Olimpo Renacido nº07

Título: La ironia de los Hados (I)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Febrero 2014

Los dioses refugiados en Edén empiezan a asumir que una guerra se cierne sobre los Olímpicos y que su bando necesitará nuevas incorporaciones. Aunque, tal vez, estas sean aún más peligrosas que sus propios enemigos.
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta


I

La tranquilidad había regresado paulatinamente a Raj. En el pequeño planeta habían transcurrido meses desde la liberación del infierno onírico del Señor de las Ilusiones, y la esperanza de poder vivir en tranquilidad volvía a anidar en los corazones de sus habitantes.

También la felicidad.

Menos en el corazón de Kala.

No era solo la huella que había dejado en su corazón la desconocida a quien veía como a la Diana Hunt de sus novelas. También estaba lo otro; la sensación de no pertenecer a Raj. Si antes había sido un molesto picor, ahora era una comezón que se extendía por todo su ser. Era aún peor por las noches, cuando se sumergía en un mudo desconocido y que, sin embargo, le resultaba familiar. Un mundo de seres extraordinarios. De dioses. De su Diana. En innumerables ocasiones, Kala se soñaba a sí misma desnuda, entre los brazos de una desconocida; pero, aún poseyendo la mujer otro rostro, ella sabía que se trataba de la salvadora de Raj. Estaban en un estanque, disfrutando el contacto de sus pieles, de sus caricias, del sabor de sus labios, henchidas de lujuria y de dicha. Pero era esta última era una alegría amarga. Una sombra parecía flotar sobre ellas, una sombra del pasado que hacía a Kala sentirse miserable, indigna de su Diana.

—¿Soñando despierta otra vez, Kala? —la obligó una voz a regresar a la realidad.

La muchacha bajó la mirada para encontrarse con una criatura bajita, de pelaje amarronado y tres ojos en su rostro redondo. Uno de los tantos vecinos de una población donde la única humana era ella. En aquel triunvirato de pupilas brillaba una chispa de inteligencia, también curiosidad deseosa de ser satisfecha. La joven aún estaba buscando una réplica adecuada cuando una alarma resonó por todo el asentamiento.

Un aterrizaje. El primero desde la destrucción del Amo de las Ilusiones.

Un silencio invadió a todos los congregados en las huertas. De repente, como si los dominase un extraño influjo hipnótico, la mayor parte de sus compatriotas tiraron a un lado sus aperos y avanzaron en dirección al este. Kala aún tardó un tiempo en seguirlos, libre de condicionamientos y siempre tratando de mantener una distancia prudencial con la procesión. A medida que avanzaban era más los integrantes de la marea humana, todos con la mirada perdida, todos rumbo al claro que llamaban con desorbitado optimismo «puerto estelar».

La puerta de la nave ya se estaba abriendo cuando Kala llegó al linde del bosque que rodeaba el descampado. Aun desde esa distancia podía ver a tres figuras bajando. Dos hombres y una mujer.

«No dos hombres. No una mujer».

El pensamiento la golpeó al tiempo que un grito de advertencia se congelaba en su garganta.

No eran humanos, sino divinidades. Y, al contrario que Artemisa, no eran amistosos.

«¿Cómo Artemisa?», pensó. Su Diana no se había identificado como tal cosa, sino como una aventurera de dones singulares. Sin embargo, ahora Kala tenía claro su salvadora era Artemisa, la diosa, la señora de la caza. La Olímpica. Su señora, su amante.

Y Kala recordó también su verdadero nombre: Calisto.

Calisto se sentía petrificada, no podía gritar para avisar a sus sometidos compatriotas, tampoco moverse. Tras los dioses, comenzó a descender una horda de horrores. Sin embargo, ninguno de los congregados parecía reaccionar. El tiempo se congeló y murió en un alarido de pánico. Y el caos se apodero del descampado. Los engendros cargaron contra la ahora aterrada muchedumbre, los habitantes de Raj apenas acertaban a defenderse y muchos lo hacían para atacar por medios brutales a sus propios compatriotas. En todo el campo de batalla solo la aún petrificada ninfa y el más atractivo de los hombres permanecían quietos; el otro tipo y la mujer avanzaban detrás del ejército de horrores, sonriendo con gesto triunfal.

De repente, el hombre atractivo elevó la mirada en su dirección. Sus labios perfilaron una sonrisa taimada, antiguo preludio de la destrucción de tantos pueblos; justo en ese instante, Calisto logró obligar a sus piernas a moverse.



Una nota se quebró entre los dedos de Apolo cuando vio acercarse a una mujer por el camino que rodeaba el estanque de Gea. Vestía pantalones y camiseta color caqui; el largo cabello castaño claro lo recogía en una coleta, dejando libre un rostro hermoso, afeado por una severa mueca marcial que aún hacia más amenazadores sus ojos grises.

—¿Dónde está esa maldita migraña con alas? —tronó más que preguntó Atenea.

Apolo contuvo a duras penas el impulso de cuadrarse y comprobar si era posible dar un taconazo con unas sandalias. Además de ser frígida, la señora de la sabiduría carecía por completo de sentido del humor.

—Tal vez —carraspeó el Dios Sol—… Tal vez esté en el estanque pequeño, con mi hermana.

—De allí vengo, y no están.

—¿Has... has probado en la cabaña?

—La cabaña —masculló Atenea antes de tomar el camino hacia la misma—. Puedes seguir asesinando el buen gusto musical, Apolo.

