Olimpo Renacido nº02

Título: Golden boy (II)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Abril 2013

La arpía se inclinó sobre el rostro de Eris y comenzó a roerle la carne de la mejilla. Las manos de la diosa, se intentaron cerrarse sobre las cadenas para contener el dolor que la provocaban los pequeños dientes del engendro destrozando sus músculos fibra a fibra para luego deglutirlos...
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta

Gran Acuario Interplanetario Nueva Atlántis


—¿Dónde está esa zorra de Gea?

—Buscando los cojones cercenados de Urano para hacerse un nuevo collar. Creo que es la última moda entre las diosas tierra.

Su tío ladeo el sombrero de copa y la miró con gesto severo.

—Siempre has tenido la lengua demasiado larga, asesina. Habrá que darte una pequeña lección.

La arpía se inclinó sobre el rostro de Eris y comenzó a roerle la carne de la mejilla. Presa del dolor, intentó aferrarse a las cadenas, pero solo logró avivar su tormento, al incrustar aún más profundamente los clavos que sujetaban sus manos el muro. Trató de morderse el labio inferior, pero las garras de la bestia alada se hundían en su rostro, manteniendo inmovilizada y abierta su mandíbula. Cerró los ojos, era lo único que podía hacer, y tejió decenas de venganzas con las que resarcir la traición sufrida a manos de sus tíos y la estirada de Ojos Grises.

—Lo próximo será tu lengua —dijo Hades, cuando la arpía terminó de darse su festín.

Eris abrió los ojos. El dolor la sacudía por oleadas mientras el aire se escapaba por el hueco que su torturadora había dejado en su mejilla. Escrutó el calabozo. Poseidón se había marchado, como el buen aguarón cobarde que siempre había sido. La zorra de Ojos Grises no había seguido a su señor; se sentaba en una deteriorada silla, robada con seguridad de alguno de los despachos del Gran Acuario, y acariciaba un mazo de herrero con gesto soñador. A su lado, sobre una mesilla, se desplegaba un surtido de clavos. Fuera de aquello y de Hades, lo único que impedía que el cuarto estuviese por completo desnudo era una especie de camilla cubierta por una sábana.

—En ese caso, tío Hades, no podría decirte dónde está Gea. Pero, claro, Core siempre fue el cerebro de la pareja y ella era la única diosa de tercera generación más tonta que mi hermano Ares.

Su tío la fulminó con una mirada de odio.

—Búrlate todo lo que quieras, asesina. Mañana me suplicarás clemencia.

La arpía hundió sus fauces en la boca de Eris y trabó su lengua entre sus mandíbulas.

—Y no te preocupes por cómo hablar. Mañana te habrá crecido de nuevo la lengua. Por favor —dijo, acercándose a la camilla—, cuando la recuperes, no empieces a gritar impertinencias. No queremos despertar a la Bella Durmiente.

Hades descorrió las sábanas. En la camilla yacía una mujer a la que el calificativo de «bella” le quedaba pequeño. Su cabello se derramaba sobre la almohada como una perfecta cascada de oro, sus pechos pedían ser devorados y su vientre, encendido a lametones. Todo mientras uno componía odas a aquella hermosura inmortal. La de Afrodita.


Faust City

El exterior del Faust Memorial era un hervidero humano. Las mariposas de la alta sociedad se mezclaban con políticos y grupies histéricas que, cegadas por la posibilidad de ver a Golden Boy, no se arrendaban ante los gruñidos de los vigilantes de seguridad. Mientras tanto, los fotógrafos no dejaban detalle por plasmar. En medio de todo aquello, una detective enfundada en un traje de alquiler que le tiraba de sisa se sentía más fuera de lugar que un gnomo verde en medio de una reunión de supremacistas humanos.

«¿Gea, por qué tuviste que dejar a Eris en Edén?”

La idea de jugar en solitario le parecía menos atractiva a cada momento que pasaba. Eris era mucho más adecuada para enfrentarse a un escenario como aquel. Habría sido capaz de sacar de quicio al narrador y convertir la novelucha de detectives en una narración erótica o en una maldita comedia musical. Ella, sin embargo, se limitaba a seguir el guión marcado, con la esperanza de poder salirse de él y rescatar a Apolo, pero sin tener claro realmente cómo hacerlo.

