Weird Tales nº02


Título: Henry Dickinson y el ingenio volador y El increíble caso de Edward Mordake
Autor: Alejandro Aragoncillo y Alexis Jaesuria
Portada: Conrado Martín "Entiman"
Publicado en: Marzo 2012

¡Dos nuevas historias! En otra aventura de nuestro soldado británico imperial favorito nos enteramos de los orígenes de la fobia a volar que sufre Dickinson, todo tiene un origen y un porqué. Hay días que marcan tu vida, como este en el que tendrá que elegir entre una muerte segura y una muerte casi segura.
La primera aventura del Profesor Flabius Barnaby, el Nikola Tesla británico, científico brillante e inventor que dedica su vida a mejorar el mundo con su tecnología. Bien sea con aparatos para hacer la vida de la gente más fácil o con una aproximación más directa usando sus inventos contra los que desean el mal, un pacifista obligado a luchar. Aquí empieza su vendeta contra el culto thugee.

"Las historias más emocionantes, inquietantes y llenas de pulp y aventura"
Action Tales presentan

Henry Dickinson y el ingenio volador
Escrito por Alejandro Aragoncillo

 
No todos los relatos comienzan de la misma forma, ni todos hablan de la misma clase de gente y por supuesto no todos los narradores son tan apuestos como un servidor. Hoy os voy a hablar de mi gran amigo Henry Dickinson y de cómo continúan sus emocionantes aventuras.

-¡Caray Harry, cuánto tiempo sin verte!

-¡El Señor Henry Dickinson! No sé si merezco el honor de sentarme en su mesa.

-¿Me han ascendido y no me he enterado? Tomemos una cerveza,
¡hoy hasta tengo con qué pagarla! –Reímos – ¿me viste en la portada del Támesis Times?

-Por supuesto que te vi, ¡como medio Londres!

-Si, nos felicitaron por lo que habíamos hecho y nos sacaron una preciosa foto, pero ¡quieres creer que no nos dieron ninguna recompensa! ¡Ni un mísero chelín! ¡Si llego a saberlo se lo vendo al chatarrero! – volvemos a reír, parece que los dos estamos hoy de ben humor. La verdad es que no se qué pensar de este hombre: su ropa parece igual de gastada y sigue teniendo los modales de un patán de campo, pero si era el de la foto del periódico tiene amigos más influyentes de lo que parece... ¡Un gentilhombre de verdad! ¡Y el inspector Lestrade!

-Bueno, ¿Henry y qué me cuentas? ¿Planeas algo espectacular para esta semana? Sabes que mañana hay una exhibición de naves voladoras en Highbury Park? ¡Veo por tu expresión que ni sabes de lo que hablo!

-Harry, ni me menciones esos ingenios voladores…

Fue durante mi estancia en Zimbabwe el año pasado, recuerdo que hacía un calor terrible. Estábamos acuartelados unos 100 hombres como guarnición del cercano asentamiento de Ciudad Del Río, una colonia sin nada de especial pero que por su situación cerca de los reinos negros debía ser protegida. Rondaban el campamento unos monos de varias especies la mar de simpáticos y yo me hice amigo de un pequeño tití a base de darle fruta. ¿Has visto alguna vez un tití? Cuando le perseguían los otros monos (cosa que ocurría a menudo) corría hacia mí, trepaba por mi cuerpo y se encaramaba al casco; yo le seguía la corriente, me encaraba a los otros monos y los espantaba antes de desternillarme de risa mientras Malas Pulgas (así le llamaba) daba cabriolas y gritaba provocando de nuevo a sus perseguidores. También le gustaba esconderse dentro de mi casco y me hacía compañía en las interminables guardias nocturnas. Dado el éxito que había tenido con el monito decidí dar un paso más allá y comencé a darles las sobras de la comida a algunos monos más grandes que pululaban por la zona. Pronto nos perdieron el miedo, y no se nos ocurrió nada mejor a los de nuestro pelotón que darles de beber ginebra para divertirnos un rato. ¿Te he hablado alguna vez de los babuinos? Pues bien, les habíamos conseguido unas casacas viejas y unos cascos estropeados, menudas pintas que tenían. Parecía que estábamos en el circo: tendrías que haberles visto bailar borrachos como cubas, dando vueltas sobre si mismos incapaces de mantener el equilibrio; era tan divertido porque parecían uno más de nosotros en una noche de juerga y olían casi igual de mal. Pronto se formó un corro y los chicos daban palmas al compás de sus erráticos bailes.

-Hey Johnson, ¿cuando se alistó tu hermano en el ejército?

-¡Cuando descubrió que le dejarían bailar con tu hermana!

Todo fue bien hasta que uno de ellos le arrebató su pistola del cinto a uno de los suboficiales (Perkins? Hopkins? no recuerdo su nombre con claridad) y se puso a disparar a diestro y siniestro. Nos tiramos al suelo y gracias a dios nadie salió herido, pero al teniente Burns no le hizo ninguna gracia y nos arrestó durante el resto de nuestras vidas. Por lo menos esas fueron sus palabras (más o menos) textuales.