Atenea no se sentía orgullosa de su comportamiento con Apolo. El pobre no tenía la culpa de haber perdido muchos de sus talentos con la resurrección; sin embargo, sabia o no, apenas acertaba a controlar su irritación. Tendrían que estar tratando de localizar a Poseidón para poder darle su merecido o, en su defecto, buscando aliados al lado de quienes afrontar la supuesta guerra de dioses que se estaba fraguando. En cambio, ahí estaban, atrincherados en Edén. Apolo tañendo el arpa, Afrodita deambulando de aquí para allá, y seguramente retozando con la mayor parte de la población masculina del lugar… Y Eris y Artemisa… Eris y Artemisa….

Las paredes de la cabaña se abrieron ante la llegada de la señora de la sabiduría. No obstante, Atenea se quedó parada en el umbral. No por esperado, el cuadro que tenía ante sus ojos resultaba menos incómodo para una diosa virgen como ella.

«Una diosa frígida. No te engañes», se dijo, antes de devolver la atención a sus parientes.

Eris estaba tumbada bocabajo en el lecho, con las alas extendidas, para regocijo de Artemisa; la señora de la caza se sentaba sobre las nalgas de su amante y se entretenía sumergiendo sus dedos entre las plumas… En aquellas alas que la propia Atenea había ayudado a destrozar.

La señora de la sabiduría carraspeó con discreción. Lo suficientemente fuerte, no obstante, para atraer la atención de las dos amantes.

—Hola, hermanita. ¿No me digas que estás interesada en hacer un trío? —saludó Eris, al tiempo que Artemisa se bajaba de la cama, sin poder disimular una sonrisa.

¿Dónde estaba la seria señora de la caza de los días gloriosos? En el mismo lugar donde Eris era la segundona de las manzanas, seguramente, admitió Atenea.

—Creo que me confundes con Afrodita, Eris. Yo soy la señora de la sabiduría y la estrategia, no de las casquivanas. Y mis dones me dicen que deberíamos estar preparándonos para la guerra, no perdiendo el tiempo retozando.

—No hace falta ser la diosa de la sabiduría para tener claro eso, Atenea —Eris saltó de la cama con una sonrisa irónica en el rostro.

—¿Y por qué no has hecho nada hasta ahora?

—Porque necesitaba que te recuperases lo bastante para ser capaz de responder a esta pregunta. ¿A qué dios necesitamos para marcar la diferencia con el otro bando, sea este lo que sea?

—Hefesto —respondió rápidamente—. Siempre fue un hijo fiel a nuestro padre y dudo que jamás se aliase con Hera —añadió, recordando cuántos miembros parecían haber perecido a manos de la celosa y demente esposa de Zeus—. Así que es casi imposible que nos traicionase, como hizo Poseidón contigo. Eso sin contar con sus armas…

Eris le hizo gesto de que siguiese hablando. Aún estaba desnuda; Artemisa, sin embargo, ya se había enfundado una túnica corta ceñida por un cinturón plateado. La melena, en contra de su costumbre, la llevaba suelta y recordaba más que nunca a las ninfas con las que retozara en el pasado.

—Supongo que la abuela y tú ya lo tendréis localizado —admitió, al fin, la señora de la estrategia, sintiéndose un tanto derrotada. Tendría que haberse dado cuenta de que los pensamientos de la nueva Eris iban muy por delante de los suyos.

—Supones bien. Busca a Afrodita. Reunión en el estanque del montón de hongos. Avisa también al resto de la banda, incluida la abuela, pero no les expliques de qué va la cosa.

Atenea contuvo el impulso de dar un taconazo y procedió a cumplir con las órdenes recibidas.



A Eris no le pasó desapercibida la sonrisa de alivio de Atenea al verla llegar al estanque con las alas reabsorbidas y debidamente enfundada en su «disfraz» de Valeria(1). Y no podía negar que eso la satisfacía. Por mucho que disfrutase del nudismo, era consciente de la importancia de tener a la señora de la estrategia contenta. Además, por alguna razón incomprensible, Artemisa encontraba más erótica semejante indumentaria que su desnudez. Incluso, rumbo a la reunión, lo había demostrado, lanzando miradas nada disimuladas a su escote. Y la Cazadora era una diosa a la que le gustaba tener muy, muy contenta.

Tal y como Eris había calculado, Atenea se había apresurado a cumplir las órdenes recibidas con precisión marcial y todos las esperaban en el punto de encuentro, incluso Gea asomaba su faz fungosa en la superficie del estanque.

—Gea. Ahora es cuando te toca decir eso de «Hola, ángeles» —saludó Eris, ganándose una mirada asesina por parte de Atenea y la diosa del amor.

—Eres tú quien ha convocado la reunión, querida, querida biznieta Eris.

«Cierto, disco rayado».

—Cierto. Hoy me toca ejercer a mí de Charlie y a ti de portal cósmico. Bien, hermanitos. Supongo que no hace falta que os diga para qué os he convocado aquí.

Artemisa y Atenea asintieron, los dos rubios cabezas huecas la miraron con cara de besugo.

—Como bien me ha recordado Atenea hace unos minutos parece avecinarse una guerra divina. O eso creían Hades y Poseidón.

Los reunidos se limitaron a asentir.

—Necesitamos aliados y, sobre todo, necesitamos armas.

—¿Y cómo sabremos en quién confiar? —la interrumpió Afrodita.

