Star Trek: en una galaxia muy lejana nº06

Título: Entrevista por el Diablo 
Autor: Sigfrido
Portada: Sigfrido
Publicado en: Oct 2011

Atrapados por Vader y sus hombres. El emperador siente curiosidad por los tres tripulantes del Enterprise, y ordena que los lleven a su presencia... El resto de su tripulación, Han Solo y Luke tendrán que rescatarlos.
¿Que ocurriría si la Federación Unida de Planetas coexistiese con el Imperio Galáctico? ¿Cómo sería ese hipotético cruce de las dos franquicias galacticas mas importantes del siglo XX? Adentrate con nosotros en este fantástico nuevo universo lleno posibilidades, hacia una galaxia muy, muy lejana... hasta donde ningún hombre ha llegado jamás!
Star Trek creado por Gene Roddenberry.
 Star Wars creado por George Lucas.


Nota del autor:
para situar "cronológicamente" esta historia dentro de la mitologia de ambas franquicias, deberemos suponer que ambas corren en paralelo. Para Star Trek estaría situada tras la tercera temporada de Star Trek: the Original Series; en el aso de Star Wars, se situaría entre Una Nueva Esperanza (Episodio III) y El Imperio Contraaataca (Episodio IV)

Resumen de lo publicado:    Al responder a una llamada de auxilio en un planeta perdido, el capitán James T. Kirk y su tripulación descubren una estructura alienígena construida hace miles de años. Esta estructura oculta en su interior una máquina capaz de crear torbellinos subespaciales que se pone en marcha misteriosamente. El U.S.S. Enterprise es engullido por ese torbellino y trasladado a una galaxia muy, muy lejana... Allí encuentran a Luke Skywalker en estado de coma en su Ala-X. Posteriormente, aparece el Halcón Milenario, cuyos tripulantes son teletransportados a bordo del Enterprise para visitar a su amigo. Sin tiempo casi para conocerse, son atacados por una gigantesca nave proveniente del hiperespacio: un destructor del Imperio Galáctico. Tras un épico enfrentamiento el Enterprise es derrotado. Dos destructores más logran atraparlo en un rayo tractor. Gracias a la capacidad de persuasión del capitán Kirk, logran ganar tiempo para idear un plan de escape. Consiguen destruir la nave que los tenía atrapados transportando a su interior una carga explosiva. Después el Enterprise logra huir de las otras dos saltando al hiperespacio con el hiperimpulsor del Halcón Milenario. Pero el siniestro Darth Vader sobrevive a la explosión de su nave con sólo una idea en su cabeza: venganza. Gracias a las habilidades mentales de Spock, Luke logra volver al mundo de los vivos. En la base rebelde de Hoth y tras una agria discusión, el joven piloto intercede para que la Alianza apoye a los tripulantes del Enterprise en la busqueda de una forma de regresar a su hogar. Es también gracias a Luke que descubren el significado del mensaje encriptado que encontraron en su galaxia. Todo parece indicar que deben dirigirse a un sistema inexplorado en el Espacio Salvaje: el sistema Elcano. El tercer planeta de dicho sistema es un mundo marino bajo cuyas aguas descansa una estructura alienígena similar a la que los tripulantes del Enterprise encontraron en su galaxia de origen. Tras conocer a una criaturas acuáticas inteligentes nativas, consiguen acceder al interior de la estructura haciéndola emerger. Pero la alegría dura poco, a la máquina que es capaz de generar torbellinos subespaciales le falta la pieza clave que permite su funcionamiento, una estatua que representa a los constructores de la misma y que posee cualidades extraordinarias. Decididos a encontrarla, Han les propone que comiencen buscando en los archivos de Rel´c Morgerca, un traficante de arte para el que realizó algunos trabajos en el pasado. Allí descubren que la estatua perdida se encuentra en el Museo Galáctico de Coruscant, tendrán que robarla. A cambio de un pequeño capricho, Morgerca decide ayudarles en su cometido, para ello recurre a su cliente y amigo Arak Malson, un hampón que posee un dispositivo de camuflaje. En Ord Mantell, un equipo encabezado por Han y Scott consigue el preciado ingenio, pese a los esfuerzos del cazarrecompensas Boba Fett por atrapar al corelliano. Otro equipo, formado por Kirk, Leia, Spock y McCoy, viaja a Coruscant para localizar la estatua y facilitar su teletransporte, pero la estatua resulta ser falsa, y son descubiertos por el Imperio. Tras una accidentada persecución, son atrapados por Vader y sus hombres. El emperador siente curiosidad por los tres tripulantes del Enterprise, y ordena que los lleven a su presencia...



El Centro Imperial era un complejo administrativo y militar construido en el antiguo sector diplomático de Coruscant, cerca del Senado y el Templo Jedi. El edificio principal era el Palacio del Emperador. De forma vagamente piramidal, pretendía empequeñecer al milenario edificio del Senado. Era la residencia oficial del emperador, y desde él gobernaba de forma autocrática toda la galaxia conocida. Junto a él convivían sus más fieles asesores y servidores, altos cargos del régimen y, por supuesto, una guardia personal completamente adicta a su persona.

Durante la mayor parte de su reinado, el Senado había seguido ostentando el poder legislativo, al menos de manera simbólica, pero esa cámara había sido disuelta recientemente, por lo que todo el poder estaba concentrado ahora tras los muros del gigantesco palacio. Las oligarquías locales y las grandes corporaciones industriales eran las máximas beneficiarias del nuevo rumbo del régimen. Periódicamente, llegaban emisarios en busca de privilegios, prebendas y suculentas contratas, ofreciendo a cambio su absoluta fidelidad. El emperador había creado una tupida red clientelar que le permitía perpetuarse en el poder, incluso desde mucho antes de que le eligieran canciller supremo, cuando sólo era senador del planeta Naboo.

Dentro del complejo también había una base militar, donde podía atracar un destructor estelar y multitud de naves más pequeñas. El Alto Estado Mayor dirigía la guerra contra los rebeldes desde allí, todo bajo la atenta supervisión del emperador y su más leal servidor: Darth Vader. Allí también se ubicaba el generador del escudo del complejo. El Centro Imperial se completaba con varios edificios auxiliares, el más curioso de los cuales era un museo dedicado al propio emperador.

Kirk, Spock y McCoy caminaban por un largo y amplio corredor de la residencia imperial. A través de los ventanales, el sol se ponía en la megalópolis. Iban esposados, y estaban escoltados por Darth Vader y media docena de soldados de asalto. La princesa Leia había sido separada de ellos nada más atracar en el Centro Imperial. Los tres amigos esperaban ser conducidos a un enorme y pomposo salón del trono, a la medida de todo un dictador galáctico, pero, en lugar de ello, fueron introducidos en un pasillo de menores dimensiones, para ello cruzaron una puerta custodiada por un par de anónimos guerreros cubiertos por mantos escarlata. Las pisadas dejaron de sonar en la nueva superficie enmoquetada, y, a lo lejos, comenzó a oírse una música extraña e hipnótica. Finalmente, llegaron a una cámara dividida en varios espacios: una biblioteca, un comedor, un despacho, una sala de estar y un mirador. Frente al mirador, había un gran sillón giratorio del que sólo se veía el respaldo. Un ventanal circular mostraba una espectacular panorámica de la capital galáctica, y la luz crepuscular envolvía toda la estancia con un inquietante filtro ambarino. La música se escuchaba ahora con toda claridad: armonías quebradas, timbres oscuros, melodías sucias y coros pavorosos, parecía algún tipo de oratorio siniestro.

Los tripulantes del Enterprise no pudieron evitar un escalofrío al cruzar el umbral de la cámara, ni siquiera el sereno Spock pudo resistirse. El lugar irradiaba algún tipo de energía maligna que era capaz, incluso, de atravesar las barreras lógicas del vulcaniano. A cada lado de la entrada se apostaban guardias imperiales de élite, cubiertos con sus característicos mantos aterciopelados, y armados con picas de energía. Medían dos metros, y sus rasgos se ocultaban tras un estilizado casco diseñado para infundir temor.

—Una música seductora, ¿verdad? —dijo una voz lúgubre desde detrás del sillón giratorio.

—Es un espanto —contestó McCoy con una mezcla de asco y desprecio.
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Una risa presuntuosa y burlona surgió del sillón.

—¡Je, je, je! No todo el mundo es capaz de entender y apreciar a un genio de la música como Darth Stylius.

—Prefiero a Beethoven —respondió el veterano doctor desafiante—. Sólo a un loco podría gustarle una bazofia como esa.

—Darth Stylius fue un lord sith muy especial —prosiguió la voz, sin perturbarse por la provocación de McCoy—, pensaba que la música era el medio ideal para intensificar el poder de la Fuerza. Puso todo su empeño en convertir sus composiciones en algo más que meras composiciones. Con ellas quería atraer a las masas y comenzar una nueva era galáctica basada en un conocimiento total de la Fuerza, alejado de cualquier tipo de dogmatismo… y casi lo consiguió. Tenía tantos seguidores como detractores. Lamentablemente, el Alto Consejo Jedi se encontraba entre estos últimos, consideraba que podía amenazar su privilegiado estatus, y utilizó toda su influencia en el Senado para prohibir la interpretación y difusión de la música de Stylius. Las agrupaciones de aficionados, conocidas como Hermandades Garth, fueron tachadas de sectas destructivas, y Darth Sylius fue perseguido por la Orden Jedi hasta el fin de sus días.

»Lo que están escuchando es una ópera que compuso, relata una de las hazañas de Exar Kun, un poderoso Lord Sith que vivió hace más de cuatro mil años. La biblioteca del Templo Jedi guardaba esta grabación hecha hace casi un milenio, sólo estaba al alcance de unos pocos estudiosos. Los jedi, haciendo gala de su repugnante paternalismo, no querían que una música como esta, utilizando sus propias palabras, «corrompiera las mentes y las almas de la gente». Resulta paradójico, ¿no creen? Los jedi, que se jactaban de ser los máximos garantes y difusores del conocimiento, eran al mismo tiempo los que ponían más impedimentos a su libre circulación.

—Sus razones tendrían, excelencia —intervino Kirk con desdén—. Los jedi eran los guardianes de la paz y la justicia en la Antigua República, antes de que genocidas como usted asaltaran el poder y sumieran la galaxia en una era de terror.

Una carcajada sardónica resonó en toda la estancia mientras el sillón giraba, mostrando a su ominoso ocupante, un anciano encapuchado en una austera y sombría túnica: el emperador Palpatine. Sus manos pálidas asomaban de las amplias mangas, y sus dedos arrugados se agarraban a los reposabrazos con una energía impropia de alguien de tan avanzada edad. Su rostro, marcado por profundos surcos, era perturbador, y su frente protuberante semejaba más la de un monstruo que la de un hombre. Pero eran los ojos, naranjas, brillantes y fríos, lo que más conturbó a Kirk, Spock y McCoy del monarca absoluto de la galaxia, había algo demoniaco en ellos que les helaba el alma.

—No se crea las mentiras que le hayan contado los rebeldes, capitán Kirk. Los jedi eran un poder en la sombra, y la Antigua República un régimen de inestabilidad y corrupción. Yo traje la paz y la prosperidad a esta galaxia —respondió el emperador con grandilocuencia, apretando un botón del reposabrazos para parar la música.

—Sí, asesinando a millones de seres inocentes sin ningún remordimiento —replicó Kirk sin miedo.

—La destrucción de Alderaan, si es a eso a lo que se está refiriendo, no tuvo nada que ver conmigo. Unas terribles e inesperadas fluctuaciones de masa en su estrella provocaron la salida de su órbita. Alderaan no tuvo ninguna oportunidad. Grandes cataclismos azotaron su superficie, hasta que, finalmente, explosionó. Fue todo muy rápido y brusco. Cuando llegó la Flota Imperial, ya era demasiado tarde, no pudimos salvar a nadie —el anciano soberano fingió estar compungido con un profundo suspiro—. Nunca me perdonaré no haber llegado a tiempo, no haber podido prever una catástrofe de tal magnitud.

»La rebelión aprovechó lo sucedido para difamar al Imperio y ganar mundos para su demente insurrección. La Estrella de la Muerte jamás fue utilizada contra ningún planeta, se lo aseguro. Lo que le hayan contado sólo es propaganda sediciosa. Es curioso ver a lo que puede llevar el fanatismo… hasta la propia princesa Leia adoptó la retorcida tesis del genocidio de manera indolente, cerrando los ojos a la verdad. Todo vale con tal de extender la anarquía. Es enfermizo.

