Encrucijada presenta nº11: Lifeforce


Título: Lifeforce: Las Devoradoras de Almas
Autor: Martin García
Portada: Brian Baugh
Publicado en: Sep 2010


Los tripulantes del transbordador Libertad se internan en una extraña nave de origen desconocido que se dirige hacia la Tierra. Ellos serán sus primeras victimas..
 


Lifeforce creado por Colin Wilson


 





«El impulso de explorar, el deseo de saber, es inherente al ser humano. Queremos saber y conocer lo que hay más allá de nuestro mundo, más allá de nuestros límites. Pero ¿estamos preparados para conocer los horrores que el universo esconde?»

1. Transbordador Libertad


  
—Es asombroso —dijo Nuria Domínguez, que observaba en el monitor la robusta silueta de la nave alienígena. Ésta crecía tras la ventana de observación, y en las pantallas de las consolas, a medida que se acercaban.
 
En la quietud del vacío, la enorme mole se desplazaba sutilmente, en apariencia ajena a las fuerzas gravitatorias que se ejercían a su alrededor. Los siete tripulantes contemplaban absortos la silueta de la nave visitante. Aquella extraña creación parecía un gigantesco árbol, seco y sin hojas, con una docena de estructuras similares a ramas en la proa y media docena de «raíces» en la popa. No tenía marcas distintivas, ni nombre, ni símbolos reconocibles, y su casco no parecía estar hecho de clase alguna de metal.
 
—Los sensores no muestran demasiado —dijo J.C., leyendo su pantalla—. Mide cuatro kilómetros exactos de longitud. No detecto ninguna energía, calor o movimiento en su interior. Va a la deriva.
 
—Una deriva que logra burlar la gravedad de la Luna, entre otras —apuntó el copiloto Sergio Bosch.
 
—La composición de su casco es extraña —dijo el ingeniero Frank Herrero—. Es alguna clase de filamento orgánico, recubierto de fibras sintéticas.
 
— ¿Quieres decir que esa nave está viva? —inquirió el comandante Alex Torres.
 
—Por estos datos, podría ser —dijo Susana Méndez—. Pero, si tiene signos vitales, no los detecto.
 
Aunque su estructura fibrosa se podría comparar con la de los músculos de cualquier organismo, no sé si se la puede considerar un ser vivo, propiamente dicho.
 
—Acabo de calcular su rumbo —dijo la piloto Ainhoa Suárez—. Si continúan constantes su dirección y velocidad, pasará a unos ciento quince mil kilómetros de la Tierra en unas 9 horas. Podría tardar 18 meses en llegar al sol, pasando a unos sesenta y siete millones de kilómetros de su corona.
 
—Estupendo —comentó Sergio Bosch—. Cuando nos acoplemos, tendremos billete gratis de regreso a casa.
 
—Con un telescopio podrá verse orbitando la Tierra —dijo Susana—. Causará un gran revuelo, sin duda. La primera nave alienígena jamás vista.
 
Alex miró a través de la ventana de observación. La enorme nave no dejaba ver nada más desde tan cerca. La Luna quedaba ahora tras ellos, visible sólo en los monitores.
 
—En fin —dijo—, nuestras órdenes son entrar ahí. Y no tenemos mucho tiempo para hacerlo, así que vamos. Ainhoa, Sergio y J.C., vosotros quedaos aquí y manteneos alerta. Los demás venid conmigo.
 
Los cuatro astronautas se dirigieron al compartimiento de despresurización y se pusieron sus respectivos cascos. Mientras esperaban el momento de abordar la extraña nave, hicieron un repaso general a sus equipos. Ainhoa maniobró el Libertad hasta situarlo lo más cerca posible del casco, hacia la proa. Un ligero temblor indicó que se habían acoplado a ella. Desde tan cerca, los cuatro kilómetros de la nave alienígena empequeñecían el Libertad.
 
—Maniobra finalizada —dijo Ainhoa, manipulando los controles—. Sistemas primarios y secundarios en espera. Umbilical desplegado. Suerte, chicos.
 
—No corran demasiados riesgos —pidió J.C.
 
—Bien —dijo Alex—, en marcha.
 
Alex pulsó el botón de la compuerta exterior y ésta se abrió al vacío. Los cuatro tripulantes se desplazaron flotando a través de la densa lona umbilical hasta llegar al otro extremo. Se encontraron con una extraña compuerta ovalada, ligeramente hundida hacia dentro. A su alrededor había todo un rosario de formas circulares, también con un contorno en relieve. Visto de cerca, Alex llegó a percibir la textura fibrosa, casi orgánica, del casco.
 
—Bien —dijo Nuria—. ¿Cómo diríais que se abre esto?
 
Sin estar seguro de lo que hacía, Alex alargó la mano para pulsar una de las formas circulares que rodeaban la compuerta. Antes de que llegara a tocarla, la compuerta se abrió, silenciosamente, dividiéndose en docenas de filamentos que dejaron al descubierto un semioscuro túnel.
Los cuatro astronautas se miraron entre sí a través de sus cascos.
 
—La compuerta ha reaccionado ante nosotros automáticamente —dijo Frank—. Aún funciona, después de todo.
 