—Habrá que recurrir a las viejas afinidades y rivalidades, bella Afrodita —se adelantó Atenea—, Y tal vez a purgar viejos errores —añadió la diosa de la sabiduría, en tono tan bajo que solo fue escuchado por Eris y Artemisa.

—Sin embargo, la persona que tengo en mente no ofrece dudas sobre a quién no será afín. El único problema es si lograremos que se una a nosotros. —La mirada de la diosa de la discordia cayó directamente sobre Afrodita. No obstante, la divinidad del amor no dio muestras de enterarse de ello.

—¿Eris qué....? —se oyó la voz de su abuela.

—Tú a callar, abuela. No pienso volver a quedarme sin alas. Desde ahora, yo soy el general de este ejército.

La voz de la señora de la discordia era dura, sin el matiz burlón habitual, lo mismo que su mirada. A su espalda, Artemisa dio unos pasos hasta colocarse a su lado, como si fuese una guardia de honor. Apolo y Afrodita no tardaron en bajar la mirada. Atenea, en cambio, se la sostuvo.

—¿Algún problema, Atenea? —preguntó Eris.

—Ninguno —admitió su hermanastra en tono marcial—. Nadie mejor para guiarnos que aquella que triunfó en su primer intento allí donde Zeus había fracasado durante eones...

—¿Algún problema, abuela? —Eris clavó una mirada retadora en el estanque.

Si hasta ahora no habían intentado reclutar a Hefesto, no era solo por esperar a que Atenea estuviese lista para entrar en misión, sino por que Gea no parecía tener tanta confianza como Eris en las virtudes del herrero ni, menos aún, en las de Afrodita para solventar viejas afrentas. De las aguas fungosas no brotó palabra alguna.

—En ese caso, abuela. Muéstranos Bristia.

En el estanque, pronto se perfiló la silueta de un pueblo amurallado. Sus habitantes vestían pantalones sueltos y túnicas cortas, elaborados en telas ligeras de colores claros; hombres y mujeres se adornaban con brazaletes y collares color bronce; ocasionalmente con tiaras. Mezclados entre ellos, cargando fardos, atendiendo puestos de comida o otras tareas, se veían brillantes autómatas. Cuando la perspectiva cambió, los congregados pudieron ver a algunos de aquellos seres patrullando el paseo de ronda de la muralla, junto a humanos cargados con extrañas armas de fuego. Algunas de estas parecían formar parte de los propios brazos de los vigilantes.

—Esto que estáis viendo es Bristia. Hasta hace unas décadas, eran los pupas dentro de las poblaciones de Lataria. Ahora es una de sus más prósperas naciones. Se dice que, si no han conquistado ya la mitad del planeta, es porque son gente pacífica.

»Y el hacedor de todo esto es una figura a la que reverencian como un dios, aunque no sepan si es humano, divino, o una creación alquímica. Le agasajan con comida, con los mejores vinos, con una hembra nueva cada noche; a veces son mujeres casadas, otras jovencitas deseosas de ser desvirgadas.

—¿Cómo puedes saber ya tanto sobre nuestro objetivo? —preguntó Atenea, con un brillo de sospecha en la mirada.

—Porque, como ya te dije antes, lo tengo localizado desde hace tiempo, cuando aún no sospechábamos de la amenaza de la guerra. Cuando solo creíamos en la demencia de Hera, como causante de todos nuestros males. Sin embargo, hace poco, tampoco teníamos la mejor herramienta posible para ponerlo de nuestro lado, y que se olvide de viejas rencillas con algún miembro de nuestro bando —añadió con una sonrisa.

—¿No me digas que tendré que interceder por ti ante Ares? —se burló Afrodita.

La sonrisa de Eris se ensanchó, también lo hizo la de Artemisa.

—No, hermanita. Al último soldado que quiero en mi bando es al eterno perdedor de batallas. Pero en una cosa has acertado, serás tú la estrella de esta función. Porque el hombre al que Bristia reverencia es conocido con el nombre del Gran Herrero.

Por el rostro de Afrodita pasaron una miriada de sentimientos, ninguno positivo.

—¡Ni loca voy a humillarme ante ese fracasado calvo, impotente y cojitranco! —rugió, perdiendo por un momento la hermosura.

El resto de parientes no dijeron nada. Las miradas de Apolo y Artemisa estaban pendientes del estanque, de una figura masculina que, sin bien no podía calificarse de hermosa en el sentido clásico del término, destilaba sexualidad, incluso con una pierna ortopédica.

—Hermanita, antes de decir de esta polla no beberé, mira al estanque.

Una exclamación ininteligible de sorpresa brotó de los labios de la más hermosa de las olímpicas cuando obedeció el mandato de Eris. En esos momentos, Hefesto estaba desnudo; la luz de las antorchas arrancaba destellos de su pierna de bronce mientras las dos voluptuosas gemelas lo agasajaban, sacando brillo al mandoble con el que el karma había compensado al gran perdedor del Olimpo.

—¿Quién, quién me cubrirá las espaldas en esta misión? —preguntó la señora del amor, sin apartar la mirada de su esposo— ¿Tú?

—No, será otra quien demuestre su valía en esta ocasión. Atenea te acompañará.

La de ojos grises la miró como si le acabase de soltar una descarga eléctrica.

—¿No seria mejor que fueses tú? —sugirió—No creo que una diosa frígida encaje en un mundo donde los maridos dejan que Hefesto yazca con sus esposas.