—¿Cómo has conseguido que nos invitasen a la recepción? —le susurró Calie. Colgada de su brazo, su secretaria no dejaba de despertar las miradas admirativas de la concurrencia, tanto humana como alienígena. «El vestidito de nada” que le había dejado una vieja amiga se pegaba a su piel de un modo que debía ser ilegal en más de media docena de colonias.

«Se llama deus -ex máquina, mi pequeño tópico con patas”.

—Ya sabes. A los alcaldes no suele gustarles que salgan a la luz fotos en las que encula a una gnoma verde disfrazado de Capitán Maravilla.

«¡Vaya la que le ha dado al narrador con los gnomos verdes!”


—Será mejor que entremos.

—¿No esperamos a ver la llegada triunfal de la gran estrella? Dicen que Golden Boy llegará en un helicóptero, pelándose con un grupo de supremacistas humanos para salvar a la princesa troll, y que se dejará caer sobre el tejado del Faust Memorial.

—¿En serio? ¿Y qué hará con la princesa. Usarla de paracaídas?

—No; se lanzará con ella en sus brazos, como si fuese una novia el día de su boda.

—Ya. Y el paracaídas aguantará el peso de Golden Boy, su artillería y la vacaburra de la princesa troll.

—A veces no sé cómo pude enamorarme de alguien tan cayo como tú —dijo Calie, soltándole el brazo.

Artemisa se giró para encarase con su secretaria, que iniciaba el baile de muecas previo a montar un drama delante de las putas cámaras, los capullos de la alta sociedad y las fangirls histéricas.

—Porque, en el fondo, muñeca, te pone burra que sea una maldita borde —la atajó.

«¡Joder! Empiezo a sonar como Eris,”

Por suerte, antes de que la otra tuviese tiempo de montar una escena —y generar un momento más propio de una novela romántica que otra cosa—, las aspas de un helicóptero anunciaron que el espectáculo iba a comenzar.

En cuando el helicóptero llegó a su altura. Artemisa se dio cuenta de que su «amigo” el narrador no tenía problemas por saltarse a la torera las leyes de la física y cualquier atisbo de lógica. En aras de sorprender a la multitud, Golden Boy se agarraba a uno de los patines del vehículo mientras agujereaba en cada disparo a un enemigo, pese a disparar a ciegas... Uno de los gorilas no paraba de dar patadas a la mano del héroe. El helicóptero se bamboleaba como una maldita mecedora, mientras los extras de pacotilla que rodeaban la alfombra roja ejercían de coro griego con gritos tipo: «Lo va a matar” o «¡Ánimo, Golden Boy!”.

En el interior del vehículo, que debería ser ya un amasijo de hierros y carne espachurrada, un adefesio con colmillos y doble papada no paraba de dar gritos. Su voz de pito hacía a Artemisa añorar los días en que los estudios cinematográficos no se cortaban a la hora de doblar a un actor que tuviese acento extranjero o poco adecuado para un personaje.

¿De verdad Apolo se había prestado a toda esa mierda?

La diosa centró la mirada en su hermano. La melena dorada estaba casi bien, quizá menos dorada de lo que debería ser. Pero la sonrisa… Ni revestido de la peor de las carcasas humanas tendría su hermano la sonrisa falsa que exhibía el tipo colgado del patín.

—No es él.

—¿Qué?

—No es Golden Boy, sino un puñetero extra. Entremos, empiezo a necesitar una copa. —Artemisa tiró de la mano de su molesta secretaria sin esperar respuesta. Total, seguro que sería una queja de que bebía demasiado...

El salón de recepciones del Faust Memorial no tenía un lugar libre en el techo para colgar otra gigantesca lámpara de araña. La iluminación del lugar era tal que los collares de diamantes de muchas invitadas se habían convertido en un perfecto quemarretinas. Por suerte, una cortina de humo de puro empezaba a paliar los efectos nocivos de tanto relumbre. En medio de la marea humana, los camareros demostraban ser dignos herederos de Hércules, al lograr acarrear las bandejas cargadas de copas sin que nadie se las tirase o las robase para iniciar su propia fiesta privada.

Artemisa alargó la mano para hacerse con un vaso de whisky. No había peligro de que Calie le montase otra escenita. Nada más entrar en la sala un enjambre de moscones había tenido la feliz idea de secuestrarla para colmarla de ofertas para el cine, la radio, el teatro y seguramente hasta para una relación pornográfica a la luz de la luna.

—Vaya, vaya, detective Hunt. ¿No está muy lejos de su territorio? —dijo una voz a su espalda, con una mala imitación de acento oriental.