—Déjese de monsergas. ¿Para qué nos ha traído hasta aquí? ¿Qué quiere de nosotros?

—Es usted un hombre impaciente, capitán —contestó el emperador, levantándose del sillón con simulada dificultad—. Todas sus preguntas recibirán respuesta a su debido tiempo.

El antiguo senador de Naboo se sirvió de un retorcido bastón para acercarse de forma renqueante hasta donde se encontraban los tres tripulantes del Enterprise, Darth Vader y sus soldados de asalto.

—Buen trabajo, lord Vader —dijo con la entonación que utilizaría para premiar a su mascota por traerle las zapatillas—. Puedes retirarte.

—Como deseéis, maestro —respondió el gigante acorazado de forma sumisa, haciendo una leve inclinación de cabeza.

Vader abandonó la sala junto a sus hombres, dejando al Emperador y a sus tres misteriosos prisioneros con la única compañía de la guardia personal del soberano.

—Les ruego que disculpen la rudeza de Lord Vader, caballeros —dijo el dictador galáctico con un tono cortés—. Espero que comprendan la situación, dudo que se hubieran presentado voluntariamente ante mí después de que la princesa Leia les envenenara los oídos con sus fantasías paranoicas —Palpatine hizo un ligero movimiento con su mano izquierda, y las esposas que aprisionaban a Kirk, Spock y McCoy se soltaron, cayendo al suelo como por arte de magia—. No necesitan eso, considérense mis invitados.

—Pues haga de buen anfitrión y déjenos ver a la princesa Leia, para empezar —contestó el capitán, acariciándose las recién liberadas muñecas.

—El destino de su alteza real fue elegido por ella misma hace tiempo, no debería preocuparle. Usted aún está a tiempo de elegir correctamente el suyo. Lo único que puede hacer por ella es ahorrarle sufrimientos, sólo tiene que decirme el paradero de la nueva base rebelde.

—No sé dónde se encuentra —respondió Kirk con rotundidad.

—Su lealtad hacia una causa que no es la suya es admirable, capitán. Espero que pronto cambie de opinión, todos saldremos ganando. ¿No me va a presentar a sus compañeros?

—El Sr. Spock, mi oficial científico, y el Dr. McCoy, el jefe médico de mi nave —dijo el de Iowa de forma displicente.

—Espero que tengan más sentido común que su capitán, caballeros —el Emperador hizo ademán de que le siguieran—. Ahora, si hacen el favor de acompañarme, les mostraré algo que quizá les interese.

Los tres amigos accedieron a regañadientes, y fueron tras el lóbrego personaje hasta una puerta. Los imponentes guardias de túnicas encarnadas los vigilaron de cerca durante el breve trayecto. Palpatine alzó su arrugada mano y pulsó el botón que abría la puerta, que se deslizó hacia la derecha con un sonido sordo. Al otro lado, una silueta familiar les estaba aguardando, enseguida comprendieron cual era la razón por la que se encontraban allí, y el nuevo cariz que estaba tomando la situación era, cuanto menos, desesperanzador. En el centro de una cámara circular sin ventanas, rodeada de otras obras de arte, se erigía majestuosa sobre un pedestal, la estatua por la que habían recorrido media galaxia.

—¿Nos ha conducido hasta aquí sólo para enseñarnos su colección de arte? —preguntó Kirk, ocultando su creciente preocupación con simulada indiferencia.

—No se haga el inocente, capitán. Sabe muy bien por qué les estoy mostrando mi colección. Sus hombres parecían muy interesados por una réplica de esta estatua que hay en el Museo Galáctico —contestó el Emperador señalándola con el dedo.

—¿Una réplica? —intervino McCoy, haciéndose el despistado —Así que se apropia de piezas del museo para su disfrute particular, sustituyendo las originales por simples copias. Eso no es propio de una persona de su categoría, excelencia.

—Su sarcasmo está fuera de lugar, Dr. McCoy —replicó Palpatine—. ¿Por qué, en lugar de difamar a su anfitrión, no utiliza sus cuerdas vocales para decir algo interesante? Por ejemplo, para explicar por qué tenían un especial empeño en admirar esta hermosa estatua votiva de Fandos IV.

—Somos personas de gusto —dijo el veterano galeno.

—No pongo eso en duda, doctor. Lo que me gustaría saber es por qué, entre los millones de obras que hay expuestas en el Museo Galáctico, fueron directamente a visitar «La Dama de Abarma» y esta maravilla.

—Déjese de juegos, excelencia —intervino Kirk hastiado—. ¿Por qué no nos ahorra tiempo y nos explica su propia teoría?

El emperador sonrió de manera siniestra, dejando entrever una dentadura tan negra y podrida como su alma.

—Antes les hablé de cómo la Orden Jedi ocultaba aquellos conocimientos que consideraba peligrosos, desde su miope punto de vista. Cuando ésta fue disuelta, pude tener acceso a sus archivos secretos, allí es donde encontré las grabaciones de Darth Stylius, y allí fue también donde descubrí la existencia de los alfareros.

—¿Los alfareros? —se preguntó Spock extrañado.

Palpatine se aproximó lentamente hacia la estatua y la acarició con sus dedos nudosos. Había una lascivia necrófila en sus gestos.

—Sí, ellos modelaron esta belleza… aunque eso ustedes ya lo saben, ¿me equivoco? No traten de hacerme creer que pensaban que su origen estaba en Fandos IV, no insulten mi inteligencia.

—Supongamos, por un momento, que no tengamos ni idea de lo que nos está hablando —dijo Kirk, intentando no parecer demasiado intrigado.

—¿Quién es el que juega con quién, capitán? —respondió el emperador, dirigiendo una mirada ofídea al terrestre—. ¿Acaso les apetece escuchar una historia que ya conocen?

—Nos sentiríamos muy honrados si nos la relatara, excelencia —respondió McCoy en nombre de los tres—. Tal vez no la conozcamos.

—Si así lo desean —accedió el oscuro personaje, alzando el mentón jactancioso—… quizá sepan menos de lo que creo que saben.

»Según los archivos ocultos de la Orden Jedi, los conocidos como alfareros eran unos seres provenientes de otra galaxia… tal vez de otra dimensión. Nadie conocía su lugar de origen exacto, pero sí sus intenciones: eran exploradores.

—¿Por qué el nombre de alfareros? —preguntó Spock, tratando de sonsacarle información, al apercibirse de que no andaba desencaminado.

—Al parecer, toda su tecnología se basaba en la cerámica. Eran capaces de conseguir de ella cualquier propiedad que precisaran: loza con la elasticidad del caucho, láminas de porcelana con la resistencia del titanio reforzado, superconductores hechos de barro cocido, máquinas, vehículos, edificios, astronaves… ciudades enteras modeladas con simple arcilla… cualquier cosa que se les venga a la cabeza hecha con la más rudimentaria de nuestras técnicas, simplemente tierra, agua y calor. Imagínense, una industria limpia, que no precisaba de costosas materias primas ni de peligrosas fuentes de energía, el sueño de cualquier civilización. Su pericia llegó a ser tal que lograron crear unos ingenios que, mediante torbellinos subespaciales, eran capaces de superar distancias intergalácticas y atravesar barreras dimensionales.

»Era una sociedad ociosa, pacífica y curiosa; amantes del arte, la ciencia y la cultura. Muchos de sus ciudadanos decidieron utilizar el nuevo descubrimiento para adentrarse en lo desconocido, y visitar otros mundos, otras galaxias y otras dimensiones. Tal era la sed de sabiduría que poseían. Se creó toda una red de esos ingenios espacio-dimensionales, cada uno de ellos sito en una galaxia y una dimensión concreta, entre las infinitas posibilidades de la realidad misma.

»Los alfareros fueron asentándose en cada una de las galaxias que descubrían, infiltrándose en sus planetas y sus diferentes sociedades, saciando su hambre de conocimientos. Este aspecto era el que tenían originalmente —dijo señalando las dos figuras que formaban la estatua—, pero poseían propiedades metamórficas, como los clawditas, de esa manera pasaban desapercibidos allá donde fueran.

»Tenían especial interés por el arte, la filosofía, la literatura, la música… Se reunían periódicamente, de forma secreta, en los lugares donde tenían escondidas sus máquinas espacio-dimensionales. Allí recopilaban y ponían en común todo lo que aprendían en sus viajes, eran como grandes templos de la sabiduría.

—Una historia fascinante, excelencia, pero demasiado fantasiosa —le interrumpió Spock, fingiendo escepticismo—. No creo que esos alfareros hayan existido jamás, y mucho menos que fueran capaces de conseguir los logros tecnológicos que nos ha relatado, son científicamente imposibles.

—Para ser un científico, tiene una apertura de mente muy limitada —le contestó Palpatine punzante—. Si no supiera que está tratando de ocultar lo que sabe, le sugeriría a su capitán que le cesara inmediatamente como oficial científico de su nave. Nada es imposible.

—¿Acaso está insinuando que nosotros formamos parte de esos alfareros? —preguntó Kirk con calculada sorna.

El emperador respondió con una risa arrogante.

—Claro que no, capitán. Los alfareros hace mucho tiempo que dejaron de existir. No se sabe por qué razón abandonaron sus exploraciones y sus reuniones, pero el hecho es que lo hicieron. La hipótesis de la Orden Jedi es que, en algún lugar, encontraron una amenaza lo suficientemente poderosa para poder acabar con el continuo espacio-dimensional para siempre, pero sólo se trata de eso, de una hipótesis. Muchos de los alfareros volvieron a su galaxia de origen, pero otros tantos renunciaron a su propia naturaleza, y acabaron por adoptar de manera definitiva las fisonomías de sus mundos de adopción.

»En cuanto a los ingenios espacio-dimensionales, fueron inutilizados, despojándolos de las piezas que permitían su funcionamiento, así como sus bases de datos. Ahora sólo son curiosidades arqueológicas sin ninguna utilidad extraordinaria, donde quiera que se encuentren.

Kirk, Spock y McCoy escucharon toda la historia con una serenidad que a duras penas podía disimular su alarma. Se encontraban ante una personificación de la maldad que parecía conocer muy bien todos los detalles de los transportadores espacio-dimensionales y sus misteriosos constructores. Todo encajaba a la perfección, y ya era más que evidente la razón por la que habían sido llevados hasta su presencia.

—¿Y entonces, qué tiene que ver todo eso con nosotros y esa escultura? —preguntó el capitán, en un desesperado intento de desviar la atención del omnipotente anciano.

—Le gusta jugar hasta el final, ¿no es así? —le contestó Palpatine divertido—. No le privaré de ese placer.

En ese momento, entró en la cámara un mayordomo vestido con elegantes ropajes, tenía el rostro demacrado, e inspiraba casi tanto desasosiego como su patrón. Una sola mirada a su majestad imperial bastó para hacerse entender.

—Me comunican que la cena ya está servida. Seguro que se encuentran hambrientos, les ruego me acompañen. Tengo el mejor cocinero de la galaxia a mi servicio, privilegios de mi posición, no se arrepentirán. En la mesa continuaremos con nuestra lúdica tertulia.

—Como quiera —asintió Kirk de forma seca.

Los cinco hombres salieron de la sala de la estatua, y se acercaron a la mesa de comedor que había en la estancia principal. En ella se habían dispuesto cuatro servicios, varias fuentes con manjares exóticos, unas botellas con bebidas espirituosas, y un par de jarras de agua. Dos camareros de apariencia similar a la del mayordomo les estaban esperando. En el exterior ya era de noche, y a través del ventanal, una jungla de rascacielos resplandecía de manera exuberante. El emperador se colocó en uno de los extremos de la mesa, y el mayordomo le acercó la silla, más grande que las otras, para que el anciano pudiera sentarse con toda comodidad. Kirk tomó asiento en el lado opuesto, y Spock y McCoy en los dos que quedaban libres, a izquierda y derecha de su capitán, respectivamente.

Una gran fuente, con una especie de ave asada rodeada de verduras, ocupaba el centro de la mesa, la acompañaban otras más pequeñas con lo que parecían pescados, carne, puré, croquetas, hortalizas salteadas, panecillos, frutas y pasteles. La mantelería, la vajilla, la cristalería y la cubertería eran joyas de la artesanía. Toda la distribución de la mesa se había hecho buscando el orden y la armonía cromáticos, y emanaba una aureola de lujo decadente, como si se tratara de un antiguo bodegón flamenco. Por supuesto, había demasiada comida para cuatro personas, todo un desperdicio.

