Encrucijada presenta nº07: Robocop



Título: Robocop: Directrices Primarias
Autor: Alexis Brito Delgado
Portada: Lara
Publicado en: Febrero 2010


¡Una nueva aventura de Robocop! En la peligrosa ciudad de Detroit, la ley esta blindada contra todo.
 
 


Robocop creado por Edward Neumeier y Michael Miner


 



Condition yourself
A condition red
Alert yourself
When you shake the deck
Like you shake my soul...
PTP

1. Servir al público.
2. Proteger a los inocentes.
3. Defender la ley.
4. Clasificada.
Directrices Primarias OCP
 


TIEMPO DE NOTICIAS

Plató Tiempo de Noticias: 18:00 PM
Tiempo de Noticias: “Dénos tres minutos y nosotros le daremos el mundo”.
Jess Perkins tomó la palabra:
“Un total 103 personas perdieron ayer la vida en un accidente aéreo ocurrido en Nueva York, mientras que siete supervivientes fueron trasladados al hospital, según informaron fuentes oficiales. Millones de ciudadanos lloran la pérdida de uno de los emblemas nacionales del país: la Estatua de la Libertad”.
Una pantalla de vídeo muestra las imágenes de la tragedia: hierros retorcidos, cadáveres destrozados, rostros suplicantes y ambulancias retirando a las víctimas de la espantosa colisión.    
“Fuentes de la aerolínea apuntaron el sábado, horas después de perder contacto con el avión, que el aparato podría haber sido secuestrado o desviado a otro país, pero ayer todo parecía indicar que la causa del siniestro fue la fuerte tormenta eléctrica que azotó Manhattan durante unas horas”.
Su compañera, Casey Wong, continúa hablando:
“Finalmente, después de un mes de trabajo, los Rangers han podido extinguir el incendio que ha arrasado 2.250 acres en una reserva militar en Georgia. Desgraciadamente, el fuego en Okefenokee Swamp, que ya ha quemado 53.000 acres y destruido 18 casas, entre ellas las del antiguo gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, todavía sigue ardiendo”.
Nuevas imágenes: bosques devastados por las llamas, viviendas arrasadas, hombres sudorosos y camiones cisterna a pleno rendimiento soltando chorros de agua.  


“Cientos de bomberos, entre los que se encuentran dotaciones de Wyoming e Idaho, tratan de extinguirlo, a pesar de su rápido desplazamiento. Afortunadamente, gracias al trabajo de los bomberos, se ha evitado que el fuego pueda abastecerse y arda sin control, ya que los daños podrían  haber sido mucho mayores”.
Vuelta al presentador:
“Los dos sindicatos mayoritarios del Cuerpo Nacional de Policía de Detroit han convocado para hoy a los agentes destinados en el Distrito Oeste a una «huelga camuflada» para exigir el plus de capitalidad, una ayuda de 1.000 dólares al mes debido a la peligrosidad y el alto nivel de vida de la zona”.
Primer plano del vicepresidente de la OCP Donald Johnson:
“Hemos comenzado nuestras negociaciones con el Departamento de Policía de Detroit. Esperamos que todo se solucione y llevemos esta huelga inesperada a buen puerto”.
Fundido a negro.
 
 
 
 
 
PESADILLAS
 
Comisaría Distrito Oeste: 18:15 PM
Sentado en una silla, RoboCop recuperaba energías, después de 73 horas ininterrumpidas de patrulla por los peores barrios de la ciudad. A su alrededor, monitores controlaban sus constantes vitales y parpadeaban en la penumbra del sofisticado laboratorio. En una de las pantallas, una imagen chispeó durante unas milésimas de segundo: una mujer y un niño jugaban en un parque. El escáner de reconocimiento situado a la derecha emitió un zumbido, las palpitaciones cerebrales del cyborg ascendieron imperceptiblemente, mientras los recuerdos de su porcentaje humano regresaban y teñían de vetas negras y grises la consola de 30 pulgadas. Inquieta, la doctora Marie Lazarus se levantó del asiento, abandonó el dossier en el que estaba trabajando y se aproximó a la figura metálica. La mujer se detuvo junto a su protegido y acarició con dedos suaves la mandíbula enmarcada por el casco de titanio: el rostro de Alex J. Murphy era lo único que restaba de su antigua apariencia física; los neuroingenieros de la OCP reemplazaron el resto por bioingeniería industrial.
 
