Olimpo Renacido nº05

Título: La guerra de Atenea
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Diciembre 2013

La latente guerra entre dioses, hace necesario obligar a Atenea a salir de su estado de trance. Para ello, Eris habrá de sumergirse en la mente de la de Ojos Grises, un campo de batalla del que, tal vez, ni siquiera la señora de la discordia sea capaz de salir indemne
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta


I

El estanque de Atenea era un coro de respiraciones contenidas. Todos los Olímpicos refugiados en Edén estaban reunidos en torno a la diosa yaciente. Todos, salvo la señora de la discordia. Eris caminó por el estanque, con el agua a la altura de la cintura, hasta situarse al lado de la diosa de la sabiduría. Esbozando una mueca burlona, se levantó las mangas de una chaqueta imaginaria y mostró los antebrazos desnudos a los congregados en una imitación de los ilusionistas que entretenían a las gentes de la Tierra cuando el Espacio aún no era pasto de conquista. Terminado el teatrillo, aplicó los dedos a ambos lados de la sienes de Atenea.

—Adelante, abuela. Despertemos a la frígida durmiente.

La señora de la discordia sintió un fuerte tirón en su mente. Cerró los ojos, dejándose llevar por él.



No estaba sola. Aun en sumida en la penumbra, notaba una presencia que la observaba. No era Atenea. Al menos, no era solo ella. Había alguien más. Una o varias marionetas que se habían tornado corpóreas en la mente de la de Ojos Grises. Al contrario que a Gea, Atenea no la sumía en un laberinto, la retaba.

—Bien, hermanita. ¿A qué nos tocará jugar? —sonrió Eris, mientras paseaba la mirada por su punto de aterrizaje.

Estaba en una cueva de paredes rojizas. La luz entraba por una chimenea natural y reverberaba contra las paredes de la gruta en su punto más alto. Allí donde ella estaba, la rodeaban las sombras. Eris se tanteó el cuerpo, la piel estaba respingada, algo impensable en una divinidad; Atenea no había hecho ademán alguno por proveerla de ropas para su periplo. Tampoco lo hizo la propia interesada en ese momento. Antes deseaba tener claro qué papel iba a jugar en la función.

Avanzó unos pasos y no tardó en encontrarse con un hombre tendido en un recodo de la gruta. No lo tomó por la presencia que la observaba. Su rostro presentaba un extraño tinte verdoso, la lengua, ennegrecida e hinchada, apenas le cabía en la boca; sus manos se crispaban como garras alrededor de su cuello. Un zarpazo le cruzaba en diagonal el torso desnudo. Al agacharse a su lado, Eris comprobó que la garra culpable de semejante herida estaba provista de tres dedos; también vio, a lo largo de toda la diagonal, un rastro de pus seco. Las pertenencias del muerto debían de estar allí donde había sido herido, pues solo portaba una vaina de espada vacía y una faltriquera. En el interior de esta, Eris localizó un plano.

Lo desplegó y comprobó que, entre lo que semejaban pequeños villorrios, se alzaba una fortaleza, su nombre la hizo esbozar una sonrisa irónica. La Torre de la Serpiente.

—Bien, será mejor que me ponga algo más apropiado para despertar a la señora de la frigidez que mi piel desnuda —dijo a la piedra, antes de empezar a pensar en qué vestimenta sería la más apropiada para enfrentarse al juego propuesto por Atenea.

Cerró los ojos, y se imaginó unas piernas cubiertas por botas altas a prueba de mordeduras de serpientes. Pantalones ajustados, a esos no podía renunciar... Un justillo de cuero, o tal vez algo más elegante, un chaleco, apto para detener zarpazos no deseados. Y qué mejor que una camisa blanca bajo el mismo y un buen sable colgado a la cintura. Una buena capa y una bandolera en la que portar agua y comida. En su mente, sintió la mirada aprobadora de Atenea.

«Me alegro de que te guste, señorita frígida. De lo contrario, me habrías tenido que aguantar vestida a lo Red Sonja en versión cómic.»

