| Título: La mano escarlata (III) Autor: Ana Moran Infiesta Portada: Guillermo Lizarán Publicado en: Abril 2014
¿Qué terrible destino espera a la Hija del Dragón? ¿Quién se oculta tras la máscara de la Mano Escarlata? ¿Conseguirá la Sombra evitar un nuevo crimen? Las respuestas a estas preguntas las encontrarás en este tercer número, y entrega final, de La Mano Escarlata.
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Las calles de Broadway estaban prácticamente desiertas en el momento en que un coche negro se paró cerca del Red Velvet; los espectáculos teatrales habían terminado ya y aún era temprano para que las avalanchas humanas abandonasen los clubes nocturnos. Nadie fue testigo de cómo una silueta del color de la noche ascendía por la pared, hasta colarse por la ventana del salón del apartamento donde vivía la dueña del local.
Una vez dentro, la figura escrutó la oscuridad. Nada se veía, nada se sentía. Tampoco en el dormitorio de invitados, donde una joven rubia dormía con el ceño fruncido en una mueca de preocupación, ni en la cámara principal.
Solo entonces, Joan Wang se quitó la capucha, que había protegido con menos éxito del que ella pensaba su identidad. Con calma, abrió el doble fondo de su armario y fue recolocando las armas en su lugar; no sin antes limpiar todo rastro de sangre de la hoja de su espada y de recargar la pequeña cajita-cargador del brazalete lanza estrellas. A continuación, tomó un puñal curvo, que pendía de una sola sujeción. No le pertenecía a ella, sino a la Hija del Dragón. Dejó el cuchillo sobre la mesita de noche y se desproveyó de las ropas de combate. Durante un segundo, permaneció desnuda frente al espejo, contemplando el dragón verde que revoloteaba en su seno. El símbolo de Zaresh. Había marcado su vida desde el nacimiento y ahora no tenía claro si lo estaba honrando o no. Sin embargo, cada una de sus acciones estaba guiada por una de las máximas que le habían inculcado: combatir con todas sus armas. Otra cosa era a qué amo servía.
«A los ideales de Diana».
Sacudió la cabeza para espantar las dudas y recuperó su disfraz de inocente directora de night club. Bajó al despacho, pero no se dirigió automáticamente al local, sino a una pared situada a la derecha del salón y presidida por un gran radiador. La joven se agachó frente a ese y tanteó una palanquita disimulada tras el mando regulador de la temperatura. La pared se desplazó, dejando a la vista un corto pasillo que daba acceso a un cuarto secreto. También confortable; la Hija del Dragón aún dormía sobre un lecho, mullido aunque algo estrecho. O más bien fingía estar en brazos de Morfeo; la droga que le había administrado no era lo bastante fuerte ni para mantenerla inconsciente durante una hora, y habían pasado más de dos desde su refriega. En una esquina, el diseñador había instalado un lavamanos y un retrete y, sobre estos, un armarito metálico. El cuarto ya existía cuando ella compró el local, uno de las muchas obras de arquitecto medio loco aficionado a semejantes juegos de espejos. La única diferencia entre el cuarto de su despacho y otras obras de aquel hombre era que, de la habitación secreta del Red Velvet, ya no quedaba rastro en plano alguno.
Abrió el armario con una pequeña llave y extrajo de él una jeringuilla y un frasco identificado con una «V». Joan se giró, con una sonrisa cruel iluminando su rostro. La prisionera había dejado de fingirse dormida y la miraba con gesto transido por el miedo. Por primera vez en la historia, la imperturbabilidad desaparecía de los ojos de la Hija del Dragón.
—Bien, señorita, Lane. Hace unas horas dejamos una conversación inacabada, es hora de que la terminemos —dijo, mientras marcaba las venas de un antebrazo que ya no era territorio virgen para las hipodérmicas.
—Ningún tormento hará que traicione a mi señor —proclamó la otra, en cuanto la liberó de la mordaza.
