| Título: La hora del dragón (I) Autor: Francesc Marí Portada: Ernesto Treviño Publicado en: Noviembre 2017
Yao y Shang son dos ladrones de poca monta de Pekín que ha viajado hasta el interior de China en busca de un tesoro legendario, sin embargo con lo que se encontrarán no los convertirá en los hombres más ricos del mundo, si no que desatará un antiguo mal...
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Un elegante millonario, playboy, extraordinario inventor y un poderoso industrial, es Tony Stark... Pero cuando se viste su metálica armadura, se convierte en la más poderosa máquina luchadora del mundo
Creado por Stan Lee, Larry Lieber, Don Heck y Jack Kirby
En lo más profundo de China, lejos de todas las rutas conocidas, en mitad de las montañas, en un pequeño valle oculto incluso a la vista de los pájaros, dos hombres recorrían un tortuoso sendero en mitad de la noche, solo ayudados por los temblorosos haces de luz de sus respectivas linternas.
—¿Seguro que vamos bien, Yao? —preguntó resoplando el que iba por detrás.
Yao suspiró bajo su espeso bigote, no solo de cansancio, sino también de desesperación al escuchar, por enésima vez la pregunta de su compañero.
—Será mejor que cierres el pico, Shang.
—Pero…
—Te lo advierto, no abras esa maldita boca tuya.
Por un segundo Yao creyó que su compañero había callado, sin embargo:
—Pero, ¿por qué eres tan desagradable conmigo? —preguntó ofendido.
—¿Por qué? ¡¿Por qué?! —exclamó Yao.
Shang se encogió de hombros a la vez que se detenía y lanzaba un fogonazo a los ojos de Yao al iluminarle con la linterna.
—¡Maldita sea! ¡Yo te mato! —chilló Yao cegado de ira, literalmente.
Shang lanzó un alarido de terror al ver como se le echaba encima su amigo, pero Yao se detuvo a poco centímetros de él con las manos extendidas hacia su cuello como las garras de un ave rapaz.
—Mira, Shang, llevo días escuchando tus lamentaciones. Prácticamente desde que partimos de Pekín has estado lamentándote…
—Pero…
—Déjame terminar —le advirtió Yao frunciendo el ceño y los labios a la vez—. Has estado lamentándote por los baches de la carretera, por lo dureza de las camas, por cuan poco has podido dormir… ¡Yo he pasado por lo mismo! —gritó produciendo eco en las paredes de las montañas que los rodeaban en la oscuridad de la noche.
Yao hizo una pausa, como si esperara que Shang lo interrumpiera, pero este no abrió la boca.
—Yo también he pasado por lo mismo que tú. Pero además, partimos estando de acuerdo en que nos lo repartiríamos todo al cincuenta por ciento, desde los beneficios al esfuerzo. ¿Recuerdas?
Shang asintió nervioso.
—Pues aplícate el cuento y sigamos.
Sin decir más, Yao empezó a andar, pero tras unos pasos, se dio cuenta que su compañero no lo seguía.
—¿Se puede saber que haces? —preguntó girándose.
Frente a él, sutilmente iluminado por la luz de las linternas estaba Shang tieso como un palo levantando la mano como si fuera un colegial.
—¿Por qué levantas la maldita mano? —gruñó Yao—. Llevas todo el camino hablando, y ahora pides permiso… Tú eres tonto.
Shang bajó lentamente la mano mientras rumiaba algo, pero Yao, que lo conocía desde hacía ya unos años, no supo decir si era sobre si era tonto o sobre lo que fuera que quisiese decir.
—¿Vamos bien? —fueron las únicas palabras que salieron de la boca de Shang, casi en un susurro.
Yao se frotó la cara con la mano que no sostenía la linterna.
—Sí, vamos bien. Supongo que no falta demasiado, si nos apresuramos encontraremos el supuesto templo repleto de tesoros… Y, visto como estamos, tampoco me quejaría si no hubiera tesoros, con un lugar cubierto y un poco de leña para hacer un buen fuego ya me conformo.
—¿Sin tesoros?
—¡No lo sé! —exclamó.
