Olimpo Renacido nº06

Título: La Guerra de Atenea (y II)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Septiembre 2013

Mientras sigue el conflicto cercano entre los dioses,Circe y Ares siguen reclutando nuevos efectivos antes de afrontar la invasión de Raj.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta


A pesar de haber comido en la taberna, Eris había dado cuenta de la mayor parte de las viandas colocadas en la mesa de Zeus. Los restos de una pierna de cordero aún esperaban en su bandeja de plata a ser retirados. Las copas vacías, a que trajesen más botellas de aquel vino áspero y oscuro propio de la zona. Mientras tanto, ella se limitaba a esperar a que su padre reaccionase. El rey de los dioses llevaba largo rato mirando los tapices situados a espaldas de Eris, como si escondiesen la respuesta a por qué sus dos hermanos habían quebrantado la mente de la considerada por muchos su hija predilecta.

—Dejé de estar en el Olimpo, castigando a mi hermana y esposa por haberme matado, y me desperté aquí. Todo el mundo me llamaba su gobernador. Y todo el mundo se lamentaba por el secuestro de mi hija —explicó el padre de los dioses con voz apesadumbrada—. Y ahora me dices que el culpable de la locura de Atenea es mi cobarde hermano Poseidón.

El puño de Zeus se crispó sobre la mesa, cargado de una energía casi eléctrica. En el cielo, se agolparon nubes de tormenta. Ajenos al poder del señor a quien servían, una pareja de criados se adentró en la estancia para recoger platos usados y escanciar más vino. Al principio Eris no se había sentido cómoda con la presencia de desconocidos, pues no dejaban de ser una extensión de la misma diosa que parecía desear ser rescatada y, a la par, sembraba el camino de trampas. En cuanto los tuvo cerca, vio sus rostros pálidos sin boca, sus miradas vacías, teñidas de obediencia y supo que no les traicionarían.

—Pongo a Atenea por testigo de que se lo haré pagar. Lentamente —un coro de truenos acompaño las palabras de Zeus. A su espalda, Briareo esbozó una sonrisa satisfecha.

Eris dio un sorbo a su copa, tranquila, sin dejar entrever complacencia o el sin fin de preguntas que todavía la acosaban; la más importante, la razón de la presencia del escolta favorito de su padre en una realidad de la que solo Atenea parecía tener la llave.

—Tendrás que ponerte a la cola, padre. Y confiar en que Artemisa deje algún pedazo lo suficientemente grande como para que tú puedas resarcirte —contestó, dejando la bebida sobre la mesa.

Zeus se revolvió en la silla, inquieto. Eris había sido brutalmente sincera con más asuntos aparte de la razón de la locura de Atenea.

—¿Qué pasa, padre? —sonrió burlona—.Pensaba que el incesto nunca había sido tabú en nuestra familia.

—Hay encuentros con los que nunca soñé ni en mis peores pesadillas —masculló Zeus.

—¿Acaso estás celoso, padre? —Eris se levantó de la silla acunando la copa en las manos—. ¿O no deseas que tu hija favorita se lie con la lianta de la familia?

—¿Mi favorita?

—Si, ya sé que todo el mundo piensa que la frígida de La de Ojos Grises es tu predilecta. Pero...¿Por qué, si no, cumpliste el deseo de Artemisa no conocer varón convirtiéndola en la lesbi de la familia y no en frígida como Atenea? ¿Porque, antes de eso, moviste todos tus contactos para que Leto pudiese parir en Delos y evitar así la ira de tu hermana y esposa? —Eris sonrió sardónica—. No te culpo, la cazadora también es mi miembro favorito de la familia —afirmó, acompañando las palabras de un gesto lascivo.

En el exterior, la tormenta se recrudeció, los mismos rayos parecían desear escaparse de los ojos azules de Zeus. Pero el señor de los Olímpicos dominó su ira.

—Pero creo que mi vida sexual es ahora mismo el menor de tus problemas. ¿Nunca has intentado despertar a Atenea?

—Cien veces ha encabezado un batallón contra la Torre de la Serpiente y cien veces hemos sido derrotados. Cien veces he muerto en esas batallas y cien veces me he despertado al día siguiente en mi cama, lamentándome por la desaparición de mi heredera.

Zeus hundió la cabeza entre las manos; sus músculos se tensaban palpitantes, poderosos y, a la vez, conscientes de su propia insuficiencia.

—Atenea abre una puerta en busca de ayuda y ella misma la cierra —susurró Eris, con la barbilla apoyada sobre su mano izquierda.

