Olimpo Renacido nº11

Título: El Juicio de la Piedra (II)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Paula Purriños
Publicado en: Febrero 2017

Pese a las negativas de Gea a ayudarlas, Eris y Atenea han podido descubrir el paradero de Medusa y encontrado el camino hasta Danae. Ahora, apresadas por la justicia del rey Percival, deberán usar todo su poder para liberar a la gorgona y derrotar la tiranía de su secuestrador.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.
Creado por Ana Morán Infiesta


Resumen de lo publicado: Pese a las negativas de Gea a ayudarlas, Eris y Atenea han podido descubrir el paradero de Medusa y encontrado el camino hasta Danae. Ahora, apresadas por la justicia del rey Percival, deberán usar todo su poder para liberar a la gorgona y derrotar la tiranía de su secuestrador.

Apenas llevaban dos horas en las celdas de Palacio cuando los soldados acudieron en su busca, dispuestos a conducirlas al teatro de justicia. Todos iban armados con pistolas láser y no dejaban de agitarlas con aire amenazador, pese a que ninguna de las prisioneras estuviese armada o diese señales de rebeldía.

El rey Percival no se había dignado a conocer a las forasteras y, por tanto, no sospechaba la identidad de sus prisioneras, si es que alguien hubiese sido capaz de ver en Silver Wayne a la regia Atenea o recordaba la existencia de la embaucadora de las manzanas. Fuera del truco de la estatua, no temían más encerronas.

A pesar de eso, incluso Eris sintió un escalofrío en la espalda al encararse con aquella multitud muda, cobijada tras un escudo de miradas severas.


La señora de la discordia se habría sentido complacida al saber que su enemigo estaba tanto o más inquieto que ella. El rey Percival no apartaba la mirada de los monitores, conectados con cámaras ocultas en lo alto de los tejadillos de las gradas y edificios que rodeaban el teatro de justicia, donde se mostraban primeros planos de las prisioneras. Cada cierto tiempo llegaban a Danae nómadas o extranjeros amantes del riesgo dispuestos a enfrentarse a la Mirada de Piedra, pero algo en las dos forasteras le inquietaba. Tal vez fuesen sus poses tranquilas. Se había acostumbrado a que los retadores acusasen la tensión de la espera bajo la mirada severa de la plebe y, como mínimo, sudasen o no pudiesen contener algún movimiento nervioso.

El monarca se giró y bajó la mirada hacia sus dos encorvados ayudantes. En los rostros deformes de ambos se adivinaba una expresión ansiosa, expectante.

—No me fío de esas dos… Preparad el protocolo de alerta. Incluida a mi Furia Alada.

El tirano se ajustó a la muñeca derecha un  brazalete y comprobó que los controles funcionasen correctamente para el caso de que resultase necesario activar el protocolo defensivo. La expresión sombría dio paso a una sonrisa confiada. Esa tarde lograría una nueva victoria. La única lástima sería que, petrificados o acribillados, los cuerpos de las forasteras no le servirían para gozar de los placeres carnales. La morena no estaba nada mal.


Las miradas de los congregados se tiñeron de adoración cuando el rey Percival surgió por el pórtico que conectaba la plaza con el edificio principal del palacio. Caminaba muy erguido, con paso seguro y gesto solemne, pero no hostil, como una divinidad benigna con los pobres herejes.

Su actitud, sin embargo, no engañaba a las diosas, menos aún cuando el hombre se detuvo cerca de ellas y las miró de arriba abajo con gesto aparentemente neutro. El monarca irradiaba crueldad y falsa benevolencia.

Cuando el rey alzó los brazos para silenciar las murmuraciones de la multitud, Eris podía oler la complacencia contenida del tirano, su pugna por evitar que una sonrisa malévola se asomase a sus bien perfilados labios.

—¡Pueblo de Danae gracias por acudir a la llamada de los heraldos! De nuevo, se os convoca como testigos. Estas extranjeras —dijo, señalando a las divinidades—, han querido someterse al Juicio de la

Mirada de Piedra para demostrarnos que los incidentes sucedidos en la posada fueron fruto de un ingrato malentendido y no de la infamia o la maledicencia.

