Olimpo Renacido nº03

Título: Golden boy (III)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Septiembre 2013

Artemisa desvió la mirada hacia la llorosa muchacha. Calie estaba suspendida por unos grilletes de un gancho unido a una larga cadena. Parte de la misma discurriría por unos anclajes situados en el techo, después de nacer en una rueda situada muy cerca de donde estaban los dos villanos.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta


Holehouse, Faust City

El gran benefactor de Faust City no vivía en una mansión a las afueras de la ciudad, sino en la misma casa desde la que había ido labrando su fortuna y en cuyos bajos se seguía manteniendo abierta la casa de té. O más bien, el salón donde hasta al más repelente de los vicios podía ser saciado. Allí bien podía esperarle una trampa, pero su deber era rescatar a Apolo.

La diosa franqueó la entrada de la falsa tetería y se dejó abrazar por el olor a especies. Aún quedaban mesas libres en el local, pero una pequeña representación de inocentes ciudadanos sorbían infusiones, a la espera, tal vez, de convertirse en mutantes sedientos de sangre. Artemisa sumergió la mano en el bolsillo de la cazadora de aviador y acarició las cachas del revólver.

—¿Sabe ya lo que desea tomar, señora?

La camarera respondía al prototipo de las esclavas de Ojos de Jade. Humana, belleza exótica, ropas etéreas de corte supuestamente casto, y un brillo de sumisión artificial en la mirada.

—Una jarra de té de rosas rojas.

La muchacha la miró con gesto dudoso; aquella variedad de té no era un código para indicar que el cliente deseaba acceder a uno de los espectáculos voyeuristicos. Por suerte su vacilación no era inmune al poder de un rollo de billetes manoseados.

—No sé si lo ha degustado ya pero ese té en concreto tiene un aroma extremadamente delicado.

—Tanto que no merece ser eclipsado por los bastos aromas que inundan esta sala —terminó Artemisa, como lo haría cualquier otro cliente habitual del servicio.

—Cierto. Si me sigue, la conduciré a su mesa.

Artemisa siguió a la sirvienta por la puerta de un almacén; una vez en este la pared del fondo se elevó para darles entrada a un laberinto más intricando que el del Minotauro. Por fin, llegaron a un recinto en forma de estrella, cuyos muros se elevaban hasta el mismo techo. En cada una de las puntas, se ubicaba una cabina. Artemisa pagó un servicio de dos horas y se acomodó en su cubículo.

La pantalla perdió la opacidad para convertirse en una ventana al mundo del vicio. En el otro lado, los actores solo veían espejos. Artemisa había dejado a albedrío de la esclava escoger qué tipo de espectáculo podría gustarle. La función no era de las que dejaba indiferente. Una muchacha rubia se arrodillaba sobre el suelo, cargada de grilletes. Eso le permitía ser sodomizada por una morena de aspecto malvado y sensual, equipada con un arnés, al mismo tiempo en que la muchacha le hacía una felación al compinche de la villana.

Artemisa desvió unos segundos la mirada a un respiradero. Era lo bastante ancho para que cupiese el cuerpo de un hombre y no le habría extrañado que más de una vez se usase con ese fin. Aún era pronto para hacer uso de él. La sirvienta podría regresar a ofrecerle nuevos servicios.

Aunque nadie podía quejarse de los extras que tenía incorporados la cabina. Buen bourbon, el mejor tabaco y… Unos dispensadores llamaron su atención. No estaban allí en su última visita. O más bien, se obligó a recordar, eran una improvisación de última hora del narrador. El identificado con el cartel “hombres” contenía crema o algún tipo de lubricante. El de mujeres... Artemisa accionó la palanca y pronto un micropene naranja, enfundado en una bolsita cayó sobre la palma de su mano. “Minconsoladores desechables”, rezaba la publicidad.

