Título: Mal presagio (I) Autor: Al Davis Portada: Gustavo Rubio Publicado en: Marzo 2017
¡Nueva serie! El señor de los artes místicas percibe que algo esta cercano a suceder, algo incómodo y muy peligroso, un misterio que desafiará el poder y la voluntad del hechicero supremo ¿será capaz de salir indemne?
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Una vez fue un hombre como todos, hasta que Stephen Extraño renació, convirtiéndose en el hechicero supremo de este plano de existencia
Creado por Stan Lee y Steve Ditko
Resumen de lo publicado: El Maestro de las Artes Místicas emprendió un viaje en el tiempo para poder salvar su vida, que lo llevó a enfrentarse a numerosos enemigos en distintos escenarios del siglo XX. Con la ayuda de Madame Webb, logró atar cabos y derrotar una vez más a su eterno enemigo, Pesadilla, quien había tratado de alterar el continuo temporal para evitar que el Doctor Extraño llegase a ser el Hechicero Supremo, ofreciéndole la posibilidad de salvar sus manos y su prestigiosa carrera como cirujano. Durante la Civil War de Action Tales, lideró a los Defensores en su oposición al acta de registro y emprendió la búsqueda de Hulk para tratar de ayudar al goliat esmeralda. Después de que la situación se normalizase, recobrada la paz, el Hechicero Supremo ha vuelto a instalarse en el 177a de Bleecker Street.
Una pequeña babosa azul repta contrayendo su cuerpo en un doblez. Sobre el elegante suelo de madera de pino, sobre el brazo del sofá de piel sintética, sobre el quicio de la ventana. Siete, trece, veintiocho viscosas criaturas han tomado uno de los salones del 177a de Bleecker Street. La vigésimo novena se yergue con dificultad frente al atril de lectura en el que un viejo códice permanece abierto exactamente por su pliegue central. Y a juzgar por la boca dentada que le crece desproporcionadamente, babeante, el diagrama hermético ha debido de abrirle el apetito. Con la quietud del sibarita que observa el magret de pato con confitura de peras que acaba de servirle un camarero francés con cuidado bigotillo parisino, la boca descomunal e improbable se ladea y disfruta con la contemplación del menú, imaginando el sabor de los triángulos y circunferencias, la textura de la caligrafía nepalí… De entre los colmillos afilados se le escurre la un hilo de saliva que desciende vertical sobre el códice.
–¡No, no, no, no, no! –grita el Doctor Extraño, de pie sobre el respaldo del sofá, con los brazos extendidos a derecha e izquierda y los dedos pulgar, índice y meñique en guardia–. ¡Eso sí que no!
Las yemas de los tres dedos extendidos de su mano izquierda resplandecen con un brillo ámbar que envuelve la boca descomunal y el pequeño cuerpo de la babosa desvaneciéndola medio segundo antes de que el hilo de saliva humedezca las páginas del códice. Detrás de él, su fiel sirviente Wong, armado con una letal escoba, aplasta con un movimiento veloz a otra de las criaturas que amenazaba con rendir cuenta de los geranios que plantó la primavera pasada.
–¡Wong! ¿Crees que podrás mantenerlas a raya tú solo? –pregunta repitiendo el conjuro anterior en lo que salta en dirección a la puerta que conecta el salón con el recibidor.
–Sí, señor –confirma el eficiente mayordomo librándose de otro de los invertebrados cuya boca había empezado a crecer.
Antes de que el asiático haya terminado de pronunciar su respuesta, el Hechicero Supremo atraviesa el salón a la carrera, devolviendo a su ciénaga de origen al trío de babosas azules que pasean por el marco de la puerta. El Doctor Extraño atraviesa el umbral mientras escucha gritar a Wong tras de él. ¡Kiai!
–¡No, no, no, no, no! –grita el Doctor Extraño, de pie sobre el respaldo del sofá, con los brazos extendidos a derecha e izquierda y los dedos pulgar, índice y meñique en guardia–. ¡Eso sí que no!
