The Shadow nº08


Título: La Banda de los Autómatas (I)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Michael Stribling
Publicado en: Diciembre 2016

¿Por qué la ciudad de Nueva York está tan tranquila en los últimos tiempos?
¿Qué sucede cuando un grupo de músicos robot interrumpe la tranquilidad del Cobalt Club? Eso, solo La Sombra lo sabe.
¿Quién conoce el mal que acecha en el corazón de los hombres?

Creado por Walter B. Gibson

 


 

Eleanor Lancaster nunca se sentía cómoda en sus visitas al Cobalt Club. Pese a que los fósiles más retrógrados seguían prefiriendo la reclusión de la biblioteca al café de la planta baja, no eran pocos quienes parecían contemplar su mesa con reproche. Aunque los observadores la incomodaban menos que las miradas insinuantes de Elisabeth Barth. Más de tres meses de espionaje la habían llevado a proporcionar a La Sombra informaciones útiles para resolver varios casos; en contrapartida, había establecido con la agente una relación cada vez más complicada de gestionar.
Un puntapié en el tobillo derecho la obligó a regresar a la realidad del café.
—Bienvenida al mundo real, Alicia —saludó burlona Elisabeth, indiferente al gruñido de Eleanor. Esta no replicó, demasiado tensa por la mención de su auténtico nombre—. Ahora, si has dejado de perseguir conejos blancos, que tal si me dices qué te apetece hacer cuando salgamos del santuario.
—No sé —respondió con fingida indiferencia, mientras jugueteaba con los gemelos de la camisa de la otra—. Podríamos ir al restaurante francés que han abierto cerca del Metrolite.
—No es mala idea… Aunque también podríamos ir a mi apartamento. Cocinar yo alguna de mis especialidades y de postre… podríamos dejar de comportarnos como dos monjas octogenarias.
La detective acarició la mano de Eleanor, provocando el rubor de la espía. Las miradas reprobatorias de algunos socios podían ser ilusorias, pero una era muy real. La del comisario Weston, sentado un par de mesas a su derecha.
—¡Elisabeth! —susurró Eleanor—. El comisario…
La agente tomó su Manhattan en una mano y saludó a Weston haciendo un brindis. Dio un trago a la bebida, mientras su superior giraba la cabeza y fingía mirar el vacío con gesto avinagrado.
—El comisario sabe que, cada vez que alguien pide su expulsión del club por usarlo como oficina particular, Lamont Cranston y yo somos sus principales valedores entre los socios vitalicios. ¿Qué me dices de mi propuesta?
Eleanor vaciló unos instantes. Era complicado idear nuevas excusas con alguien con quien no resultaban plausibles las mentiras sobre ciclos hormonales, y no solo porque tuviese buena memoria.
—Terminamos la copa y… —Dirigió la mirada a la puerta y sonrió levemente—. Hablando de Cranston. Parece que el comisario tendrá compañía. No sabía que estaba de vuelta en Nueva York —añadió, sin apartar la mirada del recién llegado, intentando dilucidar si se trataba del auténtico millonario o de La Sombra.
Sin éxito. Eleanor sabía que su jefe usaba a veces el rostro de Cranston, pero ni conocía la verdadera identidad del vigilante, ni se sentía capaz de distinguir original y copia. Al menos, por separado.
—Ya sabes cómo es Cranston —susurró Elisabeth, mientras devolvía al millonario un saludo más cortés de lo común en ella—, inquieto como un bast. Un día está cazando elefantes en África y al siguiente tomando whisky entre momias neoyorquinas.
Eleanor dio un trago a su propia copa mientras contenía una sonrisa.