—Cuando apareció el caballero Perceval, pensé que por fin podría despertarla. Se parecía tanto al heroico Perseo que vi en él una muestra de que Atenea deseaba ayudarse a sí misma, pero lo que me has contado... Y sin embargo, noto en el aire una turbación extraña, como si esta vez todo fuese a ser distinto.

Eris se limitó a premiar el discurso de su padre con gesto confuso.

—Creo que tu presencia la turba —afirmó el rey de los dioses.

La señora de la discordia esbozó una mueca complacida.

—Ya sabes que siempre me gusta pasar desapercibida. Como buena chica tímida —se burló, aunque su gesto se volvió más serio al notar la mirada de Zeus—. Pero por mucho que la turbe no lograré despertarla desde este castillo. Mañana partiré rumbo a la Torre de la Serpiente.

—Pero no sola.

—Padre, si Atenea rechazó tu ayuda en el pasado....

—No hablo de mí. La Torre no es el único peligro. También están los hombres lagarto. Son devotos a los señores de la Torre y, en el camino, encontrarás grupos más nutridos que una pareja de cazadores. Partirás acompañada de mis mejores soldados. Incluido Briareo.

Por primera vez en toda aquella charla, el guardaespaldas de Zeus centró su mirada en la señora de la discordia. Sus labios esbozaron una sonrisa. Eris decidió tomársela como un halago.



La desazón del señor de los dioses seguía encapotando el cielo, pero la lluvia no importunaba a los soldados con su llanto. La columna avanzaba por el camino de montaña al paso lento de los grandes lagartos que les servían de montura. Las bestias resultaban grotescas pero, a no ser que uno desease cabalgar a lomos de centauros, como hacían los hombres lagarto, eran la mejor cabalgadura para semejante terreno. Su piel grisacea se confundía con la piedra y podían resistir el calor que reverberaba contra la piedra durante el día y las bajas temperaturas nocturnas. Sin olvidar que apenas precisaban ser abrevados. Lo que no podían era portar carros. Así que habían de conformarse con ser una brigada montada.

Los guías abrían la marcha, tras ellos, un destacamento de arqueros se desplegaba desde la cabecera hasta la retaguardia, sin descuidar los flancos. Guarnecidos por semejante muralla de flechas, iban los soldados de infantería y Eris. Por más que habría deseado guiar al orgulloso destacamento, se veía obligada a viajar bien cubierta. Briareo había trasladado su devoción servicial de Zeus a la más díscola de sus hijas y la escoltaba con un celo rayano con lo insoportable. Solo ahora empezaba Eris a agradecer su presencia. Desde que cruzaran un pequeño río, no se había desprendido de la sensación de ser observada. Y no era el observador un ser abstracto, como podría haberlo sido el Dios Loco que la había sanado o la propia Atenea escrutándola desde el fondo de su mente. No. Aquel era un observador tangible. Y amenazador.

—¿Lo notáis, mi señora? —susurró Briareo.

Eris se limitó a asentir, haciendo un esfuerzo por no recorrer con la mirada el mar de piedra que los rodeaba. Las cumbres aún se veían lejanas y la Torre de la Serpiente semejaba una maqueta. No se veía poblado alguno, tampoco altozano desde el que pudiesen estar espiándoles. ¿Qué les quedaba entonces? ¿Las profundidades? Si era así, cada paso que daban podía estar situándolos sobre una trampa peor que cualquier emboscada. Un buen ejército podía defenderse de la última. De una trampa.... todo dependería de la profundidad o de lo que estuviese esperándoles.

Una suerte de siseo empezó a flotar en el aire. Los hombres no daban muestras de haberlo oído pero sí el custodio de Zeus. La mano del hombre se cernió en torno al mango de su hacha; la de Eris, a la empuñadura de su sable. No ordenó a los soldados ponerse en guardia. Esperó y escrutó el paisaje que la rodeaba. Los amontonamientos de piedras extraños, las posibles cuevas. Las losas de aspecto antinatural.... Tras muchas de ellas creía identificar el latido de la vida.

La comitiva aún tuvo tiempo de avanzar un centenar de metros antes de el canto se hiciese audible para los humanos. Nada más oírlo, el miedo prendió entre los militares.

—¡A las armas! ¡Por Niké! ¡Por el gobernador¡ ¡Y por la princesa Antinea! —rugió Eris, mientras una centuria de lagartos emergía de la tierra.

No iban acorazados. Probablemente no necesitasen tal protección contra la mayor parte de armas de aquel mundo. Muchos portaban espadas. Otros, ballestas que pronto causaron estragos entre las filas de arqueros. Las flechas de estos, en cambio, se hundían en la piel de sus enemigos pero sin detenerlos, como si las puntas se quedasen en la superficie de las dermis reptilianas. Amparados por el batallón de ballesteros, la guardia montada escamosa cargó contra las tropas de Niké. Combatían en cuádrigas tiradas por centauros, y la mera visión de aquellos hombres enjaezados sembraba el terror entre los humanos.