Nuria se asomó a la abertura y analizó el ambiente con su escáner portátil.
 
—No hay nada —dijo leyendo los datos—. Está completamente expuesto al vacío. Gravedad cero. Será mejor seguir con el traje de presión puesto.

—No lo dudes —dijo Frank.
 
—Entremos —dijo Alex.
 
Los cuatro astronautas se adentraron en el túnel. Al parecer, el casco interno estaba compuesto del mismo tejido fibroso que el externo. Extrañas formas se dibujaban en la pared, como un rayado y entretejido mosaico artesanal, elaborado con infinita paciencia por hábiles manos. No vieron nada que pareciera un símbolo propio de alguna clase de escritura inteligente.
Siguieron avanzando por el pasillo hasta dar con un amplio espacio, vacío y cavernoso. Varias decenas de pasarelas se cruzaban a distintas alturas de un extremo a otro a lo largo de aquel lugar. La luz de sus linternas no llegaba hasta el otro extremo. Nuria sintió un escalofrío.
 
—Asombroso —dijo Frank, enfocando aquí y allá con su linterna—. No hay tuercas ni planchas de refuerzo. Ni soldaduras. Ni tan siquiera vigas de apoyo. Esta estructura es enorme y no parece tener refuerzos internos. Nada.
 
—También parece vieja —dijo Alex—. Y no veo señales de reparaciones o reformas. Está intacta.
 
—Cierto. O dichos trabajos están muy bien hechos, o no se han llevado a cabo nunca.
 
—Hemos apuntado la posibilidad de que esta nave pudiera estar viva. Tal vez se regenere por sí sola
 
—propuso Nuria.
 
Nadie respondió a eso. Susana se acercó a la pared y la tocó con su mano enguantada.
 
—Ciertamente parece orgánico —murmuró.
 
—Como exobióloga, ¿qué opinas? —le preguntó Frank.
 
—No sabría decirte.
 
— ¿No podemos iluminar mejor? —inquirió Alex.
 
—No —repuso Frank—. Estas linternas no dan para más.
 
Un pitido les llamó la atención. Frank miró las lecturas de su escáner de mano.
 
—Detecto una señal térmica. A unos 150 metros, hacia popa. Un par de niveles más arriba.
 
—Pero si en el Libertad no hemos visto nada —se extrañó Nuria.
 
—Ainhoa —llamó Alex por la radio—, ¿confirmas la lectura de Frank?
 
—Yo no detecto nada —dijo Ainhoa a través del canal—. Puede que el casco sea demasiado denso para nuestros sensores.
 
—Pues vaya —se quejó Nuria.
 
Alex enfocó su linterna hacia arriba. El techo de aquella estructura quedaba fuera del alcance de la luz. La negrura del lugar no le dejaba ver más allá de unos pocos metros. Aquel lugar era como el vacío, pero sin las estrellas, y podía resultar incluso más peligroso. Sopesó la situación unos segundos.
 
—Vamos a ver de qué se trata —dijo.
 
Avanzaron a través del cavernoso espacio sin percibir que las dos compuertas que acababan de dejar atrás se cerraban tras ellos.
 
 
Ainhoa observaba atentamente las imágenes emitidas por las cámaras integradas en los cascos de sus compañeros. Aunque llegaban con alguna distorsión, pudo distinguir ciertos detalles de las paredes. A veces no estaba del todo segura de lo que veía, pero no importaba; ya observarían mejor los detalles cuando repasaran la grabación más tarde. Aquella extraña nave tenía detalles para observar durante toda una…
Un golpe de estática hizo desaparecer las imágenes de los monitores. Ainhoa trató de ajustar la señal, pero ésta se resistía.
 
—Alex —llamó—. ¿Nuria…? ¿Me oís? No recibo imagen. ¿Alex?
 
— ¿Qué pasa? —inquirió Sergio.
 
—No lo sé —dijo Ainhoa—. Los he perdido. Alex, ¿me recibes?

Tan sólo la electricidad estática le respondió.
 
 

2. Interior


—La fuente de calor está detrás de esta puerta —dijo Frank.
Nuevamente era una compuerta de aspecto fibroso, muscular, y de forma ovalada, sólo que en esta ocasión estaba rodeada por dos rosarios de círculos, encadenados entre sí.
 
—Veamos qué hay dentro —dijo Alex.
 
Alargó la mano. Con un extraño zumbido, la compuerta se dividió en docenas de gruesos filamentos, que se separaron hasta dejar abierta la entrada. La cámara que se mostraba a la luz de sus linternas era circular, amplia y de aspecto robusto. En el centro había un cilindro, tan robusto como las paredes de la sala, si bien su aspecto era tan orgánico como el de la nave. Medía dos metros de alto por noventa centímetros de diámetro. Aunque tenía aspecto de servir para contener algo en su interior, no parecía que pudiera ser abierto.
Los astronautas se acercaron un poco más.
 
—A ver si lo adivino —dijo Nuria, como resaltando lo evidente—. Tus lecturas proceden de este cilindro, ¿verdad?           
 
Frank miró el escáner.
 
—Sí —dijo—. Parece funcionar con su propia energía.
Susana se dedicaba a observar los relieves de las paredes de aquella sala.
 