Shang dio un respingo, de nuevo ofendido por las malas maneras de su socio.
—Llevamos muchos días de camino, de los cuales demasiados han sido a pie y con pocas provisiones
—Yao hizo una pausa y miró a su compañero, y añadió con tono conciliador—. Shang, sigamos, a ver si encontramos un lugar apropiado para pasar la noche, ya veremos que hacemos luego con el tesoro. ¿De acuerdo?
Shang revisó las múltiples notas mentales que había acumulado los últimas días y respondió:
—De acuerdo.
Seguido de lo cuál se acercó a Yao, le tendió la mano y se la estrechó con las pocas fuerzas que le quedaban.
Sin decirse nada más, los dos hombres reemprendieron la pesada marcha por el sendero ligeramente empinado que los adentraba cada vez un poquito más en aquel inexplorado valle.
El sol se había ocultado tras los picos de las montañas unas pocas horas antes y tardaría en volver a asomar por el altísimo horizonte, por lo que Yao y Shang avanzaron en una de las más oscuras noches de sus vidas.
Aunque sus mentes no estaban conectadas y tampoco se estaban dirigiendo palabra alguna, ambos pensaban en lo mismo. Unas semanas atrás un hombre de baja estofa sin duda, ya que los había encontrado en el lugar en el que siempre cenaban antes de un trabajito, se acercó a ellos con una apetitosa historia sobre un templo olvidado y un tesoro oculto en el interior de China. Si hubieran sido los mejores ladrones de Pekín, hubieran hecho oídos sordos a la historia de ese hombre, pero últimamente las cosas no iban demasiado bien en el gremio, así que, por una vez, se atrevieron a seguir una pista que no estaba muy clara.
El hombre les contó todo tipo de detalles sobre el tesoro que encontrarían, el camino que debían seguir y que podrían necesitar, a cambio de absolutamente nada. A ambos les chirrió esa parte, pero un tesoro es un tesoro, por lo que no le dieron demasiadas vueltas y decidieron centrar todos sus esfuerzos en aquello.
—¿Crees que ese tipo nos tomó el pelo? —preguntó Shang con voz pastosa.
Yao no respondió, solo se encogió de hombros, ya no sabía que creer. Durante el camino su mente se había balanceado de un extremo a otro de todas las posibilidades, pero habiendo invertido tanto en ese viaje, solo podía seguir.
Shang no insistió, conocía su socio desde hacía los suficientes años para saber que pensaban lo mismo… El tipo aquel se les había reído en su propia cara.
—Tienes razón, Yao, ¿cómo se puede confiar de alguien que no pide nada a cambio de toda esa supuesta excelente información?
Yao volvió a mantener el silencio de antes, aunque esta vez no hizo ningún gesto.
—Estoy contigo, buscamos un lugar dónde dormir, mañana nos replanteamos el tema y después, probablemente, regresemos a la ciudad a robar honradamente como hemos hecho siempre. ¿Eh, qué te parece?
Yao siguió sin abrir boca, sin embargo se había detenido de golpe, como si algo lo hubiera sorprendido. Con unos pasos, se puso a la altura de su socio, descubriendo en las sombras que Yao miraba hacia delante apenas sin parpadear y con la boca desencajada.
Shang frunció el ceño y enfocó la linterna hacia el mismo lugar hacia el que apuntaba la de Yao, y al ver lo que la luz revelaba no pudo más que dejar de parpadear y desencajar la boca.
Permanecieron así unos minutos, sin creerse que, después de todo el camino y casi a punto de tirar la toalla, todo fuera cierto.
—¿Es esto? —preguntó Shang.
Yao asintió.
—¿Lo hemos encontrado?
Yao volvió a asentir.
—¿Esperamos a mañana a entrar con la luz del día?
Yao negó sacudiendo la cabeza de lado a lado.
Sin esperar a que nadie les dijera que fueran eran bienvenidos, los dos ladrones, reconvertidos en expoliadores de templos, salieron corriendo hacia su supuesto primer tesoro.
