Encrucijada presenta nº05: Waterworld


Título: Waterworld: El Mundo Sumergido
Autor: Alexis Brito Delgado
Portada:
Publicado en: Julio 2009

El hombre anfibio al que llaman el Marinero intenta sobrevivir como puede en este mundo acuático y post-apocaliptico.
 

 Waterworld creado por Peter Rader y David Twohy

 



I jumped in the river and what did I see?
Black-eyed angels swam with me
A moon full of stars and astral cars
All the things I used to see…
Radiohead
 

No tiene nombre para que la muerte no lo encuentre. No tiene hogar ni familia que cuidar. No tiene miedo de nada y menos de los hombres. Es rápido y fuerte como el viento...
 Enola
 


EL MARINERO
 
La bóveda celeste, colmada de pesadas nubes, albergaba un océano en calma. En la inmensidad de las
olas, el trimarán era un diminuto punto en la distancia que se fundía con la soledad de su entorno. La vieja embarcación de tres cascos se deslizaba a gran velocidad, con las velas totalmente desplegadas, trazando una estela espumosa irregular. Encima del flotador derecho, en la silla de mandos, un individuo nervudo controlaba el rumbo de la nave. El sol rompió los nubarrones y recorrió la superficie del mar, iluminando al capitán del barco. El Marinero se llevó la mano a los ojos, cegado por el molesto resplandor. Sus pies desnudos, cuyos dedos estaban unidos por membranas, afianzaron su posición sobre el casco lateral: le esperaba una larga jornada al timón.
Con una mirada impasible, recorrió los familiares contornos del navío: un mástil de treinta y cinco metros de altura estaba clavado en la cubierta, un par de redes metálicas unían ambos flotadores al casco principal, dentro de las mismas, se balanceaban objetos curiosos, reliquias que había conseguido durante sus viajes; cubos de plástico, garrafas, balones de rugby y botellas de cristal. Un desalinizador de sofisticada manufactura, que le servía para reciclar sus propios fluidos corporales; una tumbona donde descansaba en sus ratos de ocio y su tesoro favorito: un limonero que empezaba a dar frutos. Los ojos verdes, fríos y melancólicos, se posaron en la roda de la nave. Al final del puente que conectaba con la quilla, descansaba una pistola arpón, oculta debajo de un toldo. En la popa, tras su espalda, una grúa que alcanzaba los ochocientos pies de profundidad, le servía para conseguir botín del fondo del océano: capturas que vendía a los comerciantes de los atolones a cambio de suministros. La apariencia del Marinero, después de trece meses de navegación por el Mundo Acuático, le hacía parecer un elemento más de la embarcación: pantalones de piel de pescado, chaleco de neopreno sin mangas y un cuchillo enfundado en una vaina de cuero.
 
 
El horizonte, veteado por las cálidas temperaturas, era un lienzo en blanco que se dibujaba hasta el infinito. La brisa le agitó los cabellos decolorados por el sol y refrescó su físico, despejando sus sentidos enrarecidos por el olor del mar. El Marinero llevaba demasiado tiempo a la deriva, necesitaba encontrar una ciudad lo antes posible, o terminaría perdiendo la cabeza, tal como había visto en muchos Errantes. Involuntariamente, la idea le erizó los pelos de la nuca: sabía que el aislamiento y la escasez de comida podían acabar con su cordura, no quería sufrir aquel horrible destino. Su diestra descendió y agarró el timón auxiliar, corrigiendo la travesía hacia el este: una ruta era tan buena como otra, no tenía apuntes sobre aquella zona en sus mapas. En el caso de que encontrara un atolón, debía tomar precauciones: sus habitantes solían ser individuos supersticiosos y degenerados, vencidos por un pasado hundido bajo los grandes mares; no dudarían en matarlo si descubrían que era un mutante. Los supervivientes de la raza humana le producían un profundo aborrecimiento, despreciaba sus creencias religiosas vacías de sentido, en las que se refugiaban para continuar sus patéticas existencias. Por ello, entre otros motivos, era un solitario: nunca encajaría en ninguna comunidad.
 
