Olimpo Renacido nº09

Título: La ironia de los Hados (III)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Junio 2015

La turba rugió cuando los dos bestiamorfos arrojaron a Artemisa en el centro del patio y le quitaron los grilletes. La señora de la caza no se puso en pie, ni recuperó sus armas para abatir a los dos guerreros que se alejaron de ella con paso lento y altanero.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta

I

Artemisa se sentía inquieta. Había una sensación extraña impregnando el ambiente, como una neblina que se extendía por el bosque apagando los sonidos de los animales, el lamento de los árboles e incluso cegando sus instintos de diosa. Y tal inquietud aumentaba a medida que se acercaban al castillo de Circe.

Ingrid salió de la espesura e hizo una señal a la comitiva para que la siguiese por el sendero serpenteante, casi oculto en la maleza.

—Camino libre —susurró.

—¿Estás segura? —preguntó Artemisa en idéntico tono, al llegar a su altura.

No se olvidaba de las circunstancias en que Eris y ella habían conocido a Ingrid(1), ni de que la chica era una mortal, mientras que ella era una diosa. ¿Por qué no estaba dirigiendo la procesión?

—Hoy no tengo el rastro de una presa para distraerme. El camino es seguro, comandante.

La voz de la guía sonaba firme; aun así, Artemisa dudaba. Los poderes de Circe parecían ser tan grandes como los de una diosa y bien podía ser capaz de nublar los sentidos de Ingrid. «O los míos», admitió para sí. Al menos la muchacha conocía el terreno.

La procesión continuó su marcha. Nada parecía acecharlos mientras la figura del castillo se iba haciendo más cercana. Sin embargo, Artemisa empezaba a añorar la presencia desestabilizadora de Eris.



Apolo mordisqueaba su lira, incapaz de apartar la mirada del estanque de Gea, donde su hermana seguía con una extraña mansedumbre a la guía local rumbo tal vez a una trampa. De vez en cuando, uno de los dedos del dios acariciaba las cuerdas del instrumento, sin llegar a sacar nota musical alguna.

—Tan mala es tu música en los últimos tiempos que has decidido comerte el arpa, hermano.

El Dios Sol se giró, presto para enfrentarse a las pullas de Eris, pero a quien se encontró fue a Atenea. La señora de la sabiduría no llegaba acompañada de Afrodita y lucía al hombro un hermoso búho de plumaje metálico, que alternaba distintos matices de dorado y plata, con salpicaduras de bronce.

—¿Atenea cómo...? —había estado tan pendiente de Eris y su gemela que no había prestado atención a lo que pudiese estar sucediendo en Bristia. Gea tampoco se había molestado en mostrárselo.

—Por alguna razón, cuando me transporté, aparecí cerca del estanque de Eris y Artemisa —explicó su hermanastra, mirándolo con suspicacia.

—¿Dónde está Afrodita? —las palabras brotaron con dificultad de los labios de Apolo. A pesar de haber contemplado sus maratones sexuales, empezaba a temerse que Hefesto se hubiese vengado de forma más violenta con su esposa.

Y las reacciones de los recién llegados no hicieron mucho por calmar su ansia. La ceja derecha de Atenea se arqueó, al tiempo que su mascota giraba el cuello para premiar a Apolo con una mirada que bien podía ser interrogante.

—¿No habéis estado pendientes de lo que sucedía?

—Mi atención ha estado secuestrada por otros, sabia Atenea —contestó él, señalando el estanque.



—¿Ocurre algo malo? —susurró Artemisa.

Ingrid acababa de detenerse y miraba con gesto tenso a su alrededor. En esos momentos, pese a la cercanía, el castillo resultaba casi invisible. Fiel a la naturaleza demente de aquel bosque, la vegetación se había elevado; las plantas arbustivas rebasaban sus cabezas y los árboles podían haber rivalizado en altura con las torres de las viejas catedrales góticas.

Sus ramajes eran densos y, o si no, lo eran sus hojas. Apenas lograban atisbar la loma sobre la que se elevaba el castillo o la única torre del mismo. El sendero era un hilo de hierba pisada y hacia tiempo que habían dejado de escuchar el canto de los pájaros. De hecho, Artemisa no captaba señal alguna de presencia animal. Su tía Demeter habría tenido más fácil comunicarse con el bosque que ella.

—¿No lo sentís? Es como si el bosque estuviese muerto —La guía hablaba con la cabeza gacha, mirando de reojo a Artemisa, de tal modo que no podía ser escuchada por el resto de la tropa, que avanzaba unos diez pasos tras ellas.

Aunque extrañados por la parada, los guerreros y guerreras parecían tranquilos. La señora de la caza habría deseado compartir su serenidad; por desgracia las palabras de Ingrid la habían obligado a fijarse en otros detalles; sus pasos apenas hacían ruido sobre la hierba, las hojas de algunos árboles se movían, pero el viento no cantaba entre ellas. Serena, cargó una flecha en su arco.

—Será mejor que estemos preparados.

Artemisa contempló el pequeño ejército. La serenidad se había esfumado de su mirada; no así la resolución, a pesar de que no podían aferrarse más que a algunas espadas y ballestas. Conteniendo una sonrisa, devolvió la atención a Ingrid. El semblante de la guía estaba pálido, sus labios fruncidos, blanqueados por la tensión. La señora de la caza seguía sin percibir señal alguna, pero empezó a notar cómo se le erizaba la piel.

Antes de tener ocasión de preguntar a la otra qué notaba, el suelo empezó a temblar bajo sus pies. Un tallo brotó del suelo, en medio del grupo de guerreros; su corteza era roja y, sin dar ocasión siquiera a la Olímpica de reaccionar, se ramificó en media docena de brotes afilados que ensartaron a otros tantos humanos mientras la planta seguía su interminable crecimiento.

Aun sorprendida, Artemisa disparo su arco; la saeta se hundió en la corteza de su enemigo, provocando un alarido de dolor surgido de una boca invisible, pero la planta no se debilitó. Tampoco le hacían nada los tajos desesperados de otros guerreros.

La señora de la caza se preparó para lanzar otro dardo, pero su mano se detuvo. Ahora sí, notaba una presencia ajena, hostil, bestial.

—Preparados para otro ataque —gritó.

De nuevo, su aviso llegó tarde. Seguramente por arte de la más oscura hechicería, los contornos del bosque se difuminaron, dando paso a un ejército de bestiamorfos. En la retaguardia, Artemisa atisbó a un hombre, vestido con ropas dignas de la Gestapo.

«Ares»

Ignorando el canto de las espadas, la señora de la caza alzó su arco. Su blanco no era otro que el gemelo de su amante.



