tu contrato.
Su contrato... ¡Qué lejano le parecía aquello! Quién le iba a decir a Judas el Miserable, condenado a morir colgado por el cuello hasta morir, que aquella aventura iba a acabar de esa forma tan extraña... Había tenido la mala fortuna de verse envuelto en una riña entre tahúres, a consecuencia de un jugador que trató de hacerle trampas. ¡A él, precisamente a él, que era el rey de los tramposos! Al descubrir el engaño, las cosas se pusieron calientes; Judas acabó llenándole de plomo el corazón a aquel tipo. Fue detenido por el sheriff, y la situación no habría llegado a más de no ser por la mala fortuna de caer en las manos del juez Griffin. Él fue quien dictó la sentencia de muerte sin detenerse a escuchar sus argumentos. A decir verdad, cualquiera que conociese la fama de Judas el Miserable podría haber encontrado razones como para ahorcarlo cien veces, pero en aquella ocasión había actuado en legítima defensa. Su historia habría terminado al día siguiente, de no ser por la intervención de aquel falso verdugo. Se le presentó la noche antes de su ejecución, ofreciéndole un trato: él le daría la oportunidad de salvarse a cambio de que Judas matase al juez Griffin, al cual el verdugo odiaba desde tiempo atrás por sus propios motivos. Tan solo tendría que colocar un tubo de metal dentro de la tráquea antes de ser colgado; la maña del ejecutor al colocar la soga de una determinada forma harían el resto. Siendo él mismo el encargado de recoger el falso cadáver y sacarlo de la ciudad, le proporcionaría una vía de escape inmejorable. Judas había aceptado el trato, pero una vez eludida la muerte, decidió ignorarlo para seguir su camino. Nada sospechaba el buscavidas acerca de la verdadera identidad de su salvador... Aquella misma noche, sin saber muy bien qué parte había sido real y qué parte soñada, el Diablo le marcó con su estigma en el rostro y le maldijo tres veces. Ahora, su única opción consistía en cumplir su contrato y esperar ser liberado de su penitencia. Ni siquiera se atrevía a morir... ¡Una eternidad de tormentos era una perspectiva demasiado horrible como para no tomarla en consideración!
 
Hacksaw se componía básicamente de una calle de unas trescientas yardas de largo con edificios a ambos lados. Se veía actividad a aquella hora de la mañana, con gentes que hacían sus compras y una diligencia que traía el correo. Nada más entrar, comprobó que había acertado al dirigirse hacia allí; un cartel en la puerta de la barbería anunciaba que el juez Griffin celebraría varios juicios en el salón comunal la mañana siguiente. Aquel viejo sapo era tratado de la misma manera que una compañía teatral ambulante. Por donde iba, la gente se apelotonaba alrededor, a la espera de los ahorcamientos que, de forma invariable, tendrían lugar después. Ver bailar a un condenado al extremo de la soga era un espectáculo edificante para toda la familia, que nadie en su sano juicio se querría perder.
Judas vio la posibilidad de llevar a cabo su tarea y olvidarse de todo el asunto, pero tendría que actuar con astucia. La impresión que le había causado el viejo magistrado era la de un hombre que gustaba de la comodidad. Se trataba de una figura muy popular entre el populacho, por lo que era de esperar que no se dignara pernoctar en el interior de ningún carruaje. Por lo tanto, debía alojarse en cada ciudad que visitaba; si no lo hacía la noche anterior al juicio, entonces sería la de después. Siguiendo aquel razonamiento, Judas recorrió la calle principal en busca de algún hotel. Al ver a unos rapaces jugando entre el polvo, llamó la atención de uno de ellos y sacó una moneda de cobre de su bolsillo:
 
—Tú, mocoso —le interpeló—. ¿Quieres ganarte esto?
 
—¿Qué tengo que hacer, señor?
 
—Dime cuál es el mejor sitio para pasar la noche de este pueblucho.
 
—La pensión de Joe Mullins, señor. Está justo ahí, sobre la cantina del mismo nombre.
 
—Muy bien, chico. Ahora dime otra cosa más: ¿has visto llegar un carruaje con forasteros, tal vez entre ellos el juez Griffin, esta mañana?
 
—No me acuerdo, señor —mintió el pequeño, alargando la mano para coger la moneda.
 
—Ni sueñes con que te dé otra, mamoncete —dijo Judas, escondiendo la moneda de nuevo—. Desembucha.
 
—No, todavía no ha llegado, señor.
—Eso me temía —contestó para sí, dándose la vuelta e ignorando los gritos furibundos del chaval, que se había quedado sin el justo pago por su información. Se encaminó hacia la cantina y desmontó ante la puerta batiente, dejando su caballo atado a un poste junto al abrevadero. Decidió que, si iba a esperar la llegada del juez, lo haría a la sombra. Palpando el puñado de monedas que había tomado de los bolsillos del vagabundo la noche anterior, traspuso el umbral.
 
En el interior, los parroquianos se giraron al unísono para mirarle de arriba a abajo; no en vano era un forastero en una apacible aldea minera. Aparentando indiferencia, se acercó a la barra para pedir algo de beber. No es que lo necesitase en realidad, sino más bien para guardar las apariencias. Al apoyarse sobre la barra, rozó con el codo a un individuo de anchas espaldas cuyo hedor corporal eclipsaba al del propio Judas.
 
—Mirad lo que tenemos aquí —dijo el gigantón a sus dos compadres, que ya daban muestras de estar medio borrachos a media mañana—. Un forastero. ¿Has venido por la famosa zarzaparrilla de Joe, amigo? —Los borrachos corearon la gracieta con unas risillas de conejo.
 
—No soy tu amigo, imbécil —escupió Judas, con rabia apenas contenida—. Y mis asuntos solo me incumben a mí.
 
—¿Qué me has llamado? —contestó el grandullón, envalentonado por la presencia de sus dos admiradores—. Creo que no te he oído bien...
 
—Entonces es que debes de ser sordo, además de imbécil. Y te lo advierto por segunda vez, déjame en paz. —Se hizo un silencio ominoso, al tiempo que todos los clientes dejaban sus quehaceres para mirar la escena que, sin duda, iba a tener lugar.
 
—Te vas a tragar tus palabras, maldito hijo de... —Pero el oso humano no tuvo tiempo de terminar su bravata, pues la puntera de la bota de Judas golpeó como una estampida de bisontes en su entrepierna. Invadido por un dolor apabullante que le embargaba los sentidos, se dobló por la cintura y cayó sobre el suelo recubierto de una costra de serrín y vómitos resecos, boqueando en busca de aire. De los dos compadres del bravucón, solo uno de ellos hizo amago de defenderle, llevándose la mano a la cadera. Judas reaccionó de forma instintiva, sacando su cuchillo y clavándoselo en el pecho con la rapidez de una serpiente de cascabel. Cayó al suelo con una expresión de total desconcierto pintada en el rostro.
 
—¡Ha matado a Ken! —dijo una voz desde el fondo de la cantina—. Todos sois testigos...
 
—¡Que no escape! —apostilló otra voz enardecida—. Mañana el juez Griffin dispondrá de más carne para el patíbulo.


Continuará...

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