—Elijan lo que les apetezca. Personalmente, les recomiendo el carpalvo asado, no encontrarán otro mejor, me los traen directamente desde Naboo —les invitó Palpatine con hueca cortesía.

Los camareros sirvieron a cada uno lo que les pidió con fría eficiencia, sin mediar palabra. Parecían más marionetas de su señor que individuos con voluntad propia. El doctor había escuchado de pequeño historias sobre zombis, muertos vivientes. Más tarde, cuando estudiaba medicina, descubrió que esos relatos de terror tenían una base real, y que, utilizando cierto tipo de sustancias químicas, era posible simular una muerte, resucitar al supuesto muerto, y doblegar su mente hasta convertirlo en un esclavo. No sabía si su maléfico anfitrión conocía la existencia de esas drogas y las utilizaba con sus cadavéricos sirvientes, pero sí sabía que algo extraño les ocurría a esos hombres. De pronto, perdió el poco apetito que tenía, y jugueteó con el tenedor en su plato sin tomar bocado. El capitán y Spock le imitaron.

—Son muy desconfiados —dijo el emperador al advertir su actitud—. Les aseguro que esta comida no esconde ningún tipo de droga.

Palpatine cortó un trozo de carne con la precisión de un cirujano, se lo introdujo en la boca, lo masticó lentamente, y se lo tragó. Después tomó un sorbo de lo que parecía vino tinto, y se secó los labios con una servilleta.

—¿Lo ven? —dijo finalmente—. No tienen nada que temer. No le hagan un desprecio a mi cocinero.

Los tres amigos tomaron en silencio un bocado de su plato, sin apartar la mirada del antiguo senador de Naboo. Kirk tenía un bistec de traladón con puré de barandos; Spock, menestra de verduras de Tanaab; y McCoy, un pez gamud de Mon Calamari con salsa de nak-nak. La comida era suculenta, pero les supo como si se tratara de cartón prensado, por la desagradable compañía. El capitán engulló su trozo de carne con dificultad, y bebió un poco de agua para ayudar a que pasara.

—Exquisito, excelencia. Felicite a su cocinero de mi parte —dijo el de Iowa, esgrimiendo una falsa sonrisa—. ¿Continuamos con nuestro juego?

—¡Ah!, sí, claro —contestó el emperador con aire sibilino—… la estatua. ¿Dónde me había quedado?

—Nos acababa de relatar cómo los alfareros abandonaron sus exploraciones e inutilizaron sus máquinas espacio-dimensionales —respondió Spock.

—Esa estatua que buscaban con tanto ahínco es la clave para que funcione la máquina sita en esta galaxia. En los archivos de la Orden Jedi existían un par de imágenes sobre la misma, junto a una vaga explicación sobre su origen y naturaleza. No fue casualidad que la hallara al poco tiempo de conocer su existencia —Palpatine hizo una pausa para tomar un bocado de su plato—.

»De forma misteriosa, había acabado en manos del gobernador de Anaxes. En una visita oficial al planeta, el gobernador tuvo la gentileza de mostrarme su colección de arte, sabiendo que yo también compartía dicha pasión. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vi entre las piezas expuestas una escultura idéntica a la de las imágenes de los archivos jedi. Mi instinto me dijo que se trataba de la auténtica, no tuve que someterla a ningún tipo de prueba. Brundag, el gobernador, me contó que la encontró en una casa de antigüedades de Fandos IV, no sabía que era en realidad. Mostré mi interés en comprársela, pero no accedió, pese a la generosa oferta que le di. Me dijo que había sido un regalo para su primera esposa, que falleció al poco tiempo de casarse, que tenía un gran valor sentimental, y que no podía separarse de ella. Trató de disculparse obsequiándome con cualquier otra pieza de su colección, la que me gustara más. Naturalmente, no abusé de de mi posición, Brundag había sido un fiel aliado desde que fui proclamado canciller… o eso creía.

»Poco tiempo después, se destapó un escándalo de malversación de fondos. El leal y eficiente servidor era en realidad uno de tantos aprovechados que sólo buscaban el lucro personal, un traidor a los nobles ideales del Imperio Galáctico —el siniestro soberano hizo una mueca de indignación—. Brundag fue juzgado y condenado por alta traición, y de esa forma la estatua llegó hasta mí. Fue voluntad de la Fuerza que todo aconteciera así, estaba predestinado.

Ninguno de los tres tripulantes del Enterprise se creyó la historia del sirviente desleal, tenían la certeza absoluta de que había sido el propio emperador quien había planificado la caída en desgracia de Brundag. Palpatine no sólo era un lord sith, también era un habilísimo político que había sabido convertir, mediante engaños y manipulaciones, la República Galáctica en su imperio personal.

—¿Y para qué hizo una copia de esa estatua y la colocó en el Museo Galáctico? —le preguntó Kirk, aún imaginándose cual iba a ser su respuesta.
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—La estatua por sí misma no tiene mayor utilidad que un pisapapeles gigante, sólo colocándola en el lugar apropiado, junto al resto de la máquina espacio-dimensional, es capaz de romper las barreras que separan las galaxias y las diferentes realidades. Digamos que tengo la llave para abrir la puerta del universo, pero, lamentablemente, no sé donde se encuentra ésta. Pensé que si alguien conocía la historia de los alfareros, querría conseguir la llave. Por eso expuse una réplica en un lugar accesible a todo el mundo. Cualquiera que demostrara un interés por encima de lo común por esa pieza, sin duda conocería su verdadera naturaleza, y, muy posiblemente, el sistema donde se encuentra escondido el formidable ingenio —el emperador enfiló su ponzoñosa mirada hacia los ojos del capitán del Enterprise—. ¿Quizá podrían ustedes llevarme hasta él? —dijo dibujando una amable sonrisa en su rostro deformado.

—Así que se trataba de un cebo. De acuerdo, excelencia —contestó el de Iowa sin perder la serenidad—, lo admitimos. Sabíamos el origen de la estatua y su finalidad, pero ignoramos el paradero de la máquina.

—Por supuesto que saben dónde está, sino por qué andarían buscando la estatua.

—Nos dedicamos a la exploración espacial y la investigación científica, descubrir cosas nuevas es el motor que empuja nuestras vidas —dijo Spock.

—Sin duda algo muy loable por su parte, Sr. Spock. ¿Fue también ese interés por descubrir cosas nuevas la razón por la que se unieron a los rebeldes? —nadie respondió a la pregunta retórica de Palpatine—. Posiblemente, sea esa también la razón por la que hicieron volar uno de mis destructores estelares, y por la que casi acaban con la vida de mi leal lord Vader —continuó con ironía—. No me había percatado de ello.

»Sepan que por los actos que han cometido podría ejecutarles inmediatamente, pero soy un hombre comprensivo. Sé que su alianza con esa banda de insurrectos se debe más a las circunstancias en la que se han visto envueltos que a la solidaridad que pueda tener hacia sus aparentes ideales, por muy persuasiva que pueda llegar a ser la princesa Leia en ese aspecto. Es natural que se sintieran desorientados, se tropezaron con los rebeldes y confiaron de buena fe en ellos. Si yo hubiera aparecido en su galaxia de origen de repente, seguramente hubiera actuado de la misma manera, no se lo reprocharé.

Kirk, Spock y McCoy se miraron en silencio mientras el emperador adoptaba una expresión de triunfo.

—Sí, caballeros —prosiguió el soberano—. ¿Acaso pensaban que no sabía de dónde provenían realmente? Utilizaron la máquina espacio-dimensional de su galaxia y acabaron en esta. Para su desgracia, pronto descubrieron que era imposible realizar el viaje de vuelta sin la pieza que faltaba en el ingenio de aquí.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo el capitán conturbado.

—Sólo el paradero de la máquina. Ustedes podrán volver a su hogar, y yo podré tener acceso a la tecnología de los alfareros… y a un sinfín de mundos por explorar.

—Más bien querrá decir conquistar —le rectificó McCoy con atrevimiento.

—Mi única intención es llevar la paz, la verdad y la justicia a mis semejantes, lamentablemente, hay gente como usted que no es capaz de entenderlo o apreciarlo.

—Quizá porque los ignorantes como yo amamos la libertad por encima de cualquier otra cosa, excelencia —replicó el médico del Enterprise.

—La libertad es un concepto sobrevalorado, doctor. Pero si eso es lo que les preocupa, tienen mi palabra de que jamás interferiré en los asuntos de su planeta, su confederación de planetas, o de donde se suponga que provengan. ¿Qué me responden?

—Ya le hemos dicho que no sabemos dónde se encuentra la máquina de los alfareros —respondió Kirk en nombre de los tres.

—No me habré explicado con claridad, capitán. No les estoy sugiriendo que me digan el paradero de ese ingenio, se lo estoy exigiendo. Puedo sacarles la información que necesito por otros medios. No sean insensatos, acepten mi generosa oferta de amistad.

—No queremos su amistad. Si hemos de recibir el mismo trato que la princesa, que así sea —dijo el de Iowa con desafiante pundonor.

—Sería un magnífico jugador de sabacc —contestó Palpatine con doblez—, sabe cómo lograr que suban las apuestas. Es un hombre brillante, tener un oficial de su categoría en la Flota Imperial sería un verdadero lujo. Podría nombrarle gran almirante, eso seguro que le haría feliz. ¿O preferiría gobernar un sector galáctico en mi nombre?... Sí, al que pertenece su planeta sería una buena elección, ¿no cree?

—Está muy equivocado conmigo, yo no deseo ese tipo de cosas.

—Claro que las desea, puedo sentirlo. Oculta tras esa fachada de pacífica honestidad se esconde su verdadero ser, un ser que ansía la gloria de la batalla y los dulces deleites que proporciona el ejercicio del poder.

—¿Intenta corromperme como hizo con Vader, excelencia? No lo conseguirá.

—Yo nunca intento nada. Le estoy ofreciendo lo que anhela su corazón. Dé rienda suelta a su yo primigenio, olvídese de todos los prejuicios que amarran su existencia, libérese. Únase a mí.

El emperador galáctico acariciaba los oídos de Kirk con la seductora perversidad que utilizaría Mefistófeles para apropiarse de su alma. El capitán sintió como algo se introducía en su mente, como trataba de doblegar su voluntad con una mezcla de temor y atracción. Era una sensación equívoca que le confundió durante unos momentos.

—Jim, ¿se encuentra bien? —le preguntó McCoy al verlo ausente.

—Estoy bien, Bones, sólo un poco cansado.

Kirk alzó la mirada con decisión, y fijó sin miedo sus ojos en los de Palpatine.

—Y bien, capitán, ¿qué decide? —insistió el emperador, disimulando su impaciencia e irritación con una artificiosa sonrisa.

—Mi voluntad es lo suficientemente fuerte para resistir sus intentos de condicionamiento mental. No soy un animal al que pueda adiestrar a su gusto. No me trago ninguna de sus mentiras. Mi decisión es que se vaya usted al carajo —respondió el comandante del Enterprise con irreverente valentía—. Prometí defender con mi vida valores como la libertad, la justicia y la paz, nunca trataría de tergiversar su significado real para saciar la sed de poder de un tirano, eso sí que sería ir en contra de mi verdadero ser.

»Mírese al espejo, es un viejo decrépito con las manos manchadas con la sangre de millones de inocentes. Se muere, no tiene ningún sentido lo que hace, nunca lo ha tenido. Toda su vida ha sido un desperdicio, en lugar de llenarla del amor y el respeto de los demás, la ha alimentado con el odio y el miedo de toda una galaxia. Lo único que ha conseguido aquí es un trono de cadáveres en el que expirar en la más absoluta soledad. ¿Qué espera encontrar extendiendo su reinado de terror a otros lugares? Hágale un favor al universo, vuelva al oscuro castillo del que haya salido y termine con toda esta locura.

La cara del emperador se transformó en una mueca de ira al escuchar las palabras de Kirk. Nadie había osado jamás hablarle de ese modo. Se levantó de su silla, alzó el mentón con soberbia, y extendió las manos hacia el terrestre amenazadoramente.

—Lamento su decisión, capitán Kirk —dijo con un tono más cercano a la repugnancia que al desprecio.

El tenebroso soberano apretó los dientes con furia y, súbitamente, unos rayos de energía violeta brotaron de sus huesudos dedos, cruzaron la mesa en una exhalación, haciendo saltar la comida y el menaje por los aires, e impactaron de lleno en el cuerpo de Kirk. El capitán salió despedido de su asiento, y chocó contra una de las paredes con una fuerza tan demoledora que le hizo perder el sentido.