—¿Murphy? —inquirió—. ¿Te encuentras bien?
 
El cyborg no pudo responder, continuaba inconsciente, inmerso en un profundo sueño artificial. Un auxiliar en prácticas vestido con una bata blanca se acercó a ambos.
 
—¿Qué demonios pasa?
 
—No lo sé —la joven se pasó la mano por los cabellos negros—. Creo que está sufriendo otra pesadilla. 
 
La máquina se contorsionó, su cuerpo laminado en kevlar ascendió unos centímetros, impulsado por un efecto reflejo, sin que fuera consciente de ello. El técnico señaló la pantalla con el índice:
 
—¿Qué es eso?
 
En el monitor apareció una cara familiar para la doctora Lazarus: facciones sádicas, gafas de concha negra, ojos burlones y sonrisa maniaca, empuñando una pistola en la zurda: Clarence Boddicker.
 
—Deberíamos llamar a la compañía —propuso el auxiliar de inmediato—. ¡Esta cosa ha perdido la cabeza!
 
Marie lo atravesó con la mirada:
 
—¡Cierra la boca! —exclamó—. Nadie debe saber nada. ¿Entendido?
 
El ayudante se miró los pies con nerviosismo.
 
—Cómo usted diga —balbució.
 
Lentamente, el criminal fue reemplazado por el traficante de droga Caín, Dios del Nuke, muerto hacía unos meses dentro del prototipo (diseñado y creado por la OCP) de RoboCop-2.
 
—¡Caín! —susurró la mujer—. ¿Por qué sueñas todo esto, Murphy?
 
No podía evitarlo, siempre recurría al lado humano del policía, a la parte que los presidentes del departamento habían sido incapaces de aniquilar.
El cyborg rechinó los dientes, sus dedos se crisparon y aplastaron los bordes del asiento, con una potencia inconmensurable. El auxiliar reculó, espantado, y se refugió detrás de una consola.
 
—¡Está loco! —gritó—. ¡Debemos desconectarlo!
 
Lazarus le propinó una seca bofetada:
 
—¡Lárgate! —ordenó—. ¡Tómate el día libre!
 
Cuando el joven desapareció, apretó el hombro de la máquina: la frialdad de su anatomía la estremeció. 
 
—¡Despierta! —vociferó—. ¡Abre los ojos!
 
Por último, las imágenes del principio regresaron: Ellen y Jimmy Murphy; la familia que había perdido hacía años después de perecer, sádicamente acribillado, por Clarence Boddicker y su banda. La mujer sintió como se le humedecían los ojos: aquel hombre encerrado bajo una construcción de acero había sufrido el peor de los destinos posibles.
Lazarus se frotó los párpados:
 
—Despierta, Murphy —suplicó—. Por favor.
 
Inesperadamente, RoboCop cesó de sacudirse, sus miembros adquirieron la seguridad de costumbre y su cabeza giró mecánicamente. Marie sabía que sus ojos la estudiaban bajo el visor.
 
—Buenas tardes, doctora Lazarus.
 
La mujer suspiró, aliviada, aunque detestase la manera gélida e impersonal con la que se dirigía a ella.
 
—¿Te encuentras bien?
 
La voz metálica no mostró emociones:
 
—Perfectamente —replicó con sequedad—. Gracias por tu interés.
 
El cyborg se incorporó, sus vigorosos pasos retumbaron en la estancia, mientras se dirigía a la salida, sin preocuparse en mirar atrás. Marie no intentó detenerlo, no era la primera vez que pasaba por aquella experiencia: era consciente de que la única manera que tenía de relajarse era efectuando el cumplimiento del deber. La joven se mordió el labio inferior vencida por una sensación de fracaso: poco podía hacer por auxiliarlo. 
 
—De nada, Murphy.






EL VIEJO

Sede Central de la OCP: 18:30 PM
La puerta se cerró detrás de Johnson al pasar al interior del despacho. Tenso, el vicepresidente de la OCP tragó saliva, apretó el nudo Windsor de su corbata y observó de manera instintiva su reflejo en el suelo pulimentado: los rumores le habían puesto la carne de gallina. Sus pasos levantaron ecos mientras avanzaba en dirección al ventanal situado al fondo de la habitación. A su diestra, una enorme reproducción de Franz Kline ocupaba parte de la pared. A su siniestra, una maqueta del sueño más preciado por el presidente de la compañía: Ciudad Delta. Conforme caminaba, serenó los latidos de su corazón: no podía creer que el Viejo se retirara después de décadas al mando. Al llegar ante la mesa de nogal saludó a su superior con voz ronca:
 
—Buenas tardes, señor —dijo—. ¿Qué desea?
 