 
El Marinero recordó su infancia, cuando vivía en una ciudad flotante situada en lo que antiguamente se conocía como California, siendo blanco de burlas y desprecios. Su madre, una mujer triste y hermosa, procuró protegerlo de su progenitor, un pescador cruel y pendenciero, que detestaba la condición de su único vástago. Durante largos años, tuvo que aguantar los constantes maltratos que su padre efectuaba a su madre, derrotado por su propia incapacidad de defenderla. Al poco tiempo de cumplir los trece años, después de una discusión etílica, su padre asesinó a su esposa, clavándole un puñal en el corazón. Nunca más volvió a hacerle daño a nadie, el Marinero le pagó con la misma moneda, su cadáver estrangulado dio de comer a los peces del puerto.



La nave se balanceó y lo arrancó de sus pensamientos. Una punzada de hambre recorrió su estómago, llevaba sin alimentarse desde el día anterior, debía hacer una pausa para saciar su apetito. Con largas zancadas, recorrió la red, sorteó el timón principal y entró en la carlinga. El habitáculo proporcionó una sensación de paz a su alma: un camastro de hierro, una vieja mesa de madera, cajas de música, mandíbulas de tiburón, gafas de submarinismo, lámparas de aceite, bujías y armónicas colgaban del techo; objetos rescatados de las ruinas de la civilización. A su derecha, encima del torno donde afilaba sus armas, había un plato con varios salmones. El Marinero eligió uno al azar, salió al exterior, cruzó la cubierta y volvió a la silla de mandos. Sentado, raspó las escamas, abrió al animal de la cola a la cabeza, extirpó las vísceras y branquias, y lo dividió en dos filetes. De inmediato, limpió el salmón en un barreño y lo colocó sobre la parrilla que previamente había encendido: el delicioso olor le hizo la boca agua. Quince minutos más tarde, terminó el desayuno tardío, lanzó un eructo satisfecho y se reclinó hacia atrás: la comida le había dado sueño. El Marinero entrecerró los párpados, medio adormilado por el vaivén del barco, mientras el calor aumentaba poco a poco. La brisa estremeció el oleaje perezoso que chocaba contra los flotadores gemelos de veinte metros de longitud. Durante un momento, las imágenes del pasado se desvanecieron y la serenidad de su entorno lo tranquilizó: disfrutaba con su solitaria existencia.
Su memoria retrocedió cincuenta lunas atrás, al día que encontró un atolón abandonado en mitad del océano. La metrópoli había sido arrasada, nada quedaba de sus habitantes, huesos blanqueados brillaban al sol, traspasados por disparos de gran calibre. Automáticamente, el Marinero sacó conclusiones, las pruebas eran irrefutables: la ciudad flotante había sido asaltada por los Smokers, piratas que asediaban el Mundo Acuático con sus incursiones. La decadencia que lo rodeaba lo sumió en un estado de tristeza, aquellas personas no merecían un final tan espantoso, los asaltantes habían terminado con cualquier rastro de vida.
Volviendo al presente, una mancha en la lejanía llamó su atención: ¿Qué flotaba sobre las olas? El Marinero se levantó, se dirigió al mástil y aferró el catalejo: una balsa oscilaba a diez millas de distancia. Curioso, entornó los ojos y buscó a los tripulantes: parecía que la embarcación estaba abandonada. Con desconfianza, escudriñó el navío una vez más: no sería la primera vez que un Errante intentara tenderle una trampa; la prudencia era la actitud más sensata que podía adoptar. El Marinero retrocedió, asió el timón principal y se dirigió hacia el barco: puede que encontrara botín en los despojos que arrastraba la corriente.
 
