El Anacronópete nº03

Título: Capitulo 3
Autor: Josué Ramos
Portada: Kaori Hotta
Publicado en: Julio 2015 

En un lejano futuro, Sindulfo, acompañado de la extraña Shai-ha, explora la misteriosa tierra en busca de su máquina del tiempo, mientras se ve envuelto en un conflicto bélico inesperado ¿conseguirá salir indenme de todo ello?
¡Únete al viaje por el tiempo y el espacio de Sindulfo y su máquina del tiempo!
Action Tales presenta
Creado por Enrique Gaspar


El viaje hasta la tribu les llevó casi una hora más. Y en lugar de continuar por una trayectoria recta, la joven fue dirigiendo al Tyranno a través de caminos trazados en su mente, que conocía bien; caminos seguros por los que transitar sin peligro, sin toparse con sorpresas desagradables como las que encontraría Sindulfo cada dos pasos.

Al llegar, Sindulfo se dio cuenta además de que su viaje, si hubiese sobrevivido hasta el acantilado, se habría convertido en una odisea interminable. Estaba mucho más lejos de lo que la caída del Anacronópete o la visión desde su árbol le habían hecho imaginarse.

El camino que Shai-ha había seguido corría en su mayor parte en paralelo a un pequeño río subterráneo, que cubría la superficie de la tierra en ligeras depresiones no mayores al lago del que lo acababa de rescatar. No había un río visible pero este constante fluir subterráneo era la causa de que la tierra fuese tan húmeda en esta zona y de que la selva fuese tan frondosa y hacía posible que los animales tuviesen oasis donde beber cada pocos pasos. Por desgracia, también hacía que toda la selva fuese un hábitat perfecto para mosquitos y otras bestias como las sanguijuelas; y que aquellos lagos fuesen cotos de caza perfectos para carnívoros como los Jugger.

El final del río se fue haciendo patente según se acercaban a él. En la depresión del terreno donde terminaba el profundo corte en la tierra no provocaba solo aquel acantilado sino también que se derramase como un desagüe roto a través del acantilado.

Shai-ha acercó al Tyranno todo lo que este se atrevió hasta el borde del acantilado para que Sindulfo pudiese verlo bien. La tierra que pisaban estaba muy húmeda y era resbaladiza y blanda, cediendo peligrosamente bajo las pesadas patas del animal. Pero la cascada no fluía por ella sino bajo ella, a apena un par de metros bajo ellos, en una tromba de más de veinte metros de ancho, provocando una ducha fría que creaba en el fondo un lago de más de un kilómetro de diámetro, rodeado de una selva semejante a aquella en la que ellos estaban.

—Todo eso es el Arago —dijo ella, dibujando el horizonte con su dedo índice—. Si tu bestia está en algún lugar de esta tierra, la encontraremos —y, sin decir más, simplemente continuó la marcha.

Según Shai-ha le contó luego, solo los hombres más fuertes podían acercarse a ella con cubos atados a su cuello para llenarlos de agua. Los cubos llenos, casi tan altos como un hombre, ya eran pesados de por sí; y solo unos pocos lograban bajarlos y subirlos de nuevo a tierra firme tras resistir la fuerza de los chorros de agua al llenarlos.

Desde tiempos inmemoriales se había usado este sistema necesario para conseguir agua como ceremonia de iniciación para los guerreros. Ser seleccionado como guerrero era un proceso voluntario, pero el que se presentaba debía atenerse a las últimas consecuencias. Y la prueba final era colgarse los cubos al cuello y suspenderlos al borde del resbaladizo acantilado para llenarlos. Si los aspirantes no soportaban el peso debían caer al vacío, a su suerte. Pero si lo lograban, debían recogerlos llenos y colgarlos a su espalda para llevarlos a cuestas hasta la tribu y entregarlos llenos. No eran pocos los que caían al vacío pero, curiosamente, era más el porcentaje de guerreros que lo lograban y, creyéndose vencedores, perdían todo o parte del contenido por el camino por descuidarse o ser sorprendidos por bestias.

—En mi pueblo se valoran más la seguridad y la atención en un guerrero, tanto en hombres como en mujeres, que su fuerza física —se había limitado a explicarle ella.

—¿Eres tú una guerrera?

—No. Yo solo soy cazadora. Pero a menudos somos lo mismo.

La tribu no estaba lejos de allí. Suficientemente cerca de la cascada, para beneficiarse de su lluvia, pero lo bastante apartados como para no correr peligro.

