Olimpo Renacido nº01

Título: Golden boy (I)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Lidia Castillo
Publicado en: Enero 2013

En un mundo en el que hace siglos que los dioses caminan entre los humanos, Eris, la la diosa de la discordia griega, es requerida para buscar a uno de sus hermanos que esta en peligro....
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.
Creado por Ana Morán Infiesta


Eden. Dónde todo empieza


Alguien había tenido la feliz ocurrencia de llamar a ese mundo Edén, aunque el dios que lo amparaba distase de ser terrestre. Tampoco había una Eva y un Adán resueltos a imponer la moda «Hoja de Parra» y la serpiente... La serpiente había prometido portarse bien mientras estuviese allí.

Aunque cada día sin verdadera acción estaba más cerca de romper la promesa. Eris proyectó la barra de madera con la que se estaba entrenando hacia el estómago de su oponente. Pero solo logró hender el aire. A su espalda, un aleteo le indicó que el hombre lagarto había aprovechado su ensimismamiento para mudar de posición; un segundo después el canto de una vara se estrellaba en la espalda de la diosa. El golpe la sacudió el punto donde solo un ser alado puede definir el verdadero dolor: allí donde sus alas se unían bajo una fina capa de piel. La diosa planeó en el aire sin poder agarrase a nada, y menos controlar su vuelo, hasta caer como un fardo de patatas sobre una nube.

La taimada masa algodonosa se rio en su mente. Era lo malo de refugiarse en un mundo vivo, un dios que daba cobijo a una miríada de divinidades sin rumbo: la telepatía flotaba en el aire y uno nunca sabía si la piedra a la que había dado una patada era un simple objeto inanimado o una extensión de alguien.

—Estás perdiendo facultades, Lianta —siseó Zaz a su espalda.

—¿Lianta? ¿A quién llamas tú Lianta, Brisa Escamosa? —gruñó, mientras el dios lagarto llegaba a su altura.

—¿No es como te llama tu… hermana?

—Sí, pero a ella se lo consiento porque me hace cosas que ni tú soñarías.

Zaz sonrió morboso. No todas las divinidades refugiadas en Edén aprobaban las aficiones incestuosas de los Olímpicos, pero el antiguo dios-viento de Saldram se había ganado la expulsión de su panteón a causa de su conducta libidinosa.

—No será porque no me haya ofrecido

Cierto; al menos una vez por combate le tiraba los tejos, y lo mismo parecía tentarle un polvo rápido en una nube como montarse un trío con la temible cazadora del Olimpo.

—No querrías tener que enfrentarte a Artemisa celosa, Brisilla, créeme. Aquí en Edén tiene poder suficiente para invocar su arco y sus flechas cuando le plazca. Y por abierto que estés a nuevas experiencias, no creo que te interesase encontrarte con una flecha metida en el orto.

—Depende de lo afilada que esté esa flecha —replicó el lagartijo, despertando la sonrisa de la señora de la discordia.

—Señora Eris, —llamó una voz, a su espalda. No necesitaba girarse para saber que era uno delos hombres águila al servicio de Eden, el mundo inteligente que los cobijaba—. La Dama Fungosa os llama.

La Dama Fungosa, Gea.



La madre de todos los dioses no residía en Edén, pero tenía acceso a este y, si convocaba a su descendiente favorita, no sería para debatir sobre la recolección de las manzanas en Pomerigia. Llevaba demasiado tiempo ejerciendo como Ángel de Charlie particular de su bisabuela como para no tener claro que las llamadas de Gea siempre eran interesadas.

Artemisa ya estaba sentada en su puesto cuando Eris aterrizo al lado de una masa de agua que se definía optimistamente como laguna, y más parecía el escupitajo de un gigante. Un escupitajo capaz de interconectar distintos planos de realidad, por supuesto.

Pronto, un ser que más parecía un bosque húmedo y plagado de hongos se perfiló en la superficie del agua.