Después de dos semanas pelando patatas, limpiando letrinas y haciendo todos los inmundos trabajos que nos encargaban, estábamos completamente desesperados por salir de allí. El aire asfixiante mezclado con el humo de la lumbre y el vapor de las ollas era más de lo que cualquiera puede soportar, a excepción de los cocineros claro, todo el mundo sabe que a ellos esas cosas no les molestan. Una mañana, mientras llevaba cubos de agua a la cocina junto con mis tres compañeros arrestados (McGuilligan, Seymour y Mason) oímos el toque de trompeta y vimos cómo todos los hombres formaban frente a la bandera, señal inequívoca de que algo había sucedido. El sargento de cocina Lewis nos indicó que le siguiéramos y nos reunimos con el resto. Pronto nos dimos cuenta que pasaba algo serio. Nadie bromeaba y todos tenían la cara muy seria. El capitán Ferris dio la orden de formar y dispuso a darnos un pequeño discurso.

-Soldados de Su Majestad. Terribles noticias nos llegan de los alrededores y como muchos de vosotros sabéis por los informes de los nativos, una caravana de civiles británicos ha sido atacada por salvajes hostiles. Lamentablemente la Oficina Colonial no puede mandar al ejército en su ayuda, ya que nuestra jurisdicción no llega tan lejos y no queremos provocar un incidente diplomático. En otro orden de cosas, el señor Alexis Bonte, comendador francés en la zona, se dispone a realizar un viaje a esa misma área para observar y catalogar la flora de las montañas circundantes. Daremos permiso a cualquier hombre que voluntariamente quiera acompañar al señor Bonte en su expedición de rescate, quiero decir, de exploración científica.
El silencio se adueña de la unidad hasta que el sargento Robertson da un paso al frente.

-Señor, me presento voluntario para acompañar al señor Bonte señor. Los soldados de mi pelotón también se presentan voluntarios señor.

-Sargento Robertson, no podemos prescindir de un pelotón completo, y además como pronto descubrirá los medios con los que cuenta son “peculiares”.

-En ese caso señor, presento voluntarios a los soldados Dickinson, McGuilligan, Seymour y Mason, señor – un escalofrío me recorre la espalda… y no sabía que se podían tener escalofríos estando a 40 grados, aunque por otro lado pienso que cualquier cosa sería mejor que seguir en la cocina (iluso de mi…) – sin duda están ansiosos por encontrar más monos señor - todo el campamento intenta ocultar las sonrisas que pueblan sus caras; absolutamente todos saben lo que ocurrió aquel día, y es probable que si vamos voluntarios (y volvemos) nos levanten el arresto.

-¡Voluntarios! ¡Un paso al frente!

Esa misma tarde comprobamos lo que quería decir el capitán Ferrys con lo de que los medios eran un tanto peculiares. Un extraño aparato volador se acercaba desde el sur y no sé si acertaré a describirlo con exactitud. ¿Has visto alguna vez volando a un animal que no nació para volar? Sabía que no iba a ser fácil… se trataba de un avión, bueno, no exactamente, de hecho parecía más bien un globo, bueno, quizás lo más acertado sería decir que se trataba de un… ¿globión? (si me escuchara mi maestra de escuela, la señorita Saucer, me daría un buen pescozón por inventarme palabras). Lo cierto es que venía volando, con grandes hélices de madera que giraban perezosamente en unas alas anchas y no demasiado largas. El cuerpo de aparato era bastante más ancho de lo habitual y parecía poseer una buena capacidad de carga. Cuando se acercó al campamento comenzó a reducir perceptiblemente la velocidad a la vez que un gran globo se hinchaba por encima del fuselaje, haciendo que el descenso fuera relativamente suave. No puedes ni imaginar el terror que me produjo comprender que ese sería nuestro medio de transporte.

-¿Sargento no esperará que nos subamos ahí, verdad? ¿Sargento, por qué sonríe de esa manera?

Al amanecer del día siguiente ya habíamos cargado lo necesario para partir: algunas provisiones, Malas Pulgas y mucho valor. La bodega de carga del globión (voy a intentar patentar esta palabra) era en verdad bastante amplia y estaba repleta de jaulas y tiestos vacíos donde trasportar muestras vivas tanto de flora como de fauna, además de un gran laboratorio portátil que haría las delicias de cualquier científico. La tripulación constaba de media docena de técnicos que se ocupaban del mantenimiento de la máquina, el comendador Alexis Bonte junto con su equipo de colaboradores científicos y además dos pilotos. Una pequeña comunidad voladora completamente autónoma, acostumbrada a pasar largas temporada alejada de la civilización, como bien atestiguaban tanto los numerosos cajones con provisiones como dos buenos cañones de pequeño calibre y recarga rápida.
Cuando todo estuvo preparado comenzamos a preguntarnos cómo diablos conseguirían hacer volar semejante trasto ya que el aparato poseía tren de aterrizaje pero no parecía capaz de alcanzar la velocidad necesaria para despegar. El comendador mandó preparar unas grandes hogueras donde colocaron unos ingenios que producirían vapor, que a su vez hincharía los globos de las alas y elevaría el aparato. Increíblemente funcionó a la perfección y después de un par de horas nos elevamos de tierra con suavidad. No parábamos de mirar asombrados como la tierra se alejaba de nuestros pies. Con desconfianza, intentaba no mirar por las ventanillas y permanecer sentado tanto tiempo como me fuera posible. ¿Has volado alguna vez Harry? ¡Es una experiencia horrible!
Durante una semana exploramos desde el aire los alrededores de la zona donde la caravana había sido atacada, localizamos el lugar y tomamos tierra en la única zona despejada que encontramos: una explanada cerca de un desfiladero a un par de kilómetros del lugar donde se produjo el incidente. Nos asomamos a la sima y pudimos observar una pendiente que parecía cortada a pico, y un pequeño río que serpenteaba en el fondo de un barranco de unos 500 metros de profundidad. Formamos un grupo armado junto con cuatro de los tripulantes del globión (©) y nos internamos en la selva hasta llegar al lugar del ataque. Parecía evidente que un grupo de asaltantes había atacado a la caravana y había puesto rápidamente fuera de combate a los escasos guardias. Nos llamó la atención que había pocos cuerpos y dedujimos que habría supervivientes probablemente capturados por los salvajes. Decididos a no abandonar a ningún súbdito del imperio británico a su suerte, rastreamos las huellas y tras una hora de penosa marcha por la selva encontramos un pequeño poblado formado por una docena de chozas de abobe con techos de paja.