 
 
 
NATIONAL GEOGRAPHIC
 
Al llegar a su objetivo, el Marinero arrió las velas, trabó el timón y lanzó un cabo a la lancha: el trimarán quedó flotando junto a la embarcación. Tomando todo tipo de precauciones, apretó la culata del arpón y saltó dentro del barco: el familiar hedor de la muerte le impregnó las fosas nasales. A su derecha, entre las jarcias destrozadas, había varios bidones, donde probablemente, el capitán del navío guardaba sus reservas de agua. Detrás, entre un conglomerado de diversos objetos, encontró una caña de pescar de fabricación casera con el carrete reventado. Lentamente, revisó el estado del timón, la flaccidez de las velas y el símbolo pintado en el mástil: parecía que había dado con una balsa de esclavistas. 
El Marinero recorrió la cubierta de madera y se aproximó a la carlinga con los nervios en tensión. Sabía que dentro del habitáculo podía haber un enemigo, alguien oculto en la oscuridad con un puñal en la mano, preparado para rebanarle el cuello. Se detuvo en la entrada y estudió el interior envuelto en la penumbra: no distinguió movimiento o sonido que corroborara sus sospechas. La fetidez aumentó y le revolvió el estómago. Involuntariamente, ladeó la cabeza y observó el dibujo del palo mayor: un pez espada color escarlata, de proporciones grotescas, que parecía burlarse de su incertidumbre. ¿Qué diablos hacía una embarcación esclavista en aquellas aguas? Por norma, éstos actuaban en grupo, no se separaban bajo ninguna circunstancia, un detalle a tener en cuenta a la hora de evaluar la posibilidad de una emboscada. El Marinero inspiró una bocanada de aire, dio un paso inseguro y penetró en el camarote con el arma por delante. La atmósfera enrarecida de la carlinga le dio ganas de vomitar, era imposible que un adversario lo esperara entre las sombras; ningún ser humano podría soportar aquella pestilencia sin perder la razón. En la puerta, medio cegado por el sol, esperó a que sus ojos se habituaran a las tinieblas. Segundos más tarde, percibió un cuerpo tirado en el suelo, boca abajo, sobre una mancha de aspecto nauseabundo. El Marinero miró en rededor y comprobó que todo estaba en orden. ¿Qué le habría pasado a aquél hombre? Se inclinó sobre el cadáver y lo volvió para mirarlo a la cara. La expresión de agonía del capitán del barco le hizo lamentar su decisión. Una corriente gélida recorrió su espina dorsal y le produjo un escalofrío. El esclavista había muerto de una forma espantosa, sus rasgos estaban desfigurados por un sufrimiento que escapaba de su alcance. Morboso, analizó las facciones repulsivas: piel quemada por el sol, tabique nasal roto y recolocado en un ángulo inverosímil, boca putrefacta, dentadura amarillenta y lengua azulada que asomaba como un pedazo de cuero podrido. Con una mueca, el Marinero se incorporó y apartó la vista del muerto: le horrorizaba imaginar que podía sucederle lo mismo. Por su mente pasaron varias opciones: insolación, disentería, asfixia, fiebres tropicales, hipotermia... Se encogió de hombros y olvidó el cadáver: tenía cosas importantes que hacer.  
Acto seguido, registró el camarote en busca de objetos que pudieran serle de utilidad. Durante un momento, sopesó la idea de tirar el cuerpo por la borda, pero el simple hecho de tocarlo le dio náuseas. Respirando por la boca, registró los anaqueles con dedos expertos: una bobina de cobre, envases de vidrio, anzuelos de diversos tamaños, una gorra de béisbol (en la visera aparecía el nombre del equipo: Los Tigres de Detroit), un señuelo con forma de calamar, unas aletas de buceo, un reloj de arena, un juego de pesas, una bombona de oxígeno, un maletín de oficinista, una escafandra y un botiquín de primeros auxilios (con el emblema desteñido de la Cruz Roja en el centro). En cinco minutos, sacó todas las pertenencias del esclavista a la cubierta y las metió en un barril vacío: quería salir del barco lo antes posible. En seguida, trepó por el mástil, cortó las anillas de hierro que unían la vela a la nave, la enrolló en un apretado bulto y la colocó junto al resto del botín.
 
