The Shadow nº02


Título: La Mano Escarlata (II)
Autor: Ana Morán Infiesta 
Portada: Guillermo Lizarán
Publicado en: Marzo 2014

La lucha de la Sombra contra la Mano Escarlata continúa. Mientras el vigilante se ocupa de intentar desvelar la identidad del oscuro criminal, Joan Wang descubrirá del peor de los modos posibles que su estratagema para proteger a Sarah Shepard no ha engañado al hombre que amenaza la libertad de la heredera.
¿Quién conoce el mal que acecha en el corazón de los hombres?
Creado por Walter B. Gibson


I

—Señorita, Lancaster —la llamó, el recepcionista—. Su primo, el señor Vincent, dejó esta carta para usted ayer por la noche, antes de irse.

Eleanor tomó en sus manos el sobre que el empleado le tendía, con su nombre y el número de la habitación en que la joven llevaba varios meses residiendo en el hotel Metrolite escrito con la bella caligrafía de Harry Vincent. La muchacha no necesitó palpar la misiva para descubrir que, en su interior, contenía otra más pequeña.

A esas horas de la tarde, en el hall del hotel no había nadie más que un viajante, concentrado en la lectura del Times. Eleanor se sentó en uno de los sillones y abrió los sobres; el exterior se limitaba a servir de envoltorio al más pequeño. Esté solo contenía un mensaje muy corto, escrito en tinta azul claro, haciendo uso de una clave ya familiar para ella. Como toda firma de la misiva había un número veinte. La hermosa joven se sacó discretamente un calendario del bolsillo; el último número tachado era el diecinueve de Enero. El mensaje era real, también simple. Vincent se iba a investigar a Nueva Frisco, a ella le tocaría vigilar a Joan Wang y Sarah Shepard. En otros tiempos, habrían podido contar con el apoyo de Clyde Burke, pero el periodista había caído, poco antes de que la Sombra se esfumase, para regresar a tiempo de rescatarla de las garras del Dragón de Jade, cuando era una chiquilla aterrada huida de su Filadelfia natal.

Eleanor ya no vivía aterrada, ni era una damisela inocente, sino una agente de la Sombra y, como tal, podía entender lo que decía el mensaje más allá de las palabras escritas en tinta azul. Esa noche tocaba ir armada. La muchacha lanzó una nueva ojeada a la carta, ahora en blanco, e hizo una bola con ella antes de lanzarla a la papelera.

Era momento de ponerse en marcha.


En una oscura habitación, tres esferas marcaban el paso del tiempo: una las horas, otra los minutos; la última los segundos. Sobre un escritorio, unas manos blancas de dedos alargados pero fuertes removían una serie de papeles; de vez en cuando, la derecha hacia un alto y anotaba algo en una hoja. La escasa luz de la habitación arrancaba increíbles destellos del anillo que el misterioso dueño de las manos llevaba en el anular de la siniestra; era un girasol, un ópalo de fuego único en sus especie. Era el anillo de la Sombra.

Los ojos del sombrío vigilante analizaban informes y noticias, muchas de estas procedentes no solo de Nueva York, sino también de Nueva Frisco; noticias antiguas, muchas de ellas, que había ido recopilando a lo largo de su carrera. El nombre de La Mano Escarlata se leía en muchos de aquellos escritos. De vez en cuando, los flamígeros ojos se desviaban hacia un sofisticado telégrafo. Aún era pronto para que Harry Vincent hubiese sacado información útil.



Johnny Nelson entró como una tromba al despacho de Herbert Shepard, donde el millonario llevaba refugiado desde por la mañana. El banquero tenía la cabeza hundida en las manos, pero se apresuró a elevar la mirada en cuanto escuchó el sonido de la puerta.

—¿Has averiguado algo?

La noche anterior el banquero no había podido sonsacar a su hija dónde se había ido exactamente; el saberla lejos de Nueva York y, con seguridad, de las redes de La Mano Escarlata, le había bastado. Pero, desde la mañana, un iracundo rey de la seguridad de los clubes nocturnos presidia una búsqueda frenética de la muchacha.

—Nada. Mis chicos han estado razonando con el bueno del señorito Norton. Pero insiste en que no vio a tu hija en toda la noche.

Nelson cogió un puro de la caja colocada sobre la mesa y se sentó en uno de los sillones. Tras arrancar la parte de atrás del cigarro con los dientes y esculpirla sobre la alfombra, para disgusto de su amigo, se entretuvo en encender el puro, disfrutando de la inquietud del banquero.

—¿De verdad no sabes quiénes pueden ser esos amigos con casa en Connecticut?

El banquero hizo un gesto de negación, antes de volver a sumergir la cabeza entre las manos. Sus dedos caracoleaban nerviosos, despeinando sus cabellos grises.

