Batman nº 14

Título: Biguidela (I)
Escritor: Igor Rodtem   
Portada:
Fecha de publicación: Abril 2007

El reino de los murciélagos empieza justo a la hora en que termina el de la mayoría de las demás criaturas aladas: ellos son los amos del crepúsculo y de la noche.
Hice una promesa ante la tumba de mis padres: librar a esta ciudad de la maldad que les quitó la vida. Soy Bruce Wayne, filántropo multimillonario. De noche, los criminales, esos cobardes y supersticiosos, me llaman...

"Los quirópteros (murciélagos) constituyen uno de los grupos de mamíferos con mayor número de representantes en nuestro planeta. Cerca de mil especies de murciélago han colonizado con éxito islas y desiertos, selvas y ciudades, campos y montañas. Excepto en las regiones polares y unas cuantas islas oceánicas, hay murciélagos en todo el mundo.
Los quirópteros son, además, los únicos mamíferos que han adquirido la capacidad de volar.
El reino de los murciélagos empieza justo a la hora en que termina el de la mayoría de las demás criaturas aladas: ellos son los amos del crepúsculo y de la noche.
Quizá sea éste también uno de los orígenes de las oscuras leyendas y supersticiones que rodean a estas criaturas. Sin embargo, gracias a ellos nos vemos libres de más de una plaga."
Extraído de la web Fauna Ibérica.



Una pequeña aldea de México, casi olvidada, en la región de Oaxaca. Dos jóvenes fuman lentamente, sentados ante una pequeña hoguera, mientras miran fijamente al fuego, que apenas puede hacer competencia a la enorme y clara luna llena que domina el cielo nocturno. Uno de los jóvenes tiene aspecto desaliñado, su piel es morena, casi negra, de haberse tostado al sol, y el pelo, aún más oscuro, le cae salvaje por los hombros. El otro tiene un aspecto más urbanita, vestido con una camisa blanca y unos vaqueros casi nuevos; incluso su piel es bastante más clara que la de su compañero, a pesar de que se trata de su propio hermano. A su lado, acaba de sentarse tranquilamente un anciano, cuyos ojos vacíos brillan al son de las llamas. Por encima de ellos, millones de estrellas parpadean en la lejanía. Por lo demás, la noche parece tranquila aunque, a lo lejos, en el horizonte montañoso, se pueden observar los primeros nubarrones que comienzan a esconder las estrellas; una oscuridad que amenaza una fuerte tormenta.

—Carlos –la voz del anciano es fuerte y segura, a pesar de su avanzada edad y frágil aspecto–. La tormenta se acerca, como te dije.

—Sí, abuelo, tenías razón.

Carlos es el joven de aspecto urbanita. Lanza su cigarro consumido a las llamas, donde desaparece instantáneamente. Mira al anciano, su abuelo, que no puede verle, pues es ciego de nacimiento, y después desplaza su mirada hacia la tormenta inminente. Cuando se gira para observar a su hermano, puede ver la preocupación en su rostro.

—La tormenta hará daño a las cosechas –dice el joven de aspecto desaliñado, el menor de los dos hermanos.

—No debes preocuparte, Miguel –contesta el mayor–. Ya habéis superado otras desgracias, y también superaréis ésta.

Carlos ya no vive en la aldea. Su vida está, desde hace años, en la ciudad, a la que marchó siendo muy joven, prácticamente un crío, tras la muerte prematura de sus padres. Se fue a vivir con sus tíos, que pudieron proporcionarle unos buenos estudios con los que labrarse un futuro, mientras que Miguel, su hermano pequeño, tuvo que quedarse en la aldea, junto con sus abuelos. Pero Carlos no reniega de sus orígenes. Ama a su familia y su pueblo, y haría cualquier cosa por ayudarles. Lo que no comparte son las ideas religiosas de su abuelo, llenas de referencias a leyendas antiguas y espíritus de la naturaleza.

—Hasta ahora hemos superado, mejor o peor, cada desastre que nos ha ocurrido en la aldea –comienza a hablar el anciano, sin dejar claro si habla para sus nietos o para sí mismo–; pero hasta ahora contábamos con la protección de Biguidibela, nuestro dios murciélago que nos protegía y ayudaba...

—No empieces, abuelo, ya sabes lo que pienso de esas historias...

—¡Cállate, hermano! –grita Miguel con fuerza, a la vez que golpea en el hombro a Carlos. Aunque le aprecia, no deja de repetirle que le parece del todo inadecuado que se haya alejado de la aldea y se haya ido a vivir a la ciudad. Al contrario que él, cree firmemente en las leyendas de su abuelo–. No tienes ningún derecho a...

—¡Callaos los dos!