El suelo bajo los pies de Eris empezaba a parecer una zanja abierta por un grupo de gnomos. La señora de la discordia nunca había sido paciente, y ni todo el poder que había reunido había mejorado ese aspecto de su conducta. Alzó la mirada al cielo. Si al menos pudiese volar, podría descargar su tensión, tratar de atisbar incluso el avance del grupo de Artemisa. Pero no podía hacerlo, pese a sentir las alas latiendo bajo su piel, deseosas de ser desplegadas. Había un aroma oscuro en el campamento y la impelía a no mostrar todo su poder.

Y que ahora le hacia lamentarse por haber permitido a su amante marchar sola hacia el castillo.

—Deberíais tranquilizaros, comandante Valeria. No ayudáis a nadie poniéndoos nerviosa.

Por lo general, semejante discurso paternalista habría recibido un sarcasmo por parte de Eris, pero no lograba ofenderse ni encontrar alimento para la mofa en Bjorn. Por más que pareciese Thor de los Monos, había un aplomo en aquel hombre que obligaba a mostrarle respeto.

—No puedo estar tranquila cuando... —Eris se detuvo, había estado cerca de hacer las delicias de Afrodita diciendo «Lo más preciado de mi vida»— cuando mi socia puede estar encaminándose a una trampa.

—Fueron las condiciones que aceptasteis de la reina Britta.

Era cierto, la monarca no había querido dejar a su pueblo desprotegido; tampoco parecía confiar por completo en las extranjeras. Por eso había obligado a una de ellas a quedarse en el campamento, bajo la custodia de la mitad de su gente, mientras la otra asaltaba el castillo junto al resto. Artemisa había aceptado el plan antes de que la señora de la discordia tuviese oportunidad de rechazarlo.

—Saber que pillaste las ladillas en un lupanar no alivia el escozor —bufó Eris.

El hombre la miró con gesto paciente, también cargado de autoridad. Desde que ellas llegaran, Bjorn parecía haber ganado más seguridad en sí mismo, aumentando la brecha entre su persona y la de sus aletargados compatriotas.

—Acompañadme en la ronda. Al menos seréis de utilidad.

—¿No os castigará vuestra reina?

Los labios del hombre formaron una ligera sonrisa.

—Su majestad ordenó que os quedaseis en el campamento, no consideraros una prisionera.

Dicho aquello, ascendieron por una escalerilla adosada a uno de los altos árboles hasta llegar a la pasarela que conectaba la mayor parte de poblado. De la docena de guerreros que quedaban, sin contar a la reina y a su cuarteto de guardias de honor, pocos o más bien nadie descansaba. Había quien deambulaba nervioso por la pasarela, otros fingían estar atareados en otros menesteres, pero habían dejado abiertas las puertas de sus chozas. Nadie iba desarmado y no pocos se paraban a mirar por sus catalejos la lontananza.

Solo Astrid, la sanadora, parecía capaz de concentrarse en sus quehaceres. Cuando se asomaron a su choza, la muchacha se enfrascaba en moler las bayas y especias necesarias para un ungüento curativo. Aun así, fue capaz de captar la llegada de sus visitantes.

—Parecéis muy atareada —saludó el hombre.

—Preparo ungüentos por si nuestros hermanos los necesitan cuando lleguen victoriosos de la batalla —pese a sus palabras, los ojos de la muchacha dejaban entrever sus dudas de que tal llegada victoriosa se produjera.

Pero la señora de la discordia solo la escuchaba a medias; a sus sentidos divinos había llegado un aroma tenue que erizaba incluso las plumas de sus alas ocultas bajo la piel. Su mano se cernió sobre su espada, mientras Bjorn seguía charlando.

—Estoy seguro de que nuestros compatriotas lo agradecerán... —la voz del hombre murió.

El rostro de Astrid estaba desencajado, sus labios temblaban, también sus manos. La joven soltó un grito animal y cogió un cuchillo con el que antes había pelado frutos.

—Esta vez no vais a atraparme —sin dar tiempo a que el hombre reaccionase o Eris desenfundase su arma, la muchacha cargó contra Bjorn.

El hombre fue más rápido que ella; la atrapó por las muñecas, obligándola con la inercia del movimiento a alzar los brazos y soltar el arma. Eso evitó la puñalada, pero no el peligro, la muchacha seguía debatiéndose, descargando patadas contra las espinillas de Bjorn en medio de maldiciones.

—Evitad que se haga daño y os dañe a vos —rugió Eris, antes de salir al exterior.

La diosa notaba el latido de las alas bajo su piel, el grito de su piel al abrirse para darles paso, casi con la misma intensidad que el aroma de la locura. El olor de la demencia de los habitantes de Migrand. Los hombres y mujeres que antes se mostrasen tensos, pero serenos, atacaban a sus compañeros y luchaban contra entes invisibles; otro se había arrojado al abismo y una mujer acababa de caer a la puerta de su choza, con las manos ensangrentadas y los ojos arrancados.

La magia de Circe había protegido al causante de la demencia de ser detectado, incluso por Eris; pero ahora podía verlo con claridad; vestido de negro, los ojos ardiendo como tizones. Su primo Phobos. Alguien capaz de convertir el miedo ajeno en arma pocos refuerzos necesitaba; aun así, había llegado escoltado por media docena de bestiamorfos voladores.

La señora de la discordia contuvo un grito de dolor cuando las alas atravesaron la doble capa de tela, formada por camisa y chaleco.

—¡Mantened la cordura! —gritó, antes de cargar. Aunque sabía que tal cosa era un imposible.

II

De la tropa invasora, ya solo quedaban vivos, Artemisa, Ingrid y otros dos guerreros. Las tropas bestiamorfas alfombraban el bosque, pero parecían surgir nuevos refuerzos por cada enemigo abatido. Ares continuaba en la retaguardia. Desde que uno de sus hombres se cruzara por azares del destino en la trayectoria de la flecha de la señora de la caza, esta no había tenido una nueva oportunidad para intentar disparar contra él.

Tampoco iba a hacerlo esta vez. La flecha salió disparada de su arco, para hundirse en la yugular de un bestiamorfo que amenazaba con atacar a uno de los dos soldados supervivientes por la espalda. Al oír el grito de caído, el guerrero se giró un segundo y alzó el pulgar en gesto de agradecimiento. Artemisa no tuvo ocasión de contestarle, uno de los hombres de Ares se abalanzó contra ella, confiando en que, al no haber tenido ella ocasión de cargar un nuevo dardo, podría derrotarla con facilidad.

No conocía la destreza de una Olímpica ni la gesta de esta en el Bosque Negro de Averoigne. Artemisa se apartó de la trayectoria del hombre y paró la estocada de este con su arco, cuando la espada enemiga volaba por los aires, la diosa descargó un golpe sobre la sien del bestiamorfo vulpino que lo mató al instante.

