Encrucijada presenta nº01: Serpiente Plissken


Título: Serpiente Plissken: Asalto a Cleveland
Autor: Alexis Brito Delgado
Portada: Nick Derinton
Publicado en: Febrero 2009

¡Nueva serie! ¡Primer número! Una nueva aventura de "Serpiente" Plissken, de 1997 Huida de New York y 2013: Rescate en L.A., En Cleveland, junto a Texas Mike O'Shea y Robacoches Malone.
 
Serpiente Plissken creado por John Carpenter


 


 

Relato inspirado en Serpiente Plissken, personaje creado por John Carpenter en las películas 1997: Huida de New York y 2013: Rescate en L.A.
  Que narra los acontecimientos sucedidos en Cleveland, junto a Texas Mike O'Shea y Robacoches Malone, situado cronológicamente entre las Crónicas de Serpiente Plissken (cómic) y 2013: Rescate en L.A
Blowing around, turning over and out
Apocalyptic dreams and a supersonic high
Get running now
Two hours to die
What's with this guy gonna think you're alive...
WHITE ZOMBIE
 
Cuando un americano pierde su ciudadanía, es deportado a la Isla de Los Ángeles, de la que jamás regresa.
Directriz 17
AÑO 2.009
CLEVELAND
Con los labios apretados, Serpiente Plissken examinó la entrada del edificio e ignoró las sirenas de los barcos que surcaban el río Cuyahoga. La fábrica era una construcción rectangular de cuatro plantas con aspecto de búnker. Impaciente, prendió un pitillo de mercado negro y exhaló una bocanada de humo por la nariz: las cosas marchaban según lo previsto. Plissken se volvió a la derecha y su ojo azul contempló a Texas Mike O’Shea con algo similar al afecto.
 
—¿Qué hacemos, viejo? —inquirió con voz susurrante—. ¿Entramos a saco?
 
El anciano sonrió y apretó el encendedor del Plymouth del 94.
 
—Ten paciencia, Serpiente —dijo—. Malone aún no ha llegado.
 
Plissken fue despectivo:
 
—No confío en Robacoches —rezongó—. ¿Por qué te molestas en darle trabajo?
 
Robacoches Malone: un ratero de tres al cuarto que nunca había dado golpe en su vida, otro de tantos perdedores como los que siempre se veía obligado a tratar; ignoraba porqué no se los quitaba de encima.
Mike chupó el puro, mordió la punta y lo encendió con el aparato.
 
— ¿Dónde pillaste este cacharro?
 
A Serpiente no le agradó que cambiara de tema.
 
—En Phoenix —replicó—. ¿Tiene importancia?
 
El anciano se mostró conciliador.
 
—Ninguna, Serpiente.
 
Plissken retomó el hilo original de la conversación.
 
—No me has contestado, viejo.
 
O’Shea suspiró.
 
—Malone es un buen tipo —explicó—. No deberías ser tan suspicaz.
 
Serpiente gruñó:
 
—Por ello continúo con vida.
 
S.D. Robert (Bob) "Serpiente" Plissken: Teniente de las Fuerzas Especiales. Dos Corazones Púrpura concedidos por el Presidente de los Estados Unidos. Luchas en Leningrado y Siberia durante la Tercera Guerra Mundial. Rescató a otro Presidente de la Penitenciaría de Máxima Seguridad de Nueva York en 1.997.
 
Mike sacó unos planos del bolsillo de su cazadora paramilitar, los extendió sobre sus rodillas huesudas y señaló un punto situado en el centro del mapa.
 
—Primero desconectamos la alarma —indicó—. Más tarde, entramos por la puerta trasera y noqueamos a los guardias de seguridad.
 
Plissken preguntó:
 
— ¿Cuántos son?
 
El anciano respondió:
 
—Tres.
 
Serpiente enarcó una ceja.
 
— ¿Seguro?
 
O’Shea afirmó:
 
—Seguro, Serpiente.
 
— ¿Y las cámaras?
 
—Malone se ocupará de ellas.
 
Plissken fue sarcástico:
 
—Estupendo.
 
El anciano ignoró su comentario.
 