La autoridad del anciano es indiscutible. Los tres hombres permanecen callados unos segundos, relajándose ante el movimiento hipnotizante de las llamas. Aunque no puede verlas, el anciano las siente con los demás sentidos, y nota que van apagándose, por lo que indica a Miguel, el menor de sus nietos, que vaya a por más leña. Cuando éste se ha alejado, continúa hablando con el mayor.

—Tú no crees en mis historias, y para Miguel, en cambio, son lo que dan sentido a su vida. Pero tú tienes otras cualidades, tienes la capacidad de ver más allá de lo simple –Carlos hace un amago de interrumpirle, pero el anciano, aun sin verle, le detiene extendiendo su brazo–. Supiste ver más allá de la aldea y del hogar, y marchaste a la ciudad, donde te labraste una buena vida. Estoy contento. Y Miguel también, aunque diga lo contrario. Vuestros padres estarían orgullosos de los dos. De ti por marcharte, y de él por quedarse.

El anciano hace una pausa, para tomar un trago de tequila, de una botella ya casi vacía. Su garganta está perfectamente acostumbrada al fuerte sabor.

—Ahora os necesito a ambos –continúa finalmente–. La aldea os necesita.

—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que sea –dice Carlos, mientras observa cómo se acerca su hermano cargado de leña para avivar el fuego–. Pero no necesito más historias y leyendas...

—Tú escúchame, y luego toma la decisión que creas correcta.

Miguel llega con la leña y ambos jóvenes se encargan de alimentar el fuego. Se sientan de nuevo, a ambos lados del anciano. Encienden unos cigarrillos, y dan unos tragos de tequila.

—Mirad hacia arriba –dice el anciano, señalando al cielo, y los jóvenes alzan la mirada– y decidme qué veis.

—Las estrellas, abuelo –dice Miguel –, y la luna llena, muy brillante.

—¿Y tú que ves, Carlos? –pregunta el abuelo, pero su nieto permanece en silencio. Tras una pausa, el anciano vuelve a preguntarle– ¿Qué ves, Carlos?

—No es lo que veo, abuelo –contesta finalmente el joven–. Es lo que no veo. Faltan los murciélagos.

Efectivamente, si algo caracterizaba a aquella aldea, era la presencia constante de murciélagos durante la noche. Decenas, centenas de ellos, revoloteando por toda aquella zona, inundando cada noche con sus agudos chillidos. Pero esa noche no hay ninguno. El silencio es profundo y penetrante.

—Los murciélagos se han ido –continúa el anciano, tras apurar la botella de tequila–. Se han ido. O mejor dicho, han hecho que se vayan.

—¿Han hecho? –pregunta incrédulo Carlos.

—Escucha al abuelo, hermano –Miguel mira con furia a su hermano, no soporta esos aires que se da de estar por encima de sus creencias. Antes de que vuelvan a discutir, el anciano golpea el fuego con una vara, y les ordena callar a ambos.

—Escuchadme los dos con atención, y no me interrumpáis. Os voy a contar una historia que ya conocéis. Miguel la repite casi a diario, pero tú la has olvidado ya, Carlos, y es necesario que la recuerdes. Es la siguiente...

“Cuenta la leyenda que el murciélago fue una vez el ave más bella de la creación. Pero el murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy, sin color ni belleza. Era la criatura más fea y desagradable de todas las que existían y por eso, también, la más desgraciada. Se mojaba con la lluvia y pasaba frío en invierno, mientras que en verano su piel se abrasaba con el sol, porque no tenía nada con que protegerse de las inclemencias del tiempo. Su nombre era Biguidibela.”

Biguidi es mariposa, y bela es carne –interrumpe Miguel–, el nombre venía a significar algo así como mariposa desnuda...

—Miguel –pronuncia el anciano seriamente–, ve a por más tequila, se ha acabado.

El joven comprende que ha metido la pata otra vez al interrumpir a su abuelo, y se marcha cabizbajo hacia el pueblo. En su interior va repitiendo la misma historia que el anciano está contando a Carlos. Una historia que se sabe de memoria desde que era poco más que un bebé.

“Un día frío, el murciélago subió al cielo y le pidió plumas al creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el creador no tenía plumas, pues las había gastado todas con las aves, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores: el tucán, el loro, el colibrí... Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.”

El anciano hace una pausa, y saca una botella de tequila sin empezar, que aparentemente llevaba escondida entre sus ropas. No deja de sonreír con cierta ironía, mostrando su desgastada e incompleta dentadura, mientras quita el tapón y da un pequeño trago a la botella. Luego continúa, tras ofrecer la botella a su nieto, de nuevo con seriedad en su rostro. Carlos permanece pensativo en todo momento, aunque acepta de buen grado el tequila.

“Consciente de su belleza, el murciélago volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza. Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves. Con su continuo pavoneo, hacía sentirse pequeños a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta el colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.”

—Abuelo, yo conocía esta historia –le interrumpe Carlos–. La había olvidado, sí, pero ya voy recordando... Tan sólo es una vieja leyenda...

