Weird Tales nº05


Título: The Shadow Especial!!!
Autor: Ana Morán Infiesta, Gabriel Romero, Luis Guillemo del Corral y Guillermo Moreno
Portada: José Enrique Pérez
Publicado en: Oct 2013 


¡Número especial The Shadow! con cuatro estupendas historias del personaje: Lobos en la Arena Por Ana Morán Infiesta, La Sombra lo sabe por Gabriel Romero, La sombra sobre Chicago por Luis G. Del Corral, Un destino peor que la muerte Por Guillermo Moreno ¡¡La Sombra en Action Tales!!!
"Las historias más emocionantes, inquietantes y llenas de pulp y aventura"
Action Tales presentan

Lobos en la Arena
Por Ana Morán Infiesta
 
Nota: El presente relato se desarrolla en el mismo universo alternativo en que tienen lugar las aventuras de Diana Hunt, detective protagonista de varios relatos, entre ellos “La casa de las Bellas Durmientes”, publicado en al antología Action Tales. De cara facilitar la comprensión de esta historia, aclarar que, en esta sociedad, los humanos no son los únicos seres inteligentes sobre la faz de la tierra, existen también otras razas humanoides que son conocidas como bestiamorfos. Junto a estos, coexisten los llamados mestizos, quienes casi pueden pasar por humanos puros, pese a tener sangre de otras razas.

Un hombre se estremeció al paso de un tren elevado; el último, seguramente, de aquella noche. El desconocido caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza baja; coronaba esta una gorra que apenas dejaba vislumbrar el rostro del caminante. Pese a llevar un paso tranquilo de vez en cuando, se detenía y lanzaba una mirada a su espalda.

No lo atemorizaban los pocos chinos que aún quedaban por las calles, el hombre estaba ya acostumbrado a moverse por aquella parte de Chinatown, llamada por algunos Chinazoo, dada la concentración de población mestiza y bestiamorfa que albergaba. Lo que inquietaba al desconocido era la sensación de estar siendo seguido, de que, aunque aún no hubiese visto a nadie, una sombra semejaba acoplarse la suya en algunos momentos. Como ahora. Lanzó una mirada a su espalda, pero solo vio a dos chinos que discutían a la salida de un local de comidas.


De haber vuelto a girarse, habría podido ver cómo, no muy lejos de los dos hombres, una sombra se hacía corpórea, hasta resultar distinguible la capa y el sombrero de ala ancha con el que se cubría. La sombra se deslizó por las oscuras calles, sin ser advertido por los dos chinos que continuaban su charla. El oscuro caminante detuvo unos segundos su seguimiento. Entre las palabras intercambiadas por los chinos destacaba un nombre que se había hecho famoso en los últimos meses: El Dragón de Jade. ¡El culpable de la inactividad de la Sombra! Durante unos segundos permaneció quieto, como si valorase si proseguir su persecución o esperar a ver qué hacían los dos hombres. Finalmente, volvió a encaminar sus pasos tras el sujeto de la gorra.

El perseguido se fue adentrado por callejones cada vez más estrechos y solitarios, deteniéndose de cuando en cuando, para escrutar en la noche, retomando su camino al ver que nadie lo seguía. En un par de ocasiones, llegó a husmear el aire, pero nada desveló que estuviese siendo seguido. Y así continuó su avance hasta llegar a la entrada de una tienda de especias. Una vez frente a ella, y tras asegurarse de no ser espiado, hizo su llamada. Para ello, dio primero dos golpes rápidos y cortos, seguidos de otros tres más largos y espaciados. Al poco, la puerta se abrió con un ligero chirrido; en el umbral, las sombras lo cubrían todo y no se podía adivinar nada del portero más que dos relucientes ojos verdes.

Algún gesto debió de hacer el propietario de aquellos ojos, pues, al poco, el visitante se adentró en la tienda.

Lejos de la mirada de la Sombra, el perseguido se desproveyó de la gorra y el gabán para tendérselos a una muchacha de rasgos gatunos. Al hacer tal cosa, el desconocido se reveló como un verdadero hombre lobo. El pelo cubría por completo sus facciones, hasta casi hacer invisible la nariz. Unos afilados colmillos, a juego con las orejas puntiagudas, asomaban entre los labios, dejando caer regueros de saliva. El torso, alérgico al contacto de camisa alguna, presentaba el mismo pelaje lupino del rostro. En algunos puntos del pecho y el vientre, se formaban largas calvas, producto de las cicatrices de viejos zarpazos.

—Ya conoce el camino —le indicó el bast[1] que vigilaba la puerta.

El hombre lobo se limitó a asentir, antes de encaminarse hacia la puerta situada frente a la entrada. Tras abrirla, descendió por unas escaleras ya familiares para él, salivando ante las ganancias que obtendría esa jornada. Llevaba tiempo en las luchas de gladiadores. Había ganado, además de un buen puñado de cicatrices, mucho dinero gracias a ellas, pero, esa noche, pensaba posar sus zarpas sobre un premio mucho más suculento que diez de los grandes: una concubina de blancas y firmes carnes tan virginales como juveniles. Ensimismado como estaba en sus lujuriosos pensamientos, no percibió un detalle extraño; apenas hubo cerrado tras de sí la puerta de acceso a la arena, alguien daba la misma contraseña proporcionada por él minutos antes.

—Esa es... —empezó a susurrar la encargada del guardarropa.

Pero el portero le indico con un gesto que se callase. La nunca del hombre, como la de la propia muchacha, tenía todo el vello erizado. Ambos pensaban lo mismo. ¡Aquella era la señal de los gladiadores! Y Fergus había sido el último de los dos contendientes de la noche en llegar, apenas unos minutos antes. Con un gesto de su mano, indicó a la muchacha que se acercase a una ventana cercana. Había sido pintada con un tinte especial y su existencia pasaba desapercibida a la mayor parte de los visitantes. Además, solo se podía ver a través de ella desde un punto concreto del interior de la tienda, lo que la convertía en el mejor medio de verificar que, tras la puerta, no se encontrasen José Cardona y sus sabuesos.

—Es un solo hombre. Ese irlandés al que Billy conoció en el Barco Negro.

O lo que era lo mismo, un seguidor de las luchas, no un guerrero. Y estos debían llamar con una cadencia distinta, dos golpes cortos, uno largo y otros dos cortos.

El hombre estaba repitiendo la llamada cuando el portero le abrió. El rostro gatuno del bast no reflejaba sorpresa alguna. Sus ojos taladraron al visitante. Nada indicaba que no fuese el mismo O´Leary de siempre; una gran cicatriz de un navajazo le recorría la mitad derecha de la cara. Su figura se encorvaba como de costumbre y el jersey de coletas arrugado no difería de las prendas vestidas normalmente por el matón.

Sin embargo... ¡No podía ser O´Leary! Él no habría dado semejante señal.

El propio «O´Leary» podría haberle corroborado su intuición. O más bien su cadáver. Esa misma noche el matón había perecido tras una persecución con la Sombra, sin dar a este la ocasión de interrogarlo.

—Por la puerta de la izquierda —ordenó el portero.

Podía no saber quién se ocultaba detrás de aquel disfraz, pero tenía claro, más ahora que su visitante era un intruso indeseado. Rick O´Leary no habría necesitado indicaciones para proseguir su camino. Y, desde luego, jamás se hubiese adentrado tras la puerta de la izquierda.

Sin que el falso irlandés se percatase, la muchacha había presionado un botón secreto, destinado a poner en marcha una trampa mortal. No tenían por qué temer ruidos desafortunados si llegaba algún espectador en los diez minutos de cuenta atrás para el inicio del combate, el cuarto estaba completamente insonorizado.

Solo los reflejos sobrenaturales de la Sombra, lo libraron del primer ataque; nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, algo se abalanzó sobre él. Más por instinto que por ser capaz de ver a su atacante, se apartó de su trayectoria de un salto. Esto lo libro con toda seguridad de la muerte, pero no de que las uñas de su oponente se llevasen parte de la lana del jersey. El irlandés rodó por el suelo para incorporarse con rapidez. Sus ojos, como tizones encendidos, escrutaron en la oscuridad, mas nada llegaron a ver. ¡Tendría que fiarse únicamente de su oído!

Sin dejar de prestar atención a cualquier sonido alarmante, sus manos se sumergieron en los amplios bolsillos de su pantalón de pana para hacerse con dos poderosas automáticas. A su derecha, podía sentir una respiración trabajosa, como la de alguien con el apéndice nasal roto.