—Luego, subimos a la segunda planta, pasamos la zona de cápsulas criogénicas, los despachos de los
jefazos y llegamos a nuestro objetivo: el biochip está en la cámara de seguridad Omega.
Serpiente arrojó el cigarro por la ventanilla.
 
— ¿Tan fácil?
 
Mike asintió con calidez:
 
—Naturalmente.
 
Plissken estiró las piernas: 42 años, cabellos hasta los hombros, parche en el ojo izquierdo, barba de una semana, raída chupa de cuero marrón, camisilla de cremalleras, pantalones de camuflaje, botas de combate con hebillas y un Colt 22 LR modificado en el muslo derecho. De ser un Héroe de Guerra, Serpiente se había convertido en un mercenario profesional: frío, individualista, descreído, impasible y de gatillo fácil. En aquel momento era el criminal más buscado de los Estados Unidos, era culpable de 23 Delitos Morales, suficientes para encerrarlo de por vida en la Penitenciaría de Máxima Seguridad de L.A.
 
Un vehículo enfiló el muelle con los faros apagados. Plissken acarició la culata de polímero del arma, preparado para entrar en acción. En aquel desvencijado Cadillac Convertible del 49 podría venir cualquiera, no sería la primera vez que le tendían una trampa. O’Shea le apretó el brazo.
 
—Tranquilo, Serpiente —susurró—. Es Malone.
 
El coche aparcó detrás del Plymouth. Dos hombres bajaron del mismo, caminaron en silencio un corto trecho bajo la fría llovizna y penetraron en la parte trasera. Robacoches preguntó con aire casual:
 
— ¿Alguna novedad?
 
Plissken lo atravesó con la mirada. Malone era un negro del antiguo Harlem que tenía la mala costumbre de vestir como un gángster de pacotilla: sombrero de ala ancha, traje de quinientos dólares, zapatos de piel de cocodrilo, chaleco y tirantes blancos a juego con la corbata. Serpiente masculló:
 
— ¿Quién es ese?
 
Robacoches Malone efectuó la presentación pertinente.
 
—Perdona, Plissken. Te presento a Johnny Smith...
 
Serpiente lo cortó en seco.
 
— ¿Qué coño hace aquí, Robacoches?
 
O’Shea intervino:
 
—Es de confianza, Serpiente —aclaró—. Lo necesitamos para acceder a Omega.
 
Aquello no lo calmó.
 
— ¿Por qué?
 
El anciano continuó:
 
—Ha conseguido los códigos de acceso de la cámara. Sin él no podríamos robar el biochip.
 
Plissken se dirigió a Smith:
 
— ¿Cómo lograste los códigos de Omega, amigo?
 
Johnny respondió nervioso.
 
—Trabajo en la fábrica —explicó—. Soy uno de los encargados del departamento de seguridad.
 
Serpiente fue receloso.
 
— ¿Y por qué vas a vender a tus jefes?
 
Los rasgos de Smith se endurecieron.
 
—Son unos cabrones —argumentó—. Me pagan una mierda.
 
La misma historia de siempre, empleado descontento decide traicionar a su corporación para ganar unos miles de dólares libres de impuestos: cuanto más cambiaban las cosas más seguían igual.
Malone se hurgó una encía con un palillo de oro.
 
—Entonces... ¿Seguimos con el plan?
 
Todos observaron a Plissken. Este sopesó los pros y los contras. Estaba sin blanca, si no efectuaba aquel golpe seguiría en la cuneta, malviviendo para llegar a fin de mes. La idea de pasar la frontera de México lo seducía, allí estaría a salvo del Gobierno fascistoide que dominaba su país desde hacía décadas. Como de costumbre, se encontraba entre la espada y la pared: no le quedaban opciones.
 
—De acuerdo —asintió, malhumorado—. Adelante.
 
Los cuatro bajaron del vehículo. Mientras se aproximaban a la parte trasera del edificio, amparados por la oscuridad, Johnny se acercó a Serpiente.
 
—Pensaba que eras un mito, Plissken —inquirió con veneración—. Te daba por muerto, tío.
Plissken siseó:
 
—Llámame Serpiente.
 
