The Shadow nº05


Título: Lobos sobre Broadway (II)
Autor: Ana Morán Infiesta 
Portada: José Baixauli
Publicado en: Abril 2015

Prosigue el enfrentamiento contra los Amos de la Noche. ¿Logrará La Sombra rescatar a Cliff Marsland de la trampa tejida por Selene? ¿Cuál será el destino de Arline Griscom? ¿Qué pálpito puede tener Joe Cardona al ver los cadáveres de seis lobos alfombrando una calle de Broadway? Solo la Sombra lo sabe...
¿Quién conoce el mal que acecha en el corazón de los hombres?
Creado por Walter B. Gibson


I

Joe Cardona miraba concentrado los contornos de tiza, testimonio, junto con la sangre, del levantamiento de cinco cadáveres de lobisomes. O, si era estricto con el protocolo racial, tres lobisomes y dos mestizos. No estaba en Chinatown ni en los muelles de Brooklyn, donde semejantes peleas eran comunes, sino en una esquina de Broadway. Pero, como en aquellos territorios salvajes, nadie daba muestras de haber escuchado la refriega, solucionada con armas blancas en su mayor parte. Solo uno de los muertos había caído bajo las balas.

—Parece preocupado, detective Cardona.

El as de la policía neoyorkina se giró en dirección a la voz que lo había sobresaltado, para encontrarse con el rostro estoico de Lamont Cranston.

—Un poco tarde para pasear por Broadway, señor Cranston.

—Salía de una aburrida cena y decidí comprobar si el Red Velvet seguía abierto —bostezó el millonario.

El agente sonrió bajo su estrecho bigote. Los rumores sobre las relaciones entre la propietaria del night club y el millonario no le eran ajenos.

—Me temo que ha llegado tarde, esta vez. Y tampoco encontrará a la señorita Wang en su apartamento —añadió—. Hoy ha habido una pelea de bandas aquí mismo y mis chicos han estado interrogando a los vecinos. En el apartamento de la señorita Wang, no ha contestado nadie.

—¿Una pelea de bandas en pleno Broadway? —incluso en el rostro impasible de Cranston se delataba la sorpresa ante semejante suceso.

—Alguien deseoso de competir con los lobos por el control de los clubs, nocturnos, tal vez —apuntó el detective, aunque él mismo veía lagunas en su teoría.

«Y tal vez habría que preguntarse por qué la señorita Wang estaba desaparecida—pensó el agente. Tal vez los lobos han pasado a los secuestros».

Cardona desdeñó ese pensamiento tan rápido como terminó de perfilarse en su mente. En ese caso, no habría cadáveres lupinos alfombrando el suelo, sino los de algún empleado o cliente del Red Velvet. Los moscones rondaban a Joan Wang incluso a la hora del cierre del local. Tenía que ser una pelea de bandas.

—Esta ciudad está cada día más loca, ¿no cree?

—¿Hablando solo, Joe? —lo sobresaltó una voz femenina.

Al girarse Cardona no se encontró con el viejo amigo del comisario Weston, sino con una mujer vestida con pantalones marengo y una gabardina arrugada, camisa gris perla con el cuello abierto, para dejar a la vista un Ankh, abalorio habitual en ciertos bast orgullosos de su herencia. Todo ello, unido a una melena rubia sujeta de cualquier manera en una cola, daba a su dueña un aire bohemio, a pesar de sus facciones aristocráticas. Al menos si uno no captaba el brillo de sus ojos; en esos momentos, la mujer más parecía una leona dispuesta a abalanzarse sobre una presa. La detective Elisabeth Barth, reciente incorporación de la policía de Nueva York, sobrina del antiguo y nada añorado jefe de policía Wainwright Barth. El inspector aún no tenía claro si se sentía cómodo o no trabajando con ella. La agente parecía tomarse en serio su trabajo, y había tenido una buena hoja de servicios en Nueva Frisco, pero no dejaba de ser una Barth con sangre felina. Y ya se sabía cómo eran los bast, independientes, caprichosos y fieles únicamente a sí mismos.

—Más bien con un millonario poco amante de las despedidas —se limitó a contestar en tono neutro—. ¿Has tenido suerte con la señorita Wang?

Más por cabezonería que por lógica, Cardona había ordenado un último intento de establecer contacto con la sensual empresaria.

—Siguen sin responder. El Velvet cierra pronto, tal vez se haya ido a disfrutar de la noche en otro lado.

—Confiemos en que sea eso. De todas formas, tampoco podemos entrar en la casa sin permiso.

El as de los detectives se habría sorprendido al saber que, mientras él se preguntaba sobre la cordura de la ciudad, alguien que no conocía de límites al allanamiento de morada se había adentrado en una esquina sombría del callejón. Amparado en la oscuridad, se había tocado con las prendas que llevaba colgadas del brazo, una capa y un sombrero de ala flexible, para trepar silencioso por la pared, sin necesidad siquiera de recurrir a los ventosas. Los ladrillos y las decoraciones rococó ofrecían buenos asideros a un escalador ágil como un felino.

Antes de que los agentes concluyesen su charla sobre Joan Wang, La Sombra se deslizaba en el interior de su apartamento. Con una pequeña linterna iluminó el salón; no vio nada de interés, salvo un teléfono ligeramente ladeado. Sus pasos pronto lo llevaron al baño. En el lavabo alguien había arrojado un corpiño desgarrado y manchado de sangre, tanto en su exterior como en el forro. La Sombra abrió el armarito ubicado sobre el lavamanos. Albergaba una pequeña colección de medicinas y, sin embargo, resultaba imposible localizar entre ellas instrumental alguno para curas, ni apósitos o vendas siquiera. No obstante, en el suelo había restos de esparadrapo y gasas.