Al decir las últimas palabras, el monarca había mantenido su gesto solemne y bondadoso, pero Eris podía oler la bilis que el hombre exudaba. La señora de la discordia se permitió una leve sonrisa irónica. En el aire creyó captar un aroma a manzanas doradas.

—Haced pues vuestra declaración y que la Mirada de Piedra dicte su sentencia —proclamó el rey, señalando la estatua donde Medusa estaba encerrada.

No se dignó a contemplar a sus prisioneras, siguió sosteniendo la mirada del público. Ambas avanzaron hacia la escultura con parsimonia. Atenea incluso llevaba las manos metidas en los bolsillos superiores del pantalón, como si no le importase que su vara, aún disfrazada de madera, estuviese ahora en manos de uno de los soldados situados en la plaza o la proximidad de la batalla. Ambas se situaron encarando la figura, Eris un paso por detrás de su hermanastra.

—Yo, Silver Wayne, afirmo que no albergo ninguna intención deshonrosa, ni la albergaba durante el incidente en la posada, y otro tanto sucede con mi socia —proclamó con voz calmada Atenea—. Si algo me guía y me guiaba es el deseo de hacer justicia.

Eris pudo olor el nerviosismo de Percival al escuchar las últimas palabras, pese a su gesto solemne.

—El deseo de hacer justicia a todas las muchachas desaparecidas en Danae, a la princesa Andrómeda —el monarca empalideció, sus manos se crisparon en dos puños temblorosos, pero no hizo ademán de interrumpir a su prisionera—. Y a todas las mujeres a las que el sucio tirano al que llamáis rey

Percival ha torturado, violado, y vejado a lo largo de los siglos…

Algunos soldados comenzaron a contagiarse del nerviosismo de su señor, la muchedumbre era un conjunto mudo de estatuas vivientes… Eris se preparó para sacarse el gabán y entrar en combate cuando fuese necesario, pero el tirano hizo un gesto a sus guardias para que se calmasen.

—Y sobre todo, nos guía la justicia hacia la criatura que este miserable lleva siglos esclavizando, cosiendo su cabeza cada cierto tiempo a un joven cuerpo femenino, para usar su poder contra los contestatarios y satisfacer su lujuria. Negándole así la muerte que él le había dado mucho antes y perpetuando la horrible penitencia a la que la había condenado la falta de discernimiento de su propia señora…

—Y encima tiene la picha corta —susurró Eris, en tono audible para Perseo, que parecía incapaz de reaccionar.

—Que la Mirada de Piedra nos fulmine si nuestras palabras no son ciertas —dijo Atenea, conteniendo una sonrisa irónica.

Los párpados de la estatua se abrieron ante la exclamación tensa del público, un segundo después, los ojos falsos de la figura se deslizaron silenciosos para dejar paso a la mirada aterrada de Medusa. Una mirada gris, desprovista de disfraces, encarando a otros ojos también desprovistos de artificios, los ojos grises de Atenea.

—O si miento al pronunciar este último juramento. Esta vez no voy a fallarte, Medusa…

Los murmullos empezaron a extenderse entre la multitud, al ver que las dos mujeres seguían vivas. Los soldados estaban inmóviles. Perseo acercó la diestra a la muñequera.

—Esta vez Atenea La de Ojos Grises hará justicia —susurró la diosa.

Con las últimas palabras, Perseo perdió el control. Al grito de «Defended a vuestro señor», señaló a las diosas.  Antes de que Eris tuviese ocasión de lanzarse sobre él, tocó algo en su brazalete. El suelo bajo sus pies se abrió, devorando aparentemente al tirano. También se hundió la estatua de Medusa, pero el hueco dejad por ella no quedó cubierto por su sustituta.