—Ya sé lo que es. Pero tú tienes que escucharla –contestó el anciano, irritado, y continuó.

“Cuando el creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio. Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas, saliendo solamente de noche y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar toda la belleza, todos los colores, que una vez tuvo y perdió.”

—Ésta es la historia de Biguidibela –añade finalmente el anciano, tras una pausa. A lo lejos oía acercarse de nuevo a su otro nieto–. Y es la historia de nuestra aldea. Hemos aprendido a no ser orgullosos y a vivir nuestra propia vida. Biguidibela nos ha protegido y ayudado desde entonces, por mucho que a ti te cueste comprenderlo. Pero ahora se han llevado a Biguidibela.

—No entiendo...

—Tú hermano te hará entender.

Miguel se sienta frente a su hermano y le narra lo sucedido unos días antes:

—Hace un par de días, al mediodía, un grupo de hombres... unos gringos... llegaron al pueblo, armados con fusiles, y con malos modales. Entraron en casa del abuelo y se llevaron por la fuerza a Biguidibela. Por suerte, no hirieron a nadie. Biguidibela nos protegió todo lo que pudo, pero no pudo evitar que se lo llevaran.

—Era de día, y Biguidibela no pudo defenderse –añade el anciano, con tristeza.

—¿Pero que es eso de que se llevaron a Biguidibela? –Carlos no terminaba de comprenderles del todo.

—Se llevaron la vieja figura que representaba al murciélago, a Biguidibela –contesta el anciano.

Carlos comprende entonces que lo que habían robado era una antigüedad. Una vieja estatuilla de roca volcánica que representaba a Biguidibela, el dios murciélago. De un tamaño no superior a una caja de zapatos, con la forma de un murciélago con las alas extendidas. No tan valiosa por su composición –roca volcánica, aunque con pequeños detalles incrustados en oro y otras piedras preciosas–, como por su enorme valor histórico –era tan antiguo como la aldea, repetía a menudo el abuelo–, y su no menor belleza, pues estaba perfecta y preciosamente tallada. Por uno de los lados, mostraba a un murciélago normal, una especie de ratón con alas, sin ningún adorno. Era la representación de Biguidibela en su forma original y también final, es decir, representaba a la actual forma de los murciélagos. Pero por el otro lado estaba la representación de Biguidibela transformado, cuando poseía las plumas de diferentes colores que había conseguido. Aquí estaban las incrustaciones de oro y otras piedras preciosas, que le daban un hermoso colorido. Pero por encima de su valor económico e histórico, estaba el valor sentimental para ellos, pues era una pieza que había pertenecido desde siempre a su familia. Era parte de ellos. Carlos no cree de ninguna manera en el supuesto poder de la figura, pero no duda en ningún momento en hacer lo que esté en su mano para recuperarla. Al igual que su hermano.

—Yo me encargaré de recuperarla, abuelo –dice el hermano pequeño, hinchando el pecho.

—Los dos lo haréis –sentencia el abuelo, mientras los hermanos se observan. Ambos acaban sonriendo pues, a pesar de sus diferencias, se aprecian como hermanos que son, y se alegran de hacer algo juntos, después de tanto tiempo separados.

—¿Y cómo lo haremos, abuelo? –pregunta Miguel.

—Id a mi casa –comienza el anciano, sabiendo que lo que va a decir no tendrá ningún sentido para su nieto Carlos–. Allí hay un murciélago enjaulado. Es el último que queda en la zona. Yo mismo lo atrapé antes de que se fueran los demás. Ayer estuve hablando con él toda la noche...

Carlos pretende interrumpirle, pedirle que dejara ya sus cuentos, pero el anciano le pone su mano en la boca, en una clara indicación de que se calle, y el joven obedece.

—Le conté lo ocurrido –continúa–, y le pedí que nos ayudara. Por supuesto, el animal accedió. Tan sólo tenéis que liberarlo, y él os guiará hasta Biguidibela.

Unos minutos después, los tres hombres se encuentran en la casa del anciano. Cogen la jaula que contiene al murciélago y salen al exterior. Miguel está plenamente convencido de lo que van a hacer, pero Carlos se niega por completo a creer en las leyendas de su abuelo. Lleva ya un rato cavilando y decide entrar en acción por sí mismo. Está dispuesto a encontrar la estatuilla, y no quiere perder el tiempo con cuentos y pseudo-magia que, está convencido, no les va a llevar a ningún sitio.