Las yemas de los tres dedos extendidos de su mano izquierda resplandecen con un brillo ámbar que envuelve la boca descomunal y el pequeño cuerpo de la babosa desvaneciéndola medio segundo antes de que el hilo de saliva humedezca las páginas del códice. Detrás de él, su fiel sirviente Wong, armado con una letal escoba, aplasta con un movimiento veloz a otra de las criaturas que amenazaba con rendir cuenta de los geranios que plantó la primavera pasada.
–¡Wong! ¿Crees que podrás mantenerlas a raya tú solo? –pregunta repitiendo el conjuro anterior en lo que salta en dirección a la puerta que conecta el salón con el recibidor.
–Sí, señor –confirma el eficiente mayordomo librándose de otro de los invertebrados cuya boca había empezado a crecer.
Antes de que el asiático haya terminado de pronunciar su respuesta, el Hechicero Supremo atraviesa el salón a la carrera, devolviendo a su ciénaga de origen al trío de babosas azules que pasean por el marco de la puerta. El Doctor Extraño atraviesa el umbral mientras escucha gritar a Wong tras de él. ¡Kiai!
Un día antes.
El Doctor Extraño esboza una sonrisa al ver aparcada la furgoneta de una empresa de control de plagas frente a la casa. Alza el brazo con el dedo índice tendido, pero antes de que pueda llamar al timbre, el fumigador, con el mono de trabajo de color amarillo tiznado de baba azul y el rostro desencajado, huye a la carrera mientras el propietario le grita.
–¡Espero que no nos envíe la factura porque no pienso pagarle!
Desconcertado, se vuelve hacia el Maestro de las Artes Místicas. Lo recorre de los pies a la cabeza, la ropa elegante, el porte distinguido, las sienes plateadas.
–Soy Stephen Extraño –se presenta tendiéndole la mano.
También la mano la observa con extrañeza, como si fuese un apéndice raro, nunca antes visto. Un instante después, trata de recobrar el control de la situación y un deje de prisa y furia le vuelve a la voz.
–Lo siento, estoy muy contento con mi religión y me coge usted en muy mal momento –volviéndose hacia el interior de la casa.
El hechicero se mira la mano, encoge la boca resignado y vuelve a guardársela en el bolsillo del pantalón. Pero antes de que el propietario de la casa cierre la puerta, su esposa se cruza con él y sale al porche para dar la bienvenida al Doctor.
–Soy Anne. Viene de parte de Claire, ¿verdad? Me ha dicho que usted podría ayudarnos –el marido escucha perplejo.
–¿Es usted el propietario de una empresa de fumigación o algo así? –pregunta frotándose la nuca.
–Me ha contado que tienen la casa llena de unas babosas azules capaces de comerse una tostadora de un par de bocados –ignora al hombre–. ¿Hay alguien herido?
–No, gracias Dios, no. Los chicos están en el colegio y nosotros nos hemos atrincherado en la cocina. Tom ha llamado en seguida a una empresa de control de plagas, pero esos bichos no son normales. La boca le crece multiplicando varias veces su tamaño y…
Extraño asiente con la cabeza.
–¿Un especialista en bichos? –se escucha de fondo al esposo.
–No lo son, desde luego. ¿Han localizado el lugar del que salen, un nido o algo por el…?
–¡Están por toda la casa! –lo interrumpe irritado el marido.
Después de desviar la mirada un instante, sobresaltado por la voz del hombre, el hechicero se vuelve de nuevo hacia la mujer.
–Creo que están saliendo de alguna parte en la planta de arriba. Las escaleras están llenas. Hay por las paredes y en la barandilla y…
–¿Pero va a usted a hacer algo o sólo ha venido a chafardear?
Serio, teatral, quizá más de lo que sería necesario para llevar a cabo un conjuro sencillo, el Doctor Extraño extiende los brazos a todo lo ancho haciendo ondear su abrigo. Muestra la palma de la mano izquierda al marido, situándola firme frente a su rostro, que palidece. El hechicero dobla los dedos corazón y anular haciendo que toquen la palma de su mano y abriendo la boca como si de una de las babosas se tratase, sólo que más asustado que hambriento, el marido ve resplandecer los tres dedos del recién llegado.