La tribu los recibió con los brazos abiertos al llegar, tanto a él como Shai-ha. Nadie se cuestionó quién era él ni qué hacía allí, pero ella les explicó que era «Sin-ufo, el viajero que cayó de la estrella errante que iluminó el cielo anoche». Avergonzado, Sindulfo se limitó a corregir la pronunciación de su nombre, respondiendo cordialmente a los saludos de todos los que venían a recibirlo y aceptando la invitación del jefe de la tribu para hacerle pasar. Estaba anocheciendo y todos debían entrar al resguardo de la tierra.

La parte de la tribu que estaba bajo techo estaba compuesta por una curiosa red de cuevas que Sindulfo no habría creído posible al ver el entorno. Hubiese dicho que eran artificiales. Además, las entradas eran perfectamente cuadradas en algunas de ellas y las paredes y los techos estaban demasiado bien trazados para haber sido hechos por salvajes. Todas daban a un pequeño claro, un oasis bien protegido, en dirección al acantilado, dando la espalda totalmente a la selva.

Nadie supo decirle nada al respecto, pero Sindulfo no podía evitar dar por hecho que aquellas construcciones eran militares y se habían preparado estratégicamente con vistas al acantilado por algún motivo.

Más sorprendente aun fue descubrir que, a pesar de que se estaban encendiendo fuegos aquí y allá, bajo respiraderos que daban al exterior, para iluminarse, calentarse y cenar, había apartado, a un lado, un enorme generador de electricidad.

Tímidamente, se fue acercando a él, como temiendo que alguien le fuese a reprender por hacerlo. Pero como todos estaban atareados preparándose para la noche y nadie le dijo nada, terminó por desempolvarlo para observarlo bien y comprobar si podría funcionar. Era un generador de carbón de hulla y parecía estar en buen estado.

—¿Qué haces, Sin-ufo? —La repentina pregunta del jefe de la tribu lo sobresaltó de tal modo que casi lo hizo trastabillar.

—Nada… yo solo… estaba… ¿saben lo que es esto?

—Sabemos.

—¿¡Saben para qué sirve!?

—Sí. Es fuego controlado. Genera luz y calor.

—Pero, no lo entiendo. Si tienen aquí este generador, ¿por qué no lo usan?

—Solo se usa en tiempos de guerra o momentos de emergencia. No hay por qué gastarlo en todo momento. El fuego es más fácil.

—¿El fuego es más fácil?

—Sí. Siempre trabaja y no come tanto. El generador come mucho carbón.

Sindulfo no podía creer lo que estaba oyendo. Aquella tribu tenía unos ideales totalmente opuestos a los suyos. Mientras que su casa estaba totalmente basada en la más avanzada tecnología, la energía eléctrica, y había repudiado el fuego totalmente —ni siquiera lo usaba ya para cocinar—, aquella tribu parecía consagrada a huir de la tecnología más básica. Estaba a punto de atreverse a preguntar al jefe de la tribu por qué su mundo era así. ¿Que había pasado en España poco antes del siglo XXXIII para caer en ese extremo y repudiar por completo la tecnología?

En ese momento fueron interrumpidos por un grito agudo que puso en alerta a toda la aldea. Parecía el canto de un animal más, pero todos estaban atentos a su señal. No tardó en unírsele un segundo grito; y a estos un tercero; un cuarto; un quinto… hasta que el grito se convirtió en un ensordecedor canto de aviso que hizo reaccionar a todos. Todos excepto los soldados y los cazadores se pusieron a cubierto. Las mujeres, cuidando de los niños, escondiéndolos entre sus brazos y los hombres protegiéndolas a estas en pequeños habitáculos.

—¿Qué es eso? ¿Qué está pasando? —preguntó Sindulfo, aterrado, a la confusión—. ¿Quién viene?

—¡Los Zaragos! —le gritó un anciano—. La peor de las tribus.

Antes de que pudiese responder, el poderoso brazo de Shai-ha lo arrancó del lugar donde estaba parado para llevárselo a un puesto de refugio.

—Será mejor que te quedes aquí, Sindulfo. Esto es peligroso. Solo podemos ir los soldados y los más fuertes.

—¿Tú también vas?

—Tenemos que ir todos los que podamos, seamos o no soldados. Toda ayuda es poca contra los Zaragos.

—Entonces, voy contigo.

—No. Tú no puedes ayudar —objetó ella, tumbándolo junto a unos niños, recordando el momento en que lo rescató del Jugger—. Será mejor que te quedes ahí.