El vigilante apartó una de estas últimas con la punta del pie y se deslizó por otras habitaciones. No vio en ningún signo de lucha, aunque la puerta del armario ropero del dormitorio principal estaba entreabierta. Se quitó los guantes y se sumergió entre las ropas; sus hábiles dedos tentaron el fondo del armario hasta dar con los resortes que abrían el armero de Joan Wang.

Los ojos de La Sombra brillaron como carbones encendidos al posar la vista sobre el contenido del mismo. La mortífera espada de Joan Wang seguía en su sitio, pero faltaban, al menos, dos cuchillos curvos y el brazalete lanzaestrellas. La Sombra cerró el compartimento secreto.

Una risa sepulcral reverberó en el cuarto. Ya sabía, por los informes de Burbank, que Joan Wang y Eleanor estaban en Chinatown, pero había deseado corroborar las teorías de la policía y aprovechar la ocasión para descubrir el santuario secreto de la enigmática asesina.

Poco después, la ventana del salón se cerraba y él regresaba a una calle ya por completo desierta. Un taxi se detuvo muy cerca de donde él estaba.

—Vayamos a ver a la señorita Lane, Moe.



—¿Así que os atacaron seis lobos?

Harry Vincent y Eleanor Lancaster hablaban entre susurros, aprovechando el amparo del sonido de la ducha y la circunstancia de que Joan Wang se había autoimpuesto la tarea de curar y velar por Susan Lane. Hasta ahora, la muchacha apenas había podido referirle a su compañero la pelea mantenida en el callejón. El joven parecía especialmente impresionado por el hecho de que Joan hubiese matado a cinco lobos ella sola, por más que hubiese visto a La Sombra encargarse de mayor número de rivales.

—Supongo que tres deberían haberme seguido a mí y se aliaron con los otros al ver que Joan y yo nos íbamos juntas. A no ser que todo sea un montaje —añadió sin dejar de limpiar el corte.

Vincent contuvo una mueca de dolor antes de indicarle que se explicase.

—Joan Wang lleva un dragón tatuado en el seno izquierdo. Un dragón del color de sus ojos.

Harry se limitó a empalidecer. El agente había ayudado a La Sombra en su investigación del Dragón de Jade y estaba familiarizando con las circunstancias del rescate de Eleanor, también con algunos detalles de su cautiverio. Y se imaginaba que la joven se había callado los más angustiosos. El agente de La Sombra hizo ademán de seguir preguntando, pero las palabras quedaron congeladas en sus labios.

—¿Cómo eran las patas delanteras de ese dragón? —Susurró una voz siniestra que semejaba emanar de ninguna parte.

¡La voz de La Sombra!

En el exterior de la ventana se perfiló una figura sombría, tocada por un sombrero de ala ancha y flexible que, en ese momento, no ocultaba por completo una nariz aguileña sobre la que brillaban dos ojos como carbones encendidos.

—¿Las patas delanteras? —tartamudeó más que dijo Eleanor. Sin embargo, su jefe se limitó a seguir mirándola, inmóvil, con sus ojos centelleantes.

La muchacha cerró los párpados, tratando de evocar el tatuaje de Joan, al tiempo que, en su interior, rezaba para que la joven no escogiese ese momento para regresar al cuarto. Vio un cuerpo curvado, unas patas traseras poderosas y unas largas alas que se agitaban para mantener la mole de su dueño flotando sobre el seno de una inconmovible asesina de metro cincuenta y cinco. Coronando las alas, vio unas pequeñas garras, mas no patas delanteras como tales.

Y así se lo explico a La Sombra.

—¿Recuerdas cómo era la marca del Dragón de Jade?

Como para haberla olvidado, pensó Eleanor. Casi cada noche, en sus sueños, volvía a ser una aterrada Alicia Clark, volvía a sentir el frio erizando su piel herida y semidesnuda, el miedo; la mirada de su captor desde las profundidades de su máscara y la del dragón que coronaba esta... También volvía a percibir la irracional sensación de que el animal iba a salir volando de la capucha y quebrar su cuello con sus poderosas garras delanteras. Unas garras como manos.

«Unas garras como manos» , repitió mentalmente. Y unas alas adosadas al lomo.

—Continúa al lado de Joan Wang —susurró La Sombra, sin darle tiempo siquiera a manifestar sus pensamientos.

Antes de que Eleanor y Harry tuviesen tiempo a decir nada, el oscuro vigilante se esfumó. La joven no podía decir cómo había sido, pero, donde antes se irguiera la oscuridad, ahora se colaba la luz de las farolas de la calle. Y otra luz, la del techo del dormitorio, iluminó la estancia.

—Así estaremos más cómodos que con esa luz de mesita de noche —los sobresaltó la voz de Joan Wang.

A su lado, se arrastraba, más que caminaba, una criatura herida vagamente parecida a Susan Lane. La muchacha se cubría con un jersey ancho y uno de esos pantalones de vaquero que habían puesto de moda los nacidos en el Oeste. Más que una sofisticada cantante de Nueva York, digna del majestuoso alias de La Hija del Dragón, parecía una adolescente recién fugada de su casa. El efecto no solo se debía a la ausencia de artificios, o a que Susan se presentase ante ella por primera vez con ropas occidentales, sino a su pose. El llanto había enrojecido los ojos reptilianos de la muchacha y abotagado su rostro; su pose, siempre erguida, era ahora una patética caída de hombros, unos antebrazos cruzados delante del pecho y un aterrado temblor en los labios.