Ninguna de las diosas tuvo tiempo de sorprenderse por el detalle; los soldados ya disparaban contra ellas. Algunos de los adelantados, inconscientes tal vez de que podían ser heridos por fuego amigo, trataron de atraparlas. El que intentaba coger a Atenea se encontró con una patada en la entrepierna; el otro acabó cegado bajo el gabán de Eris Arrojar la prenda no era un mero recurso defensivo; mientras el hombre pugnaba por librarse del improvisado capote, los disparos de sus compañeros se estrellaban en el suelo y la señora de la discordia se ponía a salvo con un potente aleteo. El abrigo había escondido las alas renacidas. Aprovechando el asombro de los guardias, que habían dejado de disparar, se lanzó sobre uno de ellos. Atrapó al hombre por el brazo y, al tiempo que le arrancaba el láser de la mano, arrojó al soldado contra el compañero más próximo. Cuando los otros dispararon, Eris ya se había alejado y accionaba su propio arma con más fortuna que sus rivales. Dos guardias abatidos, otro herido.

Atenea, mientras tanto, se mostraba digna de su carácter guerrero. Había derrotado ya a dos rivales y, aunque para ella habría sido sencillo hacerse con una de las pistolas enemigas, buscaba otro arma. Su vara. Esta permanecía en manos de un soldado que, junto a los pistoleros más sensatos, se había parapetado tras las estatuas que adornaban el perímetro de la plaza. Parecían resignados a no disparar contra una enemiga a la que parecía imposible herir. La señora de la sabiduría centró la mirada en el tipo que tenía su vara, sonriendo de un modo más propio de Eris. Alargó la diestra en dirección al hombre y musitó una orden corta en el viejo lenguaje de los olímpicos. El arma pareció imbuirse de vida propia y comenzó a lanzar tirones para reunirse con su dueña legítima. Habría sido mejor para el soldado abrir su mano y dejar libre el bastón, pero se empecinó en aferrarse a él, inmune a cómo sus pies iban resbalando por el suelo, bajo el ímpetu de aquella fuerza sobrenatural; intentó agarrarse a una estatua, pero la vara dio un último tirón y el soldado se encontró dando dos vueltas de campana en el aire antes de aterrizar aturdido de espaldas contra el suelo.

Vara y diosa volvían a formar un único y letal ser.

Dos soldados cargaron contra Atenea, cuchillo en mano. Impulsándose en el bastón como si de una pértiga se tratase, la diosa se lanzó contra ellos. Proyectó al primero contra la pared opuesta de una potente patada; abatió al otro de un golpe en el cogote apenas aterrizó en el suelo. Los cuatro guardias restantes cargaron a un tiempo contra ella. Pero no supusieron ninguna amenaza. Dos cayeron bajo sendos disparos láser; los otros, bajo el arma creada por Hefesto milenios antes.
La plaza quedó en silencio. Atenea recorrió el lugar con la mirada. Los soldados se contaban por cuerpos caídos en el suelo. La mayoría de los espectadores habían huido o estaban agachados en las gradas y apenas se atrevían a mirarlas. Eris flotaba en el aire, armada con dos pistolones y su mejor sonrisa provocadora.
La primera lid estaba ganada.

—Ve en busca de Medusa, hermanita —ordenó Eris—, yo me encargaré de Perseo y lo que pueda tener planeado.

La señora de la sabiduría no necesitó que su hermanastra insistiese para dejarse caer por el hueco dejado por la estatua.


Mientras descendía por la garganta metálica, Atenea se planteó si no se habría lanzado a una trampa, pero cuando aterrizó en el pasillo no había soldados esperándola. Solo dos camillas de aspecto totalmente anacrónico en aquel palacio mezcla de modernidad y clasicismo. Sobre una de ellas yacía la estatua de Medusa, abierta como si de un sarcófago se tratase. Los dos siervos de Perseo se atareaban en extraer el cuerpo exánime de la gorgona del mismo. Los seres resultaban más grotescos en directo. En la visión no se captaba la textura extraña de sus rostros, como si hubiesen sido moldeados a golpes en algún material maleable. Tampoco se percibía la inquietante claridad de sus ojos malignos, ni las excrecencias sarmentosas que salpicaban sus manos retorcidas.

