El Anacronópete nº05


Título: El Barco (I)
Autor: Josué Ramos
Portada: Alberto Aguado
Publicado en: Marzo 2017
Sindulfo ha logrado huir del entorno salvaje del siglo XXIII. Pero en su huida un salto temporal le impide continuar su viaje. Algo le ha atascado en el tiempo y le ha hundido en el mar. Pero ¿de qué se trata?


¡Únete al viaje por el tiempo y el espacio de Sindulfo y su máquina del tiempo!
Action Tales presenta

Creado por Enrique Gaspar

 



 
Como si su mente hubiese sido llevada por la rosa a otro lugar, como si fuese una máquina del tiempo dentro de la propia máquina del tiempo, Sindulfo permaneció unos segundos prendado de su visión, totalmente ajeno al inminente desastre, como si nada estuviese pasando.
Su mente siguió en blanco durante un instante, hasta que las crecientes turbulencias hicieron que la flor cayese desde el cuadro de mandos al suelo. Solo entonces, Sindulfo despertó de la ensoñación de la que se había quedado prendado.

Con la inercia, se golpeó la cabeza fuertemente contra el cuadro de mandos y una fugaz imagen mental acudió a su mente: un gamo. ¡Un gamo en la bodega!
Ajustó la dirección del Anacronópete como pudo para evitar estrellarse, casi por inercia, mientras trataba de desentrañar aquella imagen. ¿Un gamo en la bodega?
Entonces recordó lo que le acababa de pasar, como si le hubiese sucedido hacía un millón de años.
Había estado viviendo en plena Zaragoza con una tribu de salvajes del futuro, siglos después de un cataclismo del que ya nadie recordaba, pero que había cambiado totalmente el aspecto y el modo de vida de la ciudad, el país y el mundo tal y como él los conocía.
Pero como siempre, el destino había querido convertir a Sindulfo en el adalid de la guerra y el desastre. Los Zaragos, la tribu con la que él estaba viviendo, habían entrado en un cruel y salvaje combate contra los Aragos, la mayor enemiga del resto de las tribus locales. Todo cambió para él cuando los Aragos intentaron hacerse con el control del Anacronópete. Sin saber por qué ni recordar cómo, una furia salvaje lo invadió, como si fuese el menos civilizado de aquellos animales de piel tostada por el sol, y se había lanzado en feroz combate contra los más experimentados guerreros de los Aragos.
El corazón le dio un vuelco al recordar que, como último recurso, había decidido poner en marcha el motor del Anacronópete y salir huyendo de aquella descontrolada situación. Como consecuencia, todos los salvajes que estuviesen en el Anacronópete habían sufrido una muerte atroz, retrogradando hasta un tiempo anterior a sus propios nacimientos, convirtiéndose en el polvo del que habían salido. Volviendo polvo al polvo y cenizas a las cenizas de un modo que ningún ser humano había sufrido antes.

—¡Los Zaragos! —gritó de repente—. ¡Los Aragos! ¡¡¡Shai-ha!!!

Entre ellos, además de los que se habían convertido en sus enemigos, estaba Shai-ha, la joven zarago que le había salvado la vida en más de una ocasión en el tiempo que llevaba viviendo con la gente que ya lo consideraba uno de los suyos.
Suspiró hondo, reprimiendo las ganas de llorar, al sentirse hundido y derrotado de nuevo, al sentir que una vez más había huido de los problemas que él mismo había creado y de los ejércitos que él mismo había colocado en el terreno de batalla y que por su culpa seguían creciendo la muerte a su alrededor.

Pero si el Anacronópete estaba totalmente hermético y libre de la atmósfera exterior, ¿cómo era posible que lo hubiese olvidado, aunque solo fuese durante unos segundos? Sin pensar, frenó la nave en seco para invertir la polaridad de los tubos de desalojo y volver a moverse hacia el futuro.
Ahora, pasado el tiempo de enajenación que solía invadirlo, recordó un bache en el tiempo, algo que nunca había experimentado. Aquello era lo que le había confundido la mente, haciéndole olvidar y llevando el Anacronópete a estrellarse sin remedio.
Pero de algún modo ahora el Anacronópete estaba estabilizado de nuevo, parado en solo Dios podría decir qué fecha de la historia telúrica. Y solo Dios podría decir de dónde había salido aquella flor que ahora reposaba altiva y silenciosa a su lado.
Pero eso no importaba ahora. Ahora su deber era hacer todo lo que estuviese en su mano por traer de nuevo a la vida a Shai-ha. Debía regresar al futuro y recuperarla para devolverla a su vida y a su tiempo.