La sonrisa de Joan Wang se acentuó aún con más crueldad. Ella, mejor que nadie, sabía cuán imposible era resistirse al influjo de La Verdad.
—Oh, si, lo hará —afirmó clavando la aguja en el brazo de la otra. La cantante se mordió el labio inferior, pero no gritó ni dio muestra alguna de dolor o miedo—. Se sincerará conmigo, y con usted misma. Se lo puedo asegurar.
En la guarida de la Sombra las tres esferas seguían marcando el paso del tiempo. El escritorio del señor de la noche estaba cubierto de papeles, de documentos enviados por Rutledge Mann a un despacho de la tercera avenida a nombre de B. Jonas. Algunas eran noticias viejas. Los más, informes sobre cuatro hombres, sobre su vida y, ante todo, acerca de sus finanzas. Los de tres de ellos resultaban acordes con el tren de vida de sus dueños; otro no terminaba de explicar ni cómo sobrevivía el investigado ni algunas piezas de coleccionista desperdigadas por las estanterías de su vivienda. Lo que si corroboraba eran las sospechas ya formadas en la mente maestra de La Sombra. Sin embargo, en esos momentos, no era el trabajo de Mann el que atraía la atención del señor de la oscuridad, sino el telégrafo.
La Sombra había llegado justo a tiempo para contestar a un nuevo intento de establecer comunicación por parte de Harry Vincent y aún debía conectar con Burbank, para obtener noticias referidas a la labor de Eleanor Lancaster. Sin embargo, por interesante que fuese el misterio existente tras la presencia de Joan Wang en el tiroteo de la mansión Shepard, los informes de Harry eran más importantes en ese momento. Y corroboraban los datos aportados por Mann y sus propias sospechas sobre la identidad de la antigua Mano Escarlata y del usurpador de su personalidad. Alguien viajaba con frecuencia a Nueva Frisco y había coqueteado con una tal señorita Lane cuando ella era la cantante de un tugurio de Chinatown.
Solo dio una orden a su agente: «regrese».
Sus dedos no dejaban de tamborilear en la mesa mientras recibía los informes de Burbank. A La Sombra no le cabía duda alguna de que la Hija del Dragón estaba ahora en poder de la enigmática joven de ojos esmeralda. Le habría gustado desvelar por completo ese misterio esa noche pero, por desgracia, el amanecer se acercaba y él tenía que preparase para la batalla de la noche siguiente.
La Mano Escarlata caería sus garras. Eso, la Sombra lo sabía.
II
El sudor amenazaba con hacer que el volante le resbalase entre las manos, mientras se adentraba por las carreteras que daban a una de las zonas residenciales de la ciudad. Minutos antes alguien se había subido a su taxi cerca de Broadway y le había dado una dirección de una lujosa zona residencial a las afueras la ciudad. Hasta ahí habría sido normal de no ser porque hasta que no oyó la voz indicándole la dirección, no había sido consciente de tener un pasajero. De hecho… ¡No había visto a nadie subirse al mismo!
Por fortuna, su destino estaba cerca. Una calle más y ya estaba... Algo se deslizó hasta el asiento de al lado, sobresaltándolo. Frenó en seco y se giró para encararse con aquel maldito loco. Sin embargo, cuando por fin acertó a girarse y a encender la luz del techo comprobó que estaba solo. ¡Nadie había en el asiento trasero! Desvió la mirada en busca del objeto que le sobresaltara. Era un papel. Lo tomó entre las manos. Era un billete de veinte dólares.