Las filas de los soldados del gobernador pronto se rompieron. Eris no había tardado en bajarse de su cabalgadura y, espada con hacha al lado de Briareo, disfrutaba como llevaba tiempo sin hacer de una batalla.


Bristia -Torre del Herrero

El Herrero se despertó, como tantas otras noches y días con el cuerpo, electrizado de tensión. Sabía lo que implicaban aquellos síntomas. Debía ir a la fragua a descargar su rabia y su energía. Otra vez había soñado con Ella. La traidora. La que era, tal vez, la única hembra sobre la faz del Universo capaz de saciarlo. Miró a la muchacha tumbada a su lado. Aún se entreveían los surcos que las lágrimas dejaran en su rostro; en los oídos del Herrero permanecían los ecos de un llanto sordo, liberado a escondidas mientras la joven lo creía dormido. ¿Habría sido un lamento por la virginidad perdida o un reflejo del dolor? Había intentado ser suave, como siempre, pero intuía que la razón de las lágrimas era la segunda. Para todas las mujeres de Bristia, ofrecerse al gran benefactor de su mundo era un honor; ser desfloradas por él, el mayor de los privilegios. Esbozó una sonrisa irónica. En el pasado, él había sido el paria de su familia. Ahora bien podía considerarse el amo del reino a quien se debía.

Se puso en pie sin perder la sonrisa y, sin vestirse más que con una sandalia en su pie derecho, puso rumbo a su fragua. Las antorchas situadas a lo largo del corredor hacían destellar la estructura de metal que le servía como pierna derecha, una de las piezas más hermosas nacidas de sus manos. Reproducía con tal perfección los músculos humanos que, de no ser por su color bronce, muchos podrían haberla tomado por real. La extremidad era también la razón por la que sus fieles no sabían si era un ser de otro planeta, un dios o una inteligencia artificial que los bendecía con extensiones de su ser. Los autómatas. Gracias a ellos, y a algunas armas, Bristia había pasado de ser un reino acosado y atrasado a ser el más poderoso de Lataria. Todos habían salido de sus manos y, si había suerte, muchos más saldrían de ellas. El Herrero era feliz en su hogar. Solo lamentaba una cosa, no poder vengarse de la traidora.

Sus ayudantes habían mantenido la fragua caliente. El Herrero dejó que le pusiesen el mandil de cuero y tomó el mazo que le tendía un robot de un solo ojo. Luego calentó un hierro y lo colocó sobre el yunque. No estaba destinado convertirse en nada concreto. Solo en el avatar de sus anhelos. El mazo descendió con furia sobre el hierro candente, no una sino decenas de veces. En cada golpe, entonaba el mismo canto. El nombre de Ella. «Afrodita».



En el camino a la Torre de la Serpiente

El ejército de lagartos más parecía las cabezas de la Hidra. Apenas lograban abatir una línea de ellos, más guerreros salían, literalmente, de debajo de las piedras. De no portar guantes, Eris habría tenido que detenerse a limpiar el mango de su sable hacía tiempo, teñido como estaba de la viscosa sangre azulada de las criaturas. Sus ropas no estaban en mejor estado. Por suerte, la sangre que la manchaban correspondía, en su mayoría, a presas abatidas y sus escasas heridas eran producto de la mordedura del acero, no de las garras o los colmillos de sus oponentes. Eris no tenía claro que sus poderes divinos estuviesen a pleno rendimiento en el reino de la locura de su hermanastra ni menos aún que fuese inmune a la muerte. A su lado, Briareo despedazaba hombres reptil con precisión de carnicero. El resto de su bando no tenía tanta suerte, y una alfombra de cadáveres humanos cubría el suelo rocoso.

En los corazones empezaba a cundir el desaliento.

—¡Seguid luchando! ¡Y mañana caminaremos por las calles de Niké con nuestras botas de piel de lagarto! —los arengó mientras ella misma recrudecía sus ataques.

Su sable paró una espada rival. Con un movimiento rápido Eris lo ensartó al tiempo que, con la mano izquierda, le robaba el arma. Con ella cortó el cuello de otro enemigo, sin darle ocasión de percatarse de que la espada de uno de sus hermanos le robaba la vida. Imbuida por su propia rabia, Eris se había convertido en una máquina de matar aún más mortífera que Briareo. Y otro tanto sucedían con los soldados. Antaño, la señora de la discordia había cabalgado al lado de su hermano, convirtiéndose en la semilla de la rapiña y la aniquilación en los campos de batalla; ahora se valía de ese don para cambiar las tornas de un combate en apariencia perdido.