OMEGA
Minutos más tarde, Malone había desconectado las cámaras de seguridad gracias a un pequeño ordenador portátil Toshiba. Aquello superaba su talento, por norma no sabía ni abrir cerraduras con una palanca, allí había gato encerrado. Plissken inquirió.
 
— ¿Cuánto tiempo tenemos, Robacoches?
 
Malone resopló:
 
—Te he dicho que no me llames así, Serpiente.
 
El tono de Plissken fue como una cuchilla de afeitar.
 
—Te he preguntado cuánto tiempo, Robacoches —insistió.
 
Malone se dio por vencido.
 
—Veinte minutos.
 
Serpiente no se fiaba de su explicación.
 
— ¿Y luego qué?
 
—Las cámaras volverán a filmar lo que sucede en el edificio.
 
Plissken dijo con ironía:
 
—Eres una maravilla, colega.
 
Serpiente desconfiaba de su socio, nunca le había gustado, sus modales afeminados eran exasperantes, sin contar con su voz ronca y maliciosa, que podía crisparle los nervios a cualquiera. De no ser por Texas Mike O’Shea, jamás hubiera trabajado con él: siempre tenía la impresión de que, tarde o temprano, Robacoches terminaría vendiéndolos para salvar su oscuro pellejo.
El anciano añadió:
 
—Nos quedan diecinueve minutos, caballeros.
 
Como siempre, tenía que trabajar a contrarreloj, aquella era la historia de su vida. Plissken desenfundó la pistola y acarició el cuello de Smith con el cañón.
 
—Tú primero, amigo.
 
Johnny tembló.
 
—Claro, Serpiente.
 
Smith subió unas escaleras, sacó una tarjeta magnética del bolsillo y abrió una puerta. Rápidamente, entraron en la fábrica, recorrieron un pasillo bordeado por anaqueles metálicos que llegaban hasta el techo y llegaron a la sala de control. Tres hombres uniformados de azul jugaban al póquer alrededor de una mesa de acero, ausentes, sin ser conscientes del peligro que corrían. Malone sacó una Walther CP99, con silenciador y punto rojo, de la funda sobaquera.
 
—Guarda ese cañón —murmuró Serpiente—. Lo haremos a mi manera.
 
Plissken abandonó a sus compañeros, gateó por el suelo y llegó hasta una ventana, debajo de la que se agazapó, la cual conectaba con la sala de guardia. Una cápsula de gas nervioso rodó dentro de la estancia. Los seguritas se levantaron, asustados, e intentaron dar la alarma. Fue demasiado tarde, la toxina hizo mella en sus cuerpos y los derrumbó entre estertores epilépticos: estarían fuera de combate durante horas. Satisfecho, Serpiente sostuvo la respiración y cerró la ventana: no quería correr el riesgo de inhalar el gas. Mike le palmeó el hombro.
 
—Ha sido una buena jugada, Serpiente —lo felicitó—. ¿Dónde conseguiste las toxinas?
 
—Siberia —respondió con aridez.
 
Plissken odiaba hablar del pasado, no tenía sentido rememorar lo que no tenía remedio, los años como militar en las Fuerzas Especiales eran una pesada losa de plomo sobre su conciencia. 
 
 O’Shea no quiso indagar sobre el tema.
 
— ¡Vamos! —Instó a sus compañeros—. ¡Nos quedan quince minutos!
 
Robacoches los adelantó con presteza. Serpiente estudió su manera de caminar y descubrió que Malone llevaba un arma de calibre corto entre las piernas: tomó nota de aquel detalle por si algún día tendría que utilizarlo a su favor. Con las linternas encendidas, el grupo ascendió a la segunda planta del edificio, cruzó un corredor, ignoró el brillo fantasmagórico de las cápsulas criogénicas de las habitaciones circundantes y llegaron a una puerta cerrada. Smith sacó otra ficha del bolsillo y penetraron en el despacho: su objetivo estaba cerca. Malone se detuvo.
 
—Yo esperaré aquí —propuso—. Nunca sabes lo que puede pasar.
 
Plissken sopesó la situación: por un lado perdería a Robacoches de vista durante un rato y por otra parte podía traicionarlos y esfumarse en caso de que las cosas se pusieran feas.
 
—No te atrevas a jugármela, Robacoches.
 