—Tú al menos puedes decir que vas allí a curarte de tu mal. Yo no podría hacerles entender que soy fiel, y eso me impide follarme a nadie que no sea mi cazadora —explicó Eris en tono solemne—. Sin embargo, hay otro hecho más importante. Es cierto que tener a Ares como enemigo común nos convirtió a Hefesto y a mí en cómplices durante los días del Salvaje Oeste. Pero a ti siempre te respetó. Si alguien puede convencerlo de la importancia de su colaboración y de la realidad del peligro que nos acecha, esa eres tú.

Atenea hizo un gesto de asentimiento, sin poder evitar lanzar una ojeada por el rabillo del ojo a Afrodita, la señora del amor seguía ensimismada con los alardes sexuales de su esposo, que también parecían resultar interesantes a Apolo y Artemisa.

—¿Cuándo deberemos partir?

—En cuanto os hayáis familiarizado con algunas costumbres locales. Afrodita —ladró Eris—, deja un poco tranquilo el canal porno y escucha tú también.



Podía oír los gritos, los gruñidos. Los estaban cazando a todos poco a poco y ella no tardaría en ser otra presa más. Dudaba que, siquiera su naturaleza fuese a protegerla. Se sentía débil, sus compatriotas la habían abandonado, tras contemplar incluso entregarla a sus invasores. Para ellos, la otrora adorada Kala, era la culpable de todos sus males, de la presencia del Señor de las Ilusiones primero y ahora de la de semejante horda infernal.

Algo apartó la foresta que la cobijaba. Calisto vio impotente cómo un rostro de jabalí asomaba, sonriendo de forma despiadada entre la espesura.

—Parece que tenemos otra presa. Una preciosa palomita que calmará nuestro hambre.

El mercenario alzo una mano hacia la muchacha desgarrándole la túnica. Algo se quebró también en el interior de la ninfa. Algo que rugía con la furia de una osa. Calisto sintió cómo la vista se le nublaba, confundiendo los rostros de aquellos que pretendían violarla. Un rugido brotó de sus dulces labios. Luego ya no hubo más Calisto, solo una osa presa de la furia que se abalanzó sobre los sorprendidos soldados.



II

El Herrero se extrañó al ver al autómata mayordomo entrar en la fragua. A esas horas, sus «súbditos» solían dejarlo tranquilo y él aprovechaba para cultivar su mayor pasión, golpear el metal ardiente hasta darle forma. Todas eran armas blancas, vistas por sus protegidos como toscas herramientas, muy inferiores a los rifles láser que el Herrero diseñaba en su otro taller o a los autómatas. Pero nadie se atrevía a cuestionarle su pequeña afición.

—Señor, el comandante Lang lo busca.

Hefesto se limitó a asentir. Lang era el encargado del control de fronteras y el enlace con el puerto estelar del planeta. Esa tarde tocaba aterrizaje de lanzadera. Y el Herrero siempre estaba atento a la llegada de forasteros, sobre todo de forasteras jóvenes y solitarias. Ninguna de ellas seria Ella, pero sí hembras con las que saciar su lujuria y, con suerte, de alguna raza más fuerte que sus súbditos.

Hefesto se quitó los guantes y el delantal y se los tendió a uno de sus ayudantes. El sudor perlaba su pecho desnudo. Se miró de cintura para abajo. Esa mañana se había acordado de cubrirse con unos pantalones de tela áspera. No corría peligro de asustar al pobre comandante.

—Vayamos a ver qué desea.

El veterano militar se cuadró nada mas ver al dios. No se tocó la frente con la mano derecha, sino con la izquierda. En esos momentos, lucía un cañón acoplado a su brazo artificial, como siempre que estaba de servicio. Era una de las primeras creaciones de Hefesto, destinada a suplir el brazo derecho perdido por el entonces adolescente Lang. El bíceps y el codo eran fijos, el antebrazo intercambiable; una mano con la que acariciar a las damas en el tiempo libre, un arma del que ningún enemigo podría desproveerlo cuando estaba de servicio.

—Señor. Dos forasteras acaban de cruzar la puerta norte.

—¿Jóvenes? —preguntó, por mera cortesía.

—Eso dicen los soldados. También afirman que una es la mujer más bella que jamás hayan visto.

«Eso es que no la han visto a Ella», pensó Hefesto. Criatura alguna se podía comparar a su traicionera esposa.

El militar lo miró como si desease añadir algo más.

—Hay algo extraño, señor —dijo al cabo de un rato—. No recibí ningún chivatazo del puerto estelar sobre forasteras que se dirigiesen a Bristia.

Eso sí era curioso. Se suponía que todos los recién llegados debían pasar por el control fronterizo de la estación e indicar su colonia de destino.

—¿Tienen alguna imagen de las forasteras?

Lang le tendió un aparato en forma de T. Era un detector de metales, que ocultaba en su cabecera una pequeña cámara fotográfica.

En esta ocasión había plasmado la imagen de dos mujeres cargadas con mochilas a la espalda. Una exclamación de incredulidad murió en la garganta de Hefesto. La de pelo castaño podría ser una mujer atractiva, de no ser por su expresión marcial que convertía sus exóticos ojos grises en amenazadores filos de espada. La otra era muy distinta. Calificarla de «bella» seria ser totalmente injusto con sus dones, porque la dama era la esencia de la hermosura. Y lo había sido en los días gloriosos del Olimpo. Cuando él era una ruina coja e impotente y ella la más casquivana de las diosas. Su esposa. Afrodita.