Su bando no tardó en tomar ventaja, luchando con rabia, despedazando, aniquilando a sus enemigos no solo en vida sino también en el ánimo. Hasta que los humanos fueron lo único vivo.

Eris miró a su ejército. Más de un tercio había perecido en la batalla y no pocos hombres estaban heridos. Muchos de ellos eran muertos en vida sin saberlo, pues el carácter tóxico de las garras de los lagartos era un secreto entre los tres habitantes del Olimpo. Y algo le decía que aún quedaba lo peor que la torre tendría que estar guarnecida por guerreros más formidables que los lagartijos.

—Que los que estén ilesos ayuden a curar a los heridos. Si alguien no puede continuar por su propio pie, acampará aquí, a la espera de que regresemos en su busca. Cada segundo que pasa, es un segundo que Niké vive sin la princesa Antinea.

Los soldados la miraron con gesto de duda. Aún poco acostumbrados a recibir órdenes de la mercenaria desconocida.

—Mi señora, ¿Vamos a dejarlos así? —la mirada del soldado señaló uno de los cuerpos de sus compatriotas caídos, su corazón, que Eris podía leer con la misma claridad que sus gestos, se centraba en los hombres lagarto. Y en sus pieles.

Eris intercambió una conversación muda con su guardaespaldas. Briareo se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Mejor prescindir de una parte de los hombres a arriesgarse a un motín que podría ser consecuencia tanto de su rechazo a enterrar a los muertos como del descubrimiento de la naturaleza oscura de los hombres lagarto. Nadie daba muestras de envenenamiento, pero Eris no podía olvidar el rostro del caballero Perceval ni de que este había aparecido en una cueva alejada de los caminos más comunes hacia la Torre de la Serpiente.

—Los heridos que estén en condiciones de luchar también se quedarán aquí. Se encargarán de enterrar a nuestros compañeros y de custodiar al resto de heridos. El resto partiremos hacia la Torre de la Serpiente.



Mundo Perdido de Colchis.

—No hay nada como el hogar —susurró Circe. Sus labios perfilaban una sonrisa llena de secretos mientras miraba el mar de estrellas que los rodeaba.

Su lugarteniente dirigió una mirada confusa a la hechicera, antes de centrarse de nuevo en el mundo más allá de los cristales de su lanzadera. Pero siguió viendo lo mismo, un azabachino mar estrellado.

—Daré orden a los pilotos para que inicien el aterrizaje —continuó la bruja.

Ares la siguió, aún confundido, a través de la red de pasillos flanqueada por los camarotes donde los mercenarios calmaban su deseo de entrar en lid con pornografía barata y alcohol. Era una suerte que las habitaciones de todos careciesen de ventanas, así no podrían amotinarse al percibir que iban a aterrizar en una oscura nada. Ahora que lo pensaba, todo debía de estar planeado previamente. La nave pertenecía a Circe, y ella se había ocupado de distribuir los camarotes.

Ninguno de los dos pilotos de servicio se extrañó al escuchar las órdenes. Se limitaron a hacer un gesto de asentimiento que hizo más notorio el vacío oculto tras sus pupilas rojas y el antinatural hieratismo de sus verdes iris con forma de reloj de arena. Una vez iniciaron las maniobras, Circe se acercó a una de las cristaleras de la cabina de manos y, con un gesto, indicó al señor de la guerra que la acompañase.

Sin demasiado entusiasmo, Ares se dispuso a ver cómo amenizaban sobre una inmensa nada. Y a una nada se fueron acercando poco a poco hasta que, como por hechicería, se vieron rodeados de una refulgente niebla. Bajo esta, se intuían los perfiles de las montañas, el verdor de los bosques y mares. Cuando tomaron tierra, Ares se sintió de regreso a la antigua Grecia. En medio de la explanada se alzaba un templo con las hechuras del Panteón aunque, en vez de en mármol, estaba levantado en una piedra de color oscuro, según le diese la luz de las estrellas lo mismo parecía negra que adquiría matices más claros, cercanos al cobre.

El batallón no tardó en descender hasta el mismo y en comprobar que, pese a no ver ni en el templo ni en sus aledaños señal alguna de vida, un fuego ardía en una poza situada en el patio. Ares miró de reojo a su primo. Phobos sonreía complacido. Tranquilo,el señor de la guerra colocó su mano cerca del pomo de la espada, presto a cortar todo conato de motín. Pero las palabras de Circe se le adelantaron. No podía decir si la bruja había calmado a los hombres con dulces palabras de seducción o con órdenes, pues habían sido pronunciadas en una lengua que no correspondía ni a los Olímpicos ni a ninguna raza mortal conocida por Ares. Fuera como fuese, hechizaron a los hombres, haciéndolos centrar su sumisa mirada en la bruja.