 
El Marinero se detuvo, limpió el sudor que le descendía por la frente con el dorso de la mano y miró la entrada de la carlinga: sabía que había pasado por alto algo importante.
Al regresar al camarote, la corrupción que emanaba del esclavista volvió a agitarle las entrañas. Ignoró el ambiente angustioso e inspeccionó con la mirada todos los rincones del habitáculo. Sus ojos se detuvieron sobre un colchón sucio, era lo único que no había revisado, le daba asco manipular el lugar donde había dormido aquel hombre. Rápidamente, apartó sus aprensiones y levantó el jergón. Debajo, sobre la alfombra manchada de vómitos, había una caja de acero oxidada. El Marinero la agarró por las asas y salió al exterior: no volvería a pisar la carlinga aunque le fuera la vida en ello. En la cubierta, arrojó su arpón, el baúl y el bidón al trimarán. Los objetos rebotaron sobre la red y quedaron inmóviles. Revisó los barriles de agua potable y descubrió que estaban secos: el clima caluroso los había evaporado. Sin pensarlo, retornó a su embarcación, soltó amarras, desplegó las velas, tomó el timón principal y se alejó de la lancha: había obtenido más de lo que esperaba.
Cuando la balsa desapareció en el horizonte, el Marinero abandonó su puesto y reventó el candado que cerraba la caja con una palanca. La sorpresa le hizo un nudo en el vientre y le arrancó una diminuta sonrisa de los labios: la primera que esbozaba desde que podía recordar. Nervioso, desparramó las revistas sobre el casco central y las examinó con una expresión extasiada. ¿Cómo era posible que el esclavista hubiera conseguido aquellos tesoros? Abrió la primera que cayó en sus manos (un número de National Geographic) y las imágenes impresas en las páginas ajadas le humedecieron los ojos: montañas cubiertas de nieve, bosques llenos de árboles, desiertos barridos por la arena, animales exóticos de pelajes rayados, edificios de piedra triangulares (había leído que los llamaban pirámides), colinas perladas de hierba... El Marinero pasó las páginas con avidez, una detrás de otra, ansioso por averiguar los misterios de la antigua civilización. Cuando terminó con aquel ejemplar pasó a otro completamente distinto: rascacielos infinitos de acero y cristal, vehículos resplandecientes, fábricas que soltaban humo por sus chimeneas, avenidas aglomeradas de tráfico... Un pergamino arrugado llamó su atención y lo apartó de la revista (titulada People) que estaba estudiando. La carta náutica dibujada en un papel antihumedad mostraba una región del océano indocumentada en sus propios mapas. El Marinero corroboró los puntos de referencia que conocía: los atolones situados al oeste, los puestos comerciales ubicados en el sur, la metrópoli destruida por los Smokers al este y... Sus dedos estrujaron el mapa: una ciudad llamada Oklahoma resaltaba circundada por una marca desigual. Una sensación extraña invadió su interior: había encontrado algo trascendental. Comprobó los grados de longitud y latitud, las anotaciones tomadas al margen del pergamino y llegó a la conclusión de que el lugar quedaba a unas cuatrocientas leguas en dirección norte. El Marinero apretó los labios y soltó la carta. Había elegido un nuevo rumbo...




CONTINENTES HUNDIDOS
 
 
 
La niebla, que se extendía en todas las direcciones y cubría los aparejos del barco, proporcionaba un aspecto fantasmal al océano. De pie, sobre el casco central, el Marinero escudriñó las pesadas volutas e intentó elegir una ruta segura. Enfrente, a medio kilómetro de distancia, unas formas imponentes destacaban en la penumbra, arrojando sombras confusas encima de las olas. Intranquilo, constató la carta de navegación que había encontrado: no había errado de travesía. Los flotadores triples del trimarán abrieron un surco blanquecino y rompieron la tranquilidad del mar. Un chapoteo llamó su atención y lo obligó a desviar la vista: un objeto impreciso (¿una rama?) había golpeado el casco derecho. El capitán del barco ahogó sus escrúpulos y apretó el timón: había navegado muchas horas para retroceder en el último momento. Le costaba respirar con naturalidad, la bruma pastosa hería sus pulmones y le apretaba los miembros como una mano invisible. Pausadamente, conforme avanzaba con las velas arriadas, las siluetas aumentaron de tamaño y adquirieron dimensiones gigantescas. ¿Dónde había ido a parar? Una corriente de aire levantó la neblina y le permitió observar su entorno: la sorpresa lo dejó con la boca abierta y los ojos abiertos como platos.
 