–¡Por la voluntad de Cyttorak, moldeador de lo consistente, desvanece este voraz cuerpo sin huesos! –brama con voz de guerrero espartano.
Tres estelas de luz salen disparadas de los dedos del conjurador, pasan rozando la oreja del asombrado marido e impactan contra una de las babosas que se acercaba reptando hacia el timbre, haciéndola desaparecer en una vaporosa neblina ámbar.
–Pase, por favor. ¡Pase! –le ruega la mujer antes de que su marido empiece a entender lo que acaba de suceder.
–¡Espero que no nos envíe la factura porque no pienso pagarle!
Desconcertado, se vuelve hacia el Maestro de las Artes Místicas. Lo recorre de los pies a la cabeza, la ropa elegante, el porte distinguido, las sienes plateadas.
–Soy Stephen Extraño –se presenta tendiéndole la mano.
También la mano la observa con extrañeza, como si fuese un apéndice raro, nunca antes visto. Un instante después, trata de recobrar el control de la situación y un deje de prisa y furia le vuelve a la voz.
–Lo siento, estoy muy contento con mi religión y me coge usted en muy mal momento –volviéndose hacia el interior de la casa.
El hechicero se mira la mano, encoge la boca resignado y vuelve a guardársela en el bolsillo del pantalón. Pero antes de que el propietario de la casa cierre la puerta, su esposa se cruza con él y sale al porche para dar la bienvenida al Doctor.
–Soy Anne. Viene de parte de Claire, ¿verdad? Me ha dicho que usted podría ayudarnos –el marido escucha perplejo.
–¿Es usted el propietario de una empresa de fumigación o algo así? –pregunta frotándose la nuca.
–Me ha contado que tienen la casa llena de unas babosas azules capaces de comerse una tostadora de un par de bocados –ignora al hombre–. ¿Hay alguien herido?
–No, gracias Dios, no. Los chicos están en el colegio y nosotros nos hemos atrincherado en la cocina. Tom ha llamado en seguida a una empresa de control de plagas, pero esos bichos no son normales. La boca le crece multiplicando varias veces su tamaño y…
Extraño asiente con la cabeza.
–¿Un especialista en bichos? –se escucha de fondo al esposo.
–No lo son, desde luego. ¿Han localizado el lugar del que salen, un nido o algo por el…?
–¡Están por toda la casa! –lo interrumpe irritado el marido.
Después de desviar la mirada un instante, sobresaltado por la voz del hombre, el hechicero se vuelve de nuevo hacia la mujer.
–Creo que están saliendo de alguna parte en la planta de arriba. Las escaleras están llenas. Hay por las paredes y en la barandilla y…
–¿Pero va a usted a hacer algo o sólo ha venido a chafardear?
Serio, teatral, quizá más de lo que sería necesario para llevar a cabo un conjuro sencillo, el Doctor Extraño extiende los brazos a todo lo ancho haciendo ondear su abrigo. Muestra la palma de la mano izquierda al marido, situándola firme frente a su rostro, que palidece. El hechicero dobla los dedos corazón y anular haciendo que toquen la palma de su mano y abriendo la boca como si de una de las babosas se tratase, sólo que más asustado que hambriento, el marido ve resplandecer los tres dedos del recién llegado.
–¡Por la voluntad de Cyttorak, moldeador de lo consistente, desvanece este voraz cuerpo sin huesos! –brama con voz de guerrero espartano.
Tres estelas de luz salen disparadas de los dedos del conjurador, pasan rozando la oreja del asombrado marido e impactan contra una de las babosas que se acercaba reptando hacia el timbre, haciéndola desaparecer en una vaporosa neblina ámbar.
–Pase, por favor. ¡Pase! –le ruega la mujer antes de que su marido empiece a entender lo que acaba de suceder.
Desde las puntas de sus zapatos italianos, la mirada del hechicero recorre el suelo del dormitorio hasta el armario con las puertas abiertas. Del bolsillo de uno de sus abrigos no cesan de salir, una detrás de otra, lentas, viscosas, interminables, las voraces babosas azules que han tomado su casa.