Mientras esto sucedía, las arenas se preparaban para un nuevo combate. No diferían demasiado de otros campos de lucha de similar catadura. Una valla baja en forma de «C», mantenía a los vociferantes espectadores alejados de la zona de lucha. Eran todos humanos mal encarados, lo peor que podían ofrecer las calles de Nueva York, matones de los muelles, jefes de las bandas y parroquianos habituales de tugurios como el Barco Negro. Frente las gradas, se elevaba una plataforma rectangular, sobre la que descansaba un trono dorado, el trono del Dragón de Jade. El misterioso sujeto se había convertido en el rey de los bajos fondos de Nueva York, poco después de que la Sombra dejase de importunar a los criminales, lo que le había dado un halo de leyenda. Era tenido por muchos como el responsable de la desaparición del odiado enemigo; otros lo tenían por el mismo amo de la oscuridad, cambiado de bando. El rostro del Dragón de Jade era tan desconocido para ellos como la identidad del justiciero de ojos refulgentes. El rey del hampa se cubría con una capucha adornada con el signo de un dragón rampante en la frente, siempre se enfundaba en ropas amplias y una capa y sus manos iban cubiertas por guantes. Como de costumbre, lo franqueaban dos fornidos guardaespaldas, ambos de ascendencia reptiliana, más lagartos bípedos que hombres.

Esa noche, la tarima albergaba una novedad que encendía aun más los ánimos de los congregados: una muchacha de aspecto tan aterrado como frágil. Estaba encadenada por las muñecas y cuello al trono; el pelo, de un rubio rojizo, le caía desgreñado sobre el rostro; en algún momento, su vestido había sido elegante en el pasado, ahora era un conjunto de jirones que dejaba a la vista una piel llena de marcas. Un observador cercano habría identificado, además de arañazos, señales de la mordedura de un látigo, especialmente en la espalda. Era el gran premio de la noche y circulaban apuestas sobre si el ganador la tomaría allí mismo o la poseería en algún rincón más íntimo de la casa.

La mirada de la prisionera no se apartaba del lugar donde se dirimiría su infausto futuro. Situados uno frente a otro, dos hombres de clara ascendencia lupina se retaban silenciosos, sin apartar la mirada del otro. Sus torsos desnudos estaban cubiertos por un mapa de cicatrices, lo mismo que sus brazos. Aunque las manos de ambos eran humanas, las uñas bien parecían garras.

El Dragón alzó al báculo que sostenía en su mano derecha. Ante el fervor de la multitud, lo sostuvo unos segundos en el aire. Luego lo hizo descender hasta golpear el suelo.

El combate había empezado.

Las automáticas de la Sombra tronaron en la oscuridad, pero, de nuevo, no obtuvieron el premio de un gemido de agonía. Por primera vez desde su retirada forzosa, se enfrentaba a un rival desde una posición de desventaja. Si la oscuridad era impenetrable para sus ojos, para su oponente, debía de ser tan clara como si el cuarto estuviese iluminado. Las ropas de O´Leary estaban hechas jirones y, bajo las mismas, empezaban a dejarse ver los oscuros atavíos de la Sombra.

El oscuro guardián se movió, procurando no hacer ruido, lejos del alcance de donde pensaba estaba su rival. Las balas empezaban a escasear y no se atrevía a disparar sin tener claro su blanco. De nuevo, se oyó la respiración trabajosa. Como si alguien tuviese que hacer esfuerzos para tomar aire. ¡O para husmear!

La Sombra se desprendió lo más rápidamente que pudo del jersey y lo lanzó al otro lado del cuarto. Se oyó un gemido en medio de la oscuridad. Pasos, gruñidos... La criatura no sabía qué rastro seguir. El justiciero aprovechó la ocasión para deshacerse de los pantalones. Antes de hacerlo, se guardó una de las automáticas en el bolsillo de la americana, luego se hizo con una linterna. Hasta entonces no había querido usarla, pero ahora las tornas podían ser distintas.

Los pantalones fueron lanzados a un punto cercano al jersey. La bestia husmeó de nuevo el aire y se giró rápidamente, ignorando la silenciosa presencia del caballero oscuro, cada vez más cercana. Solo el aroma de las ropas atraía a la criatura. Cuando ésta se abalanzó sobre las ropas caídas, encendió la Sombra la linterna; su haz iluminó una grotesca quimera; un hombre, si le se podía llamar tal cosa, que parecía reunir sobre su ser la mayor parte de las ascendencias mestizas, cola gatuna, piel reptiliana y, a juzgar por el vello hirsuto que la cubría, cabeza de lobo. Un ancho collar plateado hacia parecer aún más corto su cuello. Las balas impactaron contra la nuca de la criatura antes de que esta tuviese tiempo a saber qué pasaba.

Su cuerpo cayó con estrépito sobre el suelo. Durante un largo minuto, la Sombra permaneció quieta, con la linterna apagada, esperando a que alguien llegase en ayuda de la criatura, pero, como ante el canto de los disparos, la visita no se produjo.

El haz de la linterna sorda iluminó la habitación. Tras pasearse por todos los rincones, regresó hasta un extraño mural, en el que se veía una criatura que bien podía ser un ancestro de su fallecido oponente. Una risa siniestra quebró el silencio. Era una risa que hubiese estremecido los corazones de muchos de los congregados en la arena, pues era preludio de una derrota, tal vez de la muerte. Era una risa que llevaban meses sin oír y que no habían esperado escuchar más. Era la risa de la Sombra.

En la arena de juegos, el combate estaba en pleno apogeo. La sangre teñía los torsos de los dos combatientes, también sus quijadas. Aunque tanto el Dragón de Jade como sus guardaespaldas estaban al tanto de la llegada de un intruso, ninguno se preocupaba por la presencia del mismo, si el hijo de Bastet no acababa con él, cosa harto improbable, lo harían las trampas sembradas a lo largo del pasadizo que comunicaba la celda con la arena. Y, si intentaba acceder por otro lado, lo haría su fiel Michel, el portero bast. Mientras tanto, el Dragón se deleitaba con el modo en que las apuestas cambiaban de sentido cada vez que uno de los contendientes cobraba ventaja, amenazando con volver loca a la muchacha gata, ahora encargada de llevar el control de las pujas.

A sus pies, la prisionera no dejaba de temblar. El Dragón sonrió bajo la capucha. Seguramente Alicia Clark empezaba añorar la vida que la había hecho huir de Filadelfia hasta Nueva York.

De pronto, una risa se superpuso a la algarabía, era una risa siniestra, capaz de helar los corazones más curtidos. Una risa de la que el Dragón había oído hablar y que estaba seguro de no llegar a oír jamás.

¡La risa de la Sombra!

¡La Sombra!

El nombre corría como un grito entre los malencarados seguidores de la lucha. Se desenfundaron pistolas; los combatientes, sin embargo, no cejaron en su lucha. Pero nadie percibió aquel extraño detalle. La atención de los espectadores se centraba en el pasadizo donde habían brotado las risas. Las pistolas tronaron, ante la mirada expectante del Dragón, cuya mano no se apartaba de los brazos del trono; el aire se llenó de aroma a pólvora.

Nada brotó de la negrura. Ni un grito ni una risa. Desde otro punto de la oscuridad, tronaron las automáticas de la Sombra. Sus primeros blancos no fueron los matones, sino parte de las luces que iluminaban el cuarto. La penumbra abrazó a los aterrorizados pistoleros. A los pies del Dragón, la prisionera se aovilló, temblando de miedo. Los dedos del monarca de los bajos fondos se acercaron a una pequeña palanquita, mientras la pólvora tronaba de nuevo. Todos los gritos que se oían eran de los criminales. Las balas de la Sombra siempre daban en algún blanco; las de los asesinos, parecían alcanzar el lugar donde estaba su rival segundos después de que este se esfumase. Pararse a recargar era una sentencia de muerte para ellos, mientras que su enemigo semejaba tener siempre dispuesta una automática cargada.

Y si no caían bajo las balas del vigilante, bien podían hacerlo bajo las garras de los gladiadores. Los dos hombres lobo seguían enzarzados en una sangrienta lucha, ajena a los disparos y a la algarabía. Si tropezaban con alguno de los pistoleros, este podía rezar para percibir su llega a tiempo y abatirlos. De lo contrario, estaría condenado a recoger sus tripas del suelo, tal y como habían hecho otros compañeros. Los pistoleros no estaban tan dotados como la Sombra, el Dragón de Jade o los propios gladiadores a la hora de ver en la oscuridad.

Sin dar muestras de que la batalla lo impresionase, el rey del hampa no apartaba la mirada de la arena.

—Señor, la alarma —susurró uno de sus ayudantes.