Eleanor se apresuró a hacerle una señal a Harry para que se levantase de la cama, donde lo habia estado curando, y se encaminó hacia Susan. Esa noche había aprendido que uno podía confiar su vida a Joan Wang, pero no esperar un solo gesto de cariño de ella. Con una ternura propia de otra víctima de la depravación humana, Eleanor pasó el brazo por los hombros temblorosos de su compañera de trabajo.

—Gracias —susurró la cantante, olvidándose de todo y apretándose contra Eleanor; sus lágrimas mojaron el vestido de la agente de La Sombra.

Durante unos segundos, la habitación quedó en silencio. La propia Eleanor apenas era consciente de la mirada impaciente de Joan Wang o de cómo Harry se había sentado en la silla situada frente al tocador de la cantante.

—Para eso estamos, Susan. ¿Quieres acostarte ya?

—Aquí nade va a acostarse —las atajó Joan, sin dar a la cantante ocasión de responder—. Al menos no aquí. Susan se viene a mi apartamento. También tú, a no ser que desees quedar bajo la protección de tu primo —ordenó, señalando con la cabeza al dolorido Vincent.

—Prefiero... Prefiero quedarme contigo —respondió Eleanor al suelo de la habitación.

—Perfecto. Mañana buscaremos el modo en que tu primo de haga llegar algo de ropa —Eleanor miró a su jefa con confusión. En esos momentos su vestuario era lo que menos le importaba—. ¿Supongo que no pretenderás trabajar tres días seguidos con el mismo vestido?

La respuesta de Joan heló a los congregados. Al lado de Eleanor, Susan emitió un pequeño gemido de dolor. La relaciones públicas se demoró en estrecharle el hombro y susurrarle una palabra de tranquilidad, mientras buscaba la réplica adecuada para su jefa.

—¿Estas loca? ¿Piensas abrir el club? ¿Después de lo que ha pasado? —Entre los brazos de Eleanor, la Hija del Dragón emitió otro gemido, como si le diese tanto o más miedo Joan Wang en esos momentos que una manada de lobos vengativos.

Eleanor tampoco se sentía del todo segura, después de haber llamado loca a la mujer más peligrosa de todo Nueva York; a pesar de la impasibilidad de su gesto, sentía cómo los ojos de su jefa la atravesaban cual estiletes de jade.

—Precisamente por eso, tenemos que demostrarles que no tenemos miedo. El Red Velvet se abrirá esta noche.

—No se abrirá esta noche, Joan Wang. Ni esta. Ni las próximas —una voz sepulcral surgió de la oscuridad.

A pesar de estar acostumbrados a las entradas de su jefe, los dos agentes de La Sombra empalidecieron; entre los brazos de Eleanor, Susan Lane empezó a temblar y ni siquiera su amiga lograba tranquilizarla. Sus labios no dejaban de pronunciar dos palabras. Yin Ko. El nombre de La Sombra dentro de Chinatown.

Solo Joan Wang permanecía imperturbable.

—¿Y por qué iba a hacer caso a una Sombra? —preguntó la asesina, girándose en dirección a la ventana.

Durante unos segundos, solo la risa de La Sombra respondió a las palabras de Joan Wang. El señor de la oscuridad surgió de las tinieblas que lo amparaban casi frente a la directora del Red Velvet.

—Porque un guerrero digno de Zaresh debe ser fiel a su amo, y luchar por él y por su gente con todas sus armas. Y jamás debe dejarse llevar por el demonio de los sentimientos.

Joan empalideció al oír aquella sentencia, extraña a los oídos de todos, salvo los de ella y La Sombra.

—¿Acaso pretendes ser mi amo? Lamento decepcionarte, vigilante. Aunque esté exiliada en Nueva York, mi señor no ha renegado de mí.

—No pretendo ocupar el lugar de Ojos de Jade en tu lealtad, Joan Wang. Pero tú misma has encontrado en Nueva York a tu gente.

Una mano pálida surgió de la oscuridad y abarcó a los congregados. En el anular, Eleanor vio refulgir el ópalo de fuego de La Sombra.

—Y sabes que te estás dejando llevar por la furia.

—Nunca me he dejado llevar por mis sentimientos y no creo que estar haciéndolo ahora.

—¿Estás segura? —el ópalo de fuego, quedó lanzando su refulgir hipnótico directamente contra los ojos de Joan Wang.

Eleanor no tenía claro a cuál de las dos aseveraciones se refería la pregunta de La Sombra, o si era a ambas, pero la imperturbable directora del Red Velvet cerró los ojos, como si temiese aquel fulgor. Por un segundo, la recepcionista esperó ver una lágrima escapando de las largas pestañas de la asesina. Pero en el corazón helado de aquella criatura no cabían los lloros.

—Mal guerrero es el que no reconoce la maestría de un superior —contestó Joan, mirando directamente a los ojos como tizones de La Sombra—. Acuesta a Susan, Eleanor. Creo que vamos a tardar en marcharnos de aquí y es absurdo que se pase todo el tiempo de pie.



II

Los planes trazados durante la noche anterior tejían un nudo en el estómago de Eleanor Lancaster a la mañana siguiente. Y empezaba a pesar que iba a hacerse peor a medida que avanzase el día. La joven miró al lado opuesto de la cama de la habitación de invitados de Joan Wang. Susan aún dormía, bajo los efectos de un bebedizo proporcionado por su jefa; no obstante, su sueño no era tranquilo, las arrugas de preocupación creaban una dolorosa cordillera en su frente y, de vez en cuando, un quejido ininteligible brotaba de sus labios.

La agente de La Sombra se bajó de la cama y se cubrió con la bata que le habia proporcionado Joan Wang. Le quedaba corta, tanto que dejaba de ver el extremo de la combinación que le habia servido de improvisado camisón, y algo estrecha a la altura del pecho, pero al menos tenía bolsillos donde guardar la tabaquera y el encendedor, además del revólver.