Eris no dirigió más mensaje a su hermanastra. De pronto, sus oídos captaron un sonido. Pasos ligeros y rápidos encaminándose en su dirección. Eris no desenfundó el arma, esperó hasta que sus acechadores llegaron a su altura.

—Vaya, vaya —dijo uno de ellos dando un paso hasta la zona iluminada. Sus ojos estaban dotados de pupilas verticales. Su piel semejaba escamas, lo mismo que la de su compañero—. Parece que el perro del Gobernador de Niké encontró compañía.

Eris miró por el rabillo del ojo al muerto. En su capa podía verse la silueta de un búho.

—A la Gran Serpiente le gustará tener dos cabezas más con las que decorar su jardín.

—Me temo, mi querido lagartijo, que serán vuestras cabezas las que sirvan de bebederos para mis gatos —proclamó Eris, desenfundando la espada.

Sin darles ocasión de reaccionar, menos aún de desenfundar sus espadas, cargó contra ellos. La hoja de su sable se hundió en la garganta del bocazas con mayor dificultad de lo que lo habría hecho la fiel espada forjada por Hefesto. Pero, aún así, traspasó la cubierta escamosa y cortó carne y huesos con un estremecedor crujir. Más problemático fue recuperar el acero. Eris se vio obligada a hacer palanca con el pie sobre el pecho del caído, dando a su compañero la oportunidad de desenfundar su arma y de lanzarle una estocada.

A duras penas, la diosa logró trastabillar hacia atrás, con la empuñadura agarrada en una presa poco firme entre los dedos. La hoja de la espada del lagarto pasó a pocos centímetros de su cara.

—¡Vaya, lagartijo! Casi logras cortarme el flequillo —se burló.

Más aquel rival hacía honor a la sangre fría de sus ancestros y no respondió a su provocación, recompuso su guarida y volvió a cargar contra ella. Esta vez la señora de la discordia logró parar la estocada rival y armar un ataque que lo hizo recular. Durante un largo lapso, danzaron alrededor de la gruta, logrando, con esfuerzo, no tropezar con ninguno de los dos cadáveres. Pero, finalmente, la fatiga pudo con el soldado y, al trastabillar hacia atrás para evitar una estocada de Eris, tropezó con su compañero y cayó al suelo. Su arma se escurrió entre sus dedos, tras rebotar contra la piedra, quedó fuera del alcance de su dueño.

—¡Piedad! —suplicó.

—Amigo, te has equivocado de diosa —escupió antes de hundir su acero en el corazón enemigo.

Eris no se demoró en salir de la cueva más que para hacerse con un par de trofeos. Tenía una hermanastra a la que despertar y su olfato había captado dos rastros: La Torre de la Serpiente y la ciudad-estado llamada Niké, que usaba un búho como estandarte. Por desgracia, según comprobó al llegar al exterior, su camino iba a ser largo. Aún cuando a la entrada la esperaba el transporte de sus enemigos, Eris se sentía incapaz de usarlo. Por mucho que fuese la diosa de la discordia no estaba dispuesta a usar a humanos por montura o por bestias de tiro. Miró a los dos seres ligados a un carro, el pelaje recubría sus cuerpos casi en toda su extensión —negro del de uno, rojo el de su compañero—, las largas barbas se encrespaban en torno a unas bocas babeantes; sus ojos estaban vacíos de inquietud o de inteligencia. Y eran el reflejo de sus cerebros carcomidos según pudo comprobar cuando cortó las riendas de los hombres. Ninguno se movió un solo milímetro.

—¿A qué esperáis, jodidos bueyes descornados? Seguro que hay por ahí alguna hembra peluda deseosa de que le deis por el culo.

Los hombres giraron la cabeza en su dirección y la miraron con ojos muertos. Al cabo de unos segundos, volvieron a centrar su atención en el vacío.

«¡Maldita sea tu mente podrida, Atenea!», maldijo Eris.

Su espada segó rauda las vidas de los dos esclavos pero, al contrario que con los lagartos, no sintió regocijo al hacerlo, solo una profunda incomodidad, testimonio de su paulatina humanización a lo largo de los siglos.