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Spock y McCoy casi no tuvieron tiempo de reaccionar. Acababan de levantarse de sus sillas con estupor, cuando se encontraron rodeados por los guardias imperiales. Con sus picas de energía apuntándoles a quemarropa, no pudieron hacer nada. Enseguida, la estancia fue ocupada por más guardias y soldados de asalto.

—¡Lleváoslo y encerradlo! Quizá con un poco de cautividad aprenda a mostrar el debido respeto —ordenó el emperador con voz firme.

Dos soldados alzaron por los hombros al inconsciente Kirk, y lo arrastraron fuera de la sala. Sus dos compañeros observaron impotentes y en silencio como su capitán y amigo desaparecía tras la puerta.

—Sr. Spock, Dr. McCoy, está en su mano acabar con esto. ¿Dónde se halla la máquina de los alfareros?

—Le reitero lo que le dijo nuestro capitán: no lo sabemos —respondió McCoy indignado—. Y aunque lo supiéramos, nunca se lo diríamos a un monstruo como usted.

—¡Guardias! Que estos dos caballeros acompañen a su capitán. Espero, por su propio bien, que cambien de opinión, pueden ganar mucho o perderlo todo, ustedes deciden. No sean estúpidos.


El capitán Kirk se despertó sobre un catre empotrado a una pared de metal oscuro. Se encontraba en una habitación cerrada y sin ventanas, iluminada de manera fría y uniforme por unos plafones situados en el techo.

—Por fin ha vuelto en sí, lleva inconsciente casi dos horas. Bienvenido al mundo de los vivos —lo saludó McCoy con el afecto de un padre.

—Tengo una estampida de bisontes en mi cabeza, Bones —respondió el aturullado capitán—. Todo me da vueltas… ¿Sr. Spock?

—Estoy aquí.

—¿Leia?...

—Lo siento, Jim —dijo el doctor meneando la cabeza con resignación—. No la hemos visto, no sabemos cómo está o dónde se encuentra.

—Entiendo—le contestó abatido.

Kirk se incorporó en silencio y se sentó en el catre. Se acarició la nuca y suspiró, tenía el cuerpo molido.

—Cuando esos rayos me alcanzaron, sentí… nunca he sentido nada tan horrible. Iba más allá de lo físico, era como si todo el dolor del universo consumiera mi alma con la furia de un incendio.

—Reconozco que nadie como usted sería capaz de ganarse el afecto de los dos maniacos más peligrosos de la galaxia en tan poco tiempo —dijo McCoy con ironía.

—Años de práctica diplomática, doctor. Sr. Spock, informe de situación.

—Seguimos en el Centro Imperial, nos trasladaron a esta celda inmediatamente después de que sufriera el ataque. Afuera, en el bloque prisión, hay varios carceleros y cámaras holográficas, es muy probable que haya alguna más escondida en la celda.

—¿Ha intentado alguno de sus trucos mentales con los guardias? Ya sabe, como en Eminiar VII.

—Sí, capitán, pero ha sido inútil. Algo, o más bien alguien, ha bloqueado todas mis tentativas.

—Su majestad imperial, sin duda —apostilló Kirk.

—Es evidente que dicho sujeto posee un excepcional control sobre esa energía mística conocida como Fuerza —continuó Spock—. En concreto sobre el conocido como lado oscuro de la misma. Todo parece indicar que el emperador obtiene su extraordinario poder de los sentimientos negativos de los demás. Se nutre del miedo, el odio, el dolor, la agresividad… cuanto más intensos sean estos, más fuerte se hace él.

—Por eso quiere conquistar otras galaxias, necesita más horror para continuar creciendo. Vive de eso, como aquella criatura que encontramos en Beta XII-A —teorizó McCoy.

—Efectivamente, doctor. Una analogía muy acertada —asintió el oficial científico.

—Si tan poderoso es… ¿Por qué mantenernos aquí recluidos?, ¿Por qué no ha intentado usar sus poderes para arrancarnos la información que quiere? —se preguntó el capitán en voz alta.

—Porque no ha podido —contestó Spock—. Su capacidad para leer nuestros pensamientos debe de ser limitada. Mantenernos firmes, no mostrar temor, no sucumbir a sus ofertas envenenadas… eso es lo que le ha impedido conseguir sus propósitos. Por otra parte, está claro que muertos no le servimos, tratará de someternos de alguna manera. Se juega mucho en ello, y sabemos que no se va a detener ante nada. Preparémonos para lo peor, caballeros.

—No sea tan agorero, Sr. Spock —le interrumpió McCoy—. Tampoco nos ha detenido nada a nosotros hasta ahora. No es la primera vez que un loco megalómano nos encierra, y tampoco es la primera vez que nos enfrentamos a alguien con superpoderes. Siempre salimos adelante, los tres juntos.

—Y si, a pesar de todo, no lo consiguiéramos, seguro que a nuestro Scotty se le ocurrirá algo para sacarnos de aquí… esté donde esté —prosiguió Kirk, reforzando el argumento del médico con contagioso optimismo—. No se preocupe, Spock.

—¿Quién se preocupa, capitán? —dijo el vulcaniano, elevando sutilmente su ceja derecha.


Una reluciente lanzadera blanca plegaba sus alas mientras atracaba en uno de los hangares del Centro Imperial. Un oficial de la Armada y varios soldados de asalto la aguardaban. La astronave terminó su maniobra de aterrizaje, y de su vientre, tras una cortina de vapor, se desplegó una rampa de acceso. Cuatro figuras descendieron por ella: un teniente, dos guardias con uniforme ligero, y un intimidante wookiee al que llevaban enmanillado. Al cuarteto se les unió un astroandroide pocos segundos después. Tras andar unos metros, los recién desembarcados llegaron a la altura del capitán encargado del registro y sus hombres.

—Teniente Keyta, señor —se presentó el oficial—. Encontraron a este wookiee husmeando junto a otros de su especie en el Complejo Industrial Sienar.

—¿Y sus compañeros? —preguntó el capitán, mirando con repugnancia al velludo alienígena.

—Fueron abatidos, señor. Sólo lograron capturar con vida a éste, y perdimos a tres de los nuestros durante la refriega.

El wookiee mostraba signos evidentes de lucha en su cuerpo: tenía una herida de láser en un hombro, una brecha en la cabeza, y cojeaba de la pierna izquierda al caminar.

—¿Por qué lo traen aquí? ¿Por qué no se nos ha informado de su llegada antes? ¿Por qué no se encarga de este… animal… nuestro personal en Sienar?

—Los wookiees nos están dando muchos problemas en Kasshyyyk. La resistencia local se ha unido a la rebelión, muchos de sus guerreros participan en acciones de ésta en otros planetas. Este intento de sabotaje en Sienar es un buen ejemplo. Los wookiees son muy resistentes a las sondas mentales y las drogas habituales. Con los medios de que disponen aquí, puede que podamos extraerle la información sobre la célula terrorista a la que pertenece.

—Tendré que comprobarlo —respondió suspicaz el capitán.

—Por supuesto —accedió el teniente—. Aquí tiene mis credenciales —dijo entregándole uno de sus cilindros identificativos.

El capitán encajó el pequeño objeto en un orificio circular del padd que llevaba. En la pantalla aparecieron las órdenes, el oficial superior que las abalaba, una ficha del teniente con su retrato, la tripulación de la lanzadera, y una clave alfanumérica que verificaba toda la información.

—Parece que todo está en regla —dijo alzando la vista—. Llévenselo al bloque prisión correspondiente. ¿Necesitan reforzar la escolta? He oído historias sobre wookiees que son capaces de liberarse hasta de unos grilletes energizados.

—Gracias, señor, pero no es necesario. En Sienar le inyectaron tranquilizantes. El pobre bicho está más dormido que despierto.

—Entendido, teniente —el capitán extrajo el cilindro identificativo del padd y se lo devolvió a su propietario—. Pueden seguir.

El oficial imperial juntó los talones e inclinó la cabeza ante su superior para, acto seguido, abandonar el hangar junto al prisionero, los dos guardias que lo custodiaban, y el astroandroide que les acompañaba silencioso.

—Sus compañeros del Enterprise han hecho un buen trabajo falsificando el cilindro identificativo —comentó el teniente Keyta disimuladamente, que no era otro que Han Solo disfrazado.

—Fue relativamente sencillo —respondió con modestia un Chekov transformado en guardia imperial—. Su sistema informático tenía un punto débil que supimos aprovechar. La información que nos dio la tripulación de la lanzadera capturada nos permitió crear una tapadera verosímil. Pero, de todas formas, no pensaba que nos dejaran pasar con tanta facilidad.

—Nunca sobreestime la inteligencia de un oficial imperial, es casi tan limitada como la puntería de sus soldados —contestó Han mordaz.

—El maquillaje de Chewie simulando las heridas es muy convincente —dijo el otro guardia, Luke Skywalker disfrazado—, ni siquiera se han molestado en comprobarlo.

—Ningún wookiee se dejaría atrapar con facilidad… y menos por esos torpes. Ha sido un detalle muy acertado, sin duda —afirmó el corelliano.

—¡Hooorrrggg! —asintió Chewbacca.

—Tenemos que averiguar dónde se encuentran Leia, Spock y los otros —dijo Luke—. Aquí hay una terminal de la computadora. R2, es tu turno.

—¡Tip-bip-waa-too!

—El valiente astroandroide se colocó junto a la terminal, conectándose a ella por medio de unos puertos articulados. Gracias a su habilidad, y a los códigos que le habían introducido provenientes de los cilindros de identificación robados, logró acceder a los planos del complejo, y hallar el paradero exacto de la princesa, el capitán Kirk, Spock y el Dr. McCoy.

—¡Waaauu-bit-freeeta! —silbó el tripódico robot, mientras mostraba la información obtenida en un monitor adyacente.

Los cuatro infiltrados analizaron con disimulo los planos de la base imperial. Por los corredores no dejaban de deambular oficiales impecablemente uniformados, tropas de asalto de mecánicos andares, personal técnico, y androides de mantenimiento. Poca gente parecía mostrar interés por ellos, algún recluta novato se sobresaltó al ver el wookiee cautivo, nada más. Nadie les hizo ninguna pregunta.

—Están encerrados en unas celdas del bloque AC-34 —dijo Luke—. Será mejor que nos demos prisa, no sabemos cuánto podrá aguantar nuestra mascarada, y tampoco sabemos si el resto de nuestro plan funcionará.

—Funcionará —respondió Han—. Y si no lo hiciera, nos abriríamos paso como en la Estrella de la Muerte: disparando a toda mecha.

—¿No fue en la Estrella de la Muerte donde les permitieron escapar para hallar el paradero de su base? ¿No les pusieron un dispositivo de seguimiento en su nave? —preguntó Chekov con falsa malicia.

—Bueno… así fue, pero… no hay de qué preocuparse, seguro que el plan saldrá bien —contestó un inseguro corelliano.

—¡Auuuuhrff! —aulló Chewbacca con comedido entusiasmo.

El Centro Imperial era idéntico en su interior a cualquier otra base militar, estación de combate o crucero pesado: mamparos de metal con plafones alargados, ventanales trapezoidales, puertas automáticas hexagonales, salas de control, ascensores tubulares, fosos de ventilación con sus correspondientes pasarelas, muelles de atraque… Era la misma arquitectura modular que se extendía como un virus por todos los rincones de la galaxia: fría, gris y austera, pero tan eficiente como la maquinaria de guerra de la institución a la que servía.

Los habitantes de esta ciudad dentro de la ciudad no desentonaban del ambiente que los envolvía, el acromatismo era la característica más perceptible de esa mímesis entre hombre y entorno. Los uniformes imperiales eran negros, blancos, grises o pardos, no había ninguna nota de color discordante en ese mundo cerrado y autoritario, distaba mucho de la estética de la Federación y la Flota Estelar que Chekov conocía, parecía calcada de la de los regímenes totalitarios y militarizados que padeció la Tierra en el siglo XX. El Imperio, en su afán de sometimiento, negaba a gran parte de sus subordinados hasta su propia individualidad, cubriéndolos de la cabeza a los pies con anónimas armaduras, y cambiando sus nombres por simples códigos alfanuméricos, o, lo que es lo mismo, matriculando a seres humanos como si se tratara de máquinas.