—Está en su poder... mi princesa está en su poder —sollozó más que dijo

—Yo más bien diría que tu muñequita nos la ha jugado, Herbie. En estos momentos debe estar tomando Don Perignon con ese supuesto Mano Escarlata.

El efecto de aquellas palabras fue sorprendente. Shepard se levantó y antes de que el otro tuviese tiempo a reaccionar, agarró al gánster por las solapas de la chaqueta.

—¡No vuelvas a insinuar algo así!

Por toda respuesta el otro le colocó el cañón de un treinta y ocho en el costado.

—Y si tú aprecias tu vida, Herbie, trátame con el respeto que se merece el hombre que tiene tu vida en sus manos.

El banquero retrocedió, sin dejar de mirar al otro con gesto de desprecio.

—Mis chicos no van a dejar de buscar a tu hija. Pero hazte a la idea de que tu princesa no es la víctima inocente que tu piensas. Y, ahora, será mejor que me vaya. Sigo teniendo negocios que atender.

—Espera, ¿Qué hay de mí?

—Nueve de mis mejores chicos vigilan tu casa, Herbie. No tienes nada que temer. Nos veremos por la noche. Quiero ser yo quien meta un tiro en la frente a ese aprendiz de chantajista.



En el sótano de una tienda de especias, una figura enlutada con el rostro cubierto por una máscara meditaba en la posición del loto. Sus manos, enguantadas en escarlata, refulgían como un faro en medio de la oscuridad. El aire estaba impregnado del aroma del incienso de los quemadores y la cera de las velas que rodeaban a la figura. A su espalda, se vislumbraba la silueta difusa de una mano escarlata. Y una presencia sinuosa que se movía en las sombras. Aun no pudiendo verla, la Mano Escarlata supo de la presencia de su visitante por el suave sonido de sus pasos. No dio muestras de saber que no estaba solo, dejó que las manos femeninas actuasen como saludo, masajeándole los hombros.

—¿Estás seguro de que estará allí? —susurró la Hija del Dragón, como si estuviese continuando una conversación en lugar de haber interrumpido la meditación de su señor.

—No está bajo la protección de Johnny Nelson —afirmó la Mano Escarlata, poniéndose en pie—. Y la vieron rondar por Broadway...Y la señorita Wang es una forastera, que vive al margen de las rencillas locales. ¿A qué otra persona podría recurrir una mujer como Sarah Shepard? ¿A la policía?

—A aquel a quien llaman La Sombra, tal vez. —Sugirió con voz tensa la Hija del Dragón.

—¿La Sombra? —se carcajeó La Mano Escarlata—. No me digas que crees en ese cuento inventado por los matones fracasados.

»La señorita Shepard está en el Red Velvet. Y tú acudirás allí esta noche, dispuesta a ofrecerte como cantante para el local. —Una mueca de contrariedad afeó el rostro de la corista de ojos dorados—. Cuando te lleve a su despacho, demostrarás el poder de la Hija del Dragón. Mientras tanto, mi Esmeralda Letal y mi Mortífero Rubí se encargarán de esa sabandija de Shepard y los matones que lo vigilan.

—Si esa es tu voluntad, mi señor —asintió sumisa.

—Esa es mi voluntad. Y asegúrate de tener cuidado. Esa mujer no es un viejo chino asustado.

—No creo que una delicada flor como la señorita Wang vaya a ser un problema para mi cuchillo —sonrió la muchacha, petulante, desenfundando el arma.

—Delicada o no, esa mujer ha sido capaz de contrariar al mismísimo Johnny Nelson, mi Letal Ojo de Tigre. Y, recuerda, Sarah Shepard tiene que ser tuya antes de que dé la medianoche.



II


La noche se revestía de apariencia de tranquilidad en los confines del Red Velvet. Sin embargo, para una observadora atente como Eleanor Lancaster, la calma no era otra que eso: un disfraz de luces tamizadas y música de jazz, aderezado con los mejores bebidas de todo Nueva York. Y con el sonido de una risa seductora.

La de Joan Wang.

Nadie que viera a la hermosa directora del club más pujante de Broadway festejando las bromas sin gracia de Augustus Winter podía imaginarse que, apenas una hora antes, había vuelto a rechazar una oferta de Johnny Nelson para «ayudar a una bella jovencita» a proteger su club. Menos aun que, en el apartamento de la planta superior, se ocultase una heredera acosada por una siniestra amenaza.

No, todo parecía tan normal que pocos se extrañaban de ver a la propietaria del club luciendo pantalones negros de exquisita seda, en lugar de la habitual falda recta con una abertura hasta medio muslo. Sí, todo seguía igual. Los músicos tocaban con exquisita armonía, los clientes iban ocupando las escasas mesas libres y Eleanor Lancaster era la perfecta recepcionista sin perder ni un instante de vista al objeto de su vigilancia.