-Mirad allí – tres postes firmemente clavados en el suelo sostenían atados a otros tantos hombres de aspecto occidental, soldados a juzgar por sus ropas – tenemos que ayudarles.

-Pero sería un suicidio atacar ahora.

-Si, por eso esperaremos hasta bien entrada la noche.

Permanecimos varias horas escondidos en el follaje, al acecho, observando sus movimientos y comprobamos cómo a medida que transcurría la noche la actividad se reducía. Cuando estábamos dispuestos a actuar oímos voces de una de las cabañas y vimos como dos negros sacaban de la misma a otro hombre occidental. ¡Había más presos! A la luz de la escasa luna vimos como lo arrastraban al centro del poblado y sin ningún miramiento le rebanaban el cuello para acto seguido arrojarlo dentro de una gran caldera depositada sobre los restos de un fuego. ¡Caníbales! Sin duda alguna estaban preparando el desayuno de mañana.

Poco después nos preparamos para actuar y nos dividimos en dos grupos: uno de ellos se internaría en el poblado para rescatar a los cautivos y el otro grupo permanecería en sus posiciones ofreciendo fuego de cobertura al resto si fuera necesario. Mason y yo, junto con dos de los miembros de la tripulación entraríamos en el poblado. Nos deslizamos sigilosos entre las chozas y desatamos a los hombres de los postes, que medio inconscientes se derrumbaron como peleles. Mis tres compañeros los llevarían junto con el resto del grupo, mientras que yo entraría en la choza de la que habían sacado al otro hombre para comprobar si quedaba alguien más.
Con las armas preparadas eché un vistazo en el interior: dentro de una jaula de madera se hacinaban tres personas, una de ellas más pequeña, con toda probabilidad un niño. Un nudo atenazó mi garganta. De pronto escuché ruidos y tuve que entrar en la choza para evitar ser visto por los guardias que volvían de echar el cadáver en la gran caldera. Dentro de la jaula tres pares de ojos me miraban asombrados: un niño y dos adultos. Aún peor... una mujer, un niño y un chico joven. Dios mío debían estar aterrados. Me llevé las manos a los labios para pedirles silencio y procedí a cortar con mi cuchillo las cuerdas que mantenían cerrada la jaula. Los dos chicos se abrazaban a la mujer, que debía ser su madre.

-¿Has visto a mi marido? Se lo llevaron hace un par de horas.

-Quizás sea uno de los otros, mis compañeros están poniéndolos a salvo – no tuve valor para decirle la verdad – ahora saldremos con cuidado de no hacer ningún ruido. Si hay problemas echad a correr
hacia ese gran árbol, mis compañeros están justo debajo.

Salimos con todo el sigilo que nos fue posible, pero nos vieron antes de abandonar el claro del poblado y acto seguido al grito de alarma los fusiles comenzaron a tronar en la noche.
Vi como Mason se acercaba a las chozas con varias antorchas encendidas para prender la paja de la que estaban hechos sus techos.

-¡Corred, corred!