Si Eleanor hubiese visto el brillo rojizo que se adueñó durante unos segundos de la mirada del recién llegado, habría tenido clara su identidad. Sin embargo, en esta ocasión La Sombra también respondía a la descripción realizada por Elisabeth Barth. Aun ajeno a las debilidades humanas, empezaba a sentirse inquieto. La ciudad estaba demasiado tranquila. Sus archivos estaban llenos de noticias sobre desapariciones de criminales, siendo la más notoria la sufrida por la banda Crane. Nadie, ni siquiera sus agentes o él mismo en sus incursiones de incógnito en los bajos fondos, había encontrado pistas sobre su paradero. Eso, por sí solo, suponía un indicio. Aunque el hombre que lo saludaba ahora con esa mezcla única de altivez y servilismo no compartiría su opinión.
Pronto lo probó con una soporífera narración autocomplaciente sobre el descenso de crímenes en la ciudad, del que Weston casi parecía el máximo responsable. La Sombra no necesitaba disimular el gesto de aburrimiento típico de su disfraz.
—Bueno —bostezó interrumpiendo el monólogo—. Creo que a sus hombres aún le quedan algunos flecos por cortar ¿no? Por lo que he leído en los diarios esa banda Kane aún está en paradero desconocido.
—Crane —lo corrigió Weston con sequedad, antes de atusarse los bigotes encerados y adoptar un tono más petulante—. Eso, precisamente, demuestra el éxito que estamos teniendo. Ahora mismo esos criminales están ocultos lejos de Nueva York, por miedo a nuestra policía. Además, si ha leído bien sus diarios, sabrá que, gracias a nuestra oportuna intervención, escaparon con un botín ridículo, ampliamente cubierto por el seguro.
La Sombra sonrió para sus adentros. Él había abortado el robo de la cámara acorazada; los agentes habían estorbado sus maniobras y propiciado la huida de los ladrones sin pretenderlo.
—Eso sin contar que tendrán imposible gastar ese dinero porque no se llevaron los registros del…
Las palabras del comisario murieron en sus labios para dar paso a una mueca de sorpresa, compartida por todos los congregados, incluido Cranston. La Sombra estaba preparando para muchos imprevistos, pero entre ellos no figuraba escuchar dentro de las fronteras del tranquilo club una versión instrumental desafinada de Amazing Grace.
Los autores de semejante estruendo eran conjunto de visitantes más extraño jamás visto en el lugar. Eran más de una docena, ninguno más alto que un niño de unos nueve años; todos iban tocando algún instrumento, salvo dos majorettes que movían sus bastones con idéntica gracia a la puesta por sus compañeros en la interpretación musical. La condición de féminas se adivinaba por las faldas mal cosidas que vestían ambas, pues sus cuerpos metálicos no presentaban las curvas propias de su sexo, ni siquiera se insinuaban unos senos en sus relucientes torsos desnudos.
Dirigiendo a la peculiar banda de robots, batuta en mano, estaba un hombre de melena cana y desastrada, vestido con un traje arrugado dos tallas mayor de lo necesario para cubrir su cuerpo flaco y encorvado. Un observador casual se habría sentido tentado a ofrecerle una limosna. Sin embargo, George Van Hutton era uno de los hombres más ricos de la ciudad, amén de un investigador inquieto, brillante y excéntrico.
La música alcanzó su estridente cenit. Van Hutton bajó los brazos y sus creaciones fueron deteniéndose, generando una cacofonía propia de un coro de gatos callejeros en celo.
—No ha estado mal, pero tenemos que seguir afinando —dijo el investigador a su orquesta, en tono de maestra de escuela.
Los autómatas bajaron la cabeza.
—Pero eso será otro día. Ahora, saludad a nuestro público.
Los músicos se giraron hacia los laterales de forma alterna y se inclinaron en una reverencia, mejor sincronizada que su interpretación previa. La Sombra, pese a su fingida indiferencia, no se perdía ningún detalle, ni de los gestos de Van Hutton, ni de las actitudes de los espectadores. La mayoría empezaba a mirar a los robots con interés. Solo Weston, que no había perdido la expresión severa y Elisabeth Barth, que miraba al grupo con ironía, suponían una excepción.
—Señores, señoritas —dijo Van Hutton inclinándose en dirección a la mesa de Eleanor—. Hoy el Destino les ha elegido para ser parte de la Historia. Tras largos años de investigación, ustedes serán los primeros testigos del buen funcionamiento de mis Hombres de Metal.
