The Shadow nº01


Título: La Mano Escarlata (1)
Autor: Ana Morán Infiesta 
Portada: Guillermo Lizarán
Publicado en: Diciembre 2013

¡Nueva serie! ¿Qué motivo se oculta detrás del asesinato del dueño de un Club de Chinatown y la desaparición de su hija? ¿Quién es la Mano Escarlata? ¿Qué secretos oculta la bella Joan Wang, dueña de uno de los locales más exclusivos de la ciudad?
 Tras su regreso a Nueva York, la Sombra deberá iniciar una carrera contra el reloj en la que dar respuesta a esas tres preguntas podría ser una cuestión de vida o muerte.
¿Quién conoce el mal que acecha en el corazón de los hombres?
Creado por Walter B. Gibson

6 de marzo

El ladrido de un perro rompió el silencio de las calles de Chinatown, estremeciendo durante un efímero segundo a las sombras que rodeaban a la única persona que se aventuraba pasear por la zona. A semejantes horas una mujer sola se sentiría imbuida por el terror; sin embargo, ella caminaba con paso tranquilo. De vez en cuando se detenía y miraba a los lados, como si temiese ser seguida, pero incluso esas ojeadas delataban frialdad. Una frialdad a la altura de sus ojos dorados de pupilas verticales, dignos de la Hija del Dragón, la cantante estrella del Club Escorpión. Aquella mirada reptiliana la hacía ser respetada incluso por los matones de barrio. Nueva York no era una ciudad mejor que otras para los humanos no puros, pero, en Chinatown, como en la madre patria, se trataba con singular reverencia a los lizards, a quienes consideraban herederos del poder de los legendarios dragones.
De repente, la mujer detuvo su paseo frente a una tienda de especias, llamada el Paraíso de los Aromas. El establecimiento estaba cerrado, pero eso no le impidió llamar a la puerta, con una extraña cadencia. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió sin que mano alguna semejase haberla tocado.
Sin demoras, la mujer cruzó la tienda y abrió una entrada oculta tras el mostrador.  Descendió por unas escaleras y llegó a una habitación pálidamente iluminada.
—El señor Wu ha rechazado cumplir su parte del trato —siseó una voz desde las sombras.
—En ese caso, el castigo del que la Mano Escarlata habrá de caer sobre él —respondió la mujer, en idéntico tono, pese a que nadie podía oírlos.
De la misma oscuridad en que se ocultaba la voz, surgió una mano tan roja como la sangre, para tender a la mujer un cuchillo de hoja curva. Tanto el mango como la funda semejaban hechos de oro y un enorme rubí brillaba en el pomo del primero.
—Su sangre pagará su culpa—añadió la voz siseante—, y su dulce hija será una más en mi hermosa camada. Confiemos en que su muerte sirva de ejemplo a los otros tres traidores.
7 de marzo
Los domingos transcurrían calmados en el Club Escorpión. Muchos hombres blancos se quedaban en sus casas, temerosos de despertar la ira de su dios si acudían a antros de ambigua catadura moral. Por eso, tales días, la mayor parte de los parroquianos eran chinos, mestizos y algún bestiamorfo ocasional. Gentes tranquilas, en su mayoría, que no discutían la hora de cierre.
Apenas eran las dos de la madrugada y el local ya estaba limpio y dispuesto para ser invadido al día siguiente.
—Ya puede irse si lo desea, señorita Lane —dijo el señor Wu en tono amable.
La señorita Lane no era otra que La Hija del Dragón, aunque el empresario jamás se habría dirigido a ella en público por semejante nombre, delator de la sangre occidental de la muchacha, considerada por casi todos una mestiza lizard-asíatica. Ella jamás lo desmentía, y Wu no deseaba contrariarla, delatando su verdadera ascendencia. La Hija del Dragón era muy valiosa para el Club Escorpión. No solo se estaba convirtiendo en la cantante más famosa de Chinatown, y de los clubes de Nueva York, sino que no tenía problemas por ayudar a la hora del cierre.
