| Título: No pactes con el diablo (II) Autor: Julio Martín Freixa Portada: Julio Martín Freixa Publicado en: Mayo 2015
Sigue la historia de Judas el Miserable, una aventura de puro y salvaje Weird West ¡No te pierdas la aventura del origen del maldito por el diablo!
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Maldiciéndose por su impulsividad, Judas emprendió una huida a la desesperada. Por suerte, no debía haber más de ocho clientes en la cantina, y ninguno de ellos parecía armado, a excepción del fiambre. Derribando a un hombre de mediana edad en su carrera, consiguió salir a la calle. Sin posibilidad de desatar a su montura antes de ser aprehendido, decidió buscar un escondite. En aquella maldita calle principal no podría ser; demasiados testigos. Por lo tanto, decidió doblar la esquina y probar suerte en el callejón trasero. Encontró un abrevadero medio lleno de agua estancada que desprendía un marcado hedor a orines de caballo. Palpó nuevamente sus bolsillos y halló la flauta que había pertenecido al viejo trotamundos. No sabía muy bien por qué la había cogido de su cadáver, tal vez ante la posibilidad de venderla más tarde. Sin pensarlo más, se sumergió en las aguas ponzoñosas dejando fuera el extremo de la flauta, al tiempo que tapaba los orificios con la mano. Comprobó con alivio que el cilindro le permitía respirar sin problemas. Al cabo de lo que consideró un tiempo prudencial, se aventuró a sacar la cabeza, encontrando el camino despejado. Probablemente, se habrían cansado ya de buscarle. Con un poco de suerte, habrían dejado su caballo donde estaba y podría marcharse más tarde sin ser advertido. Justo al salir, por encima del sonido del agua que chorreaba en el suelo del callejón, pudo distinguir una suave voz femenina:
—¿Se encuentra bien? He visto cómo le perseguían aquellos brutos. Son una panda de pendencieros.
Al girarse, pudo contemplar el rostro más angelical que pudiera imaginarse, enmarcado en unos bucles dorados que sobresalían por debajo del tocado a juego con su vestido de tela noble. Su figura era voluptuosa, pero no en exceso; todavía conservaba la delicadeza de los veinte años de edad. Judas se quedó mirando aquellos ojos azules como zafiros, extasiado por la forma en que sus labios carnosos se movían al hablar, como mandándole un mensaje secreto de lujuria primordial.
—Sí... solo un poco mojado. Nada que no pueda arreglarse con una larga cabalgada bajo el sol. —Ya daba por perdida aquella oportunidad de acabar con el juez, una vez que se había puesto en evidencia delante de los lugareños.
—Esos bestias le estarán buscando todavía —objetó la joven—. Creo que lo mejor será que se ponga a salvo, al menos hasta la noche. Si no le parece mal acompañarme hasta mi casa, allí podrá ponerse ropa seca y comer algo decente. Mi nombre es Peggy Mae Willis.
—Puedes llamarme Zack —contestó, sin llegar a mentir del todo, pues su nombre completo era Judas Zacarías Bocanegra. No podía creer aquel inesperado golpe de suerte. Iría con aquella belleza hasta cualquier parte que le pidiera... Y luego podría cumplir su contrato.
Rodearon el edificio y, tras recorrer unas cincuenta yardas, alcanzaron la puerta trasera de la casa. Peggy Mae entró primero y, tras intercambiar unas palabras con alguien que estaba en el interior, hizo señas a Judas para que entrase. Allí mismo, sentado en una silla austera de madera basta, había un hombre bien parecido de unos treinta años de edad.
—Zack, este es mi marido Mathew —sonrió la joven—. Le he contado lo ocurrido y está conforme en que te quedes con nosotros hasta que puedas escapar.
Así que estaba casada... ¡Qué estúpido había sido! ¿Qué tipo de ropa seca creía que le estaba ofreciendo, la de su abuela? Entonces, ¿por qué se le había insinuado en el callejón? Seguramente se trataba de una mujer insatisfecha; más tarde trataría de comprobar si estaba en lo cierto.
—Mathew trabaja como alguacil para el sheriff Kirsten —continuó la mujer—. Estará mañana en el juicio del juez Griffin.
—Mucho gusto, Zack —dijo el marido, levantándose para estrechar la mano de Judas—. Y usted, ¿a qué se dedica? —Acompañó sus palabras de una subrepticia mirada al Colt Dragoon que asomaba de su funda en la cadera de su inesperado huésped.
—Soy cazador de recompensas —mintió Judas—. Voy en busca de un tipo especialmente sanguinario.