—Hola, abuelita —saludó en tono burlón.

Otro de mis queridos, queridos hijos necesita ser despertado —las habilidades sociales de Gea habían disminuido a medida que se tornaba más boscosa.

La mirada de Eris se cruzó con la de su hermana. Ambas parecían gritar al unísono «¡Por fin un poco de acción!». Pero no tardaron en centrarse de nuevo en el charco, donde la imagen de Gea daba paso a una mucho más agradable: un hombre joven, hermoso, con una sonrisa capaz de iluminar una habitación a oscuras.

—¡Apolo! —exclamó Artemisa, en un tono que hizo a la Discordia sentirse tontamente celosa.

El Chico de Oro volvía de entre los muertos. Había sido una de las víctimas de la locura homicida de Hera, antes que de que Artemisa y ella pusiesen fin a la existencia en ese plano de realidad de la esposa y hermana de Zeus. Las víctimas de Hera estaban destinadas a resucitar tarde o temprano, pero Apolo era el primer resurgido del que tenían noticias.

Un gran peligro lo ronda. Debéis salvarlo y traerlo aquí. Artemisa, tú te encargarás de la misión.

—Ey, abuela, que has hablado de «debéis»—gruñó Eris, poniendo los brazos en jarras.

Pero su abuela se limitó a clavarle aquellos ojos sin vida, propios del monstruo de una película de serie Z.

—Lo siento, Lianta —Artemisa le echó los brazos al cuello—. Esta vez me toca divertirme en solitario.

—Venga ya, abuela. Sabes que aquí la Cazadora no es nada sin mí.

Era una replica desesperada, lo sabía, y solo le sirvió para ganarse una de las miradas asesinas de su temperamental hermana y amante.

A ti te necesitaré en otro lugar, en un futuro. Artemisa deberá rescatar a Apolo en solitario. He dicho.

—¿Cuando he de partir, abuela?

La imagen de Gea ya se había evaporado cuando Artemisa hizo su pregunta, pero un «ya» flotó en el aire al mismo tiempo que una luz blanquecina se abría sobre la superficie del agua. La Cazadora le dio un beso en los labios antes de dar un paso al frente. Luego, desapareció.



Faust City

«Otra noche despertándome en un callejón solitario».

Las palabras se pasearon por su mente durante unos segundos antes de que ella recordase dos cosas: era Artemisa, la diosa del Olimpo y llevaba décadas sin contemplar un verdadero callejón. Se tentó la ropa: pantalones, una prenda larga que bien podía ser un gabán, sombrero... Su túnica favorita se había esfumado y los zapatos le apretaban los pies. El hedor a meado amenazaba con marearla; Estercolero no era precisamente el mejor barrio de Faust City.

Realmente estaba en un callejón. Uno que servía de basurero a los hosteleros del barrio y de lupanar a las putas que no querían pagarse la pensión de Madame Wong. Y en medio de esa pequeña jungla de Faust City, estaba ella, la Cazadora. Diana Hunt, detective privado. Artemisa, la diosa.

La divinidad de la caza contuvo un escalofrío. Fuera donde fuese que la había traído Gea, algo no iba bien. La atmósfera estaba cargada de una sensación de irrealidad, aún más intensa que la que se extendía por Nuevo Venus cuando Hera dominaba la ciudad. Incluso con todo su poder, Artemisa no podía dejar sentía cómo dos mentes compartían ahora su cuerpo. Tendría que vivir con ello. Lo importante, se recordó, era rescatar a Apolo.

Cuando salió a la calle su rostro no perdió la mueca impasible de dura detective. Por extravagante que resultase el escenario, para la mujer con quien compartía cuerpo era una visión cotidiana. Las calles oscuras, los puestos de comida en los que se vendían toda suerte de quimeras, las prostitutas... Todo parecía sacado del sueño húmedo de un director con afán de realismo libre del yugo de la censura. Al menos si no contaba el paisanaje. La vendedora del puesto de castañas, por ejemplo, tenía cuatro manos y siete ojos; su piel peluda era de color rosado. Artemisa le arrojó una moneda y se apropió de un cucurucho de castañas. De repente tenía hambre y aquello parecía menos tóxico y menos extraterrestre que las viandas de otros comerciantes.