Malone agitó la mano:
 
—Descuida, Plissken.
 
El despacho a oscuras estaba ricamente amueblado: mesa de abedul con península, sillas duras ergonómicas, mini- bar, ficheros de aluminio y sillón de piel de aspecto victoria- no. O’Shea descolgó una reproducción de Willem de Kooning de dos metros de altura, la puso a un lado y aplicó un lector Sony sobre la caja fuerte empotrada. El aparato chasqueó, seleccionó entre un millar de combinaciones distintas y enseguida adivinó el código de acceso. Sin detenerse, accedieron a la cámara Omega y buscaron el biochip en la oscuridad. Johnny alzó una diminuta caja de cristal con un gesto exultante.
 
— ¡Bingo! —exclamó—. ¡Lo hemos pillado a la primera!
 
Serpiente comentó con acritud:
 
—No cantes victoria hasta que nos larguemos, amigo.
 
El anciano sonrió.
 
—No seas pesimista, Serpiente.
 
Smith le dio el biochip a O’Shea. Tenían siete minutos para abandonar el edificio. El anciano guardó la caja dentro de la cazadora. En aquel momento, el ulular de una alarma rompió el silencio de la madrugada y taladró los tímpanos del grupo. Plissken farfulló:
 
— ¡Mierda!
 
Mike salió disparado hacia la salida.
 
— ¡Tenemos que pirarnos de aquí!
 
Desde el exterior, llegó el sonido de las sirenas de la Fuerza Policial de los Estados
Unidos. Serpiente amartilló el arma. La pasma estaba rodeando el edificio, la calle estaría cortada, tenían que buscar otras opciones de fuga. Plissken siguió a O’Shea y a Johnny.
 
— ¡Al tejado! —ordenó—. ¡Es nuestra única oportunidad!
 
MALONE
 
Al alcanzar la entrada del despacho, comprobaron que Malone había desaparecido, los escrúpulos de Serpiente se vieron confirmados.
 
— ¡Joder! —Le dijo al anciano—. ¡Te advertí que ese cabrón no era de fiar!
 
O’Shea fue incapaz de responder.
 
—Como vuelva a encontrarlo le volaré la tapa de los sesos, viejo —continuó Serpiente—. ¡Ni tú ni nadie podrá impedírmelo!
 
Furioso, Plissken corrió hacia las escaleras de servicio, no se atrevía a tomar los ascensores, la bofia podía haberlos desconectado. Sus compañeros siguieron sus pasos e intentaron darle alcance, su rápida carrera los había dejado atrás. Tres agentes uniformados con trajes acorazados de policarbono aparecieron al final del pasillo. Sus ametralladoras automáticas chispearon en la penumbra. Un cabo se adelantó, burlón, con aire petulante.
 
—Mirad a quién tenemos aquí —dijo mordaz—. ¿No es ese Serpiente Plissken?
 
—En la tele parecía más alto —chasqueó otro.
 
Serpiente evaluó sus posiciones y extendió las piernas con las manos a la altura de las caderas.
 
—No dices nada, ¿eh? —continuó el cabo.
El tercero rió.
 
— ¡Tiene que estar cagado de miedo!

Sus miradas se cruzaron, el olor tenue de la muerte flotó en el ambiente y realzó la lobreguez de la galería circular. Como una sola persona, sus oponentes levantaron las armas con expresiones victoriosas. Plissken se ladeó unos centímetros, el Colt 22 LR apareció en su diestra y descargó un huracán de plomo.
 
 La primera detonación destrozó la mandíbula del cabecilla y lo arrojó contra el agente situado a su izquierda. Este perdió el equilibrio y su andanada picoteó la pared. El segundo proyectil abatió al policía de la derecha, le traspasó el esternón y lo obligó a dar una grotesca vuelta de campana. La tercera bala abrió la frente del superviviente, el visor del casco negro se rajó en dos y sus sesos salpicaron el suelo. Impávido, Serpiente enfundó el arma y desechó el olor de la pólvora que llenaba sus fosas nasales.
 
— ¡Corred! —chilló mientras recargaba la pistola.
 
Como una exhalación, el grupo reanudó la alocada huída y ascendieron hacia la azotea.
Una voz áspera bramó:
 
— ¡Acabad con ellos!
 