A medida que se acercaban a la construcción típica de los templos de montaña, con cinco plantas de altura, sintieron que debajo de su pies el suelo basto del sendero se iba puliendo en un cuidado empedrado que rodeaba el templo. En pocos pasos se encontraron frente a la labrada puerta, en la que destacaban las cabezas de dos dragones con un aro en sus fauces a modo de picaporte.
—¿Llamamos?
—Mira que eres tarugo a veces, Shang —dijo sin poder dejar de sonreír Yao—. Aquí no hay nadie y, además, somos ladrones, ¿lo recuerdas?
Shang soltó una aguda carcajada y tiró de uno de los picaportes, mientras que Yao hacía lo mismo. En su mente, se habían imaginado que el brillo de los tesoros lo iluminaría absolutamente todo cuando abrieran el templo, pero frente a ellos se descubrió una oscuridad aún más profunda que la de su exterior.
Con las linternas sostenidas en sus manos de pulsos nerviosos empezaron a mirar a su alrededor. Era difícil de decir si ahí había tesoros o no, había muchas columnas rojas que sostenían el templo e impedían ver más allá de ellas.
Inconsciente, ambos miraron a las paredes que tenían a sus lados, como si buscaran un interruptor, pero se encontraron con unos cuencos de bronce llenos de lo que parecía un líquido viscoso.
Yao metió los dedos en el que tenía más cerca y observó el líquido con la luz de la linterna.
—Esto es aceite —dijo pensando en voz alta, y durante unos segundos se frotó los dedos oleosos, hasta que una idea cruzó su mente—. ¿Tenemos cerillas?
—¿Cerillas? —preguntó Shang a su lado.
—Sí, o un mechero. Algo que sirva para hacer fuego.
Shang rió:
—Claro, yo llevo mi mechero, ¿cómo si no crees que he encendido las hogueras estas últimas noches?
—Déjamelo —le espetó Yao.
—O no, esto no se deja, dime para que quieres usarlo primero.
—¡Oh, eres insoportable!
—¿Para qué lo quieres?
—Enciende el aceite de estos cuencos.
—¿Qué lo encienda? ¿Para qué?
—Hazlo o te juro que te prendo fuego a hostias.
—Vale, vale…
Shang encendió el mechero y le metió en el cuenco que tenía más cerca, prendiendo el aceite, para hacerlo después con el que había junto a Yao. Al principio pareció que no sucedía nada, pero en seguida el aceite empezó a arder como en las viejas lámparas y no solo se encendieron dos pequeños fuegos en la entrada del templo, sino que además, mediante un sistema de cañerías, de bronce llenas de aceite, otros muchos fueron iluminando toda la sala en la que estaban. Por fin, los tesoros de ese templo perdido de la mano de dios, se habían revelado.
Los ojos de Shang y Yao no tuvieron suficiente capacidad para retener todos los tesoros que iban apareciendo a medida que la luz los iluminaba. Ambos empezaron a avanzar cada vez más deprisa, viendo como centenares de vasijas con joyas incrustadas aparecían ante sus ojos, cofres rebosantes de joyas, armas hechas de plata y oro. Con una sola de esas piezas sus familias podrían vivir toda su vida, pero si lo juntaban todo, podrían retirarse.
—¡Unas escaleras! —exclamó Shang señalando a unos peldaños que subían a la planta superior.
—Subamos, algo me dice que cómo más arriba más ricos —exclamó Yao riendo como un loco.
Sin dudarlo pasaron a la segunda planta, que, aunque más pequeña, contenía aún más tesoros que la primera, además de otras escaleras para llegar a la tercera. Yao y Shang se miraron y, sin decirse nada, decidieron subir a la tercera planta, y después a la curta y después a la quinta. Todas estaban a rebosar de tesoros, había joyas que ninguno de los dos había visto jamás, metales preciosos que brillaban muchísimo más que los de las joyerías de barrio que solían desvalijar.
—Esto… Esto… Esto es maravilloso —dijo Yao.
—¿Seguro que vamos bien, Yao? —preguntó resoplando el que iba por detrás.
Yao suspiró bajo su espeso bigote, no solo de cansancio, sino también de desesperación al escuchar, por enésima vez la pregunta de su compañero.
—Será mejor que cierres el pico, Shang.