Circe alzó una copa sobre su cabeza. Sin dejar de entonar su hechizo, dejó caer el fluido viscoso contenido en ella dentro del pozo. Entonces, el desaliento y el miedo volvieron a cundir entre los mercenarios. El templo se llenó de los ecos de sus gritos de terror. Muchos hombres cayeron al suelo, debatiéndose entre estertores mientras sus cuerpos mutaban en formas aberrantes. Solo bruja y dioses eran ajenos a las mutaciones.

En la inmensidad del templo, el rugido gutural de las bestias devoró al grito de los hombres.



Camino de la Torre de la Serpiente

El nuevo aliado de Atenea semejaba tener vida e inteligencia propias, sin embargo su apariencia era la de un simple muro de niebla. Había surgido de la nada. Donde segundos estuviera el valle de hierba rala donde acababan de descender, se desplegó un mar de blancura. Aun antes de dar los primeros pasos, se encontraron separados, vagando sin poder ver pero, al contrario en la niebla normal, pudiendo oír.

Al principio habían sido indicaciones de dónde estaban, en un intento vano de reagruparse; a medida que avanzaban y la niebla se tornaba más densa y húmeda, se convirtieron en alaridos. Eris avanzaba con el sable desenfundado, forzando la vista a atravesar el muro. Todo su ser estaba en tensión, dispuesto a contraatacar en cuanto el ser que la estaba acechando cargarse contra ella.

A pocos metros de ella, pudo ver un cuerpo tendido sobre el suelo. Sin bajar la guarida, se agachó a su lado. Era el de uno de sus soldados; a pocos metros de él se intuía otro bulto de contornos vagamente humanos. Eris se centró en el militar. El hombre aún sostenía en su mano derecha una espada ensangrentada que se apresuró a alzar al percibir una presencia a su lado. El brazo se elevó unos centímetros, luego volvió a caer al suelo.

—Se... Señora —balbució el militar, entre cuajarones de sangre. Sus palabras apenas resultaban más discernibles que sus facciones parcialmente devoradas por algún tipo de bestia. Su armadura había sido arrancada y en el torso, se abrían profundas simas.

Eris lo miró sin decir nada.

—Centauros... ellos —. El hombre se estremeció y expectoró una nueva bocanada de sangre. Después de hacerlo, no se movió.

La señora de la discordia no perdió el tiempo lamentando la muerte del hombre, la sensación de ser acechada se había hecho más notable. Podía oír una respiración tensa, captar los latidos de un corazón de fiera desbocada. Con calma se puso en pie espada en ristre y se fue girando poco a poco, tratando de identificar el punto del que provenían los sonidos. No se planteó huir. Hacer tal cosa era lo mismo que sentenciarse a sí misma a sufrir idéntico destino al del soldado.

—Bien, Quirón. Ven con Eris y deja que te convierta en un gran pincho moruno.

El centauro no se dejó provocar. No obstante, su respiración se hizo más tensa y la señora de la discordia creyó escuchar el amortiguado canto de unas pisadas. Sin desviar la mirada de la niebla, valoraba si la espada robada a uno de los lagartos podía ser más contundente que su sable.

De repente, el sonido de los pasos cesó, la respiración se convirtió en aliento contenido.

La niebla tembló bajo el poder de un estremecedor rugido. Eris acertó a levantar el sable en el momento justo en el que la bestia caía sobre ella. La hoja impactó sobre el rostro de la criatura, obligándola a recular. Si, además de eso, el acero había causado más daño, no podía saberse, una barba poblada y enmarañada como una enredadera cubría el rostro del centauro, desde los ojos al cuello, y, si quedaba algún tramo de piel libre de pelaje, ya estaba el barro para cubrirlo y ocultar las heridas. Lo que ni uno ni otro llegaban a disimular eran los dientes afilados y las largas uñas del hombre bestializado. Tampoco la sed de sangre que se derramaba en sus ojos.