Artemisa lo arrojó sobre la repisa que tenía delante, y devolvió la atención al espectáculo. El primer acto había concluido. El villano se había corrido en la cara de la rubia, ahora estaba cubierta de espuma blanca. La esclava dejó que sus señores la despojasen de sus grilletes para obligarla adoptar una nueva posición. Esta vez bocarriba. El hombre embistió sin preliminar alguno a la muchacha mientras la mujer que tanto recordaba a Eris, se despojaba del arnés para sentarse sobre el rostro de la prisionera. Durante un segundo, unas imágenes pasaron por la mente de la detective, la joven rubia había pasado a tener el rostro de Calie, el hombre era ella misma, poseyendo a su secretaria con un juguete de última generación. “Eris” era la verdadera Eris.

Como dotada de vida, la detective, abrió la bragueta de su pantalón. Su mirada se desvió un segundo al micropene anaranjado. Alargó la diestra hacia él.

“¡No!”

Volvió a subir el cierre. No era una detective adicta al vicio de. Era una diosa con una maldita misión que cumplir. Se encaramó sobre la silla y tras sacarse una navajita del bolsillo, desatornilló la rejilla. La depositó en el suelo y se elevó por el corredor. Dejándose llevar por el viejo olfato de cazadora, comenzó a reptar. Cuando veía otro respiradero, se detenía, espiaba y seguía su camino al constatar que otra vez había dado con otra cabina o la habitación de una puta en acto de servicio.

Bajo el nuevo respiradero solo había un hombre, atareado en su escritorio. Su cabello era puro oro, la sonrisa reflejada en el espejo, luminosa como el Sol. Tenía que ser una trampa.

Apartó la rejilla y se dejó caer en la habitación. Apolo elevó la mirada hacia el espejo situado delante de su escritorio, pero no se movió.

—Hermano.

—El maestro me dijo que vendría, detective —saludó un hombre que en nada recordaba a su hermano—. Y también los trucos rastreros que pensaba usar contra él. Por fortuna, el amo de Hole House siempre será más listo que una sabuesa de tres al cuarto.

Apolo se apartó bruscamente de la silla y arrastró a una mujer atada que hasta entonces había mantenido oculta bajo el escritorio. Calie estaba amordazada, las lágrimas enrojecían su bello rostro y el pánico se derramaba por su mirada. No era lo más terrible de su aspecto. Un fino aro de metal ceñía su cuello. Podía ser una joya, pero Diana Hunt sabía que era el heraldo de una lenta agonía.

Apolo abrió la mano libre y le mostró un disparador pegado a ella.

—Aún tienes una oportunidad de salvarla. Mátame antes de que apriete del disparador.

Artemisa ni siquiera era consciente de haber desenfundado un arma. Pero allí estaba su revolver apuntando al gemelo al que había ayudado a nacer en la isla de Delos. No quitó el seguro, pero tampoco dejó de apuntar.

—Tal vez deberíamos preguntarle a ella qué prefiere —sugirió él con crueldad al tiempo que arrancaba la mordaza de la prisionera.

—Diana, por favor. Dispara.

Artemisa amartilló el arma. Su dedo acarició el gatillo sin dejar de apuntar a la frente de aquel asesino. De Apolo...Volvió a poner el seguro.

—No puedo matar a mi propio hermano —se rindió.



Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlántis

Desde hacía días la arpía y la erinia discutían cuando su amo no estaba, ora por un trozo de carne de diosa, ora por estorbarse. Sus peleas no habían llegado a las zarpas. Pero esa tarde, la débil tregua se había roto. Todo por una sugerencia de la misma prisionera.

—¿Por qué no cambiáis de una vez de menú y me coméis el coño, malditas alimañas de saldo?

Enardecidas por las palabras, mujer serpiente y engendro alado se abalanzaron hacia la entrepierna de la diosa. Pero ninguna llegó a catarla. Las fauces del reptil se hendieron en el cuello de la arpía, que se aprestó a defenderse con sus garras. Antes de que tuviesen tiempo a decir “Zeus”, ambas estaban enzarzadas en una lucha de gatas. Eris desvió una mirada satisfecha hacia Afrodita. Durante un segundo, los labios de la Bella Durmiente se curvaron en una sonrisa.

