Weird Tales nº08

Título: Sangre en rio Escalante
Autor: Luis Guillermo del Corral
Portada: Mike Deodato Jr
Publicado en: Noviembre 2016

Desde el Universo Weird West, llega una nueva historia: Bob Dos Pistolas sabe muy bien lo peligroso que es el oficio de cazarrecompensas. Sabe también que hay cosas. Cosas malditas que hacen mas daño que un balazo en el corazón. Pero es su oficio y ahora también su condena: Derramar la sangre de los malditos
"Las historias más emocionantes, inquietantes y llenas de pulp y aventura"
Action Tales presentan


Nota del Editor: Esta historia esta situada después de la novela "Garras de los ángeles, en Weird West Vol. 3 (Dlorean Ediciones)


1-La Justicia de Lynch

Más que un pueblo, cuando las vetas de la mina cercana aun vomitaban plata, aquello había sido un campamento glorificado. Rio Escalante continuaba siendo un campamento, pero de forajidos. El nombre se lo había dado el difunto dueño de la mina. El de su población natal, al este del océano Atlántico.

Los habitantes del lugar eran una mezcolanza de los más ruines, mezquinos, egoístas, desquiciados y sucios de espíritu individuos que la humanidad podía alumbrar. En aquellos momentos se disponían a ejecutar a uno de los suyos. Incluso habían construido un tosco cadalso, que en opinión de quien lo había alzado, no se derrumbaba porque incluso el diablo era capaz de sentir una cruel misericordia por los suyos.

De pie sobre el mismo, abatidos los hombros, con la soga al cuello y los ojos hundidos por el terror, Fausto observaba a quienes habían sido sus hermanos en la maldad. Un predicador sin fe, un negro libre con excesivo gusto por las mujeres ajenas, un mestizo medio apache. Hasta un antiguo verdugo de san Francisco. Pero quien de verdad le aterraba era el líder del grupo de miserables.

Le llamaban el Mandarín. Un chino de inusual altura, larga melena por debajo de los hombros y firme voz. La idea de aquel elaborado linchamiento había sido suya.

-Lamento esta falta de respeto -a muchos les sorprendía la corrección con la cual hablaba el idioma inglés-, pero no me ha sido posible hallar un verdugo competente para que tu ejecución sea llevada a cabo del modo correcto. Yo mismo abriré la trampilla para que cuelgues, miserable.

El hombre en el cadalso se limitó a gimotear como un perro torturado y loco de terror. Ni en su desesperanza se le ocurrió suplicar clemencia. Le querían ver muerto, eso era todo.

-¡Buenas tardes, miserables!

Los presentes se volvieron hacia la entrada del arruinado campamento. De inmediato alzaron las manos, protegiéndose los ojos del sol de California. A contraluz, surgiendo del polvo arrastrado por el viento, se acercaba un jinete que caminaba al lado de su montura. Llevaba el sombrero de modo que la sombra del ala caía sobre su rostro, ocultando sus facciones a medias.

-¿Que se te ha perdido por aquí? -preguntó el predicador descreído.

-Dupont -terció el Mandarín-. Cállate o antes de que salga la luna darás sermones en el infierno.
¿Deseas unirte a mi banda, Bob Dos Pistolas?

El aludido alzó las cejas asombrado.

-Mi fama me precede -respondió sin desviar la vista de las cartucheras de aquellos hombres-. Pero no vengo con intención de cobrar las míseras recompensas que ofrecen por vosotros.

Hubo un colectivo suspiro de alivio por parte de los forajidos, incluido el hombre en el cadalso. El Mandarín cortó los murmullos de sus hombres y habló con desdeñosa dureza al cazador de recompensas.

-¿Que se te ha perdido por aquí, bastardo?

Bob señaló con un gesto de su mal afeitado mentón más allá de aquella jauría criminal al hombre con la soga al cuello.

-El. Tengo que llevarlo a cierto lugar. Vivo. Si lo colgáis, muerto no me va a servir de nada -sacudió los dedos de las manos y los acercó a sus cartucheras-. Por supuesto, sé que no lo vais a entregar por las buenas. Así que solo me queda una cosa por saber.

-¿Y de qué se trata, jodido pisaverde? -replicó el mestizo en tono de burla.