Tomé al niño bajo uno de mis brazos e inicié una alocada carrera seguido de cerca por los otros dos prisioneros. Antes de poder alcanzar la seguridad de la selva, un buen número de flechas y jabalinas cayeron a nuestro alrededor. A mí no me alcanzaron, pero la mujer no tuvo tanta suerte y una jabalina la alcanzó de pleno acabando con ella. Apenas me faltaban cuatro o cinco metros para alcanzar a mis compañeros cuando me encontré corriendo solo. El chico joven se había detenido junto al cadáver de su madre. No me lo pensé dos veces y corrí hacia él disparando a lo loco mi pistola contra el grupo de caníbales que nos arrojaban proyectiles. No tengo ni idea si le di a alguno. Cuando llegué hasta el chico decidí que no tenía tiempo para discutir con él, por lo que le propiné un fuerte golpe en el mentón que le dejó sin sentido. Lo tomé bajo mi otro brazo y me lancé de nuevo a la carrera.
Alcancé al resto y todos corrimos por la selva como locos intentando orientarnos para alcanzar el globión (©) y peleando con los salvajes más adelantados cuando no nos quedaba más remedio. Mason, que venía más retrasado después de arrojar las antorchas sobre los techos de las chozas, fue alcanzado por un grupo de salvajes y no pudimos hacer nada por él. A uno de los miembros de la tripulación de la nave una flecha le atravesó el pecho y también murió rápidamente. Al filo del amanecer llegamos por fin donde estaba el aparato y entre gritos alertamos a todos del peligro. Pronto los salvajes irrumpieron en la explanada arrojando sus flechas y sus jabalinas, pero los cañones tronaron y ellos huyeron en desbandada.
Con gran prisa atendimos a los heridos lo mejor que pudimos - ¿Ves esta cicatriz? Aún tengo alojada una punta de flecha en el interior de mi cuerpo – y dispusimos las calderas que debían calentar el aire del globo y posibilitar el despegue. Sabíamos que los salvajes volverían y en mayor número, así que o nos dábamos prisa o estábamos perdidos. Tras un buen rato los globos de las alas comenzaron a hincharse, pero parecía que algo iba mal ya que no crecían tanto como debieran. Pronto vimos con horror como algunos de los proyectiles de los negros habían desgarrado la tela de los globos. ¿Podríamos despegar en estas condiciones?

Contemplé el aparato con desesperación, pues estaba claro que era nuestra única vía de escape. ¡No teníamos tiempo! Los aullidos de los salvajes nos llegaban desde la selva cada vez más cerca y en mayor número. La amenaza de los cañones no los mantendría alejados demasiado tiempo, y una vez que se decidieran a atacarnos sería nuestro fin. Después de dejar a los chicos en el interior de la nave vi al comendador francés al borde de la explanada, asomado al borde del desfiladero que nos cubría las espaldas.

-Vamos hombre, la situación es mala, pero no tanto como para pensar en el suicidio – Sonreí sin demasiado convencimiento.

-¿Cómo? ¡Oh, no! No pensaba en el suicidio soldado Dickinson sino en la salvación.

-¿Entonces es el momento de encomendarse al señor? – ya sabes, el choque de culturas a veces es terrible… estos franceses, no hay quien les entienda – ¿o estás pensado en descender por el barranco y abandonar este cacharro?

-No no, pensaba en si podríamos… deje que le cuente…

Era la peor idea que había oído en mi vida. Pero era lo mejor que teníamos.
El ataque de los salvajes nos pilló con las puertas de la aeronave abiertas y toda la tripulación arrojando fuera todo lo que no era imprescindible: sillas, comida, material científico, muestras de flora, y en general todo lo que no estuviera anclado al suelo. ¡Había que aligerar la aeronave y rápido! Los globos estaban hinchados pero no tenían suficiente fuerza como para elevar el aparato por lo que el globión (©) inició una desesperada carrera… al abismo. Las ruedas chirriaban y el motor hacía un ruido infernal mientras trataba de imprimir a las hélices una fuerza para la que no estaban preparadas. Comenzamos a movernos con una lentitud descorazonadora mientras que los primeros guerreros llegaban a nosotros. Los cañones, cargados de metralla, acabaron con la primera oleada, pero tuvimos que luchar cuerpo a cuerpo con algunos de ellos que incluso lograron entrar en el interior a la carrera.

-¡Comendador Bonte! ¿No podemos ir más deprisa? ¡Vamos a caer como una piedra!

-¡Soldado Dickinson hago lo que puedo! ¡Saque esos apestosos culos negros de mi aeronave! ¡Hay que aligerar peso!

Descargamos nuestras armas contra los negros que habían logrado entrar en el globión (©) y lanzamos una carga que logró expulsar fuera a los supervivientes, aunque no pudimos cerrar la puerta y algunos de los guerreros permanecieron aferrados a la nave mientras corrían hacia el precipicio. Finalmente llegamos al borde y saltamos (si es que se puede usar aquí esa palabra) literalmente al vacío. A nuestros pies, un profundo barranco encajonaba el lecho de un río y mientras caíamos rezamos con un fervor desconocido. Golpeamos sin piedad a los negros que aún permanecían agarrados donde podían y los vimos caer. Desafortunadamente, uno de ellos se asió con fuerza a uno de mis compañeros, el bueno de Seymour, y lo arrastró con él en su caída.
Progresivamente la nave fue ralentizando su descenso y finalmente se estabilizó. Todos gritamos y nos abrazamos. Malas Pulgas salió de debajo de mi sombrero (sólo dios sabe cuánto tiempo llevaba ahí) y gritó como el que más. Noté como una sensación de alivio me subía desde el estómago, pero pronto me di cuenta que no era sólo alivio lo que intentaba salir de mi interior. Tuve que sentarme para evitar una situación tan bochornosa y me prometí a mi mismo no volver a montar en uno de estos ingenios. Fue entonces cuando reparé en los dos chicos, que permanecían abrazados en una de las escasas butacas que quedaban en la nave. El mayor de los chicos presentaba un feo moratón en la mejilla (del que me sentía bastante culpable) y el menor lloraba asustado. Un poco más tarde me acerqué a ellos acompañado del comendador.