—¡Por todos los condenados del Tartaro!

La pelea no había tardado en atraer la atención de Hades. El señor de los muertos miró a sus siervas con severidad, mientras estas se seguían peleando ajenas al mundo que las rodeaba. El dios alzó su bastón y señaló con él a las traidoras. Del cetro de poder manó una única llamarada que fulminó a las contendientes sin darles tiempo a gritar siquiera.

—Esto no es como en los viejos tiempos, uno no puede delegar... —su mirada taladró a Eris—. No te confíes, asesina. Esto solo hace que tengamos que volver a los métodos más... humanos.

Hades descargó dos rápidos bastonazos sobre el suelo.

—Antíope. El señor de los muertos te reclama.

Atenea se apresuró a cumplir con la orden dada. Sin que Hades tuviese que decirle nada, se encaminó al mueble y empezó a colocar un surtido de tenazas e instrumentos afilados al lado de los clavos y mazos. Por último, sacó un pebetero en el que Hades pronto hizo brotar un fuego.

—Es hora de que esta bruja traicionera nos cuente quiénes son sus secuaces.



Faust City

—Veo que por fin ha despertado, detective.

Aunque Diana Hunt habría deseado seguir inconsciente. Apolo no había llegado a apretar el disparador del collar de Calie, pero había sido para condenar a la muchacha a un fin más atroz. La joven estaba suspendida por unos grilletes de un gancho unido a una larga cadena. Parte de la misma discurriría por unos anclajes situados en el techo, después de nacer en una rueda situada muy cerca de donde estaban Ojos de Jade y su protegido.

Por su parte, Artemisa estaba atada con gruesas cadenas a una silla, de tal forma que su brazo derecho quedaba libre.

—Sé que aún le quedan fuerzas suficientes para romper las cadenas que la atan a la silla. Pero dudo que ni un dios pueda sobrevivir a un baño de ácido.

La mirada de la diosa descendió hasta el suelo de cristal sobre el que se asentaba su asiento. Varios metros por debajo de este burbujeaba un líquido de aspecto amenazador.

—Muévase, y el techo se hundirá. Las esposas de su secretaria se abrirán y ella caerá al cubículo de mis mantícoras. De su mano está evitar que sea devorada en vida. En el bolsillo de la cazadora, tiene su revolver. Está cargado con una bala. Puede ser para usted o para Calie. Si intenta dispararme, ambas se precipitarán hacia la muerte.

Artemisa extrajo el revolver y revisó el tambor. Sin embargo, no amartilló el arma.

—Veo que, por mucho poder que tengas, sigues sin poder ser original. Todo este escenario es una replica mediocre del final de una de las novelas de Fu Manchu. A mi hermano le has colgado el papel de Kara y a esa pobre niña el de Nayland Smith. A mí, me toca ser el doctor Petrie y, si mato a Calie, mi destino será convertirme en uno de tus esclavos.

—La cazadora es una pieza demasiado preciada para cualquier ejército como para desperdiciarla, mi querida Artemisa. Pero hay algo que las diferencia. Apolo no me traicionará como Kara traicionó al Doctor. Y, por cada segundo que tardes en tomar tu decisión, la bella Calie estará un poco más cerca de la muerte.

La cadena empezó a descender, mientras las mantícoras rugían, deseosas de carne fresca.

—Diana —hipó la muchacha.

Artemisa apuntó a la joven con el revólver. Luego desvió la mirada hacia Ojos de Jade y Apolo.

—Apolo, hermano.

Pero el Dios Sol siguió sin dar muestras de reconocerla o de conmoverse.

—Diana, por favor, dispara.

Artemisa acarició el gatillo. Luego desvió el arma en dirección a Apolo.

—Lo siento, Calie. Pero no puedo permitir que mi hermano siga siendo un esclavo de Morfeo.

El aserto final había sido un órdago, un flechazo al aire, pero Ojos de Jade ahogó un grito que bien podría ser un reconocimiento de culpabilidad. Apolo mantenía aquel gesto inescrutable.