Eris escrutó el horizonte, no se veía torre alguna, pero sí un pueblo a no demasiadas millas de distancia. Quién sabía, tal vez fuese incluso la famosa Niké. Tras enfundar la espada, se echó a caminar.



II

Artemisa no daba muestras de haberse movido de su puesto desde que Afrodita se ausentara para dar un paseo al lado del zalamero Zaz. Apolo tampoco se había separado de su hermana pero, rendido tal vez por la tensión de la espera, el dios Sol había dejado a un lado su arpa y dormitaba con la cabeza apoyada en el regazo de su gemela.

Los labios de la diosa del amor se curvaron en una sonrisa.

«Que no lo vea la Lianta que es capaz de volver a intentar sodomizarlo con el arpa».

En el estanque, Atenea seguía siendo la perfecta doncella durmiente. Eris tampoco había salido de su trance. La mirada tensa de la señora de la caza no se apartaba de ella.

—Deberías ir a caminar un poco —sugirió Afrodita, sentándose al lado de su pariente.

—La buena cazadora nunca se ausenta de su puesto —respondió Artemisa, sin desviar la mirada de su amante.

—¿Y qué esperas cazar ahora, Artemisa?

—Una señal.

—¿Del despertar de Atenea?

—O de que Eris está en peligro —confesó. Atenea sigue siendo una diosa guerrera y era una de las más poderosas de nosotros cuando aún vivíamos en el Olimpo. Incluso con todo el poder que ha ido reuniendo, no sé si Eris será capaz...

—Dudo que el trance en el que se ha sumido La de Ojos Grises sea mayor que aquel en el que yo misma me sumergí cuando Hades me violó —la confesión brotó de los labios de Afrodita sin buscarla. Artemisa y ella no habían sido precisamente íntimas en el Olimpo y, aún ahora, la señora del amor había tenido más relación con Apolo o la propia Eris que con la diosa de la caza. Sin embargo, ahora se sentía extrañamente confortada desvelando uno de los detalles más amargos de su derrota. El señor de los muertos no solo había acabado con todos los protegidos de Afrodita, también le había arrebatado la esencia misma de su propio poder. Aquel día, mientras se sumía en su eterno sueño, había entendido un poco mejor la razón por la que los hombres habían dejado de venerar a los Olímpicos.

Por toda respuesta, Artemisa desvió la mirada del estanque y la premió con una mirada cargada de interrogantes. Bajo ella, latía la esencia de un cazador. Y una explicación era su presa.



III

Caía la noche cuando Eris llegó a las puertas de la primera población. Lejos de ser un pueblo miserable, la villa era una ciudad amurallada de tamaño respetable. Desde tierra no podía saber cuántas puertas se abrían en el balutarte o si a esas horas estarían todas abiertas y vigiladas. Mas, para ella solo importaba una cosa: el acceso que ahora encaraba tenía levantada la imponente reja, también estaba flanqueada por dos musculosos guardianes, iluminados por la luz de otras tantas hogueras. No estaban recubiertos por escamas ni su rostro recordaba al de los lagartos. Como si estuviesen en plena guerra, ambos se cubrían el torso con brillantes petos, los brazos y las manos con guantaletes y braceras de cuero tratado; las piernas, con musleras y fuertes botas del mismo material. En sus torsos, relucía la efigie de un búho.

Eris sonrió para sí. Estaba siguiendo la pista adecuada. Confiada, avanzó a hacia la entrada pero, sin gran sorpresa para ella, no llegó a sobrepasar el umbral. Las lanzas de los vigías se cruzaron ante sus ojos, impidiéndole el paso. O al menos, eso debían de creer ellos.

—¿Quién osa cruzar las puertas de Niké? —bramó uno de los soldados.

«¡Bingo!, exclamó mentalmente, antes de añadir, para Atenea: «Mira que puedes llegar a ser poco original, hermanita»

—Una simple caminante en busca de una buena taberna —se limitó a contestar con una sonrisa toda inocencia. Las lanzas no se movieron de su sitio—. Podéis llamarme Valeria, de la Hermandad de los Cazadores.

El vocal de los soldados la miró de arriba abajo.