Sindulfo y Shai-ha forcejearon durante unos instantes. No sabía cómo evitar que lo que ella había visto pesase sobre su decisión ni sabía explicarle, aunque hablando su mismo idioma, el concepto de invulnerabilidad que el fluido García le aportaba. Podría recibir una paliza o ser asesinado cien veces sin sufrir el más mínimo daño. Y tanto insistió que, al fin, Shai-ha accedió a llevárselo con ella.


Cada soldado y cada voluntario iba equipado con su equipo personal de guerra. Todos llevaban carcaj, arcos, flechas, espadas rudimentarias y cinturones y bolsas o una especie de mochila para guardar el resto del material. Y Sindulfo se hubiese presentado al combate con las manos vacías si no hubiese tenido la iniciativa de hacerse con un equipo similar al de Shai-ha, aunque sin arco y flechas, ya que no sabría usarlos.

Nadie le dijo ni le pidió nada. Ni siquiera cuando la tribu comenzó a descolgar enormes lianas más allá del escarpado acantilado para bajar la meseta. Sindulfo tenía el corazón en un puño. Que fuese invulnerable al envejecimiento y el daño no lo hacían para nada inmune al miedo o el dolor. Pero decidió sujetarse a su compromiso y hacer de tripas corazón para hacer lo propio y descender por aquellas gruesas y largas lianas hasta la selva de más abajo. Al menos eso lo pondría mucho más cerca del Anacronópete.

El descenso fue de lo más escabroso y torpe por su parte. Al ver que se quedaba atrás decidió arriesgar un poco más y, aunque resbalase o cayese, no hacer esperar al grupo. Los gritos de los compañeros vigías, los que habían advertido de la presencia de los Zaragos desde abajo, eran apremiantes y metían prisa a todo el grupo. Era vital darse prisa.

Los soldados descendían como si estuviesen entrenados y tuviesen las manos y las plantas de los pies curtidos por la misma roca.

Al llegar al fin abajo, las piernas de Sindulfo dejaron de temblar. El sentido del logro lo llenó de tal forma que redobló sus esfuerzos de entrar en combate.

Una vez el último de los voluntarios hubo tocado el suelo todo el grupo se puso en marcha corriendo. Sindulfo casi se queda solo, pero no tardó en encontrar la cola del grupo para mantener su misma velocidad de avance.

Entretanto, algunos de los soldados emitieron característicos silbidos para llamar a las bestias de su tribu. Poco a poco, según se iban encontrando, fueron montando en sus Tyrannos y en sus Pteros, dinosaurios alados que descendían como podían bajo la bóveda de la selva para encontrarse con sus caballeros.

A pesar del miedo que acababa de pasar a la altura, mirando hacia arriba y viéndolos ascender, Sindulfo sintió unas ganas enormes de montar en cualquiera de aquellas bestias. Eran increíbles.

De repente, la tropa se paró en seco y se agazapó entre los árboles y los matojos. Todos estaban mirando a un claro, más allá de la selva, que parecía desierto. No era precisamente un claro y no era, desde luego, natural. Ninguno de ellos, de hecho, lo había visto jamás. Pero allí estaba.

La cabeza de Sindulfo se alzó mínimamente para echar un vistazo y, sorprendido, logró ver lo que había llamado la atención de los Zaragos, la que sería la causa de la inminente batalla, al territorio de la que ya era su tribu: ¡un enorme boquete en el suelo, similar a un volcán, todavía humeante!

Tenía unas dimensiones formidables y había quemado toda la vegetación en al menos quinientos metros a la redonda. En algunos puntos, aquí y allá, incluso se mantenían todavía focos de fuego. El resto era tierra quemada y desolación.

A pesar de saber que los Zaragos estaban cerca, nadie tenía autorización del jefe de la tribu para atreverse a entrar al claro. Salir al descubierto y verse de repente en una refriega sería un desastre para todos. Pero uno de los soldados fue enviado como explorador. Apenas puso un pie sobre la tierra quemada tuvo que regresar a la protección de la selva con los pies quemados, ya que la tierra todavía estaba caliente en algunos puntos. Pero los Zaragos se mantenían dentro del claro tranquilamente, como si para ellos fuese lo más normal. ¿Pero qué hacían allí, entonces?

Tras unos minutos de confusión y espera, Sindulfo decidió alzar la cabeza sobre las hierbas para mirar al claro. A lo lejos, pudo ver que casi todos los Zaragos se concentraban en torno a algo que les llamaba la atención. No sabía lo que era pero parecía una enorme masa, envuelta en llamas. Como si hubiesen encendido un fuego en un altar para adorarlo.