—En cuanto estén instaladas —dijo con más serenidad de la que había esperado—, ordene a sus hombres que traigan a la rubia ante mi presencia.



Ares maldijo en silencio mientras esquivaba otra rama. Circe y Phobos estaban instalados tranquilamente en el campamento. La una convirtiendo en nuevos miembros de su hueste a los prisioneros más fuertes; el otro explorando el miedo de los habitantes de Raj. Y a él le tocaba cazar a animalitos escapados y rastrear a una maldita osa. Según Circe, la plantígrada era la clave para hacer salir de su guarida a su hermanita, pero eso no se lo creía ni esa maldita bruja embaucadora.

En fin. Él había aceptado un trato y no seria un mercenario de honor si lo incumpliera. Además, aún no había descartado por completo que la bruja realmente pudiese ayudarle a culminar su ansiada venganza.

—Señor Mars, —gruñó un bestiamorfo de rostro perruno— he encontrado un rastro.

El soldado arqueó su corpachón y pegó el morro al suelo, entre la hojarasca. Aunque el señor de la guerra no necesitaba semejante alarde para saber que el mercenario no mentía, en medio del barro, la hierba y las hojas secas alguien había dejado una huella de zarpa de cuatro dedos redondeados.

Ares amartilló su arma. No era un rifle láser o de plasma, como los usados por los hombres bestia que aún conservaban las manos humanas, sino un viejo Remington, que había engrasado y cuidado desde hacia siglos, esperando el inolvidable reencuentro con su hermanita. A la espera de que Eris mostrase sus estupendas tetas —porque tenía que reconocer que su gemela tenía unos melones de ensueño, a no ser que hubiese cambiado de aspecto en los últimos tiempos—, las balas bien podrían servir para cazar a esa osita tan codiciada por Circe.

—Preparen sus armas.

La comitiva se puso de nuevo en marcha, siguiendo el rastro identificado por el soldado perro. Ares iba en la retaguardia, custodiado por dos de sus hombres de confianza. La comitiva, formada por diez mercenarios, además de Ares, estaba nerviosa. Los cañones de las armas giraban para apuntar a cualquier ruido extraño surgido de la espesura, los ojos saltaban nerviosos de un lado a otro del camino. Ni siquiera el señor de la guerra era inmune a aquel pánico sordo y enfermizo. No necesitaba tener los dones de su hermanastra la bollera de las flechas de plata para saber que algo los estaba acechando.

Algo que ya había matado a más de una docena de mercenarios.

Ares apoyó la culata del rifle en el hombro derecho y, acercando el ojo a la mirilla, acarició el gatillo. Su respiración apenas se notaba, al contrario que el piafar de sus compañeros. El señor de la guerra tomó aire y lo expulsó por la boca. La batalla iba a comenzar, estaba seguro, como siempre que el mundo se sumía en aquel silencio preludio de muerte.

Y sus intuiciones no se equivocaron tampoco esta vez. Antes de que pudiese alertar a sus soldados, una peluda muerte cayó sobre ellos. La osa se abalanzó sobre uno de los soldados y, antes de que ambos tocasen el suelo o alguno de los mercenarios se acordase de cómo se usaban sus armas, ya le había arrancado la yugular de un mordisco. La osa rugió, con las quijadas tintas en sangre y una miriada de hillilos de carne meciéndose entre sus colmillos.

—¡Recordad, la señora Colchis la quiere viva! —rugió Ares, antes de que el claro del bosque se convirtiese en una orgía de pelo quemado y mortales relampagueos.

Sordos a sus órdenes los solados disparaban a matar, incluidos dos los que formaban la guardia de honor del dios, mientras la osa se debatía y rugía, con tanta intensidad que su voz apenas se oía por encima del bisbiseo de los rifles.

Ares maldecía desde la distancia. Con el rifle bajado. Deseoso de matar a todos y cada uno de los integrantes de aquella partida de inútiles. Tal vez lo hiciera, cuando todos viesen cómo habían contradicho las órdenes de la temible señora Colchis. O, mejor, se dijo, se los dejaría a Phobos. Seguro que su primo estaría encantado de trabajar con un material más resistente que los timoratos habitantes de Raj.

De pronto, los gruñidos cesaron. Los disparos enmudecieron. Cuando el humo se disipó, lo hicieron las palabras de triunfo de los mercenarios. Aunque herida y llena de sangre, la osa seguía viva. Y furiosa. Sin que Ares hiciese nada por impedírselo, el animal se arrojó sobre los soldados. Dos de ellos cayeron fácilmente bajo sus garras. De los otros, dos hicieron ademán de huir, pero solo lograron caer bajo las balas de su comandante. Únicamente media docena quedaban vivos, disparaban contra la osa, que recibía los disparos como si fuesen picotazos de mosquitos.

Ares sonrió mientras apuntaba con su Remington a la plantígrada. Aquella resistencia solo podía indicar una cosa: sangre divina o algo muy próximo a esta. Distraída como estaba, la osa no se percató de la presencia de Ares, ni de cómo este apretaba el gatillo. La bala impactó contra el costado del animal, provocando una cascada blanquecina. ¡Icor, no sangre! Ante la mirada sorprendida de los hombres bestia, el animal cayó al suelo, entre gruñidos que semejaban sollozos. En apenas segundos, el pelaje fue desapareciendo, las patas se fueron estilizando hasta formar manos y pies, la osa fue mutando hasta dar paso a una hermosísima muchacha herida. Y desnuda.

