Iron Man nº04

Título: Bajo cero (IV):El hielo se expande
Autor: Francesc Marí
Portada: Juan Andrés Campos
Publicado en: Diciembre 2015

Tras el combate con Ventisca, Tony decide modificar sus armaduras para resistir ataques similares. Pero mientras el multimillonario trabaja tranquilamente en su taller, alguien más se prepara para la siguiente batalla
Un elegante millonario, playboy, extraordinario inventor y un poderoso industrial, es Tony Stark... Pero cuando se viste su metálica armadura, se convierte en la más poderosa máquina luchadora del mundo
Creado por Stan Lee, Larry Lieber, Don Heck y Jack Kirby


Imagen de Esau Figueroa
Tony estaba trabajando en su «hangar». Sobre una camilla, tumbada cuál paciente en un quirófano, estaba la Mark VI, literalmente abierta en canal. Tony estaba sobre ella, con la cabeza metida en la cavidad torácica, sosteniendo una pequeña herramienta de precisión en cada mano.

El multimillonario había dejado de lado su pose descarada de alegre playboy, y ahora trabajaba atareado con el ceño fruncido en una de las decenas máquinas que había construido a lo largo de los años.

De vez en cuando, dejaba cuidadosamente las herramientas, se bajaba la máscara protectora cogiendo el soldador a la vez, y aseguraba alguna de las nuevas conexiones que había hecho en el interior de la armadura.

A pesar de estar solo, Tony sabía que había alguien que no dejaba de observarlo, de vigilarlo, de ayudarle y, lo peor de todo, aconsejarle.

Señor, no quiero inmiscuirme en su trabajo, pero ¿no cree que esas reparaciones son en vano? —preguntó la voz de J.A.R.V.I.S.

Tony ni tan siquiera reaccionó a las palabras de su asistente electrónico.

No solo por que Ventisca ya ha sido detenido y recluido debidamente, sino por el hecho de tener más armaduras que pueden tener estas modificaciones ya incorporadas.

Al escuchar aquello Tony no pudo controlarse más.

—Sin embargo, la Mark VI es la mejor, la más antigua que sigue en servicio, por lo que es indispensable mantenerla actualizada.

Y, además, es su favorita, ¿me equivoco? —preguntó J.A.R.V.I.S. con voz irónica.

—No demasiado —respondió Tony a regañadientes.

A pesar de que no lo admitiera, J.A.R.V.I.S. tenía razón. El problema del hielo en la Mark VI ya había sido resuelto con cualquiera de las armaduras posteriores al modelo XIX. Todas ellas habían sido fabricadas para funcionar a temperatura extremas, aunque la ciencia no lo hubiera concebido para la Tierra… Pero sí, para otros planetas.

Además, no tenía que preocuparse demasiado por Donald Gill, su carrera como supervillano apenas había durado un día y había acabo como otros muchos, encerrado en la Balsa, de dónde, probablemente, no saldría jamás.

«Bueno, teniendo en cuenta la fama de las prisiones para villanos, Ventisca no tardará en volver a congelar a todo aquel que se cruce en su camino», se dijo Tony sonriendo bajo la máscara de soldar.

Tras aplicar la una soldadura y apretar un diminuto tornillo, Tony dejó las herramientas sobre aquella peculiar «mesa de operaciones», echándose hacia atrás y recostándose en el respaldo de la silla.

—Bueno, J.A.R.V.I.S., por una vez te daré la razón. si, por mil cosas, Ventisca regresara, ya utilizaría otra armadura —afirmó Tony quitándose la máscara de soldar y arrojándola a los pies de su «paciente».

Desafortunadamente, J.A.R.V.I.S. no tenía cara, pero Tony podía imaginarse la expresión que pondría su mayordomo de carne y hueso si, alguna vez, le hubiera dado la razón. Al pensarlo, no pudo evitar soltar una carcajada.

¿De qué se ríe, señor? —preguntó su asistente con un pequeña señal de sorpresa.

—De nada, J.A.R.V.I.S. —respondió Tony calmando la risa y relajándose sin pensar en nada. Aunque eso, para él, era imposible.