En silencio, cerró la puerta del dormitorio y puso rumbo a la cocina. Joan Wang también estaba en su dormitorio, aunque no dormía; la directora del Red Velvet estaba sentada sobre el suelo de su dormitorio, con las piernas cruzadas en la posición del loto; el aterrador dragón contemplaba a los espías desde el seno desnudo de la joven, los vendajes recordaban a quien contemplase la hermosa desnudez de la asesina la refriega de la noche anterior. Y aún se intuían batallas peores en el horizonte, pensó Eleanor conteniendo un escalofrío.

En la cocina la esperaba una cafetera humeante. Era una suerte porque, viviendo en el Metrolite, su nueva vida tampoco le habia dado demasiadas oportunidades para dominar las tareas de las que se hiciera cargo el servicio doméstico en su antiguo hogar. Aquel brebaje oscuro y cargado y los cigarrillos fueron todo su desayuno; cuando estaba mediando la segunda taza y el séptimo pitillo, el sonido del timbre evaporó el pequeño hálito de tranquilidad. Miró el reloj de pulsera. Aún quedaban casi dos horas para que Harry llegase con sus ropas y el espíritu preparado para ponerse a las órdenes de Joan.

La relaciones públicas se apresuró a aplastar el cigarrillo en un el plato, reciclado en cenicero, y sumergió la mano en la bata. Sus dedos se cernieron sobre las cachas de la pistola, sin llegar a amartillarla, mientras se apresuraba por el pasillo. Ni Joan ni Susan parecían haber oído la llamada cada vez más insistente. Los latidos del corazón de Eleanor coreaban aquel concierto de timbrazos mientras aplicaba el ojo a la mirilla. La identidad de sus visitantes la tranquilizó solo un poco, pese a que La Sombra había previsto su llegada. No obstante, la relaciones públicas habia esperado que fuese Joan quien se enfrentase a los rostros severos e impasibles de Joe Cardona y Elisabeth Barth. Ambos se pasaban alguna vez por el club. El inspector le resultaba agradable, pero la presencia de la detective siempre la incomodaba.

—Inspector Cardona, detective Barth —saludó.

Durante un instante, la imperturbabilidad se esfumó el rostro de los agentes para dar paso a una mueca de genuina sorpresa. El inspector pronto recuperó el gesto opaco; la mirada de su compañera recorrió a Eleanor de pies a cabeza, haciendo temer a la agente de La Sombra que la policía fuese capaz de reconocer el bulto del revólver en su bata de seda.

—Señorita Lancaster, estamos buscando a la señorita Wang —informó Cardona.

—Sí, Joan... —tartamudeó Eleanor, mientras su mente buscaba una forma de salir de aquel escollo.

No podía decirle a Cardona que Joan no estaba. No cuando ese era el apartamento de la directora del Red Velvet. ¿A no ser? Joan tenía un piso en la Quinta Avenida según se contaba… ¿Resultaría creíble que ella estuviese allí y Joan en su piso? O podría invitar a los agentes a entrar y llevarlos a la cocina. Pero ¿y si pedían ver el piso y se encontraban a Susan en la habitación de invitados y a Joan haciendo yoga desnuda y el tatuaje...?

—Joan estaba dormida como un leño hasta que oyó voces —los sobresaltó la voz de la directora del Red Velvet.

Aún turbada, Eleanor se giró para mirar a su jefa; la asesina habia cubierto su desnudez con una bata, atada de manera calculadamente negligente. Si a la agente de La Sombra aún le quedaban dudas sobre qué baza pensaba jugar la asesina se evaporaron cuando Joan le pasó la mano por el hombro. La recepcionista eludió, ruborizada, la mirada de Joe Cardona, cuyos labios se esforzaban por no mostrar una sonrisa. Pero, con eso, solo logró turbarse más todavía cuando cayó bajo el hechizo de los ojos burlones de Elisabeth Barth, puro regodeo felino.

—Disculpen —dijo fingiendo un perfecto bostezo—la de ayer fue una noche agotadora.

Las palabras de la directora del Red Velvet aún añadieron más rubor al rostro de Eleanor; sin embargo, Joan no dio muestras de haberlo notado o de que le importase.

—¿Se han pasado en el apartamento toda la noche?

—Desde que cerramos a las tres de la mañana sí. ¿Ha ocurrido algo malo? —añadió Joan en tono inocente, sin dejar en momento alguno de acariciar el hombro de Eleanor.

—Anoche hubo una pelea de bandas muy cerca de este apartamento —proclamó Cardona, antes de contarles su visión de la pelea protagonizada por ellas la noche anterior.

En esos momentos, Eleanor agradecía la turbación provocada por la actitud de Joan. Los rubores ocultarían cualquier sobresalto provocado por los recuerdos de la pelea. La delicada figura de Joan moviéndose como una oscura saeta para acabar ella sola con cinco lobos. Su dedo apretando el gatillo, la extraña sensación de saber que habia acabado con una vida humana…

—Y aun así no oyeron nada... —añadió la detective Barth.

—No, detective. Lo que empieza a sorprenderme es que los agentes que mandaron a buscarme no nos oyese a nosotras —contraatacó Joan, con una sonrisa provocadora.

Su réplica añadió más turbación al rostro de Eleanor y se ganó una mirada abiertamente irónica por parte de la detective Barth; el inspector Cardona, como de costumbre, permaneció impasible.

—¿Y no ha notado nada raro en el club? Últimamente los clubes nocturnos parecen ser pasto de lobos...

—Anoche todo estaba bien, pero... si no le importa esperar a que coja las llaves, podemos bajar a través del despacho para comprobar que todo esté correcto, inspector Cardona.