Mike lanzó un gemido de dolor y perdió el equilibrio: un proyectil le había atravesado la espalda. Plissken lo agarró del brazo, lo obligó a levantarse y lo arrastró hacia arriba.

— ¿Estás bien? —preguntó con ansiedad.

O’Shea esbozó un gesto fatigado.

—Las he recibido peores, Serpiente.

Plissken sintió la tentación de dejar colgados a sus socios.
Una extraña moralidad invadió su mente, no actuaría como Malone, aún no había caído tan bajo.
El asesinato de William Taylor llenó sus recuerdos: después de robar un billón de dólares en créditos de la Reserva Federal de Denver, fueron atrapados en la estación de metro de San Francisco; la FPEU acribilló a su compañero ante su negativa a rendirse.
Serpiente animaba a O’Shea.

—Saldremos de esta, viejo.
 
Smith disparó hacia atrás y mantuvo a raya a sus enemigos con una Team Match II. Los estampidos repiquetearon por el hueco de las escaleras y soltaron chispas al chocar contra la barandilla. Plissken agachó la cabeza y le reventó la cara a un policía. Johnny reemplazó el tambor vacío.
 
— ¿Qué piensas hacer, Serpiente?
 
No le quedaba otro remedio que improvisar sobre la marcha.
 
— ¿Está cerrada la azotea, amigo?
 
Smith volvió a abrir fuego sin cesar de avanzar.
— ¡Déjalo de mi cuenta!
 
En pocos segundos llegaron arriba. Plissken cubrió a Johnny mientras este manipulaba la cerradura. El aire frío de la noche le golpeó el rostro, tenían el camino libre, una hilera de paneles de energía solar aparecieron ante su visión. El grupo irrumpió en el tejado. Smith cerró la entrada de un portazo.
 
— ¡Tendrán que utilizar un bazooka para echarla abajo!
 
El zumbido atronador de un helicóptero llenó sus oídos. Un Boeing AH-64 apareció por el borde del edificio, el fuselaje blindado del aparato le puso los pelos de punta, desde que robó la limusina de J.F. Kennedy en Atlantic City no se encontraba en una situación como aquella. Un foco iluminó la terraza, el artillero giró la barbeta móvil y apretó el gatillo de la Chain Gun M230. Serpiente se arrojó a un lado, las balas de 35 mm lamieron su anatomía y traspasaron a Texas Mike O’Shea, que salió despedido escupiendo sus propios pulmones por la boca. Johnny intentó abatir al artillero, sus disparos resultaron bajos y rebotaron contra la cabina, sin producirle ningún daño. El AH-64 remontó vuelo para atacarlos desde lo alto. Plissken temblaba por el odio, su mirada de cíclope se cruzó con la del piloto, sobreviviría el mejor de los dos. Una tormenta de fuego barrió el tejado. Serpiente corrió, rodó por el suelo y se ocultó detrás de un condensador eléctrico: pedazos de metal salpicaron sus hombros. Por fortuna, sus adversarios no habían utilizado los misiles anticarro AGM-114 Hellfire, probablemente no querrían arriesgarse a perder el biochip. Con una sincronización envidiable, Plissken y Smith se incorporaron, apuntaron al artillero y descargaron sus armas. El soldado se desplomó hacia delante, lanzó un alarido de dolor, extendió los brazos y aterrizó sobre el cuarto de ventilación. Serpiente sonrió fríamente: las deudas estaban saldadas.
 
— ¡Cúbreme! —indicó a su compañero.
 
Plissken se dirigió hacia el cadáver. El vendaval provocado por las aspas del AH-64 estuvo apunto de arrojarlo por los aires. Johnny cumplió sus órdenes y entretuvo al piloto con sus balazos. Frenético, se inclinó sobre el artillero, volteó su cuerpo y le arrancó una ristra de granadas del cinturón. El helicóptero ladeó el morro hacia abajo y levantó la cola, los motores turboeje T700-GE-701 trepidaron, preparado para aniquilarlos. Serpiente arrancó el seguro de tres M67 con los dientes, extendió el brazo hacia atrás y lanzó el cinturón hacia el aparato. Las granadas flotaron en el aire durante un instante, trazaron una elipsis irregular y cayeron en la parte trasera del Boeing AH-64.
 