—Hola, detective —saludó una voz infantil—. ¿Necesita compañía para esta noche?

Artemisa se giró en dirección a la voz. La niña prostituta apenas se atrevía soñar con la pubertad, pero se enfundaba en un vestido ajustado que trataba de marcar unos senos inexistentes. O tal vez lo importante fuese remarcar la inexistencia de estos. Aún conservaba todos los dientes y el mono de kosh, tan propio de sus compañeras de profesión, no se derramaba en sus pupilas. Tarde temprano lo haría. Cuando las borracheras de su padre fuesen ya tan cotidianas que Efi no se viese obligada a prostituirse un par de veces por semana, sino a diario. La detective le arrojó una moneda. Con ella, tendría cubiertas las ganancias de toda la noche.

—Dile a tu padre que, si te pillo otra vez haciendo la calle, le romperé las piernas por siete sitios distintos.

La niña no le hizo demasiado caso; la detective siempre amenazaba con lo mismo, pero nunca decidía a darle a Algernon la paliza que se merecía.

«¿Siempre?»

No, ella no era una detective maloliente de un mundo apestoso. Era Artemisa, la Olímpica. Y estaba allí para rescatar a Apolo. Solo necesitaba seguir su un rastro. Este no tardó en llevarla a un puesto de periódicos. Además de las noticias de la noche, pegado a una de las paredes del kiosko estaba él, radiante como el Sol. No era una fotografía, sino un cartel dibujado que recordaba vagamente a las portadas de las novelas pulp de la vieja Tierra. «Golden Boy es el Capitán Maravilla», rezaba el cartel y más abajo «Las mujeres de mil galaxias se postrarán a sus pies». El eslogan no parecía exagerar Apolo cruzaba los brazos en el pecho mientras miraba, en una pose forzada, algo a su derecha; a su alrededor, media docena de mujeres intentaba abrazarlo en actitud posesiva. La que se ceñía a su cintura como si fuese a hacerle un trabajo de limpieza de cañerías bien podía ser humana, el resto no. Incluso una hembra tentaculada lo enlazaba por detrás.

—¿Qué pasa, detective, por fin has descubierto las virtudes de una buena tranca?

Artemisa apartó la mirada del cartel para volver a dejarse llevar por su personaje. No era momento de meterle una flecha en el culo a su quiosquero habitual, por mucho que fuese un patán.

—Lo haré el día que tú sepas lo que es una maldita ducha, Hank. Mientras tanto; El Times y una cajetilla de Dinamita.

«Y ahora me dirá que si no me acaban matando los matones de Ojos de Jade, lo hará ese maldito tabaco», se encontró pensando.

—¿Otra cajetilla, detective? Si los matones del señor del Holehouse no te matan, lo harán esos malditos cigarrillos.

¡Maldita sea! Era más que sensación de realidad. Estaba sumergida en una puta novela barata.



El Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlantis

El Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlantis. No podía imaginarse mejor refugio para Poseidón. O, al menos, allí afirmaba habitar el antiguo rey de los mares cuando contactó con Gea, en busca de ayuda.

Eris tenía la sensación de que nada vivo había pisado desde hacía décadas el complejo en ruinas. Había sido publicitado como la mayor colección de seres marinos en mil universos y se había convertido en un cementerio abandonado, un montón de chatarra espacial puesta en órbita. La diosa desenfundó la pistola láser y aleteó por encima del complejo. Peceras destruidas, estatuas de graciosos pececillos caídas, gradas abandonadas… Nada que pudiese albergar vida.