-¿Quién será el primero en morir? -Al tiempo que hablaba, dos revólveres negros como la brea aparecieron en sus puños y comenzó a disparar sin más aviso. El primero en caer fue el mestizo, con una bala perforándole el cuello.

Aprovechando la breve sorpresa inicial, Bob alargó la diestra y apuntó el cañón más allá de los hombres que tenían enfrente. El plomo destrozó el cráneo del Mandarín, justo antes de que abriera la trampilla de la horca.

Buscar refugio era inútil. Las arruinadas cabañas estaban muy lejos. Se agachó y arrojó al suelo sin dejar de disparar. Quedaban tres hombres en pie y pretendía que en breves momentos hubiera tres cadáveres. El cazador de recompensas silbó en un tono que hizo reaccionar a su bien entrenada montura, la cual se alejó del tiroteo al galope.

El predicador impío fue quien más cerca estuvo de acabar con Bob. Sus disparos rozaron su sombrero y arrancaron la punta de su espuela izquierda, repicando como una campana infernal. El puro instinto desvió los cañones del hombre contra el sacerdote, que cayó con la cara reventada por el plomo ardiente.

En apenas unos segundos el tiroteo terminó. Dos Pistolas se levantó, respirando de un modo atropellado, con grandes bocanadas. Su pecho subía y bajaba de tal manera que casi parecía que fuera a estallar.

-El diablo se los lleve, es la última vez que hago algo así -caminó entre los recién muertos, sin desviar su atención del hombre que aquella banda había pretendido colgar alto y corto-. Eh, amigo, ¿puede andar?

-Sí, si -asintió con un gesto aterrado que le hizo parecer una rata chillona-. ¡Ah!

Bob reconoció al instante el gesto que acompañó al grito. Sin volverse, cruzó los brazos sobre su abdomen, disparando a la vez ambos revólveres. Se escuchó un rabioso juramento y un proyectil repicando contra las rocas al borde del camino. La bala enemiga se alojó en uno de los maderos del cadalso. Bob se volvió, con sus armas como dos escorpiones a punto de atacar.

El negro había fingido su muerte, incluso dejó que los cuerpos de sus compañeros le cayeran encima. Antes de que disparase de nuevo, el plomo le abrió el cráneo, enviándole al infierno.

-Mejor ser precavido -dijo Bob, sin dirigirse a nadie en realidad. Con calma caminó entre los muertos, disparándoles en la cabeza. Incluso al Mandarín. Cuando acabó, retiró los casquillos vacíos de sus armas y puso cartuchos nuevos que sacó de su cinturón canana-. No se asuste, pero he visto a otros levantarse tras sufrir peores heridas.

El hombre de la horca por fin reunió la fuerza necesaria para preguntar.

-¿Es usted de verdad?

-Puede llamarme Bob, o Robert si desea un trato más formal. Me han contratado para llevarle hasta el nuevo Rio Escalante.

2-Sangre a La Luz De Las Llamas

Silbó de nuevo, en un tono diferente al anterior. Al poco, su yegua apareció y se reunió con él. El pistolero decidió esperar hasta el amanecer en Rio Escalante. Las sombras del ocaso ya estaban muy alargadas, la noche se precipitaría en aquel lugar. Y estaba cansado. Ayudó al casi ahorcado a abandonar el cadalso.

-Gracias, señor Dos Pistolas. Me llaman el Doctor -tendió la mano a su salvador, pero la retiró con incomodidad cuando su gesto quedó sin respuesta.

-No me dé las gracias -gruñó el cazador de recompensas-. Esto para mi es una obligación. Y no use ese maldito apodo conmigo. Me lo puso un plumilla de Tombstone al que se la tengo guardada.

-¿Y ahora?

-Ahora me ayudará a llevar esa carroña a algún rincón antes de que se enfríe del todo. Antes de que empiecen a aparecer los buitres y a mí me dé algo.

El Doctor, aun inquieto pero aliviado por seguir con vida, hizo lo que le decían. No dijo nada y lo tomó por el gesto de alguien víctima del agotamiento. Pero cuando arrastraban la fría carne del mestizo, se dio cuenta de que estaba equivocado. El gesto de Bob al tocar los muertos no era de cansado esfuerzo.