El asintió, antes de solicitar a su compañera que permaneciese en el apartamento. Por suerte, la detective no insistió en conocer el piso, se limitó a seguir a Eleanor hasta la cocina y acentuar su mueca irónica al ver el plato cargado de colillas.

—El desayuno ideal tras una noche de placer —ironizó la agente al verla encender un nuevo cigarrillo.

—¿Quiere un café? —balbució Eleanor.

—No, gracias. Solo tomo té —la expresión de Barth se volvía por momentos más felina. Incluso sus pupilas semejaron contraerse hasta formar una falla vertical en medio de dos iris de color cambiante, entre dorado y verde—. Así que no oyeron el timbre…

El rubor volvió a hacerse fuerte en el rostro de Eleanor. La explicación de Joan a por qué no habían oído el timbre le resultaba tan inverosímil que no encontraba en su interior el modo de corroborarla. ¿En qué estaría pensando aquella maldita chalada? Ni Marie había sido tan buena como para que ella no captase ruidos sospechosos cuando…

—O a lo mejor estaban en algún lugar poco apropiado para dos ciudadanas respetables —continuó la policía, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Creo que Joan ha dicho todo lo necesario sobre ese asunto —la cortó en tono gélido, tras aplastar el pitillo mediado en el plato.

—Y yo creo que, si aprecia su pellejo, haría bien en alejarse de Joan Wang. Las serpientes de su calaña pueden ser muy peligrosas para ciertos empleados…

Eleanor empalideció al oír las ultimas palabras, pronunciadas prácticamente en un siseo. Lo sensato habría sido pedir más explicaciones a las mismas, tanto por brindar más información a La Sombra (si algo en la vida de Joan Wang le resultaba desconocido), como por mantener su imagen de empleada desconocedora de las habilidades bélicas de su jefa. Sin embargo, solo acertaba a mirar la ambigua sonrisa de Elisabeth Barth, tratando de averiguar si mostraba burla, ironía o la mera complacencia por ser poseedora de un secreto interesante para Eleanor.

—Si pretende difamar a la señorita Wang, ha dado con la empleada equivocada —se limitó a replicar con gelidez. La provocación podía ser el camino más seguro.

—Puede que me halla confundido de empleada, tiene razón. Siempre me ha parecido una mujer inteligente, pero veo que es tan estúpida y manipulable como cualquier otra humana pura.

Eleanor frunció los labios ante la última réplica, pero no encontró palabras con las que contraatacar a la bast. Se limitó a mirar el Ankh que brillaba en el escote de la agente.

—Si un día está dispuesta a dejar de ser una estúpida y escucharme, llámeme —la sorprendió la policía sacando una tarjeta del bolso de su gabardina—. Aunque le recomiendo que no cuente nada a su jefa. No me gustaría encontrármela un día con la cabeza colgando de dos jirones de carne.

Con una palidez nada fingida, Eleanor tomó la tarjeta que la otra le tendía. Sus labios temblaban, mientras en su mente intentaba recodarse que era una agente de La Sombra, capaz de luchar por su vida, siempre arropada por su jefe… y destinada a vigilar a la mujer de quien Elisabeth Barth parecía desear protegerla. No obstante, no llegó a pronunciar palabra alguna. Apenas hubo guardado el rectángulo de cartón en su pitillera, escuchó abrirse la puerta del apartamento. Las voces de Joan y Cardona las hicieron regresar a la realidad más allá de su conversación. A un mundo, donde el as de la policía neoyorquina parecía aceptar sin sospecha alguna que el Red Velvet cerrase durante tres días a causa de una avería.



III

Cliff Marsland contuvo el impulso de quitarse la americana nada más atravesó la puerta de La Guarida de Pan. Por más que frecuentase el local, no se acostumbraba al perpetuo bochorno que reinaba en el ambiente. Ya se le adhería la camisa al cuerpo cuando llegó a la barra y pidió un whisky doble. Mientras la camarera se demoraba en echar una buena cantidad de hielo a la copa, el agente de La Sombra se dedicó a analizar a los congregados. Aún habia pocos parroquianos en el local y la mayoría se dedicaban a nadar en y beber daiquiris acompañados de las rameras, como si estuviesen en alguna piscina de Miami. Aun así, en una esquina sombría, ya había cuatro lobos acodados en la barra, enfrascados en vaciar a morro una botella de bourbon. Entre ellos, no se le escapó la presencia de Willian Blake. No era habitual que el mestizo se presentase a horas tan tempranas en la taberna. Eso podía indicar dos cosas: más reclutamientos o un golpe.

Era una lástima que Ginger no estuviese allí para sonsacarle información. Esa noche Cliff se sentía intranquilo. No tenía claro si por los lobos o por Arline. Por la mañana la habia sorprendido leyendo una carta, inclinada sobre el cajón de su ropa interior. Una vez leída, su amante habia hecho una bola con el papel y arrojado este a la papelera. Al rescatarlo de la misma, Cliff había comprobado que la hoja estaba en blanco. Eso solo podía significar una cosa. Órdenes de La Sombra. Unas que él no tenía derecho a saber. Por más que aceptase los riesgos de ser agente del señor de la oscuridad, no terminaba de acostumbrase a que Arline hiciese otro tanto.

Pensativo, acercó de nuevo el vaso a los labios, pero no llegó a dar un trago. A veces el lado lupino de Cliff lo alertaba de un peligro antes de que el humano supiese qué ocurría; en esta ocasión sus músculos se tensaron al notar cómo el pelo de su nuca empezaba a erizarse. Sin darle ocasión de planear movimiento alguno, una manaza cayó sobre su hombro con contundencia propia de un ariete; no obstante, en el rostro de Marsland no se manifestó expresión alguna de dolor.