–¡Os tengo! –exclama el Doctor Extraño apuntando con sus manos en dirección al interior del mueble–. ¡Vientos de los Watoomb, arrastrad estos voraces invertebrados donde no tengan qué devorar!
Por un instante, el sonido parece suspenderse en el interior del 177a de Bleecker Street. Las partículas acústicas se contraen llenando de vacío los oídos del Hechicero Supremo y Wong, en la planta baja. Hasta que un segundo después, una luz ámbar que emana del propio Extraño en todas direcciones barre la casa y escapa por las ventanas para acabar difuminándose en la luz de vespertina de Greenwich Village.
Con el pecho palpitante y la respiración acelerada, quieto todavía en la pose que ha adoptado para lanzar el conjuro, el propietario de la casa comprueba que la plaga ha cesado. No hay rastro de las babosas, aunque sí de sus mordeduras en muebles, libros…, y para desconsuelo del Doctor, que niega con la cabeza mientras lo descuelga de la percha, también en su abrigo nuevo, que está agujereado por todas partes. Se lo echa sobre el antebrazo y sale del vestidor para regresar al salón, donde Wong ha empezado a evaluar los daños y a recomponer la decoración original.
Extraño lo observa desde el umbral. Le muestra el abrigo, sosteniéndolo con las dos manos.
–Cuatrocientos dólares de diseño francés a la basura. Seguro que el karma tiene algo que ver con esto. No puedes gastarte tanto dinero en un trapo mientras la gente se muere de hambre –admite con amargura–. A veces se me olvida.
–El karma no se preocupa por los abrigos. Pero eso usted ya lo sabe, señor –responde Wong situando el códice en el centro exacto del atril de madera. De espaldas a Extraño, pregunta:– ¿Es ése el abrigo que llevaba cuando fue a desinfectar la casa de la compañera de trabajo de la señorita Temple?
El hechicero observa el abrigo con una mirada distinta. Se recuerda a sí mismo en el porche, saludando a la mujer, el rostro del marido, sus zapatos, su ropa.
–Sí –contesta–. Me temo que sí.
–Las babosas voraces de Kadath causan molestias notables y pueden llegar a ser peligrosas en un entorno rebosante de magia como éste, pero aún así, no deberían suponer una complicación real para el Hechicero Supremo. Sin embargo, cuando ayer libró a esa familia de ellas, no se dio cuenta de que al menos uno de esos irritantes invertebrados se coló en su bolsillo. Con el debido respeto, señor, ese error de concentración me parece impropio de usted. ¿Hay algo que le preocupe? –pregunta, discreto, Wong, aunque conoce la respuesta.
Una sombra de inquietud ensombrece el rostro del Doctor.
–¡Os tengo! –exclama el Doctor Extraño apuntando con sus manos en dirección al interior del mueble–. ¡Vientos de los Watoomb, arrastrad estos voraces invertebrados donde no tengan qué devorar!
Por un instante, el sonido parece suspenderse en el interior del 177a de Bleecker Street. Las partículas acústicas se contraen llenando de vacío los oídos del Hechicero Supremo y Wong, en la planta baja. Hasta que un segundo después, una luz ámbar que emana del propio Extraño en todas direcciones barre la casa y escapa por las ventanas para acabar difuminándose en la luz de vespertina de Greenwich Village.
Con el pecho palpitante y la respiración acelerada, quieto todavía en la pose que ha adoptado para lanzar el conjuro, el propietario de la casa comprueba que la plaga ha cesado. No hay rastro de las babosas, aunque sí de sus mordeduras en muebles, libros…, y para desconsuelo del Doctor, que niega con la cabeza mientras lo descuelga de la percha, también en su abrigo nuevo, que está agujereado por todas partes. Se lo echa sobre el antebrazo y sale del vestidor para regresar al salón, donde Wong ha empezado a evaluar los daños y a recomponer la decoración original.
Extraño lo observa desde el umbral. Le muestra el abrigo, sosteniéndolo con las dos manos.