En efecto, una luz roja brillaba sobre el quicio de la puerta. Eso solo podía decir una cosa. ¡La policía!

—Ocupaos de llevar a la prisionera a un lugar seguro —ordenó.

Sus dedos comenzaron a acariciar la palanca. Mientras lo hacía, su mirada, más acostumbrada a la oscuridad que la de sus sicarios o cualquier humano, se cruzó con la de una figura sombría. En medio de una lluvia de balas que no terminaba de amainar, la Sombra no podía hacer otra cosa que taladrarlo con sus refulgentes ojos escarlata.

«Podrás acabar con mis arenas, pero no atraparme»

Bajo la capucha, los labios del criminal dibujaron una sonrisa de triunfo, mientras sus dedos accionaban por completo la palanca. ¡Si lo hubiese hecho unos segundos después, la Sombra habría podido atraparlo! Los pasos de la policía resonaban en el pasillo, audibles incluso para los matones humanos que empezaban a dividir su atención entre el maestro de la oscuridad y la puerta. Sin embargo, el Dragón era astuto y se había esfumado, como tragado por la tierra, en el momento óptimo.

Pero aún estaban allí la prisionera y los dos sicarios. La policía, que había acudido advertida por una llamada anónima, podía encargarse de los humanos. Perdido el Dragón, bien podía hacerse con una mujer que podía servirle como herramienta para derrocar al nuevo rey de los bajos fondos y quienquiera que manejase las cuerdas de éste.

Los dos acólitos obligaron a la prisionera a ponerse en pie, ajenos a que, por fin, el encarnizado combate entre lobos había concluido, merced a una bala perdida. El túnel por el que había llegado su oscuro enemigo parecía su única salida y, con ese objetivo, dieron sus primeros pasos en aquella dirección.

— ¡No os llevaréis lo que es mío! —rugió una voz.

Fergus se había apartado de la muchedumbre y saltado sobre el trono, tenía el cuerpo cubierto de sangre propia y ajena y su mirada destilaba la más sádica lujuria.

Sin embargo, si los lagartos habían cometido el error de desatender a los lobos, Fergus había hecho lo propio con la Sombra. El vigilante solo necesito tres balas para abatir a los dos soldados y al guerrero que los atacaba. Antes de que ella acertase a reaccionar, la Sombra había caído sobre la prisionera. Las cadenas chocaron contra el suelo, mientras una voz sepulcral susurraba en su oído.

—Sígame, señorita Clark.

La capa del maestro de la oscuridad envolvió a ambos, mientras obligaba a la muchacha a apresurarse por el corredor. Pese a verse obligados a sortear tramas, no les fue difícil ganar la calle, los ojos de la Sombra habían identificado un ramal que daba acceso a una salida trasera, desapercibida para la policía. Sin ser advertidos por nadie, se acercaron a otro callejón donde los esperaba un taxi.

Su conductor era un joven de unos treinta años, de rostro resuelto y expresión agradable. La Sombra arrojó a la joven sobre el asiento trasero. Al caer, la muchacha impactó contra varias bolsas, todas identificadas con los logotipos de costosas tiendas de la ciudad.

— ¿Que, dónde....? —la mirada de Alicia Clark no se apartaba de los ojos como rubís de su rescatador.

Ahora que el coche se ponía en marcha, empezaba a dudar de las intenciones de aquella figura que parecía estar hecha de sombras. Sin embargo, se sentía incapaz de luchar por su vida. Todas sus energías habían desaparecido días antes, bajo la dictadora de un látigo de nueve colas.

—Ira a donde usted quiera, señorita Clark. Usted decidirá si desea regresar a la vida de la que escapó en Filadelfia

El corazón de Alicia se llenó aún de más terror. ¿Cómo podía saber aquel desconocido lo de la fuga? Estaba segura de que sus padres lo habrían tapado, lo mismo que todo el asunto del matrimonio acordado.

—O vivir una nueva vida, con otra identidad. Una vida sin privaciones económicas y de aventuras. A cambio tendría que convertirse en mi agente, deberá jurarme obediencia y nadie le asegura que su labor no la conduzca a la muerte.

La joven meditó unos segundos su respuesta. A pesar su atemorizador aspecto, algo la compelía a confiar en el desconocido, en sus palabras. Había deseado huir de su muerte en vida en Filadelfia, y la experiencia de los últimos días no hacía deseable el regreso al hogar. Su voz no tembló mientras jurada fidelidad y obediencia a su misterioso benefactor.

—Será mejor que se cambie ahora, señorita Lancaster, el hotel Metrolite no está acostumbrado a recibir clientas semidesnudas —la sobresaltó la agradable voz del conductor.

La muchacha iba a preguntar cómo podía hacer aquello, cuando un haz de luz iluminó el asiento. ¡El hombre de ojos rojos había desaparecido! Se había escurrido, como una sombra.

—Tranquila, terminará acostumbrándose a sus salidas —sonrió el conductor. —Cuando llegue al hotel, no se olvide de pedir la habitación trescientos cuatro, fue la que le reservó su primo, el señor Harry Vincent.

La joven se limito a asentir mientras empezaba a sacar el contenido de las bolsas. Además de ropa, localizó una cartera de mano que contenía un espejito y maquillaje, un billetero con doscientos dólares y un pasaporte a nombre de Eleanor Lancaster. Parecía auténtico y la foto que llevaba… ¡Era la suya!

En algún punto de Chinatown, volvía a resonar la risa de la Sombra. El Dragón se le había escurrido esta vez, pero, con la ayuda de su nueva agente, pronto lo atraparía. Eso La Sombra lo sabía.


La Sombra lo sabe
Escrito por Gabriel Romero

Aún no era medianoche cuando yo llegué, y le juro que no era el primero. A mí me había dado el soplo Tommy Wan, el hijo de los Wan que tienen una lavandería en Chatham, pero para entonces ya lo sabía todo el mundo. Sólo queríamos algún encargo pequeño, nunca hemos sido tipos importantes, aunque nos creyéramos que sí. Tommy trabajó para los On Leon Tong hasta hace un año, o eso me dijo, aunque ahora creo que todo era mentira, que sólo lo decía por fardar y llevarse a las chicas, porque cuando llegamos allí le miraron igual de mal que a mí, como si nadie supiera qué demonios pintábamos en eso. Había otros como nosotros rondando por el local, no se crea, raterillos y algunos timadores de poca monta que fueron por si les caía algo, ya sabe, tiras la caña por si pica algún pescadito, aunque sabes que no puedes competir con los pescadores buenos. Y le juro que había un montón de pescadores buenos en aquel maldito lugar. Nunca se había visto una reunión como ésa, yo apenas conocía a ninguno, pero Tommy me dijo que eran los jefazos de los Tong, los más veteranos. Se le salían los ojos de las órbitas cuando vio a Jay Hu y a madame Li Wo juntos en la misma habitación. Y también estaba el general Mahai, que decían que había muerto en Macao hace un año traficando para piratas portugueses, y unos cuantos matones que se ocupan de cobrar los “impuestos” de los Dragones Voladores, y hasta Kai Tan, que lleva años espiándonos para el Kuomintang, mandándoles informes de todos nosotros. Como le digo, ni Tommy ni yo éramos nadie, pero siempre supimos reconocer con quién no teníamos que meternos, y allí había unos cuantos. Le dije que nos largáramos, que aquello me daba mala espina, y que si nos dábamos prisa aún podríamos pasar un buen rato con las chicas de “El lago azul”, pero él me convenció para quedarnos, sobre todo porque no teníamos ni un centavo para el resto de la semana, y era o eso o volver al capataz a suplicarle trabajo, y no habíamos salido demasiado bien como para volver arrastrándonos. No sé, supongo que creí que no pasaría nada malo, que esos tipos sabían lo que se hacían, ya que era obvio que nosotros no. Así que nos sentamos en una mesa y pedimos a una camarera, como si no pasara nada, y estuviéramos acostumbrados a estas cosas.

El salón estaba abarrotado de humo, pero no de las pipas de opio, eso estaba atrás, y aquella gente quería estar lúcida para hablar de negocios. Oficialmente todos tenían empresas legales, bien lavanderías como los Wan, o fábricas de tabaco, restaurantes… Algún local donde pudieran recibir gente sin que levantara sospechas, y así habían ido creciendo. Nosotros estábamos con los cantoneses, sabe que eso aún se respeta, y que no puedes mezclarte con otra gente si no quieres que te encuentren una mañana en algún pasaje subterráneo comido por las ratas. Sí, ya sé que ustedes los americanos no entienden eso, pero los chinos no somos todos iguales, aún hay respeto, y tradiciones. Mi abuelo se moriría si me viera con una chica que no fuera de una buena familia cantonesa, y con los negocios pasa igual.