—Más bien parecéis una pirata. Y en Niké hemos aprendido a temer a los de vuestra calaña.

Eris arqueó la ceja, sorprendida. El mar estaba lejos de acercarse a las fronteras de aquel mundo. Ni siquiera aparecía en el mapa como si Atenea hubiese deseado borrar los dominios de Poseidón de su mente.

—Estáis un poco lejos del mar para temer a los piratas.

—No sé qué es ese «mar» del que habláis, pirata, —escupió el soldado, tras lanzarle una mirada de extrañeza—, pero los barcos que nos cercan surcan nuestro cielo. Y de ellos descienden criaturas infernales.

El hombre parecía deseoso de decir más pero una mirada de su mudo compañero lo retuvo.

—Me temo que hace tiempo que no surco los cielos —confesó con un deje de amargura en absoluto fingido—, y mi espada tiene mejores cosas que hacer que abatir a vigías celosos de su trabajo.

Eris apartó ligeramente la capa, dejando a la vista dos garras de hombre lagarto con las escamas aún relucientes. Su interlocutor hizo ademán de hablar pero su compañero bajó su lanza y, con un gesto autoritario, lo invitó a hacer lo propio. Al dar un paso hacía delante, Eris se percató de que soldado mudo tenía una larga cicatriz en la garganta.

—¿Tendrías la cortesía de indicarme dónde está la mejor taberna de esta villa, soldado? —preguntó al portavoz.

—La mayoría de los visitantes suelen interesarse por saber quién gobierna la ciudad.

—Bah, seguro que de eso saben informarme en la taberna. Soy una mujer práctica y lo que ahora necesito es una buena jarra de cerveza.

—Si seguís la calle situada frente a la puerta, llegaréis la plaza de los naranjos. Si cogéis la calle de la derecha, la de los Toneleros, llegaréis al Caballo Alado. Es la mejor taberna de todo Niké

«Vayamos a ver a Pegaso, entonces»



Las calles casi solitarias no tardaron en depositarla en su destino, sin más incidentes que ocasionales miradas curiosas. Nadie había osado atracarla, tampoco pedirle dinero o venderse servicios sexuales. Aquel sector de la ciudad, al menos, era seguro y casto. Mas Pegaso no era el caballo blanco que se esperaba, sino un pariente de pelaje azabache que hundía sus pezuñas en una gran jarra de cerveza.

Justo lo que Eris estaba buscando.

En el interior de la taberna, se agolpaba la muchedumbre ausente de las calles. A no ser que hubiese una posadera oculta en algún sitio, ella era la única mujer en todo el local. En cuanto se quitó la capucha de la capa, las miradas se centraron en su persona. La barra, otrora abarrotada, empezó a dejar entrever huecos donde poder apoyarse y más de un parroquiano hizo ademán de cederle la mesa. En realidad, solo un hombre se quedó sentado, sin dar muestras de convertir su estado de celo en cortesía. Su rostro era el de un soldado marcado por las batallas, la única mano que le quedaba reposaba sobre el pomo de su espada. No dijo nada al ver entrar a la forastera pero, en su mirada, se reflejó la desconfianza.

Eris lo saludó, tocando el ala de un sombrero imaginario y se sentó en la primera mesa que le dejaron libre. El atildado joven barbilampiño que se la había cedido sonrió en su dirección, como si buscase iniciar un coqueteo. Sin molestarse en mirarlo a la cara, Eris se sentó, dejando que la capa se deslizase. La espada y las garras amputadas a los soldado lagarto quedaron a la vista. El muchacho tragó saliva y se encaminó a la barra, sin tomar una jarra donde aún quedaba algo de vino. La diosa lo vació en el vaso, llenándolo hasta el borde ante el gesto ansioso de un viejo situado en la barra. El hombre tenía delante una copa vacía y el tabernero no hacía gesto alguno de rellenársela. Poco a poco, el anciano se encaminó en su dirección. Se envolvía en una capa azul ya raída y la barba se le enmarañaba, salvaje. Su caminar era trémulo, cada paso parecía suponer para él una agonía. Cuando llegó a su altura, Eris pudo ver que sus ojos carecían de expresión, también de vista.