—Hola, Solitario. He oído por ahí que buscas manada —gruñó una voz en su oído.

Los dedos de Blake le apretaban con fuerza el hombro. Sin embargo, Cliff no se inmutó. Como si la continua presión de la mano del gánster no lo molestase, mojó los labios con la bebida y depositó el vaso sobre el mostrador, mientras su mano izquierda se sumergía con discreción en el bolsillo de su chaqueta.

—Has oído mal. Solo busco unos lobos inteligentes con los que hacer negocios y divertirme un poco. No necesito manada —respondió, antes de girar el cuello para mirar al otro directamente a los ojos.

—¿Y por qué iba a interesarnos un lobito sin manada? —pese al tono bravucón de sus palabras, Blake liberó el hombro de Marsland.

—Porque estoy seguro de que vuestro jefe, agradecerá contar con la ayuda de un hombre que sepa negociar con los dueños de los clubs. Incluso después de lo del Black Cat, rechazan vuestras ofertas.

Los colmillos de William Blake asomaron entre sus labios, pero no dijo nada, dejó que Cliff siguiese lanzando su sedal.

—He oído rumores de que incluso una chinita medio metro como Joan Wang se ha atrevido a rechazaros.

—Pareces saber mucho de nosotros, Marsland.

—Un lobo solitario tiene que saber mucho de todos para sobrevivir. Por eso logré hacerme con la seguridad del circuito Derringer.

—Y con tu Caperucita particular —el amo de la noche se lamió los labios en una mueca lasciva, disfrutando del modo en que los tendones se marcaban en el cuello de Cliff.

—Un lobo que se precie no rechaza a una buena Caperucita —se forzó a presumir Cliff—. Y sabe cuándo puede estar en peligro su territorio. Necesitáis haceros con los clubs importantes y yo quiero conservar mi poder sobre el circuito Derringer. Sin embargo, sé que los lobos somos insaciables por naturaleza, y que alguien que tenga en sus manos el negocio de los clubs nocturnos ira luego a por los teatros.

—Un lobito listo...Tal vez Selene se divierta hablando contigo. Síguenos.

Con un gesto de su mano, el mestizo ordenó a los otros lobisomes que se pusiesen en pie.

—Por ahí no —ordenó cuando Marsland se encaminó a la entrada principal—. Por aquí.

La manada se encaminó hacia la parte trasera del local donde se situaba el almacén, lleno de cajas de licor. Al final del mismo se abría una puerta que daba al callejón, donde alguien había aparcado un cuatro-puertas negro. Marsland escrutó la oscuridad en busca de una sombra más densa que el resto, pero no vio señal alguna de su jefe. Solo la negrura de la calle.

Cliff siguió a los cuatro lobos hasta el vehículo y a una orden de Blake, se sentó en la parte trasera, entre dos matones de rostro peludo que casi tapaban por completo los cristales laterales, mientras el coche serpenteaba entre los callejones del Bronx.

De vez en cuando, Blake, sentando en el asiento del copiloto, lanzaba miradas hacia atrás.

—¿Ocurre algo malo? —gruñó el conductor.

—Solo compruebo que nadie nos siga.

—No existe conductor en Manhattan capaz de seguir Speed Grant —presumió el chofer.

Y Cliff no encontró motivo para quitarle la razón hasta que se adentraron en el garaje subterráneo de un edificio solitario. Por bueno que fuese Shrevvy, no podía seguir a coche alguno si se había instalado a esperar frente a la puerta errónea de la Guarida de Pan. Nada más bajarse del coche, atravesaron el aparcamiento y tomaron unas angostas escaleras hasta llegar a la primera planta. Cliff no pudo contener una exclamación. No habia sabido qué esperar del refugio del líder de los lobos. Pero desde luego, nunca se habría imaginado paredes cubiertas de terciopelo y un mostrador de madera de caoba, al igual que los sillones que esperaban la llegada de algún cliente. El ambiente estaba cargado de un perfume exótico, vagamente afrodisiaco. En el perímetro del recibidor, se abrían cuatro puertas. Tras saludar con un asentimiento a una preciosa muchacha humana encargada de la recepción, Blake se adentró por la puerta situada detrás de la muchacha, antes de hacer un gesto a Cliff para que lo siguiese. Otro revés a su aventura; aunque no pudiese dar demasiados datos de momento, había albergado la esperanza de contactar con Burbank, fingiendo que llamaba a su amante. Seguro que la recepcionista le habría dejado hacerlo.

En lugar de eso, le tocaba meterse en un vestuario, acompañado de Blake.

—Será mejor que te prepares —ordenó, lanzándole una toalla.

Cliff la agarró en el aire, sin decidirse a desprenderse de las ropas. Si se había convertido en uno de los agentes de confianza de La Sombra, era gracias a su instinto de supervivencia. Si los lobos le estaban tendiendo una trampa, desnudarse era la mejor forma de quedar a su merced. Si no era una trampa, lo mejor era seguir la corriente. Teniendo en cuenta que solo Ginger, una fuente fiable de información, conocía su interés en los amos, dudaba estar siendo víctima de una encerrona. Además, si iniciaba una refriega pocas oportunidades tendría de salir vivo de aquella lobera, estuviese o no armado. Por debajo del perfume y el aroma tentador de alguna nada inocente caperucita, captaba el rastro de más lobos que sus acompañantes.

—¿No la tienes más grande? —preguntó, mirando con gesto chulesco la toalla.

—Tendrás que conformarte con esa. No te preocupes. Ni Selene ni las chicas son impresionables.