El grupo se introdujo en uno de los ascensores para subir al nivel donde se encontraban prisioneros sus compañeros y amigos. De momento, parecía que todo iba saliendo a pedir de boca. Una vez en el nivel correspondiente, se encaminaron a la sección donde se ubicaba el bloque AC-34. Las celdas de dicho bloque estaban destinadas únicamente a presos importantes: líderes rebeldes, simpatizantes poderosos y espías infiltrados. No solían llenarse muy a menudo, era preferible la muerte en combate a dejarse atrapar por el Imperio. Y los que eran capturados con vida, optaban en su mayoría por el suicidio, antes que sufrir tortura y arriesgarse a delatar a sus correligionarios.

El acceso estaba restringido, y esperaban que r2, gracias a sus nuevas habilidades, pudiera acceder a la computadora y crear un registro falso, haciendo creer a los vigilantes que Chewbacca era un alto mando de la rebelión al que podían sacarle información muy valiosa. La segunda parte del plan consistiría en piratear las holocámaras de seguridad, enfrentarse a los guardias, y confiar en que nadie se diera cuenta del engaño. La tercera parte, liberar a sus amigos y escapar, era la más arriesgada. Sulu estaba escondido en la lanzadera para sacarlos de ahí, si lograban llegar al hangar; o para abrirse paso y recogerlos si las cosas se ponían feas. Todo era muy peligroso, una locura.

Tanto los miembros del Enterprise como los rebeldes sabían que, presumiblemente, el capitán Kirk y la princesa Leia se hubieran opuesto a que arriesgaran sus vidas para organizar un rescate casi imposible, poniendo en riesgo todo por lo que estaban dispuestos a sacrificarse. Pero la lealtad y la amistad inquebrantable hacia tus compañeros, e incluso el amor por alguien, eran más poderosos que todo el sentido común que pudieran esgrimir un capitán de la Flota Estelar y una líder de la Alianza Rebelde.

El ascensor llegó a la planta correspondiente, R2 se escabulló en busca de una terminal, y Han, Chewbacca, Luke y Chekov se dirigieron hacia el bloque prisión. Había guardias cada pocos metros a ambos lados del corredor. Los cuatro infiltrados caminaron entre ellos con paso lento y mirada al frente, ocultando cualquier gesto que pudiera delatarlos, y tratando de conseguir el tiempo necesario para que el astroandroide hiciera su trabajo. Lograron alargar el paseo lo suficiente para que, a pocos metros de la entrada al bloque prisión, una lucecita roja parpadeara en una muñequera de Luke, indicando que R2 había logrado piratear el sistema de vigilancia y los registros de toda la planta.

Una puerta blindada hexagonal impedía el acceso a la zona de las celdas, dos guardias la custodiaban, uno a cada costado. A la derecha, había un puesto de control con dos oficiales. Uno de ellos, un capitán, abandonó la consola que estaba manejando, y se encaminó hacia los recién llegados con actitud arrogante.

—¿Adónde creéis que lleváis ese prisionero? —preguntó mirando de soslayo a Chewbacca—. Este bloque sólo es para invitados distinguidos, no para la escoria rebelde común.

—Nosotros sólo cumplimos órdenes, señor —respondió Han—. Hay quien piensa que este wookiee ocupa un cargo importante dentro de su organización, por eso lo han trasladado aquí.

—Esos rebeldes deben de estar desesperados si aceptan entre sus mandos a una criatura semejante, es asqueroso. No se me ha informado, tendré que comprobarlo.

El capitán del Halcón Milenario fingió una sonrisa de aprobación ante el comentario del oficial, y se le revolvieron las tripas al recordar que hubo un tiempo lejano en el que soñó con convertirse en alguien tan miserable como él. Si algo había aprendido el corelliano durante sus viajes por toda la galaxia, era que no había especie más fuerte, leal, justa y bondadosa que los wookiees, y que, de entre todos ellos, Chewie era el mejor.

El oficial imperial consultó la computadora. Mientras, los dos guardias de la entrada desenfundaron sus armas, y apuntaron desconfiados a los cuatro impostores. Con los músculos en tensión, atentos a lo que pudiera suceder, Han, Chewbacca, Luke y Chekov aguardaron la respuesta del capitán. Ésta, no se demoró mucho.

—Todo en orden, teniente. Pueden pasar.

Han se cuadró ante su supuesto superior, y los dos guardias bajaron sus pistolas láser. El oficial que quedaba en el puesto de control, pulsó un botón que abrió las pesadas puertas del bloque prisión. El cuarteto de infiltrados accedió al interior con la clara certeza de que se metían en la misma boca del lobo. Las puertas se cerraron tras ellos lentamente, y se encontraron en una sala octogonal iluminada cenitalmente. En cinco de las ocho paredes había una puerta que conducía a su correspondiente celda. En el centro, desplegado en forma de abanico, se ubicaba un panel de control. Estaba manipulado por dos carceleros.

—Llevadlo a la celda cuatro —dijo uno de ellos, accionando el pulsador que la abría.

Chekov y Luke condujeron a Chewbacca a la celda asignada, y Han se quedó junto a los dos carceleros.

—Esos wookiees son unas criaturas salvajes —continuó el mismo oficial, un alférez—. Un compañero nuestro estuvo destinado en su planeta de origen, y cuenta cosas horribles sobre ellos. Sus emboscadas a nuestras tropas son de una ferocidad inimaginable, dice que son capaces de desmembrar a un hombre sólo con la fuerza bruta… La verdad es que no sé por qué se molestan en mantener ese planeta, no vale nada. Si formara parte del Alto Estado Mayor, ordenaría incendiar esa condenada selva donde se esconden, y los achicharraría a todos de golpe. ¿Usted qué opina, señor?

—Bueno, supongo que el Alto Estado Mayor tendrá sus razones —contestó el antiguo contrabandista, disimulando su incomodidad—. Yo sólo hago lo que me mandan, no cuestiono el porqué.

—Es un buen consejo, señor, lo tendré en cuenta a partir de ahora —el locuaz oficial miró hacia la celda número cuatro—. ¿No están tardando demasiado sus hombres en acomodar a ese saco de pulgas?

—Echaré un vistazo, no vaya a ser que se los haya zampado esa cosa —bromeó su compañero mientras se dirigía hacia la celda abierta.

Un fuerte rugido reverberó por toda la sala cuando el carcelero entró en la misma y, acto seguido, salió volando por los aires como un pelele, aterrizando de forma dolorosa sobre el panel de control, donde perdió el sentido.

—¡Pero qué es lo que…! —alcanzó a gritar el sobresaltado alférez que se había quedado junto a Han.

—No pasa nada, amigo —respondió el corelliano, clavándole el cañón de su pistola en las costillas—. Chewie sólo sentía curiosidad por saber a qué distancia podía lanzar a un carcelero idiota, pero creo que este panel de mandos le ha chafado el experimento.

—Asqueroso rebelde. ¡Traidor! —contestó el oficial imperial con impostado pundonor.

—Me han llamado cosas peores. Ahora, con mucho cuidado, dame tu arma si no quieres que te agujeree ese bonito uniforme que llevas.

El humillado alférez hizo lo que le ordenaba Han sin rechistar, al mismo tiempo que aparecían Chekov, Luke y Chewbacca.

—Libera a los prisioneros —prosiguió el capitán del Halcón Milenario.

—No sé lo que os proponéis. Estáis en uno de los lugares mejor vigilados de la galaxia. No saldréis vivos de aquí. Dentro de un minuto seréis reducidos por un batallón de tropas de asalto. Sois unos locos estúpidos.

—No me diga —intervino Chekov sarcástico—. Su sistema de seguridad hace aguas. Nadie sabe lo que ha pasado aquí dentro, y nos iremos por nuestro propio pie sin que nadie se dé cuenta. Ahora haga lo que le han ordenado —dijo desarmando a su compañero inconsciente.

El oficial obedeció y abrió todas las celdas, sólo había dos ocupadas: una por Leia y la otra por Kirk, Spock y McCoy. Los dos terrestres salieron de la suya con perplejidad, que pronto mudó en alegría cuando vieron a Chewbacca y reconocieron a Han, Luke y Chekov tras sus disfraces. El vulcaniano aceptó la nueva situación con el contenido entusiasmo propio de los de su planeta.

—¡Pero por todos los diablos! —exclamó un exultante doctor— ¡¿Cómo rayos han conseguido llegar hasta aquí?!

—Dejemos las explicaciones para más adelante, Bones —dijo Kirk con una gran sonrisa—. Lo importante es que están aquí. ¿Han encontrado también a Leia?

—Está aquí mismo —dijo Han, doblando la cabeza en dirección a su celda con un rostro iluminado por el gozo, rostro que, rápidamente, se tornó sombrío al ver que la princesa del extinto Alderaan no se había movido del catre donde estaba echada—… ¿Leia? ¡Leia! —gritó mientras corría hacia ella con el corazón palpitando descontrolado, se acuclilló a su lado, le cogió la mano, y le dio unas palmaditas en el dorso: no reaccionó—. ¡Dime algo, preciosa! ¡Haz algo!—exclamó desesperado. Aguardó unos interminables segundos, pero tampoco ocurrió nada.

—¿Está…? —preguntó temeroso Luke, apoyado en el umbral de la puerta de la celda.

—No… no lo sé, ¡Dr. McCoy!

El veterano galeno entró en el pequeño habitáculo y le contestó con un susurro.

—Déjeme examinarla —sus hábiles y sensibles dedos percibieron en el esbelto cuello de la joven el reflejo de unos débiles latidos—. Está viva, pero su corazón funciona de forma frágil y errática.

—¡Oooorrghhhh! —gruñó Chewbacca con cierto alivio, sin quitarle los ojos de encima al carcelero capturado.

—¿Cuál es su prognosis? —preguntó Kirk preocupado.

—Difícil de determinar sin mis instrumentos, Jim.

—El Sr. Scott insistió en que trajéramos un equipo médico —intervino Chekov, alcanzándole el tricorder que llevaba colgado y un botiquín.

—Scotty, siempre pendiente de todos los detalles —sentenció elogioso el capitán del Enterprise.

McCoy pasó el sensor del tricorder sobre el cuerpo de la princesa. El resto, esperaba angustiado su diagnóstico.

—Está mal… muy mal —dijo arrugando el ceño compungido—. Todos sus sistemas parecen al borde del colapso. Los intensos dolores deben de haberla hecho perder el conocimiento. ¡Malditos carniceros! Parece que le suministraron alguna especie de neurotoxina que, a elevadas dosis, puede provocar un fallo multiorgánico.

—Lord Vader en persona se encargó del interrogatorio, sobreestimó su capacidad de resistencia —intervino el alférez imperial con frialdad.

—¡Cosacos! —exclamó con desprecio Chekov.

—Puedo retrasar los efectos de esa neurotoxina y aliviarle el dolor —prosiguió el doctor mirando a Han con tristeza—, pero sin el equipo médico del Enterprise no puedo sintetizar un antídoto o tratar los daños de sus órganos, y trasladarla en estas condiciones resultaría fatal.

—¿Cuánto… tiempo? —balbuceó el corelliano sin apartar la mirada del pálido rostro de Leia.

—Treinta minutos… una hora tal vez —respondió el de Georgia con el tono más cálido del que fue capaz.

—Yo no pienso irme de aquí sin ella —dijo con resignada solemnidad el antiguo contrabandista. Qué lejos quedaba aquel día en que la conoció, cuando sólo la promesa de una suculenta recompensa hizo que decidiera arriesgar el pellejo por la obstinada princesa.

—¡Huuorrrrkk! —gimió Chewbacca solidariamente.

—Yo tampoco la abandonaré, aunque sé que ella no lo aprobaría —se adhirió Luke, tratando de contener las lágrimas—. Si ustedes quieren, pueden marcharse, Sulu los está esperando en una lanzadera en el hangar veintidós.

—Nosotros tampoco nos iremos —respondió Kirk con coraje, en nombre de él y sus compañeros—. Pero tampoco entra en nuestro vocabulario aguardar a que vengan aquí para que nos maten inútilmente. Sr. Chekov, ¿cómo tenían pensado que escapáramos?

—Por la puerta, les habríamos dicho que querían colaborar, y fingiríamos un traslado. R2 ha pirateado los sistemas de vigilancia y registro, eso nos habría dado tiempo para llegar a la lanzadera por las buenas, y si nos descubrían… nos hubiéramos abierto paso por las malas. No se puede utilizar el teletransporte, todo el complejo está rodeado por un escudo de energía, y, por seguridad, su generador no está conectado al resto de sistemas, es imposible desconectarlo desde otro lugar que no sea el propio generador.