El contacto con aquellos cadáveres le causaba un fuerte e intenso dolor físico.

En cuanto oscureció, el Doctor condujo a Bob a lo que había sido el refugio de la banda. Una chabola semiderruida con una de las paredes y parte del techo sustituidos por la fuerte y castigada lona de una tienda de campaña. Por fortuna, la chimenea era de piedra y aún se podía usar.

-Tenían caballos, ¿verdad? -preguntó Bob.

-S... sí -el Doctor atizó de nuevo la madera en el hogar. Había costado que prendiera y quería asegurarse de que ardía como él esperaba-. ¿Dónde... me va a llevar?

-No balbucee. Es de lo más molesto. Le llevo a donde me han dicho que me pagarán por esta caza. Maldita sea que la recompensa por esos hijos de puta se quede sin cobrar. Sus socios valían dinero.

-¿Por qué?

-Eso no necesita saberlo -respondió con sequedad-. Duerma, le espera un largo camino. Yo velaré.

El otro hombre hizo como le ordenaban. Como si quisiera comprobar que era verdad, llevó la mano a su cuello por enésima vez. Continuaba libre del asfixiante abrazo del cáñamo trenzado. Al fin, cerró los ojos.

Los abrió de nuevo sumido en el pánico y se incorporó con una aterrada cautela. Había oído los alaridos de unas voces humanas suplicando clemencia. Casi a la vez, los asustados relinchos de sus caballos refugiados en los restos de una cabaña cercana. Habían sido las voces de los difuntos forajidos. Sus antiguos compañeros de fechorías.

Conocía esas voces casi mejor que la suya propia.
Bob permanecía sentado y en silencio, como un crótalo al acecho. Se rascó una mejilla, áspera a causa de un torpe afeitado.

-No ha sido una pesadilla -dijo sin mirarle-. A usted le espera otro destino. Duerma.

Un gélido sudor recorrió la columna vertebral del Doctor. Escuchó un lejano ruido, como de ganado en estampida. Unos cascos herrados que perseguían ese primer y lejano trueno animal. Lo que le heló incluso el mismo deseo de huir fue la dirección de la cual provenían aquellos sonidos.

Se escuchaban sobre el lugar en el cual se hallaban. En el cielo.

Bob bebió de un extraño frasco, ocultándolo a medias, casi de un modo furtivo. Se relamió tras un único trago, dejando ver un líquido reflejo carmesí a la llameante luz de la chimenea. Suspiró hastiado al notar los ojos del Doctor sobre él.

-Es sangre humana. No quiere saber por qué la bebo.

-Tiene razón, no quiero -El Doctor creyó ver como Bob proyectaba dos sombras sobre la pared de lona. Una de ellas muy poco humana y menos mortal. De inmediato lo atribuyó a lo vivido en las últimas horas. Su casi ahorcamiento, la lúgubre atmósfera que parecía radiar de su hosco salvador, aquellos sonidos y las palabras que el cazador de presas humanas acababa de pronunciar.

Sin duda, aquella visión no era más que un equívoco causado por las ondas que el viento provocaba al golpear aquella sucia y pobre lona. Unido a la cimbreante luz de las llamas, cualquiera podía ver cosas.

Al amanecer había descansado poco y mal. Bob prácticamente arrastró al Doctor a la ruinosa chabola en la que los forajidos alojaran sus caballos. Dentro había solo dos animales. Un caballo negro más mayor que joven y una yegua gris que resoplaba inquieta.

-Booo... calma muchacha -dijo Bob-. Enseguida nos marchamos. Deja que mire las alforjas. ¡Ah! Bien, bien. Sigue todo aquí. Podremos pagar el peaje sin probl...

-¡AH! -El Doctor boqueaba como un pez fuera del agua. Un fugaz rayo del amanecer atravesó la grieta abierta entre dos tablas, cayendo de lleno sobre el pistolero. En aquel momento no hubo duda posible. ¡Proyectaba dos sombras!

-¡Maldición! -renegó Bob. Antes de que pudiera alcanzarle, el otro hombre salió corriendo entre gritos de no querer acabar en el infierno-. Parece que nuestra partida va a retrasarse, nena.