El agente de La Sombra empezó a temer la realidad de una emboscada cuando Blake lo condujo hasta a una de las salas. Era una habitación más espaciosa de lo habitual en esos tugurios, como en el recibidor, el aire estaba cargado de un sensual aroma especiado. Y no habia Selene alguno esperándolo. La camilla estaba vacía. Antes de que Cliff pudiese pensar en un nuevo movimiento, Blake cerró la puerta a sus espaldas.

—No tenga miedo, señor Marsland. No voy a devorarle. A menos que usted me lo pida.

Una acariciadora voz femenina, surgió de la penumbra. Aún desconfiado, Marsland dejó que la desconocida avanzase en su dirección y se encontró contemplando a la de las mujeres más seductoras de Nueva York. Su envoltorio era humano, pero su mirada delataba un espíritu de loba indómita y fiera. Recorrer su cuerpo con la mirada era adentrarse en una carretera plagada de curvas peligrosas rumbo a la perdición. Su belleza era la antítesis de la hermosura delicada de Arline, pero ni siquiera Cliff era inmune a su hechizo. Para acentuar aún más su sensualidad, la desconocida se cubría con una camisa de hombre abierta hasta el ombligo, que se le pegaba al cuerpo a causa del calor y la humedad. Por si el cliente no se había fijado lo suficiente en sus senos, lucia una especie de corbatín de hilo de plata, con dos cabezas de lobo a sus extremos, que se bamboleaban un poco por debajo de la altura del canalillo.

—Veo que no solo sabe apreciar las virtudes de las Caperucitas —sonrió burlona la desconocida.

Más cohibido que alerta, el agente de La Sombra se apresuró a cubrirse la entrepierna.

—Tal vez luego podamos hacer algo con eso. Ahora túmbese, para que podamos negociar.

Pronto, Cliff se encontró obedeciendo las órdenes dadas. Selene se sentó a horcajadas sobre su espalda y comenzó a masajearle los hombros.

—Es usted un lobo inteligente, señor Marsland.

Sin que Cliff fuese consciente de ello, la mano izquierda de Selene dejó de masajearle los hombros y desanudó el corbatín.

—Tal vez demasiado para su salud.

Antes de que Cliff tuviese tiempo a pensar en cómo reaccionar, Selene le enlazó el cuello con el corbatín, con la misma destreza que un tug habría usado su pañuelo.

—Pero, ahora, si aprecia su vida y la de su zorrita, va a confesarme sus verdaderas intenciones. Si es un chico bueno, tal vez le deje vivir.

Cliff cerró los ojos, esperando a sentir la risa siniestra de La Sombra resonando en la oscuridad, pero solo logró escuchar la carcajada burlona de Selene, invitándolo a ser un buen chico.



Ajena al peligro que acechaba a su amante, Arline Griscom trataba de controlar sus nervios leyendo por enésima vez la primera línea de la página once de una novelita de desguace de la serie Caperucitas Guerreras. Normalmente siempre se dejaba llevar por las aventuras de aquellas jovencitas más arrojadas que el mestizo (por lo general lobisomes) de turno, pero esa noche no se podía dejar llevar por la lectura. Nunca se había sentido tan tensa en una misión. A pesar de ser una de las agentes menos activas de La Sombra, era como las protagonistas de sus novelas. No temía a nada, ni antes de conocer a su jefe, ni después. Ni siquiera había dudado a la hora de amar a un convicto de Sing Sing, cuando todavía desconocía la inocencia de Cliff en su crimen y la culpabilidad de su propio hermano. Pero hoy no le tocaba ser la chica dura, sino el florero destinado a ser rescatado y, según las instrucciones no iba a ser por Cliff, ni por La Sombra. De hecho, no sabía de quién dependía su vida ni si ya la estaba vigilando.

De haberse adentrado en su dormitorio, tal vez se habría tranquilizado al ver el fino cable de una polea anclado en su balcón. El cable ascendía hasta una oficina en alquiler, situada en el edificio contiguo y, desde la ventana, una figura enlutada de la cabeza a los pies vigilaba, a través de un catalejo. Su atención, se alternaba entre el dormitorio de Arline y el callejón entre ambos bloques desde el que Harry Vincent acechaba la llegada de los lobos. Llevaba en su mano una de las linternas especiales de La Sombra. Y cada cierto tiempo tenia que dar una señal. Tres intermitencias de luz verde «sin novedades»; tres de luz blanca «policía o problemas imprevistos»; luz roja «lobos».

Una luz carmesí parpadeó en la noche, seguida de otras dos intermitencias. Era el momento de entrar en acción. Silenciosa, se deslizó por la polea hasta el alfeizar de la ventana. Esta estaba entreabierta, tal y como le habia asegurado La Sombra. Los pies ligeros de la asesina no hicieron ruido al tocar el suelo del cuarto. Tampoco cuando avanzó hacia la puerta. La abrió unos centímetros, desde allí tenía una perspectiva perfecta para ver qué ocurría en el salón recibidor del apartamento. Dos eran los lobos disfrazados de corderos. La mano de Joan acarició el mango de su cuchillo.

Aún no era momento de atacar.

El timbre resonó con la cadencia de un tambor de guerra. Durante unos segundos, Arline no acertó más que a dejar el libro a un lado y cerrar los ojos, intentando olvidarse de la amenaza oculta bajo aquella insistente llamada. Soltó aliento y se calzó unas zapatillas de raso rosa, descalzas por detrás, escogidas con el propósito de acentuar su aspecto de débil y delicada caperucita, lo mismo que el resto de su atavío. Y como buena mujer débil y temerosa, abrió la puerta a sus dos visitantes, sin descorrer el pasador.

—Señorita Griscom —saludó uno de ellos colocándole una placa debajo de las narices—, necesitamos hablar con usted.