Johnny Nelson fumaba su segundo puro de la noche, mientras miraba nervioso a su alrededor. Su despacho era una fortaleza. Más de diez hombres los custodiaban a él y a su hijo y otros tantos se encargaban de que nadie, ni siquiera la servidumbre, pudiese acceder a su guarida. La mesa estaba cubierta envoltorios de bocadillos de uno de los locales bajo su protección; también de botellas de cerveza. Nada de licores. Esa noche tendrían que estar alerta. A las doce, la Mano Escarlata recibiría su merecido y, con un poco de suerte, caería la Sombra o la misteriosa protectora de Joan Wang. Y si alguno intentaba volver a atacar a Herbert Shepard, también caería ante las balas de sus chicos, ansiosos por vengar a los compañeros caídos. El único punto desprotegido era Lazarus Peake. El esotérico parecía haberse esfumado desde la reunión mantenida tres días antes. Sin embargo, a Nelson no le preocupaba. La cita con la venganza de la Mano Escarlata para su estrafalario colega no era hasta dentro de un día y, para entonces, él y sus hombres ya habrían dado cuenta del chantajista.
Miró el reloj; aún eran las doce menos cuarto. Nelson contuvo una mueca de dolor al alargar la mano derecha hacia un vaso y volvió a recorrer la habitación con la mirada.
Nadie, ni siquiera la Sombra, podría entrar allí, se dijo por enésima vez.
—Tranquilo, jefe. Si alguien puede entrar aquí, dejo de follarme putas y me hago cura —susurró uno de sus guardianes.
El dueño de la seguridad de los clubes nocturnos hizo un gesto de asentimiento, antes de sentir un escalofrío recorriendo su espalda. Nadie podía entrar, pero ¿y si ya estaba dentro? No podía olvidar cómo los había engañado la Sombra el día anterior, primero a Herbie y luego a él. Y las traiciones. Sarah Shepard seguía sin aparecer y dos de las criadas de confianza del banquero habían intentado matarlo. ¿Qué impedía que Elisabeth Wu no hubiese sido secuestrada, sino que fuese la propia asesina de su padre? ¿Qué impedía a su hijo ser el traidor infiltrado en su casa?
Nelson buscó a Charlie con la mirada. El joven indiferente a todo, como siempre, fumaba acomodado en uno de los sillones mientras hacia girar una botella de cerveza entre sus dedos. No, Charlie no podía ser un traidor.
El gánster volvió a mirar el reloj. Las doce menos diez.
A mismo tiempo que Nelson se planteaba la existencia de un traidor dentro de su fuerte, una Sombra se colaba por la estrecha abertura de una ventana y, pegada a las paredes, avanzaba por el pasillo que daba al despacho. No intentó salvar la barrera que suponían los cuatro hombres armados. Se quedó allí, esperando.
En ese momento, sonó el timbre de la casa.
A Joan Wang no le resultó difícil localizar la tienda de especies de la que le hablara la Hija del Dragón. Llamó a la puerta, con la cadencia indicada por la prisionera. La hoja permaneció inmóvil. Y bajo el influjo de la Verdad era imposible que la joven hubiese mentido. ¿La Mano Escarlata sabía que ella no era una de sus amazonas o no estaba allí? Fuera lo que fuese, no pensaba rendirse ante una puerta abierta.
Tras comprobar que no había nadie en los alrededores, se sacó un juego de ganzúas del bolsillo. Tardó menos de lo esperado en forzar la cerradura. Automáticamente, su mano se sumergió bajo el corpiño para sacar una de las dos armas que portaba encima en ese momento. Una Beretta. No podía dejarse ver por Chinatown con sus ropas de combate y la pistola era un arma más efectiva que las estrellas si había un ejército de amazonas con nombre de gema esperándola tras la puerta. O una trampa. La facilidad con la que había abierto la puerta invitaba a pensar en lo segundo como algo muy probable. Por mucho que la tienda semejase vacía.