Las sonrisas complacidas se congelaron en los rostros de ambos cuando percibieron la llegada de la intrusa. Durante unos segundos, el silencio fue el emperador del pasillo, como si este se hubiese fugado hacia una realidad aislada del palacio sumido en el caos. El engendro más cercano a la diosa alargó la mano hacia su cinturón, pero no tuvo ocasión de desenfundar láser alguno. Atenea recurrió a la táctica usada minutos antes. Impulsándose en la vara, descargó una patada contra el pecho del engendro que lanzó a este un par de metros por el aire; sin dar ocasión de reaccionar al otro siervo, la diosa lo golpeó en la base el cráneo con la punta del bastón, que se hundió en la carne correosa en medio de un sanguinolento crujir de huesos.

La guerrera limpió su arma en las ropas de su enemigo y se encaminó hacia Medusa. Estaba sumida en un agitado trance, con los ojos cubiertos por los horribles ingenios que habían protegido a Perseo del poder de su mirada. Atenea empezó a acariciarle la base del cuello, también las sienes, procurando no rozar los apliques colocados en la cabeza ni dejarse atemorizar por los siseos de las serpientes.

—Despierta, Medusa. Tenemos que escapar de aquí.


Eris arrojó el láser descargado al suelo y se hizo con una nueva pistola. Contempló durante unos segundos la fachada principal del palacio, pero ni de la puerta, ni a través de las ventanas llegó amenaza alguna. Parecía que Perseo se había quedado sin guardias o tal vez se había resignado a ser él quien diese al cara.

Sea como fuere, ella no se iba a adentrar en el edificio para buscar la respuesta. Allí, además de estar en terreno conocido, Eris se sentía cada vez más fuerte, podía captar la inquietud de los espectadores atrincherados en las gradas, su mezcla de miedo y fascinación, la pugna entre sentimientos contradictorios en sus corazones.

El grito mudo que se estrelló al unísono contra un ejército de labios resecos. La diosa de la discordia compartía su sorpresa, pero esta se tradujo en una de sus mejores sonrisas burlonas. En lo alto del edificio principal, por fin había aparecido el monarca, montado sobre un caballo alado, negro como la pez. El animal estaba tocado por una especie de casco gris, decorado con un penacho escarlata. El monarca sostenía en su diestra un láser más parecido a una antigua recortada.

Eris sonrió. Fuera de los entrenamientos, llevaba tiempo sin disfrutar de una buena batalla aérea.


Un gemido de dolor se escapó de los labios de Medusa cuando los falsos ojos de piedra se separaron. Su mirada desorbitada quedó clavada en los iris grises de Atenea, quien no dejaba de murmurar palabras de tranquilidad, pese a que percibía cómo el engendro vivo se había incorporado a cuatro patas en el suelo y, tras escupir un esputo de sangre, trataba de incorporarse. Era la única amenaza que la diosa percibía y parecía demasiado aturdido para recordar que llevaba un arma al cinto.

Las serpientes que formaban los cabellos de la gorgona silbaban enfurecidas, pero se retrajeron cuando la señora de la sabiduría aproximó la mano hacia ellas.

—Tranquila, pronto quedarás libre de este atroz cautiverio… y de tu maldición…

La diosa acarició los hombros de la muchacha, ya marcados por los mordiscos serpentinos, sumergió la mano entre los cabellos de la gorgona; las sierpes lamieron los dedos de la diosa, pero no osaron atacarla.

—Mi señora… Habéis escuchado mi plegaria.

—Sí… Esta vez la he escuchado y he sabido interpretarla —susurró la diosa, mientras ayudaba a su antigua sacerdotisa a incorporase en la camilla.

De pronto, la mirada agradecida de la gorgona volvió a teñirse de miedo. Su atención parecía centrarse en un punto situado por encima del hombro de la diosa. Esta no necesitaba preguntar qué era. Medusa había visto al engendro. Atenea no tuvo oportunidad de indicar a la otra con un gesto «no tengas miedo»; la prisionera lanzó un grito de advertencia y la apartó a un lado. El esclavo de Perseo elevó el arma en dirección a la camilla; antes de tocar el gatillo ya se había convertido en piedra.

Por una vez, la mirada de Medusa hubiese hecho justicia. Aunque eso no evitó los sollozos de la gorgona.

—Tranquila —Atenea la obligó a bajarse de la cabina y la estrechó contra su pecho—. Se merecía un destino aún peor que ese. Ahora démosle a su amo una dosis de la misma medicina y larguémonos a un lugar seguro.