—Pero…
—Te lo advierto, no abras esa maldita boca tuya.
Por un segundo Yao creyó que su compañero había callado, sin embargo:
—Pero, ¿por qué eres tan desagradable conmigo? —preguntó ofendido.
—¿Por qué? ¡¿Por qué?! —exclamó Yao.
Shang se encogió de hombros a la vez que se detenía y lanzaba un fogonazo a los ojos de Yao al iluminarle con la linterna.
—¡Maldita sea! ¡Yo te mato! —chilló Yao cegado de ira, literalmente.
Shang lanzó un alarido de terror al ver como se le echaba encima su amigo, pero Yao se detuvo a poco centímetros de él con las manos extendidas hacia su cuello como las garras de un ave rapaz.
—Mira, Shang, llevo días escuchando tus lamentaciones. Prácticamente desde que partimos de Pekín has estado lamentándote…
—Pero…
—Déjame terminar —le advirtió Yao frunciendo el ceño y los labios a la vez—. Has estado lamentándote por los baches de la carretera, por lo dureza de las camas, por cuan poco has podido dormir… ¡Yo he pasado por lo mismo! —gritó produciendo eco en las paredes de las montañas que los rodeaban en la oscuridad de la noche.
Yao hizo una pausa, como si esperara que Shang lo interrumpiera, pero este no abrió la boca.
—Yo también he pasado por lo mismo que tú. Pero además, partimos estando de acuerdo en que nos lo repartiríamos todo al cincuenta por ciento, desde los beneficios al esfuerzo. ¿Recuerdas?
Shang asintió nervioso.
—Pues aplícate el cuento y sigamos.
Sin decir más, Yao empezó a andar, pero tras unos pasos, se dio cuenta que su compañero no lo seguía.
—¿Se puede saber que haces? —preguntó girándose.
Frente a él, sutilmente iluminado por la luz de las linternas estaba Shang tieso como un palo levantando la mano como si fuera un colegial.
—¿Por qué levantas la maldita mano? —gruñó Yao—. Llevas todo el camino hablando, y ahora pides permiso… Tú eres tonto.
Shang bajó lentamente la mano mientras rumiaba algo, pero Yao, que lo conocía desde hacía ya unos años, no supo decir si era sobre si era tonto o sobre lo que fuera que quisiese decir.
—¿Vamos bien? —fueron las únicas palabras que salieron de la boca de Shang, casi en un susurro.
Yao se frotó la cara con la mano que no sostenía la linterna.
—Sí, vamos bien. Supongo que no falta demasiado, si nos apresuramos encontraremos el supuesto templo repleto de tesoros… Y, visto como estamos, tampoco me quejaría si no hubiera tesoros, con un lugar cubierto y un poco de leña para hacer un buen fuego ya me conformo.
—¿Sin tesoros?
—¡No lo sé! —exclamó.
Shang dio un respingo, de nuevo ofendido por las malas maneras de su socio.
—Llevamos muchos días de camino, de los cuales demasiados han sido a pie y con pocas provisiones
—Yao hizo una pausa y miró a su compañero, y añadió con tono conciliador—. Shang, sigamos, a ver si encontramos un lugar apropiado para pasar la noche, ya veremos que hacemos luego con el tesoro. ¿De acuerdo?
Shang revisó las múltiples notas mentales que había acumulado los últimas días y respondió:
—De acuerdo.
Seguido de lo cuál se acercó a Yao, le tendió la mano y se la estrechó con las pocas fuerzas que le quedaban.
Sin decirse nada más, los dos hombres reemprendieron la pesada marcha por el sendero ligeramente empinado que los adentraba cada vez un poquito más en aquel inexplorado valle.
El sol se había ocultado tras los picos de las montañas unas pocas horas antes y tardaría en volver a asomar por el altísimo horizonte, por lo que Yao y Shang avanzaron en una de las más oscuras noches de sus vidas.