El caso es que entonces llegó aquel tipo, y todos se callaron como si hubiera aparecido un fantasma. Era altísimo, y flaco como un muerto. Su piel era de un color gris pálido, como su barba y sus uñas. Daba bastante asco, la verdad, porque si no fuera porque hablaba, nadie pensaría que estaba vivo realmente. Y su voz era chillona, pero lo que decía no coincidía exactamente con el movimiento de su boca, como si él estuviera diciendo una cosa y nosotros escucháramos otra. Y por extraño que parezca, cada uno lo entendió en su propio idioma, porque todos asentían y le miraban con recelo. Era como si nos estuviéramos viendo reflejados en él, como si todos fuéramos él de alguna forma, y a la vez eso nos diera un asco inmenso. No sé, era un tipo muy desagradable cuando lo mirabas fijamente.

Y entonces nos habló, y fue aún peor, porque nos revolvió las tripas con esa voz extraña y sinuosa, que parecía que se te enroscaba en el cuello. Dijo: “Bienvenidos, mi nombre es Ying Ko, yo soy quien les ha reunido aquí esta noche”. Y a mí me temblaron todos los huesos.

Kai Tan le preguntó que por qué estaba allí gente tan distinta, y Li Wo le dijo que había rumores de que pretendía hacerse con el control de los negocios de Chinatown, y que si era cierto. El anciano les contestó que sí, que desde esa noche él sería el rey del hampa en Mott Street, y que quien no trabajara para él no volvería a trabajar nunca más. Fue una amenaza en toda regla, y a los Tong no les hizo mucha gracia, porque Hu enseguida se puso en pie y sacó una Luger que llevaba escondida en la chaqueta (ahora me pregunto por qué Jay Hu tenía en su poder una pistola alemana, pero entonces no me pregunté nada, la verdad, sólo me eché poco a poco hacia la barra y confié en que la cosa quedara en un malentendido y pudiéramos beber en paz).

El anciano se rió como un maldito demonio, y empezó a moverse entre el humo, burlándose de aquellos grandes mafiosos y su ostentación. En el fondo creo que para él sólo éramos niños pequeños, y se deleitó jugando un rato con nosotros mientras nos contaba su vida. Dijo: “Creo que ustedes no saben quién soy yo, lo que he hecho en esta vida. Yo ya era el rey del contrabando en Oriente cuando ustedes estaban aprendiendo a leer. Yo fui el señor de la guerra en Mongolia, yo fui pirata en el Mar de China, yo goberné las redes del opio y provoqué guerras a mi antojo, y sembré de odio y sangre todos los lugares por los que pasé”.

Kai Tan se adelantó a los otros y le respondió que ya conocían la leyenda de Ying Ko, el Mil Veces Maldito, cuyo nombre es pronunciado con temor junto a las hogueras y reverenciado por los de nuestra clase, y cuya leyenda sin embargo había desaparecido de un día para otro, y nunca más se había vuelto a saber de él. ¿Era posible que estuviéramos ante el verdadero Ying Ko, o era una burla para aprovecharse de su nombre y gobernar los negocios de Chinatown?

El anciano se acercó mucho a nosotros, y su risa cada vez parecía más oscura, como si lentamente fuera volviéndose menos humano. Y las palabras que decía eran terribles, porque parecía que las estuviéramos pronunciando nosotros mismos… Era una parte de nosotros, la parte más oscura, la más cruel, eso que llevamos dentro pero que no nos gusta… el demonio… “¿Quién es Ying Ko?”, dijo, “¿sino una representación del mal que anida en el corazón de los hombres? Yo desaparecí un día, porque en el fondo sólo era un hombre común, pero aprendí a ser más que eso. Aprendí a mirar a la cara a mi propia oscuridad, y sólo así pude librarme de ella. Ahora estoy más allá de eso, monstruos, y por esa razón puedo ver la oscuridad que hay en vuestra alma, y librar al mundo de ella”.

Nos miró como si no fuéramos más que ratas, y el humo le envolvió, como si estuviera vivo. Parecía

un maldito fantasma caminando entre humanos, y una oscuridad inmensa brotó de su pecho y lo cubrió todo, tapándonos la vista. No podíamos ver más que sus malditos ojos brillantes que nos juzgaban desde lo más profundo del infierno, y no podíamos oír más que su risa, su maldita risa, que se había convertido en un murmullo terrible, en nuestra propia sentencia de muerte.

Luego lo demás fue rápido, sólo unos cuantos disparos de sus dos pistolas gemelas en las oscuridad y todos los jefazos cayeron acribillados, pero eso ya daba igual, porque con lo que de verdad nos había condenado era con su voz, que venía del corazón de cada uno y sabía nuestros pecados, era más nosotros que nosotros mismos, y uno tras otro aceptamos que nos merecíamos morir. Él nos había juzgado, y éramos culpables, así que sólo quedaba aceptarlo y dejar que nos matara, como patos en una feria, sin resistirnos.

Cuando el humo se disipó, sólo quedaba yo entre toda aquella gente, el resto estaba destrozado a balazos. Tommy estaba caído sobre la mesa con la bebida en la mano, y le habían metido un tiro en un ojo, que le salió por detrás. Al menos sé que fue rápido.

Entonces el tipo se acercó hasta mí, y ya no era un viejo chino con cara de muerto, sino un hombre joven y fuerte, envuelto en una enorme capa negra que estaba hecha de humo y oscuridad. O quizá ése era el disfraz y en realidad sí que era un viejo, yo qué sé. Lo que sí sé es que era un dios entre toda aquella muerte, con sus ojos de fuego y sus armas que todavía humeaban. Caminó sobre los cuerpos y la sangre, y miró fijamente hacia mí, y yo estaba completamente paralizado.

Me dijo: “Vete de aquí, Johnny Tao, y no te conviertas en la miseria de personas que eran ellos. Tú aún tienes una oportunidad. Aprovéchala”. No podía pensar, estaba petrificado, pero aún fui capaz de mover la boca, y le dije: “¿Cómo… cómo puedes saber…?”.

Respiró hondo, como si tuviera que cargar con todos los pecados del mundo, y me contestó: “Yo conozco el mal mejor que nadie, Tao, porque yo era un ser mucho más maligno que los que han muerto esta noche… La diferencia es que yo supe reconocer ese mal y purgarlo cuando alguien me dio la oportunidad… Hubo una persona que creyó en mí y me hizo ver que aún no era demasiado tarde… Para ti tampoco lo es… Si sigues cultivando la semilla del crimen, vendré a visitarte dentro de un año… y no habrá nada que te salve”.

Y se esfumó en el aire, como un recuerdo. Ya está. Ya no hay más. Sus hombres me encontraron en Canal Street una hora después, teniente Cardona, y ya no hay nada más que pueda contarle. Creo firmemente que La Sombra me eligió para traerles este mensaje, no sólo que ahora es él quien gobierna Mott Street y que le ha declarado la guerra a los Tong, sino que conoce nuestros pecados mejor que nosotros mismos, que es capaz de ver en nuestras almas de un solo vistazo, así que más vale que empiecen a portarse bien, porque él no va a tolerar la corrupción en el Departamento de Policía, los crímenes, el contrabando, o incluso que crucen un semáforo en rojo. La Sombra es el mismo demonio, teniente, y por mucho que crean que tienen bien escondidos sus esqueletos en el armario, por mucho que piensen que disimulan quiénes son en verdad, les juro… les juro por lo más sagrado… que La Sombra lo sabe.


La Sombra sobre Chicago
Por Luis G. Del Corral

1-»La Sombra Sabe»


El hombre llegó a su casa pasado el anochecer. Algún imbécil en la redacción había perdido las copias carbón de su reportaje. Los originales habían desaparecido y tuvo que reescribirlo todo casi de memoria. Por suerte, no se había deshecho de las notas.

Vivía en un edificio de apartamentos con el ascensor estropeado desde hacía meses. Mientras arrastraba los agotados pies hasta el tercer piso, suspiró exhausto. Aquella iba a ser la primera noche en semanas que iba a tener una noche de descanso decente. Se la había ganado.

O eso pensaba. Cuando por fin encendió la luz que pendía del techo, había algo fuera de lugar.

En su humilde y muy gastado sofá, sentado como si fuera el dueño del lugar había un hombre. Vestía una gabardina negra, sombrero de amplia ala y se cubría el rostro con una ancha bufanda roja. Aunque se adivinaba una aguileña nariz, en realidad solo distinguía dos penetrantes ojos mirándole con fijeza.