- ¿Como estáis chicos? – No se me ocurrió nada mejor que decir; me miraron pero no me respondieron – ¿tenéis algún pariente con quien os podamos mandar? El ejército se encargaría de devolveros a Inglaterra.

- ¡No tenemos a nadie señor! - Lloraban a lágrima viva y me quedé sin palabras. Hubiera preferido enfrentarme con un búfalo enfurecido que con esos ojos. – mis padres se pelearon con nuestros abuelos y ¡vendieron todo lo que tenían antes de venir a África! – Ahora si que estábamos jodidos.

- Vamos “petit infant” sois demasiado jóvenes para desesperar. ¿Os gustaría uniros a mi tripulación?

– no me lo podía creer, ¡el francesito se ofrecía para hacerse cargo con ellos!

- ¿De verdad señor?

- Claro que sí, además tengo dos vacantes de grumetes en mi aeronave – el chico comenzó a sonreír, pero el otro niño estaba demasiado asustado. Afortunadamente un amigo acudió en mi ayuda: Malas Pulgas me trepó por la pierna y se encaramó en mi hombro tal como le gustaba hacer, atrayendo la atención del niño.

- ¿Verás chico, podrías hacerme un favor? –Dije mientras tomaba al monito entre mis manos - El capitán del regimiento odia a los monos y necesito que alguien se haga cargo de mi amiguito - su boca no dijo nada pero sus ojos lo dijeron todo – ¿harías eso por mí? Pero sólo durante un tiempo, hasta que pueda convencer al capitán.

- Sí señor, por supuesto que lo haré señor – tomó al mono de mis manos y lo puso en su regazo con una mirada de incredulidad y agradecimiento

- Tengo la impresión de que acaba de encontrar dos grumetes excelentes Señor Bonte.

- Yo también Señor Dickinson.

Volvimos al campamento y el comendador francés formalizó la adopción de los niños ante las autoridades inglesas: Jeremy Irons y David Irons pasaron a ser Jeremy Bonte y David Bonte. Los otros supervivientes se quedaron con nosotros hasta recuperarse del todo, pero los chicos partieron junto a su nuevo padre al día siguiente. Cuando nos despedimos insistieron en tomarnos una foto a mí y a McGuilligan, el otro superviviente del grupo, que los vimos partir con gran pena mientras mirábamos como los chicos agitaban sus manos despidiéndose de nosotros, con mi pequeño amigo en uno de sus hombros. Hasta pronto Malas Pulgas, volveremos a vernos.

Fin


El Increíble caso de Edward Mordake
Escrito por Alexis Jaesuria

Siendo de extracción humilde, yo, Ignatius Flavius Quintus Barnaby, con un padre con una inclinación natural hacia el latin, como era de esperar de un profesor universitario de Filología (Nota del Traductor: San Ignacio es un conocido santo que fue devorado por los leones, y significa ‘Portador de los Dioses’, mientras que Flavius significa simplemente ‘Rubio’, y finalmente Quintus obviamente significa ‘el Quinto’), pocas si acaso ninguna facilidad para encontrar un lugar en la sociedad me fueron dadas. Es por esto que, tras terminar brillantemente los estudios en primaria, y bajo los auspicios de la nueva ley de Educación de 1870, se me concedió la oportunidad de continuar mis estudios hasta la edad de los 13 años, en que toda persona decente y trabajadora debía pensar en su futuro.

Sin embargo, la fortuna resplandeció sobre mi casa, y gracias a los contactos académicos de mi padre, se me ofreció una regalada vida como ayudante del Profesor Joseph Bell, un polémico profesor de Edimburgo de Medicina, experto en medicina y gran observador.

Fue allí donde trabe amistad con el joven Lord llamado Edward Mordake, heredero de una de las familias más nobles y dignas del Gran Imperio Británico, de una nobleza y orgullo dignas de cualquier hijo de la Gran Bretaña.

Lord England, que así llamaremos a su padre, estaba consternado. Tras jurar silencio al respecto, Lord England nos relato los hechos que habían acontecido en su casa. El joven Lord Edward había regresado de la India, donde se había convertido en todo un hombre, a las órdenes de Lord Howard James Buchanan, Coronel de la Segunda Brigada de la expedición Jowaki, como su ayudante y hombre de confianza. A pesar de la brillante estrella que lo guiaba, cayó enfermo de unas fiebres que lo postraron en cama, y recomendaron su vuelta a casa.

Desde ese momento, su talante, normalmente sanguíneo y colérico, se torno melancólico, a pesar de la mejoría de sus fiebres. Hombre vivaz y locuaz, se volvió silencioso y triste, y los vicios impropios de su rango le acometieron cobardemente.

Como era de esperar, Lord England estaba más que preocupado, y aunque los continuos reproches no dejaban de surgir, Lord Edward no parecía responder a ellos. Sus atuendos eran de lo más estrafalario, como pude comprobar poco después, al ser introducido a su presencia, y su decaimiento era total.