El anciano levantó la cabeza, sus ojos brillaban, desesperados, en unas facciones huesudas y apergaminadas.
 
—¿Qué es lo que hemos hecho mal, Johnson?
 
Aquella pregunta retórica lo pilló desprevenido:
 
—¿A qué se refiere?
 
Su superior soltó un bufido:
 
—La compañía está en quiebra —comentó—. Necesitamos un aliado en estos tiempos de crisis. ¿A quién propondría usted?
 
Johnson sintió las palmas de sus manos húmedas:
 
—Hemos recibido muchas ofertas, señor.
 
El viejo se mostró implacable:
 
—¡Vaya al grano! —ordenó—. ¡No se ande por las ramas!
 
El vicepresidente procuró complacerlo:
 
—Una Zaibatsu japonesa nos ha...
 
El anciano lo interrumpió en seco:
 
—¿Qué es lo que ha dicho? —bramó—. ¿Bromea usted?
 
Johnson reafirmó sus posturas: en el caso de que la OCP se fuera a pique se quedaría sin empleo.
 
—La Corporación Kanemitsu quiere comprar parte de nuestras acciones, señor. 
 
Su superior estalló el puño sobre la superficie de madera:
 
—¡Nunca! —vociferó—. ¡Prefiero que mi compañía entre en bancarrota!
 
El vicepresidente fue pragmático:
 
—Doscientos millones de dólares por una participación dominante, señor.
 
El anciano cambió de expresión y demostró un codicioso interés:
 
—¿Qué porcentaje, Johnson?
 
Su subordinado esbozó una sonrisa cómplice:
 
—Un cincuenta por ciento.
 
El presidente enarcó las cejas blancas:
 
—¿Tan poco?
 
El gesto de Johnson se amplió:
 
—Efectivamente, señor.
 
Su superior se llevó las manos a la cabeza:
 
—¿Qué es lo que piden, Johnson? —musitó—. Seguro que querrán algo a cambio...
 
El vicepresidente asintió:
 
—La patente de Ciudad Delta.
 
Las palabras del Viejo destilaron veneno:
 
—¿Y dónde coño piensan construirla?
 
Johnson encogió los hombros bajo la chaqueta Armani. Por primera vez en su vida, no se encontraba amedrentado por el poder de su superior: hacía tiempo que éste debería estar jubilado. 
 
—En la zona antigua de Detroit, señor.
 
El presidente unió las yemas de ambas manos:
 
—¿Y qué pasará con la gente que vive allí?
 
Su subordinado esbozó una mueca cínica:
 
—Tendremos que proporcionarles un nuevo hogar.
 
El anciano le devolvió el gesto:
 
—¿Cuál es el número de Kanemitsu, Johnson?  





LEWIS

Avenida Monroe: 18:45 PM
Anne Lewis cogió el café, salió de la gasolinera y se dirigió a su coche patrulla. De camino al vehículo, una motocicleta circuló por la carretera, rompiendo las normas de tráfico: la velocidad máxima en la Avenida Monroe era de 80 kilómetros por hora; el conductor iba a 120 como mínimo. La mujer estalló una pompa de chicle haciendo caso omiso al incidente: no desperdiciaría un capuchino por detener a aquel imbécil. Al llegar al Ford Taurus, arrojó el casco sobre el asiento del copiloto, subió el volumen de la radio y escuchó las noticias del departamento.
A todas las unidades situadas en el Sector Sur: aviso de bomba en el Museo Henry Ford. Repito: todas las unidades cercanas al Museo Henry Ford deben acudir de inmediato. Es una orden prioritaria...
 