— ¿Está seguro, señor Wu?
—Todo está limpio ya —contestó el hombre, abarcando el local con la mano—. Y no creo que esté interesada en mirar aburridas facturas.
—En ese caso, buenas noches, señor Wu.
En cuanto la muchacha salió, el hostelero se apresuró a cerrar la puerta, sus movimientos, hasta entonces calmados, se habían vuelto nerviosos. Se saco un papel arrugado del bolsillo y lo releyó, entre tensos murmullos, como si esperase que las palabras hubiesen cambiando. Pero la misma amenaza de muerte flotaba en cada letra y la misma mancha carmesí servía de rúbrica de la misma.
Devolvió la arrugada nota al bolsillo y subió los escalones que comunicaban con su vivienda, desde el interior del club, de dos en dos. Su mano derecha estaba sumergida en el bolsillo de la americana, agarrando las cachas de un revólver del treinta y ocho que había sacado de su caja fuerte a espaldas de Elisabeth, su hija. Su tesoro más valioso. De repente, Wu notaba un nudo en su garganta, al recordar las palabras de la carta.
Por fortuna, no tardó en comprobar que Elisabeth dormía en su cama y, por primera vez, la tranquilidad se apoderó de su persona. Después de todo, tal vez la carta había sido una mera bravuconada, pensó antes de dirigirse a su dormitorio y despacho. No había mentido a la Hija del Dragón, tenía muchas facturas por puntear.
De no haberse apresurado tan pronto escaleras arriba, el optimismo de Wu se habría evaporado al contemplar, tal vez, a la Hija del Dragón parada junto a uno de los ventanales, espiando el interior del local. En cuanto vio a su jefe marcharse, la muchacha regresó a la entrada y, sin demasiados esfuerzos, forzó la cerradura. Sus pies, calzados con zapatos de suela de goma, no hicieron ruido sobre la tarima. Tampoco lo hizo el cuchillo cuando lo desenfundó, nada más ver la espalda de su objetivo.
El señor Wu solo se dio cuenta de la proximidad de la muerte cuando una mano le tapó la boca y, aún así, solo acertó a lanzar un grito enmudecido antes de que la daga dictase la justicia de la Mano Escarlata. El cuerpo del hombre cayó al suelo sin hacer ruido. De todas formas, La Hija del Dragón sabía que nada habría podido despertar a Elisabeth Wu del profundo sueño en el que estaba sumida.
—Has hecho un excelente trabajo, mi Letal Ojo de Tigre.
La joven no se sobresaltó al escuchar la voz de su señor a sus espaldas. Sabía que él querría tomar a su presa por sus propias manos y que pese a ser aficionado a los halagos, no le complacía la vanidad. Por ello, se limitó a agradecer las buenas palabras de la Mano Escarlata con un asentimiento de cabeza.
— ¿Mí pequeño trofeo? —preguntó el hombre.
Iba ataviado en ropas oscuras y una máscara negra, además de los guantes rojos.
—En su cama, mi señor. Y tan drogada, gracias a los polvos que me proporcionasteis, que no se despertará hasta mañana por la mañana, en su nuevo lecho.
—Y en mi poder. Será mejor que vaya a buscarla cuanto antes. No queremos que una visita inoportuna estropee nuestros planes. No te olvides de quemar la nota. No quiero que ese maldito Cardona esté sobre nuestra pista antes de que nuestros amigos reciban su última carta.
La acólita registró los bolsillos de su antiguo jefe hasta dar con la arrugada misiva. En cuanto la tuvo en sus manos, tomó librito de cerillas de la mesa y le prendió fuego, dejándola caer sobre un atestado cenicero.
La Mano Escarlata había dado su primer golpe.
Solo las sombras rodeaban a aquella casa de dos plantas que dos días antes había estado preñada de vida. La planta alta del Club Escorpión había servido de hogar a su dueño y a su única hija. La baja había contenido uno de los locales más reputados de la ciudad, sobre todo desde que la Hija del Dragón lo había honrado con su voz susurrante. Pero la muerte del señor Wu y la desaparición de su hija habían teñido de dolor el jolgorio. También de incertidumbre. La policía nada sabía del crimen, ni siquiera si la muchacha había desaparecido por voluntad o había  sido abducida. No había pistas, solo misterio.