—¿No tenéis una moneda con la que un pobre viejo se pueda pagar una jarra de vino?

—No molestes a los clientes, viejo loco —tronó una voz antes de que Eris tuviese tiempo a responder. La señora de la discordia se giró en dirección a la tabernera. En ese momento, entendió tanta solicitud hacia su persona por parte de los parroquianos. En la mente de la frígida de ojos grises no tenían cabida las mozas de senos turgentes, vestidos insinuantes y moral laxa; sino las damas de atuendo marcial y recio bigote.

El viejo se clavó su mirada ciega en la arpía, pero no se movió de donde estaba. Sonrió con complicidad, Eris hizo resonar su bolsa.

—Tráeme una jarra de cerveza y un plato del mejor guiso que puedan ofrecer tus fogones. También una jarra de vino para el viejo —ordenó, sin mirar a la tabernera. Aún así, como señora de todo conflicto, Eris podía oler su rabia por el desplante, el rencor latente hacia el anciano—. Mejor, que sean dos platos de tu mejor guiso.

—Enseguida os lo traeré, señora.

La posadera cumplió su promesa; Eris y su inesperado acompañante no tardaron en tener su bebida y su comida en la mesa. No establecieron una charla animada. En realidad, no intercambiaron palabra alguna; el viejo se centraba en su plato y su vaso, mientras, ocasionalmente, clavaba su mirada ciega en la diosa. La señora de la discordia vigilaba todo el local, además de bregar con la incongruente sensación de ser observada por el anciano; poco a poco el ambiente se iba impregnando de un aroma familiar, el de los Olímpicos, y no tenía claro si la señal se debía a la presencia incorpórea de Atenea o a que otro dios más cabalgaba en su mente. Y las semillas de la insurrección flotaban en el aire.

Eris no tardó en saber que la ciudad estaba en manos del gobernador Tunder, uno de los pocos que habían intentado enfrentarse a la Gran Serpiente. Tampoco tardó en descubrir, en aquellos intercambios de conversaciones enfurecidas, que el gobernador había perdido buena parte de su ferocidad cuando el ejército de lagartos se había llevado a su hija y que, ahora, se había convertido en un viejo recluido en su fortaleza.

—Aun no podemos dar por derrotado al caballero Perceval. Solo hace dos lunas que partió hacia las Montañas Rojas.

Eris supo en ese momento que las esperanzas del hombre resultaban infundadas. Percy estaba muerto en una cueva.

—Dos lunas es demasiado para no tener noticias —afirmó otro parroquiano, en tono funerario. —Pero, no nos engañemos, la solución no está en manos de héroes de bonita sonrisa.

—¿En las manos de quién está, entonces?

—En las de un verdadero gobernador, pero hace tiempo que dejamos de tener uno... —proclamó el mismo barrigón malencarado. Eris vio las manos del viejo ciego tensarse alrededor de la jarra de vino.

—¿Y qué hay de los soldados?

—Esos son una panda de cobardes —aseveró el joven que le cediera la mesa—, no hombres de verdad.

—Cierto. Hace falta ser un hombre de verdad para arreglar el mundo desde una taberna —proclamó Eris. Su voz acalló durante unos instantes al gentío. En el aire, el aroma a tensión se hizo más patente.

La señora de la discordia ocultó una sonrisa retadora tras una mueca de inocencia.

—¿Quién osa....? —empezó el tripudo.

Eris se puso en pie, con un ademán burlón desplazó la capa para dejar de nuevo a la vista espada y trofeos.

—Valeria, de la Hermandad de los Cazadores.

Las manos de los hombres acariciaron los pomos de sus espadas y otro tanto hicieron los dedos de la señora de la discordia.

—Por vuestro bien, señora cazadora. Pagad vuestra cena y seguid camino. No querríamos tener que manchar el suelo de la taberna con la sangre de una dama tan bonita —la retó joven que antes se asustara por la mera visión de su espada.

—Y yo, por vuestro bien, caballeros —respondió Eris, desenfundando su arma—, os rogaría que regresaseis a vuestras casas. No me gustaría manchar la hoja de mi espada con la sangre de un hatajo de cobardes.