—Podrías pasarte la vida estudiando esto y no saber nunca nada de él —murmuró.
 
—No veo forma de abrirlo —dijo Frank, tras observar detenidamente el cilindro—. Parece estar perfectamente sellado. Ni ranuras, ni botones… Nada. ¿Qué guardarán aquí dentro?
 
—Parece que se han tomado muchas molestias, ¿eh? —Dijo Nuria—. Tal vez deberíamos dejarlo así.
 
Estando tan bien cerrado, seguro que lo que haya dentro no puede ser bueno.
Oyendo a medias las palabras de Nuria, Frank rodeó el cilindro lentamente hasta detenerse frente a una forma circular, roja como un rubí, que estaba a poco más de media altura. Entonces, aquel curioso ojo empezó a emitir un tenue brillo. Sorprendido, Frank lo miró directamente.
 
—Qué extraño —murmuró.
 
— ¿Qué ocurre? —preguntó Alex, acercándose.
 
—Mira.
 
El comandante observó el ojo de rubí. Su tenue brillo resultaba casi hipnótico.
 
—Sí, es extraño. ¿Qué crees que es?
 
—Tal vez sea el dispositivo de apertura y cierre... —conjeturó Frank—. No estoy muy seguro, la verdad...
 
—…lex, ¿…oyes?
 
— ¿Ainhoa? —Dijo Alex—. Te oigo mal. Repite.
 
La electricidad estática fue su única respuesta.
 
— ¿Qué pasa? —preguntó Nuria.
 
Nadie pudo responderle. Un súbito y agudo zumbido penetró en sus oídos, invadiéndoles el cerebro con abrumadora potencia. Intentaron amortiguarlo tapándose los oídos, pero el casco se lo impedía. Quisieron gritar, pero no les salía la voz. Cayeron de rodillas, sintiendo que la cabeza les iba a explotar. El zumbido rasgaba sus oídos y nublaba sus mentes. No podían pensar, ni sentir nada más.
Finalmente, una voz logró dejarse oír.
Y de repente, todo se volvió negro.
 
 
—Aquí el Libertad, ¿me oís? —Llamó insistentemente Ainhoa—. Alex. Nuria, Frank..., Susana, responded.
 
La electricidad estática llenaba su radio, y la persistente niebla de un canal vacío era lo único que mostraban sus monitores. No sabía cómo o por qué había perdido la señal, pero estaba claro que, después de 15 minutos en blanco, no iba a recuperarla fácilmente. Revisó el equipo de transmisión. La niebla de los monitores producía un suave murmullo que comenzaba a llenarles los oídos. Ajustó la banda de uno de los filtros y movió ligeramente un dial de frecuencia para intentar captar y filtrar al menos una parte de la señal perdida. Sergio hacía otro tanto en su equipo como medida de refuerzo. J.C., el segundo ingeniero, llevaba a cabo sus propias comprobaciones.
Y entonces, en aquél canal vacío, se elevó una voz. Un grito de terror.
Era la voz de Nuria.
 
—Pero ¿qué...? —empezó Sergio.
 
— ¡Nuria! ¡Nuria! —llamó Ainhoa, inútilmente—. ¡Alex! ¡Responded!
 
Nada. Ninguna señal. El canal quedó mudo por completo. Durante unos tortuosos segundos, Ainhoa se sintió presa del pánico. Se obligó a calmarse y a respirar hondo un par de veces.
Y finalmente tomó su decisión.
De un brinco abandonó la silla de mando y flotó en gravedad cero hacia la cámara de presión.
 
— ¿Adónde coño vas? —inquirió Sergio.
 
—A buscarles.
 
— ¿Qué?
 
—J.C., acompáñame.
 
—Pero...
 
— ¡Vamos! Sergio, quédate aquí. Si no recibes noticias mías en una hora, lárgate.
 
— ¿Que me largue?
 
—Tú hazlo.
 
Una vez dentro, comenzó a ponerse el casco tan deprisa como pudo. Sus movimientos eran frenéticos, casi torpes. La pregunta de qué les estaría pasando a sus compañeros llenaba su mente. Se apretó los cierres de los guantes y conectó la entrada de su mochila de aire. Aunque toda la operación le parecía ya demasiado larga, se obligó a asegurarse de que todo estuviera en orden. Si al exponerse al vacío le ocurría algo por no estar el traje bien cerrado, no podría ayudar a sus compañeros.
J.C. llegó a su lado y se puso su propio equipo. Ainhoa respiró hondo un par de veces y ambos entraron en la cámara de vacío, cerrando la compuerta interior. Activó el sistema de despresurización y cuando el aire de la cámara fue extraído, la compuerta exterior se abrió, mostrándoles, a pocos metros tras el umbilical, la entrada de la nave alienígena que sus compañeros habían usado hacía casi una hora.
Estaba cerrada. Quizá por eso habían perdido la señal. Las paredes de aquella nave parecían repeler los sensores del Libertad.
Ainhoa se armó de valor y cruzó el umbilical, ingrávida, seguida de J.C. Cuando llegaron junto a la extraña compuerta, se situaron frente a ella. Con un tenue zumbido, la compuerta se dividió en gruesos filamentos y se abrió. Ainhoa y J.C. flotaron al interior de la nave. La luz de sus linternas ahuyentaba las tinieblas, pero no las sombras producidas por los relieves de las paredes. La compuerta se cerró tras ellos. A Ainhoa se le encogió el corazón. De pronto, la idea de quedarse solos dentro de aquella nave, combinada con aquellos extraños relieves, se convirtió en un profundo terror que le cortaba el aliento. Nuevamente intentó llamar a alguno de sus compañeros, pero ninguno respondió. Siguieron adelante.
Ainhoa reconocía el lugar por las imágenes que había visto en el vídeo. La señal de los localizadores personales, integrados en los trajes, les guió el resto del camino hacia la popa. Al llegar, tras un corredor oscuro, distinguieron una tenue luz y una compuerta abierta. Se dirigieron hacia ella sin pensar más que en el estado de sus compañeros. Cuando llegaron a la cámara abierta, encontraron a dos de ellos tumbados en el suelo.
 