Recordando lo que había pasado hacía solo unos minutos en la nave, se dio cuenta de que el gamo volvería, pero no tardaría en convertirse en el cuero que taparía las vergüenzas del salvaje Zarago. Pero no importaba. Esta vez estaría prevenido de su presencia y tendría el coraje suficiente para defenderse de su ataque. Y si no podía con él, utilizaría la trampilla de salida de la bodega como último recurso.
Preparó todo para el regreso al futuro y se sujetó fuerte a la consola para prevenirse de la sacudida que iba a surgir una vez pasase el salto temporal. Esa sería la señal de que regresaba a la Zaragoza salvaje y que todo volvía a la “normalidad”.
Pero esta vez la sacudida fue mayor y no pudo impedir que la inercia lo lanzase contra una de las paredes de la sala. Si no fuese por el fluido García no habría resistido ni la mitad de los golpes que su cuerpo de cincuenta años estaba sufriendo en el viaje.
Previendo que el gamo ya estaría de nuevo con vida en la bodega, se asomó desde lo alto de la escalera para echar un vistazo, pero no lo vio. Seguramente habría huido despavorido, desconcertado al verse de nuevo resucitado.
Pero su vida poco duraría, pues no tardaría en convertirse de nuevo en simple cuero. Y entonces, entonces sí tendría Sindulfo que actuar. El espacio de tiempo que mediaría entre su aparición y la de Shai-ha sería muy leve, apenas unos minutos, pero suficiente para que aquel salvaje acabase con ella. Sin embargo, tendría que mantenerse pegado a la consola para frenar el avance en el tiempo, antes de ponerse a ayudarla. Si no lo hacía, corría el riesgo de que la joven envejeciese hasta convertirse en una anciana o, peor, hasta ser hollada por la muerte misma.
Pero nada sucedió. Nadie apareció. Ni siquiera el gamo. Y en lugar de eso, el Anacronópete volvió a verse afectado por el mismo bache de siempre; el que cruzaba una y otra vez. El mismo salto temporal.
Al atravesarlo, esta vez con más fuerza que antes, Sindulfo casi se cae por las escaleras. Tuvo que sujetarse fuertemente a la barandilla para evitarlo mientras la nave daba tumbos de acá para allá.
No tardó en darse cuenta de que, de repente, algo más que el salto temporal estaba allí. Oscuridad, viento y agua. Las incesantes sacudidas del Anacronópete eran producidas por la tormenta en la que se acababa de meter de lleno. Y la oscuridad era solo iluminada por las fuertes descargas que caían a su alrededor.

Se dirigió a los mandos lo más rápido que pudo para frenar la nave y, después, al telescopio, para ver si sería posible aterrizar cuanto antes. Con él conectado al sistema de espejos exterior, a pesar de que la nave estaba hermética y no podía salir, podía mirar “asomarse” a mirar hacia abajo y ver qué había en superficie.
Su mente le decía que debía estar de nuevo en el punto de partida, en la Zaragoza salvaje que había dejado atrás, en el futuro, y que vería una frondosa selva y una meseta, territorio de los Aragos; pero, al asomarse, no fue eso lo que vio.
No había más que agua. Agua por todas partes. Un vasto océano hasta donde alcanzaba la visión, embarbecido por la tormenta. Mirase donde mirase, no había dónde parar. Todo era océano. ¿Sería acaso el Diluvio Universal caído sobre los injustos en tiempos de Noé? No, no podía ser. La Salvaje Zaragoza era muy posterior a su tiempo de origen, al siglo XIX. Habría tenido que pasar mucho, mucho, tiempo para llegar hasta tiempos bíblicos.
Más bien, por la dirección que llevaba la nave, dedujo que aquello sería el océano Atlántico. Pero no había tierra. Ni la península, ni el más mínimo islote donde posarse.