Tal y como se había esperado, el grupo de buenos para nada desenfundó las espadas y cargó contra ella. Eran casi una docena, hombres bregados en batallas dialécticas regadas con alcohol y lances a espada a la luz de una aburrida luna. Ninguno de ellos era un guerrero siquiera mediocre. Sus estocadas eran débiles y apenas alguno acertaba a parar los ataques de la señora de la discordia. Tampoco parecían capaces de usar la ventaja numérica, pues, a lo sumo, llegaban a atacar de tres en tres. Todo un juego para una mujer que, aun tuerta, había sido capaz de mantener a raya a una horda de muertos vivientes. Eris no tardó en dar cuenta de los parroquianos bocazas y de sembrar el suelo de la taberna de cadáveres.

Sumergida como había estado en su corta batalla no se dio cuenta de que el resto de los congregados se había quedado mirando la lucha, incluido el manco de la entrada. Mientras la diosa sonreía triunfante, el hombre se llevó una especie de silbato a los labios. A su llamada, un grupo de soldados invadió la taberna. En sus corazas, también aleteaba un búho de plumaje gris.

—Apresadla —ordenó el manco.

Eris buscó al viejo ciego con la mirada, mas el anciano había abandonado la mesa que habían compartido. La sonrisa de la diosa de la discordia se ensanchó mientras tendía su sable a uno de los soldados.

—Dejadme al menos pagar mi cena. No quiero añadir el cargo de morosa al de espadachina imbatible.



III

—¿Te acuerdas del TRS Olimpia? —preguntó al cabo de un eterno lapso Afrodita.

Aún sorprendida por la confesión de la diosa del amor de haber sido violada, Artemisa se limitó a asentir. Eterna como era, recordaba bien la historia de la lanzadera bautizada por muchos, después de su accidente, como el Titanic espacial, aunque la mayoría de los que usaban ese nombre apenas supiesen ya qué había sido el «Titanic». Los mares se habían llevado al transatláncico insumergible; un planeta ingobernable, a la nave Transespacial destinada a recorrer un millón de galaxias.

—Me embarqué en ella con la esperanza de encontrar una oportunidad para sobrevivir. El mundo que me rodeaba se había vuelto insensible; los hombres eran una manada de adoradores de la tecnología que no tenían cabida en sus corazones para los dones de Afrodita. Pensé que otras razas podrían conservar la capacidad de amar.

»En cierto modo encontré lo que buscaba. Los supervivientes fuimos afortunados, caímos en manos de una tribu que no se había rendido por completo al culto a la destrucción. Eran guerreros, luchaban por conquistar nuevos terrenos, pero también se amaban como si cada noche fuese la última de sus vidas. Entre ellos, me sentí tan poderosa como en los años dorados del Olimpo. Con nuestra ayuda, sometimos a algunas de las tribus que los acosaban. Llegamos a vernos como una nación gloriosa. Pero la ilusión apenas duró unos meses.

La diosa del amor tragó saliva. Hizo ademán de seguir hablando pero se quedó mirando en el estanque. Apoyado en el regazo de Artemisa, Apolo emitió un ronquido, se giró y casi sumergido en el vientre de su hermana continuó durmiendo con un gesto de inocencia propio de un niño.

—¿Y....? —apremió a Afrodita.

—Empecé a sentir una presencia familiar. Hostil. Al principio pensé que podía ser Ares —la señora de la caza se tensó al ver una sonrisa nostálgica asomando a los labios de su pariente. Luego se recordó que Afrodita nada sabía de los oscuros recovecos de la relación del señor de la guerra con su hermana gemela—. No tardé en descubrir que era el señor de la muerte quien se había hecho fuerte en Ladum. Nos vimos sumergidos en una batalla que no podíamos ganar. Nos enfrentamos a nuestros compañeros de viaje, a los soldados a los que habíamos derrotado... a nuestros propios compañeros caídos.

—¿Zombis?