—Y no te sentirías más cómoda disparando con tu arco y tus flechas, hermana.

—¿Qué?

La mano de Ojos de Jade se sumergió en su kimono, y desenfundó su propia pistola mientras Apolo corría en su dirección. El sonido de un disparo retumbó en el sótano, ahogando por un segundo los gritos de la mujer que seguía descendiendo hacia una muerte lenta en las fauces de las mantícoras. Antes de que su oponente disparase, Apolo retorció la muñeca de Ojos de Jade, obligándolo a soltar el arma. Eso no arrendó al villano que lanzó un rápido manotazo contra el rostro del Dios Sol. Las uñas curvas del falso oriental abrieron ríos de icor en el rostro de Apolo, que contraatacó con un puñetazo contra el estómago de su rival. No fue un golpe contundente, pero bastó para obligar al otro a retroceder y no permitirle armar un segundo ataque.

Eso solo los situaba en tablas. Y los siguientes intercambios de golpes no cambiaron demasiado la situación. Artemisa miró su pistola. Tenía a Ojos de Jade a tiro. Sin embargo...

—¡Dianaaaaaaaaa!

Los pies de Calie estaban ya al borde de la jaula. Un ser de aspecto grotesco saltó con las mandíbulas abiertas. Sus dientes se cerraron a escasos centímetros del pie desnudo de la muchacha. Mientras Apolo y Ojos de Jade combatían sobre una escalerilla, pegada a la madriguera. Artemisa apuntó con cuidado y disparó. La bala se estrelló a escaso centímetros de los pies del villano. Un desequilibrio, una distracción. La oportunidad de que Apolo descargase un derechazo contra su mandíbula. Ojos de Jade manoteó en el aire, mientras las mantícoras dividían su atención entre los dos platos que le ofrecían. Pese al esfuerzo, el villano no tardó en precipitarte en el interior del pozo.

Su grito tapó los chillidos de Calie.

Y el mundo se desdibujó.

Con la misma rapidez a la que algunos sueños se disipan al despertar, dejaron de estar en el sótano de la guarida del maestro criminal para aparecer en medio de un poblado de construcciones cupulares, despoblado en apariencia. Al lado de los dioses, una mujer yacía inconsciente. Estaba desnuda, aunque su cuerpo no presentaba heridas. Su rostro seguía recordando más de lo que Artemisa habría deseado a su antigua amante, Calisto.

—Así que ella era real...

No les dio tiempo a intercambiar más palabras. Como surgidos de la nada, una horda de nativos, tan variopinta como los habitantes de Faust City, se abalanzó sobre ellos al grito de “Tienen a Kala” y los rodearon, armados con espadas, lanzas y alguna pistola láser de aspecto vetusto

—Recuerda, hermana. Siempre con nuestro arco y nuestras flechas.

—No luchéis, gentes de Raj —exclamó una voz a sus espaldas—. Estas gentes no son hostiles.



Gran Acuario de Nueva Atlantis

El hierro al rojo vivo se hundió en el ojo de Eris, haciendo caer sobre su rostro una cortina balquecina. Pero ella no lo notaba; estaba devorando los senos como manzanas de Artemisa.

—¿¡Por qué no gritas!? ¡Maldita embaucadora asesina!

La diosa de la discordia se apresuró a salir del refugio de sus recuerdos.

—¡Ah! ¿Pero me estabas torturando, tío Hades? Tal vez deberías llamar a la zorra de Ojos Grises para que te haga el trabajo sucio.

—Maldita, embaucadora. Confiesa de una maldita vez.

El hierro comenzó a golpear a Eris, en su rostro, en su torso, abriendo regueros de icor.

—No tiene sentido seguir resintiendo. Gea no vendrá a salvarte.

—Sigues sin entenderlo, tío Hades. No resisto porque piense que la bisabuela va a venir a salvarme. Conozco mejor que nadie el carácter de Gea. No resisto por ella —por el rabillo de su ojo sano, Eris observó cómo Afrodita empezaba a moverse—. Sino por lealtad. Lealtad hacia alguien por quien sufriría mil torturas.