Edificios descomunales asomaban entre las aguas y elevaban sus perfiles abruptos hacia el cielo ensombrecido.  La neblina volvió a descender y ocultó aquella inesperada visión. El Marinero se mordió los labios hasta que el dolor lo hizo regresar a la realidad: aquello era imposible, sabía que la Tierra fue sepultada por el Diluvio Universal. Segundos más tarde, los rascacielos reaparecieron, mostrándole la grandeza de una civilización extinta. El navío se internó en una avenida y levantó pequeñas ondas que penetraron por las ventanas destrozadas que daban al nivel del mar. A su diestra, una construcción con la fachada cubierta de espejos le hizo bajar la mirada, medio deslumbrado por los centelleantes reflejos  del agua. A su zurda, una serie de edificaciones de desigual tamaño, mostraban cientos de terrazas oxidadas, coronadas por plantas desconocidas. El Marinero distinguió un armazón metálico que sobresalía en mitad de la laguna, dobló el timón principal y lo evitó por un metro de distancia. Irritado, estudió las líneas corroídas por el salitre: ¿era una pluma de construcción cómo las que utilizaban en el pasado para levantar viviendas? 
Gracias a su mutación, había descubierto las ciudades sumergidas en el fondo del océano, dónde la raza humana vivió antes de construir atolones. Durante años, el Marinero se había sumergido para contemplar las metrópolis aniquiladas por el mar, impulsado por una curiosidad que iba más allá de su comprensión. Por ello, descubrió cómo conseguir capturas que ningún Errante podría obtener para intercambiar con sus iguales. Ahora, después de tanto tiempo, encontrar aquellos edificios lo llenaba de un respeto atávico que jamás pensó que experimentaría. Debajo de la quilla, descansaban los restos del pasado, protegidos por el mar implacable: vehículos, almacenes, estaciones de autobuses, torres de alta tensión, centros comerciales, señales de tráfico, supermercados, barcos, farmacias, fábricas, aeropuertos... No quedaba nada, sólo los desechos que las olas se dignaban a devolver: los supervivientes del Apocalipsis pagaron un alto precio por los crímenes de sus antepasados. En la carlinga, dentro de una caja de madera, el Marinero guardaba las revistas, libros y documentos que lo auxiliaron a averiguar la verdad. Un artículo publicado en una revista (en Septiembre del 2009) había aclarado sus dudas hacía años:
 
¿Qué es el Cambio Climático?
“La gente habla mucho del tiempo, y no debe extrañarnos si tenemos en cuenta la influencia que tiene en nuestro estado de ánimo, en cómo nos vestimos e incluso en lo que comemos. Sin embargo, no debemos confundir el tiempo con el clima. El clima es la media del tiempo que hace en una determinada zona durante un largo periodo.
Las variaciones climáticas han existido en el pasado y existirán siempre a consecuencia de diferentes fenómenos naturales, como los cambios fraccionales en la radiación solar, las erupciones volcánicas y las fluctuaciones naturales en el propio sistema climático.
Sin embargo, durante el último siglo, la temperatura media global ha aumentado 0,6ºC, llegando a aumentar 1º C en Europa, lo que es un calentamiento inusualmente rápido. De hecho, el siglo pasado fue el más cálido, y la década de los 90 fue la más calurosa de los últimos 1000 años. Según la NASA, los cinco años más calurosos han sido, en este orden, los siguientes:

1. 2009
2. 1998
3. 2002
4. 2003
5. 2005

Las causas naturales pueden explicar sólo una pequeña parte del calentamiento. La inmensa mayoría de los científicos coinciden en que se debe a las crecientes concentraciones de gases de efecto invernadero, que retienen el calor en la atmósfera como consecuencia de las actividades humanas.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPPC) —un foro científico establecido en el marco de las Naciones Unidas en 1988 para reunir a miles de expertos en clima de todo el mundo— prevé que la temperatura global media puede subir a lo largo de este siglo entre 1,4 y 5,8°C como consecuencia de las actividades humanas.
Es posible que esta diferencia no parezca alarmante, pero durante la última Edad de Hielo, hace más de 11.500 años, la temperatura global era de solamente 5ºC menos que en la actualidad, ¡y fue cuando una gruesa capa de hielo cubría la mayor parte de Europa!
Hoy en día, el cambio climático está teniendo muchos impactos apreciables, que van desde los aumentos de la temperatura a la subida del nivel del mar como consecuencia del derretimiento de los casquetes polares, pasando por  tormentas e inundaciones, cada vez más frecuentes.
Si no tomamos medidas, el cambio climático provocará daños cada vez más costosos y afectará al equilibrio de nuestro entorno natural, que nos provee de alimentos, materias primas y otros recursos vitales. Esto perjudicará a nuestras economías y podría desestabilizar a las comunidades de todo el mundo”.
Aunque la mayoría de los términos eran desconocidos para el Marinero, éste no tardó en comprender que el Mundo Acuático fue un error humano, no una creación Divina como muchos santones afirmaban. ¿Y si hubiera encontrado la Tierra Seca? Un gesto irónico cruzó sus rasgos como una cicatriz: aquella leyenda era una estupidez, ideal para los imbéciles que agonizaban en las islas flotantes, víctimas de su propia degradación genética y moral.
El sol ascendió e irradió los edificios monstruosos,  proporcionando a la ciudad una belleza fúnebre. A trescientos metros, la calle formaba un ángulo de noventa grados y desembocaba en una laguna cubierta de algas. El Marinero se adentró por aquel sitio. Encima de un rascacielos semisumergido, en una pista de aterrizaje, reposaba un helicóptero con las aspas rotas. Automáticamente, estudió el vehículo que sólo conocía por las fotografías de las revistas militares que habían caído en sus manos. En la cabina de vuelo, un esqueleto apergaminado le sonrió con una mueca macabra. La atmósfera melancólica de la ciudad estuvo a punto de arrancarle las lágrimas. Los edificios cubiertos de musgo transmitían una sensación de tristeza que le recordó la expresión de su madre. El Marinero ignoró sus pensamientos y sorteó un bloque punteado por una antena parabólica de diez metros de diámetro. ¿Para qué serviría? Quedaban tantos misterios por resolver, tantas maravillas por descubrir, tantas preguntas por contestar.... Aunque viviera mil años, nunca podría explorar los edificios, descubrir los secretos de los apartamentos y saquear los objetos de las habitaciones vacías. El calor agobiante difuminó los bancos de niebla. Tenía la sensación de que los rascacielos se derrumbarían de un momento a otro, sepultándolo bajo sus trazos de cemento. Inquieto, abandonó el canal y entró en un círculo de agua de dos kilómetros de ancho. Una inmensa construcción dominaba la laguna con su presencia. En lo alto de la fachada, un letrero destruido anunciaba el nombre del edificio: Tulsa World. El hedor de la laguna, una mezcla de sal, madera podrida y humedad, impregnó sus fosas nasales. El Marinero rechazó el ambiente putrefacto y mortecino que lo rodeaba: prefería la libertad del océano interminable.  
 




EPÍLOGO
 
Al atardecer, cuando la ciudad sumergida se desvaneció en la distancia, no se molestó en volver la cabeza para echarle una última ojeada. Después de trabar el timón, cruzó el flotador central y ascendió por el palo mayor. Arriba, en el mastelero, a treinta metros del agua, contempló el cielo enrojecido y las franjas de nubes que se arrastraban por el oeste, borrando de su memoria las ruinas que había descubierto. La brisa vespertina acarició su cuerpo mientras el trimarán se mecía sobre los cascos gemelos. Quizá más allá del horizonte se encontrara el secreto de volver a empezar...
FIN




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