La joven se giró para recibir a una nueva clienta y... solo el entrenamiento de los últimos meses evitó que la tensión crispase su rostro en una fea mueca. La Hija del Dragón era una llama sinuosa bajo las luces tamizadas del Red Velvet. El vestido rojo de cuello mao era un canto a oriente, lo mismo que el peinado; sus ojos refulgían en la penumbra y a Eleanor no le extrañó que todo el mundo tomase a la cantante por oriental. Incluso ella, sabedora de que el nombre real de la joven era Susan Lane, le resultaba imposible no ver un halo de exotismo asiático rodeando la figura de la muchacha.

—Bienvenida al Red Velvet, Hija del Dragón —saludó, en su mejor tono profesional, cuidando no mencionar el verdadero apellido de la otra.

—¿Puedo hablar con la señorita Wang? —susurró, mirando al mundo que se extendía más allá del hombro de la recepcionista.

—Iré a buscarla —contestó, con su mejor sonrisa profesional—. Espere aquí.

En su interior, mientras se acercaba a su jefa, buscaba una buena disculpa para acercarse al teléfono y avisar a Burbank. Seguro que la presencia de una mujer ligada al asesinato del señor Wu interesaba a La Sombra y no podía repetir el truco de la uña rota.

—Señorita Wang —llamó con discreción.

La aludida se apresuró a desviar la atención de los clientes con los que estaba hablando en ese momento. Eleanor, señaló discretamente con la cabeza a la Hija del Dragón, que seguía esperando al lado del guardarropa, mientras recorría con gesto altivo el interior del local con la mirada.

—La Hija del Dragón desea verla —explico, innecesariamente la recepcionista.

—Iré a verla. Es posible que subamos a hablar al despacho; si es así, ocúpate tú de que todo marche a la perfección. Lisa puede ocuparse de la recepción —ordenó Joan, antes de perderse, rumbo a la corista.

Eleanor la siguió con la mirada hasta que llegó a la altura de la Hija del Dragón. Las dos mujeres hablaron durante unos segundos, para luego iniciar el camino hacia el despacho.

—Disculpe, señorita.... —llamó alguien desde las mesas vecinas. Era un hombre grueso; en su mano derecha lucía enorme anillo de oro con un rubí en su centro, que refulgía cuando su dueño manoseaba los hombros desnudos de una muchacha morena a la que el brillo de sus ojos delataba como una mestiza bast(1).

—Lancaster —contestó la joven, sin dar muestras de incomodidad ante la mirada lasciva del hombre.

—Señorita Lancaster, ¿le importaría ordenar al camero que traiga otra botella de Dom Perignon de mi reserva privada?

—En seguida, señor Hilton.

—Si lo desea, puede traer otra copa para usted —añadió el hombre, alzando su copa. Al oír aquellas palabras el vello de su hermosa acompañante se erizó; su mirada no se apartaba de la recepcionista y hedía a sangre.

—Me temo, que mi presencia es requerida en las mesas del escenario —respondió Eleanor con una sonrisa educada, sin dejarse amedrentar por la mestiza—. Tal vez más tarde.


Mientras tanto, dos hermosas mujeres se reunían en el despacho del Red Velvet. La Hija del Dragón se acomodaba en un cómodo sillón, situado frente a la mesa de Joan Wang, que aún permanecía de pie.

—Como le decía antes, lamento mi comportamiento del otro día Estaba tan afectada por la muerte del señor Wu y la... la desaparición de la pobre Elisabeth, que no me di cuenta de que estaba siendo del todo grosera con usted. —En la mirada de la señorita Lane no brillaban las lágrimas ni sentimiento alguno.

Sin embargo, un observador casual habría visto aquella reunión como una charla de negocios cualquiera.

—Es comprensible —mintió la propietaria del Red Velvet—. Yo tampoco fue demasiado cortés presentándome tan pronto en su vivienda.

—No tiene por qué disculparse. El señor Wu siempre decía que el negocio de los nigth clubs no es lugar para caballeros, sino para los osados.

—Y ahora su osadía la lleva a venir a pedirme trabajo —afirmó Joan con una sonrisa tan falsa como toda la conversación.

—¿Acaso hay algún otro local en Nueva York digno de mi presencia? —El orgullo se hizo dueño y señor durante unos segundos de la mirada del la Hija del Dragón.

—Eso dependerá de a quién se lo pregunte. ¿Le parece que discutamos esa cuestión delante de una copa? —preguntó Joan Wang, encaminándose al mueble bar, situado al otro extremo de la puerta que comunicaba el despacho, con el apartamento donde normalmente residía la empresaria, y actual refugio de Sarah Shepard.

—Un Gibson estaría bien —respondió la invitada.

Mientras la empresaria preparaba todo lo necesario para preparar el combinado, La Hija del Dragón, aprovechando que Joan le daba la espalda, se puso en pie y, sin hacer ruido, desenfundó el cuchillo y caminó hasta donde estaba la otra.