—¿Ocurre algo malo, agente? —preguntó, con preocupación no del todo fingida. Sus dos visitantes hedían a lobo, a pesar de sus trajes, pero la placa le había parecido verdadera en la penumbra.

—Necesitamos que nos acompañe a comisaria —dijo el portavoz. Su mirada, al igual que la de su compañero, no se apartaba de Arline.

Sin embargo, más que sentirse vigilada, la joven se sentía desnudada. Los ojos de los dos lobos le habían arrancado ya la bata de seda y ahora la desproveían centímetro a centímetro de su camisón.

—¿Puede decirme al menos que ocurre? ¿Le ha ocurrido algo malo a mi padre?

—Lo sabrá cuando lleguemos a comisaria.

El lobo hizo ademán de acercarse a ella. En sus ojos brillaba una amenaza animal; los labios de su compañero se entreabrieron, dejando a la vista unos largos colmillos.

—Está bien. Déjenme cambiarme de ropa —se rindió, haciendo ademán de encaminarse al dormitorio.

«¿Dónde demonios estarían sus refuerzos?». Como agente de La Sombra, sabia obedecer órdenes. También usar la iniciativa propia si era necesario. Si su ayuda no llegaba, pensaba darles a aquellos lobos una panorámica del cañón de su revólver. Tenía licencia. Si ocurría lo peor, nadie podría mandarla a la sombra por matar a dos secuestradores que se habían hecho pasar por policías.

Sin embargo, antes de que llegase a dar el primer paso, una mano de hierro atrapó su brazo.

—Si esa ropa es buena para el Solitario, también lo es para nosotros, muñeca —las uñas del lobo se hundían en su piel. Si intentaba revolverse bien podrían dejarle heridas profundas en el antebrazos, quién sabe si cortarle las venas. Aun así...

Algo silbó en el aire antes de que tuviese ocasión de hilar por completo sus pensamientos. Como en un sueño, Arline oyó al lobo dar un grito y relajar la presión sobre su brazo. La joven no desaprovechó semejante regalo, se escurrió de su captor mientras, en su interior, esperaba escuchar la risa siniestra de La Sombra anunciando la muerte de dos criminales. Y otro tanto parecían pensar ellos, pues, en lugar de intentar capturarla o usarla como escudo humano, se limitaban a mirar a la oscuridad con sus pistolas desenfundadas.

No fue una carcajada lo que surgió de la penumbra, sino silencio, mientras una figura enlutada avanzaba hacia ellos con dos refulgentes cuchillos curvos en sus manos. Arline no podía distinguir el rostro de su misteriosa salvadora, pues estaba cubierto por una capucha que incluso ocultaba sus ojos, gracias a unos cristales.

—Espada Silenciosa —susurró uno de los lobos, alzando su arma.

Arline se quedó petrificada tras el parapeto ofrecido por el sofá. Habia oído aquel nombre; sin embargo, a pesar de servir ella misma a una figura considerada por muchos una leyenda, la habia considerado un mito. Y ahora estaba allí, avanzando con paso tranquilo contra los matones, incapaces de disparar.

Todo parecía un sueño, hasta que un disparo resquebrajó la ilusión. Arline cerró instintivamente los ojos, apretándose contra el suelo. Sintiéndose débil caperucita por primera vez en su vida. A sus oídos llegó el sonido de un grito, la detonación de otros dos disparos. Gruñidos, cristales rotos. Silencio.

—Ya puedes abrir los ojos, Caperucita —susurró una voz cortante como una espada.

Arline hizo lo que se le decía. Los dos lobos estaban caídos sobre el suelo. Uno, con la garganta cortada, había caído sobre una de las mesitas, de ahí el sonido de cristales rotos. El que la agarrara a ella había perecido con un cuchillo clavado en su corazón; ahora Espada Silenciosa lo había recuperado y, tras limpiar la hoja en la chaqueta del lobo, lo devolvía a su funda.

—¿Recuerdas las instrucciones?

Arline asintió, aún aterrorizada. Había algo infinitamente más amenazadora en aquella figura menuda que en toda una manada de lobos.

—Llamar a la policía. Esperar a que alguien mencione Las palabras rojo y asilo...

Espada Silenciosa se limitó a asentir. Cuando se marchó, Arline aún se quedo unos segundos agachada, sorprendida y preguntándose qué le estaría ocurriendo a Cliff.



Nadie notó cómo la puerta conectada al garaje volvía a abrirse, dando paso a una oscuridad de perfil aguileño. Tras ella, un desconocido se adentró en el local. Era alto, desgarbado, con los hombros caídos. Una sombra de barba oscurecía su rostro y su mirada turbia hablaba a quien osase enfrentarse a ella de litros de sangre derramada y óperas de gritos de terror y sufrimiento. Era la primera vez que se adentraba en aquel lugar; sin embargo, como ocurriera cuando se acodaba en la barra de La Guarida de Pan, nadie parecía percatarse de su presencia. No podían hacerlo. El forastero tenía el don de pasar por completo desapercibido cuando lo deseaba. Pues, a pesar de su aspecto, distaba de ser un lobo hambriento; era un paladín de la justicia cuya risa estremecía los corazones de los criminales. ¡El desconocido era La Sombra!

Y había llegado a tiempo para ver a su agente perderse por la puerta detrás de la recepción.

La empleada se limitó a saludar con un asentimiento a aquel lobisome que parecía llevar, colgados del brazo, un abrigo y un sombrero de ala flexible. Raudo, al cruzar el pasillo, se adentró en un cuarto vacío y, amparado por la oscuridad se tocó con sombrero y capa, tras desenfundar una de sus poderosas automáticas, entreabrió la puerta. Cliff se alejaba, vestido únicamente con una toalla y acompañado del jefe de la manada.

Continuará...


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