Anne se acomodó sobre el asiento, vislumbró las primeras luces eléctricas de la metrópoli y agarró con ambas manos la taza de plástico: el café estaba delicioso. Después de beberlo, arrojó el envase dentro de una papelera y comprobó el tambor de su pistola: todo estaba en orden. Cansada, estiró su cuerpo bien formado: botas de caña alta, pantalones militares, camisa de asillas, casaca y chaleco antibalas: el uniforme de cualquier buen policía. La mujer llevaba desde el día anterior de servicio, aquél era su primer momento de respiro en casi 24 horas y pensaba aprovecharlo al máximo. Sin casi ser consciente de ello, recordó las últimas misiones que había realizado desde el día anterior: la detención de un exhibicionista en el Parque Grand Circus, también había tenido que acompañar a un testigo a la comisaría del Distrito Oeste, con los muchachos de la Unidad 315 había frustrado un atraco a una licorería en el Boulevard Washington y lo último había sido mandar a un ratero al hospital con un proyectil en el hombro. Por suerte, la jornada se aproximaba a su fin, en dos horas estaría en su apartamento; un baño caliente, una pizza Pepperoni y un partido de béisbol en la televisión por cable le quitarían el mal sabor de boca del servicio. Dentro de lo que cabía, podía considerarse afortunada. Según lo que le había contado Estévez por la mañana, Grant, uno de sus compañeros, había muerto en acto de servicio, tiroteado en el Sector Norte por dos prostitutas armadas con pistolas de 9mm. Lewis suspiró, desalentada, la OCP se empeñaba en reducir costes, necesitaban a más agentes para controlar el crimen que asolaba la ciudad, con las fuerzas que disponían no daban abasto para detener los altos índices de delincuencia. Durante un segundo envidió a RoboCop: su compañero era inmune al cansancio, a las balas y a la desazón que la invadía continuamente: en una sociedad dura, insensible y deshumanizada, el cyborg se había convertido en la única alternativa para controlar el caos. Con una sonrisa, la mujer recordó su primera patrulla con Murphy: éste se empeñaba en imitar a TJ Lazer, un héroe que aparecía en los programas infantiles de la mañana, enfundando su arma reglamentaria como un pistolero, para impresionar a su hijo. De súbito, el gesto se borró de su cara, fue la primera y última vez que lo vio en carne y hueso; después sólo quedó una figura mecánica en su lugar, la misma que la había protegido desde entonces con su fría e implacable programación. Imprevistamente, la emisora tronó y la arrancó de sus negras reflexiones.
A todas las unidades situadas en el Sector Norte: se está efectuando un atraco en el Banco de América de la Avenida Jefferson.
Anne respondió, hastiada, acababan de arruinarle el resto del servicio: el recinto quedaba a escasas manzanas de su posición.
 
—Unidad 447 a Central —comunicó—. Estoy en camino.







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Pausa en Tiempo de Noticias: 19:00 PM
Una mujer de unos sesenta años mira a la pantalla con una expresión de éxtasis: facciones robóticas e hiperestiradas, enmarcadas por una brillante cabellera rubio platino impropia de su edad.   
Siempre deseé volver a ser joven. Mis cuatro ex-maridos no cesaban de recordarme que nunca volvería a tener veinte años. E incluso mis quince hijos (seis de ellos adoptados) opinaban exactamente lo mismo. Pero todos se equivocaban, gracias a “Estética Con Estilo”, he logrado cumplir mi sueño.
Un primer plano de una clínica aparece acompañado por la canción de Louis Amstrong: What a Wonderful World.
Ahora, gracias a “Estética Con Estilo”, cualquier operación queda al alcance de su bolsillo: aumento de pecho, liposucciones, rinoplastias, reducción de abdomen, liftings faciales y otoplastias de primera calidad.
Imagen de un médico inclinado sobre la protagonista del anuncio, con un bisturí en la mano: la camilla está manchada de sangre.
Yo he confiado en “Estética Con Estilo”... ¿Y tú?
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Fundido a negro.





RECUERDOS

Avenida Mack: 19:15 PM
RoboCop apretó el acelerador después de cambiar a tercera: el vehículo de la policía rugió mientras recorría la avenida a 80 kilómetros por hora. A su alrededor, las calles cancerosas destilaban corrupción: mendigos, bidones ardientes, paredes cubiertas de graffitis, fulanas vigiladas por sus chulos, coches desmantelados, bolsas de basura desparramadas por los suelos y escaparates destrozados. Impertérrito, el cyborg no prestó atención a su entorno, estaba demasiado alterado para hacerlo: la amarga pesadilla aún pesaba sobre su conciencia.
Hacía una hora exacta que había despertado, no le había quedado otra opción que abandonar la comisaría: entre las paredes del edificio se habría vuelto loco. Al descender al garaje en busca de su coche, había tropezado con el sargento Warren Reed, jefe de policía en aquel sector de Detroit.
 