La puerta de la vivienda se abrió sin hacer ruido; el hueco apenas era una rendija por la que se colaba la oscuridad, nada por lo que pudiese pasar un hombre. Permaneció abierta durante apenas unos segundos, mientras una sombra que semejaba más alargada que el resto, se colaba por ella. Ya en el interior de la vivienda, cuando la puerta se cerró a sus espaldas, la sombra se pegó a la pared, como si temiese la visita de un huésped inesperado o el contacto con la escasa luz que se filtraba por la ventana. Tras apenas prestar atención al bar, se deslizó por las escaleras hasta la planta superior. Una vez allí, se encaminó, con total seguridad, al despacho del fallecido.
Unos ojos como tizones analizaron el cuarto. Nada parecía en desorden, salvo la mancha de sangre en el suelo y un cenicero caído cerca del escritorio. Unos dedos blancos, largos y a la par fuertes revolvieron las cenizas. En el corazón de la mano izquierda brillaba un ópalo de fuego sin igual en todo el mundo; la escasa luz filtrada por la ventana sacaba centelleantes destellos del singular girasol. El escrutinio tuvo su premio. Un trozo de papel, apenas mayor que un pulgar; los dedos blancos estiraron con cuidado el quebradizo papel, lamido por el fuego. No había nada escrito en él, solo una figura carmesí. La Sombra lo giró de todas las maneras posibles, analizando con sus ojos como tizones las formas que adquiría, hasta que la mancha dibujó una silueta definida: La de una mano.
Una risa de ultratumba estremeció la noche antes de que la figura centrase su atención en el escritorio. No encontró nada de interés en él, ni en el resto del piso. Sin embargo, aún podía seguir un rastro escarlata.
El Red Velvet era una isla dentro del distrito de Broadway, un trozo de oriente en medio de occidente, pleno de fascinación. A esas horas la mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero el club siempre tenía reservados dispuestos para ser ocupados por las personas más distinguidas de la ciudad. Por eso, en cuanto a vio al multimillonario Lamont Cranston aparecer por la puerta, la encargada de recibir a los clientes se apresuró a acompañarlo a una de las mejores mesas que quedaban. Era una muchacha joven, refinada, con un acento que pocos eran capaces de identificar como propio de las clases altas de Filadelfia.
  —Gracias, Eleanor —dijo el millonario, antes de depositar, con total discreción, la propina habitual en la mano de la muchacha.
No habían sido pronunciadas aquellas palabras en un tono amable, tampoco altanero, sino en una atonía casi innatural, a juego con el aspecto de su dueño. El rostro del millonario carecía de edad o de expresión alguna, cual si fuese una máscara de cera o todo lo que le rodeaba le causase indiferencia. Sin embargo, sus ojos no dejaban de analizar cada rincón del afamado club, esperando la llegada de una deliciosa presa.
— ¡Vaya, señor Cranston! —Susurró una voz a su espalda — ¿Ha vuelto a dejar África sin elefantes?
Una risa queda resonó durante unos instantes en el local. Para muchos, la mayor atracción del Red Velvet no eran sus actuaciones, sino su dueña. Joan Wang era un misterio desde que un año antes llegara a la ciudad para atender los negocios que su padre tenía en ella. No se podía decir que sus actividades fuesen ilegales, tampoco legales, y todas sus empresas subsistían sin necesitad de comprar la protección de las bandas. Solo una cosa parecían tener clara quienes la conocían: la señorita Wang bien podía estar considerada la mujer más hermosa de toda la ciudad.
Cranston no podía aseverar tanto, pero había un indudable magnetismo en la belleza chinoeuropea de la joven y era imposible resistirse al hechizo de sus ojos como esmeraldas encastadas.
—Señorita Wang, —contestó el millonario con calculada indiferencia.