El hombre volvió a cargar contra ella, a demasiada velocidad como para que fuese capaz de esquivarlo, las fauces del ser se hundieron en el costado de Eris, sus garras, en la espalda de la señora. Ella no se arrendó. Cambió la presa de su espada y comenzó a clavarla en el costado de su atacante. Pese a la fuerza de sus cuchilladas, la hoja apenas aparentaba dañar al ser, cuya piel era casi tan dura como la de los lagartos y mucho más que la de otros centauros. El dolor le aguijoneaba el torso, aun con la protección del justillo de cuero y de su propia piel de diosa, los dientes empezaban a arañar la carne. Pronto las uñas perforarían su espalda. Eris tanteó su cinturón hasta dar con un puñal. Un regalo de su padre, amén de un arma que no había parecido muy necesaria en un asedio. Sin embargo, bien podría ser su salvación. Sin dejar de acribillar el lomo de su oponente, alzó el brazo libre y descargó el cuchillo contra el ojo derecho del centauro, hundiéndolo hasta la misma empuñadura. La mano se le llenó de un fluido viscoso, mientras, paulatinamente, la criatura se debilitaba. Sus mandíbulas dejaron libre el torso de Eris; al poco las garras también aliviaron su presa. Eris no necesitó más que darle un rodillazo en el vientre para verse liberada por completo.

No obstante, estaba lejos de ser la vencedora de la lid. Aun ciego, el centauro cargó de nuevo contra ella con renovada furia. Esta vez, Eris no cometió el error de intentar esquivarlo. Se quedó plantada, espada en ristre, esperando el ángulo adecuado para atacar. En cuanto el otro estuvo lo bastante cerca, descargó una poderosa estocada que se hundió en la garganta del hombre bestializado. Eris se apresuró a retroceder, ganando tiempo suficiente como para desenfundar la espada robada. Su objetivo era un corazón palpitante. Entre bocanadas de sangre, el centauro alzó una patética zarpa contra ella. Fue un esfuerzo inane, casi suicida. En lugar de herir a Eris, dejó desguarnecido el flanco y brindo a la diosa el ángulo perfecto para asestarle el golpe de gracia. Como si buscase responder a las preguntas que Eris se hiciera antes de iniciar la lid, la hoja se hundió en la dura carne del centauro cual si aquella fuera manteca de cerdo.

—Bien, Atenea. ¿Qué vas a soltarme ahora? —masculló, mientras contemplaba el cuerpo inerte de su rival.

Pero la señora de la sabiduría no tenía, ocultos en la niebla al menos, más cartuchos con los que boicotear su rescate. Poco después de la escaramuza, con la misma rapidez con la que se había visto rodeada por ella, Eris se vio fuera de la niebla. Su aventura bien podía ser el efecto de una ilusión, si no fuera porque no le quedaba más arma que la espada curva del lagarto, que su chaleco estaba destrozado y, sobre todo, que su contingente se había visto reducido a un grupo de siete guerreros sin montura, contándola a ella misma y a Briareo.

Sus compañeros tenían la mirada clavada en la lontananza. Eris no tardó en descubrir qué los atraía. Sobre una suave loma se elevaba una torre almenada de fálico aspecto. A lo largo del camino hacia ella se vislumbraban figuras de aspecto humano, completamente inmóviles.

Sin intercambiar palabra, comenzaron a avanzar. Nada los atacaba desde el camino, tampoco desde el castillo. Poco a poco, empezaron a pasar al lado de guerreros petrificados en un gesto de pánico. Muchos de ellos seguían sosteniendo espadas, lanzas o arcos dispuestos a ser usados. No obstante la inmovilidad del heterogéneo ejército, Eris estaba tan tensa como caminando entre la niebla. Buscó la mirada de Briareo. El manco tenía el hacha presta para defenderse, sus labios perfilaban una mueca tensa. Miró a la estatua más próxima, la de un guerrero enarbolando a dos manos un inmenso mandoble. Sus ojos parecían un poco menos vacíos que segundos antes. La diosa afianzó la presa de su espada. Ya sabía cuál era el próximo movimiento de Atenea. No tuvo ocasión de avisar a los soldados de la amenaza, una pétrea saeta silbó en el aire, ensartando al soldado que abría la marcha. El hombre se llevó la mano al pecho, mientras expelía sangre por la boca; aún forjada por los mejores armeros de Niké, la coraza había sido traspasada por el dardo de piedra con total limpieza.

Nadie entonó palabra alguna de lamento, el ejército de hombres de pierda cargaba contra ellos.



Edén

Artemisa miraba inquieta el estanque. Hasta hacía unos minutos, los labios de Eris perfilaban una sonrisa de triunfo. Ahora esta se había convertido en una mueca tensa. En ocasiones, un gemido de dolor se escapaba de la boca entreabierta de la señora de la discordia. La diosa de la caza sintió la tranquilizadora mano de su gemelo apretándole el hombro.

—Seguro que estará bien. Tú siempre dices que nadie puede con tu Lianta.