No le sorprendió encarase con sosias del diabólico Fu Manchú al girarse. Ya se había imaginado cómo sería su enemigo al saber que se llamaba Ojos de Jade. Pero no había calculado que estaría rodeada de ese aura familiar de poder divino. Delante de ella estaba su narrador, su enemigo. Y maldita la idea que tenía sobre quién podía ser.

No por primera vez, Artemisa se preguntó qué haría Eris de estar en su lugar.


Gran Acuario Interplanetario Nueva Atlántis

Eris solo podía contemplar cómo Hades extraía icor del cuerpo inerte de Afrodita. La arpía se estaba asegurando de ello. A sus pies, la mujer serpiente dormitaba, saciada de icor.

—Supongo que todo esto te parecerá extraño —dijo su tío—. ¿No dices nada? ¿Tú, la gran embaucadora?

Eris se limitó a lanzarle una mirada asesina y fruncir los labios. No iba a darle a su tío el placer de oírla articular sonidos gemebundos.

—Ah, es cierto. He tenido que quitarte la lengua otra vez. No tendrías que haberme dicho eso de que mantuviese relaciones carnales con una jauría de mastines sarnosos, asesina.

«Asesina”. Rara vez la llamaba de otra forma. Hades tenía que estar enterado de su enfrentamiento con Perséfone, hacía ya décadas, en un mundo zombificado por culpa de la maldición que acarreaba la propia diosa. Un estigma provocado por el propio Hades. El señor del inframundo empezaba a mostrar un cinismo vergonzoso incluso para alguien de la familia.

Eris miró con ironía el cuadro formado la diosa «dormida” y el señor de los muertos.

—No está muerta. Si es lo que intentas reprocharme con esa mirada. Solo atrapada en su propio subconsciente. Sin poder despertar, pero manteniendo su esencia divina. Es una suerte —dijo alzando la botella llena de icor—. Gracias a eso, tu otro tío y yo pudimos crear el elixir que le permitió castigar como se merecía a esa zorra de Atenea. Pero es una medicina que hay que reaplicar de cuando en cuando.

Será mejor que te deje. Poseidón se impacienta cuando tardo en darle su icor, y es demasiado cobarde como para contemplar tu sufrimiento. Pero tranquila, no te quedarás sola. Hipsípile te hará buena compañía.

La arpía volvió a girar la cabeza de Eris, obligándola a mirar al frente. Inclinó su boca apestosa sobre el rostro de la diosa, mientras sus garras dejaban por un día libre el rostro de Eris para centrarse en su torso. Su cuerpo se estremeció de dolor al notar cómo aquellas malditas uñas empezaban a arañar sus pechos, a retorcer sus pezones hasta que el icor se derramó por ellos, como si de leche se tratase. Mientras tanto, la lengua de la arpía comenzó a recorrer sus párpados cerrados.

Eris trató de encontrar fuerzas en la evocación de las mil y una torturas a las que sometería a aquellos tres traidores. Pero no pudo. Sus esperanzas de escapar empezaban a ser tan escasas como el movimiento en Afrodita. Afrodita. ¿Qué la habría llevado a ese estado? ¿La tortura tal vez? ¿Sufriría refugiada en ese subconsciente?

¿Podría ella hacer lo mismo y regresar?

La señora de la discordia cerró aún más los ojos, aislándose del contacto de la lengua repulsiva, del dolor que le producían las garras mientras destrozaban la carne de sus senos. Se aisló de todo hasta que lo que percibió no fue una lengua, sino unos labios queriendo besar sus párpados y todo su rostro. Se refugió aún más en su mente, y no percibió el contacto de las garras, sino una caricia firme, sin por ello dejar se ser tierna: la de las manos de Artemisa. Suspiró de placer...

Cuando los dientes de la arpía comenzaron a roer su párpado, no se inmuto. Allí donde Eris se había refugiado, no había dolor.


Faust City Memorial

—Mi lugar está allí donde están usted y sus secuaces, Ojos de Jade, ya debería saberlo. Al fin y al cabo, usted es el narrador de esta historia.

Los labios del falso criminal se curvaron en una sonrisa sarcástica.

—Veo que no has perdido tus instintos, Cazadora.