Sin embargo, tampoco se ocultaba trampa alguna detrás de la puerta secreta. Solo el silencio y la soledad. Alumbrada por una linterna, recorrió el pasillo apenas iluminado por unas antorchas. No parecía un refugio, al menos para pasar allí mucho tiempo, pese a la existencia de un infiernillo en una de las habitaciones. Una sala vacía, presidida por una Mano Roja parecía, sin embargo, la habitación principal de la guarida. De la suntuosa guarida. Un lujo decadente y exótico se adueñaba de la decoración; de las colchas rococó, de las caídas que pendían el baldaquino de uno de los lechos; de las tapicerías de brocado de seda, de los objetos diseminados por las habitaciones. Y, a su modo, de las cerraduras, sobre todo la de una habitación donde el lecho aún estaba revuelto y tibio. Ninguna había salido de la fábrica Yale, pero eran de más calidad que la de la entrada. Forzar cualquiera de ellas podría llevarle unos cinco minutos. Sin embargo, ahora todas estaban abiertas, como si alguien hubiese escapado con prisas.
Solo una habitación permanecía cerrada. Y Joan se demoró el tiempo suficiente para forzarla. El esfuerzo mereció la pena. Había encontrado la verdadera guarida de la Mano Escarlata. Su santuario y refugio. Nada más adentrarse en el cuarto, la asesina percibió cómo se le helaba el corazón.
—Señor Nelson, es un bomboncito que dice llamarse Elisabeth Wu.
—Dejadla pasar —se limitó a ordenar secamente el gánster
Su orden le valió una mirada estupefacta tanto de los matones encargados de proteger la sala como del encargado de hacer de correo.
—Señor, se atrevió a decir uno de ellos. Podría ser una trampa.
—Por supuesto que será una trama. Pero será la esa Mano Escarlata la que caiga en la nuestra. Traed a esa putita traicionera. Y esperad a cachearla cuando yo os lo indique. No debemos dar señales de que sabemos su juego.
Sin embargo, cuando el matón llegó escoltando a la prisionera, les quedo claro a todos que pocas opciones tenía la muchacha de ocultar un arma. Elisabeth Wu iba vestida con un camisón desgarrado en varios puntos, sobre el que se había colocado de cualquier manera un abrigo, cuyos bolsos habían sido registrados a una orden de Johnny Nelson. Unas zapatillas protegían sus pies de las abrasiones, así como de los ramajes que habían dejado una telaraña de heridas en sus piernas, desprovistas de medias.
Nadie se atrevía a atacar a la muchacha de respiración resollante, ni a ofrecerle una copa. Ni siquiera Johnny Nelson podía hacer otra cosa que mirarla atentamente, mientras, la aguja de los minutos empezaba a marcar los últimos pasos hasta la medianoche; mientras, olvidado por todos que la puerta del despacho había quedado abierta, una figura los escrutaba desde las mismas sombras.
—Señor Nelson... ¿Oh, gracias al cielo que me ha recibido? Mi padre...
La muchacha hizo ademán de echarle los brazos al cuello, pero el gánster se lo impidió, atrapándola por las muñecas con una presa lo bastante fuerte como para atraer una mueca de dolor al bello rostro de la muchacha. Durante un segundo, el silencio semejó solidificarse mientras la atención de todos, salvo la de Charlie Nelson, se centraba en la peculiar pareja.
— ¡Tranquilícese, señorita Wu! —dijo gánster, liberándola de la presa. Después de todo, si era inocente, no había nada malo en ser amable con semejante belleza oriental—. ¿Qué es lo que le ha ocurrido?
—Él, el hombre de los guantes escarlata, me secuestró... La señorita Lane, quiero decir la Hija del Dragón... Él la obligó a matar a mí... a mi padre, pero me ayudó a escapar.
Clonk
El reloj marcó la primera campanada. Las manos de los guardaespaldas se sumergieron en las chaquetas. Sus miradas estaban pendientes de todos los rincones de la habitación; del pasillo, de las ventanas... En la oscuridad, la Sombra desenfundó en silencio sus automáticas.
—Ahora puede qué la haya, la haya.... ¡Oh, señor, Nelson tiene que ayudarme!
Clonk
Quinta campanada. Las armas estaban desenfundadas. Charlie Nelson dio una nueva calada a su cigarrillo.