Alzó la mano derecha, desprovista de dedos, salvo el pulgar y la primera falange del meñique.

—Resisto por alguien por quien me dejaría arrancar los diez dedos de las manos diez veces en un día. Y arrancarme las alas pluma a pluma.

Afrodita se había levantado del lecho, sin dar muestras de sopor, aunque Hades era ajeno a aquella circunstancia, solo tenía ojos para la señora de la discordia.

—¿Lealtad? ¿Tú la señora de la discordia? ¿Qué sabrás de lealtad?

—Es cierto. Comparada contigo nada sé de lealtad. Hay que ser muy leal para negar a tu esposa el abrazo de la muerte. Para convertirla en zombi y madre de zombis en un mundo hostil.

—Maldita asesina embustera —Hades descargó un nuevo golpe contra la sien de Eris. El golpe no la mareó lo suficiente como para no ver cómo Afrodita se hacía con un largo cuchillo.

—¿Sabes qué, tío? La cabeza de Core me sonrió, después que la decapitase.

—Vas a sufrir tormentos que ni Prometeo soñaría.

—No, tío, aquí el único que va a sufrir eres tú.

Antes de que Hades se percatase de la emboscada, Afrodita lo agarró del cabello y hundió el cuchillo en la espada del señor de los muertos con fuerza suficiente para atravesar su pecho.

—Te lo dije cuando me derrotaste, Hades. El amor siempre triunfa sobre la muerte.

Afrodita dejó caer el cadáver del dios que, poco a poco comenzaba a desmaterializarse y miro a Eris con gesto de querer iniciar uno de sus discursos tontos sobre la fuerza del amor.

—Liberarme antes de que regresen esa zorra de Ojos Grises o la Sardina Cobarde.

Afrodita se apresuró a hacerse con unas tenazas y le liberó las manos con más maña de lo que cabría esperar. Luego se centró en las alas.

—No —la paró—. No así, tienes que cortarlas.

Afrodita la miró con gesto de duda.

—¡Maldita idiota! ¡Coge ese puto cuchillo y córtame las putas alas!

—Aquí la única que te cortará las alas seré yo, traidora, pluma a pluma —Atenea avanzó unos pasos en la oscuridad. No sostenía su lanza. Sino una espada. Afrodida se agachó y sacó el cuchillo de la espalda de Hades. El pulso le temblaba como a un anciano.



Raj

Faust City era solo un mal sueño en el recuerdo de las gentes de Raj. Aunque el olor a carne quemada aún les recordaba a los muertos. A las decenas de cadáveres que habían encontrado en las calles, en las casas, muertos de manera inexplicable, mutilados, destrozados a balazos.

Eso había sido hacía dos días. Ahora, tocaba celebrar la liberación. En el centro del poblado una fogata ardía para festejar la derrota del Señor de las Ilusiones. Aunque ni Apolo ni Artemisa tenían del todo claro que Morfeo estuviese muerto, se habían unido a los festejos. Las viandas más exóticas habían colmados sus estómagos y los licores los habían llenado de dicha compartida. Apolo había logrado hacerse con instrumento parecido a una lira y encandilaba a todos con su música y sus canciones. En aquel punto de la fiesta, Artemisa se había alejado con Kala, rumbo a lo que aquellas gentes llamaban el Museo del Génesis.

No era un edificio, sino una nave. En el costado, aún se podían identificar las siglas R-E- 3. Tenía que ser una de las primeras naves exploradoras. Una de tantas que se había perdido en los desiertos insondables que eran el cosmos en esos días de mediados del silgo XXII.

—Dicen que la nave aterrizó aquí por una avería. Nadie vino a buscarlos. Eran humanos. Las gentes de Raj no, y de su unión nacieron criaturas mestizas. Y nuestra herencia se enriqueció con la llegada de otros refugiados —Le iba explicando la muchacha mientras recorrían los largos pasillos de la nave, dejando a un lado camarotes y salas llenas de historia.