El científico abarcó con un gesto de los brazos sus creaciones, ante su expectante audiencia a la que se habían unido algunos socios de la planta superior.
—Un día, en un futuro no muy lejano, ellos harán más cómodas nuestras vidas.
Cranston entrecerró los párpados; durante unos segundos, la chispa rojiza propia de La Sombra brilló en sus ojos. Pero la circunstancia no fue observada por nadie, ni siquiera por Van Hutton.
—Cuénteles eso a nuestros criados o a los trabajadores de mi fábrica —le contestó alguien.
—Precisamente, señor Wagner, seguro que su chófer agradecería tener el maletero un pequeño ayudante que le facilitase, por ejemplo, la tarea de cambiar una rueda pinchada… y sus trabajadores se sentirían contentos de no tener que llevar en un cinturón todas sus herramientas… Los hijos de mi talento no vienen a sustituirnos, sino a ayudarnos.
El inventor recorrió a la enmudecida concurrencia con la mirada; su gesto parecía sereno, benigno incluso, pero no engañaba a La Sombra.
—No les pido que me crean a ciegas, sino que me dejen demostrárselo. Hoy algunos de ustedes se llevarán a sus casas a uno de mis hijos. Dejen que ayude a su criada a limpiar al sótano, que su perro se acostumbre a lamer su piel metálica, dejen que los ayuden en tareas enojosas. Si dentro de quince o veinte días, todo dependerá de que localice a un secretario que me ayude a mecanografiar los datos, siguen contentos, les proporcionaré instrucciones para aprovechar al máximo sus prestaciones. Si no, dejaremos que sean otros quienes les den una oportunidad.
—¿Y cuánto nos costará todo eso? —preguntó Wagner.
—La información que puedan proporcionarme sobre el funcionamiento de los prototipos será más valiosa que cualquier cheque. Más adelante, si todo sigue según lo planeado, les ofreceré la posibilidad de convertirse en inversores del proyecto, pero nadie está obligado a nada.
»Pero, eso será en otro momento. Ahora, repartamos hijos afortunados. Señor Cranston, estoy seguro de que a Bill le encantará escuchar sus aventuras africanas —afirmó Van Hutton, mientras cogía a un autómata de una mano y lo acompañaba hasta la mesa de La Sombra.
El gesto de Weston se avinagró aún más al ver a Cranston aceptar el presente con su impasibilidad habitual.
—Oh, no se enoje, comisario. También hay regalo para usted. Eva, le dará el toque femenino a su vida de solterón que esta necesita.
Una de las majorettes se separó del grupo para colocarse al lado de Weston. Poco a poco, Van Hutton fue repartiendo robots entre los congregados. Wagner no estuvo entre los agraciados, al contrario que Elisabeth Barth. La Sombra había anotado mentalmente el nombre de cada uno de los agraciados y de sus nuevos sirvientes; también las parcas instrucciones que Van Hutton les había dado sobre el funcionamiento de sus creaciones.
El investigador conversaba con un grupo de afortunados cuando Cranston se despidió de Weston.
—Vamos, Bill —ordenó La Sombra—. Ya tengo a quien me limpie mi colección de fetiches africanos.
—¿De verdad va a quedarse ese… ese monigote? —preguntó Weston, mirando con desprecio a su Eva.
—Por supuesto —bostezó Cranston—. Un brujo me enseñó hace tiempo que no es sensato rechazar ciertos regalos.
Sin esperar respuesta, continuó camino. Había llegado a la altura de la mesa de Eleanor cuando miró al comisario con el rabillo del ojo y lo vio conversando con Terence Wagner. El industrial no parecía complacido y pronto puso airado rumbo hacia la salida. La Sombra se detuvo unos instantes cerca de la mesa de su agente. Tanto ella como Elisabeth estaban demasiado concentradas en el robot como para notar el espionaje.
—Pues a mí me parece simpático —oyó decir a su agente.
—Todo tuyo. No pienso dejar que eso ponga las zarpas sobre mis novelas guarras —contestó la detective con un bufido.
Cuando se perdía por la puerta del café, La Sombra escuchó retazos de una conversación sobre el Metrolite y restaurantes franceses. Barth no parecía demasiado contenta con el plan, pero Cranston apenas le prestó atención. En ese momento, no pensaba en Eleanor y los problemas derivados de sus labores de espionaje, sino en científicos excéntricos necesitados de un buen secretario.