La muchacha volvió a intentar abrazarse al gánster y esta vez él no opuso resistencia. Disfrutó del calor de aquel delicado cuerpo femenino aplastándose contra él, de la calidez de su aliento contra su poderoso cuello y el tacto de sus manos. Ni siquiera le molestaba que la chica lo abrazase con un poco más fuerza de la necesaria o lo estuviese arañando ligeramente con las uñas.
O no tan ligeramente. Las uñas de la joven se hundieron en su cuello.
Clonk
La última campanada ahogó el grito de indignación de Johnny Nelson y puso en marcha una infernal orgía de sangre.
Al mismo tiempo en que él gánster apartaba a la muchacha de un empujón, un disparo brotaba de las sombras del pasillo, impactando contra el pecho de la joven; sin dar tiempo a que los hombres de Nelson reaccionasen, algo cayó por la chimenea, invadiendo la habitación de humo. La cortina resultaba impenetrable incluso para los ojos de La Sombra.
¡La Sombra!
Ese grito pronto se adueñó de los hombres del pasillo, también de los de la habitación que clamaban también haber sido traicionados. Las balas acribillaron el punto de la pared desde el que habían salido los disparos que ejecutaran a Elisabeth Wu; sin embargo, solo lograron llenar el aire de polvo de ladrillo. Por desgracia para ellos, el oscuro vigilante, oculto en otro punto del pasillo, apretó lo gatillos de sus automáticas entontando la sentencia de muerte para ambos pistoleros. Un tercero, cercano a la puerta no tardó en caer también bajo el fuego de la Sombra. Mientras, en el interior del despacho, los disparos se alternaban con los gritos. ¡Los hombres de Nelson caían bajo su propio fuego! El propio gánster se estaba librando de milagro de no acabar acribillado por las balas amigas; lo mismo que su hijo, que ahora parecía petrificado en su silla. Puede que lo que los librase a ambos de la muerte fuese no estar disparando; el haz de las pistolas parecía ser el blanco buscado por todas las balas. Sin embargo, el muchacho se negaba a ir armado y Nelson no había sido capaz de desenfundar su automática. No solo por culpa de la herida que le infligiera la misteriosa guardiana de Joan Wang la noche anterior; una extraña laxitud se estaba apoderando de todo su ser. Haciendo cada paso una agonía, mantener el equilibrio un suplicio y centrar la vista una tortura.
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Y mientras tanto, el mortal enemigo al que todos creían estar abatiendo lo miraba todo, amparado en las sombras del pasillo. La cortina de humo no había sido lanzada por el oscuro vigilante; de hecho, era difícil de atravesar incluso para su mirada flamígera. Sin embargo, acertaba a adivinar la silueta de alguien que, tras romper una ventana bajo el manto del tronar de balas, elevaba ahora un cuchillo sobre su embozada cabeza. Al señor de la oscuridad no le quedó duda de contra quién iba dirigido. También que no lograría disparar antes de que el otro arrojase el arma.
Como un rayo de oscuridad, la Sombra atravesó la tormenta de humo y balas y se precipitó contra Charlie Nelson, Sin delicadeza alguna, golpeó al joven en la espalda con la culata de su automática, haciéndolo precipitarse de rodillas al suelo, al tiempo en que un puñal de mango ricamente trabajado, se clavaba allí donde habría estado el corazón del joven.
La Mano Escarlata no se detuvo a lamentar su fallo, salió corriendo por el camino; seguido de lejos por la Sombra.
Aprovechando su ventaja, el criminal se subió de un salto a un deportivo. Las ruedas chirriaron, celebrando la huida triunfal. Sin embargo, la Sombra no pensaba ponérselo tan fácil. Se precipitó hacia un cupé aparcado frente a la mansión y, tras tardar apenas unos segundos en hacer un puente, se precipitó en pos del asesino. Mantenía una distancia prudencial, dejando que el otro lo condujese hasta su guarida.