Por alguna razón que ni el llegaba a comprender —pues Joan Wang distaba de dar el tipo de jovencita soñadora—, cuanto más indiferente se mostraba él, más interesada parecía ella en coquetear. Pero, ni la Sombra podía saber que, a los ojos de la joven, la imperturbabilidad de cazador de Cranston lo asemejaba con la única persona capaz de conmover su corazón de piedra: Diana Hunt; era esta la mayor enemiga de su padre y la razón por la que Joan había cometido muchos errores al servicio de este, incluido aquel que la había llevado a ser exiliada a Nueva York.
—Por favor, señor Cranston, tenga piedad de mí. Hoy ya he tenido que soportar el desdén de una corista.
El tono burlón contradecía el contenido de sus palabras. Sin dejar de mirar al millonario a los ojos, la joven se sentó a su mesa.
— ¿La Hija del Dragón, tal vez? —pregunto Cranston, sin dar muestras de
 interés.

— ¿Acaso hay otra corista sin trabajo en esta ciudad digna de trabajar aquí? Sin embargo, la señorita Lane no parecía estar interesada en encontrar un nuevo patrón y sí en que me largase cuanto antes del apartamento.
—Podría ser que tuviese otra oferta.
—Podría, en efecto, señor Cranston. Pero todos sabemos que este es hoy en día el mejor club de la ciudad.
—En ese caso. Tendrá que vivir sabiendo que existe alguien en este mundo capaz de resistirse a su hechizo —Cranston no pudo evitar salirse de su estoico papel en esa ocasión.
—Mi sobrevolara usted, señor Cranston. A lo largo de mi vida, tres personas han sido capaces de resistirse a lo que usted llama «mi hechizo». Dos en Nueva York, una en mi Faust City natal.
— ¿Y aún viven para contarlo?
La hermosa propietaria del Red Velvet se limitó a sostenerle la mirada y esbozar una sonrisa tan provocadora como enigmática.
—La mujer de Faust City terminó cayendo en mis redes, aunque desee creer que se ha librado de ellas —contestó por fin poniéndose en pie. En su voz no se delataba la burla, tampoco el alardeo banal—. ¿Sabe, señor Cranston? Usted me recuerda mucho a ella. Diana también mira a su alrededor como si estuviese buscando una presa. Es una verdadera cazadora.
El millonario no mudó su gesto impasible; sin embargo, en el interior de su garganta resonó una risa capaz de estremecer los corazones de los peores criminales de la ciudad.
—Hasta la vista, señor Cranston. Será mejor que contemple un poco al resto de invitados antes de que comiencen a correr habladurías sobre nosotros —Joan se despidió con un guiño provocador a juego con el tono de sus palabras.
Poco después el millonario abandonaba el local, amparado en un callejón oscuro, el traje de noche dio paso a una capa y un sombrero de ala ancha. En el Red Velvet había dado con una pista aunque no fuera la que había calculado.
El apartamento de la Hija del Dragón era más discreto y estaba más ordenado de lo que uno podía esperar en una cantante de variedades, famosa por su sensualidad. La decoración rayaba lo espartano; no había apenas fotos de la dueña del piso decorando las paredes ni regalos de admiradores. Fuera de los trajes que usaba para actuar, el armario albergaba ropas sencillas, no muy distintas a las de otras muchachas de Chinatown. Los ojos expertos de la Sombra no tardaron en encontrar un joyero oculto entre los zapatos, pero este solo contenía algunas baratijas. Sin embargo, las blancas manos de la Sombra no llegaron a bajar la tapa. Sus ojos como tizones no se apartaban de la caja. De repente, sus dedos apartaron algunas pulseras y comenzaron a toquetear uno de los departamentos del joyero. Poco después, un hueco de apenas medio centímetro de altura, quedaba al descubierto. ¡Y la Sombra se quedó mirando un cajón secreto vacío!
Las manos blancas devolvieron el joyero al lugar donde antes había estado oculto.