De repente, una sacudida acompañada de un fogonazo de luz  a través del telescopio lo hizo caer al suelo. Antes de que pudiera ponerse en pie, sintió que el Anacronópete caía en picado. Se levantó para acercarse a los controles y luchar contra la tormenta. Durante un segundo, mientras caía, se planteó qué hacer. El fluido García era poderoso, pero ¿hasta qué punto podría protegerle de un ataque así? Sopesó abandonar los controles para aumentar la dosis del fluido que recorría la casa, pero decidió no correr riesgos. En parte, porque el fluido García estaba calibrado al milímetro, y todavía no había ensayado cómo afectaría a la estructura que se aumentaba la “dosis” a la casa; y, en parte, porque no quería aumentar el flujo de electricidad que estaba usando.
De hecho, si seguía jugando con la electricidad, muy seguramente la casa sería atacada de nuevo; y se arriesgaría a perder el aparato eléctrico y la posibilidad de escapar de aquella época. Pero si apagaba todos los controles, excepto el hermetismo de la caja, y se dejaba llevar, esperando a que amainase la tormenta…
Una nueva sacudida hizo retemblar toda la estructura de la casa. La caída cesó con un fuerte golpe desde abajo y las sacudidas de la casa se convirtieron en los bamboleos de un barco en alta mar.
Sindulfo consultó el altímetro. Estaba a cero, bailando con las olas del embravecido Atlántico, como un náufrago sin control. Entonces, toda la casa comenzó a crujir como si se tratase de un buque luchando contra una tormenta.

—¿Así que quieres hundirte, verdad? —le preguntó airado a su altímetro—. ¡Vive Dios que nos hundiremos!

Encolerizado, y sin perder la vista del medidor, apagó todos los sistemas de la nave, que de nada servían ya, excepto la hermeticidad.
Sujeto al cuadro, con los brazos tensos, el rostro blanco y el corazón en un puño, Sindlufo vio calmarse al altímetro. Ya no luchaba por mantenerse a flote, golpeándose salvajemente con el límite de cero. Más bien, su aguja logró asentarse en la línea de cero, pegándose a ella, queriendo marcar niveles por debajo de cero. Trataba de seguir disminuyendo, golpeándose contra el límite. Estaba en nivel negativo.
Las sacudidas y el bamboleo fueron amainando y cesando, dejando la tormenta muy por encima de su cabeza. Pero estaba hundiéndose bajo el océano, sin forma de saber a qué profundidad el Atlántico le quería llevar.
Una angustia indescriptible comenzó a invadir el corazón de Sindulfo, como si el corazón le estuviese naufragando en una caja torácica llena de agua de mar.

—Si así lo deseas —le susurró al dormido altímetro con un susurro de voz— que las paredes se
tornen en mamparos y las habitaciones en camarotes.

De repente, un ligero crujido, como si al sediento Anacronópete le rugiesen las tripas hambrientas, inundó la sala.

—Si así lo deseas… —susurró de nuevo un aterrado Sindulfo.
 
Nervioso, pero despacio, bajó al piso inferior entre crujidos de mamparos para consultar la máquina de aplicación del fluido García. Si la profundidad aumentaba, la presión también lo hacía, y los crujidos lastimeros de los mamparos eran fiel reflejo del estrés que comenzaban a sufrir.
Los controles indicaban que la casa estaba bien protegida, pero decidió aumentar la presión de los conductos para derivar mayor cantidad de fluido en toda la estructura, cosa que minutos antes, en plena tormenta, no se había atrevido ni a tocar. Pero la casa debía aguantar la presión del fondo oceánico a toda costa, fuese cual fuese la profundidad a la que alcanzase el fondo.
 
Mientras descendía, mirando por las ventanas, todo era oscuridad y silencio. Creyó que vería peces y vida fluyendo a su alrededor; pero el exterior se percibía, más bien, como la más cerrada noche de su vida. Y era tal el silencio que reinaba en aquella zona que los crujidos de la casa se tornaron gritos a su alrededor.
Se acercó a la bodega, que rugía más que ninguna otra estancia y, agachado sobre la guillotina, notó la humedad de la madera en la palma de su mano. El fluido García resistía la presión, pero el agua comenzaba a filtrarse hacia el interior, por lo que el hermetismo de la casa ya peligraba. No sabía qué profundidad ni cuánto tiempo resistiría, pero no sería mucho más.
Ya iba en dirección a la máquina de aplicación del fluido cuando sintió una pequeña sacudida, como si se hubiese golpeado ligeramente con una roca.
Subió las escaleras corriendo y pudo ver fugazmente una sombra blanquecina en el exterior, pasando frente a las ventanas.