–Cuatrocientos dólares de diseño francés a la basura. Seguro que el karma tiene algo que ver con esto. No puedes gastarte tanto dinero en un trapo mientras la gente se muere de hambre –admite con amargura–. A veces se me olvida.
–El karma no se preocupa por los abrigos. Pero eso usted ya lo sabe, señor –responde Wong situando el códice en el centro exacto del atril de madera. De espaldas a Extraño, pregunta:– ¿Es ése el abrigo que llevaba cuando fue a desinfectar la casa de la compañera de trabajo de la señorita Temple?
El hechicero observa el abrigo con una mirada distinta. Se recuerda a sí mismo en el porche, saludando a la mujer, el rostro del marido, sus zapatos, su ropa.
–Sí –contesta–. Me temo que sí.
–Las babosas voraces de Kadath causan molestias notables y pueden llegar a ser peligrosas en un entorno rebosante de magia como éste, pero aún así, no deberían suponer una complicación real para el Hechicero Supremo. Sin embargo, cuando ayer libró a esa familia de ellas, no se dio cuenta de que al menos uno de esos irritantes invertebrados se coló en su bolsillo. Con el debido respeto, señor, ese error de concentración me parece impropio de usted. ¿Hay algo que le preocupe? –pregunta, discreto, Wong, aunque conoce la respuesta.
Una sombra de inquietud ensombrece el rostro del Doctor.
La sala del trono de Latveria vacía y en penumbra. Quietud. Silencio. Sólo tres velas consumiéndose.
A cientos de kilómetros de distancia, un cuerpo contra la ventisca y el frío. Una capa verde ondeando en una violenta manifestación del invierno. La máscara metálica del Doctor Muerte moteada de cristales de nieve. Apoyado sobre dos bastones, avanza con dificultad por el sendero de montaña. El viento terrible aúlla en la cima. El sonido se arremolina y formando una corriente extraña, que parece adquirir, por un instante, antes de dispersarse, la forma de un rostro maligno.
A cientos de kilómetros de distancia, un cuerpo contra la ventisca y el frío. Una capa verde ondeando en una violenta manifestación del invierno. La máscara metálica del Doctor Muerte moteada de cristales de nieve. Apoyado sobre dos bastones, avanza con dificultad por el sendero de montaña. El viento terrible aúlla en la cima. El sonido se arremolina y formando una corriente extraña, que parece adquirir, por un instante, antes de dispersarse, la forma de un rostro maligno.
El salón es un zarcillo de voces, entrechocar de copas, chisporroteos mágicos y ondear de capas estrafalarias. El Doctor Extraño y Hermano Vudú charlan ajenos al ruido en una mesa alejada de la barra, donde el viejo Chondu sirve un Bloody Mary a una joven de rasgos asiáticos, con los labios pintados de negro, que sostiene un báculo coronado por un perfecto anillo dorado y espera con gesto distraido. El interlocutor del Hechicero Supremo es un conjurador africano, con un estridente peinado –la melena oscura cruzada por una franja de pelo teñido de blanco– y un tatuaje resplandeciente en su frente. Da un trago a su vaso de ron, sin dejar de mirar a Stephen.
–Sin embargo, no creo que me hayas traído al Club Inframundo para hablar de las babosas que han destrozado tu abrigo nuevo –reconduce la conversación.
Extraño juguetea con la copa de vino blanco que todavía no ha probado. Se inclina hacia delante y Hermano Vudú puede reconocer la preocupación en su rostro. Espera a que hable, pero los labios del Doctor permanecen sellados en una mueca de duda.
–¿Vas a decirme qué hacemos aquí cuando apostaría a que –toma la muñeca de Extraño y comprueba la hora en su reloj– dentro de, como mucho, media hora, has quedado para cenar con una mujer?
El Maestro de las Artes Místicas se recoloca el puño de la camisa, bajo la americana.
–Algo va a suceder, pero no soy capaz de discernir de qué se trata, ni de preverlo –adopta un tono grave y mira a su compañero directamente a los ojos.