II

Una negrura insondable invadía la habitación, el único foco de iluminación era una luz azulada bajo la que se movían, incansables, dos manos como arañas blanquecinas. La Sombra estaba en su santuario.
El vigilante tomó una pluma, en brillante tinta azul claro escribió un nombre: George Van Hutton. En los últimos tiempos los fondos del millonario habían sufrido una considerable merma, debido a gastos de investigación. Aunque eso no explicaba toda la sangría. También parecía estar comprando otros locales del centro industrial, a través de testaferros.
Las letras se fueron evaporando de la hoja como borradas por una mano invisible.
La Sombra hizo otra anotación. 4 de junio  . Van Hutton había dado la tarde libre a Harry Vincent para esa fecha, pese a no haber terminado el trabajo con los manuales.
El vigilante volvió a escribir sobre el papel, esta vez un nombre. Bruce Irving Lions, a su lado trazó un «BILL» en letras de molde. Bajo la primera entrada, escribió Violet Eden Archer y, junto a esto, «EVA». Continuó escribiendo hasta completar una lista que comprendía los alias de todos los robots creados por Van Hutton. A medida que avanzaba, los primeros nombres se iban desvaneciendo, pero habían quedado grabados en la memoria de La Sombra. Como también lo estaba la lista de criminales desaparecidos. No todos ellos estaban en el listado que acababa de desarrollar, pero el alias de cada uno de los robots tenía su correspondencia más o menos directa con las iniciales de algún desaparecido. Había otro detalle significativo, esta vez referente a los agraciados con la cesión de los autómatas: salvo Weston, todos acostumbraban a guardar importantes cantidades de fondos en sus casas o eran coleccionistas de objetos que podían alcanzar precios elevados en el mercado negro.
Una risa reverberó en la negrura. La luz se apagó. Pocos segundos después, se encendía otra en un cuarto contiguo. Uno de los laboratorios de La Sombra. En una esquina, lo esperaba Bill. Tenía la cabeza agachada, los ojos opacos. El grueso cable que conectaba el centro de su nuca con la parte alta de su espalda colgaba como una grotesca coleta. No había sido fácil, pero el vigilante había logrado encontrar el modo de desconectarlo. Había sido su único avance con el robot. Fuera de eso, no había logrado localizar el modo de desmontarlo. Carecía de tornillos o juntas evidentes. En algunas zonas, como las palmas de las mano o el pecho, la lupa le había permitido ver líneas circulares que podían indicar la existencia de un compartimento, similar al que había que presionar en la espalda del autómata para abrir el panel desde el que se podía encenderlo y apagarlo. Ni con presiones ni usando herramientas había logrado que ninguno cediese. El vigilante centró la atención sobre la mesa de trabajo. Sobre ella descansaba una pistola de cañón ancho, dotada de un cargador en su parte superior. A su lado, descansaban más de una veintena de dardos. La punta de estos estaba protegida por un grupo de pequeñas patillas cerradas.
La Sombra se acomodó en la silla y empezó a trabajar sobre el arma. De vez en cuando, miraba de reojo a su compañero de habitación.




III
 
Harry Vincent empezaba a experimentar una sensación similar a cuando era niño y su madre le encargaba alguna tarea innecesaria para tenerlo entretenido. No había logrado recabar ninguna información útil sobre los robots. En lo referente a las instrucciones para los flamantes propietarios, Van Hutton solo le había dictado generalidades sobre comandos de voz. No había podido acceder a los planos de los ingenios, tampoco sabía dónde creaba el inventor sus criaturas. La primera planta del edificio donde se ubicaba la oficina parecía llevar un tiempo en desuso, pero eso no impedía que existiesen cuartos secretos o algún pasaje a otro lugar. La presencia de Van Hutton era esquiva; su despacho particular, terreno vedado para Harry.
Mientras esperaba a localizar información útil, Harry se dedicaba a pasar a máquina los historias de Van Hutton sobre antiguos experimentos exitosos y a recopilar planos y datos sobre los mismos. El millonario parecía estar preparando una biografía, pero el agente de La Sombra dudaba de sus verdaderas intenciones. Más bien parecía buscar tener a su empleado siempre entretenido. La cuestión era ¿Por qué? ¿Miedo a algún rival? Eso podía explicar porque Van Hutton había instalado la oficina en la planta subterránea de un edificio comprado mediante testaferro.
Harry guardó las últimas notas transcritas en la carpetilla correspondiente y se dirigió al despacho de su jefe. Llamó a la puerta un par de veces antes de abrirla.
—Señor Van Hutton, he terminado de transcribir los informes del proyecto Dante. ¿Podría... ?
La voz del agente de La Sombra murió antes de terminar la frase. El despacho estaba vacío, cuando un par de horas antes el inventor había dicho que iba a revisar unos informes y no deseaba ser molestado. El despacho no tenía más salida, al menos salida no clandestina, que la puerta abierta por Harry.
El joven contuvo una sonrisa. Esa era la oportunidad que había estado esperando. Cerró la puerta a su espalda y procedió a registrar el despacho en busca de alguna pista útil, atento tanto a ruidos o movimientos sospechosos, como a descubrir dónde podía ubicarse el pasaje usado por Van Hutton. Los cajones de la mesa no parecían ocultar compartimientos secretos, tampoco información útil. Y estudiar los dos archivadores podría llevarle demasiado tiempo. Se fijó en un pequeño mueble, parecido a un minibar, que servía de peana a una versión reducida de los músicos autómatas. A aquel no le relucían los ojos ni parecía ser capaz de moverse, pues daba la impresión de ser una maqueta en barro. El espía se agachó al lado del mueble. Tentó su superficie hasta dar con el resorte que abría la parte frontal. Al inclinarse para revisar su contenido sintió otro movimiento. La figura decorativa había movido la cabeza y, ahora, sus ojos refulgían. Abrió la boca.
Harry se encontró rodeado por una nube de gas que no tardó en sumirlo en una profunda inconsciencia.