Sin embargo, lo que más perturbaba a Lord England era los rumores, tenebrosos y terribles. Los sirvientes, asustadizos y supersticiosos, no paraban de hablar de los chillidos, espantosos gritos y demás que perturbaban la paz de la campiña, y aunque las habladurías sobre desapariciones eran solo eso, habladurías, Lord England , con franqueza, expuso al Doctor Bell sus temores. Aun peor era la presencia de un santón hindú, un extraño mercachifle que con sus estúpidas y primitivas charlas posiblemente había influenciado en demasía al joven Lord.

Junto con un amigo del Doctor Bell, llamado Angus Jackson, un joven bastante curioso aunque de modales muy adecuados y una nobleza de carácter que se veía a simple vista, nos encaminamos a la mansión veraniega de los England, donde Lord Edward Mordake se refugiaba. Era este un joven de constitución fuerte, aunque parecía haber pasado una dura prueba en Afganistán, y siempre se mostraba correctamente vestido, pero envuelto en mantas, como en un perenne frio.

Sus modales eran exquisitos, si bien algo distraídos. Quizás la presencia más notable era la de un hombre anciano de profundos ojos, con un turbante blanco y barba igualmente blanca, aunque algo rala y que no daba un carácter majestuoso a su aspecto, con un aspecto escuchimizado pero fibroso a semejanza de los nacidos en el Indostán.
Desde el principio note sus maneras odiosas y repugnantes, puesto que se conducía como si fuera el verdadero amo de la casa, silenciando al Joven Lord con una mirada. A punto estuve de protestar por tal estado, pero el Doctor Bell tuvo a bien contenerme con un apretón en el brazo y una mirada que sugería complicidad.

Esa noche pernoctamos en la mansión, como invitados, y aunque trabe una buena conversación con Lord Edward, me resulto bastante preocupante. Con un común gusto por la Ciencia y a pesar de las barreras sociales, encontré en Lord Edward un oyente interesado y un gran conocedor de las teorías más punteras y los descubrimientos más interesantes que existen en este mundo, y en las colonias a lo largo del Sistema Solar. Descubrí igualmente a una persona bondadosa, aunque atormentada. El buen y joven Lord Edward era una persona sensible, cuidadosa, aunque melancólica a extremos insospechados. Más de una vez lo sorprendí como si fuera a decirme algo, a desnudarme su alma y los peligros que le rodeaban. Aun hoy me pregunto si hubiera sido posible salvarle de su maldad, de su terrible destino, y aun hoy sigo buscando la respuesta, aunque no dudo que la Ciencia hubiera sido capaz, ¿pero soy yo acaso más que un mero aprendiz en los misterios del Universo? Poco consuelo me da, pero si una razón para descubrir los más importantes misterios, y conocer aquello que otras mentes más débiles no deben aprender.

Una particularidad que me llamaba la atención era su costumbre de envolverse en mantas, cosa que supuse que debía ser a la extrema humedad de DevonShire en esa época, y a pesar de su interés en las nuevas ciencias, no parecía interesado en absoluto en la Frenología, y rechazo cualquier pretensión de estudiar su cráneo. Obviamente, presente mis excusas por mi impertinencia y continuamos charlando de los temas más interesantes pero inocuos.

En la semana que permanecimos allí, varios terribles asesinatos ocurrieron en las cercanías, y aunque tanto Jackson como yo mismo montamos guardia más de una vez, intentando comprobar que el guru hindú permanecía en casa y no haciendo fechorías, nada encontramos. Frustrados y cansados, poco pudimos hacer.

La presencia del Doctor Bell fue escasa, puesto que tras una serie de investigaciones, tuvo a bien informar a Lord England que podía afirmar que no había prueba alguna de la intervención del joven Lord en los terribles crímenes. Tenía la teoría de la extrema sensibilidad del joven Lord a las ondas hertzianas y a otras ondas, mas misteriosas, que nombro como las ondas W, que le permitían enlazar a sus sueños con las del despiadado asesino, y de ahí la confusión. Tras tranquilizarlo, le rogo que permitiera mi presencia en el lugar, ya que podría contribuir a mi formación con tales tesoros literarios como los que se encontraban en la mansión. Sorprendentemente, Jackson también se quedo conmigo, aunque no parecía disfrutar tanto como yo mismo de la compañía del joven Lord.

En privado, el Doctor Bell me informo de las temibles sospechas que tenia, y que obligaban a mi presencia en esta mansión. Me rogo que estuviera bien atento, y que no dejara de investigar a la par que aprovechaba esta magnífica oportunidad para redondear mi formación. Increíbles y extraños textos de sabiduría oriental fueron examinadas por mi ávida mente, y comprendí las más avanzadas teorías del arte oriental, como las teorías de la Atlántida, sita en Al-Ándalus por las leyendas de decenas de pueblos del África y Cercano Oriente, los innombrables cultos a bestias marinas de los embrutecidos isleños del Pacifico, e incluso las delirantes teorías de seres de otros planetas de autores más modernos, con las más brillantes y razonadas deducciones sobre entidades tan extrañas que escapan a la mente del hombre actual. Es bastante irónico que tantos autores predijeran toda la clase de seres extraños que nos íbamos a encontrar y que, al final, eran casi tan humanos como nosotros, de una civilización tan rica como pueda ser la Británica.