El pistolero palmeó el lomo de su montura y salió corriendo tras el que había huido. En ningún momento acercó las manos a sus revólveres. Cuando le ordenaron aquella caza, habían insistido hasta el agobio.

El Doctor tenía que ser entregado con vida.


3-En Las Entrañas De Rio Escalante

Al tiempo que salía, Bob se agachó llevado por el instinto de la experiencia. El tablón roto falló en golpear su cráneo, estrellándose sobre su hombro derecho. Sin pausa, la suela de una bota machacó su costado, derribándole. Al límite de su visión, el Doctor dejó caer la madera y corrió por la pendiente que subía a la entrada de la exhausta mina.

-Hijo de puta... casi me parte las costillas -Se puso de pie con un quejido. El recuperar el aliento perdido por la patada le impidió iniciar la persecución de inmediato. Por puro instinto, dio un agudo silbido de asombro-. Como corre el bastardo.

En aquellos precisos segundos, su aterrada presa humana ya había recorrido más de la mitad del camino. Bob corrió con toda la velocidad que pudo dar a sus ansiosas zancadas. Que su presa lograra evadir la captura no sería bueno. Le fallaría a alguien tan justo como implacable. Siempre cumplía su palabra. Siempre.

Mientras corría cuesta arriba, una de las dos sombras se encaramó sobre la otra, más humana. Bob sintió de nuevo aquel malicioso cuchicheo que llegaba como un gélido azote de escarcha. Pronto tendría que volver a dar un sorbo. Tenía que haber dado un trago entero la noche anterior.

Pasó corriendo como un búfalo loco entre los abandonados restos del trabajo de minería. Picos oxidados de mango podrido y astillado, vagonetas sin ruedas, restos de sacos y faroles destrozados. Incluso una jaula de canario casi intacta. Por delante de él veía al Doctor alcanzando la ya oscura boca de la mina.

Justo antes de entrar alzó la voz sin volverse.

-¡No acabaré en el infierno, lo juro! ¡Se defenderme!

-¡Por tu bien, espero que no sea así! -Bob hablaba en serio. Si eran el tipo de defensas que imaginaba, debilitarían sus propias barreras. Eso no sería bueno para nadie.

El cazador de recompensas se detuvo en el mismo borde de la entrada. En parte por recuperar el aliento. También por acostumbrar los ojos a la oscuridad de aquellos túneles. Mientras lo hacía llevó sus manos a su cinturón, pero las retiró con un latigazo de memoria. Aquel coyote de hígado amarillo tenía que ser entregado vivo.
De preferencia ileso. Pero si le atacaban, no se andaría con remilgos de pisaverde.
Gruñó disgustado. Sus ojos descubrieron algo que no le agradó. Las paredes de roca estaban cubiertas con figuras pintadas. Algunas más reconocibles que otras, pero rodas de indudable origen indio.

-Creo que ya sé cuál es el origen de esta mina -Bob sintió un nuevo espasmo de frio que nada tenía que ver con la falta de luz solar a medida que arrastraba sus pasos por el suelo de tierra.

Se le acababa la paciencia. Tenía que provocar al Doctor de alguna manera. Continuó andando hasta que hubo más oscuridad que luz. Si continuaba tendría que hacerlo a ciegas, no podía permitirse el retroceder. Plantó los pies, separados a la altura de los hombros.

-¡Doctor! ¡No soy un hombre paciente! ¡Créame, corre más peligro si se resiste!

-¡Nooooo!

Bob se volvió. Desde su izquierda, a través de la entrada a una galería que no había visto, salió un nervioso montón de nudillos que se estrelló contra su ojo. Mientras retrocedían, golpeándose contra la irregular pared, los puños del Doctor se estrellaron contra su nariz.

El machacado apéndice goteó sangre, levantando un casi inaudible eco en el recinto subterráneo.
El Doctor jadeó con histeria animal. Atacó porque no podía retroceder más. El desconcierto inicial de su perseguidor le permitió embestir con la cabeza agachada y aplastar el vientre del hombre que tenía enfrente.

El cazarrecompensas dobló las rodillas. Alzó a medias la zurda, pero falto de aliento, casi sin fuerza. Estaba asustado. Ese frio murmullo estaba ganando fuerza. Se empezaba a convertir en algo físico.