Extrañado, no supo decir lo que era. Se acercó a una ventana, se asomó, pero no vio nada más que su propio reflejo asustado. Dando vueltas sobre sí mismo, abarcando todas las ventanas, trató de encontrarla de nuevo. Sin éxito.
Hasta que el golpe se repitió desde lo alto. Un peso enorme cayó sobre el Anacronópete y comenzó a hundirlo a gran velocidad.
Sindulfo corrió a los controles para encender la nave y luchar contra el peso. Debía salir de aquel océano cuanto antes. Prefería enfrentarse a la tormenta y arriesgarse a morir fulminado que dejarse arrastrar hasta el fondo sin remedio. Pero ¿cómo?
Temblando y nervioso, dando vueltas alrededor de la consola, pensando qué hacer, sintió que una infinidad de ideas estúpidas y sin sentido cruzaban su mente sin parar. Se frenó en seco, cerrando los ojos fuertemente, tratando de recuperar una que había pasado como un flash ante sus ojos, como una exhalación. ¿Qué era? ¿Qué era aquello? Se golpeó la frente con los nudillos una… dos… tres veces.
¡Y regresó! De repente, lo vio claro.

Abriendo los ojos como platos, encendió de nuevo los controles y derivó toda la energía que necesitaban los tubos de desalojo para funcionar. Sabía que bajo ningún concepto debía permitir que se atascasen u obstruyesen con nada que no fuese “tiempo”, la atmósfera natural que envuelve la Tierra. Pero era esto o nada. Era lo único, bajo el agua, que le podría permitir hacerse con el control.
Poco a poco, sintió un desagradable sonido de fluir de agua a través de tuberías viejas, como si todo a su alrededor se estuviese inundando y estuviese a punto de colapsar. Los tubos de desalojo delanteros estaban admitiendo en su interior toda el agua que podían y se estaban cebando a tal velocidad que el Anacronópete no tardó en inclinarse hacia adelante.
Sindulfo entendió que su idea estaba funcionando pero, al tiempo, la nave se hundía cada vez más rápido, y los mamparos delanteros luchaban como fieras por sobrevivir.
Pero los tubos de desalojo traseros no tardaron en cumplir con su función, desalojando el agua a la misma velocidad que segundos antes entrara por los delanteros. La nave comenzó a estabilizarse poco a poco, recuperando su verticalidad y, para alegría de Sindulfo, la nave comenzó a avanzar.
Al menos, fuese lo que fuese lo que lo había golpeado, parecía haber quedado atrás.
Miró por una ventana para tratar de buscar puntos de referencia, pero la oscuridad no dejaba ver nada. Solo por el sonido se podía deducir que la máquina estaba en marcha.
Y si navegando por la atmósfera lograba avanzar a 20 años por hora, ¿cómo se traduciría eso bajo el mar?

Se sintió tentado a marcharse a su camarote, sacar papel y lápiz, y perder la tarde en cálculos, divagaciones, ecuaciones y fórmulas para dar con la solución. Pero no era momento de huir. Su vida estaba en juego y de nada serviría tamaña estupidez.
Pasados unos minutos, un cuarto de hora que calculó que sobre el mar habrían sido cinco años de retrogradación, la nave se frenó en seco, como si se hubiese chocado de frente con una montaña.
Sindulfo salió despedido, golpeándose la cabeza fuertemente.
Temblando de miedo, acudió al telescopio para mirar el techo de la casa.

—¡¡¡La ballena que se comió a Jonás!!! —exclamó aterrado.

Todo lo rápido que pudo se dirigió a apagar los tubos de desalojo, pero descubrió con asombro que ya no trabajaban. Se habían ahogado.
Y el resto de controles tampoco respondieron. Ni uno de ellos.
Bajó corriendo a repasar los controles vitales. Se dirigió a las pilas eléctricas primero, viéndolo todo en orden. El sistema estaba cargado y cerrado pero, por algún motivo, muerto. Si no podía encenderlo, al menos quería intentar derivar una descarga contra el animal, pero no había forma de encender ni de poner en marcha nada.
 Volvió a subir y tropezó en la escalera, al verse la casa liberada del peso. Miró hacia arriba y vio a la ballena bajando desde el techo hacia abajo. Sonrió ligeramente, hasta que vio un enorme cable de un encendido rojo escarlata bajando tras él, siguiéndolo. Debía de medir unos veinte metros y tener el grosor de un hombre. Pronto, el cable fue seguido por otros ocho del mismo color y algo menos gruesos. Y al fin pudo ver que, en su interior, de un color menos encendido, estaban repletos de enormes ventosas. ¡No eran cables! ¡Eran tentáculos! Al llegar a la parte baja de la fachada y atravesar por los bajos de la casa, se oyó un ruido sordo acompañado de un golpe violento en un lateral, que levantó la casa poniéndola casi boca arriba y lanzando a Sindulfo escaleras arriba.
Acto seguido, un desgarrador y doloroso sonido de chirriar, como si algo se estuviese rozando violentamente y sin contemplaciones contra la nave. Aquella mole, a pesar de haberlo liberado de la ballena, lo estaba arrastrando consigo, hacia el mismo fondo. Y, en las ventanas, los tentáculos del animal sujetos fuertemente contra las ventanas. Creyó entender qué era lo que veía, pero no confirmó sus sospechas hasta que, en una de las ventanas, un penetrante ojo se clavó en su rostro. Aquella visión horrible lo paralizó por completo: ¡¡¡un kraken!!!
 