Medusa volvió a asentir. Fuera del pasillo, no las acechaban soldados, tampoco en otros ramales por los que Atenea iba guiándolas, siguiendo el rumbo dictado por su instinto. De pronto, Medusa soltó una especie de gruñido. La diosa se giró. Los ojos de la gorgona se habían convertido en dos pozos de expresión vacía, su rostro estaba crispado en una mueca maligna que convertía sus facciones dulces en una máscara monstruosa.

—Por fin tendré mi venganza —masculló, antes de lanzar las manos al cuello de Atenea.


Eris soltó un gruñido cuando el disparo chamuscó algunas plumas de sus alas. No le afectaban al vuelo, pues estaban situadas en las puntas, pero le enviaban nuevos latigazos de dolor a lo largo de todo el cuerpo. Y se unían a otras quemaduras en el antebrazo derecho y la mejilla izquierda.

No podía decirse que su enemigo estuviese indemne, pero rentabilizada el mayor alcance de su rifle láser y el hecho de volar sobre una montura fresca, en lugar de sostenerse en el aire con sus propias fuerzas.

El tirano volvió a apuntar en su dirección, pero esta vez no llegó a alcanzarla. Eris aleteó y se elevó a tiempo de esquivar el disparo; trazando una curva en el aire, se lanzó contra su enemigo mientras apretaba los gatillos de ambas pistolas. Uno de los disparos logró rozarle el hombro derecho, el otro perdió fuerza al impactar en una de las orejas de Pegaso, antes de herir débilmente  el pecho del monarca. El hombre gruñó, el caballo relinchó y pareció ir a encabritarse. Pero su jinete tocó algo en su brazalete y el equino volvió a recuperar la tranquilidad. Tan sorprendida estaba Eris que estuvo a punto de no reaccionar cuando Perseo clavó espuelas y se lanzó en su dirección, disparando.
Las descargas solo lograron extraer un olor a goma quemada, perteneciente a la suela de una de las botas de la diosa. Mientras tanto, ella planeaba por debajo de su enemigo. Volvió a alzar una de sus armas; esta vez no apuntó hacia Perseo, sino hacia un nódulo situado bajo la quijada de Pegaso, el punto donde se unían las cinchas que mantenían sujeto el casco. Dos disparos sucesivos impactaron contra la sujeción, pero Eris no supo en ese momento si había tenido éxito a la hora de pulverizarlo. De un rápido aleteo había iniciado su descenso hacia un tejadillo del Palacio, para alejarse de su enemigo.

El tirano giró el cuerpo hacia su derecha, mientras aferraba las riendas con la zurda para controlar a su montura.  Pero el caballo distaba de estar tranquilo. Empezaba a encabritarse y en cada espasmo, el casco parecía más próximo a caérsele. Perseo se desentendió de Eris para intentar serenar al animal, con una mezcolanza de susurros de clama y maldiciones. Cuando su diestra se dirigía hacia el brazalete, el casco salió despedido de un cabezazo. Dos nuevos disparos por parte de la señora de la discordia rozaron los cuartos traseros de Pegaso, encabritando más al animal.

Un nuevo intento de cocear el aire y Perseo voló por encima de su montura. Aterrizó como un pelele ensangrentado contra los pies de una estatua. Vivo y sin deseo de rendirse. Mientras Eris caminaba en su dirección y Pegaso aterrizaba en medio de la plaza, comenzó a toquetear los controles de su brazalete. No culminó su plan, fuera cual fuese. La bota derecha de la diosa se estrelló contra su brazo, rompiendo comunicador y muñeca de un solo golpe.


Tan rápido como se habían lanzado contra ella, los dedos de Medusa dejaron de presionar la garganta de Atenea. La antigua sacerdotisa se dejó caer en el suelo, entre sollozos y súplicas de perdón. La diosa no dudó a la hora de cogerla por el brazo y obligarla con suavidad a levantarse. De nuevo, apretó a la aterrada muchacha contra su pecho.

—Vamos, demos a ese gusano de Perseo su merecido.