—Si aprecia su vida —dijo, colocando el filo del arma contra el cuello de Joan Wang—, me dirá ahora mismo donde está...

No llegó a decir más, un codo se hundió en su estómago, dejándola temporalmente sin aliento y obligándola a retroceder. Joan Wang se giró, presta a defenderse. No atacó, sin embargo, a su mermada agresora; se quedó esperando con las piernas parcialmente flexionados y los brazos dispuestos para soltar un nuevo golpe. El rostro de la joven no reflejaba sorpresa, ni tensión, sino una mueca de diversión.

—¡Maldita zorra, nadie se burla de la Hija del Dragón! —gritó la corista, antes de cargar contra la mujer de ojos verdes.

A la empresaria no le fue difícil esquivarla y convertir su finta en un ataque. Joan Wang descargó una patada contra el ya dolorido estómago de la cantante casi al mismo tiempo que descargaba un fuerte golpe con el canto de su mano en la muñeca rival. La Hija del Dragón soltó el cuchillo, mientras se doblaba boqueando como un pez fuera del agua.

—Señorita Lane, solo hay una guerrera en este mundo digna de derrotarme —proclamó Joan Wang, en tono despectivo—. Le aseguro que dista mucho de ser usted.

Dicho aquello, la joven descargó un golpe contra la sien de la cantante, sumiéndola en un mar de negrura.



Eleanor Lancaster, preocupada por que ninguna de las dos mujeres regresase al club, se escurrió por las escaleras que llevaban al despacho, aprovechando que, como siempre, las Tres Sirenas tenían hipnotizada a la audiencia. La joven pegó la oreja a la puerta. Nada. No se oían voces ni ruidos. Con cuidado, probó el tirador. La puerta se abrió con un susurro y Eleanor casi soltó un hipido de sorpresa al ver que la sala estaba completamente vacía. Y las mujeres no habían bajado al club; Joan habría retomado sus tareas habituales.

Sin pensárselo, desenfundó su arma y tanteó el pomo de la puerta de acceso a las escaleras conectadas con el apartamento. Estaba cerrado; sin embargo, cinco minutos le bastaron para demostrarse que había asimilando bien las enseñanzas de Harry Vincent sobre el manejo de ganzúas. Ni la puerta de las escaleras ni la del piso en sí le causaron apenas problemas. Aún quedaban siete minutos para el fin del número.

Nada encontró en el apartamento, ni rastro de Joan Wang ni de la Hija del Dragón, solo la ventana de salón abierta y a Sarah Shepard durmiendo profundamente en la cama, bajo el efecto de un somnífero. Si hubiese hecho una exploración mas concienzuda, tal vez Eleanor habría descubierto el doble fondo del ropero de su jefa, donde se ocultaba un armero en el que ahora faltaban algunas piezas; puede que también habría sido capaz de rastrear la pequeña habitación oculta en el despacho, donde una atada y drogada Hija del Dragón esperaba a un destino que bien podía hacerle deseable la muerte.

Nada de eso localizó la joven. Pero sí tenía una cosa clara lo sucedido era lo bastante importante como para trasmitirle informe a La Sombra. Él sabría alumbrar aquel misterio que a ella le resultaba insondable.


III

La mansión de Herbert Shepard era un fortín. Cuatro de los hombres de Johnny Nelson patrullaban el exterior de la vivienda, con las metralletas listas para entrar en acción si algún visitante no deseado lograba pasar la barrera de la garita de vigilancia. En el interior, otros dos pistoleros custodiaban la puerta principal y otros tantos hacían lo propio con la del despacho del millonario.

Johnny Nelson saludó a los primeros con un gruñido y se apresuró hasta el refugio de Shepard. Allí, se detuvo unos segundos frente a Archie Leary, su segundo. Podía eludir las preguntas de sus matones, engañarlos incluso, pero no a su mano derecha.

—Ve a tomarte una copa —ordenó, al compañero de Leary en la vigilancia.

Jefe y segundo se alejaron de la entrada de la biblioteca, tan pendientes de la marcha del matón que ni uno ni otro se fijaron en que una de las hojas se abría ligeramente, apenas un ápice. Una persona jamás podría escurrirse por ese hueco, pero sí una lámina de oscuridad.

—Bien, jefe. ¿Cómo le ha ido con esa zorrita? —se apresuró a preguntar el matón, en cuanto supo estaban acompañados únicamente de las sombras que se formaban en el pasillo.

—La señorita Wang, se sigue negando a entrar en razón. Cuando todo esto termine, tendremos que hacerle una vista.

—¿Está seguro, jefe? El resto de sus negocios no cuentan con protección.

—El resto de sus negocios están regentados por hombres duros y fueron levantados por Howard Allen, no por una niña caprichosa. En cuanto le rompamos un par de copas, esa putita se echará a nuestros pies.