En la aldea había un hombre, el Sr. Fratel, que destacaba sobre los demás. Con el paso de los años se había hecho cada vez más rico y poderoso, mediante exitosos negocios, primero con los pueblos vecinos, luego con empresas del resto del país, y finalmente incluso con poderosas multinacionales de otros países. Por supuesto, no todos sus negocios entraban dentro de la legalidad. Además, a la vez que crecía su imperio, se había vuelto más insolente y ambicioso, y finalmente había acabado por enemistarse con el resto de la aldea. Ahora vivía en las afueras, en una enorme y opulenta mansión, que desentonaba con el resto del paisaje agreste. Carlos había empezado a suponer que quizás aquel hombre había tenido algo que ver con el robo, y había decidido hacerle una visita. Así se lo comunica a su hermano y su abuelo, pero éstos le instan a seguir sus ideas. Carlos, refunfuñando, se marcha hacia la hacienda del Sr. Fratel, mientras sus parientes deciden soltar al murciélago.

—Pequeño animalito –dice el anciano, aunque Carlos apenas lo oye ya en la distancia–, guíanos hasta Biguidibela. Llévanos hasta él, para que podamos devolverlo a la aldea...

El murciélago echa a volar, pero Carlos ya no lo ve. Al poco rato, llega hasta la puerta de la enorme mansión del Sr. Fratel, y se detiene en seco. Quizás no sería tan fácil acceder a aquel hombre que renegaba del resto de la aldea. Mientras está absorto en estos pensamientos, oye unas voces detrás de él y, al girarse, puede observar a Miguel y a su abuelo, que se acercan por donde él mismo ha venido.

—Al final habéis decidido hacerme caso –comenta Carlos, de forma algo sarcástica–. Seguro que el murciélago ha echado a volar y lo habéis perdido de vista...

—No, Carlos. Nos ha traído hacia aquí.

Carlos observa a su abuelo con incredulidad, pensando que está intentando tomarle el pelo, pero su hermano pequeño, con orgullo, le señala hacia lo alto de la mansión. “Mira”, dice, y Carlos, tras girarse, puede ver claramente a un murciélago revoloteando sobre el tejado.

Tarda un rato en reaccionar, sin saber qué pensar y tratando de encontrar una explicación lógica, pero cuando Carlos pretende replicar, se abre la puerta de la mansión y aparece un hombre armado que les pregunta maleducadamente qué están haciendo allí. Carlos reacciona con rapidez olvidando, al menos de momento, la presencia del murciélago, y le explica al hombre armado –una especie de soldado o mercenario– que han venido a ver al Sr. Fratel, para hablar de negocios, aunque sin especificar la naturaleza de los mismos. Tras varios minutos, y varias consultas del hombre armado, al final Carlos entra en la mansión. Su hermano y su abuelo, sin embargo, deben quedarse fuera. Por lo visto, el Sr. Fratel no quiere saber absolutamente nada de las gentes del pueblo, y tan sólo ha accedido a atender a Carlos porque ya no vive en la aldea. Ni el anciano ni sus nietos pueden disimular su malestar, pero deciden aceptar. Por lo menos, uno de ellos podrá intentar averiguar algo. Los tres están convencidos de la implicación del Sr. Fratel en el robo –cada uno por sus propias razones–, pero quieren averiguar a dónde se han llevado la estatuilla.

—Adelante, chico. Adelante. Sírvete lo que quieras y ponte cómodo. Veamos qué negocios vienes a proponerme.

La voz del Sr. Fratel suena potente y con gravedad, mostrando una total confianza en sí mismo. Carlos avanza por una amplia estancia, una especie de salón-comedor excesivamente ornamentado con multitud de figuras, trofeos y pequeñas plantas, y plagado de ostentosos muebles de madera tallada. Una de las paredes está formada por unos enormes ventanales que, seguramente, por el día inundarían la sala con la luz del sol. Ahora, sin embargo, una tenue iluminación reina en la estancia, procedente de una pequeña lámpara. Al fondo, cerca del ventanal, un hombre obeso descansa en un mullido sofá. Un par de jóvenes mujeres, escasamente vestidas, le están masajeando los hombros y acariciándole el velludo pecho. Cerca de él hay un par de mesas con los restos de una opípara cena, de la que sólo parece quedar el postre: unas piezas de fruta variada y algunos dulces. También hay algunas botellas con diversos licores, a las que señala el hombre obeso, indicándole que se sirva un trago. Carlos coge una botella de whisky, sin poder evitar un nervioso temblequeo en sus manos, y llena un vaso, al que previamente ha añadido un par de hielos. Antes de saborearlo, se sienta en uno de los sillones, mientras se siente observado por un par de tipos armados que vigilan en la terraza, al otro lado del ventanal. Y en una esquina del salón, sentado en otro sillón, reposa otro de los hombres de Fratel, que se limita a leer el periódico. A pesar de los nervios, que no son pocos, Carlos intenta mantener la compostura. No está acostumbrado a tratar con este tipo de gente, pero ya no puede echarse atrás.

—¿Y bien? –pregunta el Sr. Fratel. Ahora que Carlos está más cerca de él, puede ver que va excesivamente enjoyado, luciendo una gran cantidad de collares y anillos, e incluso varios pendientes, todos ellos de oro. Lleva un amplio y ligero pantalón inmaculadamente blanco, y tiene la camisa desabrochada, de la que sobresale su oronda barriga, fruto de una vida de lujo.