Sin embargo, durante dos largas semanas, intentando desentrañar los misterios de la Mansión, no tuve sino frustraciones mezcladas con las mieles del conocimiento. Por un lado, nada parecía avanzar en la investigación, ya que mis capacidades deductivas no eran ni por asomo las del grandioso Doctor Bell, y mi frustración solo se veía atemperada por la excelente calidad de mis lecturas. Allí descubrí un mundo nuevo, donde la Ciencia era capaz de sobrellevar al salvajismo de culturas menos dotadas, como la supremacía del pensamiento humano podía reinar suprema, puesto que, no era cierto que incluso en las profundidades del espacio, el Imperio Británico exploraba y descubría todo aquello que era desconocido, ¿con gran éxito?

Finalmente, todo se desencadeno en el breve espacio de dos noches. Debido a mis propias obligaciones, tuve que marchar a Glasgow para los exámenes finales, que pasaría con brillantez aunque tal hecho no deja de darme una especie de amargo orgullo.

Justo en la primera noche, recibí un telegrama de Jackson, rogándome con urgencia que regresara a la mansión, y que fuera armado. Cogí el primer tren y marche hacia allá, y llegue justo a medianoche. La mansión estaba completamente a oscuras, y esto me perturbo más allá de lo razonable. Aunque no era precisamente un experto en armas, me procure un arma y lo lleve en el maletín donde llevaba mis herramientas científicas, esperando a toda costa no tener que usarlo.

Tras tocar enérgicamente la puerta de la mansión, al no recibir respuesta, decidí dar la vuelta y explorar la zona de los carruajes. Utilizando las herramientas de análisis que el Profesor Bell me había enseñado, deduje que un grupo de gente bastante grande habían marchado hasta una cueva cercana, por lo que me encamine en silencio, o al menos todo lo que pude.

La escena fue terrible, puesto que un grupo bastante numeroso de hombres encapuchados hacían actos inenarrables, mientras presidia el santón hindú la ceremonia junto a Lord Edward… o al menos algo que parecía Lord Edward. Asombrado, descubrí que en la parte de la nuca, que era la expuesta finalmente a la luz, había OTRA CARA, esta una de mujer, hermosa pero maligna, que reía y cantaba en un idioma extraño, posiblemente algún dialecto indostaní. Frustrado, parecía estar viendo algún cruel ritual antiguo, en el que la víctima del sacrificio no era otra sino mi buen y reciente amigo Jackson. Calculando las probabilidades, mi honor no me permitía quedarme inerme aunque no tuviera la más mínima posibilidad, por lo que tragando saliva, y cogiendo una buena rama como bastón, marche a la carga.
Desgraciadamente, eran muchos, y a pesar de su terrible situación, no dejó de gritar que me fuera, que alguien tenía que contar esto, y aunque mi orgullo no me dejaba marchar, no tuve sino que rendirme a la evidencia que mi actitud solo serviría para proporcionar otra víctima a los cultistas y el definitivo espaldarazo a mi huida me la dio cuando Lord Edward se dio la vuelta… y comprendí que él era un prisionero, una víctima como cualquier otra. Su mirada horrorizada me suplicaba ayuda, y tuve una epifanía. No tenía ninguna posibilidad, y ellos no solo lo sabían, sino que sabían que sería incapaz de revelar este secreto con la más mínima oportunidad de ser creído. Rabioso por lo ocurrido, hui en la noche.

Mi huida termino dos semanas más tarde, tras varios intentos de asesinato por parte de misteriosos hindúes con escasas luces y determinados a matarme. No podía ni pensar en ponerme en contacto con el Doctor Bell, un gran hombre pero atado a la lógica. No podría entenderme, ni quería ponerle en peligro, por lo que me volví a lo único que tenía sentido, la Ciencia.

Me di cuenta que las armas actuales podían ser de gran ayuda, pero no me darían ninguna ventaja contra tanta gente. Por lo tanto, lo más importante era una buena defensa. Invertí todos mis ahorros en algún tipo de tejido muy resistente, y para mi sorpresa, descubrí que un inventor ingles había desarrollado un tejido llamado Sedacero, que era capaz de aguantar hasta la bala más potente. Reuniendo todo mi capital, compre una chaqueta con el mencionado tejido. Esto me proporcionaría ventaja, pero mi propio ingenio era la mayor de las armas que poseía. Necesitaba un arma con un cargador mayor, y los descubrimientos del gran Tesla fueron mi inspiración. Había desarrollado ciertos principios sobre la electricidad que me fueron irresistibles, sobre todo los que hablaban de la transferencia de energía sin cables. En una semana, logre fabricar un prototipo funcional de lo que llame en su honor Pistola Tesla. Era esta un arma de gran capacidad, que permitía mediante un ingenioso mecanismo regular la intensidad del disparo, lo que me permitiría derrotar a los cultistas de forma más eficiente. Asimismo, la movilidad podía ser vital, por lo que diseñe un aparato que con una mezcla de petróleo y éter sería capaz de transportarme de forma controlada de forma limitada. Armado con un escudo, una espada y unas sandalias del dios Mercurio, me sentí invencible.