La risa siniestra de la Sombra volvió a estremecer la noche mientras su misterioso dueño centraba su atención en el escritorio.  Allí, escondida en un cajón secreto, encontró su primera pista útil. Era una foto, que mostraba a cuatro hombres, aún jóvenes, elevando sonrientes copas pompadour llenas de champagne. El rostro de uno de ellos, un joven chino, estaba rodeado por un círculo rojo.
Mientras esto sucedía, una muchacha elegantemente vestida, entraba por la puerta del Red Velvet. Sus ojos se movían nerviosos por la estancia, mientras la guapa recepcionista intentaba atraer su atención.
—Señorita Shepard, —insistió discretamente, rozando el hombro de la recién llegada.
El nerviosismo de la joven hija de uno de los banqueros más influyentes de la ciudad no pasaba desapercibido a nadie, tampoco el hecho de que no llevase abrigo, aunque sí un bolso de mano. Probablemente, inferirían los más sagaces, la muchacha habría tenido su enésima discusión con James Norton, su prometido. Pero la mirada de Eleanor Lancaster se fijó en otro detalle, para ella más revelador: la siempre elegante Sarah Shepard calzaba zapatos azul marino; su vestido y sus medias eran negros.
— ¿Está la señorita Wang? —preguntó la heredera en tono nervioso.
Eleanor asintió y buscó a su jefa con la mirada. Joan Wang celebraba los comentarios, aparentemente graciosos, de un conocido político local. De no saber el despreció que la muchacha de ojos verdes sentía por el hombre, la recepcionista habría pensado que su risa era autentica.
—Espere aquí un momento, por favor.
La empleada se apresuró a captar la atención de su jefa. Solo necesitó señalar con un discreto gesto de cabeza a la nerviosa heredera, para que una chispa brillase en los ojos de Joan Wang. A menudo, Eleanor pensaba que solo había visto otra mirada más sagaz y atemorizadora que la de la directora del Red Velvet, la del hombre a quien debía su vida y a quien se debía: La Sombra.
Su jefe le había ordenado infiltrarse en el local para seguir los pasos de la mujer que, poseyendo un Imperio, lo dejaba en manos de ayudantes y prefería centrar sus esfuerzos en el local que ella misma había creado pocos meses antes. Si veía algo sospechoso, el deber de Eleanor era llamar a cierto número de teléfono.
—Se me acaba de estropear una uña. ¿Te importa sustituirme mientras voy a arreglarla?, preguntó a una de las encargadas del guardarropa.
La muchacha se apresuró a asentir. A ninguna le era desconocida la implacabilidad de Joan Wang contra las empleadas que descuidaban su aspecto. Sin embargo, una vez doblado el recodo que daba a los vestuarios, la muchacha no se metió en ellos, sino que descolgó el auricular de un teléfono público allí situado.
—Burbank —contestó rápidamente una voz al otro lado de la línea.
—Lancaster —respondió ella, casi acostumbrada al sonido de su nuevo apellido.
—Informe.
Eleanor resumió en pocas palabras la extraña visita de Sarah Shepard.
—Siga vigilando —ordenó la voz, a modo de despedida.
Menos de dos minutos después de haber abandonado su puesto, se incorporaba a sus labores. De vez en cuando, su mirada se dirigía hacia el despacho situado en la planta superior de local, donde Joan Wang y su invitada seguían refugiadas. Le habría gustado poder oír lo que decían, pero resultaba imposible hacer tal cosa sin llamar la atención. En su lugar, se dispuso a estar atenta a la marcha de Sarah.
Tres hombres se reunían en la mansión de Herbert Shepard, creyéndose libres de miradas ajenas o del espionaje de criados curiosos. No podían saber que, desde hacia diez minutos, una sombra oía sus palabras desde una ventana abierta. El señor de la oscuridad había contactado con Burbank poco después de que Eleanor Lancaster lo llamase; sin embargo, en lugar de al Red Velvet, su instinto, y una vieja foto, lo habían compelido a visitar la mansión del banquero.