«Pero Atenea no es “nadie” hermano. De todos nosotros, ella siempre fue la única diosa que hubiese tenido poder suficiente como para destronar a nuestro padre».

Eris emitió otro gemido de dolor. Sus manos se crispaban en torno a la frente de Atenea. La piel de sus paletillas latía como si algo desease escapar bajo ellas. Artemisa cerró los ojos, permitiéndose abrigar un átomo de esperanza.

—¿Qué? —la sobresaltó Apolo.

Sin embargo, nada había que temer. Los labios de la señora de la caza dibujaron una sonrisa; a través de la piel resquebrajada de la espalda de Eris, asomaba un muñón de plumas.



Ya solo ella y Briareo se mantenían en pie, mientras el ejército de piedra parecía ser capaz de aumentar su número de miembros por cada guerrero convertido en arenisca. Tal vez no pudiesen aguantar mucho más, Eris notaba el icor arroyando por su rostro, por las múltiples heridas de su cuerpo, haciéndola semejar una ramera en plena huelga a la japonesa; el filo de su espada se había vuelto aserrado a fuerza de golpear contra la roca y las fuerzas comenzaban a flaquearle.

Briareo no estaba en mejor estado. Su hacha se movía como las aspas de un molino, atajando la trayectoria de armas enemigas pero, aún formidable, el filo del arma estaba solo un poco menos mellado que la espada de la señora de la discordia. En algún punto del combate, el manco había perdido el garfio; sin embargo, pese a eso y estar rodeado de enemigos, no daba muestras de desear rendirse.

Mientras Eris se dejaba otro fragmento más de espada parando una estocada rival, el pétreo puño de un soldado impactó contra la espalda de Briareo. El fiel guardaespaldas de Zeus cayó al suelo; antes de tener tiempo a reaccionar, la muchedumbre cayó sobre él. Su única aliada no pudo hacer nada por ayudarlo. Sin más rival que ella, los restantes guerreros centraron su atención en Eris. Cada estocada parada era una cuenta atrás hacia el momento de quedarse inerme; cada golpe que no podía esquivar, un suplicio; cada ocasión en que no lograba hacer caer o trastabillar a un enemigo, una oportunidad perdida. Pero eso no la invitaba a rendirse. Eris paró una nueva estocada y, sin demora se giró para parar la trayectoria de un pétreo hacha, mayor aún que el de su aliado caído. El filo del arma cayó sobre la superficie plana de la espada, convirtiéndola en una lluvia de astillas de acero. Eris retrocedió, con el pomo de la espada todavía en la mano, aun sabiendo que pocas oportunidades le quedaban para defenderse.

Buscó con la mirada los restos de Briareo, pero solo vio una montaña de piedra que aún pugnaba por derrotarlo. Bajo esta, semejaba surgir un rugido volcánico y, casi por ensalmo, ante la mirada sorprendida de la señora de la discordia, los cuerpos de los soldados salieron despedidos. Bajo ellos, surgió Briareo. No el soldado manco, sino el verdadero guardián del trono de Zeus. Los guerreros de piedra se estremecieron con el rugido de sus cincuenta bocas y se convirtieron en polvo al contacto con sus manos.

Eris esbozó una sonrisa de triunfo. Sin hacer caso a los soldados que amenazaban con atacarla, elevó la mirada hacia la Torre. Alguien espiaba desde sus almenas. Alguien con unos cabellos que aparentaban tener vida propia.

«Ahí voy hermanita, vete preparando una buena botella de vino.»

El pomo de la espada había mutado entre sus dedos. Tenía un tacto tranquilizador, familiar y su hoja resultaba indestructible. Bien lo probó el soldado del hacha y, tras él, lo cataron otra media docena de guerreros. Suficientes como para que Eris notase otro cambio. Un delicioso escozor en la espalda. Siguió cargando contra los pocos enemigos que se escapaban de las manos de Briareo mientras, poco a poco, sus alas comenzaban a renacer.

Hasta que pudo desplegarlas por completo. Sus plumas saborearon por fin el aire mientras una energía electrizaba todo el cuerpo de la diosa. Ante un ejército de piedra paralizado, se elevó hacia los cielos. Regocijada, Eris miró al suelo; ya solo la Torre y sus aledaños eran reales, el resto del espacio se había convertido en un pergamino en blanco sobre el que trazar un nuevo mapa.

Confiada en su victoria, aterrizó sobre la Torre. Nadie osó atacarla. En realidad, las almenas parecían vacías, tanto de vida como de objetos materiales, salvo por la presencia de una sosias de Medusa. Si el viento no estuviese haciendo ondear su recatada túnica, la mujer bien podría haber parecido otra estatua más.