Para nosotros, ellos siempre fueron nuestros padres. Nos trajeron sus conocimientos, su música, otra visión del mundo y, sobre todo, nos trajeron esto.

La joven descorrió un panel del interior de la nave. Suspendidos en una suerte de éter había decenas, tal vez cientos, de novelitas pulp. No eran las antiguas, las que ella había conocido en los años de postguerra, aunque muchas rescatasen personajes clásicos, sino obras contemporáneas a la nave, producto de la séptima resurrección del pulp. La que se produjo no gracias a una generación de autores inquietos, sino porque una serie de científicos habían decidido que las obras proporcionaban el equilibrio justo entre evasión y sencillez que permitiría a los viajeros distraerse sin desatender sus deberes.

—Las vamos transcribiendo de generación en generación. A veces representamos sus historias en nuestros teatros...

—Y el Señor de las Ilusiones se aprovechó de ello.

—Llegó aquí como un viajero más, con su incienso y sus marionetas, recorriendo las distintas colonias de Raj, no solo la capital. La gente empezó a desaparecer, a comportarse de un modo extraño. Como si ya no viviesen en Raj. Hasta que un día la ilusión nos devoró. Y ahora todo lo vivido esos días nos parece un sueño... Pero volvemos a ser nosotros mismos. O al menos eso creo...

—¿Eso crees?

—No recuerdo mi infancia. Aunque todo el mundo me reconoce como su compatriota. Y cuando las ilusiones se apoderaron de este mundo, yo seguía siendo capaz de recordar quién era.

—Diana Hunt —acertó a decir Artemisa. El discurso Kala le resultaba turbador.

—Ella era mi fantasía. No aparecida en los libros de los primeros hombres, pero escribí historias protagonizadas por ella y también estaba en mis sueños...

La muchacha hizo ademán de besar a la diosa, que la apartó con suavidad.

—Kala allí de donde vengo me espera alguien y se ha ganado mi completa fidelidad.

La muchacha la miró con gesto dolido.

—¿Y si no volvéis?

—Dudo que esté entre los planes de mi abuela que no regresemos.

—Señora Artemisa —llamó una voz desde el exterior —Vuestro hermano. Se le han puesto los ojos negros y le ha dado una especie de ataque.

La señora de la caza salió corriendo, seguida de Kala. Lo que sufría Apolo no era un ataque, sino una visión, estaba segura. Pero la seguía necesitando. Se abrió paso entre la gente, y se agachó lado de su hermano.

—Traición. Dolor. Peligro. Eris. —Artemisa sintió que el corazón se le congelaba—. Traición. Dolor. Peligro. Eris.

—¿Dónde, hermano?

—Atlantis. Nueva Atlantis. Ayudadla. Es la voluntad de Gea.


Gran Acuario Interplanetario de Nueva Atlantis.

El carro de Apolo se detuvo sobre el antiguo hogar del pulpo humano. Los dos hermanos descendieron, con los arcos preparados y una espada de Raj al cinto cada uno.

—Es por ahí —informó la cazadora.

Incluso en la desquiciada jungla artificial, los instintos de la cazadora seguían siendo infalibles. No habían avanzado más que unos pasos por los corredores cuando una voz los llamó.

—¿Artemisa, Apolo? ¡Qué suerte que Gea os mandase!

El hombre parecía un pirata de saldo, pero Artemisa supo reconocer al perro traidor que tenía delante.

—Tío Poseidón ¿Qué...? —preguntó, ocultando con verdadero esfuerzo la ira que sentía en esos momentos.

—Hades y esa zorra de Atenea nos traicionaron. A mí me tenían aquí prisionero, a Eris...

Artemisa intercambió una mirada con Apolo. Su hermano podía ocuparse sin problemas de un montón de mierda como Poseidón.

—Encárgate de atender a nuestro tío, hermano, yo voy en busca de Eris.

Su instinto pronto la condujo hasta la sala de torturas. En ella, guerrera, Atenea tal vez, jugaba con una rubia a un juego que la segunda debía de considerar un duelo. Sin embargo, este era el sádico preludio de una carnicería, que se iniciaría cuando la de Ojos Grises se aburriese. La señora de la caza armó su arco, apuntó y disparó una flecha que se clavó en el brazo de Atenea.

