Mystery Men nº01


Título: Peligro en Cozumel (I)
Autor: Julio Martín Freixa
Portada: Julio Martín Freixa
Publicado en: Enero 2015

¡Nueva serie! Comienza un serial en el más clásico estilo pulp, con un caso del misterioso Doctor Drom ¡Peligro en Cozumel! ¡Nuff said! ¡¡No dejes de leerla! ¡Te arrepentirás!!
Action Tales presenta:

Creado por Julio Martín Freixa

Una elegante pareja se bajó del Oldsmobile de 1938 que acababa de detenerse junto a la acera. Tomados del brazo, subieron los peldaños que les separaban de la puerta de aquel vetusto edificio restaurado que traía reminiscencias de la época colonial. Entraron sin llamar, pues todavía estaban en posesión de la llave que daba acceso a la residencia de su ilustre huésped, a pesar de que habían pasado largos años desde su última visita.

—Todo está como lo recordaba, Ágatha —dijo el Doctor Dröm, dejando su sombrero y su macferlán en el perchero que conocía tan bien—. Casi parece que no haya pasado el tiempo.

—En realidad, solo han pasado diez años, querido —la voz de la dama era indescriptiblemente atemporal, como una grabación procedente de un pasado futuro—. Para alguien como yo, bien podría haber sido un mero suspiro.
Dejaron atrás el zaguán para entrar en la biblioteca, donde con toda seguridad tendría lugar la reunión. Allí pudieron comprobar que no eran los primeros en llegar. Junto al mueble bar, su viejo amigo Garland Faust (viejo en más de un sentido, pues, al igual que Agatha Mandrake, se trataba de un inmortal con siglos de edad a sus espaldas), mientras que una segunda figura de rostro cetrino se hallaba sentada a la mesa. Se trataba de un hombre de aspecto patibulario con una cicatriz que le cruzaba la cada sobre el ojo izquierdo.
—¡Devon, viejo amigo! —dijo Garland Faust, tendiendo su mano izquierda hacia él. La derecha,
junto con el brazo, el hombro y parte del torso, presentaban su habitual tamaño descomunal, que le hacía caminar de forma irregular por la diferencia de peso entre ambas mitades—. Deja que te vea. ¡No has cambiado nada! Y Ágatha... Tú tan bella como siempre.
—Se nota tu origen francés, monsieur Faust —contestó Ágathan tendiéndole la mano a su vez, para que la besara—. Todo son galanterías.
—Mais non, mademoiselle —repuso—. Ya casi estamos todos.
—¿No ha venido todavía? —preguntó Dröm, haciendo referencia al dueño de la casa.
—Aún no, pero haremos tiempo poniéndonos al día de nuestras historias. Tengo entendido que hace poco visitaste la tierra de los mayas...

—Es cierto, Garland. Y te aseguro que se trató de una historia de lo más inquietante —repuso el Doctor Dröm, mirando de reojo al desconocido taciturno. Garland Faust captó las reservas de su amigo y se apresuró a tranquilizarlo:

—No te preocupes por él, Devon. Si él lo ha citado, es que es de total confianza. No ha hablado mucho desde que llegó, y eso ya es una buena señal.
—Supongo que tienes razón. —Dröm tomó un sorbo de la taza de té que le había ofrecido Garland Faust, mirando a la nada mientras se preparaba para relatar su último caso...






—Y así, entregamos el cuerpo de nuestro hermano John Anthony Westerwood a la tierra, para gozar de la paz eterna de Nuestro Señor Jesucristo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén
Las palabras del sacerdote sonaban irreales, como un mal sueño, aquella bochornosa tarde de julio. Padre y hermana del difunto permanecían abrazados ante la fosa, una sima alargada que se abría para recibir el féretro como una amante exigente. Uno a uno, los asistentes fueron ofreciendo sus condolencias hasta que todos se hubieron marchado. Al pie de la tumba, ya cubierta de tierra húmeda, Laura Westerwood miró a su padre a los ojos y le dijo:
—Sabes que tengo que hacerlo, padre. Averiguaré qué le sucedió a mi hermano para tener que acabar sus días así. Creo que se lo debo.
—Laura, acabo de enterrar a un hijo. No me hagas tener que volver a pasar por esto. No lo soportaría. La visión de tu hermano reducido al estado en que pasó sus últimos días ya ha sido lo bastante horrible. Prométeme que no te pondrás en peligro. ¡Déjalo pasar, Laura! Lo que está hecho no puede repararse...