—Mi nombre es Carlos Bariche... Quería hablar con usted, Sr. Fratel.

—Sé quién eres, chico. Sé absolutamente todo sobre este maldito pueblo –al pronunciar estas palabras, revienta una uva entre sus dedos, como demostrando su poder. Carlos nota cómo un escalofrío recorre su médula espinal, pero no se permite el lujo de dar muestras de amilanarse–. Puedes llamarme Ernesto, por cierto.

Y rubrica estas últimas palabras con una amplia y malévola sonrisa, mientras una de las chicas comienza a limpiarle los dedos con pequeños lametones. Carlos se va sintiendo cada vez más incómodo, por lo que decide ir ya directo al grano.

—Sr. Fratel...

—Llámame Ernesto, por favor –pero suena más como una orden que como una amable petición.

—Ernesto... –Carlos coge aire, haciendo una breve pausa, y continúa–. Ha desaparecido algo que pertenecía a mi familia. Se trata de una pequeña estatuilla con forma de murciélago –ambos hombres se miran fijamente, estudiándose–. Unos norteamericanos la robaron hace un par de días, y creo que usted podría ayudarme a encontrarla... O al menos, a saber cuál es su paradero actual...

—Espero que no estés insinuando que yo he tenido algo que ver en ese robo –Ernesto Fratel se incorpora en su asiento, sin llegar a levantarse, e indica a las chicas que se marchen. Éstas obedecen sin rechistar, observando a Carlos con lascivia mientras desaparecen por una puerta.

—Bueno, Sr. Fra... Ernesto –continúa Carlos, temblando de terror, aunque dejando que apenas se le note–, como muy bien ha dicho antes, usted sabe todo lo que concierne a este pueblo... Por eso mismo acudo a usted.

Ambos hombres se observan mutuamente, en silencio. Tan sólo unos segundos que, sin embargo, parecen eones. Finalmente, Fratel estalla en sonoras carcajadas.

—Tienes cojones, chico... –exclama, entre carcajadas–. Muchos cojones, sí señor... Creo que me caes bien...

Cuando acaba de reír, se levanta, no sin esfuerzo, dada su enorme corpulencia, y se dirige hacia los ventanales, haciéndole una seña a Carlos para que le siga. Éste le obedece, a pesar de que apenas puede andar por culpa del tembleque que sufren sus piernas, y salen a la amplia terraza. Los hombres armados se apartan a un lado, pero para Carlos está muy claro que ahora mismo se encuentra a merced del Sr. Fratel. Éste comienza a mostrarle los terrenos que se divisan desde la terraza, remarcando claramente que son suyos, haciendo ostentación de su propio poder. Finalmente, coloca un brazo sobre los hombros de Carlos, y extiende el otro hacia el horizonte.

—Hacia allí están los EEUU –acaba diciendo–. Ahora mismo tu estatua debe estar viajando hacia allí.

Mientras pronuncia esas palabras, frente a ellos aparece revoloteando, sin previo aviso, un pequeño murciélago. Da un par de giros, y finalmente echa a volar precisamente en la misma dirección que indica el brazo extendido de Fratel, perdiéndose en la oscuridad reinante. Las nubes ya han cubierto la totalidad de las estrellas.

—Eso ya lo había deducido yo...

—Claro, chico. Se me olvidaba lo listo que eres... En concreto, se encuentra a bordo de un barco de carga, rumbo a Gotham City... ¿A que eso ya no lo sabías, eh?

Carlos comienza a mirar con furia a Fratel, el cual empieza a esbozar una sonrisa altiva.

—Un tipo de allí es quien se la ha llevado –continúa este último–. Lo sé porque yo mismo le dije a ese tipo dónde conseguir la estatuilla...

Carlos está ahora totalmente enfurecido, aunque hace grandes esfuerzos para tratar de controlarse. Fratel, sin embargo, no deja de sonreír. Una sonrisa sucia, malévola. Carlos siente como si le hubieran atravesado con un punzón, haciéndole una herida profunda, y el Sr. Fratel estuviera echándole sal a puñados.

—Tú la has robado... –acierta a decir Carlos.

—No, chico, no –Fratel comienza ahora a avanzar hacia el interior, mientras Carlos permanece petrificado en la terraza–. Yo sólo ofrecí una información... Por un módico precio, claro está... Lo demás, chico, ya no es asunto mío. Ni debería serlo tuyo. Vuelve a la ciudad y olvídate de la estatua.

—Hijo de p...

—No voy a permitir que me insultes, chico. No en mi propia casa. Me habías caído bien, y por eso te he contado lo que te he contado. Si quieres recuperar tu estúpida estatuilla, vete a Gotham City, aunque no te lo recomiendo, la verdad –Fratel vuelve a reír con sonoridad, sin mostrar respeto alguno por Carlos–. Ahora, lárgate de mi casa... Y no vuelvas nunca más.