La Cazadora no se detuvo a verlo caer, echó mano al carcaj, en busca de una saeta. Por desgracia, sus dedos solo tocaron en aire. En Raj, como en el bosque del dios loco, su disponibilidad de dardos estaba sujeta a las convenciones humanas. Dejó caer en arco y desenfundó la espada, justo a tiempo de parar la estocada de un rival de rosto de lagarto. La fuerza de la bestia era digna de un Herakles, y presionaba con fuerza suficiente para hacer temblar los brazos de la diosa.

—Mujer no puede ganar a Drod —siseó antes de extender su larga lengua y lamer el rostro de Artemisa.

Si con ello buscaba atemorizarla, logró enfurecerla. La señora de la caza descargó una patada contra la espinilla de su rival, con fuerza suficiente para hacerlo trastabillar y obligarlo a retroceder.

—Has lamido a la Cazadora equivocada, maldita lagartija —rugió.

Antes de que el otro llegase a recomponer su guarida, descargó un tajo contra su estómago, provocando una cascada de tripas en medio de una lluvia esmeralda. Aún agonizaba cuando ella se lanzó a por la siguiente presa. Tres bestiamorfos más cayeron bajo su acero antes de que tuviese una nueva oportunidad de conocer el avance de la batalla. Solo Ingrid se mantenía en pie; de los otros hombres, uno tal vez aún vivía. La rastreadora mantenía a raya a dos enemigos, sin ser consciente de que Ares se le acercaba por la espalda, cuchillo en mano.

—¡Ingrid! ¡A tu espalda! —gritó, en ausencia de flechas.

Fue lo peor que podría haber hecho, al darse la vuelta la muchacha, uno de sus enemigos descargó un golpe de vara contra la cara interna de su rodilla. La muchacha cayó al suelo de rodillas y, antes de que los soldados tuviesen ocasión de rematarla, Ares la agarró por el cabello y le colocó la hoja del cuchillo en la garganta. El campo de batalla se quedó parado, como victima del hechizo de Cronos.

—Suelta tu arma, hermanita y esta zorra vivirá para transmitir vuestra derrota al resto de perdedores de Migrand.

Artemisa dudó unos instantes, con la espada aún levantada. Como diosa, había aprendido que los humanos eran prescindibles y solo quedaban media decena de bestiamorfos, dos de ellos heridos. Podría derrotarlos a ellos y también a Ares. Además, el gemelo de Eris siempre había sido un ser traicionero; nada le aseguraba que fuese a cumplir sus promesas... Los ojos de la señora de la caza se cruzaron con la mirada de Ingrid; la muchacha intentaba mostrarse valerosa, pero las lágrimas empezaban a derramarse por sus pestañas.

Un minotauro llegó a la altura de Artemisa, en sus manos, sostenía unos relucientes grilletes.

—¿Qué dices, hermanita? —Ares presionó la hoja del cuchillo contra la garganta de su presa. Un hilo de sangre, descendió por el cuello de la muchacha.

Artemisa dejó caer la espada al suelo. En apenas un segundo, el minotauro la había obligado a arrodillarse y le esposaba las manos a la espalda. Nada más ver la sonrisa de Ares se dio cuenta de que había cometido un error. Ares tiró con más fuerza del pelo de Ingrid y descargó un rápido tajo, abriendo una segunda boca sonriente en el cuello de la rastreadora.

Artemisa maldijo, se debatió en sus ligaduras, trató de levantarse y luchar, pero, apenas hubo intentado ponerse en pie se vio sacudida por un mareo que la obligó de nuevo a arrodillarse, con la cabeza gacha. Aun se esforzaba en recuperar resuello cuando Ares llegó a su altura.

—Me habría gustado encargarme de ti personalmente, por haber mancillado lo que es mío. Pero Circe tiene otros planes para ti. Mañana, hermanita, tendrás que enfrentarte a la Bestia.



Nunca, ni siquiera cuando vivía en el refugio de su pisque destrozada, se había sentido la señora de la sabiduría tan impotente, ni menos aún tan furiosa. En el estanque de Gea, se alternaban imágenes de la captura de Artemisa con la destrucción del campamento rebelde, sin que ella pudiese hacer nada para ayudar a sus parientes.

Atenea, tan inclinada sobre el estanque que casi parecía estar apunto de sumergirse en él, dirigió una mirada a Apolo. El Dios Sol estaba sentado en su puesto habitual y se mecía mientras mordisqueaba la lira con gesto ausente y sin dar muestras de sentir el peso del búho en su hombro.

—¡Maldita sea, Gea! —rugió—. ¡Mándame hasta allí!

—No puedo hacerlo, querida, querida nieta Atenea. Si Eris y Artemisa perecen, te necesitaré a ti para dirigir a nuestra gente.

—¡A la mierda las precauciones! Nuestra gente es la que me necesita en Raj.

«Y sin Eris solo seremos un bando de perdedores», añadió para sí.

—Ellas escogieron su camino, su camino —susurró Gea.

—¡Maldito montón de hongos! —ya por completo furiosa, Atenea saltó dentro del estanque—. Puede que yo no tenga a mano una podadora y una caja de cerillas —rugió, rememorando la amenaza(2) que Apolo había oído durante su visión—, pero no querrás sentir la furia de Atenea.

Los dedos de la diosa se hundieron en la charca, por un segundo, la de Ojos Grises tuvo la sensación de no estar tocando líquido, tampoco ramaje ni nada vegetal, sino carne. Antes de tener ocasión de atraparla, el estanque empezó a rebullir y ella se vio lanzada por el aire, bajo el impacto de un inmenso brazo de agua.

Apenas fue consciente de lo que había sucedido, hasta que se encontró caída sobre la hierba y a Apolo mirándola con gesto preocupado. También el Búho.

—Veo que Gea sigue siendo la misma zorra traicionera —rio, sin jocosidad, Hefesto a través de la boca del animatrón.

Atenea no dijo nada, solo era capaz de contemplar el estanque con mirada gélida.

—¿Ya se encargarán Eris y mi hermana de darle una lección? —murmuró Apolo, pero ni el mismo dios parecía creerse sus palabras.

Ni la de Ojos Grises era capaz de imaginarse cómo podía salir Eris de todo aquello.



El pánico había dejado en menos de la mitad ya a las tropas defensoras, que habían perecido en su mayor parte bajo mano amiga. Phobos solo necesitaba permanecer para extender su ponzoña y Eris estaba demasiado ocupada con los bestiamorfos como para ser capaz de detener a su primo. Tres de ellos habían caído, pero otros tantos seguían batallando y la señora de la discordia no había salido indemne de sus victorias parciales.