—Esperemos que tenga razón, jefe ...¿¡Eh!?

La mirada de Archie se quedó fija en la pared situada frente a la puerta. Por un segundo había creido ver una sombra que se alargaba, como una silueta humana.

—Nada, jefe. Supongo que la tensión de la vigilancia me está jugando una mala pasada.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Nelson, antes de encaminar sus pasos hacia la puerta, que acababa de cerrarse por completo sin hacer el mínimo ruido.

—Hace como una hora hubo ruidos extraños en el despacho. Encontramos a Shepard con una botella de Daniel´s en la mano y caído al lado de su mesa.

Nelson sacudió la cabeza, el banquero nunca había sabido soportar la presión. No sabía cómo La Mano Escarlata lo podía haber escogido a él. Pero tanto en la servidumbre como en la traición era deber de Nelson proteger a Shepard, como también habría protegido a Wu si aquel estúpido hubiese contactado con él.

El banquero esperaba sentado tras su mesa. A no ser que la vista lo traicionase —y la vista de Johnny Nelson siempre había sido infalible—, lucía el mismo traje de la noche anterior aunque, en vez de impoluto, estaba arrugado. El cuello de la camisa abierto y el nudo de la corbata aflojado. Sobre la mesa, descansaba una botella de whisky mediada. En la papelera, otra más hacía compañía a la que habían drenado la noche anterior.

—La tiene él, estoy seguro —proclamó Shepard a modo de saludo, sin desviar la mirada de la mesa ni dar muestras de enterarse de la llegada su socio—. Por mucho que digas, Johnny, está en sus manos. Mi princesita...

—Lo que Johnny dice es que tu princesita, como te gusta llamarla, está jugando con nosotros.

El banquero elevó la cabeza sobresaltado y clavó una mirada vidriosa en su figura. Los estragos del cansancio y la bebida también se traducían en el rostro del hombre, parecía innaturalmente tenso, como hecho de cera.

—No consentiré que digas eso de mi hija, Johnny Nelson. Ella no es una de esas rameras con las que tú te relacionas —dijo, el otro encarándose con él. Un vaharada de fétido aroma a alcohol obligó al gánster a retroceder.

—Siéntate y sigue emborrachándote como el fracasado que eres, Herbie.

El banquero hizo ademán de rebelarse, pero, al final, se dejó caer en la silla, no sin pocos esfuerzos para evitar caerse de la misma.

—¿Fracasado? ¿Tú, Johnny Nelson, llamas fracasado al propietario de la Banca Shepard?

—Sabes tan bien como yo que no tendrías nada de eso si no fuese por la Mano Escarlata, Herbie.

—Ninguno lo tendríamos, Johnny. Y ahora vamos a pagarle con una traición, en vez de saldar nuestra deuda.

—No, vamos a pagar al suplantador como se merece. Si el no se presentó hace diez años, es que está muerto.

—Me presentaré ante vosotros en diez o veinte años y os pediré mi favor. Esas fueron más o menos sus palabras ¿no, Johnny?

El gánster se limitó a asentir.

—No es él, Herbie. Estoy seguro.

La sombra de Shepard se alargó como un gato presto a atacar cuando avanzó su cuerpo sobre la mesa.

—Pareces muy seguro de su muerte, Johnny. ¿No habrás tenido nada que ver con la misma?

El rostro de Nelson se crispó en una mueca colérica.

—Sigue emborrachándote, Herbie. Se te da mejor que ejercer de detective.

Nelson lanzó una ojeada al reloj de pared y se acercó a la ventana, las once y media. Dentro de media hora, todo habría terminado, si «La Mano Escarlata» cumplía su amenaza. Y Herbert Shepard tendría mucho que agradecerle. Habían pasado más de siete años desde que enviudara y Charlie y él apenas eran dos desconocidos compartiendo casa. Empezaba a añorar una buena compañía y la bella Sarah podría ser una excelente esposa para él.

Tan entusiasmado estaba en sus pensamientos, que no oyó una risa queda y maligna brotando del mismo punto donde el embriagado banquero parecía ahora dormitar.



Mientras esto sucedía, un coche se detenía en al lado de un sendero ligeramente apartado. Sin bajarse del vehículo, Joan Wang miró el camino que acababa de abandonar. Aún tenía un largo trayecto hacia la casa de Herbert Shepard, pero no se atrevía a llegar más cerca en su coche. No deseaba llamar la atención antes de tiempo.

«¿Cómo se las arreglará la Sombra para moverse por la ciudad? —se preguntó—. Si es que existe.»