-¡Ah! Nononononono -El Doctor detuvo sus nudillos a apenas el espesor de un pelo. La piel del pistolero había palidecido. Su aliento se condensaba en nubes de respiración escarchada. Vio como la sangre que goteaba de su machacada nariz se congelaba en una lágrima carmesí.

Pero lo que le sumió en el terror que acabo por paralizarle fue su voz. Transmitía una carencia de emoción absoluta. Sin embargo, aquel pausado tono le inspiró una inhumana cólera.

-Deténgase o muera -Bob obligó a sus manos a sacra el frasco que siempre llevaba en un bolsillo.

Tuvo que realizar un esfuerzo consciente para abrirlo, alzarlo y dar un trago. Una voluntad intrusa en su ser se resistía a ser contenida. Pero al fin, la furiosa voluntad y la roja libación lograron el efecto deseado.

-¡Por favor! ¡No me mate! ¡Le daré lo que quiera!

El pistolero con dos sombras miró con asco al Doctor. Este lloraba con una expresión tan patética que le hizo volver la cabeza con un asco que pocas veces había sentido.

-¿Qué le parece darme la satisfacción de hacer lo que yo diga? ¡Camine! Y deje de llorar, so miserable.

Bob animó al otro hombre a obedecer con una fuerte patada en las nalgas. Aquel retraso iba a ser la causa de algo que había querido evitar.


4-Jinetes Del Mediodía

El implacable sol del verano californiano caía como lanzas de plomo fundido entre las escasas y diminutas nubes. El calor calcinaba el polvo y abrasaba el aliento al respirar. No corría el viento. La única corriente de aire era la que levantaban las dos monturas con su paso. La sombra de un reseco árbol en el camino semejaba una arruinada telaraña compuesta de arterias carbonizadas.

Bob quería apresurarse, galopar hasta su destino. Pero aquella ola de calor reventaría a las bestias si no tenía cuidado. El retraso en la partida de Rio Escalante convertía en inevitable un encuentro que podría haberse ahorrado de no ser por el afán de huir de su presa.

El Doctor permanecía abatido en la silla de montar, casi tumbado sobre las crines de la bestia. El pistolero con dos sombras lo había maniatado a la misma de modo que no podía guiar al animal. Este caminaba al paso de la yegua de Bob, unidos ambos por una cuerda que iba de una silla a otra.

Marchaban casi al paso, sin prisa pero sin pausa. Había otro motivo para la inquietud de Bob, pero sabía cómo aplacarlo cuando se presentara. En aquel momento solo le preocupaba lidiar con lo que sabía que iba a lanzarle.

-Amigo, viendo cómo ha reaccionado allí atrás, me sorprende que no haya muerto antes de puro miedo. Porque sabe cuál es su destino, ¿verdad? sabe ante quien le llevo.

El Doctor levantó la vista. No recuperó la dignidad, pero su gesto sí que mostraba con fuerza algo que el cazador de recompensas estaba habituado a ver, más que ninguna otra expresión en un rostro humano.
El más sincero y puro odio.

-¿Por qué hace esto? -Agitó la cabeza y espantó una mosca que buscaba su mejilla, pringosa de sudor, polvo y lágrimas-. ¿Es que no conoce la piedad?

-Porque soy un profesional -sentenció Bob con un tono inapelable-. Ahora cállese. No se mueva. No haga nada. No respire siquiera. Hay cosas peores que la muerte, créame.

El Doctor se echó hacia atrás en su montura, acobardado. Creyó que le habían amenazado cuando vio que Bob empuñaba uno de sus revólveres y echaba hacia atrás el percutor del arma. Parecía un escorpión de acero y pólvora a punto de clavar su ardiente aguijón de plomo.
No fue hasta que el pistolero se volvió al frente y escuchó los bramidos que se dio cuenta. Le había hecho una genuina advertencia.

El camino, en aquella parte de california, describía una pendiente tan prolongada como casi imperceptible. Por delante se veía una nube de polvo quemado por el sol, cada vez más cerca. Justo por delante de aquella masa de suciedad, la fuente de los cada vez más cercanos bramidos.
Parecía un puma, pero de aspecto demacrado, casi muerto de hambre. A medida que su antinatural velocidad lo acercaba, el sol desveló un inquietante brillo metálico en sus fauces. Rugía de manera constante, con una cualidad casi humana.
Bob sentía como el corazón golpeaba frenético contra sus costillas. Otros tiradores confiaban en la rapidez para hacer blanco. El prefería tomarse su tiempo para apuntar, por poco que fuera en aquella ocasión.