En ese preciso instante, un relámpago recorre el cielo sobre la aldea y, antes de que pueda oírse tronar, una enorme tormenta descarga en el lugar.




Dos días después. Batcueva, minutos antes del anochecer. Alfred Pennyworth baja las escaleras portando una bandeja con diversos alimentos. Bruce Wayne, ataviado con el traje de Batman –a excepción de la capucha– permanece sentado ante la pantalla del ordenador.

—¿Alguna novedad, señor? –pregunta el mayordomo.

—No, Alfred. El Pingüino parece estar lo suficientemente limpio –contesta Wayne y, mirando a la bandeja, añade–: Gracias.

—El señor Cobblepot, si me permite decirlo, jamás estará lo suficientemente limpio...

—Tienes razón, Alfred, pero si ha estado cometiendo algún delito últimamente, se ha asegurado de no dejar rastro alguno.

—Seguro que usted sabe cómo dar con el rastro adecuado.

Batman mira a Alfred, asintiendo, y teclea algo en el ordenador. En la pantalla aparece una nueva ventana.

—¿Qué te parece eso, Alfred? –pregunta mientras alcanza uno de los sandwiches de la bandeja.

—Diría que el Pingüino se ha convertido en un ave de altos vuelos –responde el mayordomo, irónicamente.

—Demasiados altos –dice Batman, con cierta preocupación–. Está manejando mucho dinero. Mucho más dinero de lo que es habitual en él, que ya es decir.

—Mucho más dinero del que puede estar generando legalmente –añade Alfred.

—Dinero de origen desconocido. Y no me gusta que esté en manos de Cobblepot.

Ambos hombres asienten en silencio.

—Señor Bruce... ¿me permite una pregunta un tanto... indiscreta?

—Adelante, Alfred.

—Me gustaría saber qué es lo que más le preocupa en estos momentos –dice Alfred, seriamente–, si la amenaza potencial que puede suponer el Pingüino, o su reencuentro con la señorita St. Cloud.

Bruce recapacita unos instantes en silencio, y finalmente contesta:

—No sé lo que trama Cobblepot, y no me gusta que Bruce Wayne haya sido objetivo de sus amenazas. Y la reaparición de Silver ha sido ciertamente... (1).

—¿Turbadora?

—Inesperada –corrige Bruce, mientras se coloca la capucha de Batman y se levanta–. Silver y Bruce tienen muchas cosas de las que hablar, pero ahora es Batman quien tiene trabajo que hacer.

—¿Una visita al señor Cobblepot? –pregunta Alfred.

—Sí –responde Batman–. Veamos qué se cuece en el “Iceberg”.



Gotham City. El exclusivo club “Iceberg”, propiedad de Oswald Chesterfield Cobblepot, poco después de anochecer. El local está repleto de clientes en busca de diversión. La mayoría, nuevos ricos con la conciencia no del todo tranquila, aunque para un observador algo más avispado no se le escaparía que en el “Iceberg” hay más de un delincuente con demasiadas coartadas. Cobblepot reposa sonriente en su amplio despacho-salón, jugueteando con unos vistosos pajarillos de colores chillones, encerrados en enormes jaulas. Apenas se le oye murmurar algo –“qué hermosos sois...”– mientras consume un cigarrillo que humea al otro lado de una larga y elegante boquilla. Tal y como le gusta a Cobblepot. De hecho, todo está tal y como le gusta a Cobblepot...

Hasta que aparece el Murciélago.

—¿Tú? ¿Aquí? –pregunta un indignado Cobblepot–. ¿Es que no puedes dejarme en paz nunca?

—Aún no te lo has ganado –la voz de Batman resuena sombría por todo el despacho–. Si te dejara en paz, seguramente Gotham lo lamentaría, Pingüino.

—¡¡¡Cuarck!!! –se irrita aún más Cobblepot–. Por favor, odio ese estúpido apodo. ¡Soy Oswald Chesterfield Cobblepot!

—Muy bien –replica Batman, colocándose ante él, haciendo notoria la diferencia de estatura–. Hablemos de ti, Cobblepot.

—Eso ya me gusta más.

—Háblame del nuevo Cobblepot, el nuevo “hijo predilecto” de Gotham City –la voz de Batman llega a dar miedo al expresarse con tanta ironía. Cobblepot, de hecho, da un pequeño respingo del que, sin embargo, se recupera con rapidez.

—Me he pasado al lado bueno –responde este último, con una amplía sonrisa–. Debí hacerlo hace mucho, pero la vida no siempre... quarck... te da lo que quieres...

—Tú siempre has sido demasiado amigo de lo ajeno...