—¿Qué? —rugió.

—A buenas horas llegas, hermanita —saludó Eris, o alguien que se le parecía.

Le habían quemado un ojo, además de llenar el cuerpo de golpes. Alguien le había robado todos los dedos de la diestra, salvo el pulgar. Y sus alas… Artemisa prefería no pensar en ellas.

Cargó otra flecha en el arco y apuntó contra la señora de la sabiduría.

—Dame una sola razón para no matarte, hermana.

—¡No! No lo hagas, Cazadora —rogó la rubia—. Ella no es dueña de su corazón. Se lo robó Poseidón con la ayuda de Hades, a base de hechicerías realizadas con mi sangre.

Artemisa no vio ya en la rubia a una desconocida, sino a la esencia mima de la belleza. La diosa del amor.

—¿Hechicerías? Serán las vuestras, brujas estigias, que intentáis difamar a mi señor Poseidón. Matadme, si tenéis que hacerlo; como amazona, no temo a la muerte.

Atenea se puso en pie, con la mano izquierda intentando taponar la muñeca herida. Artemisa se colgó el arco a la espalda para hacerse con la espada.

—¡Por favor! No me seas melodramática —suplicó antes de descargar un fuerte golpe en la cabeza de su hermanastra con el pomo de la espada.

La traidora cayó inconsciente al suelo. Noquearla había calmado su furia, pero solo un poco. Si alzaba la mirada en dirección a Eris, le entraban ganas de reventarle la cabeza a patadas a aquella zorra. Ya se resarciría con Poseidón. Con ese, ninguna disculpa la conmovería.

Artemisa acarició las maltratadas alas de su amante. Como señora de la caza, era capaz de comunicarse con las bestias, de sentir su dolor y su dicha. Eris tenía un lado un poco animal. Podía sentir el dolor que la corroía, el sufrimiento que le causaban las membranas rotas, cada pluma desgarrada. En otras ocasiones, Eris había tenido heridas en las alas y se habían curado al reabsorberlas y regenerarlas. Pero esta vez no sería posible.

—Tienes que...

Artemisa se limitó a asentir mientras colocaba a hoja de la espada a la altura del ala derecha. Cerró los ojos y contuvo el aliento mientras elevaba el acero por encima de su cabeza antes de descargar el golpe. El corte fue limpio. Pero, aunque Eris no gritó, Artemisa sintió en sus propias carnes el dolor de su amante. Los brazos le temblaban. Tenía ganas de gritar, pero no pensaba hacerlo. De nuevo, elevó el arma sobre su cabeza y segó el segundo ala con precisión.

Cuando abrió los grilletes, Eris se desplomó en sus brazos.

—¿Está …? —se atrevió a susurrar Afrodita.

Su mirada resultaba extraña. Mostraba una preocupación impropia de la diosa más frívola del Olimpo, también un tinte febril, como si la recorriese una corriente de energía.

—Exhausta.

La diosa de la caza alternó la mirada entre su amante y el cuerpo inerte de Atenea. ¿Cómo podría llevar a ambas al carro?

—Hermana. Ahora sí que vas a querer matarme.

Apolo apareció en el umbral acariciándose la cabeza. La migración cósmica no había mancillado su belleza, pero parecía que le había hecho flaco favor a sus capacidades como guerrero.

“¡Genial!” —pensó con ironía.

Artemisa lo miró resignada mientras se esforzaba por buscar una posición más cómoda para sostener el cuerpo de Eris.

—No he esperado nuestro reencuentro durante siglos para matarte por dejar que se te escape Poseidón, hermano. Ayuda a Afrodita a atar a Atenea y llevarla al carro. Yo me encargaré de Eris.

La diosa de la discordia yacía como una novia en la noche de bodas, entre sus brazos.

—Aguanta, Lianta —susurró en su oído—. Regresamos a casa.

Continuará...


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