—Ya es demasiado tarde. David ha presentado el proyecto a la Miskatonic esta misma mañana. La universidad ha aprendido a confiar en nuestro olfato de arqueólogos. Es cuestión de semanas que recauden los fondos necesarios para financiar la expedición. Si nosotros no conseguimos llegar hasta el fondo de este asunto, nadie podrá hacerlo. —Arthur Westerwood ya había escuchado a su hija emplear ese tono de firme determinación con anterioridad, y sabía que nada la haría cambiar de parecer. Que Dios se apiadara de su alma.
Oldchapel, New Hampshire.
Seis semanas después.
El estudio, situado en la segunda planta de un edificio de estilo neovictoriano, estaba sumido en la penumbra. La principal fuente de luz era la que emitía un pesado candelabro, que descansaba sobre una recia mesa de roble que hacía las veces de escritorio. Sobre ella, un grueso libro abierto, con caracteres góticos impresos en sus páginas amarillentas, atraía la atención de Devon Mardröm. Más conocido entre el gran público por el sobrenombre de Doctor Dröm, este antiguo alumno de la universidad de Miskatonic disfrutaba de uno de sus raros momentos de ocio. Su apretada agenda, atestada de conferencias, apariciones en debates televisivos, consultas particulares y casos extraordinarios, le dejaba poco tiempo para la meditación. Aquella era la vida que él mismo había elegido, y se sentía a gusto con ella, pero en ocasiones añoraba un poco de recogimiento y sosiego. Desde la planta inferior le llegó el sonido lejano del teléfono, que sería contestado por Agatha, su fiel ayudante, amante y confidente. Unos pasos al otro lado de la puerta precedieron a la aparición de la mujer, ataviada con un largo vestido  entallado color verde botella. Los encajes en las mangas y alrededor del escote le daban un cierto aire de institutriz del siglo XIX. Era el uniforme que usaba para atender la tienda de antigüedades que ocupaba la planta baja, el filtro por el que tenían que pasar todos los potenciales clientes que solicitaban los servicios del Doctor Dröm.
—Tienes una llamada de Arthur Westerwood, desde Miami. Dice que es un asunto de vida o muerte.
—Agatha estaba tocada por la mano de la diosa de la belleza, pero de una forma inquietante a la vez que sublime. Por más que uno la observara, resultaba imposible precisar su edad.
—Westerwood... —dijo él, atusándose la perilla entrecana—. Llevaba años sin saber nada de él. Fuimos colaboradores en un trabajo de investigación sobre antiguos textos arcanos de Mesopotamia. Pásame la llamada, por favor. —Su ayudante se deslizó nuevamente escaleras abajo. Un minuto después, la voz de Arthur Westerwood crepitaba a través del antiguo auricular.
—¿Devon? Soy yo, Arthur. —La voz sonaba tensa y cansada.
—Me alegro de oírte de nuevo, viejo amigo. ¿Cómo va todo?
—La verdad es que no muy bien. Recientemente he perdido a un hijo, en extrañas circunstancias, y mucho me temo que mi hija Laura vaya por el mismo camino.
—Lamento oír eso, Arthur. ¿Qué ha pasado?
—Preferiría hablarlo en privado, Devon. ¿Crees que podrías venir a verme a mi casa de Fort Lauderdale? Creo que este podría ser un caso para el Doctor Dröm. Comprenderás por qué es preferible que seas tú el que venga a visitarme, cuando te cuente todos los detalles. Solo te pido que no te demores, pues la vida de Laura puede estar en grave peligro.
—Tendré que cancelar algunos compromisos, pero de todos modos lo haré. Te conozco lo suficiente como para saber que no me llamarías por un asunto banal. Le diré a Agatha que me reserve el primer vuelo que esté disponible.
—Gracias, Devon. No sabes cuánto te lo agradece este pobre viejo desesperado.

El vuelo nocturno desde Massachussets hasta Fort Lauderdale aterrizó puntual. Nada más tomar tierra, el aire cálido de Florida le robó por un momento la respiración, cayendo sobre el Doctor Dröm como una masa opresiva. Pero había algo más en el ambiente, una fuerza insidiosa que saturaba su percepción extrasensorial, abrumándole. Tomó un taxi en la terminal, rumbo a la dirección que Agatha había anotado. Pese a que eran más de las dos de la madrugada, estaba seguro de que Arthur le estaría esperando levantado.
Le recibió un anciano demacrado, con sombras de un profundo gris debajo de los ojos hundidos. Pese a que Mardröm le recordaba como un altivo y vivaz hombre maduro, lleno de vitalidad y afán de conocimientos, ahora tenía ante sí un anciano encorvado y derrotado.

—Devon, gracias a Dios que has venido —dijo, con un fugaz brillo de esperanza en los ojos resecos—. Pasa, por favor.