—Parece que aún podremos divertirnos un poco más con la osita —gruñó uno.

Pero solo se divirtió con otra de las balas de Ares. Sus compañeros, hasta entonces dispuestos a poseer por la fuerza a la herida, retrocedieron.

—Como he dicho. La señora Colchis la quiere viva. Podréis disfrutar de ella cuando haya cumplido su cometido.

Ares avanzó hasta la temblorosa muchacha y le acarició la espalda desnuda con el humeante cañón de su rifle.

—¡Vaya, Calisto! Así que eres tú quien me ha robado mis manzanas —murmuró.

Después de todo, la bruja no había mentido. Aquel era el mismo rostro que viera en un bareto de poca monta de una estación estelar(2) .



III

Afrodita no sabia cómo sentirse mientras seguía a un cíclope de metálica carcasa plateada ente la presencia del Gran Herrero. A su forja. En algunas cosas, su esposo no parecía cambiar. En el pasado, siempre había preferido el calor de la fragua al del excitante cuerpo de su esposa. Y ahora, con toda una nación de mujeres dispuestas a meterse en su cama, solo durante las noches disfrutaba de los dones del amor. El resto del tiempo, se lo pasaba en su guarida.

Aunque, tenía que reconocer, el nuevo taller estaba rodeado de un aura majestuosa del que carecía la mítica fragua del Olimpo. La mayor parte de las inmensas paredes estaban recubiertas de piezas destinadas a ser parte de robots, seguramente cíclopes como el «mayordomo»; en otra de ellas se situaba un espadero, lleno hasta los dos tercios de espadas bien templadas. Si Hefesto elaboraba armas más modernas, debía de ser en otra parte, pues, en las dos grandes mesas situadas cerca de la armería, además de carcasas y demás piezas de autómatas a medio fabricar, solo se veían pequeños objetos: tuercas, engranajes, figuritas en distintos estados de creación, sueño húmedo de los aficionados a aquel Steampunk que tan pintoresco resultara a la señora del amor siglos antes. Dos eran los inmensos hornos donde se podían calentar las piezas, aunque hoy solo uno llameaba, bajo el cuidado de otro autómata de un solo ojo. Uno era el yunque sobre el que resonaba el mazo modelando el metal; frente a este, con una espada sujeta con las tenazas y el martillo alzado, estaba Hefesto. Lo más majestuoso e imponente de toda la sala.

No podía decirse que fuese bello. Como en el pasado, su marido seguía sin seguir los cánones de perfección y belleza propios del Olimpo, aunque fuese alto, de poderosas espaldas tal y como lo fuera su deseado Ares en los tiempos de gloria. Sin embargo, ahí, y en las poderosas manos, residía todo el parecido entre el señor de la guerra y Hefesto. Ares había sido hermoso a su manera; el rostro de Hefesto parecía hacer sido cincelado por un ebanista enemigo de la lija y las líneas suaves; su pelo era moreno, crespo, con las sienes veteadas de gris; su barba lucía descuidada, como si fuese una consecuencia del desaliño antes que una opción estética. Pero eso solo añadía atractivo al magnetismo animal del dios. Incluso la sempiterna cojera del herrero resultaba ahora seductora, gracias a la pierna de bronce que sustituía a su extremidad inútil. Era hermosa, brillante; de no ser por su fulgor broncíneo, y por no estar calzada con sandalia alguna, habría podido pasar por humana. O más bien por divina.

Tan absorta estaba en la contemplación de su esposo que no se dio cuenta de que el robot había anunciado su presencia hasta que oyó una voz viril y algo ronca.

—Arges, Brontes, podéis retiraros.

Los ojos de Hefesto semejaban reflejar las llamas de la forja mientras contemplaba a Afrodita. Incluso vestida con los pantalones sueltos y el blusón, que constituían la ropa típica del lugar, la diosa se sintió desnuda frente a su esposo. Desnuda y excitada por primera vez desde que Hades la violase.

Sin decir nada, el dios dejó a un lado del mazo y se despojó del mandilón de piel, quedando únicamente vestido con unos cortos calzones de cuero, una sandalia en su pie humano y la cinta que ceñía su frente, cual si fuera un glorioso atleta de la antigua Grecia.

—Esposa mía, no pareces muy sorprendida por mi nuevo aspecto.

—Tanto como tú pareces sorprenderte por mi falta de sorpresa, esposo mío —contraatacó ella.

Hefesto esbozó una sonrisa sardónica, totalmente arrebatadora.

—¿Y por qué te has acercado a mis dominios? ¿Para restregarme que has descubierto las virtudes de Safo entre los brazos de Atenea?

A su pesar, Afrodita soltó una carcajada.

—Me temo que el motivo de mi visita es más desagradable que eso. Se acerca una nueva guerra, entre la familia.

—Hace tiempo que dejaron de interesarme las peleas de patio de colegio entre Olímpicos —la cortó Hefesto. El dios cruzó los brazos sobre su pecho; su mirada no dejaba de desnudar a la diosa del amor.

—Eso no quiere decir que la guerra vaya a olvidarte a ti. O que los hados no traigan a un enemigo hasta tus puertas —añadió Afrodita con tono solemne. Durante un segundo pensó en mencionar su encuentro con Hades, pero desdeñó la idea, segura de que no iba a ser creída.

—Y supongo que estás aquí para pedirme que brinde a tu bando los frutos de mi talento —sonrió irónico Hefesto. Su gesto se hizo aún mas burlón cuando vio el asentimiento de Afrodita—. ¿Y qué te hace pensar que no me interese colaborar con los otros?