La diosa detuvo un momento su aleto y se dejó caer durante unos segundos, para evitar un ataque por la espalda de un hombre cuervo. Mientras la espada del guerrero atravesaba en aire, las poderosas alas de Eris la elevaron de nuevo, ignorando la corriente en contra; antes de que el otro se diese cuenta, ella estaba tras él. La diosa descargó una estocada en el punto donde el ala derecha se unía a la carne. El bosque vibró con el graznido del dolor del invasor que, aún con un ala inutilizada, trató de mantenerse en el aire y seguir luchando; pero Eris se lo impidió con un nuevo tajo. El guerrero se precipitó hasta el suelo, logrando, por azares de los hados, que Phobos perdiese la concentración, al verse obligado a apartarse de su trayectoria.

No fue suficiente para que el caos dejase de ser dueño del campamento, pero fuese por la reacción de Phobos, fuese por el modo en que había caído su compañero, los otros dos alados retrocedieron fuera del alcance de Eris. Y la diosa pudo obtener una panorámica del campamento por primera vez.

No vio síntoma alguno para alegrarse. La barandilla de la cabaña de Astrid estaba rota; la curandera aún vivía y lanzaba tajos al aire, acercándose peligrosamente al hueco. Bjorn estaba caído en el suelo; contra todo pronóstico, aun vivía y se esforzaba en ponerse a cuatro patas No terminaba de lograrlo, su propio terror se lo impedía. El hombre se miraba la mano mutilada con gesto de sufrimiento, los labios fruncidos, la frente sudorosa... El martillo se le había caído del cinto, cerca de su alcance, pero parecía incapaz de alargar la mano sana y hacerse con él.

Phobos sonreía y avanzaba hacia el líder de Migrand.

Sin pararse a reflexionar; Eris se lanzó contra su primo. Uno de los bestiamorfos supervivientes intentó detenerla, pero la señora de la discordia lanzó un tajo contra su rostro humanoide, cegándolo. No llegó a saber si se estrellaba, pues continuó su descenso hasta golpear a Phobos en la cabeza con el canto de la espada. Su primo retrocedió con la mirada henchida de furia.

El señor de todos los miedos no desenfundó su espada, lanzó a sus perros contra Eris.

—¿Quieres recuperar tu mano? Ella la tiene.

Bjorn se puso en pie y cargó contra Eris como un toro bravo con manos engarfiada en lugar de pitones; la pistola había quedado destrozada por la caída y el hombre parecía haberse desentendido del mazo. Pronto, envalentonados por las palabras de Phobos, otros dos supervivientes se lanzaron contra ella. Eris esquivaba sus golpes, los hacia recular a punta de espada, y los golpeaba con la parte plana de esta. La señora de la discordia mandó a uno de los hombres al suelo de una patada, antes de dejar a otro inconsciente de un golpe en la nuca. Bjorn aprovechó ese momento para agarrarla por el brazo, con fuerza suficiente para desencajárselo de haber sido humana; los dedos de la diosa se abrieron, dejando caer la espada, mientras el hombre seguía retorciendo.

—Maldita sea, Tarzán de pacotilla. Abre los ojos y lucha contra el verdadero enemigo.

Inmune a sus palabras, Bjorn la atrajo hacia sí. Buscaba golpearla o tal vez estrangularla; pero lo que se encontró fue un golpe de los dedos engarfiados de Eris en sus ojos. El impacto fue suficiente para hacerlo llevar ambas manos al rostro, sin ser consciente de que así liberaba a su presa.

Eris no desaprovechó la oportunidad; descargó una patada contra la entrepierna del hombre y cuando este se agachó, lo golpeó en la mandíbula con un gancho de derecha. El golpe lanzó a Bjorn al suelo, muy cerca de donde yacía su mazo y del punto desde el que Phobos continuaba vertiendo su veneno.

—No te dejes engañar por sus palabras. El veneno de Loki mana de sus labios. Ella es tu enemiga.

Con gesto aturdido, Bjorn alargó en dirección al mazo la mano libre. Por unos segundos, pareció incapaz de hacerse con él, pero, cuando los dedos rozaron en mango, una corriente eléctrica recorrió a su mano, hasta formar nuevos dedos allí donde estaban los muñones. Bjorn se levantó con el poderío de un dios.

Alzó el mazo sobre su cabeza y sonrió con gesto torvo, en dirección a Eris, despertando una sonrisa cómplice en los labios de la señora de la discordia. Justo en el instante que parecía ir a atacarla, el hombre giró la cintura y lanzó el martillo contra el estómago de Phobos. El señor de todos los miedos salió proyectado contra un árbol cercano, pero no aun no estaba derrotado. Ese honor le correspondía a Eris. La diosa recuperó su espada y voló en dirección a su primo. Antes de que éste llegara a incorporarse por completo, el acero templado por Hefesto le segó el cuello. La cabeza del dios rebotó hasta los pies de Bjorn, que había acudido a recuperar su arma.

«Bjorn no, Thor».

Los dos dioses se olvidaron del mundo por unos instantes, para intercambiar una mirada de ironía.

—¿Tarzán de pacotilla?

—Te pega más eso que ser un miembro despistado de ABBA —Eris se encogió de hombros y recorrió el campo de batalla con la mirada.

Los dos hombres de los que ella se defendiera los miraban aturdidos. Astrid estaba caída sobre el suelo, encima del último bestiamorfo alado. La curandera se puso en pie, con las ropas cubiertas de sangre ajena, el cuchillo en la mano y un gesto de rabia en la mirada.

La rabia de las valquirias.

Eris miró al Señor del Trueno, luego a la valquiria, ignorando la presencia de los dos humanos. Los tres habían captado un aroma flotando en el aire, el de la traición.

—Creo que nos queda un enemigo por abatir —proclamó la señora de la discordia.

III

—Lo ha conseguido...

Las palabras de admiración no habían salido de los labios de ninguno de los dos dioses que contemplaban la superficie del estanque, donde contemplaban a un tiempo tanto del destino de Eris, como el de Artemisa, sino del búho de plumaje metálico. Las garras de la mascota de Hefesto se hincaban en el hombro de Atenea, pero la señora de la sabiduría no daba muestras de molestarse. Apenas notaba la presión, en realidad.

Su mirada seguía el camino del peculiar trío dispuesto a rendir cuentas con la traidora a Migrand. Habían abandonado el poblado para adentrarse en el bosque, tras encontrarse con los cuatro cadáveres de las integrantes de la guardia en la cabaña de la reina Britta.

—Pero mi hermana sigue prisionera —murmuró Apolo.