—Una arriesgada forma de ganarse la vida —observó Mathew—. Pero, qué descortés soy... Deje que le acompañe hasta mi arcón. Buscaremos algo de ropa que le sirva mientras se seca la suya.
El resto de la tarde transcurrió con forzada normalidad, con la joven pareja tratando de mostrarse hospitalaria con su invitado. Convinieron en que lo mejor sería habilitar el pequeño establo para que Judas pasara la noche en él. Durante la cena supo que los juicios de Griffin tendrían lugar a la mañana siguiente, antes del mediodía. Si conseguía manejar la situación de acuerdo a sus planes, podría aprovecharse del patán de Mathew para llegar hasta el juez y matarlo. Sorbió la sopa que le ofrecieron, sin notar más que un rancio sabor a cenizas y sin por ello poder aplacar el hambre feroz de su estómago. Pero todo su ser se hallaba subyugado por un deseo animal, una lujuria más allá de toda medida hacia su lozana anfitriona. Además, le había parecido que ella le había hecho señas cuando su marido no estaba mirando... Tal vez ella planeaba hacerle una visita en el establo más tarde.
Las noches pasan con lentitud desquiciante para alguien que no se atreve a dormir. La esperada visita no llegaba, y Judas comenzaba a impacientarse. ¿Acaso el blandengue de su marido estaba reclamando sus atenciones sus atenciones y le impedía acudir a su cita? Por si fuera poco, el lugar hedía a orines de caballo, pues se veía obligado a compartir la estancia con su habitual inquilino. Harto de esperar, decidió ir a echar un vistazo. A través de las cortinas de la cocina, pudo ver a la pareja conversar. Sus voces le llegaban amortiguadas a través del cristal ligeramente ondulado. Estaban discutiendo acerca de él mientras calentaban agua en una tetera.
—No me digas que no te has dado cuenta de cómo te miraba el escote, Peggy Mae... ¡Ese tipo es un pervertido!
—Siempre tienes que pensar mal de la gente, Matt. Si no hubiera sido por mí, esos borrachos lo habrían linchado allí mismo.
—No es solo eso, Peggy Mae. ¿No te has fijado en la cicatriz que lleva alrededor del cuello? ¡Ese tipo ha sido colgado antes! Solo puede tratarse de un pistolero, un sucio bandido lujurioso y pendenciero...
—¡Basta ya, Matt! Que le hayan puesto una soga alrededor del cuello no demuestra que fuera culpable. La Biblia nos dice... —Pero no pudo terminar la frase, porque el estruendo de cristales rotos interrumpió la discusión. Judas el Miserable avanzaba hacia la pareja con el rostro transfigurado por la ira. La cicatriz que dividía su rostro en dos adquirió un tono lívido que contrastaba con el grana de su piel congestionada por la ira. Cuchillo en mano, rugió:
—¡Maldito idiota! Te voy a dar una lección que nunca olvidarás...
Tomado por sorpresa, el anfitrión trató de defenderse lo mejor que pudo, pero no había ningún arma a su alcance. Antes de darse cuenta, Judas le había cortado la cara a la altura de los ojos. Trastabillando hacia atrás, la mano de Matt topó con un objeto contundente, al parecer un rodillo de cocina. En un gesto desesperado, y medio cegado por la sangre que nublaba su visión, trazó un arco con su improvisada arma que impactó en la cabeza de su atacante. Judas quedó aturdido unos instantes, antes de bramar:
—Vas a lamentar haber hecho eso, desgraciado... —Con sus ojos de lunático desorbitados, se abalanzó sobre Matt con la hoja preparada para matar. El alguacil pudo agarrar la muñeca de la mano que empuñaba el arma, pero cometió el error de no soltar el rodillo con su otra mano. Esto propició que Judas pudiera desenfundar su Colt Dragoon y, sin vacilar, le disparase a bocajarro en el vientre. Un olor a cordita, mezclado con el de la sangre y el contenido intestinal llenó la cocina mientras el anfitrión se desplomaba sobre las tablas del suelo. Tras él, la pared mostraba una macabra mancha carmesí del tamaño de una rueda de carreta. Peggy Mae rompió a llorar, todavía sin ser capaz de asimilar lo que acababa de ocurrir.
—Ahora que me he ocupado de tu marido, podemos empezar a conocernos mejor, preciosa —dijo Judas, arrastrando las sílabas como un perro hablador enloquecido.
—A-apártate de mí... Matt tenía razón... ¡Asesino!