—La tribu a la que se había unido Hades practicaba la nigromancia. Nos fuimos replegando, hasta que, un día, cayeron sobre nosotros. Solo yo sobreviví. Mientras Hades me sometía, recuerdo haberle gritado que el amor terminaría triunfando sobre la muerte. Después solo hubo un limbo del que no podía ni deseaba salir, hasta que Eris me despertó.

Artemisa alargó la mano y apretó el hombro de su pariente. Aun siendo la señora de la caza, y no la del amor, percibió cómo semejante gesto aliviaba el corazón herido de Afrodita.



El camastro de su celda se había rendido en la pugna por incomodar a la señora de la discordia. Con la misma mueca de placidez que habría exhibido en su mullido lecho herbáceo en Edén, y no en un compendio de nudos atravesado por hierros impertinentes, la diosa miraba los juegos que la única luz del habitáculo formaba en el techo. No hacía ademán de escapar, aunque la facilidad con la que había ganado sus dos escaramuzas la hacia pensar que las leyes físicas no condicionaban sus limites cual si fuese humana. Tampoco gritaba ni buscaba provocar a sus guardianas. Simplemente esperaba.

Y su espera pronto iba a ser coronada con un éxito. Los goznes de la puerta chirriaron, dando paso al comandante de la guardia de pretoriana. Antes de que el manco malencarado llegase a decir que el gobernador deseaba verla, Eris ya se había levantado de su lecho. Obediente, siguió a su carcelero hasta un inmenso y decadente salón. Los terciopelos de las paredes estaban raídos, la vajilla de oro y plata dispuesta sobre una enorme mesa de mármol albergaba piezas de un sencillo asado, en vez de lujosas viandas, y las botellas de cristal ricamente tallado, vinos de color recio. Sentado en la cabecera de la mesa, la miraba Conan Rey o, al menos, un hombre que recordaba poderosamente a las ilustraciones del cimerio en sus días como rey de Aquilonia. Su anfitrión no la saludó, se limitó a clavarle una mirada acerada mientras la invitaba a sentarse a la mesa con gesto de su mano. Mientras un criado procedía a servir la comida, el guardián manco se apostó detrás de la silla del gobernador.

«Siempre cuidado el trono de su señor», pensó Eris, mientras sus ojos no veían a un soldado herido en mil guerras sino a un gigante de cincuenta cabezas y cien brazos. Briareo.

—Hola, padre. ¿Eres real o otra proyección de la mente enferma de Atenea?

Zeus la miró con gesto cansado.

—Real, creo. No voy a preguntarte si tú eres real. Pude oler tu poder en cuanto entraste en la taberna. Aunque, de todos mis hijos, nunca pensé que volvería a encontrarme con la señora de la discordia.



IV

Dir podía sentir el sudor corriendo por su cuerpo, empapando su pelaje. Sus labios resecos eran incapaces ya de entonar un liberador canto de pánico. Las piernas le temblaban, mas no acertaban a moverse de su sitio.

—No, por favor. No... —intentó musitar, sin ser capaz de expeler las palabras a través de la presa de carne reseca y cuarteada.

Como si lo hubiesen oído, las razones de su miedo esbozaron una sonrisa conjunta. Dir tembló aún más. Si una araña le causaba miedo, una miriada de ellas haciendo chasquear sus gigantescas mandíbulas le producían el peor de los pánicos. Era un canto atroz, un chirrido que traspasaba los tímpanos como un estoque afilado. Dir se tapó los oídos con las manos. Sus otras dos extremidades superiores se convirtieron en velo de su mirada. Por desgracia, seguía oyendo aquel estremecedor chirrido, una amenaza de muerte tras una caída previa en los mares de la locura; cerrar los ojos tampoco le privaba de la visión de sus torturadores. Centenares de ojos traspasaban los suyos, llenandole el corazón de semillas de muerte. Apretó las manos más fuerte arañando su dura carne con las garras que remataban sus dedos. Fuera de herirse no logro nada.

La sangre le corría por el rostro, verdosa y fría. Inspiradora.