IV

Eva se había convertido en el juguete favorito de la brigada, tras haber dejado Weston a la autómata en el despacho compartido por Cardona y otros agentes. Los policías la habían adornado con una colección variopinta de baratijas y tocado con un sombrero. Los únicos que no habían caído en el juego eran Joe y Elisabeth Barth. La robot ni agradecía ni despreciaba los presentes. Permanecía siempre apagada.
—Al próximo gilipollas que me toque los cojones hoy, le reviento los huevos de una patada.
Cardona levantó la mirada del informe que estaba leyendo, antes de perder su imperturbabilidad habitual para mostrar un gesto de sorpresa. No le extrañaban el tono ni las palabras de la detective más gruñona de toda la Policía de Nueva York, pero si sus ropas. Cuando había salido a investigar , Elisabeth vestía su habitual gabardina arrugada; ahora lucía pantalones negros y una cazadora de piel a tono.
—¿Qué le ha pasado a tu gabardina?
—Ha muerto en acto de servicio —contestó ella, dejándose caer sobre la silla situada frente a la mesa de Cardona—. Será mejor que te cuente toda la historia. Fui al edificio donde vive el tipo que, según ese gusano de Carletti había seducido con malas artes a su hermana y la tenía poco más que secuestrada.
Joe hizo un gesto de asentimiento. Carletti era un abogado de Manhattan que había denunciado al amante de su hermana por secuestro. Su historia no parecía tener demasiada base, pero el tipo era el típico chinche al que era mejor tener contento.
—Cuando llegué a la planta donde viven la hermana y el amante, se oían gritos a través de la puerta y había un par de arpías resecas asomadas al pasillo y cotorreando sobre los gritos... Estos no parecían demasiado aterrorizados, pero logré convencer al portero para que me abriese con la llave maestra.
»No tardé en localizar a la parejita en el dormitorio. ¡Joder cómo disfrutaban! No se enteraron de mi presencia, ella estaba aferrada al cabecero de la cama como en éxtasis, y él demasiado entusiasmado comiéndole el coño. Me deslicé fuera de allí, les conté a las dos brujas que el único delito era que otra gente no disfrutase follando tanto como ese par —en ese punto, Cardona alzó una ceja, pero no perdió el gesto imperturbable— y fui a contarle lo sucedido a nuestro amigo el picapleitos.
—Dime que no tenemos que temer una demanda por brutalidad policial.
—En todo caso, será la señora Carletti la que se tenga que enfrentar a una por agresión a la autoridad. La cuestión es que fui allí, le conté a ese mendrugo que lo único que había visto era a una pareja disfrutando de su mutua compañía, pero él seguía en sus trece. Incluso empezó a ladrar memeces sobre sobornos y corrupción policial. Tuve que contener las ganas de decirle que los pezones de su virginal hermanita habrían podido taladrar la madera.
Joe soltó una tosecita incómoda. Cuando Barth se había incorporado a la Brigada, algunos compañeros, poco acostumbrados a las mujeres detectives e incómodos del parentesco de la joven con el antiguo comisario, habían intentado incomodarla haciendo gala de un lenguaje soez y contando chistes verdes. No habían tardado en ser ellos los sonrojados.
—Pero logré contenerme y limitarme a decirle que se estaba jugando un arresto. En ese momento, su mujer saltó en su ayuda, y me tiró una tartera con salta de tomate por encima. Probé la salsa, le dije que no tenía ni puta idea de cocinar... Y los dejé allí, en medio del pasillo, mirándose con gesto acojonado.
—¿Estás de broma? —preguntó Cardona, conteniendo una sonrisa inapropiada para su cargo.
—Nunca bromeo sobre temas importantes como una buena salsa de tomate —rio Elisabeth.
Parecía que la iba a añadir algo a su réplica pero, en ese momento, la agente empalideció.