La de Ojos Grises desvió la mirada hacia la otra mitad del estanque. Artemisa estaba prisionera en las mazmorras del castillo de Circe, junto a otros maltratados guerreros; la mayor parte de ellos, seguramente, hombres y mujeres de Migrand. No luchaba, no intentaba destrozar los barrotes, las cadenas que aún portaba parecían robarle las fuerzas. Incapaz de encontrar palabras de consuelo, apretó el hombro de su hermanastro.

—Eris no se quedará de brazos cruzados mientras Artemisa esté prisionera.



Atenea no habría estado más cierta en sus palabras de haber podido leer la mente de la señora de la discordia. Mientras iban en busca de la traidora, solo pensaba en Artemisa. En si viviría en si estaría prisionera de Circe...

Astrid detuvo su paso y les hizo una señal para hacer lo propio, luego señaló a la foresta. Entre los matojos, sobresalían unos pies, calzados con sandalia. La piel del mismo presentaba un tinte verdoso en unos puntos; ennegrecido en otros.

Nada más saltar los arbustos, comprobaron, sin sorpresa, que se trataba de la reina Britta; en su diestra sostenía un medallón en forma de serpiente. La señora de la discordia miró a sus compañeros por el rabillo del ojo. Thor presentaba una expresión impenetrable; Astrid parecía serena, pero la mano derecha temblaba, de tal modo que uno llegaba a temer que fuera a herirse con su espada.

—Circe no paga a traidores —masculló Eris, más abstraída en sus pensamientos que pendiente del cadáver.

Thor se limitó a sacudir la cabeza y a agacharse; sin que la dama de la discordia se diese cuenta de ello, alargó la mano hacia el amuleto, pero no llegó a aferrar este entre sus manos. Apenas sus dedos rozaron la madera, el señor de trueno se puso en pie de un salto, con tal ímpetu que sobresaltó a Astrid y obligó a salir a Eris de su ensimismamiento. Ninguna de las dos precisó preguntar qué pasaba. Allí donde antes estuviera el amuleto, siseaba una gran serpiente de piel olivácea. El reptil se elevó sobre la punta de la cola y se encaró con las tres divinidades.

—Circe da la recompensa que cada uno se merece... Traidora fue Brunilda antes de que yo vertiese en sus oídos mi veneno, antes de descubrirle que había todavía mejores formas de venganza que hacer olvidar a sus dioses su condición divina —La mano de Thor aferró con tanta fuerza el mango de su maza que sus nudillos emblanquecieron—. Y traidora seguiría siendo a mi servicio.

»En cambio, trato bien a los que me son fieles, como mi querido Ares.

Eris no dio muestras de inmutarse al escuchar el nombre de su gemelo. A su lado, sus dos compañeros la miraban confusos, pero ella no era consciente de ello.

—Ha esperado años, pero pronto obtendrá el premio que se merece... Recuperar su propiedad y vengarse de aquella que la mancilló.

—Si le habéis hecho daño a Artemisa, os arrancaré el corazón con mis propias manos.

Por toda respuesta, la serpiente se estremeció, presa de una carcajada que estremeció el bosque.

—Somos un poco más duros de derrotar que ese inútil de Phobos... Pero no te preocupes, tu amada aún vive. Es a otra y no a Ares a quien pertenece la venganza. Mañana al atardecer, la cazadora tendrá que enfrentarse a La Bestia... Si te entregas por tu propia voluntad antes de que termine en combate, intentaré convencer a Ares para que no despelleje a tu Artemisa si gana el combate.

La risa de Circe se hizo más estridente, ya no parecía proceder de la boca de la serpiente, sino de cada rincón del bosque.

—Seréis vosotros quien tendréis que suplicarme que no me haga una capa con vuestros pellejos —escupió Eris. La diosa elevó la espada y cortó de un limpio tajo la cabeza de la serpiente. El cadáver se desplomó durante un segundo antes de quedar transformado en un amuleto roto en la mano de Britta.

La señora de la discordia limpió la hoja de su espada y la devolveréis a su funda.

—¿No iréis a rendiros? —se asombró Thor al ver que ella se alejaba.

—En absoluto, rubito. Mañana esa bruja estará suplicándome clemencia.

—Suplicándonos... —susurró el dios, con la mirada electrizada de furia divina. Astrid hizo un asentimiento.

La señora de la discordia miró a sus dos compañeros. Había estado a punto de decir que no tenia derecho a pedirles que arriesgarse su vida. Pero Thor y Astrid tenían tanta sangre divina como ella... y tanto o más derecho a vengarse de Circe.

—En ese caso, no sé qué hacemos aquí perdiendo el tiempo cuando deberíamos estar preparando nuestro plan de ataque.

IV

Los bestiamorfos aullaban desde las gradas de la arena de luchas del castillo. Apenas unos pocos vigilaban las celdas donde malvivían los últimos prisioneros o la torre. Incluso Circe, desde su trono, se dedicaba a disfrutar del vino y la promesa del próximo espectáculo. No había en su conciencia miedo. Pese a saber muerto a Phobos, y desconocer los planes de Eris, no dudada de esta que fuese a rendirse. En los tiempos dorados, la rebelde discordia siempre había estado sometida a su hermano y eso no iba a cambiar por muy poderosa y gruñona que se creyese aquella.

En su celda, Artemisa esperaba la llegada del carcelero. A sus oídos llegaban los gritos festejantes, el tronar de las trompetas. Sabia que estaban destinadas a ella, al menos en parte, que esta tarde tendría que escoger entre su vida y la de Calisto, La Bestia... A no ser que Eris estuviese lo bastante loca para atacar el castillo... El chirriar de las bisagras la sacó de sus pensamientos. Ares se adentró en el pasillo, seguido de dos bestiamorfos armados. Uno, además llevaba colgados de un hombro un arco plateado y un carcaj lleno de flechas.

El señor de la guerra introdujo el cañón de su Remington entre los barrotes.

—No intentes nada que malogre el espectáculo, hermanita.

Aunque la Cazadora habría deseado borrar a golpes aquel «hermanita» de los labios de Ares, no hizo ademán de moverse mientras éste abría la puerta y los dos soldados la obligaban a levantarse; se sentía demasiado debilitada para dar rienda suelta a su ancestral temperamento.

La turba rugió cuando los dos bestiamorfos arrojaron a Artemisa en el centro del patio y le quitaron los grilletes; a pesar de verse libre, a pesar también de que habían tirado a su lado su arco y las flechas; la señora de la caza no se puso en pie, ni recuperó sus armas para abatir a los dos guerreros que se alejaron de ella con paso lento y altanero. Aún se sentía demasiado mareada para hacer tal cosa.

Poco a poco, fue recuperando las fuerzas y empezó a ser consciente de lo que sucedía a su alrededor, más allá del aullido de la multitud. Circe la miraba desde su trono; Ares no la flanqueaba; el señor de la guerra se había guarnecido en una especie de garita, situada en la grada inferior. De la boca de un largo túnel surgía un rugido cargado de odio... La señora de la caza se cargó el carcaj a la espalda y colocó una flecha en el arco. Aunque no llegó a elevar este.