-Tome asiento señor Mundy. Tenemos que hablar de muy serios asuntos.

-Pe... Pero... -El desconocido repitió sus palabras con deliberada calma. Mundy decidió obedecer por el momento. No tanto por precaución como mera curiosidad de reportero. Se sentó en una silla, procurando estar lo más cerca posible de la puerta.

-Ha estado usted jugando un peligroso juego, Robert Mundy. Sus hazañas aquí en Chicago han llegado hasta mí. Al principio no hice nada, pues estoy de acuerdo con sus actos. La Justicia debe alcanzar a aquellos criminales que tratan de evadirla. -Su voz era grave, profunda, con una mesmérica cualidad que hacía imposible el no prestarle atención.

Sin embargo no me agrada en absoluto que usurpen mi identidad para ello. No he tardado en averiguar que aquel que estaba tomando mi nombre es usted. Un humilde reportero del Chicago Inquisitor. Y porque lo ha hecho.

Mundy tragó saliva. Era muy consciente de los peligros a los que se exponía actuando como un conocido vigilante. Admiraba a aquel hombre como un genuino y no reconocido héroe. Si tan solo hubiera tardado un poco más en cruzar su camino con él...

-¿Como lo ha averiguado?

El otro rió.

-La Sombra sabe. Voy a ayudarle, porque la banda que ha diezmado casi por completo está relacionada con otro delito que estoy investigando. Pero debe desistir de usar mi nombre, Mundy. Corre el riesgo de atraer atenciones no deseadas.

El periodista miró al vigilante, bajando la vista apenas la había alzado. Pensó en ocultarle la información, pero desechó la idea casi antes de tenerla. Lo admiraba. No quería despertar sus iras. Quizás lograra lo que a él se le había resistido en meses.

-Cuéntemelo todo.

-Está bien. Pero me resisto a no participar en esto. He hecho ya demasiado como para retroceder ahora.

-Una decisión peligrosa pero justa. Hable.


No pudo responder. ¡La puerta estalló con un trueno de astillas y plomo! El periodista corrió a ocultarse detrás del sofá y la Sombra se levantaba; las manos empuñando dos pistolas automáticas.

Sin detenerse, el justiciero se zambulló tras el mueble. Una bala rozó el ala de su sombrero y se incrustó en la pared. A su lado, el periodista contenía sin éxito los gemidos de dolor de la bala que le había atravesado el pie derecho.

La destrozada puerta se abrió de golpe, dejando paso a un hombre vestido con las ropas sucias y mugrientas propias de un hampón barato. Escupió en el suelo y alzó el rifle que sostenía.


-¡Te oigo lloriquear, plumilla de tres al cuarto! ¿Creías que no te descubriríamos, Mundy? ¿O debería de llamarte Señor Sombra?

El vigilante, sin abandonar su parapeto, se carcajeó. El criminal se paralizó. Le había metido un balazo. ¡Y se reía! Aquel sonido lo llenaba todo en su cabeza. Era el sonido que señalaba la presencia del mayor azote de las bandas.

-El árbol del crimen da amarga fruta... ¡y tú estás maduro para la cosecha!

Los nervios pudieron al criminal, que disparó hacia la fuente de aquellas palabras. Casi al instante, sintió como el plomo ardiente mordía su pie. La Sombra había disparado a través del estrecho hueco entre el sofá y el suelo, guiado por la voz del otro.

Se levantó disparando de nuevo. El criminal ya estaba muerto antes de tocar el suelo. Enfundó sus armas y ayudó a levantarse al periodista, echándose su cuerpo a la espalda sin apenas esfuerzo.

-Le llevaré a un hospital. Agárrese. -Robert gimió de nuevo y se relamió los labios.

-El armario. Hay un... diario. Con todas mis acciones y... lo que he averiguado. Le será útil.

El vigilante asintió y con el herido colgado de su espalda, se acercó al mueble. En un cajón en la parte baja halló dos cuadernos que guardó en un amplio bolsillo interior de su gabardina.

La vida de aquel hombre era más importante en aquel momento que cualquier precaución que pudiera tomar. Bajó con toda la velocidad que pudo. En el portal se encontró con un hombre negro. Vestía como un oficinista pero tenía el físico propio de un boxeador. Le conoció en un viaje anterior a Chicago, salvándole de una banda dedicada a amañar combates. Desde entonces, aquel hombre se había convertido en su más valioso agente en la zona de los Grandes Lagos.

-¡Jefe! El que ha subido tenía un compañero que ahora está durmiendo maniatado en un cubo de basura. ¿Que ha ocurrido?

-Luego, Joshua. Llévale en el coche al hospital de Santa Agnes y pregunta por el Doctor Murdock. Es uno de mis agentes. Yo tengo que volver al hotel antes de continuar con mi misión. Contactaré contigo por el canal habitual.

El hombre asintió en silencio. Trasladó al herido al asiento trasero de un viejo Hispania. Momentos después, fue seguido por una moto que tomó un camino diferente en el primer cruce.

Robert Mundy no podía saber que sus actos se relacionaban con una trama que el conductor de la moto había empezado a investigar semanas atrás.

Aquella noche, la Sombra caería sobre la Ciudad del Viento.

2-La Amarga Fruta Del Crimen

En la relativa seguridad de su habitación en el Breeze Hotel, Lamont Cranston leía con inusitada rapidez las hojas manuscritas. Hubiera agradecido la compañía de Margo, pero no había sido posible. Se había quedado en Nueva York cumpliendo con una tarea esencial. Destruir las pruebas que le vinculaban con el incendio de una fábrica de explosivos propiedad de la banda que buscaba destruir.

La letra de Mundy era clara para ser la de un periodista, acostumbrado a tomar apresuradas notas en casi cualquier situación y lugar. Había empezado a actuar en un caso de atraco a un banco común y corriente. Los gangsters que investigó evadieron a la policía «sin recibir el merecido castigo por su infamia.»

Decidió usurpar la identidad de la Sombra para atemorizar a sus objetivos, resultando esta una buena idea. Como reportero, había podido investigar unas extrañas muertes que se centraban en una incipiente guerra de bandas. Aquel había sido el inicio de su carrera como la falsa Sombra.

Cranston se acarició el mentón. Mundy parecía tener claras sus ideas. Pero le faltaba información y recursos. Había sido Murdock quien le avisó de que alguien se hacía pasar por él. No era la primera vez que sucedía. Pero si que su suplantador tenía una meta tan clara. Decía en la última entrada del primer cuaderno:

Cuando esto acabe, tengo que contactar con la Sombra. La información de estas páginas le será útil, espero. Pero antes me queda una última batalla que librar.

Hace dos días, pude sonsacar información a uno de los correos de Francesco. Han logrado cerrar un trato con un intermediario en Canadá. Lo único que he podido confirmar es que van a recibir lo que llaman «un arma definitiva» e indetectable a menos que se sepa de su existencia.

Según el correo, «esa mierda nunca podrá sustituir a un buen chorro de plomo», pero no pudo decir mucho más. El miembro de la banda con el que debía contactar, al notar la tardanza decidió investigar.

Me descubrió y atravesó el corazón del mensajero. Lo único que pude entender antes de que se ahogara en su propia sangre fue que la entrega se llevaría a cabo en el Muelle de la Cerveza, en el lago Michigan, el día...

Lamont asintió mientras cerraba el cuaderno. Aquella especie de diario de guerra en efecto tenía información útil. De hecho, había confirmado sus peores sospechas. También había averiguado el último fragmento de información que necesitaba.

Aun había cosas que hacer antes de poder actuar. Sus dedos luciendo un llamativo anillo bailotearon sobre el cuaderno mientras decidía el siguiente paso. Tenía todo un día por delante antes de que llegara la noche de la entrega.

Lo primero que hizo fue telefonear a Margo.

-No hay tiempo de cortesías, escucha con atención. Diles a nuestros huéspedes que ya lo sé. Todo acabará mañana por la noche.

-Lamont Cranston. Sé que nunca has incumplido una promesa. Pero como falles esta vez no vuelvas a dirigirme la palabra en tu vida.

-Descuida querida. Tengo lo necesario. -Pensaba en la hoja manuscrita en japonés de la que no se había separado desde que dejará Nueva York.

Colgó el auricular con una idea fija en la mente. Aquella rama del árbol del crimen no volvería a dar amargo fruto en Chicago. No mientras el siguiera vivo.

3-El Mal Que Yace En El Corazón De Los Hombres

Joshua Churchill se hallaba en aquellos momentos en su mesa en la redacción del Chicago Inquisitor. Hacia solo dos años que había abandonado el cuadrilátero por un feo incidente relativo a un combate amañado. Sin embargo no abandonó por completo aquel mundo. Ahora se dedicaba a escribir crónicas deportivas para el mismo rotativo en el que figurara su nombre cuando aun usaba guantes para cubrir sus puños.