«¿En qué nos has metido abuela?» —preguntó, acariciando la bolsita de tierra que llevaba al cuello.

Gea no le respondió. O tramaba una de las suyas o la maldita bolsa con un cachito de Edén no bastaba para que pudiese acceder a un mundo donde todo era artificial.

Eris quedó unos segundos aleteando sobre la única estructura que más o menos se mantenía en pie. El techo de la gran cúpula estaba destruido, había perecido el día en que la presentación del Gran Pulpo Humano se convirtió en una masacre, pero el resto de la pecera seguía en pie. Las arcadas de arquitectura imposible sustentadas sobre paredes de simbología arcana, con las que aquellos patanes habían querido reproducir el hábitat del mal llamado «Entrañable Pulpito», parecían ser tan eternas como su antiguo huésped.

Descendió con cuidado, zigzagueando entre la intricada arquitectura, hasta que logró aterrizar en una superficie plana. Alzó la vista. Las arcadas se alzaban por encima de lo que lo harían la mayor parte de homólogos terrestres, pero no llegaban a tener las proporciones ciclópeas del hogar natal del famoso Pulpo Humano.

De repente, sintió cómo las plumas de las alas se le erizaban. Había algo más. Una presencia divina, tanto o más fuerte que la suya propia. Una presencia que olía a mar y a algas, con un aspecto un tanto ridículo. El rey de los mares había pasado a ser un capitán de película de piratas de los tiempos en los que Hollywood aún era pura inocencia y cartón piedra.

—¿Tío Poseidón?

—¿Eris?

La mano de la divinidad de la discordia se tensó sobre la empuñadura de su pistola láser. Con o sin sus alas, los parientes con los que se había cruzado a lo largo de los siglos no solían reconocer en ella a la eterna segundona del Olimpo cuando se reencontraban. No hasta que les mostraba sus manzanas.

—Veo que la abuela ha sabido mandar a alguien de confianza —añadió, zalamero.

Eris desactivó el seguro del láser. Nada podía matar a un dios consciente de su propia divinidad, salvo otro dios, y ella pensaba encargarse de aquel capullo mentiroso antes de que tuviese tiempo a decir «sardina». El señor del mar sonrió, como si no le estuviesen apuntando con un arma. Entonces Eris, comprendió; había notado demasiada esencia divina como para que solo pudiese provenir del pirata fracasado.

Alguien estaba a su espalda, amparándose en las sombras. En la mano de su tío comenzó a aparecerse su legendario tridente. Pero Eris no tuvo tiempo a plantearse a quién atacar primero. Un grito salvaje resonó a su espalda. Sin darle ocasión de girarse una lanza se hundió en el costado de la diosa. Quemaba, como no podía hacerlo ningún arma hecha por el hombre. Eris intentó taparse la herida con las manos, pero solo logró herirse con la punta de la lanza, que la atravesaba de un lado a otro. El icor se derramaba por su torso y sus manos, corroborando que había sido herida por un igual.

Su atacante retiró la lanza y empujó a Eris contra el suelo. La Discordia intentó levantarse, pero la detuvo la caricia del tridente en su nunca.

—Maldita sardina traicionera —susurró.

—¿Estáis bien, mi señor Poseidón? —preguntó una voz femenina.

—Me has protegido a la perfección, mi hermosa amazona.

«Amazona» Era imposible que una de esas guerreras locas la hubiese herido de ese modo, pensó mientras veía unas piernas de mujer avanzando en dirección a su tío. Alzó la mirada todo lo que el tridente le permitía. Una mujer guerrera sí, con cierto aire de amazona, pero amazona alguna tendría los ojos grises.



Faust City

La sala de espera de su despacho estaba tan vacía de clientes como de costumbre; su envoltorio mortal seguía fiel a todos los tópicos del género.