La Bestia no se abalanzó sobre ella, surgió del túnel con paso calmado, los ojos inyectados en odio, las mandíbulas perladas de rabia. Artemisa podía captar la inteligencia fría y sedienta de venganza tras el animal, la furia de la osa, la rabia..., pero no acertaba a escuchar la voz de Calisto, menos aún el canto de su conciencia. Y por más que se sumergía en esos ojos rojizos, no lograba hacerlo.

Poco a poco, Artemisa fue elevando su arco.



El guardián de la torre estaba más preocupado por atender a su cortesana, que por vigilar el exterior. Como todos sus iguales, el hombre toro confiaba en el poder de su ama, que consideraba casi infinito, y semejantes guardias eran horas de solaz antes que una jornada de trabajo cansado.

El soldado cargaba con toda su furia animal, espoleado por los gritos de la belleza rubia, que le pedía más en cada embestida. Al contrario que él, la ramera conservaba por completo la apariencia humana. El ama sabía tener contestos a sus soldados y ganarse la fidelidad de algunas de las féminas capturadas a lo largo de esos gloriosos años de conquista.

La muchacha gimió, volvió a pedir más, pero el hombre toro se quedó parado a media carga. Por unos segundos había creído ver una mano asomada a la ventana. Era un imposible, dada la altura de la torre y la ausencia de huecos entre las piedras a los que aferrarse para trepar, pero...

—¿Qué...?

De nuevo la mano saludó. El hombre toro se levantó de la cama a hizo una señal a su concubina para que permaneciese callada. Sereno, tomó una ballesta cargada.

—Será uno de tus colegas alados —susurró ella.

El hombre toro se limitó a asentir. Cuando había torneos, algunos compañeros bebían demasiado y hacían estupideces, pero el graciosito de esta vez iba a encontrarse con unas plumas menos en las alas. La mano volvió a asomar, esta vez cerrada en un puño. Abrió los dedos, pero esta vez no saludó burlona, dejó caer sobre el suelo unos viales de cristal, llenos de un líquido oscuro. En la garganta del toro bramó un alarido de «!traición!», pero no llegó a brotar de sus labios. Apenas se rompieron las ampollas, la habitación se llenó de un aroma espeso, que se pegó a las fosas nasales del hombre. Intentó alzar la ballesta, pero el brazo le pesaba como si estuviese hecho de plomo, al igual que todo su cuerpo...

Y así se desplomó en medio de la cámara.

Durante unos segundos, nada ocurrió en la estancia. Al cabo de un rato, Astrid se escurría jadeando por la ventana, para dejarse caer sobre el suelo de la habitación. Sus manos iban equipadas con guantes provistos de grandes garras, también sus botas estaban dotadas de pinchos. Aun recuperadas sus fuerzas legendarias de orgullosa valquiria, la divina guerrera se sentía exhausta.

—¿Por qué no podríamos montar realmente caballos alados como nos atribuyó aquel maldito Wagner? —susurró a las piedras, mientras se ponía en pie.

Se quitó los guantes y los crampones y se asomó a la puerta. No se veía a nadie, tampoco se escuchaban voces. Un corto espionaje por los pasillos confirmó la soledad. Todos debían de estar viendo la gran función.

Volvió a la habitación y se asomó a la ventana, tras sacar un espejo de sus ropas reflejó la luz del sol haciendo la señal convenida, en dirección al bosque cercano. Al poco recibió sus respuestas. Eris estaba preparada para el asalto; su señor Thor, listo para derrumbar los muros exteriores cercanos a las celdas.

La Valquiria alzó el cuerpo del hombre toro y se lo echó sobre los hombros como si fuese tan ligero como una pluma. Con la experiencia de tiempos pasados tratando con guerreros borrachos, lo dejó caer sobre la cama, encima de la ramera. Luego cerró la puerta con llave. Un observador casual podría pensar que la pareja estaba durmiendo, pero nadie iba a encontrar más explicación que la de estar siendo atacados si veían a una belleza desconocida espiar por la ventana que daba al patio. Más aún si estaba armada.

Astrid dejó caer la capa al suelo. No vestía los harapos de rebelde, sino una coraza plateada y una fadilla de cuero. A la espalda llevaba un carcaj, lleno de unas flechas muy especiales... Habían sido muchos los recuerdos usurpados por Brunilda y recuperaros tras su muerte; más allá de haber sido valquiria, Astrid recordaba ahora haber sido alquimista en otra vida, además de sanadora... y no había tenido problemas para crear flechas explosivas con los materiales guardados en su cabaña. La ballesta que llevaba al costado tenía potencia suficiente como para que las saetas alcanzasen las gradas... el cuerno que le colgaba al otro lado, bastaría para extender la llamada de la guerra por todo el castillo.

Su mirada estudió la arena de lucha. Y por un segundo se sintió tentada a lanzar ya su llamada. Artemisa parecía más dispuesta a esquivar al enorme oso al que se enfrentaba que a atacarlo. Pero justo cuando el plantígrado se elevaba sobre sus dos piernas traseras, la señora de la caza disparó un dardo que se llevó media oreja del oso, obligando al animal a recular entre gritos de dolor que aun se oían más debido al mutismo de la jauría.



Artemisa se mordió el labio inferior al percibir en su mente el grito de dolor de la Bestia. El de Calisto. En la mente por momentos más confundida de la criatura, se mezclaban pensamientos de su lado humano, también del bestial. Y el odio y el dolor de la una y la otra.

El icor arroyaba por la oreja herida de la criatura, que la miraba con gesto a medias dolido, a medias de odio. Sin llegar a atacar. Como en otros momentos de pausa, la señora de la caza intentó tantear la mente de su rival, comunicarse con aquella ninfa a la que solo parecía capaz de crear dolor a lo largo de las eras.

—Calisto. No eres una bestia. Lucha contra en veneno de Circe.

Pero la única respuesta que sus palabras recibían era un rugido rabioso y dolorido. Ni por completo animal ni por completo humano.