El chico de los recados de la redacción se acercó hasta él, alargándole un sobre sin señas. Churchill tendió un par de monedas al muchacho.

-Toma. ¡Y procura desayunar caliente esta vez, hijo! -El niño se alejó con un efusivo agradecimiento. El mensaje que contenía el sobre estaba escrito a máquina. No usaba la clave habitual de las faltas ortográficas. Lo cual era una clave en sí mismo. Significaba que había que apresurarse. Memorizó el contenido y lo quemó en el cenicero sucio de tabaco de pipa.

Abandonó el edificio solo para ser interceptado en las escaleras de entrada por el director. Un hombre vocinglero, de pelo corto y constante gesto de enfado con el resto del mundo.

-¿Donde cree que va, Churchill?

-He conseguido una entrevista con el campeón del año pasado, Mr. Black. Lo siento, ¡llego tarde! -dejándole con la palabra en la boca abandonó el edificio y subió a un taxi. No tenía tiempo que perder.

-Está bien, puede abandonar la cama si quiere. Pero no salga de la habitación, Mr. Mundy. Aun está débil por la pérdida de sangre.

El aludido asintió. Tan solo quería desentumecer los músculos. Cuando la enfermera abandonó la estancia, el armario que guardaba la ropa del paciente se abrió. De su interior salió una embozada figura.

La Sombra encajó la silla usada por las visitas contra la puerta.

-Mejor así. Evitaremos futuras y muy molestas interrupciones. ¿Que me iba a decir?

-Me extraña no haber sufrido más ataques. Francesco Falconetti no es alguien que se detenga por la muerte de uno de sus hombres. ¿Ha oído hablar de la masacre del Club Coconut Grove? Fue él.

-De eso ya me he encargado. Recupere fuerzas con calma. Tan solo venía a decirle una cosa. No me gusta que usurpen mi identidad. Sin embargo, sus intenciones eran buenas. Merece un castigo a la altura.

A partir de este momento es usted uno más de mis agentes. Seguirá combatiendo a los criminales. Pero obedecerá mis órdenes y lo hará sin vacilar. Dentro de una hora hable con el doctor Murdock. Dígale que ha hablado conmigo.

Y hágase con un bastón adecuado. Lo necesitará.

Lamont Cranston estrechó la mano del hombre con fuerza y decisión. Joshua era uno de los poquísimos individuos que conocían su doble identidad. Lo descubrió cuando salvó su inconsciente cuerpo de ser despedazado por unos sicarios armados con hachas.

-He hablado con mis viejos amigos, jefe. Falconetti ha dado orden de que nadie se acerque a menos de mil metros del Muelle de la Cerveza desde el ocaso hasta el amanecer. Ha comprado a unos cuantos policías para que le hagan de centinelas.

-Tiene sentido. Cambiar el punto de entrega con tan poca antelación... -Se apartó, dejando que la camarera del restaurante les sirviera un par de gruesos filetes.

Como decía, un cambio a estas alturas supondría estropear su relación con los canadienses. Buen trabajo, Joshua. -Alzó su copa, llena de vino californiano.- Por la Justicia.

-Por la Justicia, jefe.

Francesco Falconetti era un delincuente que había empezado su carrera como cervecero durante la Ley Seca. Había logrado dirigir su propia banda y pretendía morir como había vivido: Haciendo su voluntad.

Por eso había pactado con una banda de origen ruso que actuaba en Canadá. Aunque las conversaciones se habían llevado a cabo en un lugar neutral en Nueva York. El resultado era un arma que acabaría con la Sombra. De paso, le daría prestigio y autoridad en el mundo del hampa del país entero.

Aquel muelle en las aguas del lago Michigan era discreto. Una mera pasarela que se adentraba en el agua y un cobertizo que se usaba como almacén. Un sitio pequeño, sucio y lleno de barro que ensuciaba sus caros zapatos a medida.

Asintió en silencio. Las nubes ocultaban la luna y las estrellas, no había alumbrado delator y los maderos (*) comprados mantendrían lejos presencias indiscretas. Aquel muelle había sido el inicio de su carrera. Esa noche, sería un lugar aun más especial.

-Jefe, ya se acercan. -Uno de sus hampones de confianza señaló una húmeda sombra que se acercaba impulsada por un nervioso y fornido remero.

Falconetti avanzó por la pasarela ebrio de impaciencia, sin hacer caso de la advertencia de uno de

sus hombres: Los policías no daban la señal convenida para indicar que no había novedad alguna.

-Ahora no chicos, ¡ahora no! Esto es más importante. -El bote atracó y los siete hombres en el muelle vieron bajar a un octavo. De rasgos asiáticos, más joven que maduro, vestido con un elegante traje blanco y sombrero a juego. En cuanto puso el pie en la pasarela, todos se estremecieron. El frío

aire nocturno traía un sonido que los criminales habían aprendido a temer.

Una estremecedora carcajada.

4-»El Crimen No Paga»

Aquella risa fue como el trueno que anuncia la tempestad. Al instante los sicarios rodearon a su jefe. El asiático permaneció quieto, con gesto confuso e indeciso. Un círculo de nerviosas pistolas se alzaron buscando la fuente de aquel sonido.

-¡Te lo advertí en Nueva York, Francesco Falconetti! ¡No puedes detenerme! Acabaré con tu banda y contigo. Te di una oportunidad y la has desperdiciado secuestrando a una inocente familia.

Vas a dejar que...

-¡Cállate! ¡CALLATE! -El criminal se revolvió nervioso, mascullando un juramento tras otro. La

Sombra continuó hablando sin hacer caso de los insultos.

-Tu invitado ha de saber algo. Que entre en el cobertizo. Hay algo para él.

-Silvio, acompáñale. Si ves algo raro... Y vosotros, no abráis fuego a menos que yo os lo ordene. Ese bastardo quiere que gastemos valiosa munición de forma inútil. Nos quiere provocar, he visto ya como lo hacía antes.

El que había recibido la orden asintió. Indicó la senda al recién llegado, que caminó ante él como un hombre conducido al cadalso. Entró en el cobertizo acompañado del hampón. Al cabo de unos eternos minutos, escucharon un grito.

-¡No disparéis, maldita sea! ¡Quiere que malgastemos balas!

A través del umbral de madera salió disparado un objeto hacia la pasarela que ya estaban abandonando los que aun esperaban. Seis pistolas dispararon casi a la vez, acribillando aquel proyectil. La cercenada cabeza de Silvio golpeó el suelo, desfigurada por el plomo.

Sanzo Date caminó resignado. Si las circunstancias fueran otras, el miserable que lo vigilaba hubiera muerto cinco veces antes de tocar el suelo. Entró en el cobertizo. Sobre un banco de trabajo vio una caja alargada y estrecha con un papel atado en la parte superior.

Era una carta, escrita en la lengua de su tierra natal. A pesar de la escasa luz reconoció la caligrafía de su esposa.

Esposo mío, tengo buenas noticias. Los niños y yo hemos ido rescatados de los miserables que nos separaron. Somos libres y esperamos bajo la protección de nuestro benefactor.

En la caja está tu herencia ancestral, recuperada de sus ladrones. Los niños y yo te esperamos con impaciencia. Vuelve pronto.

Sanzo suspiró con infinito alivio. Falconetti quería que instruyera en las artes de lucha de su tierra natal a su ejército de criminales. Convertirles en armas vivientes. Y se había asegurado su obediencia. Ahora...

Haciendo caso omiso de los juramentos de su guardia abrió la caja y empuñó su contenido. El sicario retrocedió sin poder evitarlo. Había algo en aquella hoja de acero, en cómo era empuñada, que le superaba. Como el fulgor de un tizón frente a los infernales fuegos del sol.

Lo último que vio fue un afiladísimo brillo de metal.

La visión del cercenado, roto rostro pudo más que los nervios de los encallecidos criminales. Habían hecho de matar y robar su modo de vida. Pero aquello era un horror para el cual no estaban preparados. Apenas empezaron a correr escucharon de nuevo las estremecedoras carcajadas de la Sombra.

-¡No puedes huir ni esconderte, Francesco Falconetti! -Una vez más el justiciero llenó la oscuridad nocturna con su risa. Y con ella, se llenó del trueno de sus pistolas automáticas.

Cuando quiso darse cuenta, el jefe corría ya solo. Atrás había dejado los cadáveres de sus guardaespaldas. Chocó contra algo duro y firme. Sentado en el suelo, vio sobre él la aguda mirada de la Sombra, encañonándole. Sus labios temblaron.