—Hola, Murphy —dijo con su aspereza habitual—. ¿No deberías estar descansando?
 
La máquina no se molestó en detener su avance.
 
—Ya lo he hecho, sargento —replicó.
 
Su superior meneó la cabeza:
 
—Procura no reventar ningún edificio —advirtió mientras lo perdía de vista—. ¡Ya llevamos trece denuncias en lo que va de mes!
 
RoboCop se detuvo y se volvió con un movimiento preciso:
 
—Lo tendré en cuenta, señor.
 
El sargento restalló como un látigo:
 
—¡Llámame Warren! —chilló—. ¡Maldita sea!
 
Algo parecido a sonrisa se dibujó en los labios del cyborg:
 
—Como quieras, Warren.
 
Conforme descendía la avenida, su familia regresó a su mente: ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? La máquina apretó los labios, no había sido programado para tener sentimientos, pero no podía evitar una tristeza desgarradora cada vez que pensaba en ellos: su humanidad era el único vínculo que lo ataba a su pasado; el resto murió en la mesa de operaciones al ser reconstruido. Despertar dentro de aquel cuerpo biónico fue un paso traumático, la venganza y la responsabilidad lo mantuvieron con vida, de lo contrario se habría suicidado; no le cabía la menor duda al respecto. A veces, RoboCop temía perder el alma, que sus superiores decidieran reemplazarla por un microneurofiltro, convirtiéndolo en un instrumento sin voluntad propia. El cyborg se encontraba en la cuerda floja. A un lado quedaba su pasado, la antigua personalidad que anhelaba recuperar todo lo que había perdido; al otro restaba el futuro, una amalgama de dolor, muerte y desesperación, matizado por la Ley y el Orden; los únicos estandartes que daban sentido a su existencia. ¿Por qué continuaba empeñado en mantener vivo su espíritu? ¿Acaso no era mejor ceder y aceptar su porcentaje metálico para no sufrir en vano? Un estremecimiento involuntario recorrió su fisonomía: aquellas cuestiones jamás tendrían respuesta.
En aquel instante, la radio envió un mensaje a su vehículo, el sargento Reed estaba al habla:
 
—Murphy, necesitan refuerzos en la Avenida Jefferson. Una banda fuertemente armada está atrincherada en el Banco de América. 
 
RoboCop respondió de forma impersonal:
 
—Comprendido, Warren.
 
De un volantazo, la máquina encendió la sirena, entró en la calle Chene y adelantó a un camión cisterna. Con exactitud matemática, sorteó el tráfico intimidatorio y avanzó en dirección sur: tenía que llegar a su objetivo lo antes posible. Un atisbo de satisfacción inundó su ser, apartó sus dilemas y calmó las dudas que lo asediaban: combatir el crimen daba sentido a su existencia. Como una exhalación, el Ford Taurus enfiló una recta y dejó los árboles, cruces y lápidas del cementerio Elmwood atrás. Morboso, se preguntó dónde estaría ubicada la tumba de Alex J. Murphy: era lo mínimo que merecía saber.



McDAGGETT

Sede Central de la OCP: 19:30 PM
Exhausto, el Viejo apagó la consola, la conversación con el presidente de la Zaibatsu japonesa lo había agotado. Johnson se apresuró a tenderle un Jack Daniels con hielo.
 
—Creo que tenemos muchas posibilidades, señor.
 
Su superior apuró la bebida con manos trémulo:
 
— ¿Eso cree?
 
—Debemos ser positivos.
 
El anciano fue irónico:
 
—Su mentalidad es envidiable, Johnson.
 
El vicepresidente no captó su sarcasmo.
 
—Gracias, señor.
 
El Viejo habló con cierta melancolía:
 
—Hace meses éramos los dueños de Detroit —comentó—.
La metrópoli nos pertenecía.
Estábamos apunto de comenzar la construcción de Ciudad Delta...
Johnson no quería aguantar el sentimentalismo de su superior.
 
—Señor...
 
El anciano no pareció escucharlo:
 
—Nunca tenía que haber autorizado el Proyecto RoboCop-2 —reconoció—. Perdimos noventa millones de dólares. Y lo peor de todo fue que nuestra imagen pública quedó mancillada para siempre.
 