Ningún soldado intentó cortarles el paso, tampoco lo intentaron otros empleados de Palacio. Si aún quedaban supervivientes entre los primeros y existían los otros, debían de estar refugiados en algún punto del edificio, evitando hacerse notar para no sufrir un destino similar al de sus compañeros o al de su propio rey.

Este las esperaba arrodillado en un extremo de la plaza, vigilado por Eris y Pegaso.

—Parece que hoy la Mirada de Piedra sí hará justicia —susurró la señora de la discordia, sin necesidad de girarse.

Atenea y Medusa se detuvieron a su lado, sin despegar los labios, aún fundidas en su abrazo. La señora de la sabiduría solo deshizo el lazo para acariciar a Pegaso cuando este restregó el morro contra su cara, en un gesto de saludo.

—Hola, mi buen Pegaso —susurró, antes de clavar una mirada inmisericorde en Perseo—. Creo, majestad, que os toca ahora a vos someteros a la Mirada de Piedra y demostrar la falsedad de mis acusaciones.

Perseo maldijo, intentó lanzarse hacia Medusa, pero la presión de la vara de Atenea contra su rostro lo detuvo. Mientras Eris se alejaba unos pasos de ellos, el tirano volvió a colocarse a cuatro patas y las miró con gesto suplicante.

—Piedad… —susurró.

—Piedad, no —murmuró Medusa, casi contra el cuello de Atenea—. Justicia.

La gorgona se giró con rapidez, su mirada se entretejió con la de su asesino y torturador.  Un gemido se escapó de los labios de la joven; un gruñido de los del monarca. Luego solo quedó la piedra.
Y el silencio sepulcral, apenas roto por los sollozos de Medusa, de nuevo abrazada a su señora. Eris regresó con ellas y tendió a su hermanastra su gabán recién recuperado. Tras un instante de dudas, Atenea cubrió con él a la gorgona como si de una capa se tratase, asegurando la prenda al cuello cerrando uno de los botones superiores.

—Montad en Pegaso. Será mejor que nos alejemos antes de que estos paletos se despierten.

Atenea miró a su alrededor. Algunos espectadores asomaban los hocicos por el borde de las gradas con gesto asustado.

—Vamos —susurró en el oído de Medusa— volemos hacia la libertad.


La primera parada de su viaje fue un descampado lejos de las fronteras de Danae. Atenea y Medusa desmontaron y se alejaron unos pasos, dejando a Eris a cargo de Pegaso.

La antigua sacerdotisa miró con gesto interrogante a su antigua señora, mientras las serpientes de sus cabellos siseaban furibundas y le mordisqueaban los hombros. Ella no dio muestras de dolor, tantos siglos sufriendo semejante tortura la habían inmunizado.

—Hoy te librarás de la maldición injusta a la que mi estupidez y mi orgullo te condenaron. Pero no voy a engañarte, después de lo que ese miserable hizo… hizo con tu cuerpo, desconozco si el resultado será una nueva vida o la muerte.

Medusa la contempló unos instantes entrecerrando los ojos. Empezaba a resultarle agotador mantener abiertas los párpados artificiales que protegieran a Perseo de su mirada.

—Creo que la muerte me da menos miedo que cualquier vida nueva.

Atenea bajó la mirada durante unos segundos.

—Podría ofrecerte un nuevo hogar, un lugar donde vivir sin miedos. Aunque tal vez eso implique formar parte un día de una guerra que ni siquiera nosotras entendemos, una guerra que parece destinada a enfrentar a los Olímpicos.

—¿Significa eso que tendría que compartir bando con Poseidón? —la gorgona escupió más que pronunció el nombre del dios de los océanos.

—Todo lo contrario —sonrió Atenea—. Todo lo contrario. Aunque me temo que tendrás que esperar turno para obtener tu pedacito de Sardina Cobarde.

 Eris, que había estado enfrascada en dar a Pegaso una manzana que ahora el caballo masticaba con placer, se giró y se llevó la mano al bolsillo de atrás del pantalón. De él sacó dos discos de madera, con un dos y un cinco grabados en su anverso respectivamente, además de una sardina ensartada en una pica en el reverso. Dio a Atenea la primera de ellas, a Medusa la segunda.