—Joder —exclamó Ainhoa, inclinándose junto a uno de ellos. Le dio la vuelta y se encontró con el rostro del comandante tras el casco. El traje de vacío parecía estar bien, no había sufrido daños. Pero eso no quería decir que siguiera vivo.
J.C. se acercó para escanear al comandante.
 
—Está bien —dijo—. Las lecturas son normales. Sólo está inconsciente.
 
—Sí, pero ¿por qué? —Inquirió Ainhoa—. ¿Por qué se han desmayado? ¿Por qué hemos perdido la comunicación?
 
—No lo sé...
 
Al tiempo que oían la voz por el auricular del casco, percibieron movimiento a su lado. Susana Méndez se incorporó despacio, casi con torpeza.
 
—Sólo sé... que un sonido muy agudo, seguramente de una frecuencia muy alta, nos entró en los oídos..., y en segundos nos desmayamos. Después de eso... habéis llegado vosotros... ¿Cuánto tiempo ha pasado?
 
—Perdí la comunicación hará unos… —consultó el reloj de su traje—, 35 minutos, aproximadamente. Puede que llevéis inconscientes los últimos 20. —Ainhoa vio la expresión de Susana a través de su casco. No parecía tan sorprendida como cabría esperar—. ¿Tú estás bien?
 
—Sí —respondió Susana, pesadamente. Luego miró casi frenética a su alrededor, como si buscara algo—. ¿Y Frank? ¿Dónde está Frank?
 
—No lo sé. —Ainhoa recorrió la cámara con la mirada—. No estaba cuando hemos llegado. Y Nuria también ha desaparecido.
 
— ¿Quién no está? —preguntó el comandante Torres, incorporándose en ese momento. Parecía estar más aturdido que Susana.
 
—Alex —repuso Ainhoa—. ¿Estás bien?
 
—Te lo diré mañana —respondió el comandante, poniéndose en pie lentamente—. Cuando se me pase esta especie de resaca. ¿Quién ha desaparecido?
 
—Frank y Nuria —dijo Ainhoa, incorporándose también—. No están aquí.
 
— ¿Alguna idea de dónde pueden haber ido?
 
—No nos hemos cruzado con ellos —dijo J.C. —. O, por lo menos, no les hemos visto.
 
—Vamos a buscarles —propuso Susana—. No pueden estar muy lejos.
 
Ainhoa volvió a mirar su reloj. Junto a él había un cronómetro que marcaba: -7:40.
 
—Faltan menos de 8 horas para que esta cosa pase junto a la Tierra —dijo—. Y necesitamos un margen de seguridad. ¿Qué hacemos?
 
Alex meditó la situación durante un minuto.
 
—Buscaremos a Frank y a Nuria durante un máximo de 3 horas. Después volveremos al Libertad.
 
— ¿Crees que en 3 horas podremos dar con ellos? —Preguntó Ainhoa—. Esta nave es inmensa.
 
—Sólo tenemos aire para 4 horas más —le recordó Alex—. Es todo lo que podemos hacer. Si no los encontramos en ese plazo, tendremos que darles por desaparecidos. Tal vez por muertos.
 
Ainhoa asintió con la cabeza. Miró el indicador de oxígeno de su traje: marcaba algo más de tres cuartos de carga. Y sabía que los tanques de Alex y Susana (y Frank y Nuria) estarían algo más bajos. No tenían mucha elección; si no los encontraban pronto, muy a su pesar, tendrían que abandonarlos.
 
—OH, Dios mío —exclamó de pronto Susana.
 
— ¿Qué pasa? —preguntó Ainhoa.
 
—El cilindro está abierto. —Susana se mantenía a distancia del objeto. Su voz denotaba temor—. No lo entiendo, ¿cómo se ha abierto?
 
—No lo sé —dijo Alex—. Pero eso ahora es lo de menos. Busquemos a Frank y a Nuria y salgamos de aquí.
 
—Yo volveré al Libertad —dijo J.C.
 
— ¿Por qué? —inquirió Susana.
 
—Porque le dije a Sergio —explicó Ainhoa— que si no sabía nada de nosotros en una hora se marchara a toda prisa. Y faltan... 19 minutos para que se cumpla el plazo.
 