—Ni siquiera las ilusiones pueden atrofiar el olfato del verdadero cazador... —su voz murió, al contrario que su rival ella seguía sin tener claro a quién se enfrentaba. ¿Las musas? ¿Morfeo? ¿O tal vez Circe? Había demasiados seres capaces de crear semejantes ilusiones. Eso, sin contar a otros dioses que podrían haber visto aumentados sus poderes a lo largo de los siglos.

—Aunque no es lo bastante fino para que te diga a quién te enfrentas realmente ¿Verdad, mi pequeña Artemisa? De momento, puedes considerarme el Señor de las Ilusiones —apuntó Ojos de Jade con una sonrisa llena de secretos.

La cazadora no dijo nada. A su alrededor las marea humana hablaba y bebía como si ignorasen la presencia de la detective fracasada y el amo del crimen. De pronto, todo el mundo enmudeció, pero las miradas no se desviaron hacia los particulares duelistas, que se retaban silenciosos en el mismo centro del salón, sino al escenario. Un aplauso coreó la llegada del hombre cuya sonrisa era capaz de eclipsar al mismo Sol.

—Hermano —murmuró Artremisa.

La cínica sonrisa de Ojos de Jade se ensanchó aún más, mientras Golden Boy empezaba a hablar sobre cómo las recepciones lo hacían evocar siempre su infancia como un niño de las calles y la oportunidad, nunca suficientemente agradecida, que había supuesto para la ayuda de un hombre tan bueno como poderoso. Los estudios, las primeras actuaciones en el teatro... el mecenazgo de sus películas.

—Se puede decir que Golden Boy no existiría si no fuesen por la inmensa bondad del señor Ojos de Jade —concluyó el actor, despertando un nuevo aplauso de la multitud, que desvió su atención hacia el falso mandarín.

—Apolo, sí, mi querida Artemisa —sonrió el villano, como si la presencia de los extras no le molestase—. La más fiel de mis criaturas, el mejor de mis actores. Y un día tú me acabarás sirviendo como él. Un día, Diana Hunt se despertará con resaca y segura de haber soñado que era una diosa llamada Artemisa.

Claro que, eso será si logras sobrevivir a esta noche.

Como si de un ilusionista se tratara, Ojos de Jade chasqueó los dedos. Durante unos segundos el mundo y la propia cazadora quedaron paralizados, mientras una neblina rodeaba al villano. Cuando ésta se disipó, Ojos de Jade había desaparecido. Y las voces de la multitud habían dado paso a gruñidos animales.

La multitud que empezó a rodearla distaba de ser humana, pero tampoco podía calificarse exactamente de alienígena. Ninguno de ellos recordaba en nada a la variopinta variedad de razas autóctonas del lugar. Si recordaban a algo, era a personajes surgidos de una película de Hollywood de los años cincuenta con monstruo radiactivo incorporado.

Unas manos la agarraron por la espalda para levantarla en volandas, el tiempo en que otra de las criaturas se abalanzaba hacia ella, directa a su cuello. Artemisa descargo una rápida patada contra la entrepierna de su atacante. El ser se dobló sobre sí mismo mientras otros mutantes se apresuraban a ocupar su lugar. La diosa no les dio tiempo a hacerlo. Aplicó un codazo en el estómago del que pretendía tenerla atrapada y, sin darle tiempo a reaccionar, lo agarró por el pescuezo y las piernas y lo levantó sobre su cabeza, con fuerza sobrehumana. Sin necesidad de apuntar, arrojó el cuerpo sobre sus atacantes, derribándolos como si fueran bolos.

Aunque eso no despejaba su camino. Solo le daba el tiempo necesario para poder desenfundar la automática. El círculo de mutantes seguía estrechándose sobre ella. Perdió unos segundos en analizar el salón con la mirada. Algunas criaturas luchaban entre ellas, pero eran las menos. En el escenario, Apolo contemplaba la masacre con una sonrisa en los labios.

«Voy por ti, hermano”

Disparó contra el más cercano de los mutantes. Un tiro perfecto, digno de la diosa de la caza que hirió mortalmente al ser. Sus congéneres retrocedieron un par de pasos; luego volvieron a caer sobre la intrusa. Artemisa siguió disparando mientras intentaba acercarse al escenario. Una bala, un muerto, pero eran demasiados.

Y ni con toda su agilidad de cazadora lograba evitar que las criaturas la hiriesen, causando más daño del esperable. Pero el dolor no importaba, solo rescatar a Apolo.

—Ya voy, hermano.

—¡Socorro!