La osa pateó el suelo, rugió, despertando de nuevo los gritos de júbilo de la multitud, y cargó contra Artemisa. Otra saeta se escapó del arco plateado para clavarse muy cerca de la pata delantera derecha de la bestia. Eso no detuvo su avance; la señora de la caza se vio obligada a retroceder mientras buscaba una flecha en su carcaj. Cada vez le quedaban menos; sus dedos solo acariciaron las plumas de cuatro dardos, incluyendo el que ahora cargaba en el arco. Con un rápido movimiento, la diosa se agachó, y tensó el arco; sus instintos de cazadora le habían advertido de que la osa había iniciado un salto mortífero, esperando abatirla por la espalda. Contra otro enemigo, Artemisa habría demorado su disparo, para soltar el dardo contra el estómago de la bestia cuando esta planease sobre ella. Con Calisto no podía hacer tal cosa. La flecha arañó la rodilla delantera izquierda de la plantígrada, que planeó sobre la diosa sin ser capaz de herirla y cayó sobre la tierra gruñendo de dolor, tanto a causa la herida como del golpe que se dio en el morro al ser incapaz de controlar el aterrizaje

De nuevo invadió el mutismo a los soldados, que no parecían compartir la complacencia de Circe. La bruja sonreía, ante la mirada de odio de Artemisa, que no se dio cuenta de que la osa había iniciado un nuevo ataque. Sin dar a la Cazadora ocasión de apartarse de su trayectoria, las mandíbulas de la osa se hundieron en su muslo derecho. La diosa podía sentir con tanta intensidad el dolor y los sentimientos encontrados de la antigua ninfa, como los latigazos que se extendían por su propio muslo. Conteniendo un gruñido, golpeó con el arco la cabeza de la criatura; la Bestia gruñó, aflojó las mandíbulas, pero no liberó la pierna por completo. La zurda de Artemisa se hizo con una de las tres flechas que le quedaban; usándola como si de un puñal se tratase, descargó un tajo contra el rostro de su oponente, muy cerca del ojo.

La bestia retrocedió de nuevo, manchados sus quijadas y rostro de blanco icor.

—Calisto... —llamó mentalmente Artemisa.

—NO —las palabras restallaron en su mente con la misma contundencia en que el muslo herido el mandaba aguijonazos de dolor a cada paso.

La mano de la diosa tembló mientras cargaba la flecha en el arco, sin desviar la mirada de la osa inmóvil y rugiente. La nueva saeta zigzagueó temblorosa para hundirse en la tierra, a más de diez metros de su teórico objetivo. Artemisa no era consciente de que las lágrimas empezaban a escaparse de sus párpados; mientras tomaba una nueva saeta, su atención se fijaba en Calisto, en su mente. Podía captar el dolor de Calisto, su culpa por haberla engañado, la rabia hacia su antigua amante, por no haberla buscado tras la migración cósmica, por dejarla en Raj, más culpa por guardarle rencor.... el recuerdo de la voz de Circe vertiendo veneno en sus oídos... y de nuevo la culpa, esta vez por los hombres caídos bajo las mandíbulas de la Bestia.

—¡Mátame! —el icor que corría por las venas de la diosa se heló, trayéndole también recuerdos del día en que una muchacha loba le había pedido lo mismo. Arlette(3). A ella había podido salvarla....

—¡No! —Artemisa devolvió la flecha al carcaj—. Ya has sufrido bastante por mi mano—. La señora de la caza dejó caer el arco al suelo.

Parte de la multitud enmudeció, otra vitoreó a la Bestia, unos pocos abuchearon su oponente... Circe no perdía su sonrisa. La osa rugió de nuevo.

—Entonces. ¡Muere!

La bestia cargó de nuevo contra Artemisa, rugió, se elevó sobre sus dos patas traseras y lanzó las delanteras hacia la diosa, que esperaba impasible la muerte. O eso parecía. Aún mantenía un combate que no se podía ver en la arena, mente contra mente. Sus palabras, contra el veneno de Circe y la culpa de Calisto. La garra derecha arañó el bello rostro de la Cazadora... para convertirse, en cuestión de segundos, en una mano que acariciaba su mejilla. Calisto se dejó caer entre los brazos de Artemisa, desnuda, herida, llorosa, agotada.

La señora de la caza ignoró el mutismo que la rodeaba, abrazó a su antigua amante y se arrodilló en el suelo. Podía escuchar el sonido de los pasos de Ares, el ruido del rifle siendo amartillado, pero no se movió. Su arco estaba demasiado lejos, su mente solo acertaba a consolar a aquella mujer temblorosa y dolorida.

—Una escena conmovedora. Pero eso no evitará su muerte ni la tuya. Disfrutaré desollándote poco a poco, hermanita.

El dedo del señor de la guerra acarició el gatillo, pero no llegó a apretarlo. En ese momento, una explosión sacudió la grada sur. Los cuerpos de varios bestiamorfos salieron disparados entre el humo y la lluvia de cascotes. Y eso solo fue el preludio del caos. El bramido de un cuerno de guerra reverberó en todo el patio. Nuevas explosiones sacudieron los dominios de Circe, no solo las gradas, también los muros exteriores... Y una silueta alada ocultó en sol durante unos instantes. Eris.

Artemisa recuperó su arco y obligó a Calisto a apartarse a un lado, justo a tiempo para ver cómo la señora de la discordia aterrizaba, espada en mano, frente a su gemelo.

—Hola, Pierdebatallas. Tanto miedo me tienes que no te atreves a luchar en igualdad de condiciones —Eris señaló el Remington con la cabeza.

—El Olimpo no ha visto el día en que el Señor de la Guerra tenga miedo de su zorra de manzanas doradas.

Sonriendo con suficiencia, Ares arrojó el rifle al suelo y desenfundó su propia arma; una espada de hoja estilizada, que podía haber surgido de muchos lugares, pero jamás de la forja de Hefesto—. Aunque yo podría decir lo mismo de tus alas.

Ante la mirada sorprendida de Artemisa, las alas de Eris comentaron a empequeñecerse, a replegarse y hundirse bajo su piel, sin que en el rostro de su amante se reflejase signo alguno de dolor. Todo fue cosa de segundos. Jamás la señora de la caza había visto a su amante reabsorber sus plumas tan rápido.

—Que empiece la función, perdedor.

La señora de la discordia había temido el encuentro con Ares, pero jamás había calculado poder afrontarlo cargada de semejante energía. El caos la llenaba de poder, los gritos de los prisioneros liberados por Thor retumbaban en sus oídos mientras estos se enfrentaban a la armada de bestiamorfos. No se escuchaban ya explosiones... Astrid y Thor estaban encargándose de todos los guerreros ocultos en el interior del castillo, de destrozar el laboratorio de la bruja o de tratar de conquistar el palco donde esta se refugiaba. Todo mientras ella se encargaba de humillar a Ares.

Por primera vez su gemelo no podía usar el miedo contra ella, por primera vez, también, veía cómo esta repelía todos sus ataques, y convertía sus defensas en su propia ofensiva. No es que no hubiese llegado a herirla, pero sus cortes eran apenas arañazos en el torso y un brazo; el icor corría por el rostro de Ares, también por sus piernas; ni siquiera su torso había sido inmune al acero de Hefesto, a pesar del grosor del cuero de la chaqueta.