—Está bien, ve —aceptó Alex.
 
Antes de que J.C. diera un paso el escáner portátil de Susana emitió una señal. La exobióloga miraba la pantalla, totalmente desconcertada. De pronto, todos se sintieron anclados al suelo.
 
— ¿Pero qué...? —Inquirió J.C. —. Gravedad artificial...
 
—No puede ser —murmuró Susana, mirando fijamente la pequeña pantalla—. Según mi escáner… la nave ahora tiene una atmósfera respirable.
 
— ¿Disculpa? —repuso Ainhoa sin poder ocultar su asombro.
 
—Presión, oxígeno, dióxido de carbono, nitrógeno, humedad… Todo está dentro de los límites aceptables para la vida humana.
 
— ¿Ese trasto funciona? —inquirió Ainhoa con recelo.
 
—En principio sí —dijo Susana, demasiado desconcertada como para tener en cuenta el tono desconfiado de la piloto.
 
— ¿Quieres decir que ahora podríamos quitarnos el casco? —preguntó Alex.
 
—Sí… —dijo Susana, entre dubitativa y convencida—. Lo intentaré.
 
—No —intervino Alex—. Lo haré yo.
 
Antes de que los demás pudieran objetar nada, Alex abrió los cierres herméticos de su casco, sabiendo a qué se exponía si el escáner de Susana estaba mal. La muerte por descompresión era terrible y todos lo sabían. Pero alguien tenía que correr el riesgo. Aunque Alex sólo tardó unos segundos en quitarse el casco, Susana los sintió muy largos y tensos.
Alex respiró un par de veces sin que le pasara nada.
 
—Parece que es cierto —dijo Alex, inspirando otra vez—. Se puede respirar.
 
Susana, Ainhoa y J.C. se quitaron los cascos también.
 
—Esto es increíble —dijo Ainhoa, aunque su tono revelaba más disgusto que asombro—. Es como... si esta nave reacciona ante nosotros…
 
—Juega con nosotros… —afirmó Susana—. Las compuertas que se abren y se cierran solas, el sonido de alta frecuencia que nos ha dejado inconscientes, el cilindro abierto… y ahora la creación de una atmósfera respirable, adaptada a muestras necesidades.
 
—Sin olvidar la desaparición de Frank y Nuria —convino Alex.
 
—Pero, ¿con qué propósito? —preguntó Ainhoa.
 
—No lo sé —repuso Susana—. Tal vez estudiarnos, como nosotros queríamos estudiarla a ella.
 
—Pues vaya estudio… —replicó Ainhoa.
 
—J.C. —dijo Alex—, vuelve al Libertad y quédate con Sergio hasta nuestro regreso.
 
—Bien.
 
El segundo ingeniero salió de la cámara.
 
—Nosotros buscaremos a Frank y a Nuria —continuó Alex.
 
—Ni siquiera sabemos dónde empezar a... buscarle…
 
La frase de Ainhoa se interrumpió. A varios metros a la derecha, difícil de ver a causa de la escasa luz, una compuerta separó con un ligero zumbido los filamentos que la componían y quedó abierta.
 
—Joder, esto es demasiado —dijo Ainhoa, exasperada.
 
—Realmente esta nave reacciona ante nosotros... —murmuró Susana—. Como un ser vivo... Es increíble...
 
—Desconcertante, más bien —dijo Alex—. Pero probemos suerte, a ver qué encontramos.
 
Los tres tripulantes del Libertad se adentraron a través de la compuerta, que se cerró tras ellos.
 


3. Lo que ha despertado
 
 
Sergio Bosch miraba el reloj del panel de instrumentos con los nervios crispados. Los dígitos cambiaban con suma lentitud. La espera se le hacía eterna. En 17 minutos se acabaría el plazo marcado por Ainhoa. Su mente divagaba sobre qué hacer: seguir esperando a pesar de lo que ella dijera, o marcharse de allí, abandonándolos a su suerte. Echaba continuas mirabas al monitor, pero éste seguía en blanco. La radio también permanecía callada. Y sus nervios seguían crispándose.
 
—Joder —exclamó, levantándose de su puesto para intentar distraer la mente unos segundos.
 
Y entonces la vio.
 
Lo primero que llamó su atención fue que estaba desnuda. De pie, a cuatro metros de él, la mujer lo miraba con expresión vacía. Sergio se preguntó cómo había entrado en el transbordador sin que él se diera cuenta. ¿De dónde había salido? ¿De la nave? ¿Cómo era eso posible? La mujer se acercó lentamente. Debía de tener unos 25 años. Las curvas de su esbelta silueta lo dejaron clavado en el sitio. Se sentía como hipnotizado. Su mirada descendió del rostro de la mujer, posándose en sus exuberantes pechos, redondos y alzados. Sus caderas se movían al ritmo de sus pasos y observó que su pubis carecía de vello. Cuando llegó hasta él, volvió a mirarla a la cara.
Había algo raro en sus ojos. Eran más oscuros de lo normal. La mujer rozó su cuerpo con el suyo, excitándolo por un momento. Sorprendido por su comportamiento, Sergio no sabía si apartarla o dejarla hacer. Sentía que la situación lo superaba, que ella tenía el control —en más de un sentido— y eso lo asustaba. El instinto le decía que su atractivo no era natural.
 