–Los Loa guardan silencio –explica con preocupación–. Desde hace semanas, se resisten a cabalgar mi cuerpo y los difuntos han cosido sus labios. Yo también desconozco el motivo y coincido contigo en que es algo inusual. Aunque, en ocasiones, los Loa son caprichosos –apura su vaso.
–No somos los únicos, Drumm. Victor está desaparecido. Abandonó el trono de Latveria hace tres días y ha sido imposible comunicarme con él. He rastreado su presencia en los Urales, pero ha protegido su mente y no puedo acceder a ella en forma astral. Muerte se prepara, pero no sabemos para qué. Una sombra se cierne sobre el mundo –a su alrededor, tres decenas de hechiceros y seres mágicos bailan, beben y juegan a cartas– y nadie parece darse cuenta.
Un brujo bajo y con sobrepeso descerraja una estruendosa risotada que reverbera en las paredes del bar. El haitiano frota su ancho mentón y mira alrededor. Los cuerpos de ambos hechiceros frente a frente forman un espacio con forma de V al fondo del cual podemos ver a un anciano hechicero vestido con una pechera metálica que observa, totalmente abstraído, una manzana.
–Extraño, hay algo que he estado custodiando durante los últimos años, pero, dadas las circunstancias, creo es mejor que esté en tus manos… –comienza Hermano Vudú hundiendo su mano derecha bajo su capa roja.
Ha anochecido en Nueva York. Los contornos de la entrada del 177a de Bleecker Street están tenuemente iluminados por dos fanales de estilo victoriano situados a derecha e izquierda de la puerta y el brillo ambarino de una farola colocada justo en la esquina con Sullivan Street. Proyectado sobre la espalda del visitante, dibuja su sombra negra y alargada sobre la puerta. El desconocido llama golpeando con sus nudillos sobre la madera y espera.
Wong abre la puerta y un poco más de luz escapa del interior del recibidor, dibujando un rostro pálido e inexpresivo.
–Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlo? –pregunta con educación.
–Busco al Doctor Extraño –la voz del desconocido suena hueca, como si no hubiese órganos en el cuerpo del que emana.
–El Doctor ha salido. Si lo desea p…
El puño del visitante cruza el aire de improviso tratando de golpear el rostro de Wong, que desvía el ataque trabando la muñeca del desconocido con un gesto rápido y firme de su antebrazo. Ambos se miran a los ojos por un segundo.
Antes de que pueda avanzar hacia el interior, el sirviente lanza varios golpes que su adversario esquiva y bloquea hasta que, en un movimiento que Wong no prevé, se deja golpear, pero da un paso al frente y agarra la cabeza del asistente de Extraño con ambas manos, ejerciendo una crujiente presión contra sus sienes. El asiático comienza a abrir la boca, está a punto de gritar de dolor…, cuando el enemigo lanza su rostro contra el suyo, golpeándolo duro, hueso contra hueso. Wong cae de espaldas con el rostro ensangrentado.
Wong abre la puerta y un poco más de luz escapa del interior del recibidor, dibujando un rostro pálido e inexpresivo.
–Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlo? –pregunta con educación.
–Busco al Doctor Extraño –la voz del desconocido suena hueca, como si no hubiese órganos en el cuerpo del que emana.
–El Doctor ha salido. Si lo desea p…
El puño del visitante cruza el aire de improviso tratando de golpear el rostro de Wong, que desvía el ataque trabando la muñeca del desconocido con un gesto rápido y firme de su antebrazo. Ambos se miran a los ojos por un segundo.
Antes de que pueda avanzar hacia el interior, el sirviente lanza varios golpes que su adversario esquiva y bloquea hasta que, en un movimiento que Wong no prevé, se deja golpear, pero da un paso al frente y agarra la cabeza del asistente de Extraño con ambas manos, ejerciendo una crujiente presión contra sus sienes. El asiático comienza a abrir la boca, está a punto de gritar de dolor…, cuando el enemigo lanza su rostro contra el suyo, golpeándolo duro, hueso contra hueso. Wong cae de espaldas con el rostro ensangrentado.
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