Fiel a su guión se arrastró hasta la oficina y, tras dejarse caer sobre la silla, sacó del primer cajón del escritorio una botella de bourbon, o el bebedizo que usasen en el lugar para reventar hígados, medio llena. Nada de vaso, por supuesto. Contempló durante unos instantes su reflejo en la botella y encontró en él a una desconocida. Sus facciones se habían endurecido y la piel adquirido cierto tiente broncíneo; ambas, en conjunción con la melena negro azabache, le daban cierto aire a una apache u otra representante de las tribus amerindias de la vieja Tierra.

Algo no terminaba de funcionar en Faust City y ahí seguía esa maldita sensación de irrealidad. Cerró los ojos y dio un largo trago al licor antes de apoyar los pies sobre la mesa. Ahora tocaba el turno a su secretaria, en caso de que el narrador se había encargado de ponérsela. Su «amiga» Diana parecía remisa a pensar en ella. ¿Por qué sería? ¿Habría tenido que contratar una hembra lagarto? ¿O una gnoma verde? A juzgar por lo cutre del despacho y la bebida no le extrañaba que la detective se avergonzase ahora de tener una secretaria de mercadillo.

—¿Ya te han vuelto a abrir la cabeza los matones de Ojos de Jade?

La voz de la mujer que se ocultaba en las tinieblas distaba mucho de tener el timbre ronco de las gnomas verdes o el tono siseante de las mujeres lagarto. Tampoco se parecía al de una hembra troll o al de una ramera venida a menos adicta al bourbon. Si recordaba a algo, era a una sirena. Una pelirroja elegante y menuda como una bailarina de ballet surgió entre la penumbra. Cualquier otro la habría definido como un ángel un medio de un mar de tinieblas, Diana prefería pensar que era una ninfa, hasta podía darle nombre: Calisto(1).

—Me machacaron un poco cuando me pillaron intentando colarme por la puerta de atrás de uno de sus tugurios de danzas exóticas. Nada grave.

Nada convencida de sus palabras, su secretaria le quitó el sombrero y palpó la cabeza.

—Un día de estos acabarás consiguiendo que te maten.

—Mejor muerta que saber que mi ciudad está en manos de ese asesino de ojos rasgados—. Artemisa devolvió la botella a la mesa y sacó un cigarrillo. En las dos manzanas que separaban su despacho de Estercolero ya había logrado mediar el paquete.

Sin demasiados miramientos, usó el perfecto culo de su secretaria para prender la cerrilla con la que encender el pitillo, ganándose un gruñido de indignación.

—Como si esta ciudad quisiese que la salvasen —la mujer con aspecto de ninfa se inclinó un poco más sobre ella, otorgándole una perfecta panorámica de su escote y de su colgante. Una carita de oso sonriente.

—¿Dé dónde has sacado eso? —preguntó Artemisa, jugueteando con él entre sus dedos.

—Me lo regalaste tú, jefa. O es que esa noche estabas tan borracha que ya no lo recuerdas.

No, no lo recordaba. Al autor de aquella apestosa historia se le había olvidado cubrir ese pequeño detalle. Lo mismo el nombre de la chica, ahora que se daba cuenta. Pero un buen detective sabe salir airoso de todas las situaciones.

—Muñeca, te recuerdo que esos destripapescado han usado mi pobre cabeza como gong esta noche.

Iba a decir algo más, pero el tintineo de la campana de la puerta desvió la atención de ambas hacia el pasillo.

—Un cliente. ¿Sabremos contener la emoción cuando entre por la puerta?

Artemisa no respondió; los instintos de la cazadora habían reprimido sus pocas ganas de hacer teatrillo. Su mano se deslizó hacia la sobaquera en la que guardaba la pistola.

El cliente no tardó en aparecer. No era humano, más bien recordaba a un mono lampiño, pero, por sus vestimentas, era uno de los siervos de Ojos de Jade. Su paso no era muy seguro, a causa del cuchillo que alguien le había clavado en la espalda. Al llegar al centro del despacho, alzó la mano y tendió unos papeles en dirección a la detective. Sus labios se abrieron, tal vez para contar algo sobre los mismos, pero solo lograron articular un silabeo ininteligible antes de que el tipo se desplomase. Como colofón, la secretaria se dio cuenta de que ese era el momento óptimo para taladrar el tímpano de su jefa con un grito.