Aun rodeada de bestias. Artemisa no pudo evitar girarse en dirección al grito, demasiado humano para provenir de la garganta de una de las bestias. Su secretaria seguía siendo una hermosa ninfa. Uno de los mutantes la tenía atrapada por los brazos, obligándola a tensar su cuerpo. En alguno de los ataques uno de los seres le había desgarrado su vestido, así que sus hermosos pechos tremolaban bajo la mirada de un segundo engendro. Artemisa no necesitaba tener vista de cazadora para darse cuenta de que estaba empalmado. Por desgracia, ni Hermes sería capaz de cubrir la distancia que la separaba del trío a tiempo. Elevó la mirada hacia el techo, una de las lámparas oscilaba justo encima de la cabeza del mutante priápico.

Artemisa disparó. El hilo que sujetaba la araña se deshilachó y la lámpara se precipitó sobre la horrible criatura. La cazadora no tuvo tiempo de disfrutar del pequeño triunfo. Un gruñido a espalda le recordó que había toda una manada de mutantes queriendo acabar con su vida. Otro disparo... y un «clic”.

«¡Mierda!”

Antes de que tuviese ocasión de pensar en si había cogido o no cargadores de repuesto, la mutante que la había atacado hundió sus fauces en la pistola, dejando apenas tiempo a la diosa para soltar el arma y conservar todos sus dedos intactos. Artemisa buscó algo con lo que defenderse. Solo localizó una botella de champagne; la agarró por el gollete y descargó un fuerte golpe contra la criatura, que cayó inerte contra el suelo. La botella se había roto en el impacto, pero aún seguía siendo relativamente útil.

Buscó el escenario con la mirada. Apolo había desaparecido.

—¡Socorro!

Pero su maldita secretaria seguía en peligro.

«Veamos si sigue habiendo barra libre de fantasmadas.”

La diosa se agachó, tomó una bandeja como si fuera un plato volador y apuntó al cuello de la bestia que intentaba devorar a la muchacha. El disco de metal culminó su vuelo de forma espectacular, al decapitar limpiamente a la criatura.

Mientras la bestia caía, Artemisa no se había quedado quieta, se había abierto paso entre la marea de monstruos hasta llegar a la altura de Calie. Sin delicadeza alguna, la obligó a levantarse. La muchacha estaba cubierta de sangre ajena, pero no parecía herida de gravedad.

—¿Y ahora qué hacemos, jefa? —preguntó, estrechándose contra ella.

Todos los mutantes estaban pendientes de ellas. Incluso los que combatían entre ellos habían dejado a un lado sus luchas fratricidas para centrar su atención en las dos humanas.

«Buena pregunta”


Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlántis

Era agradable despertarse con los labios de una mujer hermosa recorriendo su cuello, tenía que admitirlo. Pero no pensaba abrir los ojos todavía. Ella era Eris, señora de la discordia; tenía el poder no solo de enfrentar a hermano contra hermano, sino la de obligar a humanos y a dioses a sacar lo mejor de sí mismos.

—Despierta, mi pequeña Eris —susurró Artemisa en su oído—. Despierta para que Maghera pueda oír tus gritos.

La realidad la golpeó con la contundencia de un ariete. Eris abrió los ojos. La arpía no estaba sobre su cabeza, debía de estar descansando en algún lugar, la erinia se enroscaba en su cuerpo y succionaba el icor de su cuello de forma ruidosa. Por ahora, era su único tormento. Como todas las mañanas, su tío le había restaurado la lengua y el resto de partes de su cuerpo devoradas por la arpía.

La única novedad es que esta vez Hades no acudía solo. La zorra de Ojos Grises lo acompañaba.

—Basta por ahora, Maghera.

La mujer serpiente miró a su amo con gesto de contrariedad. Buena conocedora de la ira de Hades, reptó hasta el suelo y se enroscó bajo la camilla de Afrodita.

—Buenos días, asesina, hoy jugaremos a un nuevo juego —saludó Hades mientras Atenea se hacía con un mazo de herrero y un largo clavo.

“Por la salud de tus alas, ¿quiénes además de ti están en el bando de Gea?

«¿Bando?”

—Solo Blancanieves y los siete enanitos, tío Hades. La madrastra decidió que prefería montar un sex-shop a meterse en medio de una guerra.

—Hazla recapacitar —ordenó el dios de la muerte.