—¡Cuidado, Joe! —gritó.
Sin darle ocasión de preguntar qué sucedía, la agente se lanzó debajo de la mesa y propinó una patada a la silla giratoria del Inspector, lanzándolo contra la pared situada a su espalda.  Joe aún estaba en ruta cuando un tronar de pólvora estremeció el despacho y las balas acribillaron el aire ahí donde él estuviera segundos antes. Creyó oír un grito. Pero estaba demasiado excitado como para identificar su procedencia.
De pronto, el canto de metralleta se detuvo.
Eva se había despertado. Tenía alzadas las manos, mostrando las palmas, y los cañones recién abiertos en la superficie de estas; sus ojos brillaban con furia homicida. También parecía haber crecido. Al menos, sus piernas y brazos. La autómata se desentendió de Joe y avanzó hacia el centro del despacho, con parsimonia de un vaquero al inicio de un duelo.
Nadie se atrevía a dispararle. Tanto Joe como Elisabeth acababan de desenfundar sus armas, pero los otros cuatro agentes reunidos en el despacho, pese a apuntar hacia la agresora, parecían incapaces de presionar los gatillos. En el umbral de la puerta, situada frente a la mesa de Cardona, asomaban los pies de un cuerpo caído en el suelo.
Eva alzó los brazos. Las balas volvieron a tronar.  Sus disparos astillaban la madera, pasaban cada vez más cerca de los agentes parapetados tras sus mesas. La balas de los hombres rebotaban contra la carcasa metálica. Por eso Cardona había dejado de disparar. Su compañera, sin embargo, seguía apretando el gatillo. Iba a gritarle que estaba malgastando la munición cuando se fijó que las balas de la agente tenían un blanco concreto: el cable que unía el tronco y la cabeza del ingenio. Aunque no lograba alcanzarlo. Joe iba a unirsele cuando Eva alargó el brazo izquierdo hacia ellos y, sin molestarse en girar la cabeza, disparó.
Las balas arrancaron una lluvia de astilla de madera, sin alcanzar a ninguno de los dos agentes; algunos proyectiles, sin embargo, pasaron muy cerca de Elisabeth, que se vio obligada a reptar hasta el extremo opuesto de la mesa para unirse a Joe tras el parapeto del lateral derecho del mueble. Sin más disparos de ese lado, arreciando la pólvora desde el otro frente, Eva volvió a desentenderse de la pareja.
Cardona alzó el revólver, dispuesto a triunfar allí donde su compañera había fallado, pero Elisabeth lo agarró por la muñeca, y le hizo un gesto de negación.
—Yo lo tumbo —susurró—. Tú intentas arrancar el cable.
La agente dejó su pistola en el suelo y, caminando en con las piernas flexionadas, casi en cuclillas, y apoyada en las manos avanzó silenciosa hacia Eva. Otra persona habría parecido torpe y ridícula avanzado en semejante postura; la detective recordaba a una pantera dispuesta a abalanzarse sobre su presa. Joe se asomó por el parapeto, dispuesto a realizar su cometido, pero sin atreverse a correr el riesgo de ser herido por una bala perdida, pese a que los disparos de sus compañeros habían vuelto a espaciarse. Elisabeth se quedó parada, durante un segundo su cabello semejó erizarse; luego saltó. Placó a la autómata sin dejarse atemorizar por las balas que silbaron sobre su cabeza. Joe esperó unos segundos, mientras su compañera luchaba por mantener atrapada a una robot que se revolvía como un caballo encabritado. Dos disparos más retumbaron en la sala. Luego la pólvora dejó de tronar.
Cardona no desaprovechó la oportunidad. Corrió hacia las dos contendientes y aferró con fuerza el cable, antes de dar un enérgico tirón. No había esperado triunfar al primer intento; sin embargo, el tuvo se separó del tronco de Eva con tanta facilidad que Joe estuvo a punto de caer al suelo. La autómata dejó de forcejear. Aun así, Liz no la soltó.