— ¿Me deseas? —Le preguntó la mujer con voz seductora, acariciándose un pecho—. Tómame.
 
Sergio no sabía qué responder. Dudaba que pudiera hacerlo. Algo iba mal.
Pero ya era tarde.
La mujer lo cogió suavemente por el cuello y lo besó. Era un beso apasionado, lleno se sensualidad y erotismo. Sergio se dejó llevar y la abrazó. Y de repente sintió que se le aflojaba el cuerpo. Un agudo cosquilleo eléctrico le recorrió los músculos, la piel, concentrándose en los labios. Sentía cómo ella lo absorbía, como una batería que se recarga. Llegó a percibir que las luces de los instrumentos parpadeaban. Ella gimió como en un orgasmo. Quería separarse de ella pero no podía. En cuestión de segundos su cuerpo se fue vaciando, perdía sus impulsos nerviosos y su calor. El tacto, el olfato, el oído y el gusto lo abandonaron casi al momento. Sus pensamientos se apagaron. Lo último que vio antes de morir fue cómo los negros ojos de la mujer parecieron brillar un segundo.
Cuando acabó el beso, el cuerpo inerte se Sergio cayó al suelo. Estaba muerto. Ella respiró hondo, sintiéndose llena de fuerza, de energía. De vitalidad. Sin pensar más en ese ser al que acababa de absorber la vida, dio media vuelta y se encaminó hacia la esclusa de aire.
En ese momento J.C. entraba en el Libertad.
 
 
—Sigo sin recibir señal de los localizadores de Frank o Nuria —dijo Ainhoa. Volvió a mirar el reloj de su traje—. Quedan seis horas y media. Llevamos ya una hora caminando por esta maldita nave
 
—refunfuñó, cada vez más nerviosa—. La verdad, dudo que los encontremos.
 
—Hemos de intentarlo —dijo Alex, apretando el paso—. Dijimos tres horas, ¿recuerdas?
Susana...
 
Una voz en su cerebro impidió que Susana oyera lo que Ainhoa iba a responder. Se detuvo y enfocó la linterna a su espalda. Allí no había nadie. La oscuridad del pasadizo era agobiante; lo orgánico, muscular, de las paredes, amenazante. Un intenso deseo de escapar creció rápidamente en su interior.
 
— ¡Ainhoa, Susana! —Chilló Alex—. Los he encontrado.
 
A tan solo un par de metros de ellos, dos cuerpos descansaban apoyados en la pared. Eran Frank y Nuria, sin duda.
Y estaban muertos.
Susana, escaneó los cuerpos.
 
—Qué extraño —exclamó—. No detecto nada en ellos.
 
— ¿Qué quieres decir? —preguntó Ainhoa.
 
—No capto lecturas de impulsos nerviosos, ni calor corporal... Nada.
 
—Pero no pueden llevar mucho tiempo muertos —puntualizó Alex.
 
—Un cuerpo tarda horas en enfriarse —afirmó Susana—, y los impulsos nerviosos en desaparecer.
 
Sin embargo, no detecto nada. Es como si les hubieran... robado la energía de sus cuerpos. Toda su energía. No lo entiendo.
Susana...
Aquella voz otra vez. Susana sacudió la cabeza.
 
—Bien, ahora ya sabemos lo que les ha pasado —dijo Ainhoa—. Deberíamos irnos. No me gustaría encontrarme con lo que sea que les ha hecho eso.
 
Alex se mostró pensativo.
 
—Está bien. Volvamos. —Encendió la radio—. Sergio, J.C. ¿me recibís? —No hubo respuesta—. ¿Estáis ahí?
 
—Parece que las comunicaciones aún están bloqueadas —dijo Ainhoa.
 
Susana...
 
La exobióloga vio cómo en el otro extremo del pasillo una tenue luz rasgaba la oscuridad. La voz parecía venir de allí. Sentía que algo la impulsaba a dirigirse a aquella luz. Miró a Ainhoa, que llevaba unos segundos observándola.
 
— ¿Qué te pasa?
 
—Oigo algo... Una voz... Alguien me llama...
 
— ¿Qué? —inquirió Alex.
 
—Nosotros no oímos nada —repuso Ainhoa.
 
—Es una mujer... —dijo Susana, algo distante.
 
— ¿Mujer? ¿Qué mujer? —dijo Alex.
 