Pasaron unos minutos hasta que el Anacronópete lo despertó de su ensimismamiento con sus gritos de dolor. Necesitaba una dosis mayor de medicina, así que Sindulfo acudió a su llamada bajando a administrarle mayor cantidad de fluido, hasta que sus quejidos se redujeron notablemente. Subió después hacia el telescopio para intentar vislumbrar algo hacia abajo. Para tratar de ver a qué profundidad estaba siendo llevado. Pero el ángulo de visión no alcanzaba y la oscuridad seguía siendo tan… una luz en el horizonte. De repente, pudo comprobar que allá a lo lejos, quizá en el fondo, una potente luz brillaba en solitario, en todo su esplendor.
Con el telescopio enfocado siempre hacia allí, como si fuese un astrónomo observando un cuerpo celeste nunca visto, decidió dejarse llevar y dejar girar a los astros y a apagarse a las estrellas.
Ya nada más podía hacer por salvarse que mantener la hermeticidad de la casa y aumentar poco a poco las dosis de fluido García.
No había duda de que el kraken se había sujetado a conciencia a la casa para arrastrarla deliberadamente hacia sus dominios, así que supo que su fin residía en aquella luz al final del camino, y se dejó hacer sin luchar. ¿Estaría el kraken llevándolo directamente hacia allí? ¿Sería aquella su guarida personal? Si así debían ser las cosas, se acababa al fin el tiempo de huir de los peligros que él mismo había provocado. Pasara lo que pasase, sabía que era lo que merecía y sabía que había llegado el momento de dejarse llevar.
 
El sentimiento de sorpresa de Sindulfo fue creciendo poco a poco a medida que se iba a acercando a la luz, a medida que la cercanía iba perfilando su forma.
La luz fue creciendo despacio, ganándole terreno a la oscuridad del fondo. Después se hizo patente que no había un solo foco. Más bien, allí abajo había más de una luz amarilla brillante. Y todas eran muy cercanas entre sí.
Pero el Anacronópete lo sacó de su ensimismamiento para obligarle a subirle la dosis. Sindulfo apenas escuchaba sus crujidos. Era todo ojos y casi no oía nada. Tuvo el Anacronópete que gritar con fuerza para hacerse oír, para que Sindulo accediese a subirle la dosis que necesitaba de fluido García.
Se apartó corriendo del telescopio, para no perder tiempo, y bajar lo más rápido posible a aumentar sensiblemente la cantidad de fluido que debía proteger la casa del daño externo. No creyó que hubiese podido llegar hasta aquí. Debía de estar a miles de metros de profundidad. Se había visto perdido hacía mucho tiempo. Pero ahora, a pesar de dirigirse a su fin, la casa se empeñaba en seguir resistiendo la presión.
Para cuando Sindulfo regresó al telescopio, la visión del punto al que lo dirigía el kraken cambió por completo.
Le dolía el contorno del ojo de llevar tanto tiempo pegado a la lente, mirando al exterior, pero no era capaz de apartarse de ella. Lo que estaba viendo era… imposible. Una cueva, una gruta, al guarida de un ejército kraken habría sido más fácil de asimilar que esto.
Las luces amarillas que había visto eran luces artificiales, por supuesto; eran las luces de un barco. Las luces de un enorme buque hundido.
Pero aquello no era un pecio, no era un barco naufragado, como pronto lo sería el Anacronópete. Era un barco en perfecta condiciones, como si navegase en superficie. Solo se diferenciaba de un barco navegando en que estaba apoyado contra el fondo oceánico. Por lo demás…
Lo que vio Sindulfo en el barco al estar a pocos metros del barco le hizo dar un paso atrás, incrédulo. No podía ser. Como si hubiese visto un fantasma, volvió despacio a sujetar el telescopio y a hundir el ojo de nuevo en su lente.
Había gente. Había personas caminando en la nave. Y no estaban en su interior. Estaban en cubierta, paseando por la cubierta de la nave, de la nave hundida en el fondo del mar.


Continuará...



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