—Vamos, vamos... –continúa Cobblepot–. Todo eso ya se acabó. Basta de ser un criminal odiado en Gotham. Ahora quiero algo diferente, algo nuevo. Quiero que me quieran. Quiero que Gotham me ame...

—No te creo, Cobblepot –Batman mira fijamente a los ojos del Pingüino, pero éste acaba rehusando la mirada.

—Me da igual –responde finalmente Cobblepot, sentándose en un mullido sillón–. Cuarck... No he hecho nada ilegal. En cambio, tú ahora está cometiendo allanamiento de morada...

—No me trago tus cuentos, Pingüino –replica Batman, haciendo un especial énfasis al pronunciar la palabra “Pingüino”–. Sé que ocultas algo.

—Demuéstralo –le reta Cobblepot con la más malévola de sus sonrisas.

—Espero que no estés malgastando una fortuna que no es tuya, Cobblepot –dice Batman, desafiante.

La rechoncha cara del Pingüino se ve inundada de un color carmesí que le delata.

—¿Qué estás insinuando...? –pregunta Cobblepot tras una serie casi interminable de graznidos.

—Sólo digo –responde Batman– que tus cuentas están a rebosar, y que de algún sitio tiene que llegar tanto dinero...

Cobblepot se enfada, y mucho, como siempre que tiene algún contacto con el Murciélago. Cuando se dispone a seguir replicándole a Batman, unos ruidos le interrumpen. Alguien está llamando a la puerta.

—¡Estoy ocupado, maldita sea! –grita furiosamente Cobblepot hacia la puerta del despacho, pero cuando se gira de nuevo hacia Batman, éste ya ha desaparecido.

—¿Cómo demonios...?

Cobblepot mira a uno y otro lado, pero Batman ya no está allí. Finalmente, se dirige a la puerta, para ver qué ocurre. Allí espera uno de sus hombres.

—¿Y bien? –pregunta irritado el Pingüino.

—Sólo quería confirmarle que ya está todo preparado para mañana, señor Cobblepot...

—Bien –contesta éste, aún enfadado–. Esperemos que el Murciélago nos deje en paz. No quiero que se entrometa en la subasta de mañana... ¡Dobla la seguridad!

—Ya dio órdenes de doblarla, señor...

—¡Pues vuélvela a doblar, maldita sea! –grita Cobblepot lleno de furia–. No quiero ver a ese maldito Murciélago de nuevo en mi local... Por cierto... ¿Ha llegado la última pieza?

—El barco donde venía, el Breyfogle, ya está en el puerto de Gotham, señor. Mañana la traerán con el resto de cargamento.

—No puedo esperar a mañana –dice Cobblepot, ligeramente nervioso.

—No hay nada de qué preocuparse, señor, la pieza viene escondida entre el cargamento legal, y gracias a sus... contactos en la alcaldía, las autoridades han hecho la vista gorda.

Pero el Pingüino se siente inquieto, se toca las sienes con sus dedos, con claros síntomas de preocupación.

—¡Maldita sea! –exclama finalmente–. No estoy tranquilo. Es todo por culpa del Murciélago. Me pone de los nervios, no me fío de él... Llama de inmediato al capitán del Breyfogle. Dile que recoja la... carga especial.

—No querrá hacerlo, señor... Accedió a transportar la pieza de contrabando, pero no quería involucrarse personalmente...

—¡Cuarck! ¡Dile que enviaremos a alguien a recogerla de inmediato!. Alguien... especial.



Fuera del “Iceberg”, en lo alto de un edificio, Batman observa un papel extraído del interior del propio club de Cobblepot, sin que éste se diera cuenta. Es una especie de invitación.

Gran Subasta en el Club “Iceberg”

Objetos únicos y de prestigio contrastado

Todo al mejor postor

Con el aval de Oswald Chesterfield Cobblepot

Batman se guarda el papel, pensativo, cuando un leve pitido le interrumpe.

—¿Batman? Aquí Oráculo –suena una voz femenina a través del pequeño comunicador.

—Habla.

—El Breyfogle, el barco que estás esperando, ya ha atracado en el puerto –dice Oráculo–. Pasará esta noche en el puerto de Gotham y mañana por la mañana lo descargarán. ¿Vas a ir a echar un vistazo?

—Sí –responde Batman–, de inmediato.

—¿Crees que encontrarás algo? –pregunta Oráculo, ante la parquedad de palabras de Batman.

—No lo sé –contesta éste, poniéndose ya en marcha hacia el puerto–. Sé que el Pingüino va a recibir un cargamento de ese barco...

—De hecho –le interrumpe Oráculo–, buena parte del cargamento del Breyfogle será enviado a diferentes locales propiedad de Cobblepot. Pero todo legal, Batman. Ya lo he comprobado.

—Sólo quiero mirar a ver si hay algo que no figure en el inventario.

—No te obsesiones con el Pingüino...