Cruzó el «hangar» rodando valiéndose de la silla de oficina que había utilizado, y se acercó al ordenador central. En la pantalla se podían ver la información de cada una de las armaduras, así como la energía consumida por los procesadores y su temperatura. Pero lo que centraba toda la atención era una onda de voz que ocupaba la mitad de la pantalla. Eso era lo más parecido a mirar a J.A.R.V.I.S. directamente a los ojos, aunque no tuviera.

—Sabes, J.A.R.V.I.S., creo que ha llegado el momento de someterte a una operación de cirugía estética.

Comprendo que le gusten más las mujeres, pero preferiría que no me cambiara siguiendo sus patrones de atractivo femenino —dijo la voz evidentemente preocupada del mayordomo.

—¡No seas estúpido, J.A.R.V.I.S.! —protestó Tony—. Crees que me pase más de seis meses trabajando con tu predecesor para que grabase tu voz, para ahora cambiarlo todo por una cara bonita… —Tony pensó lo que acababa de decir—. Aunque bueno, siempre es mejor una chica…

Señor, le recomiendo que piense con su cerebro —contestó rápidamente la inteligencia artificial—. Si me convierte en una mujer jamás saldrá de este apartamento.

Los pensamientos de Tony se quebraron como el hielo que Ventisca había creado.

—Vuelves a tener razón, J.A.R.V.I.S.

«Tengo que volver a hacer vida social. Si sigo así me casaré con una de mis armaduras», se dijo Tony.

Gracias, señor.

Tony dudó unos instantes, no recordaba lo que iba a hacer.

—¡Eso! A lo que íbamos —dijo al fin—. No me refería a eso cuando te he hablado de cirugía estética… ¿Qué te parecería tener cara, J.A.R.V.I.S.?

Ahora no le comprendo, señor.

—En lugar de este pobre interfaz con la banda de voz, podemos generar una cara digital para que todos aquellos que hablen contigo tengan a donde mirar —explicó Stark poniéndose a teclear como un loco en su ordenador.

Eso nunca ha sido un problema, sin embargo, sé de sobras que cuando usted quiere hacer algo, lo hace… Solo hace falta ver esta colección de armaduras. —Al decir esto, la voz de J.A.R.V.I.S. parecía distinta, era la misma, pero había ganado en personalidad, en emoción, en ironía.

—¿Verdad que te sientes más… Humano? —preguntó Tony sin detener sus dedos mientras programaba.

Siento decirle que, por mucho que lo intente, seguiré sin sentir. Puede que para usted lo parezca, pero yo me siento igual que siempre.

—No seas tan aguafiestas —protestó Tony—. A ver, necesito algunos parámetros para que realmente parezca una cara. Debes ser británico, el Edwin Jarvis de verdad nunca me lo perdonaría si te hiciera estadounidense —bromeó Tony—. ¿Y qué hay más británico que la reina Isabel?

Si J.A.R.V.I.S. hubiera tenido hombros, los hubiera encogido. Pero solo pudo permanecer en silencio.

—¡James Bond! —exclamó Tony sin dejar de escribir una línea tras otra de programación.

¿No cree que tendremos problemas con los derechos de imagen? —preguntó el mayordomo.

—No te preocupes, esto no tendrá uso comercial —respondió Tony sin prestar demasiada atención.

Durante unos instantes la sala permaneció en silencio, solo se oía el sonido de las teclas al ser pulsada por los veloces dedos del genio.

—¡Ajá! Tendrás cara en uno… Dos… Tres —dijo pulsando el botón de enter.

Poco a poco, en la pantalla del ordenador, fue apareciendo un millar de líneas anaranjadas que destacaban sobre el fondo azul marino casi negro. Las líneas se sobreponían unas a las otras, haciendo que lo que al principio solo parecía una esfera, ahora tuviera una nariz, orejas, boca…

Señor, sabe que por mucho que me de ojos, no veré a través de ellos —dijo la rudimentaria cara de J.A.R.V.I.S.