Los dos agentes se miraron. Cardona iba a hacer un comentario cuando percibió un chisporroteo en los ojos de Eva. Antes de que pudiese lanzar un grito de advertencia el brazo de la autómata salió disparado en su dirección y lo golpeó con fuerza suficiente como para lanzarlo contra una mesa cercana. El mueble se tambaleó, llovieron lápices y bolígrafos al suelo, mientras Elisabeht volvía a pugnar por mantener atrapada a la robot encabritada. Dos compañeros se acercaron a las contendientes, pero parecían incapaces de ayudar. Joe alargó la mano, en busca de algo útil. Pero solo localizó un afilado lapicero. Iba a lanzarlo al suelo cuando su mirada se posó en el cuello de Eva. Y allí lo vio, pequeño como una moneda de diez centavos, un hueco en la nuca, tapado hasta ese momento por la sombra del cable.
Joe lanzó un rugido animal y se lanzó sobre la autómata; clavó con furia el lápiz en el hueco. Un chillido heló la sangre de todos los congregados. Eva siguió debatiéndose, pero Cardona hundió el arma improvisada más profundamente y creyó atravesar una masa blanda. Por fin, los ojos de la robot se apagaron.
Todos quedaron inmóviles en sus puestos. Elisabeth se dejó caer sentada sobre el suelo al lado de Joe.
—Parece que has acabado con esa hija de puta, Joe —jadeó la agente.
Él se limitó a asentir, antes de ordenar a Markham que comprobase cómo estaba el hombre caído en el umbral e interesarse por el estado del resto de agentes. Uno de ellos estaba herido en un brazo; el uniformado de la puerta, muerto.
Joe no tuvo ocasión de dar ordenes de atender al herido y retirar el cuerpo cuando todos los teléfonos del despacho comenzaron a sonar. Durante unos segundos cantaron en vano. Pronto los agentes despertaron y se apresuraron a atender las llamadas.
Todas eran distintas y a la vez iguales. Pues cada una de ellas alertaba de un robo, seguido a veces de un  asesinato, realizado por un integrante de la banda de música de Van Hutton. Elisabeth Barth, enfrascada en cambiar el cargador de su pistola, quedó tan blanca como un fantasma. 
—Eleanor... —susurró.
—¿Qué?
—Le regalé a Eleanor mi autómata —gritó ella, antes de lanzarse hacia la puerta—. Si le ha hecho algo, Van Hutton va a tener que comerse sus propios cojones.
—Voy contigo. Markham. Que vayan dos unidades a cada casa. Díganles que las balas no valen de nada contra los robots, que los atropellen o los inmovilicen y le claven algo en el agujero de la nuca.
»Envíen también agentes al laboratorio de Van Hutton.

 
 
Bill era un montón de hierros desperdigados. Los dardos explosivos habían demostrado su eficacia y la fortuna había querido que La Sombra aún estuviese en el santuario, con el arma a mano, cuando el autómata se reactivó.
Ahora la cuestión era si se había puesto en marcha a causa de alguna manipulación realizada por el vigilante o si Van Hutton había adelantado sus planes por algún motivo. El señor de la Oscuridad se desentendió del robot y se encaminó a la radio.
—Burbank —respondió una voz al otro lado de la línea.
—Contacto telefónico con Vincent y Lancaster. Informe de su situación.
—Ordenes recibidas.
La Sombra esperó. Al cabo de unos segundos volvió a encenderse la bombilla roja que indicaba una llamada de Burbank.
—Informe.
—Lancaster no responde. Van Hutton ha respondido a la otra llamada. Dice que Vincent regresó a su hotel hace una hora. Llamé el Metrolite. Tampoco responde.
—Mensaje recibido. No hay más órdenes.
La Sombra se quitó los cascos. En la oscuridad reverberó una risa siniestra, una risa amarga, que auguraba un negro futuro a George Van Hutton.


Continuará...




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