— ¡Salta al río! —exclamó—. ¡Es nuestra única oportunidad!
 
Smith dudó, indeciso.
 
— ¿Y qué harás tú, Serpiente?
 
El rugido del helicóptero ahogó su pregunta.
 
— ¡Salta de una puta vez! —exhortó—. ¡No te preocupes por mí!
 
El aparato saltó en pedazos; la onda expansiva lo levantó del suelo y lo impulsó a cinco metros de distancia. Su físico rebotó contra un muro. El impacto le arrancó un grito, antes de que se desplomara en el suelo. Plissken sacudió la cabeza e ignoró el dolor de su costado. Debía tener alguna costilla rota; esperaba que no le hubiera traspasado el pul- món. Las llamas se elevaban a su alrededor y desdibujaban la azotea, llena de escombros calcinados. El hedor de la gasolina quemada le hizo reprimir una arcada. Con el ojo enrojecido por el humo, reptó entre los restos del AH-64 y se acercó al cuerpo lacerado de Texas Mike O’Shea. Una sensación de tristeza lo invadió, el anciano fue un buen camarada, no merecía una muerte tan miserable. Serpiente apartó sus remordimientos, registró los bolsillos de su socio y recuperó el biochip: era un milagro que estuviera intacto. Después, a trompicones, se arrastró hasta el final del edificio: Johnny Smith era un punto negro en la distancia que nadaba entre las aguas espumosas del río.
SMITH
Horas más tarde, la Fuerza Policial de los Estados Unidos había abandonado la fábrica y buscaba a los fugitivos por toda la ciudad. La luz mortecina del alba iluminó a ambos criminales. Extenuado, Plissken se levantó la camisa y observó la herida de su vientre: sumaría otra cicatriz a las demás. Sentado en su precario refugio, las rocas le hacían daño en su espalda magullada. Smith le pasó una petaca de whisky.
 
— ¿Cómo te encuentras, Serpiente?
 
El ardiente licor le abrasó la garganta.
 
—Sobreviviré.
 
Serpiente estrechó la chaqueta alrededor de sus hombros enjutos, el chapuzón en las aguas del Cuyahoga le estaba pasando factura, tiritaba sin que pudiera evitarlo.
Johnny preguntó con interés:
 
— ¿Y el biochip?
 
Plissken mintió:
 
—No lo sé.
 
La desconfianza era la mejor actitud que podía asumir, gracias a ella conservaba el pellejo, en caso contrario hubiera muerto hacía siglos.
 
Su compañero levantó la Team Match II.
— ¡Mientes!
 
Los contornos del embarcadero parecieron cernirse sobre su figura. Serpiente sintió un escalofrío de aprensión. El rostro afable de Smith se había convertido en una máscara de dureza, estaba dispuesto a mandarlo al otro barrio para conseguir lo que deseaba, todo fue un papel desde el principio. Serpiente intentó ganar tiempo.
 
—El viejo tenía el biochip, no yo.
 
— ¡Una mierda! —Farfulló Johnny—. ¡Sé que lo cogiste cuando me arrojé al río!
 
Plissken buscó el puñal que guardaba escondido en la bota con dedos tenues.
—Te equivocas, gilipollas.
 
El índice de Smith se crispó sobre el gatillo.

— ¡Estás agotando mi paciencia, Serpiente!

Como podía comprobar, la gente era una porquería, cada uno velaba por sus propios intereses. Nadie merecía su lealtad, para subsistir debería ser cruel e implacable: un reptil que se arrastrase sin llamar
la atención entre la raza humana.
Como una cobra, Plissken encajó los dientes, aferró el pomo del arma y proyectó el puñal hacia su antiguo socio. Johnny vibró, sorprendido, con la hoja clavada en su corazón hasta la empuñadura. Sus ojos se tornaron vidriosos y la pistola chocó contra el suelo. Serpiente siseó:
 
—Llámame, Plissken.

FIN


Si te ha gustado la historia, ¡coméntala y compártela! ;)


No hay comentarios:

Publicar un comentario