Susana comenzó a avanzar lentamente hacia aquella luz. Los demás la siguieron, confusos. La luz tenía forma redonda, obviamente escapaba de una compuerta abierta. Todas las compuertas de la nave eran redondas, hechas de los mismos filamentos de aspecto muscular. Era una luz tenue, ligeramente azulada. Los tres astronautas llegaron al límite del pasillo, pero no se detuvieron allí. Susana cruzó el umbral sin pensarlo, sin dudar siquiera. Parecía hipnotizada. Ainhoa y Alex se miraron un segundo y entraron también. El nerviosismo de Ainhoa era evidente. Alex se debatía entre la curiosidad y el miedo.
La cámara en la que entraron era enorme, de unos 600 metros de diámetro. El techo, a 90 metros sobre sus cabezas, parecía estar formado por innumerables tubos de distintos grosores, flexibles, distribuidos en complejos patrones. Parecían arterias y venas. Las paredes tenían un aspecto similar, si bien más parecido a los relieves del resto de la nave. El aspecto orgánico, la sensación de estar dentro de un gigantesco ser vivo, era más palpable allí. La cámara estaba repleta de cilindros como el que encontraron en la otra sala, dispuestos en formación cónica hasta veinte niveles de altura. Sus rubíes emitían un tenue brillo, pero su intensidad era muy débil, casi apagada. Frente a la primera fila de cilindros había una mujer de pie, desnuda, de espaldas a ellos. Su negro pelo liso le llegaba hasta los hombros. Tenía los brazos extendidos hacia los dos cilindros más cercanos. Los astronautas vieron atónitos cómo de sus manos surgían rayos eléctricos, dos arcos voltaicos gemelos que era absorbidos por los rubíes de los cilindros. Cuando acabó de transferir energía, dejó caer los brazos y respiró hondo.
 
—Bienvenida a bordo... Susana... —dijo la mujer sin volverse.
 
En ese momento Susana tomó conciencia de dónde estaba. Asombrada vio a la mujer, los cilindros y la cámara en general. Era una gran sala común de hibernación, o algo así. Los rubíes de los dos cilindros frente a la mujer brillaron con más intensidad. De pronto se apagaron, se hundieron un centímetro, y los cilindros se abrieron, dividiéndose su cara frontal en una docena de gruesos filamentos. De su interior surgieron dos mujeres, también desnudas, hermosas, de largos cabellos. Aparentaban tener unos veinte años. Sus rostros reflejaban vitalidad. Se percibía en ellas la frescura de quien acaba de despertar de un largo sueño.
 
—Es increíble —murmuró Ainhoa, en tono bajo.
 
—La Comunidad desea aceptarte entre sus miembros —continuó la mujer morena, girándose hacia los astronautas—. Serás una de nosotras... para siempre.
 
— ¿Quién eres? —Preguntó la aludida—. ¿Cómo sabes mi nombre?
 
Poseo el don de la telepatía oyó Susana en su mente. Os he percibido y observado desde que llegasteis. He entrado en vuestros pensamientos. Y he visto tu fortaleza. Únete a nosotras.
 
Las otras dos mujeres les observaban con expresión distante.
Formarás parte de una comunidad inmortal. Serás una depredadora.
 
— ¿Una depredadora? —repitió Susana en voz alta. Sus compañeros la observaron pero no se atrevieron a decir nada.
 
Nuestra comunidad se alimenta de almas. Y ha llegado el momento.
 
— ¡Habéis matado a nuestros compañeros! —exclamó Susana.
 
— ¿Qué? —Alex clavó su mirada en la exobióloga.
 
Es nuestra naturaleza. Y pronto será la tuya.
 
— ¡No!
 
Muchas ha dicho eso antes que tú. Pero ahora son parte de la Comunidad.
 
— ¿Me estás diciendo que no tengo elección?
 
Analiza tus sentimientos. Sabes que tengo razón.
Susana notaba cómo la influencia de aquella mujer hacía mella en ella. Había algo hipnótico en sus negros ojos, en sus fríos pensamientos, que le eran transmitidos como una emisión de radio. Sus defensas emotivas y psicológicas caían por momentos. Un paso más y...
 
—Iros —le dijo a sus compañeros.
 
— ¿Qué estás diciendo? —Repuso Alex—. No podemos dejarte.
 
—Susana... —comenzó Ainhoa.
 
— ¡Iros! —chilló Susana, casi histérica—. ¡Ahora!
 
Alex percibió un extraño brillo en sus ojos. ¿Sacrificio, tal vez?
 
—Ainhoa, vámonos.
 
—Pero...
 
—Vamos.
 
Cogiéndola por el brazo la obligó a salir al pasillo. Cuando iban a iniciar la carrera hacia el Libertad vieron que alguien se interponía en su camino. La figura se quitó lentamente el traje espacial y luego les observó con la mirada perdida.
 
—Nuria —la sorpresa de Alex fue mayúscula—. No puede ser...
 
La medico del Libertad se acercó a ellos. Parecía cansada, débil. Alex la cogió por los hombros.
 
—Nuria...
 
De repente, Nuria empujó con fuerza a Ainhoa contra la pared, cogió a Alex del cuello y le besó. El comandante intentó zafarse de ella, pero no pudo. Aturdida por el golpe, Ainhoa vio cómo el cuerpo de Alex se aflojaba, debilitándose por momentos. Una fina corriente eléctrica pasó de su cuerpo al de ella a través de la boca. El aspecto cansado de Nuria fue recuperando su habitual luminosidad, propia de una mujer joven. Finalmente, el cuerpo inerte de Alex cayó al suelo, como fulminado. Estaba muerto.
Ainhoa se quedó paralizada. No podía creer lo que acababa de pasar. Entonces vio que una de las mujeres recién despertadas se acercó a ella. Ainhoa quería gritar, pero no le salía la voz. La chica se acercó a ella y, acariciándole la mejilla, la besó.
 