El vicepresidente lamentó haberle puesto aquella copa.
 
—Usted no tuvo la culpa, señor.
 
Su comentario se perdió en la inmensidad del despacho.
 
—He deshonrado a la compañía —admitió pesaroso—. Un déficit de 350 millones de dólares no es cosa de broma.
 
Johnson se mostró pragmático:
 
—Podemos superar este bache —argumentó—. Con la inversión de Kanemitsu recuperaríamos las acciones que hemos vendido a la ciudad.
 
El viejo señaló el vaso vacío:
 
—Póngame otra, Johnson.
 
Su subordinado no tardó en complacerlo.
 
— ¿Qué piensa del presidente de la Kanemitsu, señor?
 
El anciano masculló irritado:
 
—Es un hijo de puta —gruñó—. Un enano prepotente y estúpido.
 
El vicepresidente colocó otra copa delante de su superior y cambió de tema.
 
— ¿Y cómo piensa desalojar las viviendas del viejo Detroit? —inquirió—. Los civiles que viven en
 
la zona exigirían grandes indemnizaciones por ser reubicados.
El presidente apuró medio whisky de un trago.
 
—Conozco a un hombre cualificado para ello, Johnson.
 
Su subordinado no pudo evitar la curiosidad.
 
— ¿Quién, señor?
 
—Se llama Paul McDaggett. ¿Lo conoce usted?
 
La voz de Johnson tembló:
 
—He oído hablar de él.
 
Paul McDaggett, comandante de los escuadrones que combatían contra los ejércitos rebeldes en el Amazonas, un individuo flemático y despiadado, acusado de los peores crímenes de guerra: los noticiarios no cesaban de contar sus actos a todas horas.
Su superior cambió de tercio.
 
—Llevo meses pensándolo, Johnson.
 
El vicepresidente se obligó a regresar a la realidad:
 
—¿El qué, señor?
 
—Voy a abandonar mi cargo —explicó—. Llevo demasiado tiempo al frente de esta compañía.
Johnson corroboró los rumores que había escuchado en el departamento.
 
—¿Habla en serio?
 
—Evidentemente —afirmó—. Ya es hora de que la directiva de la OCP se renueve con sangre joven.
 
El vicepresidente no confió en su explicación, el anciano se retiraba antes de que estallara la tormenta, su inmensa fortuna continuaría intacta, los estúpidos que se quedaran en la empresa pagarían las consecuencias de su ineptitud. Lo más probable es que eligiera a algún idiota como sucesor, a alguien ridículo y sin agallas, a un petimetre que llevara la compañía a la ruina absoluta. 
Johnson no manifestó sus pensamientos:
 
—¿En quién ha pensado para reemplazarle, señor?
 
La sonrisa del viejo fue una mueca macabra:
 
—En usted, Johnson.





CARNE Y ACERO
 
Banco de América: 20:00 PM
 
De una rápida carrera, Lewis subió los escalones del banco de dos en dos, esquivó las balas que zumbaban a su alrededor y se refugió detrás de una pared: una detonación le había lamido la pantorrilla.
 
—Estévez —inquirió—. ¿Te encuentras bien?
 
Su camarada estaba arrojada en el suelo, tumbada sobre el costado izquierdo, con una profunda herida en el muslo.
 
—¡Sal de aquí, Lewis! —exhortó—. ¡Olvídate de mí!
 
La mujer ignoró sus exclamaciones:
 
—¡Cubridme! —Chilló a sus compañeros—. ¡Voy a sacarla de ahí!
 
De inmediato, las fuerzas concentradas delante del edificio descargaron sus armas automáticas: un torbellino de cristales rotos y trozos de ladrillo aterrizaron sobre la acera salpicada de sangre. Anne aprovechó la oportunidad, corrió hacia su compañera, se inclinó ante ella y la arrastró hacia los vehículos de la policía. A mitad de camino, una ráfaga enemiga impactó en su chaleco antibalas por detrás: el dolor la obligó a lanzar un respingo. La mujer se desplomó como un saco, vencida por una negrura abrasadora: tres hierros al rojo vivo ardían en su espalda. Medio inconsciente, sintió como alguien la agarraba por los brazos, brutalmente, conduciéndola a un lugar seguro. Lewis abrió los ojos, estaba en el interior del banco, había sido capturada por sus oponentes. Un punk vestido con una trinchera de plástico, pantalones de cuero y botas llenas de barro exclamó:
 
—¡No necesitamos a esta zorra! —Dijo con desdén—. ¡Pégale un tiro y a la mierda con ella!
 