—Déjalo jefa, debe estar muerto —suplicó, al ver que se acercaba al cadáver.

De ser así, esa sería la primera nota de originalidad en aquel pastiche. Pero su amigo el narrador no la decepcionaba, El mono abrió los ojos y, ofreciéndole una fotografía, susurró sus últimas palabras.

—La recepción...

Artemisa tomó la foto de la mano del muerto. Desde la enésima imagen promocional de su película, su hermanito de brindaba una sonrisa.

—Bien, mi querido narrador. Acepto tu trampa.



Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlántis

El mundo giraba dentro de su cabeza. No podía moverse y le pesaban los brazos; por las manos le subían descargas de dolor y aún era peor el que le recorría las alas. Algo le reptaba por la pierna. Intentó abrir los ojos, pero solo logró marearse un poco más.

—Por fin parece despertar —dijo la familiar voz de su tío.

¿Despertar? Sí; aquella maldita puta de Ojos Grises la había noqueado con la contera de su lanza. Pero ya había pasado suficiente tiempo en la oscuridad. Eris abrió los ojos para encontrarse con el mismísimo Tártaro. Y a su señor.

—Hola, sobrina. Bienvenida al Tártaro. —Si Poseidon era ahora un capitán pirata Hades parecía el maestro de ceremonias de un circo macabro.

Y ella era la principal atracción de ese circo, tuvo que admitir la discordia. Si no podía mover los brazos, era porque estaban abiertos en cruz, cargados de grilletes. Sus manos estaban pegadas a la pared, con un clavo penetrando por cada palma, sus alas, atravesadas por tantas puntas que parecía una puta mariposa en un álbum. El icor le caía por una herida la pierna derecha, para ser devorado por una mujer serpiente a ruidosos lametones.

Algo siseó por encima de su cabeza. Una criatura alada la mirada cabeza abajo desde el muro. Se agarró a este con las patas traseras y alzó sus garras hacia el rostro de Eris.

—Las erinias y las arpías te darán el final que te mereces, pero, antes, respóndeme a una pregunta ¿Dónde se oculta esa zorra de Gea?


Continuará


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Referencias:
1 .- En la mitología, amante de Artemisa a la que la diosa transformó en osa después de que la ninfa se dejase “seducir” por Zeus. En la continuidad de Olimpo Renacido, además, Calisto fue una de las victimas de la locura homicida de Hera.

1 comentario:

  1. Interesante primer número de esta nueva serie en AT a la que llevaba tiempo deseando hincarle el diente. Y es que tengo que reconocer (mea culpa) que este tipo de proyectos suelen ser los menos atractivos para mí dentro de la web al carecer de pocas (o ninguna) referencia sobre a lo que me voy a enfrentar (Se tendría que buscar algún modo de promocionar más este tipo de ideas, sobre todo en sus primeros números hasta que encuentre “su público”…)

    El relato está muy bien construido, con gran ritmo y unos diálogos que en ningún momento resultan manidos. Se nos presenta eficientemente a las que (al parecer) serán las protagonistas de este relato, pero limitándonos mucho la información que tenemos sobre ellas. Pues, aunque en ambos casos se utilizan los nombres de diosas griegas bien establecidas, su entorno nos resulta totalmente extraño y ajeno: en un momento nos encontramos en una especie de versión onírica de una novela negra (y digo onírica por lo peculiar de los habitantes del lugar) para luego pasearnos por lo que parecen antiguas naves espaciales. Todo un coctel exótico el que nos presenta Ana con su relato y que se merece que le den un tiempo más para poder conocerlo y explotarlo como se merece…

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