—Hefesto y Afrodita han tenido a bien cederte el segundo puesto, hermanita. Si quieres el primero tendrás que pelearte con Artemisa.

Atenea negó con la cabeza. Había razones poderosas para no intentar adelantarse a la venganza de la señora de la caza. Los demás solo odiaban a Poseidón por lo que él les había hecho a ellos. Ella lo detestaba por el dolor que se había visto obligada a causar a Eris, por culpa de la traición de su tío .

—No será necesario. Pero creo que hay alguien que se merece el segundo puesto más que cualquiera de nosotros —dijo Atenea intercambiando su moneda con el de una confusa Medusa—. ¿Qué me dices? ¿Quieres correr el riesgo?

No hacia falta especificar cuál era el riesgo. Medusa se limitó a contestar con un asentimiento.

—Así sea. Que hoy se acabe la infamia.

Una luz irisada brotó de los ojos de Atenea y atrapó la mirada de Medusa. La gorgona cayó al suelo, aovillada, retorciéndose de dolor entre quejidos estremecedores. Se escuchó el tintinar del metal golpeando el suelo. Una familia de serpientes se precipitó contra el suelo, dando paso a un manto de cabellos dorados. Los gemidos de Medusa se espaciaron, también sus espasmos, su cuerpo volvió a adquirir formas voluptuosas. Por fin dejó de debatirse y se puso en pie, sin rastros de heridas en su piel pecosa. Sus ojos, ahora de un tono azul grisáceo, sostuvieron la mirada de su diosa. La antigua sacerdotisa se puso en pie sin ayuda y deslizó los brazos por las mangas del abrigo.

—Vuestra guerra es la mía, mi señora.


De nuevo, fue su desconocido benefactor y no Gea quien les abrió el portal para regresar con comodidad a Edén. Pegaso aterrizó unos pasos por delante de Eris.
Cuando Apolo se acercó para tomar las riendas del animal y tendió al mano hacia la nueva integrante de aquella peculiar familia, Medusa se encogió y, si no se abrazó a Atenea, fue porque la diosa iba sentada detrás de ella.

—Tranquila —susurró la de Ojos Grises en su oído—. Apolo solo es peligroso cuando canta.

Medusa elevó la mirada ruborizada; tranquilizada tal vez por el gesto inocente del dios, aceptó la mano que este le tenía y se dejó ayudar.

Atenea buscó con la mirada a sus otras compañeras. Artemisa solo parecía tener ojos para mirar a Eris con gesto irónico. La señora de la discordia aún tuvo ocasión de prestar atención a la diosa de la sabiduría y hacerle un gesto de «adelante» con la cabeza. La guerrera pasó el brazo izquierdo por los hombros de su antigua sacerdotisa y tomó las riendas de Pegaso con la diestra.

—Vamos, os enseñaré mi choza. ¿Nos acompañas, Apolo?

El dios Sol miró por el rabillo del ojo a su gemela e hizo un asentimiento antes de emprender camino. Las dos diosas restantes solo despegaron los labios cuando se supieron solas en en claro.

—Así que tendré que renunciar a otro pedacito de Poseidón —se limitó a decir Artemisa, sin dejar de sostener la mirada torva de su amante.

—Piensa que podía ser peor. En lugar de pedacitos de una Sardina Cobarde, podrías tener que compartirme a mí.

La señora de la caza salvó la distancia que la separaba de Eris y enterró las manos entre sus alas, como si se dispusiese a acariciarlas. En lugar de eso, tomó una pluma entre los dedos y la arrancó de un tirón.

—Como un día de estos intentes proponérmelo siquiera, te arrancaré las alas pluma a pluma.

Por toda respuesta, los labios de Eris acentuaron su sonrisa burlona.


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Referencias:
1 .- Fue en Olimpo Renacido nº03

1 comentario:

  1. Olimpo Renacido se pone cada vez más interesante. Me ha encantado como esta historia se ha resuelto, y como Ana reinterpreta la mitología; el verdadero origen del villano no me lo esperaba. También me gusta como todo lo que ha propuesto comienza a encajar.
    Esa batalla final va a ser sangrienta y lo demás es cuento.

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