Los ojos podían traspasar las manos; los cantos, la protección de los dedos. Mas, ni con todo el su poder, las arañas de Stix podrían hacer que unas cuencas vacías viesen o que unos tímpanos perforados oyesen. Los labios de Dir lograron separarse. No esbozaron un grito de dolor sino un alarido de guerra capaz de estremecer a la piedra. Los artrópodos no se conmovieron. No le importó. El canto le había dado lo que buscaba: valor. Las lágrimas de dolor se mezclaron con la sangre que ya manaba de los oídos, mientras las garras seguían penetrando, hasta perforar sus tímpanos. Dir no cejó en su mutilación. Sus dedos se llenaron con el fluido viscoso de la ceguera buscada. Sus labios emitieron un gruñido. Fue el último antes de que la muerte lo abrazase con su manto.

Pronto su cuerpo inerte cayó sobre el suelo de la habitación vacía. Desde una ventana oculta, dos hombres habían observado la escena. Uno, vestido con ropas de médico, tomaba notas en un cuaderno; su acompañante, enfundado en un traje de salto negro, se limitaba a mirar la habitación. Su rostro era cruel, pese a estar dotado de cierta hermosura; sus ojos, dos ascuas ardientes. Sus labios perfilaban una mueca de aburrimiento.

—Dos días y tres noches, doctor —dijo el de las notas.

El doctor Phillip Oswald Voss soltó un bufido de desdén. Los habitantes de aquel maldito mundo de mutantes aún eran más débiles que los humanos. Ni con todo el dinero que recibía de la Corporación de Transporte Interplanetario Nova, iba a permanecer allí durante mucho tiempo. El dinero simplemente alimentaba sus fondos y pagaba a sus empleados y las lanzaderas; el poder, lo alimentaba. Y poca esencia de poder se destilaba cuando uno aterraba a un ser fácilmente impresionable.

—Doctor Voss, doctor Voss —lo llamó uno de los vigías. Hasta ese momento, el paladín del miedo no había sido consciente de que la puerta se había abierto.

—Una nave va a aterrizar en el puerto estelar. Lo convocan.

—No tocaba visita de control hasta dentro de un mes —masculló.

—No es una nave de la confederación.

—Entonces ¿Por qué demonios no la han derribado? —rugió. El fuego de sus ojos se derramó de sus órbitas. Sus labios esbozaron una sonrisa complacida al ver el gesto de pánico de su secuaz.

—Conocían... conocían las claves, señor.

El doctor se quedó parado. Aquello sí que era toda una noticia. Bien, fueran quienes fuesen, sus visitantes iban a tener una buena ración Phillp Oswald Voss.



Ares todavía no podía entender por qué Circe se había empeñado en hacer un alto en su camino hacia Colchis y detenerse en semejante planeta. Sus depósitos estaban llenos y poca diversión podía ofrecer una estación estelar miserable a unos hombres hambrientos de acción y rapiña. Sin embargo, tal era el plan, Ares había aceptado ser el obediente oficial y no iba a cuestionar las órdenes de la bruja ahora que estaba un paso más cerca de su objetivo: vengarse de su hermanita.

Por eso se dejaba ahora conducir hasta un oscuro despacho situado en una caseta de obra desvencijada.

—La señora Colchis y el teniente William Mars —los presentó un soldado.

Ares dio un paso al frente, incapaz de ver a la figura que los esperaba. Solo intuía un resplandor ígneo, como el de un cigarro. Pero no se le ocurría especie alguna, y había conocido a toda suerte de razas, que fumase dos cigarros a un tiempo, ni aun cuando tenían varias bocas.

—Buenas tardes, señor Mars, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —saludó una voz, desconocida y a la vez familiar.

La luz iluminó pálidamente el despacho, haciendo titilar una placa identificativa colocada sobre la mesa. «Dr. Philliph. O. Voss». P. O. Voss. Ares esbozó media sonrisa.

—Desde los días en que la Tierra se creía el único mundo habitado del Universo —respondió sabedor de que no había nadie en el despacho más que ellos tres.

—¿Y qué te trae por aquí?

—Un trabajo que no podrás rechazar, primo.

—El Olimpo —susurró Circe, y su voz semejó hacer temblar a la misma tierra.

Continuará


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