Preguntó a los soldados que había a su alrededor, pero ninguno supo decir lo que era. Aquello nunca había estado así.

Pero entonces se fijó en la forma que tenía el recién formado claro. Toda la tierra había sido quemada y “arada” en dirección Este a Oeste. Los Zaragos no habían podido ser. Algo había bajado del cielo a gran velocidad, apartando la atmósfera a su paso, y quemándola, para formar aquella destrucción en su caída: ¡el Anacronópete! ¡No podía ser otra cosa!


Sindulfo le explicó su idea al jefe de la tribu y le pidió permiso para acercarse, rodeando el claro, hasta la masa de fuego. Si era el Anacronópete, a pesar de estar protegido por el fluido García, sería vital protegerlo de los Zaragos y mantener a salvo su interior.

Con cuidado y dirigiendo cada uno de sus pasos, tres soldados lo escoltaron hasta el otro lado del claro. Efectivamente, sus peores terrores se vieron confirmados. Indudablemente, aquello era una enorme casa de dos pisos en llamas. El Anacronópete rodeado de llamas que, furiosas, hacían lo posible por lamer sus ventanas y entrar en su interior para consumar la destrucción que él mismo había causado en la selva.

El calor era tan fuerte y, unido a la alta humedad del entorno, hacía que permanecer cerca de la nave resultase sofocante.

Sindulfo y los soldados se movieron en silencio en torno a la casa, sin abandonar la protección de la selva para poder ver qué hacían los Zaragos. Al ver mejor la puerta de entrada, a Sindulfo le dio un vuelco el corazón descubrir que estaba abierta. Los Zaragos habían logrado crear un cortafuegos con tierra y matojos para proteger la entrada. Se habían creado muros a los lados de la puerta de tal modo que las llamas no entraban en ella pero lamían sin compasión el resto de su entorno, rodeándola para formar un túnel que permitiese a cualquiera acceder a su interior.

A Sindulfo comenzó a hervirle la sangre. Los soldados pensaron que sería por el sofocante calor, al que sin duda no estaba acostumbrado, pero se equivocaron. Como una exhalación y antes de que pudiesen reaccionar para frenarlo, Sindulfo se lanzó como un rayo contra la casa y pasó por entre todos los Zaragos para entrar al interior.

Desde el vestíbulo, no vio más que a dos de ellos, en la bodega, revolviendo entre sus cosas como si fuesen vagabundos buscando tesoros entre basura abandonadas en cualquier esquina. El primero no tuvo capacidad de reacción. Antes de poder defenderse, Sindulfo descargó sus puños sobre él, sin causarse el más mínimo daño en los nudillos, que sintió como si se hubiesen partido. El salvaje, cogido después por el pelo con una mano y por el pellejo de la espalda con la otra, fue lanzado a través de una de las ventanas abiertas para caer de bruces contra las brasas del ardiente suelo. Suerte tuvo de no caer sobre llamas todavía activas.

En cuanto al segundo salvaje, vio con asombro cómo un dardo tranquilizante se clavaba en el cuello de Sindulfo durante el proceso. Apenas sintió un pinchazo de mosquito, pero lo que debió haber tumbado a un Jugger adulto no le causó el más mínimo efecto. Aun hoy no sabemos si aquello fue debido al fluido García o si fue efecto del arrebato salvaje que el zaragozano estaba sufriendo por ver usurpado su hogar.

Al verle acercársele, el salvaje volvió a cargar su cerbatana, pero no tuvo tiempo de soplar en ella. Sindulfo se la arrancó de la boca de un manotazo, saltándole un diente, a lo que el salvaje solo fue capaz de responder dejando caer su mano con todas sus fuerzas sobre el cuello de su atacante, clavándole a mano otro de los dardos que llevaba encima.

Pero, lejos de frenar a Sindulfo, la descarga de veneno pareció tener un efecto contrario. El pinchazo en el cuello le resultó tan desagradable y molesto que todavía lo alteró y encolerizó más de lo que ya lo estaba.

Pareciendo Sindulfo el salvaje, dejó caer sus puños contra el Zarago de nuevo con todas sus fuerzas, pero este logró esquivarlo mejor que su antecesor. Con la inercia, los dos perdieron pie y rodaron sobre las cajas que los rodeaban. El Zarago se hizo daño rascándose los hombros y las rodillas, procurando zafarse del ataque de aquella bestia, sin poder evitar ver que a este ningún roce le hacía mella en su dura piel.