Aunque sus mentes no estaban conectadas y tampoco se estaban dirigiendo palabra alguna, ambos pensaban en lo mismo. Unas semanas atrás un hombre de baja estofa sin duda, ya que los había encontrado en el lugar en el que siempre cenaban antes de un trabajito, se acercó a ellos con una apetitosa historia sobre un templo olvidado y un tesoro oculto en el interior de China. Si hubieran sido los mejores ladrones de Pekín, hubieran hecho oídos sordos a la historia de ese hombre, pero últimamente las cosas no iban demasiado bien en el gremio, así que, por una vez, se atrevieron a seguir una pista que no estaba muy clara.
El hombre les contó todo tipo de detalles sobre el tesoro que encontrarían, el camino que debían seguir y que podrían necesitar, a cambio de absolutamente nada. A ambos les chirrió esa parte, pero un tesoro es un tesoro, por lo que no le dieron demasiadas vueltas y decidieron centrar todos sus esfuerzos en aquello.
—¿Crees que ese tipo nos tomó el pelo? —preguntó Shang con voz pastosa.
Yao no respondió, solo se encogió de hombros, ya no sabía que creer. Durante el camino su mente se había balanceado de un extremo a otro de todas las posibilidades, pero habiendo invertido tanto en ese viaje, solo podía seguir.
Shang no insistió, conocía su socio desde hacía los suficientes años para saber que pensaban lo mismo… El tipo aquel se les había reído en su propia cara.
—Tienes razón, Yao, ¿cómo se puede confiar de alguien que no pide nada a cambio de toda esa supuesta excelente información?
Yao volvió a mantener el silencio de antes, aunque esta vez no hizo ningún gesto.
—Estoy contigo, buscamos un lugar dónde dormir, mañana nos replanteamos el tema y después, probablemente, regresemos a la ciudad a robar honradamente como hemos hecho siempre. ¿Eh, qué te parece?
Yao siguió sin abrir boca, sin embargo se había detenido de golpe, como si algo lo hubiera sorprendido. Con unos pasos, se puso a la altura de su socio, descubriendo en las sombras que Yao miraba hacia delante apenas sin parpadear y con la boca desencajada.
Shang frunció el ceño y enfocó la linterna hacia el mismo lugar hacia el que apuntaba la de Yao, y al ver lo que la luz revelaba no pudo más que dejar de parpadear y desencajar la boca.
Permanecieron así unos minutos, sin creerse que, después de todo el camino y casi a punto de tirar la toalla, todo fuera cierto.
—¿Es esto? —preguntó Shang.
Yao asintió.
—¿Lo hemos encontrado?
Yao volvió a asentir.
—¿Esperamos a mañana a entrar con la luz del día?
Yao negó sacudiendo la cabeza de lado a lado.
Sin esperar a que nadie les dijera que fueran eran bienvenidos, los dos ladrones, reconvertidos en expoliadores de templos, salieron corriendo hacia su supuesto primer tesoro.
A medida que se acercaban a la construcción típica de los templos de montaña, con cinco plantas de altura, sintieron que debajo de su pies el suelo basto del sendero se iba puliendo en un cuidado empedrado que rodeaba el templo. En pocos pasos se encontraron frente a la labrada puerta, en la que destacaban las cabezas de dos dragones con un aro en sus fauces a modo de picaporte.
—¿Llamamos?
—Mira que eres tarugo a veces, Shang —dijo sin poder dejar de sonreír Yao—. Aquí no hay nadie y, además, somos ladrones, ¿lo recuerdas?
Shang soltó una aguda carcajada y tiró de uno de los picaportes, mientras que Yao hacía lo mismo. En su mente, se habían imaginado que el brillo de los tesoros lo iluminaría absolutamente todo cuando abrieran el templo, pero frente a ellos se descubrió una oscuridad aún más profunda que la de su exterior.
Con las linternas sostenidas en sus manos de pulsos nerviosos empezaron a mirar a su alrededor. Era difícil de decir si ahí había tesoros o no, había muchas columnas rojas que sostenían el templo e impedían ver más allá de ellas.
Inconsciente, ambos miraron a las paredes que tenían a sus lados, como si buscaran un interruptor, pero se encontraron con unos cuencos de bronce llenos de lo que parecía un líquido viscoso.
Yao metió los dedos en el que tenía más cerca y observó el líquido con la luz de la linterna.