Otro le increpó:
 
—La usaremos como rehén, capullo —explicó—. Los polizontes nos dejarán marchar si la llevamos con nosotros.
 
Anne lanzó un escupitajo a su rostro estragado por el Nuke:
 
—¡Vete al Infierno!
 
El odio apartó sus temores, deseaba exterminar a aquellos cerdos, los revientacalles representaban una plaga que debía ser erradicada de la ciudad. El punk se limpió el salivazo y sonrió: sus dientes quebrados por la droga destellaron en la oscuridad del recinto. Su puño lanzó la cabeza de la mujer hacia atrás.
 
—¡Luego me ocuparé de ti! —prometió—. ¡Lamentarás haber nacido!
 
El hombre que la sostenía graznó una carcajada malévola:
 
—¡Esta puta tiene cojones!
 
Desafiante, Lewis levantó la barbilla, con una mirada colérica: un hilillo carmesí se deslizó por su labio partido. Un individuo armado con un lanzacohetes se aproximó a una ventana.
 
—¡Tenemos a vuestra compañera! —indicó—. ¡Largaros de aquí o le meteré una granada por el culo!
 
Anne se agitó, indefensa, sus propias esposas se clavaron en sus muñecas: estaba atrapada.
—¡De acuerdo! —Dijo una voz en el exterior a través de un megáfono—. ¡No queremos que le pase nada!
Un bulto retorcido descansaba en la entrada del edificio. La mujer sintió como la bilis se agolpaba en su garganta: había reconocido el cadáver desangrado de Estévez. El revientacalles lanzó una risilla idiota, se echó al hombro su FIM-92 Stinger y apuntó a la avenida: sus ojos enrojecidos brillaron con cruel expectación.
 
—¡Hacedme caso y no le haremos daño! —aulló—. ¡Iros a tomar por...!
 
De improviso, en el exterior se escuchó el bramido del motor de un coche, la pared estalló en un millón de pedazos y el hombre murió aplastado bajo el Ford Taurus. El vehículo recorrió unos metros, soltó una lluvia de cascotes sobre las baldosas de mármol y se detuvo en el centro del banco. Aturdidos, los punks bajaron las armas, no esperaban aquella acción temeraria por parte de la policía. La puerta se abrió, un pesado pie metálico tomó tierra y la figura de RoboCop emergió del  interior del coche. 
 
—Agente del Orden —dijo—. Quedan todos detenidos.    
 
Una salva de disparos rebotó contra su anatomía de titanio. El cyborg alzó la Beretta 93R. La primera ráfaga reventó la mandíbula del revientacalles que atrapaba a Lewis: astillas de hueso mancharon los hombros de la mujer. La máquina giró el brazo mecánico. Su detonación atravesó el pecho de otro enemigo por tres partes distintas. Una granada rozó la cabeza de RoboCop. A su espalda, la pared explotó, fragmentos de piedra rebotaron sobre el cyborg, sin producirle ningún daño. La pistola apuntó a su adversario. Su andanada penetró en el cañón del M203 de 40mm acoplado en la M-16, perforó el vientre de un punk y le estalló la columna vertebral al salir por detrás. RoboCop avanzó hacia delante, los balazos repiquetearon sobre su armadura, inmune a cualquier dolor o sufrimiento. La Beretta 93R retumbó. Dos enemigos se derrumbaron con los corazones agujereados de parte a parte. Metódica, la máquina comprobó el estado de los cadáveres: no había ningún superviviente. Sin inmutarse, el cyborg hizo girar el arma y la enfundó en la pistolera retráctil de su muslo derecho. Acto seguido, alcanzó a su compañera y le arrancó las esposas. La mujer se frotó las muñecas, estupefacta ante su poder destructivo, apenas había transcurrido un minuto desde que la máquina había hecho su aparición.
 
—Gracias, Murphy —le apretó el brazo—. Te debo una.
 
En la entrada, una docena de policías comenzaba a penetrar en el edificio, complacidos y temerosos en igual medida: la carnicería podía revolverle el estómago a cualquiera.
RoboCop replicó:
 
—De nada, Anne —su expresión no se alteró—. Ha sido un placer.

FIN




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