Tomaron asiento en la sala de estar, presidida por una imponente biblioteca que cubría tres de las cuatro paredes por completo. Tras las formalidades de rigor, se sirvieron una taza de café humeante y  Arthur procedió a relatarle lo sucedido.

—Todo empezó cuando mi hijo John comenzó a interesarse por mis viejos manuscritos sobre civilizaciones perdidas y cultos religiosos olvidados. Tú estarás al tanto de su contenido, puesto que hemos colaborado juntos en algunos de ellos. —El Doctor Dröm asintió, dando un sorbo a su taza de café—. Al principio se trataba más de un juego que de otra cosa. A mí me enorgullecía que por fin el chico pareciera interesarse por los libros, pues siempre había sido un mal estudiante.
»Conoció a una chica en la biblioteca estatal. Ella estaba devolviendo unos tratados de astrología por los que él había estado preguntando. John me contó que fue un caso de amor a primera vista. Comenzaron a salir juntos, y al cabo de un tiempo, mi hijo desapareció sin previo aviso y sin dejar rastro. De eso hace ya tres años, durante los cuales no supe nada de él hasta que regresó, hace dos meses, afectado por un profundo trastorno paranoide y murmurando frases sin sentido. Una retahíla de términos astrológicos, aparentemente inconexos, que repetía sin cesar día y noche como un mantra. «Van a venir a por mí», decía una y otra vez. Apenas era capaz reconocer a mi hijo en aquel loco balbuceante que se negaba a comer y no conseguía dormir sin tener atroces pesadillas, que le hacían gritar en sueños. Y aquel archivador que trajo, repleto de textos indescifrables y espantosos dibujos... No conseguí descifrarlos, Devon. Con todos mis títulos académicos, y mis conocimientos de lenguas muertas, no fui capaz. Sánscrito, arameo, latín... Ninguna se correspondía con aquellas inscripciones garrapateadas a mano.
»Finalmente, antes de que yo pudiera conseguir ayuda médica adecuada, se suicidó en su cuarto, colgándose de la lámpara con una cuerda de piano. Le enterramos tan solo hace un mes.
—Lamento profundamente lo ocurrido, Arthur. Pero dudo que hubieras podido hacer nada por evitarlo. —Tras un breve silencio, añadió—: ¿Hay algo que yo pueda hacer por ti?
—Ciertamente, sí. Se trata de mi hija, Laura. Como sabrás, es una de las arqueólogas más reconocidas hoy en día. Trabaja en el grupo de David Forrester, los mismos que descubrieron las extrañas inscripciones atlantes cerca de la isla de Pascua.
—Sí, lo recuerdo —dijo Mardröm—. Trabajan en colaboración con la universidad de Miskatonic.

—Cometí un error, Devon. Le conté los detalles de la muerte de su hermano, incluso le dejé ver los escritos... y el mapa. No pude hacer nada para impedirle que se los llevara consigo. Debía haber sabido que se pondría a investigar. Hace unos días supe que la empresa en la que trabaja, Archeotec, había recibido fondos de la universidad para excavar en la isla de Cozumel, en México. Han debido de descifrar el mapa, estoy seguro. Y ahora tengo miedo. Estoy convencido de que mi hijo cayó en las garras de una secta destructiva, Devon. Adoradores de un culto más antiguo que los propios mayas, que le lavaron el cerebro. De algún modo consiguió escapar, y vino a mí en busca de ayuda. Yo fui incapaz de ofrecérsela, pero pude sobreentender lo suficiente de sus delirios como para adivinar la verdad. Y ahora, Laura y sus colegas van a desenterrar un secreto que lleva tal vez miles de años olvidado. Ellos lo saben, y me temo que van a eliminarlos igual que hicieron que John se quitara la vida. Por favor, Devon. No puedo acudir a nadie más con una historia tan disparatada como esta. Me tacharían de loco, de senil. Devuélveme a mi Laura con vida y te daré lo que me pidas. Aquí tienes un adelanto de diez mil dólares, para empezar.
—Está bien, Arthur, acepto el caso. —El Doctor Dröm cogió el sobre que le tendía el anciano de manos temblorosas y lo introdujo en su bandolera de cuero—. Es una lástima que ya no tengas los escritos...

—Ah, pero sí que los tengo —dijo Arthur, con una sonrisa de astucia—. Antes de que Laura se los llevase, hice fotocopias.