En el interior del despacho de Johnny Nelson, la pólvora continuó tronando. Solo cuando el humo se disipó, gracias a la ventana rota, se percataron de que habían estado matándose entre sí. El rey de la seguridad de los clubes nocturnos estaba muerto, lo mismo que su asesina y Charlie Nelson tenía la mirada fija en un puñal clavado en el butacón donde antes se sentara.
El poblado del Hombre Toro. Eso era lo que aparecía en las fotos. Un rincón de Faust City donde decenas de mestizos y sobre todo bestiamorfos se habían refugiado, en torno a la figura de un santón, para esperar el día en que el fin de la Gran Guerra, les brindase el poder en la tierra, el surgimiento de una era dorada en que ellos gobernarían sobre los ingratos humanos puros. La realidad les habría brindado la decepción y un suicido colectivo. Se decía que todos los fieles habían muerto en aquel entonces, pero, se recordó Joan, también se decía que el poblado había quedado por siempre abandonado y ella había estado a punto de caer en un enfrentamiento contra un loco aún mayor que la Mano Escarlata[i].
Sin embargo, algo no terminaba de cuajar del todo con un bestiamorfo o un mestizo. Ese ejército de amazonas del que hablaba la Hija del Dragón, compuesto tanto por humanas como por mestizas; las drogas ocultas en un armario, clásicas pero efectivas, además de la parafernalia propia de un hipnotista... Joan no conocía a ningún no humano que confiase en semejantes trucos, tal vez porque la sugestión y la hipnosis tenían menos efecto sobre los humanos no puros, lo mismo que las drogas más elementales. En señorita Lane habían obrado efecto, pero el legado de lizard[ii] de la muchacha estaba ya muy diluido, espectaculares ojos reptilianos aparte.
También resultaban extraños los diarios. Cubrían casi una pared entera, ordenados por fechas. Joan había sacado algunos de ellos al azar. No había que ser grafólogo para saber que estaban escritos por dos personas diferentes. Con letra errática y casi grabada en el papel los más antiguos; con trazo elegante y distinguido los más modernos. En lo poco leído de los primeros de ellos, se vería reflejada una mente clara, precisa, iluminada por un plan que no desvelaba por completo ni siquiera a sus cuadernos; en los segundos, se derramaban delirios de grandeza, nombres de gemas bajo los que se ocultaban mujeres subyugadas, de vendettas y complejos de mesías…
En ese momento, se escuchó el estampido de una puerta. La Mano Escarlata había regresado a su guarida. Joan se enfundó la pistola. Si las cosa salían mal, aún tenía el brazalete lanza estrellas y, además, la idea de derrotar al santón en un combate cuerpo a cuerpo le parecía cada vez más interesante.
En la penumbra de una habitación secreta, Susan Lane se aovillaba en su cama. No estaba dormida, tampoco exactamente despierta, sino sumida en una espiral de Verdad. La segunda con la que había deseado torturar aquel monstruo de mujer. Joan Wang, el demonio empecinado en lavarle el cerebro, sembrar en su interior mentiras sobre su amo.
« ¿Estás segura de que son mentiras?», resonó una voz en su cabeza. Era la suya propia.
La joven lloró con más fuerza al recordar la sangre que teñía sus manos, la degradación, la inocencia perdida, manipulada por aquel monstruo. Por aquel hombre patético de corazón podrido. Por su señor, decía una voz más baja e insidiosa.
En el corazón de Susan Lane, la Verdad combatía con el veneno de la servidumbre, con la semilla de adoración plantada en su ser años antes, regada con rituales hipnóticos. Y la victoria podía decantarse en esos momentos por cualquiera de los dos lados. Por fuerte que fuese la Verdad, el deseo de no aceptarla podía vencerla y, tal vez, llevar a la joven hasta la muerte.