—Sí, pero yo sabré que hablo con algo más terrenal que una voz que apenas sé de dónde procede.

En esa ocasión, la cara de J.A.R.V.I.S. sonrió en lugar de responder. La interfaz que había creado Tony, había leído el pensamiento de la inteligencia artificial y lo había traducida en una expresión facial.

—¡Genial! —exclamó Tony mirando como en la pantalla del ordenador una cara muy parecida a la de Pierce Brosnan, pero toda del mismo color anaranjado luminoso, le sonreía placenteramente.

Por sus palabras, detecto que su pequeño experimento ha sido un éxito —afirmó J.A.R.V.I.S.

—Así es, amigo mío. Voy a instalar esto en todos los sistemas para que siempre pueda ver tu cara.

J.A.R.V.I.S. lo miró con severidad.

Señor…

—Lo sé, lo sé. Debo buscarme unos amigos —afirmó Tony haciendo callar a un desconcertado J.A.R.V.I.S. que lo observaba atentamente.


Gregor Shapanka contempló una vez las imágenes que transmitían las principales cadenas de televisión del país. En todas ellas se podía ver a un Iron Man que, aún saliendo victorioso, había visto su imagen de gran héroe de América claramente comprometida.

En las imágenes aéreas tomadas en la calle junto al río, tras destrozar el pavimento, se veía al gran Tony Stark luchando por sobrevivir a los pobres ataques de un necio que no sabía cuan grande podía llegar a ser su poder.

Shapanka soltó una carcajada, no sabía cuantas veces había visto las imágenes, una vez tras otras, disfrutando de la humillación que Iron Man había sufrido, deleitándose con lo que podía suceder cuando la máquina que había en la sala de al lado le otorgara los mismo poderes que había otorgado al joven e ignorante Donald Gill.

—¿Has visto? —dijo Shapanka—. ¿Después de un ataque con todas sus armas de calor, Ventisca perdió los poderes?

—Eso no podemos saberlo —se respondió con otra voz, un tanto más aguda—, sin examinar al sujeto no podemos saber a ciencia cierta lo que le ha sucedido a… Ventisca.

—Bonito nombre.

—Apropiado.

—Pero insignificante al lado del que nosotros necesitaremos.

Shapanka soltó una doble risotada, como si dos personas distintas rieran a la vez.

—Pero, para ello, debemos aumentar la potencia.

—Sí, aumentar la potencia.

Su perturbada mente dejó de lado el vídeo que se reproducía una vez tras otra en la televisión, y se dirigió a sus ordenadores.

—Creamos a Ventisca con tan solo un veinticinco por ciento de la potencia, en una exposición indirecta de apenas un minuto.

Shapanka empezó a pulsar botones del teclado que tenía enfrente, cambiando los parámetros por los que funcionaba la máquina, aumentándolos de forma exponencial hasta sus máximos.

—¿Será seguro? —se preguntó en voz alta dejando de pulsar teclas súbitamente.

Como respuesta se encogió de hombros.

—No importa, siempre y cuando podamos destruir a Iron Man.

—Pero, sino funciona, necesitaremos hacer más pruebas, y para ello debemos estar vivos.

Parecía la mente del científico húngaro salía a la superficie de la locura que lo había consumido durante años.

—Antes de lograr el poder de nuestras máquinas, requerimos más experimentación, más sujetos en los que comprobar si es segura.

—¡No seas estúpido! —se espetó él mismo—. Cierto que podríamos conseguir un ejército de Ventiscas en pocos días, pero llamaríamos la atención, nos alejaríamos de nuestras metas.

—Pero, ¿y si fallamos?

Se miró en el reflejo de uno de sus monitores, y se regalo la más horrible y terrible de las sonrisas.

—No fallaremos —se contestó con resolución.

Habiéndose convencido de nuevo, reemprendió la tarea de reconfigurar la máquina de la sala contigua para sus fines.

—El marcador de potencia está al cien por cien —anunció a la vez que el cristal que separaba ambas salas empezaba a temblar debido a la vibración y al zumbido que surgía de su máquina.