Alargó el brazo, apuntando al cráneo del famélico felino, que continuaba su imposible carrera. El sol resbaló por el metal, casi destellando en la punta. Bob apretó el gatillo cuando estaba a punto de ver el blanco de los ojos del esquelético puma.

El revolver tronó, escupiendo el proyectil. Apenas lo hizo, detonó dos veces más. La primera bala rebotó contra el lomo de la criatura como un dólar de plata contra una tela tirante en exceso. Las dos siguientes perforaron el cráneo de la bestia, deteniéndola de inmediato.

La descarga no acabó ahí. El pistolero vació el resto del tambor sobre el terrible animal. Sacudió las riendas y aunque a regañadientes, se acercó hasta aquella criatura. Arrastrado por la cuerda que unía a los dos animales, el caballo del Doctor se vio obligado a seguir a la yegua.

¡Aquella bestia aún se movía! Vista de cerca, su malnutrición era aterradora. De modo literal era poco más que mugriento pellejo sarnoso y marcados huesos. Las cinco balas que habían perforado su cráneo parecían haberle frenado. Pero aquella criatura aún permanecía erguida sobre sus patas. Estas se estremecían con un temblor tan patético que inspiraba más repulsa que temor.
Con una seca orden, Bob hizo que la yegua alzara las patas delanteras. Los cascos herrados derribaron y machacaron aquel cuerpo consumido. Batieron su desnutrido ser en un crujiente repicar de muerte que no se detuvo hasta que el jinete forzó a su montura a detenerse.
El hombre con dos sombras observó aquellos patéticos restos como quien espera ver algo de lo que ha oído hablar pero jamás ha contemplado en persona. Cuando por fin sucedió, asintió con resignada inquietud. Un antinatural hábito aun animaba al gran felino. Un agudo sonido como de matraca. Huesuda indicó un intento de rugido.

Bob sacudió las riendas, reanudando su marcha. A un lado, sobre su propia silla de montar, el Doctor recuperó su abatido gesto. No tenía fuerzas para ello ya. El cazador de recompensas comenzó a sentir una impaciente expectación. En pocas horas llegaría a su destino. Con suerte y si no había más encuentros como aquel, antes de que oscureciera.


5-Una Deuda Pagada La encrucijada era de inusual anchura. Cada uno de sus cuatro brazos permitía el paso de tres hombres a caballo, hombro con hombro. El suelo estaba marcado con las cicatrices del paso de diligencias, carromatos, cascos herrados, pezuñas, botas militares e incluso pies desnudos. El viento echaba contra los dos jinetes el polvo que su propio paso levantaba.

Sin detener el paso de su yegua, Bob se cubrió el rostro con el pañuelo que llevaba al cuello. Aquel casi vendaval hacía que la marcha fuera como atravesar una niebla parada y asfixiante. Apenas duró unos momentos que se le hicieron eternos al jinete.
Cuando su vista se despejó vio que de hecho la encrucijada estaba a su vista. Las sombras ni siquiera habían comenzado a alargarse. El bravo sol de California seguía quemando la tierra con rabia.

A medida que las dos monturas se acercaban, Bob vio una figura de pie en medio del cruce. Era un hombre negro, delgado y de edad indefinida. Vestía pantalón y camisa negros, levita del mismo color y sombrero hongo. Una inquietante sonrisa de cruel satisfacción partía su rostro como un largo tajo.
Apoyaba los puños en un ornado bastón de madera oscura, con las piernas muy abiertas. Su postura transmitía sinceridad. Pero también una cualidad implacable y sin piedad que poco tenía de humana. Cuando los dos hombres llegaron a su altura, habló. Su voz era grave, sensual y casi mesmérica. Era casi imposible no prestar atención a lo que decía.

-Llegas tarde. No me gusta esperar, hombre.

-Me retrasaron -se defendió Bob-. Hubiera llegado antes, pero...