—Si estás dispuesto a pagar el peaje de seguir arrastrándote ante los pies de Hera, esposo mío... —mintió a medias Afrodita, imprimiendo un matiz desdeñoso a sus palabras. Le habría gustado mentar también el nombre de Ares, pero, de momento, solo los deseos de Eris situaban al señor de la guerra en el bando enemigo.

No obstante de la mención de la madre que lo había convertido en tullido después de arrojarlo desde el monte Olimpo al mundo mortal, la expresión de ironía no se evaporó del rostro de aquel renovado e imponente Hefesto.

—¿Y qué peaje tendría que pagar por estar en tu bando?

—Soportar los horribles gorgoritos de Apolo —se limitó a responder ella, en tono inocente.

«Y padecer como general a un dolor de cabeza con alas», pensó. No obstante, la señora del amor tenía presentes las instrucciones de La De Ojos Grises y no mencionó a la dama de la discordia.

—Por lo demás, será otra quien se ofrezca como tributo ante ti.

Afrodita salvó la distancia que la separaba de su esposo y se arrodilló frente a él, con las manos alzadas en un gesto de súplica.

—Véngate de mí como lo desees. Castígame por los agravios pasados, a tu voluntad, pero, por tu seguridad y la de muchos, no dejes que tu odio hacia mí te haga dar la espalda a quienes se merecen tu ayuda. Y que son también aquellos que podrán darte su apoyo, y que jamás se aliarían con Ares… —añadió, casi en un susurro.

La diosa enmudeció. A lo largo de todo su patético discurso, el gesto adusto de Hefesto no había mutado. Si acaso, sus ojos parecían aún mas ardientes. Sus dedos acariciaron el torso de su esposo.

—Por favor, te lo suplico. Sé que no tengo derecho a hacer tal cosa. Ni tampoco puedo pedirte que me perdones, pero...

La voz de Afrodita murió al notar el pantalón de su esposo ligeramente abultado allí donde estaba la entrepierna. Por primera vez fue consciente del halo de lujuria que impregnaba ahora la fragua, y no solo lo emanaba ella.

—No puedes imaginarte cuántos siglos llevo soñando con este momento —susurró Hefesto, antes de alzarla del suelo y lanzarla (Afrodita no tenía otra forma de definirlo) contra la mesa del yunque.

La diosa se quedó con las palmas apoyadas sobre los bordes del mueble, mientras las fuertes manos de su esposo desgarraban su pantalón: al tiempo que sentía la áspera caricia de las manos de Hefesto contra sus nalgas, las perneras se deslizaron hasta el suelo, rozando sensualmente sus pantorrillas erizadas de placer.

—Esposa mía, cuando haya consumado mi venganza, me suplicarás ser el único yunque donde temple mi acero. Y, cuando ese momento llegue, hablaremos sobre si soy capaz de soportar o no los ripios de Apolo.



Calisto yacía encadenada al trono que Circe había erigido en la cabaña que había pertenecido al jefe tribal de Raj. En esos momentos, la ninfa dormía, víctima de los hechizos de la bruja. Por lo que esta aprovechaba para departir con su general.

En una bola que la hechicera sostenía en las manos, se veía otro poblado. Uno habitado hombres y mujeres de aspecto humano. Los unos y las otras se vestían como guerreros e, incluso alzando sus jarras llenas de algún licor, se mostraban imponentes.

—Estúpidos habitantes de Raj. Se creían los únicos habitantes de este planeta y aún tenemos una colección de pueblos por conquistar. Y mucho más interesantes que esta pandilla de pusilánimes.

—Para habernos enfrentado a una pandilla de pusilánimes hemos perdido a casi una veintena de tus supersoldados.

—Cierto, Fracasado, y todos victimas de nuestra osita —sonrió maléfica Circe, señalando a Calisto.

—Eso me recuerda —dijo Ares, fingiendo no haber notado el insulto— tu promesa de usar a la zorra de mi hermana para poder traerla ante nuestra trampa.

—Cierto, soldadito —en la bola, el poblado de amazonas desapareció, para dar paso al rostro de un hombre de singular belleza. Su sonrisa rivalizaba con el fulgor del Sol—. Aunque puede que atraerla requiera su tiempo y no tenemos por qué aburrirnos aquí. Yo ya he creado todos los bestiamorfos que podía crear, y a Phobos casi no le quedan presas con las que divertirse. No me gustaría que empezase a intentar probar la resistencia de mis soldados.

—¿Entonces?

—Entonces, hoy arrojaré el anzuelo —afirmó Circe, con la mirada clavada en el hombre de la bola—. Solo el tiempo dirá cuándo lo morderá tu hermanita.



IV

Artemisa alzó la mirada al cielo. Eris aún estaba entrenando con Zaz, comprobó no sin experimentar una punzada de celos. Desde la marcha de Atenea, la señora de la discordia parecía más necesitada que nunca de desahogar su energía y el sexo no parecía bastar para calmar su ansiedad.

Al menos, mientras combatía con el lagarto no se metía con Apolo, admitió la señora de la caza mientras contemplaba a su hermano mirar la superficie del estanque.

—¿Aún siguen fornicando? —preguntó, sentándose al lado de su gemelo.

Sobre el estanque, el rostro transido de placer de Afrodita le dio la respuesta. A Hefesto no se le veía, debía de ser el abultamiento que se percibía bajo las sábanas.