Tres semanas más tarde de mi fatal encuentro, marche a la batalla, inflamado por una mezcla de orgullo patrio por la superioridad que nos da nuestra Ciencia con la ira justa de un Arcángel Vengador. Como sospechaba, habían continuado los rituales sangrientos, pero esta vez estaba preparado. Los infernales y absurdos poderes del santón hindú no tenían nada que hacer contra un súbdito de la Reina Victoria, y acabe con ellos de forma ridículamente fácil. Una vez acabado su líder, todo termino rápidamente.

Sin embargo, algo quedaba por hacer. Lord Edward se hallaba, sollozante y completamente derrotado a mis pies. Le ayude a levantarse y marchar a la mansión, ahora vacía y solitaria puesto que los sirvientes que aun no habían huido habían acabado sacrificados. En todo momento la terrible faz de su cráneo no dejaba de sisear, maullar y gimotear alternativamente, como si no fuera del todo consciente. Era insoportable, y Lord Edward se sincero por primera vez. Hablo del robo de una estatua de una diosa llamada Kali, y de la maldición que le lanzaron, que le controlaba en virtud de extraños poderes mentales del santón, que se llamaba Vrishanna, y pertenecía al culto a Kali, los Thugs.

Por el momento, su presencia se había alejado, pero tarde o temprano volvería, y no había nada que hacer. Con un asentimiento grave, solo pensé en una forma de acabar con esta locura. Sacando mi fiable y antigua arma, se la deje en su mesilla, y le di las gracias por el honor de haberle conocido. Con una sonrisa triste, me conto que hay peligros para el Imperio, peligros que quizás otros desdeñen como meras supersticiones, peligros que pueden amenazar al Imperio y a la Reina, ocultos a todos. Desde los marcianos y el peligro de insurrección tanto de las tierras marcianas como en el Indostán, como a los pérfidos prusianos, que convertirían en esclavos a todos los que el Imperio protege y lidera.

Su única contribución antes de morir fue donarme una gran cantidad de dinero, lo suficiente para terminar mis estudios y, con suerte, encontrar una razón en la vida, una forma de ayudar al Imperio.

Debo reconocer que la enormidad de la tarea me dejo estupefacto durante un buen tiempo, pero pronto comencé a ver las posibilidades. Quizás lo que necesite el Imperio son gente que luche por ella de la forma más conspicua posible, gente que no se arredre a luchar contra aquellos que la amenacen.

Con un saludo final, me marche de la habitación, oyendo el insoportable canturreo de la criatura, antes que un disparo final la acallara para siempre.

Para todos, Lord Edward se suicido debido a la depresión, y sus médicos certificaron su muerte. Cualquier mención a la monstruosa cara fue acallada en los periódicos, y me asegure personalmente de que fuera incinerado. La única persona a la que le conté todo fue al Doctor Bell, que tras escucharme hizo una llamada y me dio una tarjeta, de un hombre llamado Jeremiah Whiteworth.

Me dirigí al día siguiente a la mansión de Lord Whiteworth, y fui recibido por un mayordomo que me cito para la noche. Esa noche descubriría un aspecto bastante asombroso del Gobierno Británico. Lord Whiteworth era un hombre delgado, fibroso y albino, cosa bastante sorprendente, aunque de modales cultivados y un hombre extremadamente culto. Tras relatarle la historia, no vi en ningún momento muestra alguna de sorpresa o confusión, y me rogo que le mostrara la pistola, cosa que hice.

Lord Whiteworth me revelo algo asombroso. El Gobierno de Su Majestad sabía desde hace tiempo de la presencia de innumerables enemigos, y el Foreign Office mantenía una pequeña oficina para resolver casos como este. La presencia de Jackson en el asunto era consecuencia de todo esto, ya que era un agente de la misma, al igual que Lord Whiteworth. Este me conto poco mas, puesto que los secretos debían seguir siéndolo. Me rogo que los inventos de cierto interés para el FO fueran mantenidos en secreto, y que no comercializara la pistola debido a su extrema capacidad. Quizás en un futuro, sería muy conveniente contar con alguien de mi valía, dijo, a lo que respondí que cualquier servicio que pudiera prestar a Gran Bretaña seria todo un honor para mí, y con el mismo misterio que mantuvo durante toda la entrevista, me vi volviendo en tren a mi casa en Londres.

Aun conservo la pistola y el jetpack, y me pregunto si algún día podre ayudar a Gran Bretaña como prometí. Mientras tanto, he desarrollado unos pocos inventos que permitirán a la gente vivir un poco más feliz, y he invertido la mayoría de mis rentas en descubrir nuevos principios Científicos que me permitan estar preparado para cuando la llamada llegue.

A tal efecto, he concebido la idea de una enorme base móvil, que me permita llegar a donde ningún ingles ha llegado, y plantar la bandera de la Razón , la Ciencia y la sagrada Gran Bretaña, en nombre de Isaac Newton y la Reina Victoria. Una vez que mi base esté terminada, conseguiré mapear y explorar con muchísima facilidad el Cinturón, e incluso lo que este mas allá.

Sin embargo, los acontecimientos darían un giro inesperado, y alguien cambiaria mi concepto de la vida, aunque de una forma totalmente contraria a lo que esperaba. Y ese alguien era Viktor Von Grueber, el más brillante de los científicos que conozco, salvando a Sir Isaac Newton y quizás a Benjamín Franklin… y mi más terrible enemigo.

Fin

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