-Ten un resto de dignidad y levanta. No temas. No soy yo quien hará justicia contigo. Señor Date, le entrego al malvado que tanto sufrimiento le ha causado.

Tras el vigilante apareció el aludido. No dijo una sola palabra. Alzó su catana a dos manos. Cuando bajó, arrastró las entrañas de Falconetti, que se derrumbó con gesto de bovina incredulidad.

-¿Mi familia?

-Siga el camino que abandona este lugar. Se encontrará con un hombre que usa bastón. Le saludará diciendo: «Venga conmigo, yo le conduciré de las sombras a la luz». Le llevará al hotel donde le aguarda su familia.

Sanzo miró a aquel hombre. Durante su cautiverio, había oído como le mencionaban, mirando por encima de sus hombros como si su acechanza fuera permanente. Para aquellos indeseables era un demonio exterminador. El destructor que arrasaba su mundo sin piedad. Una sombra que ocultaba ruina y condenación para sus enemigos.

Lo que él veía era un guerrero solitario, sin amo. Un ronin.

Se inclino con una profunda reverencia. La Sombra correspondió a su gesto y vio como aquel hombre se alejaba, al encuentro de los suyos.


«La sombra es...aquella personalidad oculta, reprimida, casi siempre de valor inferior y culpable que extiende sus últimas ramificaciones hasta el reino de los presentimientos animales y abarca, así, todo el aspecto histórico del inconsciente...Si hasta el presente se era de la opinión de que la sombra humana es la fuente de todo mal, ahora se puede descubrir en una investigación más precisa que en el hombre inconsciente justamente la sombra no sólo consiste en tendencias moralmente desechables, sino que muestra también una serie de cualidades buenas, a saber, instintos normales, reacciones adecuadas, percepciones fieles a la realidad, impulsos creadores, etc.».

C. G. Jung, Aion, 1951, pág. 379 y s.


Un destino peor que la muerte
por Guillermo Moreno

I


—La oscuridad me envolvía, Doctor. Era abrumadora, sofocante y viscosa en cierta medida. Realmente no podía respirar, no me sentía a gusto. Y cuando pensaba ya en rendirme, en entregar mi vida, está comenzó a ceder. Lentamente retrocedió como una cortina, o una persiana que se corre y deja entrar la luz. Pero lejos de ceder de forma definitiva, se fue concentrando hasta formar una figura. Yo brillaba, doctor. Brillaba con una luz tenue como las lámparas de halógeno, y frente a mí la oscuridad se había transformado en una especie de hombre vestido con un abrigo oscuro y una fedora igual de negra. Pude ver sus pies, pero no sus manos. A la altura del cuello y la boca tenía algo que contrastaba con todo su ser, una especie de bufanda carmín. De humano, aquella figura solo tenía una gigantesca nariz y unos ojos profundos y azules. Crueles, hipnóticos y fríos. Sonrió con fuerza, una extraña carcajada que hiela la sangre y me dijo, con una voz grave, profunda y realmente autoritaria: Harry Vincent, tu vida me pertenece. ¿Qué significa ese sueño, doctor?


El doctor Oliver Moore guardó silencio durante unos momentos, mientras se mesaba su barba. Harry se volteó rápidamente para verle a la cara, para detallar a aquel hombre que tanto le había asistido con su problema. El Doctor Oliver era un hombre mayor, tal vez de unos cuarenta y tanto o unos cincuentas, era pelón y tenía una barba muy bien cuidad. Vestía de traje y pajarita, y se comportaba como todo un caballero, en cierta forma su apariencia emulaba a las fotos que había visto de Sigmund Freud.

—Bueno joven Vincent— dijo con su tono de voz pausado, que era casi anestésico— la mente inconsciente crea mecanismos para manifestarse. Esta oscura siniestra, es sin duda una manifestación de su mente, que fuerza sus deseos más profundos y reprimidos, en este caso tal vez el deseo de vivir.


Harry se sentó en el diván, mientras se llevaba las manos a la cabeza, lentamente sopeso lo que dijo el doctor y luego replicó con alegría

— ¿Entonces en el fondo no deseo quitarme la vida? ¿Es una llamada de alerta de mi mente?

—En efecto— replicó el doctor con su usual flema.


El joven se puso de pie y camino un poco por el consultorio bajo la mirada atenta del psiquiatra. Una vez que proceso la solución sonrió, y con gran alegría le respondió.

—Tiene usted toda la razón, Doctor— dijo y acto seguido se abalanzó afectuosamente hacia el doctor, quien apenas pudo reaccionar ante frente exabrupto emocional.

Dado que, por la ética y demás, no podía rechazarle el hombre se dejo abrazar. Si El doctor Oliver hubiese sido más precavido, tal vez más atentos y menos confiando en sus habilidades, se habría percatado de que el joven Vincent introducía con mucha habilidad una especie de objeto que brillaba tenuemente.

—Ha sido entonces un placer— dijo Harry mientras el Doctor sonreía y le acompañaba hasta la puerta del consultorio. El doctor, rápidamente la cerró; aquel fue su segundo error. Si hubiese esperado en la puerta habría visto como el joven Harry sacaba una especie de bolígrafo de metal, al cual le torcía la punta, para que acto seguido arrojarlo a un cesto de basura. También habría visto, al extraño conserje que retiraría la basura de aquel cesto mientras observa con detenimiento como el joven se alejaba.

II


El doctor Moore detuvo el automóvil en la entrada de su hogar, descendió con calma, y tarareando una canción entro a su hogar; no sin antes mirar a hacia todas las direcciones; acto que a cualquiera se le antojaría innecesario, pero los hombres con la conciencia abrumada, nunca dejan de sospechar.


Ya en su zona de confort, el doctor comenzó a despojarse de sus ropajes, puso algo de música para darle tono a su ambiente, revisó las facturas que le habían llegado mientras se dirigía a sus aposentos. Tomo una ducha, y luego preparó una sustanciosa y muy refinada cena, mientras la música flotaba por el aire dándole color a la velada en solitario.


Así paso el doctor su velada, mientras dejaba atrás los oscuros pensamientos que había estado oyendo durante aquel día. Mientras dejaba atrás los problemas de sus pacientes. Así fue bajando su guardia, y de nuevo no vio como la puerta trasera de su hogar se abría lentamente y una misteriosa figura, envuelta en las tinieblas se adentraba en aquella vivienda. Paso su velada sin incidente

alguno hasta que sintió la necesidad de verle. Aquella sensación había surgido de repente y era, en cierta forma, contraria a la decisión que tomaba todas las mañanas, contraria a todos los planes que hacia durante el día. Anoche la había visto, siempre dejaba un día de por medio, pero por alguna razón o ¿tal vez sea por que evocó los problemas de Harry Vincent, aquel adolescente perturbado con el cual había terminado hoy? Sin importar la causa, no se hizo de rogar, y se dirigió al sótano.

Mientras descendía por la escalera la excitación, previa al proceso, se iba apoderando de él. Comenzaba a sentir como la sangre fluía y los vellos del cuerpo se le erizaban. Se sentía, cada vez que iba a verla, como un niño que se despierta la mañana de navidad. Casi podía imaginarla, allí atada en aquel columpio. Dispuesta, abierta como una flor en todo su esplendor; graciosa y única, y sobre todo receptiva. Ya podía saborear su sudor, su piel y sobre todo su sangre. Se detuvo a la mitad de la escalera, mientras oía las cadenas moverse. Ella estaría retorciéndose, tratando de librarse de sus ataduras, aquella idea, aquel fuego lo emocionaba mucho más.

Cuando terminó de regodearse en el sufrimiento de su víctima, bajo las escaleras con renovado vigor. Encontró con facilidad, la cadena del bombillo, que iluminaria aquella sala. No dudo ni un segundo en encenderlo.

Potente. Ese era el adjetivo que coincidía a la perfección con el alarido que había dado el Doctor Moore, si hubiese vivido en un sector poblado o muy concurrido, seguro muchos de su vecinos, realmente preocupado, estaría allí listos para asistirle. Pero su vecino más cercano estaba a unos cuantos kilómetros. Nadie iría a asistirle y, para ser sinceros, a él no le habría gustado que lo visitasen. Aquello se debía a que, la razón de sus pérfidos deseos había desaparecido de la mesa donde la había atado. Allí, en vez de estar la criatura, se encontraba una mesa vacía ¿Cómo era eso posible? ¿Cuándo se había llevado a cabo tal eventualidad?