—Al menos han pasado a la cama. Incluso para dos dioses, no pude ser sano saciar sus apetitos en una fragua —contestó el dios con gesto ausente.

—¿Te preocupa algo, hermano? —se apresuró a preguntar, consciente de los dones proféticos de su gemelo.

—No lo sé. Tengo la sensación de que se avecina una tormenta. Pero no sé si es ahí —dijo señalando el estanque—, o si amenaza alguno otro de nuestros aliados potencial...

Antes de terminar la frase los ojos de Apolo se pusieron en blanco, el dios empezó a sacudirse presa de convulsiones, mientras sus labios musitaban palabras entrecortadas. Ya mientras caía, Artemisa se abalanzó sobre él y le tomó la mano. Otra cosa no podía hacer.

—Calisto, Raj, Destrucción, Ares.

Las cuatro palabras se repetían como estocadas lanzadas contra el costado de la diosa. Le era imposible decidir cual la aterraba más. La señora de la caza estaba tan concentrada en su hermano que no era consciente de que, a su alrededor, la rutina de Edén se había detenido. Algunos hombres águila y otros dioses cercanos habían hecho ademán de acercárseles, pero todos se habían esfumado en cuanto se percataron de que Eris había aterrizado y se dirigía hacia Artemisa.

La diosa de la discordia se limitó a apretar el hombro de su amante. Pese a no esperarse tal contacto, la señora de la caza no se sobresaltó, solo se sintió imbuida de tranquilidad.

—Calisto, Raj, Destrucción, Ares —seguía murmurando Apolo, aunque los temblores eran mas espaciados y su mirada, aunque perdida, ya no estaba en blanco.

—Abuela —ordenó Eris—, muéstranos Raj.

Un murmullo de protesta brotó del estanque.

—¡Maldito montón de hongos! ¡Muéstranos Raj o iré a visitarte con un cargamento de cerillas y una podadora! —bramó la señora de la discordia.

A pesar de la gravedad de la situación, los labios de Artemisa se curvaron en media sonrisa de ironía.

No obstante, su mueca se esfumó en cuando Gea cumplió con la orden dada. En la superficie del estanque, empezó a perfilarse el horror. Alienígenas siendo masacrados por seres en parte bestia y en parte humanos; un hombre se arrancaba los ojos frente a la centelleante mirada de otro vestido por completo de negro. Calisto estaba caída sobre un claro del bosque, desnuda y herida, por mano de hombres y de dioses, pues tanto el icor como la sangre manchaban su piel otrora inmaculada. Un hombre la acariciaba con el cañón de una escopeta. Podía ser atractivo, pero de un modo cruel, sanguinario, tal y como en el pasado. En un trono coronado con calaveras, una mujer de belleza letal reía mientras los hombres bestia rugían a su alrededor.

—Ares —oyó murmurar a Eris.

Artemisa alargó su mano libre y estrechó la mano de su amante. En el suelo, Apolo dejó de murmurar su mantra y se sumergió en un profundo estado letargo.

—Abuela, prepárate para mandarnos a Artemisa y a mí a Raj —ordenó Eris con la mirada relampagueante fija en la laguna.

—¿Eris qué...? —intentó objetar Gea, superponiéndose casi a la voz de la propia Artemisa,

—Eris, no lo hagas—suplicó, agarrando a su amante por el brazo— . Tiene que ser una trampa.

Y nada, ni siquiera la pobre Calisto, compensaba el hecho de arrojar a Eris a una encerrona.

—Incluso Apolo seria consciente de ello, hermanita. Pero será una trampa para Ares y quienes quiera lo ayuden. No para nosotras.

La señora de la discordia la miró directamente a los ojos. Su gesto era solemne, egregio; a su modo, recordaba al propio gesto de su padre Zeus, y no admitía réplicas. En la garganta de Artemisa murieron palabras de protesta, también las de agradecimiento y amor. Solo podía mirar a Eris, a «su Eris» con gesto asombrado. Ahora, aún más que cuando había obligado a Gea a mostrar las imágenes de Bristia, se daba cuenta del poder ya alcanzado por su amante.

—Coge tus armas, Artemisa —ordenó Eris, obligándola a despertar—. Es hora de rescatar a Calisto y de que yo demuestre a Ares que ya no le tengo miedo. Abuela, ve preparando el viaje a Raj.

Pocos minutos más tarde, ambas, ya provistas de sus armas, regresaban al estanque, en cuya orilla el Dios Sol seguía sumido en la inconsciencia. Un portal cósmico apareció al borde. Las dos amantes se sumergieron en él, dejando a Apolo sumido en un sueño de amargo despertar. Zaz se encargaría de contarle lo sucedido y de cuidarlo.

Cuando reabrieron los ojos no lo hicieron en un bosque, ni en un campo de batalla. Sino en medio de un cementerio en forma de poblado. Todo allí estaba muerto, incluido el ganado reseco, alguno ya puro esqueleto. Las malas hierbas empezaban a imponer su reinado en el lugar.

—¿Dónde...? —empezó a preguntar Eris.

Pero, incluso destruido, Artemisa podía ver en las ruinas en poblado donde no tanto tiempo antes había estado festejando la derrota del Señor de las Ilusiones.

—No dónde... sino cuándo.

Continuará…


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Referencias:
1 .- Disfraz usado por Eris en Olimpo Renacido #5 y #6
2 .- Ver el primer encuentro entre Circe y Ares en Olimpo Renacido #4

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