Tomó la capucha negra colocada sobre el asiento del copiloto y se la colocó; solo sus inconmovibles ojos verdes quedaban ahora a la vista. La bella directora del Red Velvet se había convertido en una sinuosa herramienta mortal. Su sensual figura se enfundaba en un traje negro que no constreñía en absoluto sus movimientos. En el antebrazo derecho, portaba un brazalete lanzador de mortíferas estrellas; en el cinturón, lucia el cuchillo de hoja curva que no había necesitado teñir con la sangre de la señorita Lane para derrotarla. Pero cualquiera de esas dos armas palidecía si la comparaba con la que había tomado del asiento contiguo y, tras bajarse del coche, se colgaba al cinto: una espada de hoja curva. Era esa un bello instrumento de muerte, destinado a ser enarbolado por unos pocos elegidos; su filo exterior era listo, el interior curvo; en manos de Joan Wang cualquiera de los dos resultaba letal.

Siempre la había usado bajo las órdenes de su señor, su padre, David Wang, Ojos de Jade. Ahora, iba a ponerla al servicio de personas que nada le importaban.

«De los ideales de Diana», se recordó, antes de avanzar por el camino.



El vigilante levantó la cabeza al ver que había ruido en el pasillo. Eran dos de las criadas de la casa; jóvenes, con sus hermosas siluetas primorosamente enfundados en sendos vestidos negros, y las cofias recogiendo sus cabellos. Pelirroja una; castaña con unos inolvidables ojos verdes, la otra. La primera arrastraba un carrito de servicio, cargado con un par de botellas de whisky y dos bandejas cubiertas por campanas de brillante acero. La de ojos verdes, lo contemplaba ahora con gesto de institutriz. En el reloj, la hora fatal estaba cinco minutos próxima a cumplirse.

—Me temo, hermana, que nadie puede entrar en la biblioteca.

—El señor Shepard nos ha pedido que les llevemos bebida y comida a él y al señor Nelson —respondió la joven, sin mudar el gesto.

A su espalda y sin que los guardianes lo advirtiesen, su compañera levantaba poco a poco una de las campanas. Los dos matones intercambiaron una mirada dudosa.

—Voy a preguntar —dijo, Anhelo—. Vosotras quedaos aquí.

No llegó a tocar la manilla, apenas se hubo girado, dos balas se estrellaron contra su espalda sin que se escuchase sonido mayor que el de dos estornudos. La pelirroja aún sostenía la pistola humeante, cuando el otro guardia acertó a reaccionar. Por desgracia, por primera vez en años, alguien fue más rápido que él, un estilete, oculto hasta entonces en la cofia de la de ojos verdes, cortó el aire para hundirse en la traquea del matón. Sin que ambas precisasen hablar, la de pelo castaño tomó la pistola oculta en la segunda de las bandejas. Ambas se apostaron a los lados de la puerta, con cuidado. Shepard estaba caído en la silla, tan embriagado que el vaso lleno de licor amenazaba con escurrírsele, Nelson miraba por la ventana, con la mano derecha no lejos de la sobaquera.

No le sirvió de mucho, tampoco percibir movimiento en la puerta. Antes de que llegase a desenfundar por completo, un disparo brotaba de la pistola de la mujer de ojos verdes. La bala impactó en el hombro del gánster; no lo mato, pero sí lo proyectó contra el suelo al tiempo que el hombre soltaba su arma. Su compañera se apresuró a llegar hasta la altura de Nelson y, tras apartar la pistola del hombre a un lado de una patada, le apuntó con su arma.

Caído en su silla, Herbert Shepard no daba muestras de enterarse de nada.

—Señores, la Mano Escarlata ha dictado sentencia para ambos y esta es: muerte.

En ese momento Herbert Shepard semejó despertar. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y el vaso se escurrió entre sus dedos. Hubo un momento de silencio, luego un chisporroteo, seguido de oscuridad. Solo la luz de la luna y la proveniente del pasillo iluminaban ahora la sala.

—¿Qué? —susurró una de las asesinas.

Una risa respondió a su pregunta. Era una risa sepulcral, malévola. ¡Era la risa de la Sombra!

¡La Sombra!

Las pistolas de las asesinas se dirigieron raudas al lugar del que habían surgido las risas, pero solo lograron acribillar el aire. De otro punto de la sala, las automáticas del oscuro vigilante tronaron su canción de muerte, guiado por la luz que emitían las pistolas de las mujeres al ser disparadas. No tardó en abatir a una, pero sus disparos tuvieron un efecto secundario. Atraer a los matones que rodeaban la casa. Y a los de la entrada. Pronto, el plomo empezó a llover desde las ventanas y desde la puerta. Todas las balas buscaban un blanco: La Sombra. Algunos de los rivales no tardaron en caer bajo sus balas, pero incluso al señor de la oscuridad le resultaba difícil esquivar las ráfagas de una metralleta, más aún de cuatro. Disparadas desde los ventanales dos de ellas; desde el pasillo, las restantes. Para disparar a unos tenía que darles la espalda a los otros y ambos estaban cubiertos por buenos parapetos, tanto o mejores que los que a él le ofrecían la oscuridad y la mesa.