La Mano Escarlata se precipitó del coche hacia la tienda. Incluso sabiéndose perseguido por La Sombra, el deseo de regresar a su refugio secreto lo dominaba. No pensaba en su otra vida, más allá de la máscara, solo en escapar a su refugio. Si tenía que morir, aunque fuese con su venganza solo parcialmente cumplida, que fuese en su palacio, que fuese allí donde había sido grande. Se precipitó en su interior sin cerrar la puerta tras de si, corrió por el pasillo sin percibir que su santuario había sido violado. Solo cuando vio la grácil figura enfundada en negros ropajes situada frente a la puerta de su despacho, fue consciente que la Sombra podía no ser su ejecutor. Los ojos de la mujer lo taladraron como una espada bien afilada; el criminal al igual que el paladín de la oscuridad supo quién se ocultaba bajo aquella máscara. Joan Wang, la ejecutora de su Letal Ojo de Tigre.
La mirada de la directora del Red Velvet no se apartaba de él, retándolo, burlándose de él. La Mano Escarlata no podía saber que, en silencio, tras él esperaba la Sombra. Joan Wang no hacía ademán de atacarlo; sin embargo, el criminal se apresuró a desenfundar la pistola oculta tras su túnica. Alzó el arma, quitó el seguro y... solo en ese momento, la mujer elevó su brazo derecho, antes de que el dedo carmesí llegase a accionar el gatillo, una estrella se clavaba en sus nudillos, obligándolo a soltar el arma.
La mujer no avanzó en su dirección, tampoco hizo ademán de apartar la pistola del alcance de un villano que reptaba por el suelo, enajenado de anhelos asesinos.
— ¡Maldita seas! ¡Pagaras la muerte de mi Ojo de Tigre!
—No harás nada de eso Lazarus Peake —le detuvo una voz sepulcral. La voz de la Sombra.
Aquel gélido desgranar de palabras había congelado los corazones de hombres más corrompidos que la Mano Escarlata, y este no había sido inmune a su hechizo; sin embargo, la letal beldad de ojos verdes permaneció tan impasible como siempre.
No obstante del miedo, el sabio se abalanzó sobre la pistola mientras el señor de la oscuridad seguía desgranando su acusación.
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—Lazarus Peake, tus manos están teñidas de sangre. Empezando por la de tu propio benefactor. La verdadera Mano Escarlata necesitaba hombres para sus fines, por eso os ofreció a Wu, Nelson, Shepard y a ti una oportunidad. A ellos les proporcionó fondos con los que abrir su negocio, saldar sus deudas… y evitar así la muerte o la vergüenza para su familia. A ti te ofreció algo distinto: conocimiento. Pero lo que te daba no era suficiente. Querías más. Querías el poder de la Mano Escarlata.
—Lo quise y lo seguiré teniendo. Más del que jamás había soñado. Ni el Dragón de Jade ni ningún otro matón se atreverá a cuestionarme cuando sepan que mate a la Sombra —tronó Peake apuntando con la Mano Escarlata.
—Has perdido tu oportunidad. Puedo ver el mal y el bien en los corazones de los hombres y el mal hace tiempo que se adueñó de ti. —sentenció el vigilante, sin dar muestras de miedo. Antes de que Peake llegase a disparar una de las automáticas de la Sombra emergió de la oscuridad de su capa, aplicando la sentencia de muerte.
El vigilante permaneció hierático con la pistola aún humeante, mientras Joan Wang se agachaba al lado del criminal y le retiraba la capucha, desvelando el rostro de Lazarus Peake.
—Así que el señor Peake era el usurpador. ¿Y quién era la verdadera Mano Escarlata?
—Eso ni la Sombra puede decirlo con claridad, Joan Wang —La muchacha apenas dio un respingo al oír su verdadero nombre—. La verdadera Mano vivió en Nueva Frisco como un misterio, y como un misterio empezó a disolverse. Unos hablaban de cultos extraños; otros de un héroe enmascarado que evitaba asesinatos y suicidios. Entre los suicidas, reclutó a cuatro hombres jóvenes; todos originarios de Nueva York o dispuestos a instalarse en la ciudad. Con su dinero, los convirtió en herramientas de su plan.