—Tal vez sí, muñeca. Pero mira de qué le ha servido al final. Y ahora, si no quieres acabar como él...
Blandió su cuchillo en dirección a la mujer, con los ojos encendidos por la lujuria y la sed de sangre. Finalmente, cuando la tuvo acorralada contra el mostrador, asió uno de sus pechos turgentes con la mano que le quedaba libre. Con un hilo de baba cayéndole por la comisura de la boca sobre la barba cerdosa, trató de besarla.
—¡Apártate de mí, demonio! No te atreverás...
Riendo como un demente, Judas el Miserable comprendió súbitamente el significado de la tercera maldición. Encontraba un placer indescriptible en el sufrimiento de la mujer indefensa. En su estado de enajenación, no se percató del movimiento de su víctima, que había aprovechado el momento en que la bestia trataba de subirle el vestido para asir la tetera de agua hirviendo. Con un grito de rabia y miedo, le vació el contenido sobre la cabeza. El aullido del violador frustrado rasgó la noche como la navaja de un barbero.
—¡Aaaaargh! ¡Maldita zorra! ¿Qué me has hecho? —Al llevarse las manos al rostro, las palmas también acabaron escaldadas, levantando ampollas casi al instante. Arrancándose la camisa, saltó a través de la misma ventana que momentos antes había reventado para entrar y trastabilló hasta el establo, donde ensilló el caballo del difunto y emprendió la huida justo cuando los primeros vecinos empezaban a acudir para comprobar el origen del alboroto. Uno de ellos trató de impedírselo poniéndose delante del caballo y tratando de aferrar las riendas, pero Judas tuvo tiempo de desenfundar su pistola y meterle una bala entre ceja y ceja. El redoble de los cascos se perdió en la llanura, dejando atrás el linde de Hacksaw y con él la primera gran oportunidad que se le presentaba de cumplir con su maldito pacto.
Cabalgó el resto de la noche, y con las primeras luces del alba pudo distinguir una silueta recortada contra el cielo de tonos rosados que anunciaba un nuevo día. Al acercarse, comprobó que se trataba de un hombre acuclillado sobre un peñasco y que al parecer tocaba algún tipo de flautilla. Iba cubierto por un poncho de pies a cabeza y no pudo verle la cara, pero de algún modo supo de quién se trataba.
—¿Estamos teniendo problemas para saldar nuestra vieja deuda, Judas? —preguntó el Diablo, con una voz que destilaba la más amarga ironía que se pudiera imaginar—. He de reconocer que esta vez has estado bastante cerca.
—Ha sido todo por culpa de esa fulana —contestó Judas con gravedad—. No debió coquetear conmigo durante la cena. Si se hubiera portado como debía, su marido estaría vivo todavía y el juez Griffin se encontraría ahora mismo saboreando su último desayuno.
—Veo que no has aprendido nada —se mofó. En esta ocasión, el Diablo había adoptado la apariencia de un viejo indio de canosa melena—. Sigues siendo un cabezahueca violento y amargado. Pero por mí puedes seguir así todo el tiempo que quieras. Hoy me has enviado tres almas nuevas; una de ellas especialmente deliciosa, puesto que Mathew Willis era un hombre justo y bondadoso. Cada persona que muere a manos de un maldito entrega su alma al beneficiario de la deuda, en este caso a mí. Solo encontrarán el descanso eterno cuando el deudor cumpla con el contrato. Mientras tanto, son míos para deleitarme en su agonía de tormentos sin descanso.
—No creo que seas el más indicado para darme lecciones de moralidad —escupió Judas—. Pero descuida, que un día cumpliré mi contrato y entonces veremos si eres fiel a tu palabra. Hasta entonces, no me escucharás suplicar ni arrastrarme ante ti. ¡Judas no se humilla ante nadie, ni siquiera ante el mismísimo Diablo!
—¡Jajajajaja! —la risa del Diablo era como el tintineo de mil calaveras de hielo en el interior de un vaso de whisky gigantesco al rojo vivo—. Tengo mis dominios llenos de estúpidos orgullosos como tú... ¡Cuando llega la hora de la verdad, son los primeros en rogarme que me apiade de ellos! ¡Jajajajaja!
La figura embozada en el poncho se desvaneció en una nubecilla de humo, dejando un apestoso hedor a azufre en el aire.
—Vete al Diablo... —musitó Judas el Miserable, mientras cabalgaba hacia el sol naciente, sintiendo los ojos como llenos de arena por la falta de sueño. Más que nunca, comprendió lo que era sentirse verdadera y totalmente... miserable.
FIN
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