—Sólo es una comprobación rutinaria –responde Batman–. ¿Tienes algo más?

—Nada –contesta Oráculo, con cierta resignación–. Parece que está bastante limpio, aunque voy a seguir investigando sus actividades. No he encontrado nada que no supieras ya... Bueno, quizás te interese saber que mañana celebra una especie de subasta en el “Iceberg”...

—Ya lo sé –le interrumpe Batman–. Tengo una invitación, aunque Cobblepot no lo sabe.

—¿Piensas acudir al evento?

—Yo no –responde Batman, y cambiando la voz, añade–: Irá Cerillas Malone (2).

—Vaya –dice finalmente Oráculo–, parece que no te he sido de demasiada ayuda...

—Eso nunca. Batman fuera.

Barbara Gordon, alias Oráculo, apoya el comunicador y teclea algo ante la pantalla del ordenador. Muy bien, señor Cobblepot, pronuncia en voz alta casi sin darse cuenta, veamos por qué tiene usted tanto dinero...



Unos minutos después, en el gran puerto de Gotham City. Batman se cuela sin problemas en el interior del Breyfogle, cuya vigilancia deja bastante que desear. En cuanto Batman se encuentra dentro del barco, el cielo sobre el puerto de Gotham se ve cubierto por una enorme y repentina bandada de murciélagos.

Una vez dentro del barco, Batman se dirige a la bodega de carga, pero al aproximarse oye unos extraños ruidos, como si alguien estuviese rebuscando algo. Batman se introduce sigilosamente en la bodega, sin hacer ruido y amparándose en la oscuridad, y ve cómo un tipo está rebuscando, ayudado por una linterna, entre las diversas cajas y paquetes que componen la mercancía del barco.

—Aquí estás –acaba diciendo el tipo, sujetando una pequeña caja entre sus manos.

Entonces Batman le sujeta por la nuca, inmovilizándole.

—Vamos a hacer esto de manera fácil, ¿de acuerdo? –dice, apretándole el cuello–. Yo te voy a hacer una serie de preguntas, y tú las vas a responder como un buen chico. ¿Entendido?

El tipo, quien se trata realmente del capitán del barco, asiente a duras penas, presa del pánico.

—¿Quién eres? –comienza preguntando Batman.

—Soy el capitán del Breyfogle...

—¿Y qué hace el capitán del barco rebuscando entre la mercancía que transporta? –pregunta Batman con dureza–. ¿Qué venías a recoger?

—Esa caja –responde el otro, señalando la caja que había cogido antes, y que ahora yace tirada en el suelo de la bodega.

—¿Quién te envía?

El tipo tarda en responder, por lo que Batman le vuelve a apretar en el cuello, obteniendo el resultado buscado.

—¡El Pingüino! –grita el capitán del barco–. ¡Cumplo órdenes de Cobblepot!

Batman aprieta en un punto concreto del cuello, haciendo que el hombre pierda el sentido y caiga inconsciente. Eso es lo que quería oír, pronuncia Batman en alto, mientras recoge la pequeña caja de madera. La abre y se encuentra con una preciosa figura que representa un murciélago. Se queda unos segundos maravillándose ante ella, comprendiendo que se trata de un objeto robado. Uno de los muchos que, posiblemente, haya en la subasta del Pingüino.

—Vaya... –una voz resuena tras Batman–. Venía a por un murciélago, pero parece que mataré dos pájaros de un tiro...

Batman se gira, un tanto sorprendido, y maldiciéndose por haberse descuidado. Frente a él, en la puerta de la bodega, se topa con la enorme y corpulenta figura de...

¡¡¡Bane!!!



Continuará...



Igor Rodtem
(20-4-2007)
igor_rodtem@hotmail.com


Referencias:
(1) En los números anteriores de Batman, en Action Tales, Bruce Wayne y Cobblepot se han tropezado en varias ocasiones, haciendo que saltaran las chispas. Cobblepot lleva un tiempo intentando hacer un lavado de imagen, con el objetivo de convertirse en mecenas de Gotham, y rival de Bruce Wayne. Ha contratado como asesora de imagen a Silver St. Cloud, un viejo amor de Bruce Wayne que huyó de Gotham al darse cuenta que él era realmente Batman. En los últimos números hemos visto cómo parece que ambos están retomando esa vieja relación.
(2) Cerillas Malone es un alias que usa Batman para infiltrarse entre los propios criminales de Gotham City.

Nota del autor:

La leyenda de Biguidibela existe realmente (es una leyenda tradicional mexicana). Yo simplemente la he tomado prestada para jugar un poco con ella (desconozco su difusión en su zona de origen, así como su posible utilización y significado, por lo que pido disculpas si alguien se siente ofendido por haberla incluido dentro de este relato de ficción).

Es fácil de encontrar por internet. La versión que he incluido finalmente la he tomado, principalmente, de la que viene en la web redmexicana.com

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