—Gracias, Chekov, ya había supuesto eso último, sino ya estaríamos en el Enterprise. ¿Se le ocurre algún plan alternativo, Sr. Spock?

—Si el problema radica en la imposibilidad de mover a la princesa en su estado, no lo hagamos —respondió el oficial científico, con su característica serenidad a prueba de bombas—. En lugar de tratar de llegar a la lanzadera, usemos el mismo ardid para acceder al generador e inutilizarlo. Después sólo tienen que localizarnos y transportarnos a todos con la señal de nuestros comunicadores.

—Es mejor que el plan original —le felicitó Han, recobrando el brillo pícaro de sus ojos.

—Bien —dijo el capitán—. Comandante Skywalker, páseme ese comunicador que lleva, avisaremos a Sulu y el Enterprise del cambio de planes.

—A la orden —contestó el muchacho con renovada y contagiosa ilusión.


El Ejecutor, la nave insignia de la Flota Imperial, era tan gigantesca que, a su lado, los destructores estelares semejaban maquetas, y el resto de vehículos espaciales, miniaturas. Era como si orbitara Coruscant un tiburón rodeado de sardinas y plancton iridiscente, una bestia sideral diseñada para persuadir con su sola presencia cualquier intento de alcanzar el planeta sin permiso. Pero todo el poderío de ese mortífero tiburón artificial de más de diecinueve kilómetros de largo, resultaba ineficaz si una insignificante pulga de mar era capaz de burlar todos sus sensores, y flotar como un fantasma ante sus propias narices. Una pulga de mar invisible, con número de serie NCC 1701, y comandada por el capitán de corbeta Montgomery Scott: el U.S.S. Enterprise.

En la pantalla principal del puente de la astronave terrestre, un panorama de metal oscuro y brillantes lucecitas se extendía por la parte superior hasta donde alcanzaba la vista. El Ejecutor, visto desde esa perspectiva, era como una gran ciudad invertida, erizada de potentes turbolásers y cañones iónicos. El oficial escocés miraba pensativo la formidable máquina de guerra. Su mente trataba de disipar su preocupación divagando sobre la cantidad de energía que sería necesaria para mover esa mole, el modo en el que había sido construida, el tiempo que habían tardado en hacerlo, o cuánto personal era necesario para lograr que funcionara correctamente. Era un ingeniero, aunque había tomado las riendas del Enterprise en múltiples ocasiones, él era feliz trasteando entre sus tripas, no gobernándola. Pero hasta que lograran rescatar al capitán, no le quedaba más remedio que hacerlo.

Las cosas se habían complicado desde que instalaron en el Enterprise el dispositivo de camuflaje y llegaron a Coruscant. Los intentos de comunicarse con el capitán y los otros habían resultado infructuosos. Uhura consiguió interceptar una transmisión imperial, en ella se informaba de la detención de cuatro miembros de la Alianza Rebelde. Al parecer, habían intentado realizar un atentado en el Museo Galáctico. Entre los detenidos se encontraba un miembro muy destacado de la organización sediciosa, por lo que habían sido trasladados al Centro Imperial para su interrogatorio. Aunque no se daba ningún nombre, era más que evidente que se trataba de la princesa Leia, el capitán Kirk, Spock y el Dr. McCoy. Oculto tras una pantalla de invisibilidad, a la sombra del Ejecutor, el Enterprise podía utilizar todos los recursos de los que disponía para intentar salvarlos. No tardaron en idear un plan de rescate.

Al Centro Imperial no se podía teletransportar un grupo a causa del escudo, pero continuamente entraban y salían de él naves que si podían abordarse fácilmente: lanzaderas, transportes de tropas, vehículos de suministro… La vieja treta del caballo de Troya que, según Homero, inventara Ulises en el asedio a la antigua ciudad de Asia Menor, era perfecta para sus objetivos, al menos en principio.

Scott opinó que la mejor opción era un carguero, suplantar la identidad de su tripulación, y colarse en la base. El problema era que Chewbacca tenía otros planes, no pensaba quedarse fuera, y no podía ocultar su grande y peluda figura debajo de un uniforme imperial. Trataron de hacerle entrar en razón, pero sin éxito. Cualquier viajero galáctico sabía perfectamente que jamás había que llevarle la contraria a un wookiee. Esa fue la razón por la que, al final, decidieron abordar una nave de transporte de prisioneros.

La tripulación original, piloto, copiloto y dos guardias, fue reducida y transportada al Enterprise, tomando antes la precaución de drogarla para que no conociera el procedimiento. Tras ponerla a buen recaudo, sus uniformes fueron tomados prestados, y sus sistemas de identificación falsificados. Después de eso, todo dependía del grupo de rescate. Su último informe había sido nada más atracar, y ya hacía un buen rato que debía haberse puesto en contacto con el Enterprise. La demora hacía temerse lo peor, pero no podían tomar ellos la iniciativa por temor a descubrirlos.

—Sr. Hadley, ¿cuánto tiempo llevan sin informar? —preguntó Scott impaciente al oficial de derrota.

—Veintiocho minutos, señor.

—Sr. Scott —dijo en ese momento Uhura con una sonrisa—, una transmisión desde Coruscant, es el capitán Kirk.

—¡Gracias a Dios! —respiró aliviado el oficial escocés—. Pásemelo, teniente.

—Sí, señor,

—Capitán, me alegro de que ese Imperio del demonio no haya podido con usted. ¿Se encuentran todos bien?

—De momento, Sr. Scott, pero esa no es la cuestión. Ha surgido un imprevisto, tenemos que modificar el plan de recate original —resonó con autoridad la voz de Kirk en el puente—. Seremos transportados directamente al Enterprise, la princesa Leia se encuentra en un estado muy delicado, y es imposible trasladarla hasta la lanzadera sin fatales consecuencias.

—¿Y cómo piensa hacerlo? El escudo protector impide usar el transportador.

—Deje usted eso de nuestra cuenta, limítese a tenernos perfectamente localizados para cuando llegue el momento.

—¿Y la estatua? ¿Consiguieron sus coordenadas?

—La estatua del museo era falsa, es una larga historia. Ahora es la menor de nuestras preocupaciones.

—Entiendo, capitán.

—Le dejo con el doctor…

—Scott, aquí McCoy, póngame inmediatamente con la enfermería —dijo el oficial médico impaciente.

—Hecho —respondió Scott, pulsando el correspondiente botón del sillón de mando.

—Aquí enfermería, Dr. M´Benga al habla. ¿En qué podemos ayudar?

—Soy McCoy, tenemos un caso de inminente fallo multiorgánico producido por una neurotoxina sintética. Necesito que hallen un antídoto y lo tengan preparado para cuando lleguemos. Le transmito los datos de mi tricorder, los de la toxina y el estado de la paciente. Que todo el personal del laboratorio se ponga a trabajar en ello de inmediato. Tengan preparado también, además del equipo básico, el bioregenerador fásico y el asistente quirúrgico, por si las cosas se complican más de lo que ya lo están. ¡Ah!, y quiero una camilla en la sala del transportador.

—¿Alguna cosa más?

—Sólo suerte, la vamos a necesitar… todos.


—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Han malcarado—. Ojito con intentar cualquier truco, sino mi amigo se enfadará. Si se presentan tus compañeros de blanca hojalata, puede que nos cojan, pero a ti tendrán que coserte los miembros al cuerpo con aguja e hilo… en el caso de que sobrevivieras.

—¡Brrooooooaaaargh! —rugió Chewbacca con la mirada inyectada en sangre.

El oficial imperial tragó saliva, y apretó el botón del intercomunicador a regañadientes.

—Bloque prisión a control de acceso: solicito permiso para abrir las puertas.

—Sí que han tardado en encerrar al nuevo huésped —contestaron a través del aparato.

—Ha habido un imprevisto, el prisionero de las orejas puntiagudas se ha decidido a hablar, va a salir acompañado por los dos guardias que trajeron al wookiee. El teniente se queda hasta que venga el equipo de interrogación para el recién llegado.

—Me pondré en contacto con lord Vader para que informe a su majestad imperial.

—No hace falta, ya lo hemos hecho desde aquí. Tiene que presentarse ante el emperador en persona.

—Está bien —consintió el interlocutor mientras las puertas blindadas se abrían con un rumor metálico.

Chekov, Luke y un esposado Spock abandonaron el bloque prisión. Cuando las puertas se volvieron a cerrar a sus espaldas, sus compañeros dejaron de ocultarse, y se colocaron junto al carcelero al que habían conminado para que participara en el engaño.

—Fabulosa interpretación —le felicitó irónico Han—. Ahora reúnete con tu colega en la celda cuatro. Las manos sobre la cabeza. ¡Vamos!

—¿Cuánto cree que tardarán en darse cuenta de la situación? —preguntó Kirk.

—No lo sé —respondió el corelliano—, sus hombres encontraron brechas en el sistema informático que utilizan los imperiales. Con eso y las grabaciones trucadas que R2 ha hecho de nosotros para despistar a los de allá afuera, espero que lo suficiente para que podamos desconectar el escudo protector. Aún así, será mejor que nos preparemos para el asalto. Por suerte sólo hay una entrada, podremos contenerlos un rato… siempre que el doctor y usted tengan buena puntería.

—En la Academia era imbatible —alardeó el capitán—. En cuanto a McCoy, bueno… es médico —bromeó.

—Le he oído, Jim —dijo el de Georgia con condescendencia, sin apartar la vista de Leia, a la que estaba controlando con su tricorder.

—¿Cómo sigue? —le preguntó Han temeroso.

—Se agarra a la vida con todas sus fuerzas.

Kirk miró al antiguo contrabandista y se vio reflejado en él, por lo que estaba pasando.

—La ama, ¿verdad? —dijo con todo el cuidado.

El corelliano no respondió, siguió mirando a la princesa con expresión ausente.

—Leia es una mujer extraordinaria —prosiguió el capitán— Sé lo que puede significar perder a alguien así. Por desgracia lo sé demasiado bien. Si salimos de ésta, no sea estúpido, no la deje escapar.

Hubo unos segundos de silencio antes de que Han reaccionara, de una manera que Kirk nunca se hubiera imaginado.

—Jim —contestó pausadamente, utilizando por primera vez el nombre de pila del terrestre—, recuerda cuando le dije, allá en la base Echo, que era un cobarde… pues bien, quiero que sepa, por si no salimos de aquí con vida, que es uno de los hombres más valientes que he conocido.

—Gracias… Han —dijo Kirk perplejo—. Usted también es uno de los hombres más valientes que he conocido.


R2 se deslizaba por el pulido suelo de los corredores del Centro Imperial. Su ayuda era indispensable para poder acceder a la computadora que controlaba el escudo deflector y, si era posible, piratearla, por eso se había unido al grupo de Luke, Chekov y Spock. Así que el pequeño y fiel astroandroide seguía, a unos pasos de distancia, a su joven e impetuoso amo y los dos tripulantes del Enterprise. En la base imperial trabajaban miles de personas, casi nadie conocía a nadie de fuera de su sector. Todos eran unos perfectos desconocidos, así que era fácil pasar desapercibidos en un ambiente como ese.
El generador del escudo y su sala de control estaban muy alejados del bloque prisión, pero el largo paseo terminó sin ningún incidente. Cuatro soldados de asalto guardaban la entrada, sería complicado que los dejaran pasar. No tenía ningún sentido llevar un prisionero a ese lugar, ni siquiera para las limitadas luces de esos hombres acorazados. No se lo tragarían.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Luke entre dientes mientras se acercaban.

—Déjenme de espaldas a dos de ellos —dijo Spock—. Me encargaré de ellos. Ustedes dos ocúpense del resto. Que R2 trate de manipular los sistemas de vigilancia, como en el bloque prisión. Eso nos dará tiempo.

—¡Braaa-wipp-doo! —silbó el astroandroide, dirigiéndose a la terminal de la computadora más cercana.

Una vez llegaron a la altura de los soldados, enseguida les dieron el alto.

—¿Se puede saber adónde lleváis ese prisionero? —dijo uno de ellos—. Este sector está restringido, no deberíais estar aquí.

—Estamos buscando el bloque prisión AC-34, se nos ha ordenado trasladarlo allí, pero creo que nos hemos perdido. Esta base es muy grande, y es la primera vez que venimos —respondió Chekov, poniendo cara de despistado.

—Sí, este lugar es endiabladamente grande —asintió el soldado con acritud—. Ahora marchaos de aquí.