Las automáticas de la Sombra entonaron un inerme clic.

Un silencio triunfal inundó durante unos segundos la sala. Parecía que, por primera vez, alguien podría derrotar a la Sombra.

Las balas barrieron la habitación; sin la guía de los disparos, era difícil acertar a aquella figura que parecía mimetizarse con la oscuridad, pero le impedían detenerse durante el tiempo suficiente como para cargar sus automáticas.

Entonces, un grito se oyó por encima del repicar de las balas. Uno de los matones situados en las ventas cayó exánime sobre la misma. La Sombra no perdió el tiempo imitando la sorpresa de sus atacantes, recargó la primera de sus pistolas y disparó, no contra el gánster de la otra ventana sino contra la puerta. Algo le decía que, fuera quien fuera quien estuviese en el exterior, se haría cargo del segundo vigilante.

Y no se equivocaba. El gánster se había desentendido de La Sombra, toda su atención se centraba en el exterior, en buscar al misterioso aliado del azote del crimen. Pero nada lograba ver. Su dedo, acariciaba el gatillo de una ametralladora ya muy mermada de munición. De repente, algo silbó en la noche y se clavó en su mano derecha. El hombre lanzó un grito de dolor, sin llegar a soltar su arma, pero no acertó a alzarla antes de que otro proyectil le alcanzase, esta vez en el antebrazo, y aún llegaron dos más a clavarse en el brazo derecho. El hombre lanzó un aullido de dolor mientras intentaba, en vano, seguir sosteniendo la ametralladora.

Se encaró con la noche, dispuesto a esquivar nuevamente la guadaña del Segador. Pero atacante alguno respondió a su reto.

—¿Por qué no das la cara, maldito cobarde? —gritó, arrancándose una de aquellas cosas del antebrazo. Era una estrella, dotada de cinco puntas extremadamente afiladas.

Como si su invectiva la hubiese invocado, una figura se perfiló en la oscuridad. Era una figura femenina, sensual, esbelta sin dejar de ser voluptuosa. Burlona. Sobre todo burlona. La mujer avanzaba con paso tranquilo hacia él, sus manos se apoyaban en el cinturón, la izquierda no muy lejos del pomo de una espada, pero no lo desenfundaban. El matón hizo ademán de buscar la pistola que guardaba en la sobaquera, pero sus manos estaban ahora crispadas en una garra inamovible.

—¿Qué pasa, chico duro? ¿No puedes enfrentarte a una débil mujer sin tu pistolita? —los impresionantes ojos esmeralda de la desconocida brillaron con una chispa de regocijo.

Podía. ¡Vaya si podía hacerlo! Y él pensaba demostraselo a aquella zorra. No le importaban los disparos que resonaban en la casa, solo demostrarle a aquella serpiente como se las gastaba Sean O´Hara.

O´Hara cargó contra la mujer misteriosa que no hizo ademán de ponerse en guardia, cuando el matón estaba casi a su altura, descargó una rápida patada contra su estómago. El hombre logró retroceder, pero no se libró del todo del impacto. Se apresuró a rehacerse, pero no vio el siguiente golpe de su mortífera enemiga, un ataque con la mano extendida que fue directo a su nuez, la punta de los dedos de la mujer se hundió en su garganta, perforándole la traquea con un estremecedor crujido.


Mientras tanto, la Sombra acababa de abatir a su último rival. El oscuro vigilante se alzó, y se encaminó hacia el cuerpo de la mujer pelirroja. Incluso en aquella oscuridad, podría ver si estaba muerta o si sería capaz de darle alguna información sobre el paradero de su amo.

Se estaba inclinando sobre la mujer cuando un grito ahogado se oyó a su espalda. Johnny Nelson había aprovechado la confusión para reptar por el suelo y recuperar su arma. Y con ella había intentado matar por la espalda a la Sombra, alumbrado por la luz de la luna. Pero alguien había sido más rápido que él y ahora el matón se retorcía con una estrella clavada en la mano. Alguien se dejó caer a un lado de Nelson, aun antes de que la Sombra llegase a la altura del gánster. La mujer desenfundó la espada y colocó su filo a escasos centímetros del cuello de Nelson. No podía ver a la Sombra, en esos momentos, o no daba muestras de hacerlo. En cambio, el vigilante podía ver perfectamente su silueta sensual, la capucha con la que la mujer ocultaba su identidad. Aunque, semejante criatura debería haber cubierto sus ojos y no el rostro. Puede que para muchos unos ojos verdes no se distinguiesen de otros, pero La Sombra conocía bien la mirada de Joan Wang y esta refulgía ahora con macabro disfrute. El propio de una asesina.