—Esto es aceite —dijo pensando en voz alta, y durante unos segundos se frotó los dedos oleosos, hasta que una idea cruzó su mente—. ¿Tenemos cerillas?
—¿Cerillas? —preguntó Shang a su lado.
—Sí, o un mechero. Algo que sirva para hacer fuego.
Shang rió:
—Claro, yo llevo mi mechero, ¿cómo si no crees que he encendido las hogueras estas últimas noches?
—Déjamelo —le espetó Yao.
—O no, esto no se deja, dime para que quieres usarlo primero.
—¡Oh, eres insoportable!
—¿Para qué lo quieres?
—Enciende el aceite de estos cuencos.
—¿Qué lo encienda? ¿Para qué?
—Hazlo o te juro que te prendo fuego a hostias.
—Vale, vale…
Shang encendió el mechero y le metió en el cuenco que tenía más cerca, prendiendo el aceite, para hacerlo después con el que había junto a Yao. Al principio pareció que no sucedía nada, pero en seguida el aceite empezó a arder como en las viejas lámparas y no solo se encendieron dos pequeños fuegos en la entrada del templo, sino que además, mediante un sistema de cañerías, de bronce llenas de aceite, otros muchos fueron iluminando toda la sala en la que estaban. Por fin, los tesoros de ese templo perdido de la mano de dios, se habían revelado.
Los ojos de Shang y Yao no tuvieron suficiente capacidad para retener todos los tesoros que iban apareciendo a medida que la luz los iluminaba. Ambos empezaron a avanzar cada vez más deprisa, viendo como centenares de vasijas con joyas incrustadas aparecían ante sus ojos, cofres rebosantes de joyas, armas hechas de plata y oro. Con una sola de esas piezas sus familias podrían vivir toda su vida, pero si lo juntaban todo, podrían retirarse.
—¡Unas escaleras! —exclamó Shang señalando a unos peldaños que subían a la planta superior.
—Subamos, algo me dice que cómo más arriba más ricos —exclamó Yao riendo como un loco.
Sin dudarlo pasaron a la segunda planta, que, aunque más pequeña, contenía aún más tesoros que la primera, además de otras escaleras para llegar a la tercera. Yao y Shang se miraron y, sin decirse nada, decidieron subir a la tercera planta, y después a la curta y después a la quinta. Todas estaban a rebosar de tesoros, había joyas que ninguno de los dos había visto jamás, metales preciosos que brillaban muchísimo más que los de las joyerías de barrio que solían desvalijar.
—Esto… Esto… Esto es maravilloso —dijo Yao.
Shang solo asintió sin parar sobrepasado por lo que sus ojos estaban viendo, hasta que se detuvo perplejo. Con un golpe con la mano muerta en el brazo de su socio llamó la atención de este, hacia el objeto que acababa de robarle el corazón.
Frente a ellos, expuesto en mitad de la quinta planta, había un brillante tallado del tamaño de un balón de playa.
—Con esto podemos reinstaurar la nobleza en China… —empezó Yao.
—Y convertirnos en sus reyes —terminó Shang a la vez que posaba sus manos sobre la enorme piedra.
De repente, solo con el contacto de sus manos, la piedra se iluminó con un color rojo parecido al de las alarmas que solían desactivar antes de entrar a robar a cualquier lugar.
—No me jodas… Aquí también tienen seguridad… ¿Dónde están las…? —las protestas de Yao se interrumpieron de golpe, cuando, la pared del fondo se abrió como si fuera una puerta corredera dejando entrar la luz blanquecina del interior de lo que parecía…
—¿Un ascensor? —preguntaron los dos ladrones al unísono.
Pero no solo eso, sino que, frente a ellos, había un hombre, aparentemente joven y atlético, pero que los miraba severamente con uno ojos cargados de sabiduría y crueldad. Pero lo que más los sorprendió fue el atuendo que lucía, debajo una túnica azul marino muy elegante, sus extremidades, así como su cuello, estaban cubiertas por lo que parecía una armadura de un metal tan brillante como el oro que había acumulado en aquel templo
—Buenas noches caballeros —dijo mientras el ascensor desaparecía detrás de la pared.