Otro taxi le llevó al ferri que partía desde Miami hacia la isla de Cozumel. El sol comenzaba a alzarse en el horizonte, tiñendo las aguas de una cálida tonalidad dorada. Una simple llamada le había bastado para que un contacto de confianza le preparara el visado de turista necesario para entrar legalmente en territorio mexicano. Un bracero del puerto le hizo la entrega, en el interior de un sobre lacado. Devon Mardröm sonrió para sus adentros, preguntándose qué sería de él sin la legión de amigos que estaban siempre dispuestos a prestarle su ayuda. Durante la travesía, tuvo tiempo de examinar más detenidamente los desordenados papeles que le había entregado Arthur Westerwood. La mayor parte no eran más que garabatos sin sentido aparente, pero había un símbolo en forma de tridente que se repetía con frecuencia. En seguida supo que se trataba del signo de Neptuno. Si estaba en lo cierto, aquello podría explicar en parte la inesperada conducta del difunto John. Su interés por la astrología, unido a su misteriosa desaparición y el testimonio de su padre apuntaban a que habría podido estar en contacto con algún tipo de secta. Según los estudiosos de la astrología, aquellos que entran bajo la influencia de Neptuno han alcanzado una consciencia espiritual superior. Pero dicho influjo es sutil e intangible, observándose ciertas manifestaciones negativas en el adepto, tales como perturbaciones psíquicas y extraños desórdenes físicos muy difíciles de diagnosticar. En cuanto al mapa, sabiendo gracias a las investigaciones de Laura que se correspondía con la isla de Cozumel, no era complicado ubicar el lugar marcado con el tridente. Se encontraba en plena jungla, a tan solo unos minutos de marcha a pie del yacimiento arqueológico de San Gervasio.

—Disculpe si interrumpo algo —dijo una suave voz femenina a su espalda, sacándole de sus pensamientos. Dejó de contemplar la estela que dejaba el ferri, para girarse hacia la muchacha—.
Pero creo que su cara me suena... ¿Nos conocemos de algo?
—No necesariamente —respondió él, contemplando la silueta escultural de quien, a juzgar por el fular y la cámara de fotos, debía de ser una turista—. Pero ese es un problema que puede ser fácilmente remediado.
—¡Ahora caigo! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. Usted es ese místico que sale por la tele. ¡El Doctor Drum!
—Me ha cazado, lo reconozco. Pero es Doctor Dröm —contestó, volviendo a meter los papeles en su bandolera—. ¿Va a Cozumel a echar unas fotos?
—Bueno, había pensado tomarme unos días de relax en la isla. Algo de playa y cócteles. —La muchacha jugueteaba con su daiquiri de forma sensual. Sus cabellos dorados reflejaban los rayos del sol—. ¿Y usted? ¿Algún fantasma anda suelto por México?
—Estoy seguro que habrá multitud de fantasmas sueltos por México, señorita, pero en esta ocasión también he venido en busca de algo de paz. ¿Ha venido usted sola, señorita…?
—Slaughter. Felicia Slaughter. Aunque puede llamarme, simplemente, Felicia. Lo cierto es que prefiero viajar sola. Una mala compañía es capaz de arruinar toda la diversión, ¿no cree?
La conversación fue derivando hacia temas ligeros, al tiempo que la joven acortaba cada vez más el espacio que la separaba del Doctor Dröm. Al cabo de un rato, ella había entrelazado sus manos por detrás de la nuca del místico. Olvidándose de su bebida, la mujer acariciaba su cabello ondulado mientras le susurraba al oído:
—Nadie nos mira ahora. ¿Te atreves a probar algo especial?
Algo en el tono empleado por la rubia le puso sobre alerta de forma repentina. Al contemplar por un fugaz instante el rostro de ella, contorsionado en una mueca de furia, reaccionó justo a tiempo. Sujetó la muñeca que empuñaba un objeto metálico, con el que había estado a punto de apuñalarle en la espalda. Giró sobre sus talones para empujar a su atacante sobre la borda donde estaba apoyado momentos antes, tratando a su vez de evitar el filo que buscaba su carne. La chica trató de arañarle la cara con la mano libre, pero Dröm bloqueó el golpe con el brazo y le asió el cuello con fuerza, doblando su columna hacia atrás. Con medio cuerpo fuera de la cubierta, la asesina no soltaba el arma.
—¡Dime quién te envía! —gruñó el doctor—. Si no lo haces, te arrojaré por la borda.
—¡Púdrete, gusano! No te diré nada... —Sabiéndose acorralada, la mujer se impulsó hacia atrás, pasando todo el cuerpo sobre la barandilla en una voltereta temeraria. El ruido de huesos triturados fue horrible, al golpear la hélice, dando paso a un remolino de tinte carmesí. Dröm no pudo hacer nada por impedirlo. Todavía conmocionado, se percató de que el arma homicida había caído sobre la cubierta. Al examinarla de cerca, comprobó que se trataba de una especie de daga ceremonial tallada con símbolos cabalísticos... entre los que se encontraba, sobreimpresionado, el signo de Neptuno.


Continuará...


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