Atenea frunció los labios en una sonrisa malévola. Con calma, depositó la punta del clavo sobre una de las decenas de membranas que recorrían sus alas. Luego golpeó. El clavo se hundía en el cartílago con la misma velocidad a la que los latigazos de dolor se expandían por el cuerpo de Eris. Pero no proporcionó a su tío el placer de verla gritar.

—Te daré otra oportunidad, asesina. ¿Quién más se ha unido al bando de Gea?

«La única persona en este universo a la que jamás traicionaría, montón de mierda”.

—Dorothy y Toto. Recorremos el universo buscando aceite para engrasar al Hombre de Hojalata y un peluquero que quiera encargarse de pelar al León Cobarde. Del Espantapájaros ya no nos preocupamos. Se quemó el otro día por culpa de un porro mal apagado.

Eris clavó una mirada malévola en su tío, mientras Atenea se hacía con otro clavo sin necesidad de recibir instrucciones. La señora de la discordia tampoco gritó esta vez mientras le taladraba las alas. Ni el resto de veces en que la torturaron. Si el dolor era demasiado intenso, se refugiaba en su mente y los clavos dejaban de ser tal cosa para convertirse en los dedos de Artemisa.

Cuando Hades y Atenea se marcharon, la arpía aun no había regresado de su retiro. Eris desvió la mirada hacia la cama donde yacía Afrodita.

—¿Algún día acabaré como tú, Bella Durmiente?

Como era de esperar, la diosa del amor no respondió pero, durante unos segundos, sus pestañas parecieron moverse en un leve parpadeo.

—¿Qué cojones...?

Otro parpadeo. Eris se permitió una sonrisa con aroma a manzanas doradas.


Faust Memorial

La marea de mutantes cada vez estaba más próxima y Artemisa seguía sin saber cómo responder a la pregunta de su secretaria.

—Un día Diana Hunt se despertará creyendo haber soñado que era una diosa llamada Artemisa.

Le había dicho aquel maldito Fu Manchu de mercadillo. Pero, de momento, seguía siendo una diosa. ¡Eso era! Y, como tal, es posible que todavía conservase la capacidad de invocar su arco y sus flechas.

El peso del carcaj en el costado la tranquilizó un segundo antes de que el arco se materializase en su mano, ante la exclamación de sorpresa de Calie. Artemisa no le hizo caso. Montó la primera flecha en el arco y disparó contra la cuerda de la lámpara más cercana. La flecha plateada silbó en el aire para cortar limpiamente la soga y, sin perder fuerza, seccionar otras cuatro antes de desaparecer. Artemisa. Fue cargado una saeta tras otra, dejando caer más lámparas sobre los mutantes. Cuando los vio lo bastante diezmados disparó sobre ellos. La mayoría de los dardos no se limitaban a abatir a uno solo de los seres, tres era el número más habitual de víctimas.

Cargó una nueva flecha y abatió a otra pareja de mutantes que intentaba atacarlas por la espalda.

—¿Qué? —murmuró la secretaria.

Los mutantes se estaban replegando. Artemisa no malgastó aquella oportunidad. Tomó a Calie por la mano y la arrastró hasta la calle. Los fotógrafos habían desaparecido. Las grupies se habían esfumado. El centro de Faust City era un mundo desierto.

Y desiertas fueron encontrando todas las calles hasta llegar al despacho.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó Calie nada más entrar en la oficina. Eran las primeras palabras que decía desde que escaparan de la recepción.

Artemisa no se molestó en contestar. Se quitó la raída chaqueta del traje y empezó a sacar del armario las armas y la munición que le quedaban. No era un arsenal demasiado halagüeño: algo que se parecía a una antigua Luger, un revolver, dos o tres cargadores y media caja de balas.

—En serio. Primero la gente se convierte en monstruos y de repente tú —la mirada de la secretaria se paseó por el costado de Artemisa. Hacía varias calles que el carcaj se había desvanecido, junto con el arco. Evocarlos suponía un gasto de energía absurdo en medio de una ciudad vacía.

—Hay cosas que es mejor no saber, niña —sentenció, al tiempo que le arrojaba su vieja gabardina a la muchacha desnuda.

—¿Y se puede saber al menos a dónde vas a ir tú ahora?

Artemisa se deslizó los cargadores en los bolsillos del pantalón y miró la caja de balas sin tener muy claro qué hacer con ella.

—A la guarida de Ojos de Jade. Es hora de dar un giro de guión.

—¿Te has vuelto loca?

—No, pero si no logro rescatar de sus manos a Golden Boy, será el resto del mundo el que acabe loco.

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