—¿No podríais echarnos una mano? —insistió el oficial ruso en tono de súplica—. Mi compañero y yo no querríamos que se nos amonestara por llegar tarde, hazte cargo. No podrías indicarnos el camino… por favor.

—A la vuelta de la esquina hay una terminal, consultad el plano de la base.

—Ya lo hemos hecho… pero no nos aclaramos. Este sitio es un laberinto.

—¡Dichosos novatos! —exclamó otro de los soldados hastiado.

Mientras Chekov entretenía a los guardias, Spock se colocó disimuladamente tras dos de ellos, y, sacando una de sus manos de las esposas que llevaba, les hizo un doble pinzamiento vulcaniano, aprovechando el hueco que el casco y el peto dejaba en la nuca. Los hombres se derrumbaron con el estruendo de un montón de cacharros de cocina. Luke y Chekov aprovecharon la sorpresa para deshacerse de la pareja restante con unas certeras llaves de lucha. En el combate cuerpo a cuerpo, las armaduras imperiales eran cualquier cosa menos prácticas, y los dos hombres acabaron en el suelo. El piloto rebelde cogió el arma de su oponente, que parecía una tortuga boca arriba tratando de darse la vuelta, y lo amenazó. Chekov hizo lo propio con el suyo.

—No se te ocurra avisar a tus compañeros por radio —dijo Luke acuclillándose, quitándole el casco, y colocando la boca del rifle láser en su mejilla—. Danos la combinación para abrir esta puerta.

—… J3-F7-5D —respondió un indefenso y acobardado soldado.

—Ahora lo compruebo. Spock.

El oficial científico ocupó el puesto del muchacho mientras éste se incorporaba y tecleaba la combinación en el cerrojo electrónico.

—Es correcto.

El vulcaniano usó otra vez su pinzamiento para dejar fuera de combate a los otros dos soldados.

—Tardarán en recuperar el sentido —informó tras levantarse y acercarse a la puerta.

—Spock, tiene que enseñarme a hacer eso —comentó Luke.

—Tendrá que ponerse en la cola —contestó Chekov con humor.

—¡Bruuuuup-bib-freeeta-bip! —canturreó R2 aproximándose al grupo.

—¿Preparados? Voy a abrir la puerta —dijo Luke.

Los dos tripulantes del Enterprise asintieron con la cabeza, sujetando con fuerza sus armas, alerta para lo que les pudiera esperar al otro lado.

—¡Ahora! —exclamó el joven rebelde apretando el botón de apertura.

La pesada puerta de acero reforzado se deslizó hacia arriba, y los tres infiltrados apuntaron sus rifles y pistolas al personal que había en el puesto de control.

—¡Arriba las manos! —gritaron al unísono Luke y Chekov.

Uno de los técnicos, un alférez, obedeció sin pensárselo dos veces, sus cuatro compañeros, un comandante, un teniente y dos guardias de asalto, decidieron plantar cara: abriendo fuego. Pronto, los disparos láser discurrieron en ambos sentidos. Uno de los rayos casi alcanza a Spock, haciendo saltar por los aires un panel de luces a su espalda. Chekov dio buena cuenta del autor del disparo, el comandante imperial, que se desplomó muerto sobre una de las consolas. Uno de los ígneos haces escarlata rozó el hombro de Luke, chamuscando su uniforme y provocándole una dolorosa, pero leve, quemadura en la piel. El aprendiz de jedi se echó a un lado para esquivar la segunda ráfaga, y, sin apenas mirar, logró abatir con un diestro disparo al guardia que le había herido.
El alférez imperial se tiró al suelo aterrorizado, cubriéndose la cabeza con las manos mientras chispas y esquirlas de los paneles caían sobre él. Sus dos compañeros se parapetaron tras una consola, Spock, Luke, Chekov y R2 les imitaron tras unos pilares que había junto a la entrada. El oficial ruso cerró la puerta y reventó de un disparo la cerradura. Eso entretendría a los posibles refuerzos. La escaramuza se convirtió entonces en un toma y daca, cada vez que uno de los contendientes asomaba la cabeza para apuntar, una andanada láser le hacía desistir del empeño.

—¡No podemos seguir mucho tiempo así! ¡Cúbranme! —dijo Spock.

Los dos jóvenes comenzaron a disparar al mismo tiempo sobre la maltrecha consola tras la que se habían atrincherado los dos imperiales, empeñados todavía en proteger el puesto de control. Fragmentos de vidrio y metal saltaban allá donde golpeaban los rayos de energía. La sala comenzaba a llenarse de humo, y el oficial científico aprovechó la confusión para correr temerariamente hacia sus adversarios. Cuando Luke y Chekov vieron que Spock se encontraba a la distancia suficiente de sus enemigos, cesaron el fuego, y el vulcaniano se abalanzó sobre los dos atribulados imperiales, reduciéndolos con relativa facilidad, gracias, una vez más, a sendos pinzamientos en el cuello.

—¡Menudo estropicio! —se lamentó Chekov mientras salía de detrás de su pilar—. No creo que podamos hacer nada después de haber destrozado los paneles de control. Y esos tipos seguro que ya habrán dado la alarma.

Luke se acercó al técnico imperial que continuaba echado en el suelo, le quitó su arma y le instó a que se incorporara.

—¿Cómo podemos acceder al control del escudo desde otro sitio? —le preguntó.

—El sistema se bloquea ante cualquier incidencia. No hay otra vía de acceso que esos paneles hechos añicos, habría que repararlos. Pero aún así, no vais a conseguir nada, para desconectar el escudo, que obviamente es lo que os proponéis, necesitáis una clave, una clave que sólo conoce el emperador en persona. Habéis fracasado desde el principio. Enseguida moriréis inútilmente, se ha declarado la alerta máxima en toda la base.

—Seguro que está mintiendo —intervino Chekov—. Tiene que haber otra forma de desconectar ese maldito escudo.

—No, dice la verdad —afirmó Luke con rotundidad—. Es demasiado cobarde para contarnos una mentira.

—Pues yo no pienso quedarme de brazos cruzados, habrá algo que podamos hacer.

—Sí que lo hay, Sr. Chekov —dijo Spock, mirando el generador del escudo a través del ventanal que había al fondo de la sala.

El joven ruso se aproximó hacia el vulcaniano y contempló el colosal ingenio que había al otro lado del vidrio blindado. En el centro de una gigantesca estancia cubierta con una cúpula de metal, una gran antena se erigía imponente. Rayos de energía violeta serpenteaban desde unas antenas más pequeñas distribuidas por el perímetro, yendo a parar a un condensador esférico ubicado en el extremo superior de la principal. Toda esa danza de luz y color proyectaba en el exterior un campo invisible de fuerza capaz de resistir el ataque de varios cruceros estelares.
—¿Qué se le ha ocurrido?
—Podríamos usar alguno de esos detonadores termales que llevan los soldados de asalto en esa antena.
—¡¿Quiere hacer volar por los aires todo esto?! —exclamó el técnico imperial—. ¡Nos matará a todos!

—Usted mismo acaba de decir que íbamos a morir de todas formas —le replicó Spock con serenidad—. Es arriesgado, pero es la única alternativa que tenemos para que, al menos, el capitán y los otros salgan vivos de aquí.

—Más vale eso que nada —dijo Chekov—. Yo mismo me ofrezco voluntario para colocar las cargas.

—Será un bonito espectáculo —añadió Luke.

—Informaré al capitán y al Sr. Sulu de la nueva situación —dijo el vulcaniano abriendo su comunicador.


Oculto tras la luna oscura de la cabina de la lanzadera, Sulu recibió la llamada de Spock advirtiéndole de la más que probable llegada de tropas de asalto al hangar. Sus órdenes habían sido claras, abandonar lo más rápidamente posible la base con la nave y saltar al hiperespacio a la primera oportunidad. Ya se reuniría con el Enterprise en el punto de encuentro acordado: el sistema Plexuss.

El piloto de San Francisco arrancó los motores de la lanzadera en el mismo instante que un batallón de soldados imperiales irrumpía en el hangar.

—¡Disparad! —ordenó el que estaba al mando.

Una lluvia láser cayó sobre la nave de Sulu, pero ninguno de los disparos tenía la fuerza suficiente para detenerla. La lanzadera desplegó sus alas, dio la vuelta, y con un potente rugido salió como una exhalación del hangar. Las tropas de asalto corrieron tras ella, pero sólo pudieron ver impotentes como la astronave se perdía en el cielo matutino de Coruscant.

Cruzar el escudo deflector de dentro afuera no tenía mucho mérito, lo más peligroso estaba por venir. El planeta-ciudad estaba rodeado de poderosas naves de guerra, repletas de ágiles cazas que intentarían derribar a la lanzadera fugitiva antes de realizar el salto al hiperespacio.

Sulu introdujo el destino en el navicomputador mientras una escuadrilla de cazas TIE trataba de impedir que escapara. Una ráfaga de fuego verde rodeó la lanzadera, pero, afortunadamente, el experimentado timonel esquivó la mayoría, y los escudos amortiguaron el resto. El intenso tráfico espacial se apartaba de la letal persecución, dejando un amplio pasillo libre por el que podían maniobrar las naves implicadas sin miedo a colisionar. Un destructor estelar abandonó la órbita y se dispuso a cerrar el paso a la lanzadera, sus turbolásers comenzaron a escupir destructivos rayos esmeralda sobre ella. Sulu sabía perfectamente uno solo de esos disparos desintegraría la nave, tenía que saltar al hiperespacio inmediatamente, pero el navicomputador tardaba en realizar los complejos cálculos.

El osado oficial picó la lanzadera, lamentándose de que la pequeña astronave no dispusiera de armas en la popa para espantar a los moscones que le seguían. A lo lejos, se veía el Ejecutor, y sabía que oculto a la vista, bajo su panza, se encontraba el Enterprise. Desde esa distancia podrían transportarlo a bordo, pero no podía arriesgarse a bajar los escudos para que lo hicieran.
Más y más cazas se unían a la persecución, no podría aguantarlos mucho tiempo más. Otro destructor se interpuso en su camino, parecía el final. Pero en ese momento, una luz parpadeó en el panel de control. Sin pensarlo siquiera, Sulu accionó la palanca de la hipervelocidad, y la lanzadera se introdujo en la azulada seguridad de un túnel hiperespacial.


En el bloque prisión AC-34 estaban preparados para el asalto. Un rato antes de que Spock les informara de que se había declarado la alerta máxima en toda la base, habían hecho saltar el cerrojo para impedir el acceso. En esos momentos, un cortador láser estaba abriendo un agujero en la gruesa puerta blindada. Las chispas saltaban a un par de metros de distancia, y Kirk, Han, Chewbacca y McCoy tragaban saliva expectantes, con sus armas apuntando hacia la entrada.

La pesada plancha de metal por fin cedió, cayendo al suelo con gran estruendo. Por el boquete, envueltos en un humo gris, empezaron a entrar los soldados imperiales, abriendo fuego a discreción. Pero tan pronto ponían un pie en el bloque prisión, eran abatidos por el cuarteto de sitiados. Pronto, un pequeño montón de cadáveres con armadura dificultaba el acceso a sus compañeros.

«Carne de cañón», pensó McCoy, no muy orgulloso de lo que estaba haciendo.

Parapetados en las celdas, era complicado alcanzarlos sin caer como moscas, así que las tropas de asalto decidieron responder al fuego enemigo desde el otro lado de la puerta. El comando rebelde carecía de escapatoria, y tarde o temprano se les acabaría la energía de sus armas, no tenía ningún sentido arriesgarse más para capturarlos. Esperarían.


Chekov se había introducido en la cámara del generador del escudo, y corría hacia la antena central cargado con dos detonadores termales. Había salido de la sala de control por una puerta de mantenimiento, y había tenido que bajar por unas escaleras metálicas hasta el nivel del suelo de la inmensa sala. Un zumbido terrible taladraba sus oídos, pero el valiente alférez avanzaba con determinación, ignorando los poderosos rayos que crepitaban sobre su cabeza. Con los pelos encrespados a causa de la electricidad estática que inundaba la cámara, alcanzó la base de la antena principal, colocó los detonadores, los programó para que estallaran en tres minutos, y salió corriendo de vuelta a la sala de control.

Spock y Luke no habían permanecido ociosos durante toda la operación de su compañero. Un instante después de que Chekov se separara de ellos, la puerta blindada comenzó a chisporrotear, señal inequívoca de que pronto serían importunados por soldados de asalto. Tenían que aguantar lo suficiente para que los detonadores fueran puestos en el lugar correspondiente. El duro metal sucumbió a los esfuerzos por cortarlo, y una vez que la parte seccionada de la puerta cayó con estrépito, la sala de control volvió a iluminarse con los bermejos haces de las armas láser.