—No vamos a entregar nada. Está decidido —proclamó un hombre de físico poderoso y cabellera aun rubia, pese a que no estaba lejos de los cincuenta. Era Johnny Nelson, el rey de la «seguridad» en los clubes nocturnos—. Ese perdedor puede ser capaz de matar a un viejo chino, pero no podrá hacer nada contra mis chicos.
El banquero hizo ademán de decir algo, pero se limitó a servirse otro vaso de whisky de la botella situada sobre su mesa, ya casi vacía.
—Y fracasarán, Johnny. Estamos sentenciados. Vamos a morir. Tu hijo también morirá y la hija de Herbert se convertirá en ramera de la Mano Escarlata... y probablemente mi perro se convertirá en su fiel mascota. Solo espero que se mee en su alfombra como ahora lo hace en la mía.
Al contrario que sus dos compañeros, el hombre que acababa de hablar vestía un traje corriente y arrugado; una barba de un día le daba cierto aspecto de facineroso y sus ojos presentaban el brillo febril típico de los embriagados. Sin embargo, era el único que no había contribuido en el drenaje de la botella. No era famoso entre la alta sociedad; sin embargo, entre ciertos círculos intelectuales poco ortodoxos, Lazarus Peake era una leyenda.
— ¡Malditos seáis los dos! —Rugió Shepard—. ¡Tenemos que cumplir nuestra parte del trato!
— ¿Y quién te dice que ahora la cumplirá! —apuntó Nelson.
—Hace veinte años, en Nueva Frisco[1], lo hizo —susurró, más que dijo, el banquero.
—¿Y quién te dice que vaya a hacerlo ahora? Mira lo que le pasó a Wu.
—Rechazaría cumplir con su acuerdo...
—Eso no podemos saberlo, Herbert. De hecho ni siquiera sabemos si es él. Hace diez años no se presentó —añadió, dejando que sus palabras calasen en sus compañeros.
—Para estar muerto, apioló muy bien a Wu —intervino el profesor Paeke.
El amo de la seguridad de los clubes nocturnos ignoró al intelectual y volvió a encararse con Shepard.
—Acepta mi protección y acabaremos con ese malnacido. ¿Dónde está tu hija?
—En una cena en casa de una amiga, creo. —El banquero se sentó y enlazó sus manos en un gesto rayano con la plegaria—. ¡Dios! Tal vez está ya en su poder.
—No creo que pase eso, Herbert.
—Tú mismo dices que no podemos confiar en su palabra...
—Pero sí en su ambición. Aún si busca matarnos, paguemos o no, no desdeñará la oportunidad de hacerse con los dos millones que te exige. Tu hija estará a salvo hasta mañana por la noche—. Acepta mi ayuda.
El banquero se limitó a asentir.
—Señores —los sobresaltó Peake, de quien casi se habían olvidado—. Si la charla ha terminado, yo voy a recogerme a mi apartamento a la espera de mi turno de muerte.
Poco después de la marcha del sabio, las sombras se hacían menos densas en torno a la ventana del despacho.
—¿Y qué es lo que espera que haga yo por usted, señorita Shepard? —preguntó Joan Wang en tono gélido.
La muchacha acababa de contarle que había descubierto una carta dirigida a su padre en la que alguien amenazaba la vida del banquero y su propia libertad. 
—Yo... dicen que usted no teme a nadie. Que su local no tiene problemas aunque no compre su seguridad a las bandas... Pensé que podría ayudarme...
Joan Wang miró a la llorosa joven. Un año antes, su expresión solo le habría despertado desdén; ahora le causaba emociones en las que prefería no pensar. Porque la realidad era que ella no debía tener sentimientos. Joan Wang no era una simple directora de un club nocturno, ni una heredera; era una alumna del templo de Zaresh, una guerrera que se guiaba por tres sencillas máximas: guardar absoluta fidelidad a su señor y a su pueblo; luchar con todas las armas a su alcance, y no caer en las redes del demonio de los sentimientos.