Eris no hizo ni dijo nada, se limitó a permanecer de pie, con las alas extendidas esperando a que la otra hiciese algún movimiento. La mente inquieta de la señora de la discordia valoraba los posibles movimientos con los que podría defenderse su hermanastra.

Pero ni ella fue capaz de anticipar la reacción de la gorgona.

—¡Matadme! —suplicó Medusa, cayendo de rodillas—. Acabad con el tormento de este monstruo que solo sabe sembrar el dolor.

Eris avanzó hasta la altura de su enemiga. Enarboló la espada con una presa de mano y media y, casi a cámara lenta, la alzó sobre su cabeza para luego descargarla sobre el cuello de la rea. Mas la hoja se detuvo a milímetros de su objetivo. La espada rozó la carne y recibió la siseante lamida de las serpientes, pero no ajustició a la prisionera. No había llegado tan lejos para fracasar en su misión. Y, desde luego, no pensaba dejarse engañar por la frígida de La de Ojos Grises por segunda vez.

—No, Atenea. No voy a matarte. Viene aquí para despertarte, no para alimentar tu cobardía.

—¿Qué?

«Medusa» giró la cabeza en dirección a Eris y clavó su mirada gris en la señora de la discordia. Eris no se arrendó ante la amenaza oculta en los ojos glaucos. Por formidable que fuera el poder de Atenea en el pasado, ella era ahora la diosa más fuerte de las dos.

—No tienes derecho a convertirte en la eterna frígida durmiente. Ni por tu derrota ante Poseidón ni por tus errores pasados.

—¿Mis errores pasados?

—¿Acaso vas a decirme que fue justo el castigo de Medusa? ¿Que es casualidad que te hayan convertido en ella? ¿Acaso vas a decirme que es justo esto que te estás haciendo? —dijo, abarcando con su brazo la nada. Incluso Briareo y el ejército de piedra habían sido borrados. Ya solo quedaban ellas y la torre.

Atenea se limitó a responderle con el mutismo. Pero Eris podía ver por debajo de este; su hermanastra había caído presa del hechizo de sus palabras.

—Sé digna de llamarte Atenea. Demuestra tu sabiduría, rectificando tus errores. Y tu corazón de guerrera, vengándote de la sardina traicionera.

«Si Artemisa te deja algún trozo»

—¿Cómo...? —en los ojos de Atenea, brilló una chispa de esperanza.

—Gea proveerá, hermanita. Gea proveerá.


El cuerpo de Atenea cayó en el estanque con un estruendoso chapoteo. Mientras Apolo se apresuraba a ayudar a la de Ojos Grises, la mirada de Artemisa se centraba en un espectáculo mucho más agradable, Eris culebreaba en el aire, haciendo piruetas imposibles. Sus labios perfilaban una sonrisa electrizada de energía.

—Adoradme, pequeños diosecillos —proclamó la dama de la discordia, nada más aterrizar—. He triunfado allí donde la gran Gea había fracasado.

Artemisa se limitó a clavar en su amante una mirada sarcástica. Sin mudar la expresión, agarró a Eris por el brazo y la atrajo hacia sí. Sus dedos se hundieron en el aterciopelado colchón de plumas. A espaldas de ambas, Apolo seguía intentando ayudar a una todavía adormilada Atenea a subir a la superficie, pero aquello poco le importaba.

—¿Adorarte? —susurró en el oído de su amante—. Creo que me prometiste no sé qué de follarme sobre una nube cuando recuperases las alas.

Eris esbozó una de esas sonrisas cargadas de animalidad, capaces de hacer temblar las rodillas de la señora de la caza.

—Tus deseos son órdenes, hermanita.



Apolo miró con gesto disgustado a su hermana siendo alzada hacia el cielo. Luego desvió la mirada hacia Atenea. El dios Sol agarró a la señora de la sabiduría de la espalda de su túnica y la arrojó sobre la hierba, logrando, a causa de la inercia, caer el mismo sobre ella. Era una suerte que ni Eris ni Afrodita, que había salido a otro de sus paseos, estuviesen allí verlo hacer el ridículo por enésima vez.

—¿Qué? —la mirada de Atenea era pura indignación.

—Créeme, sabia Atenea, dentro de poco agradecerás no estar bajo esa nube —dijo, señalando el cúmulo que servía de lecho a Eris y Artemisa.

Como si desease refrendar la respuesta del dios, una lluvia blanquecina empezó a caer sobre el estanque.

Continuará…


Si te ha gustado la historia, ¡coméntala y compártela! ;)

No hay comentarios:

Publicar un comentario