—¡Maldita zorra! ¡Cuando seas mía te arrancaré la piel a latigazos!

Ares tomó la espada a dos manos y la elevó sobre su cabeza, para descargar contra Eris un mandoblazo en el que había imprimido toda su furia divina. Pero la señora de la discordia fue más rápida. Su espada se elevó, dispuesta a parar el nuevo golpe y a algo más. Eris no colocó plana su hoja, si no de filo. El impacto no melló la hoja forjada por Hefesto, pero hizo añicos la espada de su rival.

Antes de que Ares pudiese recomponerse, Eris descargó una patada contra su estómago, que lo tumbó de espaldas.

—Y ahora, hermano, es hora de que vayas a hacerle una vistita a nuestro tío Hades —escupió, elevando la espada.

De haber sido capaz de ver por los ojos de Artemisa, la sonrisa de Eris habría sido menos ancha. La señora de la caza no apartaba la mirada de Circe, de los manos de nudillos emblanquecidos de la diosa que contemplaba el campo de batalla con el rostro transido en una mueca de frustración, en cómo las defensas mágicas del palco real parecían cada vez más débiles bajo el embate del martillo de Thor. En cómo la mano de Circe acariciaba un amuleto y los labios de la bruja silabeaban un nuevo hechizo. De haber podido ver tal cosa, tal vez Eris habría demorando un segundo menos su estocada, y su espada no se hubiese hundido en la tierra.

—¿Qué cojones…? —murmuró para sí.

La señora de la discordia recorrió la arena con la mirada. Vio a Thor y a algunos prisioneros examinar atónitos la grada donde segundos antes estuviera Circe; los cuerpos caídos de los bestiamorfos, muertos, además de por el arma enemiga, por la necesidad de su ama de escapar de allí en compañía de su lugarteniente, y a Artemisa acunando el cuerpo desnudo y tembloroso de Calisto.

Eris, atrajo la atención de Astrid, que acababa de saltar sobre la arena, y señaló a la ninfa. Sin necesidad de decir nada, la valquiria cubrió a Calisto con una capa y procedió a curarle las heridas, después de que Artemisa rechazase atención para las suyas. La señora de la caza acarició el cabello de su antigua amante, antes de ponerse en pie y cojear en dirección a Eris.

—¡Maldita loca! ¡Podían haberte matado!

La mano de la temperamental señora de la caza se elevó en el aire, dispuesta a borrar la sonrisa de suficiencia de Eris de un tortazo, pero su amante la atrapó por la muñeca y la atrajo hacia sí.

—¿Y perderme la oportunidad de darle una lección a Ares? No, hermanita, ninguna acción es lo suficientemente loca cuando está en juego la vida de mi Cazadora.

Eris apretó aún más el abrazo, y durante unos segundos Artemisa se olvido de Calisto y del mundo que las rodeaba en los labios de su amante. Y habría seguido ajena a él, de no haber detenido Eris su beso.

—Será mejor que regresemos a Edén —susurró.

El castillo estaba en poder de los vencedores, una docena de prisioneros rodeaba a Thor, mientras otros humanos que habían servido a Circe como criados humanos y rameras juraban fidelidad al nuevo señor. Artemisa regresó hacia Calisto y le tendió la mano.

—Vamos, esta vez no voy a dejarte sola.

—No —la ninfa sacudió la cabeza y se arrebujó en la capa—. No voy a volver a correr el riesgo de hacerte daño o de que me usen como arma contra ti.

La mirada de Calisto no estaba pendiente de su antigua amante sino de Eris.

—Calisto...

—Por favor, mi señora, dejadme aquí —suplicó, cambiando al trato de cortesía—. Me refugiaré en el bosque, donde no pueda poner a nadie en peligro si me atacan.... Prometedme solo una cosa, que no vendréis a por mí si vuelven a usarme contra vos.

Eris se mantenía a distancia, conteniendo las ganas de espabilar a la ninfa de un par de pullas.

—Calisto, no podría dejarte indefensa, no puedes pedirme que siga haciéndote daño.

—Pero sí podéis dejarla bajo la custodia de un pueblo al que Circe no osará atacar —la voz de Thor retumbo solemne en el castillo. El señor del trueno se había hecho más grande durante aquella batalla.

—Hay muchas más tribus en Raj, algunas pobladas por miembros de mi estirpe que también olvidaron su origen, lo siento en mis carnes. Los supervivientes de Migrand estamos dispuestos a buscarlos y también de ofrecer nuestro cobijo a otras tribus y a otros refugiados —el dios ayudó a la ninfa a ponerse en pie—. Nadie se atreverá a atacar a un pueblo fuerte, que cuenta con el poder del trueno y la pericia de las valquirias. ¿Aceptas nuestra hospitalidad?

Calisto asintió y se refugió entre los brazos de Thor.

—¿Me consideráis digno de protegerla? —preguntó en dirección a Artemisa.

—Más de lo que yo jamás fui —Artemisa acarició la mejilla de su antigua amante—. Adiós, Calisto.

Le habría gustado permanecer más tiempo allí, curar viejas heridas hablando con la ninfa, pero sus hermanos las esperaban en Edén.



Las dos amantes surgieron cansadas en el estanque de Gea, donde Atenea y Apolo los esperaban. Ambos corrieron hacia ellas, con gesto preocupado.

—¿Afrodita? —preguntó Eris a la de Ojos Grises, soltando por primera vez desde que iniciaran la teletranspotación la mano de Artemisa.

—En Bristia. Hefesto me expuso las razones por las que debían permanecer allí, y yo las consideré razonables. Sin embargo, ambos frentes podremos comunicarnos sin necesidad de plegarnos a los caprichos del montón de hongos —añadió Atenea.

Por primera vez, Eris fue consciente del búho que la miraba desde el hombro de la diosa. Sus labios dibujaron una sonrisa burlona, pero contuvo el impulso de gastar alguna broma sobre «Bobo».

—Será mejor que hablemos —añadió la señora de la sabiduría, en un tono audible solo por Eris—. Lejos del agua.

Eris asintió y lanzó una mirada a Apolo y Artemisa. Ambos se habían sentado cerca del estanque y la señora de la caza apoyaba la cabeza en el hombro de su gemelo.

—Apolo, lleva a Artemisa a nuestra cabaña y cuida de ella. Atenea y yo vamos a buscar una buena taberna.

Continuará...


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Referencias:
1 .- Cuando cayó prisionera de los bestiamorfos de Circe en Olimpo Renacido #08.
2 .- De Eris a Gea, al final de Olimpo Renacido #07
3 .- Se vio en “La estirpe maldita” recogido en el Especial Halloween 2013.

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