Chekov se refugió bajo la escalera que conducía a la sala de control, esperaba que la estructura le protegiera de lo que pudiera caer desde arriba tras la explosión. Se echó al suelo, cerró los ojos, apretó los dientes, y esperó unos segundos a que se produjera el brutal estallido.

Una gran deflagración acompañada de un bramido ensordecedor destrozó la base de la antena principal, e hizo temblar todo el edificio como si fuera un flan. La potente onda expansiva aturdió al alférez ruso, hasta el punto de casi hacerle perder el conocimiento. La antena se inclinó, y los rayos de energía chocaron unos con otros al perder el eje en el que confluían. Las antenas secundarias se cortocircuitaron, reventando sus pináculos en un festival pirotécnico sin precedentes. Finalmente, la antena principal se derrumbó, como el tronco de un árbol, sobre la escalera bajo la que se había resguardado Chekov, haciendo saltar cientos de piezas por toda la cámara. El joven oficial abrió su comunicador más mareado que una noria, pero milagrosamente ileso, gracias a que la escalera había aguantado el peso de la antena.

—Enterprise, aquí Chekov. El escudo ha sido inutilizado. Repito: el escudo ha sido inutilizado. Pueden transportarnos a todos.


El fragor de la batalla hizo que ninguno de los atrincherados en el bloque prisión se apercibiera del temblor provocado por la explosión del generador. El comunicador del capitán emitió un pitido solicitando su atención.

—Aquí Kirk —respondió el de Iowa sin dejar de disparar.

—El escudo ha caído —informó Scott desde el Enterprise—. Prepárense para el transporte.

—Un segundo, Sr. Scott —el capitán miró hacia donde estaban McCoy, Han y Chewbacca—. ¡Doctor, coja a la princesa, nos marchamos! ¡Solo, Chewbacca, a mi señal cesen el fuego!

Los dos buscavidas asintieron con la cabeza. McCoy dejó su puesto y cogió en brazos a Leia.

—¡Ya la tengo, Jim! —avisó el de Georgia.

El capitán hizo un gesto con la mano y todos dejaron de disparar.

—¡Súbanos, Scotty!

El característico murmullo del haz transportador sonó ahogado por los silbidos de los lásers imperiales, pero eso no impidió que tres hombres, una mujer y un wookiee se desvanecieran en el aire, envueltos en un fulgor ambarino.

Los soldados de asalto continuaron con su mortífero cometido durante un minuto más, hasta que se dieron cuenta de que nadie respondía a su fuego. Decidieron entrar, convencidos de que a sus oponentes se les habían agotado las armas. Con toda la cautela posible registraron todas las celdas y, para su sorpresa, sólo encontraron encerrados en una de ellas a dos carceleros esposados. No había más entrada y salida que la que ellos habían utilizado. Los rebeldes se habían volatilizado, pero cómo… Por suerte para ellos, sería su oficial al mando el que debería dar explicaciones a lord Vader.


En la sala del transportador del Enterprise se materializaron cinco figuras, una de ellas era llevada en brazos. Tres tripulantes y 3PO les estaban aguardando.

—Rápido, acerquen la camilla —ordenó McCoy a los dos asistentes que le estaban esperando con una.

Con mucho cuidado, colocaron a la princesa Leia en el artilugio flotante, y rápidamente abandonaron la sala. Han fue con ellos, no quería separarse de la joven. Kirk y Chewbacca se quedaron a esperar a los otros. El operador del transportador, el teniente Kyle, deslizó los mandos del ingenio, pero no apareció nadie en la plataforma. Probó otra vez, y el resultado fue el mismo.

—¿Algún problema, Sr. Kyle? —preguntó el capitán.

—Algo no funciona, los tengo a todos localizados, pero no consigo traerlos hasta aquí. Algún tipo de interferencia impide que se inicie el proceso. Es una medida de seguridad, para evitar un fallo en la reconstrucción molecular.

—Ya suponía yo que ese artefacto infernal no podía ser del todo fiable —sentenció agorero 3PO.

—¡Wuoooorfff! —mandó callar Chewbacca al inoportuno androide.

—Si han logrado destruir el generador, puede que liberara alguna especie de radiación —dijo Kirk—. ¿Puede solucionarlo?

—Tendré que recalibrar el aparato, me llevará un rato. No me vendría mal un poco de ayuda.

—Llamaré a Scott —Kirk pulsó el botón del interfono—. Puente, aquí el capitán. Sr. Scott, tenemos un problema en la sala del transportador, le necesitamos aquí.

—Enseguida estoy allí —respondió la voz del oficial escocés.

Mientras Kyle se colocaba bajo la consola de control del transportador para ver lo que podía hacer, el capitán se puso en contacto con Spock a través de su comunicador.

—Sr. Spock, aquí Kirk desde el Enterprise. Tenemos que recalibrar el transportador, puede que tardemos un poco. Traten de aguantar todo lo que puedan, les sacaremos de allí, se lo prometo. Les haremos una señal cuando llegue el momento.

—Entendido, capitán —sonó la voz del vulcaniano, con el ruido sibilante de los rayos láser como fondo.

Kirk cerró el comunicador y, para calmar la ansiedad, se masajeó las sienes con la punta de los dedos.

—¿Sabe si Sulu logró escapar? —preguntó a Kyle.

—Creo que sí, señor —contestó el operador del teletransporte sin distraerse de su trabajo.

—El teniente Sulu consiguió saltar al hiperespacio, capitán. Lo vimos todo desde esa pantalla —añadió 3PO, señalando la que había detrás de la consola del transportador.

—Es un alivio saberlo.


Chekov trató de llegar a la sala de control, pero la escalera estaba bloqueada por la antena desplomada. Se lamentó de no poder ayudar a sus compañeros, cuyos problemas eran audibles desde su posición.

«¿Por qué tardarán tanto en transportarnos?», se preguntó intranquilo.

El oficial ruso decidió comunicarse con el Enterprise para averiguar lo que pasaba.

—Enterprise, aquí Chekov. ¿Por qué estamos aquí todavía? ¿El escudo sigue ahí?

Una voz femenina contestó a sus preguntas.

—Aquí Enterprise, Uhura al mando. El escudo ya no está. El capitán y su grupo ya se encuentran a salvo a bordo, pero parece ser que unas interferencias impiden traerlos a ustedes. Ahora mismo están recalibrando el transportador, no les llevará mucho.

—Entendido, Uhura —respondió el alférez mirando hacia arriba, rogando para que Spock y Luke lograran mantener a raya a los imperiales el tiempo necesario—. ¿Y Sulu?

—A salvo también.

En la sala de control, inesperadamente, los soldados de asalto dejaron de disparar.

—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué ha cesado el fuego? —se preguntó Spock.

—No lo sé… pero tengo un mal presentimiento —dijo Luke.

—¡Bip-wauuuu-bit! —silbó R2, que se había resguardado en el interior de un armario.

—Es Vader… está aquí —continuó el muchacho.

Una respiración artificial sonó sorda y ominosa, anunciaba la inminente llegada del jedi caído. De la nube de humo producida por el tiroteo, emergió como un fantasma la intimidante silueta del brazo ejecutor del emperador.

Spock y Luke dispararon sobre Vader, pero el guerrero acorazado desvió los rayos láser con la palma de sus manos enguantadas, como si sólo fueran inofensivos haces de luz. Las armas, de repente, se escurrieron de sus dedos, y fueron a estrellarse detrás de Vader. Intentaron empuñar las que habían cogido a los imperiales abatidos, pero, por desgracia, también saltaron de sus manos, deslizándose por el suelo hasta la otra punta de la sala, como si hubieran cobrado vida. Los poderes telequinéticos del otrora caballero jedi eran formidables. Varios soldados entraron y se colocaron tras él, dispuestos a reanudar las hostilidades si fuera necesario, pero a una señal del gigante bajaron sus armas.

—Sé quién eres —dijo con voz profunda y amenazadora—. Te he presentido desde que llegaste a esta base.

—¿Y quién soy? —contestó Luke sin salir de detrás de la consola que le servía de protección, dando por supuesto que era a él a quien se refería.

—El piloto rebelde que destruyó la Estrella de la Muerte. La Fuerza es intensa en ti. ¿Por qué no te muestras? ¿Acaso me tienes miedo? ¿Eres un cobarde?
dark

El que fuera granjero en el desolado Tatooine salió de su escondite con imprudencia adolescente, espoleado por las marrullerías del sombrío personaje.

—Luke, ¿qué hace? No ve que le está provocando —le advirtió Spock.

El joven no le hizo caso, y se encaró a Vader con irreflexiva temeridad.

—No te tengo miedo —dijo con el corazón latiéndole más deprisa de lo que lo había hecho nunca.

—Claro que me tienes miedo, sólo eres un niño asustado. ¡Vamos, atácame si tienes valor! Yo estoy desarmado. Tienes mi palabra de que mis hombres no intervendrán.

—Tú no tienes palabra, eres un traidor y un asesino.

—Ahora mismo no tienes muchas opciones más, muchacho. ¿Por qué no descargas tu ira contra mí? —insistió Vader.

Luke bajó la cabeza y respiró hondo durante unos segundos. El odio iba creciendo en su interior como una plaga. Estaba frente al hombre que mató a su padre y a Ben, todas las fibras de su cuerpo pedían venganza. La voz de su difunto maestro se abrió paso en su mente, entre una tormenta de emociones contradictorias.

«No lo hagas, Luke»

Pero su lado agresivo se volvió incontrolable, y el joven rebelde se precipitó furioso sobre el coloso enmascarado, ignorando los sensatos consejos que había recibido.

El ataque fue torpe e ineficaz, Vader agarró a Luke del cuello y lo inmovilizó. Sentía curiosidad por el que destruyó la Estrella de la Muerte, y comenzó a sondear la mente del indefenso rebelde, aprovechando los sentimientos negativos que le habían nublado la razón. El lado oscuro de la Fuerza se abrió paso con gran facilidad, derribando puertas que, en otras circunstancias, hubieran sido muy difíciles de forzar.

Las imágenes no tardaron en fluir: un sistema binario en el Borde Exterior, un planeta desértico sin importancia…

Spock, en un irracional arrebato de su latente humanidad, decidió ayudar a su amigo. Saltó hacia el imponente guerrero con la esperanza de encontrar un hueco entre el peto y la gorguera, un hueco donde probar su célebre pinzamiento, pero no lo consiguió. Vader se deshizo de él con toda la potencia biónica de su brazo izquierdo, golpeándolo de tal manera que voló por media sala hasta impactar contra una de las paredes, perdiendo el sentido.

Las imágenes continuaron sucediéndose en el interior de la cabeza del despiadado coloso: una modesta granja de humedad, una pareja de granjeros, dos androides, un maestro jedi exiliado…

Vader liberó a Luke repentinamente, dejándolo caer. Era como si se hubiera multiplicado su peso y no fuera capaz de aguantarlo. Un pequeño aparato emitió un pitido en el cinturón del joven, que trataba de recuperar el aliento en el suelo. Unos instantes después, su cuerpo se transformó en una silueta de burbujeante energía anaranjada, y desapareció a los pies de un petrificado lord sith.

Los soldados de asalto se acercaron atónitos, no sólo se había desintegrado el muchacho, también lo había hecho su compañero de orejas puntiagudas.

—Debieron de accionar algún dispositivo de autodestrucción —dijo uno de ellos—. Esos rebeldes son unos locos fanáticos. ¿Cuál es su dictamen, lord Vader?

El jedi oscuro permaneció quieto, ausente, impermeable a todo lo que sucedía a su alrededor. Sólo su lúgubre respiración indicaba que no era una estatua sin vida.

—¿Lord Vader? —insistió el soldado con temor.

—Sí —respondió tras unos momentos de perturbador silencio—, eso es exactamente lo que ha ocurrido, sargento. Puede ponerlo en el informe.

Darth Vader dio media vuelta. Mientras abandonaba la sala con inquietante premura, su capa negra rozó fugazmente las armaduras de algunos de sus hombres. Ahora mismo, el cómo y el por qué de la desaparición de esos rebeldes era lo que menos le interesaba. Lo único que le importaba era que, por primera vez en muchísimo tiempo, tras su aterradora máscara de metal, una lágrima había resbalado por una de sus mejillas.

Próximo capítulo: La hora de las despedidas

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