Todavía forcejeando, el Zarago tuvo tiempo de apartarse de Sindulfo, tirarle unas cajas encima para frenarlo y sacar de su cinturón una rudimentaria espada hecha de piedra tallada atada a un mango. Blandiéndola como si fuese el arma definitiva para vencerlo, no esperó a que Sindulfo se pusiese en pie. Simplemente la empuñó con ambas manos y la hundió con todas sus fuerzas en sus riñones. Uno, dos… hasta tres veces.

El arma entró y salió las tres veces limpiamente, sin cortar la tela siquiera, acompañada tan solo de los gritos de dolor de Sindulfo, que se puso en pie de nuevo como si aquellas cuchilladas le hubiesen causado el mismo efecto que los dos dardos que todavía llevaba adheridos al cuello, con las venas a punto de reventar.

Enfadado, se levantó para lanzarse de nuevo con todo su cuerpo contra el salvaje pero este, aterrorizado, no hizo más que soltar su espada y dejarle caer al suelo para lanzarse por el hueco que su compañero dejó en la ventana más cercana. Yendo a caer poco más allá de la casa, el salvaje emitió un agudo grito al rodar sobre las llamas que rodeaban la construcción.

Sin importarle su destino, Sindulfo se hizo con la espada para subir corriendo arriba por la escalera de caracol, con la piedra tallada en alto.

Sabía que arriba habría más salvajes. No sabía cuántos ni le importaba. Y ya ni el dolor le parecía mal. Más bien, lo sentía como un bálsamo. El sentimiento que nunca había logrado tener volvía ahora a sus venas en una nueva forma. Lo único que lo cegaba ahora era echar a todos aquellos extranjeros del Anacronópete, fuesen quienes fuesen.

Pero en ningún momento supo ver, a sus espaldas, que parte de los salvajes que estaban fuera habían estado observándolo durante la refriega de la bodega, admirando sus movimientos y sin preocuparse por la suerte que corriesen sus compañeros. Simplemente lo dejaban agotarse, observando sus movimientos como si de entretenimiento barato se tratase.

Ninguno sabía por qué el hombre ni sus ropas sufrían el más mínimo daño y ninguno sabía que el fluido García incluso afectaba a su capacidad para no cansarse tanto como una persona normal, lo que lo haría especialmente agresivo, hasta que decidiese parar, cosa que no entraba en sus planes.

Arriba se encontró de narices con dos Zaragos, en lo alto de la escalera. Había hecho tanto escándalo abajo y al subir, que los dos estaban asomados para ver qué pasaba, pero Sindulfo no se amedrentó por ello. Su primera reacción fue lanzar la espada sobre sus cabezas, al piso de arriba, cayese donde cayese, para arrancarse los dardos del cuello, todavía envenados, con ambas manos y clavárselos a aquellos dos. Al instante, cayeron redondos, dejándole el paso totalmente libre. Como si su mente estuviese cegada por el momento, lo primero que vio fue la espada, que acababa de caer. Se fue a por ella con toda su ansia, pero no se paró a pensar en el resto de Zaragos de la sala. Y eran más de cinco.

Su carrera fue frenada en seco. Solo dos hicieron falta para pararlo antes de tocar la espada y uno más para amarrarlo con una cuerda y tirarlo por la escalera principal, la que nunca quería usar.

Rodó por ella sintiendo que una o dos costillas se le partían. Por suerte, el dolor cesó al instante, ya que no se había hecho nada; pero el punzante dolor que le pinzó su espalda de cincuenta años se mantuvo ahí durante varios minutos, dejándolo totalmente paralizado.

Boca abajo, humillado contra el suelo del vestíbulo, no pudo evitar que lo alzasen entre dos por orden del jefe del grupo para colocarlo de nuevo en los primeros peldaños de escalera y amarrarlo, sentando, contra el pasamanos.

El Zarago jefe no paró de preguntarle quién era, de dónde venía y qué dios le había dado tal poder como guerrero.

Al ser nominado como guerrero, Sindulfo se dio cuenta al fin de lo que había hecho y de lo precipitado de su actitud. Y cuando el hombre pasó a bombardearle a preguntas sobre si era parte de los Aragos, si venían más con o dónde estaban, se percató, avergonzado, de su egoísmo.

Solo entonces, vencido, se dio cuenta de las consecuencias que siempre tenían en otros las acciones de las que él mismo salía siempre impune.

Continuará...

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