Sin responder a la expectante Sarah, Joan abrió la tapa de una caja de cigarros situada sobre su escritorio. No contenía tabaco, sino un frasco vacío en cuya etiqueta se veía una letra «V», la inicial de «La Verdad»; antaño, la caja había contenido una jeringuilla, pero Joan ya no la necesitaba. Después de que la primera dosis, tomada a espaldas de su padre, le hiciera traicionar a su señor para liberar a Diana Hunt de sus garras, Joan no había necesitado muchas tomas para admitir lo obvio. Era una guerrera indigna de Zaresh. Sus sentimientos la habían hecho traicionar al señor al que se debía, porque otro líder guiaba su corazón.
Le bastaba preguntarse qué haría Diana en ese caso, para saber cómo responder a Sarah. Diana la protegería, la acogería en su casa y lucharía contra quienquiera amenazase a los Shepard. Porque Diana era la detective de los desesperados, además de una formidable guerrera.
—Venga. La conduciré a mi apartamento. Pero tendrá que prometerme que no saldrá de él bajo ningún contexto, hasta que la amenaza esté anulada. Pase lo que pase. ¿Dónde piensa su padre que está?
—En una cena, con mi prometido y unos amigos.
—Bien. Llame a su padre desde aquí. Dígale que ha discutido con el señor Norton y ha decido la invitación de una conocida de ir a pasar dos días a su casa de Connecticut, para pensar en el futuro.
—Pero si mi padre intenta contactar con Jimmy y descubre que no discutimos...
—Seguirá una pista falsa, lo mismo que el hombre que los amenaza si se entera de su marcha.
Joan abrió un cajón de su escritorio y saco un cuchillo curvo, de repujada funda dorada, que se guardó bajo el corpiño, ante la mirada aterrada de su protegida.
—La dejare tranquila mientras hace su llamada, señorita Shepard. Pero recuerde, está rumbo a Connecticut.
Elisabeth Wu se aovillaba en su cama sin poder dormir, pese a ser aquel el lecho más cómodo y lujoso donde había dormido. Desde que despertara en aquel extraño lugar días antes, su vida era puro terror. Su carcelero y la cohorte de mujeres que le servían, no la trataban mal; eran atentos y le proporcionaban las mejores viandas y ropajes. Pero la joven habría preferido estar en una celda húmeda y sombría. Aquella amabilidad olía a lavado de cerebro, olía a servidumbre, olía a que ella se convertiría en asesina y concubina al servicio del hombre de los guantes rojos.
La muchacha se estremeció al oír las bisagras de la puerta de su lujosa celda; cerró los ojos, dispuesta a fingirse dormida. Poco a poco, unos paso se encaminaron al lecho. Alguien apartó las sábanas y se sentó a su lado. Sin embargo, la joven no abrió los ojos. Una mano comenzó a acariciarla, por encima de la exigua tela de su camisón.
—Mi bella señorita Wu —susurró el embozado—, pronto te convertirás en mi letal Perla Gris.
Las lágrimas comenzaron a agolparse tras los párpados cerrados de Elisabeth.
La noche empezaba a declinar; sin embargo, las sombras del dormitorio de Johnny Nelson eran densas. Amparadas en ellas, las manos blancas de la Sombra extraían la tercera carta de la noche;
como en las otras dos ocasiones, la desplegaron sin hacer ruido. La misiva no difería de las otras dos, apenas cambiaban el pago exigido, el futuro del ser más querido y la fecha. La Sombra devolvió la carta al lugar exacto donde había estado. Luego, con la ayuda de sus ventosas, descendió por el la pared hasta llegar al callejón. Aún no sabía quién se ocultaba bajo aquella mano carmesí, pero una cosa sí sabía: la Sombra lo detendría.
El oscuro justiciero puso rumbo a su refugio. Aún tenía cartas que escribir y agentes que movilizar.

Continuará…

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Referencias:
1 .-
En esta realidad alternativa San Francisco no fue reconstruida tras el terremoto, sino que se construyó otra urbe, no muy lejos de las ruinas de la antigua, llamada Nueva Frisco.


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