—Ya es la hora —dijo convencido, viendo como todos los indicadores de su pantalla aseguraban que la máquina estaban al máximo de su capacidad.

Por un segundo sostuvo el dedo índice sobre el botón de activación de la máquina, relamiéndose los labios, saboreando el momento que estaba a punto de presenciar… De vivir.

Sin más demora, pulsó el botón con un golpe seco, provocando que en la sala de al lado la luz del interior de las cámaras criogénicas empezara aumentar a la par que el su zumbido se intensificaba.

Shapanka se levantó de su silla y salió corriendo hacia la máquina. Por el camino se quitó la bata blanca y la camisa sucia de sudor y comida, dejando ver un escuálido torso de un tono enfermizo.

Tenía los ojos abiertos de par en par, al igual que la boca, de la que no dejaban de salir carcajadas a medio camino entre el placer y la locura.

—Potencia al cien por cien, previsión de exposición, cinco minutos…

—O hasta que la máquina aguante —se interrumpió con otra voz.

Antes de seguir anunciando los parámetros del experimento se agachó a recoger algo que había incluido en la máquina tras el éxito con Donald Gill. Al levantarse sostenía en su mano derecha un grueso tubo con un aguijón metálico en el extremo, del que no dejaba de emanar un vapor helado.

Con manos temblorosas encaró el aguijón contra su pecho, esperando a que la máquina terminara de prepararse para que el experimento lograra los máximos que el había programado.

El zumbido era cada vez más fuerte, sus oídos empezaron a sangrar, pero Shapanka no se inmutó, siguió de pie, en el centro de la sala, esperando el momento oportuno. La luz que salía de las cámaras criogénicas era tan potente, que sus ojos empezaban picarle, como si se estuvieran cociendo dentro de sus cuencas.

El espejo-cristal que había entre las dos salas, había roto su estabilidad molecular bajo la presión del zumbido de las máquinas, y se bamboleaba como si fuera gelatina. Parecía como si, al cabo de unos segundos, se derretiría ahí mismo, pero no fue así. En lugar de ello, estalló en un millar de pedazos que volaron en todas direcciones, arañando la débil piel de Shapanka.

Sin embargo, el científico parecía estar en mitad de un trance, respirando con fuerza, sudando por todos sus poros, babeando como si una droga le estuviera haciendo soñar.

Alzó sus brazos, apuntándose el aguijón directamente al pecho y exclamó:

—¡Exposición directa!

Y sin tener ningún tipo de miedo o duda, se clavó el aguijón el pecho.

Al principio su mente volvió a la claridad que había tenido antes de la locura en la que se había sumido, y, por un segundo, creyó haber cometido el mayor error de su vida al sentir un dolor indescriptible en el pecho. Pero no duró demasiado, al cabo de unos instantes, una oleada de frío se extendió por todo su cuerpo. Primero el pecho, después los brazos, las piernas y, finalmente la cabeza. Lo mismo que había rodeado a Donald Gill un día antes, ahora circulaba por todo su cuerpo, cambiando por completo su composición.

Sus ojos se acostumbraron a la luz, permitiéndole ver como su piel cambiaba de color, dejando ese tono amarillento para pasar a hacer blanco casi nuclear. Inmediatamente después, unas venas de color azul cruzaron todo su cuerpo, palpitando con fuerza y, para su sorpresa, pudo comprobar el primero de los efectos secundarios de su descabellado experimento… Todos sus músculos empezaron a duplicar su tamaño, a crecer exponencialmente. Aquello hizo que, a pesar de sentirse en la cima del éxito, un horrible dolor se extendiera de nuevo por todo su cuerpo. Pero eso no fue nada comparado con lo que vino a continuación. Poco a poco vio como cada vez se sentía más alto…

—¡Los huesos! ¡Los huesos están creciendo! —exclamó entre alaridos de dolor.

Shapanka soltó una carcajada, mientras una ventisca de nieve y hielo lo rodeaba y le recorría por dentro. Lo había logrado. Había conseguido convertirse en una amenaza real para la ciudad, el país y el mundo… Pero, sobre todo, para Tony Stark.



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