Los ladrones saludaron con la cabeza.
—Lamento comunicarles que se han metido ahí dónde no debían.
—Un momento, tú no eres ese hombre que…
—Así es —dijo el hombre interrumpiendo a Yao—, yo les traje aquí.
—Entonces, ¿por qué nos ha dicho que no hubiéramos debido venir? —preguntó Shang.
—Que yo los trajera, no significa que debieran venir. Simplemente, quiere decir que han sido imprudentes.
Con esas palabras, alzó una de sus garras doradas y como si con ella controlara algún tipo de fuerza invisible la estrujó en el aire, a la vez que los dos hombres se desplomaban en el suelo, inconscientes.
—Siempre pienso en matarlos primero, por lo estúpidos que son, pero luego recuerdo que tengo un objetivo mayor… Mi ejército.
En ese instante, el ascensor volvió a abrirse y de su interior salieron dos hombres con un uniforme blanco de estilo militar que cogieron a Yao y Shang por las axilas, y los metieron en el interior del ascensor.
—Si funciona, seréis mis próximos soldados —añadió gravemente sin dejar de sonreír.
Con un gesto de su garra apagó el aceite, antes de desaparecer tras la pared de la quinta planta de este templo olvidado en mitad de la nada, que ocultaba muchos más secretos de los que Plan Chu les había contado a ese par de ladrones de poca monta unos días antes.
Frente a ellos, expuesto en mitad de la quinta planta, había un brillante tallado del tamaño de un balón de playa.
—Con esto podemos reinstaurar la nobleza en China… —empezó Yao.
—Y convertirnos en sus reyes —terminó Shang a la vez que posaba sus manos sobre la enorme piedra.
De repente, solo con el contacto de sus manos, la piedra se iluminó con un color rojo parecido al de las alarmas que solían desactivar antes de entrar a robar a cualquier lugar.
—No me jodas… Aquí también tienen seguridad… ¿Dónde están las…? —las protestas de Yao se interrumpieron de golpe, cuando, la pared del fondo se abrió como si fuera una puerta corredera dejando entrar la luz blanquecina del interior de lo que parecía…
—¿Un ascensor? —preguntaron los dos ladrones al unísono.
Pero no solo eso, sino que, frente a ellos, había un hombre, aparentemente joven y atlético, pero que los miraba severamente con uno ojos cargados de sabiduría y crueldad. Pero lo que más los sorprendió fue el atuendo que lucía, debajo una túnica azul marino muy elegante, sus extremidades, así como su cuello, estaban cubiertas por lo que parecía una armadura de un metal tan brillante como el oro que había acumulado en aquel templo
—Buenas noches caballeros —dijo mientras el ascensor desaparecía detrás de la pared.
Los ladrones saludaron con la cabeza.
—Lamento comunicarles que se han metido ahí dónde no debían.
—Un momento, tú no eres ese hombre que…
—Así es —dijo el hombre interrumpiendo a Yao—, yo les traje aquí.
—Entonces, ¿por qué nos ha dicho que no hubiéramos debido venir? —preguntó Shang.
—Que yo los trajera, no significa que debieran venir. Simplemente, quiere decir que han sido imprudentes.
Con esas palabras, alzó una de sus garras doradas y como si con ella controlara algún tipo de fuerza invisible la estrujó en el aire, a la vez que los dos hombres se desplomaban en el suelo, inconscientes.
—Siempre pienso en matarlos primero, por lo estúpidos que son, pero luego recuerdo que tengo un objetivo mayor… Mi ejército.
En ese instante, el ascensor volvió a abrirse y de su interior salieron dos hombres con un uniforme blanco de estilo militar que cogieron a Yao y Shang por las axilas, y los metieron en el interior del ascensor.
—Si funciona, seréis mis próximos soldados —añadió gravemente sin dejar de sonreír.
Con un gesto de su garra apagó el aceite, antes de desaparecer tras la pared de la quinta planta de este templo olvidado en mitad de la nada, que ocultaba muchos más secretos de los que Plan Chu les había contado a ese par de ladrones de poca monta unos días antes.
Continuará…
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