—Dios mío —murmuró Susana.
 
 
4. Una de nosotras
 
 
—Vais a matarme a mí también, ¿verdad?
 
La mujer morena avanzó un par de pasos.
Al contrario. No como a ellos. Tú revivirás. Serás una de nosotras.
 
— ¿Por qué? ¿Por qué yo?
 
Por la fuerza que hay en ti. Por tus conocimientos. Somos una comunidad de mujeres con un mismo objetivo: sobrevivir según nuestras características de vida. Nos alimentamos de las almas de los humanos. Al hacerlo, dejamos de ser humanas. Nos convertimos en algo distinto. Somos inmortales.
 
— ¿Inmortales?
 
Yo fui la primera. Poseí este cuerpo hace 5000 años. He atraído a otras a lo largo de los siglos. En esos cilindros descansan 1200 seres, mujeres ansiosas por despertar. Por alimentarse.
 
— ¿Por qué sólo mujeres?
 
Son más receptivas a la conversión.
Susana percibió cómo Nuria empezaba a quitarse el uniforme hasta quedar desnuda por completo. Después ayudó a una de las mujeres a retirar los cadáveres de Alex y Ainhoa. La impasibilidad con la que llevaba a cabo la tarea, cargando al comandante como un simple saco vacío, resultó chocante. Había pasado de ser una persona atenta, alegre y con deseos de aprender, a ser fría, distante y apática. Todo lo que ella era se había perdido durante la conversión. ¿Le pasaría a ella lo mismo también?
No te preocupes.
La voz asaltó su mente. Susana recordó que aquella mujer leía los pensamientos.
Sólo es así al principio. En unos días recuperará
 parte de su ser. Y será libre.
La otra mujer se acercó a Susana y comenzó a quitarle el traje espacial. La primera mujer, la que al parecer mandaba, la ayudó. Entre las dos le despojaron del traje con suma facilidad. Después, una mano le bajó la cremallera del uniforme. Susana notó cómo se abría y caía a los lados, resbalando por sus brazos. La Reina deslizó el mono hasta los tobillos, le quitó las botas y luego el uniforme, junto con las bragas. Luego se incorporó acariciándole las caderas. La otra chica le levantó la camiseta por encima de la cabeza, la tiró a un lado y le desabrochó el sujetador, dejándolo caer también.
 
—Eres una mujer muy hermosa, Susana —comentó la Reina en voz alta.
 
Una vez desnuda, Susana notó que la excitación que iba creciendo en ella llegaba al límite. Estaba perdida y lo sabía. Pronto dejaría de ser humana. No podía evitarlo. Ni quería tampoco. Un cúmulo de emociones contradictorias se formó en sus entrañas: miedo, ansia, curiosidad, deseo... incluso excitación sexual. Unas repentinas ganas de hacer el amor fueron sobreponiéndose a todo lo demás. No sabía si esa emoción en concreto era suya o estaba influenciada por la Reina, pero ya no importaba. Aquella mujer, aquella Reina de las Devoradoras de Almas, era ahora su dueña.
Y lo sería para siempre.
 
—Tranquila —le susurró la mujer de su espalda, cogiéndole los hombros—. Todas las que fuimos influenciadas poco a poco nos sentimos como tú. —Se alejó unos pasos—. No pasa nada. Todo irá bien.
 
La Reina le acarició el vientre, los pechos, los hombros  Le recorría la piel como una amante cariñosa, deseosa de complacerla. Finalmente, Susana se dejó llevar. Sus propias manos comenzaron a recorrer el cuerpo de aquella exótica mujer del espacio. Los tabúes y las represiones quedaron olvidados, borrados de su mente. Ambas mujeres se fundieron en un abrazo apasionado, acariciándose con fervor. Sus pechos se rozaron y se apretaron, exhalándose el aliento la una a la otra con pasión.
 
Y entonces llegó el beso. El temido y esperado beso.
Al principio no pasó nada, cuando sus labios se juntaron fue como cualquier otro beso. Segundos después, Susana comenzó a notar un cosquilleo eléctrico que le recorría el cuerpo. Era un agradable hormigueo que se intensificaba por momentos, concentrándose en sus labios. Notaba cómo esa energía, esa fuerza, pasaba de su ser al de ella. La Reina la absorbía por la boca, gimiendo ahogadamente; un extraño placer recorrió el cuerpo de ambas mujeres. Poco a poco, Susana notaba cómo se iba debilitando. Se sentía cada vez más cansada, más fatigada; sus músculos se aflojaban, sus sentidos se apagaban. Vio un tenue brillo en los ojos de la Reina y, al final, todo se volvió negro. Acababa de morir. Morir con la promesa de revivir. Una promesa que sabía que sería cumplida. Formaría parte de aquella comunidad de mujeres errantes. Libre e inmortal.
Cuando el cuerpo de Susana dejó de abrazarla, la Reina la depositó con cuidado en el suelo.
 
—Duerme, Susana. Cuando revivas, te sentirás bien.
 
A una orden de su Reina, la enorme mole de cuatro kilómetros con forma de árbol modificó su rumbo en dirección a la Tierra.
¿FIN?


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