—Lograr el reinado de los bestiamorfos con el que soñaba el hombre toro de Faust City —añadió Joan, ganándose una mirada inquisitiva del vigilante—. He visto los archivos de Peake. Había muchas fotos del poblado donde todos esperaron la llegada de la nueva era. Sin embargo, Peake era humano, como mucho mestizo, y estos no eran tampoco bienvenidos en el mundo ideal de aquellos locos. Así que he de suponer que la Mano Escarlata real era un bestiamorfo.
—Con sus ropas, ocultaba su verdadero ser. Los otros no sospecharon nada, y Peake jamás les contó la verdad. En su lugar, decidió usurpar el trono de su mentor. Una vez tuvo su poder, montó su peculiar culto de amazonas y decidió matar a sus antiguos compañeros; deseaba su dinero, su poder...y a sus hijas.
—Los sentimientos siempre han sido la perdición de los hombres —bufó la asesina—. Ahora, si no necesitas nada más de mi, tengo un club que atender.
La automática de la Sombra se alzó apuntando a Joan Wang. No obstante, el vigilante no apretó el gatillo, seguía sin poder ver si aquel corazón era malvado o no.
—La Hija del Dragón. —El señor de la noche aún no había podido desvelar el secreto tras la desaparición de Susan Lane.
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—La señorita Lane está en un lugar seguro, librando la peor batalla de su vida. La de su conciencia. La de la programación impuesta por este loco, contra su albedrío. Si logra salir victoriosa no tardará en volver a caer hechizado bajo su canto.
Los flamígeros ojos del vigilante escrutaron los de la muchacha y no pudieron encontrar la mentira en ellos. La Sombra bajó su pistola y se hizo a un lado.
—Volveremos a vernos, Joan Wang.
—Eso espero, vigilante. Empezaba a echar de menos combatir con alguien a mi altura —respondió ella, guiándole un ojo.
— ¿A su lado o contra él? —en la voz del vigilante, vibraba una risa sepulcral.
Un brillo de ironía se adueñó de la mirada de la mujer.
— ¿Es necesario escoger una de las dos opciones?
En respuesta a aquella réplica, una risa retumbó a lo largo del corredor. Era una risa siniestra. La risa de la Sombra.
Aún semejaba resonar en los pasillos, cuando la policía llegó al lugar para encontrarse con el cadáver de Peake y un despacho con libros esparcidos por doquier.
III
La ciudad había recuperado la normalidad tras la destrucción de la Mano Escarlata, si es que alguna vez la había perdido. Sarah Shepard había vuelto a las peleas con su prometido, varios «empresarios» locales se peleaban por hacerse con el negocio de seguridad de Johnny Nelson, ante la indiferencia de su hijo y heredero... Y el Red Velvet seguía siendo el club más cotizado de la ciudad. Esa noche, incluso llamándose Lamont Cranston uno podía tener complicado hacerse con una mesa libre.
Sin embargo, Eleanor Lancaster, seguía siendo la recepcionista ideal para complacer a los ricos y poderosos.
—Buenas noches, señor Cranston —saludó, mientras ayudaba al imperturbable millonario a acomodarse—. Llega a tiempo para ver el debut de la Hija del Dragón.
Joan Wang no había mentido, solo habían pasado dos semanas desde la muerte de Peake y la cantante reaparecía en escena. No había peligro de que la policía la relacionase con la muerte de Wu, ni con otros crímenes cometidos en Nueva Frisco, bajo la programación de la Mano Escarlata. El villano se refería a todas sus esclavas con nombres de gemas, incluso en sus diarios. Susan Lane tenía una oportunidad para rehacer su vida y él mal no era dueño de su corazón.
Solo con mirarla en el escenario, la Sombra lo sabía.
Continuará…
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