-¡Silencio! No me dirigía a ti -le interrumpió el negro.

El Doctor se enderezó a medias, con el rostro devastado por un llanto patético, más propio de un animal que de un ser humano.

-¡Otros tomaron esa decisión por mí! ¡No estoy obligado a pagar ninguna deuda!

-La prostituta que te parió hizo una promesa. Tendré lo prometido. De un modo u otro.

Bob intentó no pensar en aquellas palabras, sin demasiado éxito. Certezas a medias, ideas esquivas y escurridizos temores tremolaban en su mente. Como si su cerebro fuera una sartén demasiado caliente, mil y un hechos intuidos saltaban. Crepitaban contra su cráneo, casi molesto por el lúgubre sol californiano.
Casi dejó de pensar cuando sintió algo que le inspiró el más genuino miedo que había sentido en mucho, mucho tiempo.
Aquella gélida presencia fundida con su alma. El detritus espiritual que aplacaba con libaciones de sangre humana. ¡Tenía miedo! Aquel negro le provocaba un pánico atroz. El pistolero casi rió con mezquina satisfacción.

-¡Os lo suplico! ¡Renunciad! Dejad que marche, por favor.

Aquellas palabras tuvieron un inquietante efecto. Aquel hombre (aunque el cazador de recompensas lo dudaba), se quedó rígido. Un frio tan real como fugaz y repentino le puso la piel de gallina.

-Jamás. Nunca faltaré en cumplir mi parte de trato alguno. Jamás -repitió, con un acento de determinada y gélida ira-. En unos momentos sabrás que sucede cuando alguien me traiciona.

Sin decir nada, Bob se inclinó sobre la silla de montar de su presa. Mientras desataba la cuerda que la había unido a la suya propia, casi se sintió decepcionado. El Doctor no intentó una última y desesperada huida de aquella situación. Por una vez, que quien había cazado fuera culpable de atraco, asesinato, robo de ganado, contrabando, falsificación de moneda, caza furtiva y jugar con naipes marcados no hizo más agradable su entrega.
Tendió la cuerda al negro, con cuidado de no tocar su piel.

-¿Qué hay de mi paga? -Contuvo las ganas de decir nada más. Su instinto le decía que lo más juicioso en aquella situación era mantener una actitud lo más formal y profesional posible.

El sol de California se inclinaba cada vez más hacia el horizonte, pero el calor no disminuía. De hecho, el viento que levantaba remolinos de polvo parecía empujar todo el pesado calor hacia el centro de la encrucijada, sobre el hombre de piel negra como el hollín.
Indiferente a todo aquello, alzó la vista hacia Bob. Habló con un gesto de satisfecho asentimiento.

-Ha cumplido con su parte. Eso es bueno -Metió la mano en uno de los bolsillos de su levita y la sacó de nuevo mostrando una pesada pepita de oro que el cazador de recompensas aceptó de inmediato-. Tiene el valor exacto.

-Lo sé -Bob la guardó en una de las alforjas. De la otra sacó una caja que el negro aceptó de inmediato-. Para pagar mí seguro abandono en libertad de este lugar.

Tabaco de Virginia, dulces españoles y licor de pantano de Nueva Orleans. Lo mejor.

-Lamentaré la partida. Pero has cumplido y eso es algo que honraré.

-Yo celebraré marcharme -replicó con sinceridad. Se había dado cuenta de un detalle que detuvo la sangre en sus arterias. La sombra de aquel individuo se proyectaba de forma correcta. Pero mientras su amo permanecía casi inmóvil, aquella oscura silueta se movía en truculento desafío. Se retorcía como si el mero contacto con aquella tierra le causara un insoportable padecimiento.
Echó un último y fugaz vistazo al Doctor. Abatido y derrotado, parecía más muerto que vivo. Sacudió las riendas de su montura y se alejó de aquel cruce al galope, hacia el norte.
Sin mirar atrás.


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3 comentarios:

  1. Buena historia, no conocía el personaje, muy interesante.

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  2. El autor al habla (lo del nick es por un blog que mantuve):

    ¡Muchas gracias! Bob Dos Pistolas es un personaje que sale en otra historia mia (aunque poco, eso si), en el tercer volumen de la serie Weird West. Me apetecia que se viera un poco más del mismo.

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