Le tomó unos segundo dominar el pánico que le embargaba, recordó que vivía demasiado en un lugar realmente apartado, así que aquella criatura no debería andar demasiado lejos. Sin mediar palabra o soltar alguna palabra altisonante, subió por la escalera a gran velocidad. Una vez en el primer piso lo oyó.

Aquella carcajada le crispó los nervios. Al principio pensó que era un desvarió propio, producto del estrés. Pero cuando la escuchó con la misma claridad y con aun más fuerza, supo que había algo con él. De repente la iluminación en su hogar fallo y se encontró en medio de una oscuridad envolvente. Gritó, gritó con toda su fuerza, pero al parecer su voz no podía sobrepasar aquella oscuridad, densa y viscosa.

—Oliver Moore— dijo una voz profunda, siniestra y autoritaria desde el fondo de aquella oscuridad. De repente el pánico se apoderó de él de nuevo, aquello se parecía al sueño que había tenido su paciente.

— ¡No!— grito el psiquiatra mientras observaba como la oscuridad iba tomando forma a gran velocidad, hasta formar la misma imagen que el adolescente perturbado le había descrito— estoy soñando, esto es producto de una mala digestión— se repitió una y otra vez.

— ¡No, Oliver Moore, la justicia te ha llegado!

III


Tara no sabía, cuanto había pasado desde aquel aciago día, en el cual el doctor la secuestro. Lo único que la chica alcanzaba a recordar eran las vejaciones que había sufrido a manos de aquel hombre. El estupro, los golpes y la intimidación, y sobre todo las sangrías que le realizaba para acto seguido degustar su sangre. Por todo aquello, no dudo en salir corriendo, cuando aquella extraña figura, la liberó de sus ataduras. Realmente estaba débil, llena de cardenales y magulladuras. Desnuda y con frio, pero consciente de que si no escapaba moriría. Por lo tanto apenas sentía las piedras que se le incrustaban en las plantas del pie, apenas sentías el helado viento azotando su desnudo cuerpo, apenas le importaba lo que pasaría una vez lo que llegase al camino. Lo único que le importaba era llegar a un lugar seguro.


Oliver salió como alma que lleva el diablo, no le importó que cosas tumbara a su paso, lo único que le interesaba era alejarse de aquella manifestación. Seguía recitando, cual mantra, que todo aquello era producto de la indigestión. Pero mientras más oraba, con más fuerza se reía aquel ser. Una vez que hubo recorrido una distancia, que él consideró amplia, se detuvo para observar detrás de él. Menuda fue su sorpresa al ver que aquella figura, cual un fantasma, estaba a su lado. Movido, más por sus instintos que por su razón, Oliver arremetió con fuerza contra la figura. Esta, sin apenas inmutarse detuvo el puñetazo que le propinase, y luego con gran fuerza comenzó a apretar hasta que los huesos comenzaron a crujirle.

—Recoges los que siembras— dijo aquella voz tan profunda— Y has sembrado el mal… la semilla del mal da frutos amargos, Oliver— agregó y con la velocidad del rayo y una fuerza asombrosa le rompió la muñeca, para acto seguido propinarle un puntapié.

En el piso y abrumado por el dolor, Oliver Moore trato de huir arrastrándose — ponte de pie y sigue corriendo— le ordenó aquella figura. Por alguna razón, realmente ajena a su psiquis, el psiquiatra no se pudo negar.

Tara, acicateada por la esperanza, apresuró el paso haciendo acopio de toda su voluntad, para evitar desvanecerse. Las fuerzas físicas parecían dispuestas a abandonarle, a dejarla allí a mitad del camino. Pero su espíritu no se quebraría ante aquella adversidad, ya era mucho lo que había vivido a manos de aquel sádico, que seguro no dudaría en un segundo, frente a esta eventualidad, de sesgar su vida. Si sobrevivía podría llamar refuerzos, traer a los medios y a la policía, lo perjudicaría tanto como él a ella, pero sobretodo, salvaría varias vidas.

Convencida ya de la trascendencia de su labor, la joven victima sintió como un segundo aire se apoderaba de su ser. Al cabo de unos minutos, que se le hicieron eternos, y de varias caídas, la joven llego al borde del camino.

—Así que aquí te encontrabas— dijo una figura, a la que no alcanzaba a ver con claridad, ya que proyectaba una sombra sobre ella, al tener una fuente de luz tras de sí.

— ¡No!— gritó con fuerza la jovenzuela— no volveré allí.

Haciendo acopio de toda su entereza, trató de girar, pero solo consiguió irse de bruces contra el suelo. Rápidamente el miedo se apodero de ella, había salido de un mal para caer en algo peor. Aulló de dolor, grito con fuerza, pero su cuerpo no le respondía, estaba al límite de sus capacidades.

Menuda fue su sorpresa, cuando en vez de sentir la gélida garra de su opresor sintió el cálido toque de una manta.

—Así está mucho mejor— dijo aquella figura. Cuando alzo la vista, se encontró frente a un tipo realmente joven, de piel algo tostada por el sol, ojos café y cabellos oscuros. Vestía unos vaqueros y una cazadora de cuero, y la cubría con una manta gris— vamos, salgamos de aquí, tengo un auto esperándome. Algo de comida y un pasaje directo al hospital. No tienes nada que temer.

—Pero y el…

—Te dije que no hay nada que temer, aquí estás segura.


El dolor era realmente abrumador, pero Oliver no podía dejar de correr. Cada vez que echaba una mirada hacia atrás, podía observar a aquella Sombra siguiéndole. Cada vez que recitaba su mantra, escucha la estridente y maligna risa de aquella criatura. Ya estaba convencido, de que era víctima de un demente, y que aquel chico Vincent tenía que ver con todo esto, pero sobre todo ya era obvio para él que aquello no era producto de un malestar, y que su vida pendía de un hilo. Para su pesar por su mente no paso idea empática alguna, al comparar su vicisitud con las de sus víctimas.

Siguió avanzando hasta que vio, lo que parecía ser, una luz a la lejanía y una cerca. Trató de gritar, cuando el atronador sonido de una pistola lo acallo, y la fiera mordida de una bala, rosándole el muslo lo arrojó al suelo. Trato de ponerse de pie, pero el dolor era muy fuerte y la Sombra ya estaba sobre él.

—Hasta aquí ha llegado, Doctor Oliver Moore— dijo aquella figura— Conozco el mal que anida en su corazón, dijo. No tiene salvación, no hay manera de tornarlo. Lo único que podemos hacer por usted es: extirparlo.

—No, no, no, no— rogó— por favor, no haga eso. Yo no soy culpable, ellos… ellas me obligaron. Lo rogaron, lo pidieron. Yo no hice nada. No, no, no.

—La Semilla del Mal da frutos amargos— repitió aquella figura mientras crecía asombrosamente y comenzaba a envolverle como una gran ave de presa. Como una fuerza ansiosa de devorarlo y entregarlo al averno.

IV

Los goznes chirriaron con fuerza mientras aquella puerta tan pesada se abría de par en par. La luz entro en la celda acolchada, y la figura al fondo se refugió, cual cucaracha, en una esquina de la habitación.

—Doctor Oliver— dijo la figura que entró, un joven alto pelinegro, vestido con una cazadora de cuero y unos vaqueros. Sus ojos color café miraba al hombre con mucha lástima.

—Tú, tu, tu, tu, tu, tu— dijo— todo esto ha sido tu culpa— agregó el hombre, otrora asustado, ahora enloquecido.


Harry Vincent no respondió, solo se quedó allí en silencio observando a aquel prestigioso psiquiatra, transformado en una piltrafa humana.

—Recogemos los que sembramos— Barruntó Harry

—La semilla del mal da frutos amargos— respondió el doctor de forma automática — La semilla del mal da frutos amargos, La semilla del mal da frutos amargos, La semilla del mal da frutos amargos— hasta la saciedad, mientras se golpeaba contra los muros. Acto seguido se detuvo para centrar su mirada en él joven.

Harry asintió y salió de la habitación. Los goznes volvieron a chirriar de nuevo, cerrando aquella puerta, cual si fuera la tapa de un ataúd. El joven llamo al celador para que lo acompañara a la salida. Pero antes, desde la Sombras, aquella voz le habló.

— ¿Dudas, Señor Vincent?

—No, amo— replicó el joven— se hizo justicia, esa chica lo merecía, y las que se estaban enterrada en el patio aun más.

— ¿Entonces?

—Siento lástima por él ¿eso es malo?— dijo— por otro lado, he confesarle amo, me has demostrados que existen destinos peores que la muerte, y eso me aterra.

—Está muy bien que sientas miedo— dijo la voz— eso significa que aun eres humano.

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