El vigilante alzó sus pistolas y apuntó en dirección a la sensual propietaria del Red Velvet.

—Señor Nelson, podría matarlo esta noche, pero voy a limitarme a hacerle una advertencia —la mujer disimulaba su voz con pericia pero, a los oídos de la Sombra, seguía teniendo el deje sensual de Joan Wang—. El Red Velvet ya cuenta con protección. No vuelva a molestar a la señorita Wang o el filo de esta espada no se detendrá a pocos centímetros de su garganta.

En ese momento, las luces del techo se encendieron. La Sombra se maldijo por haber estado tan hechizado por aquella mortífera belleza como para no ser capaz de oír los pasos acercándose a la puerta. En el umbral, mirando con gesto asombrado el despacho, y a las dos figuras casi enfrentadas a ambos lados del cuerpo de Johnny Nelson, se agolpaba el resto de la servidumbre. Solo uno de ellos, el mayordomo, estaba armado; sostenía en sus manos una vieja escopeta. El arma no llegó a tronar antes de que ambos intrusos se precipitasen por la ventana.

El mayordomo, tardó un segundo de más en precipitarse hacia la ventana. Los dos intrusos se abalanzaron sobre las ventas; La Sombra mimetizándose en la oscuridad; Joan Wang, con una agilidad felina que hacía sus movimientos demasiado rápidos para el ojo de aquel pobre hombre. Los pies de ambos cayeron al suelo en idéntico momento, con idéntico silencio. Bajo la luz de la luna, los dos potenciales enemigos se escrutaron, inmóviles, las manos tensas alrededor de las empuñaduras de sus armas.

—Volveremos a vernos, vigilante —se despidió ella, con un guiño burlón, antes de apresurase por el camino.

Por toda respuesta la risa siniestra de la Sombra resonó en la noche. Era un sonido macabro, que había sembrado el horror en el corazón de decenas de curtidos matones. Pero Joan Wang ni siquiera se volvió en su dirección, continuó su huída, sin bajar el ritmo. Mientras la Sombra se mimetizaba con la oscuridad, su risa seguía estremeciendo la noche.

Mientras cruzaba al lado de la garita, donde un guardia seguía sumido en la inconsciencia (seguramente por culpa de la fascinante asesina), el hechizo de Joan Wang volvió a jugarle una mala pasada. Pues el señor de la oscuridad fue incapaz de ver a una figura embozada de guantes rojos ocultándose bajo las sombras de los árboles.

¡La Sombra acababa de perder la oportunidad de enfrentarse con la Mano Escarlata!


Johnny Nelson no dejaba de bramar maldiciones mientras se arrancaba la estrella clavada en la mano. Seria difícil que la policía pasase por alto el tiroteo y, además ¿dónde estaba el maldito fracasado de Herbie? Al lado de la mesa, solo se veían cristales rotos y el cable de una lámpara de mesa parcialmente pelado, además de una corbata.

—Señor —llamó uno de los criados que acababa de abrir la gran alacena que se situaba en la pared derecha del despacho.

Atado como un pavo y amordazado, Herbert Shepard se revolvía en sus ataduras, sin ser consciente de la suerte que tenía de estar vivo. El mueble había recibido más de un impacto de bala esa noche; sin embargo, habían respetado el compartimento donde él estaba encerrado. Pues solo un agujero se abría en la madera y tanto podía ser un balazo como un respiradero perforado por La Sombra.

—¡Maldito bastardo traidor! —se enarcó el banquero con el mayordomo en cuanto lo hubieron desatado. ¡Yo te enseñaré a noquearme!

El pobre criado no acertaba a hacer más cosa que tartamudear.

—Deja a ese pobre infeliz, Herbie. Fue otro el que te noqueó. La Sombra.

Shepard le dirigió una mirada de incredulidad, luego el miedo se adueñó de su expresión.

—¡La caja fuerte!

Allí había guardado la información que tenía de la Mano Escarlata, ahora solo quedaban sus activos bancarios y una carta, dirigida a su persona. El mensaje era breve.

«Su hija está a salvo, señor Shepard. No intenten encontrar a la Mano Escarlata».

La misiva no estaba firmada, pero una carcajada siniestra parecía resonar en cada letra.... Casi tan alta como las sirenas de la policía

—Será mejor que te guardes esa carta.

Shepard asintió, antes de guardarse la nota en el bolso volvió a dirigirle otra mirada. Parpadeó confundido por dos veces. ¡La nota estaba ahora en blanco!


En los sótanos de una tienda de especies en Chinatown, una aguja hipodérmica se hundía en el antebrazo de una aterrorizada Elizabeth Wu.

—Lo siento, mi Letal Perla Gris, vas a tener que servirme antes de lo que yo esperaba. tú vas a ayudarme a acabar con la Sombra.


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Referencias:
1 .- Mestizos de sangre felina

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