Olimpo Renacido nº08

Título: La ironía de los Hados (II)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Edgar Rocha
Publicado en: Mayo 2014

Mientras Atenea recorre Bristia en busca de Afrodita, Eris y Artemisa recorren Raj enfrentándose un mundo donde la guerra parece haber transcurrido años antes. Y en la tranquilidad de su castillo, Circe prepara una sorpresa para nuestras diosas. ¿Podrán sobrevivir a las nuevas amenazas?
Hace siglos fueron los señores de la Tierra, siendo temidos y adorados por los humanos. Pero el tiempo pasó y fueron olvidados... pero eso no significa que nos dejasen solos. Porque hoy los Dioses aún caminan entre nosotros.

Creado por Ana Morán Infiesta


I

«¿Cuándo?» La pregunta seguía flotando en el aire, a medida que avanzaban por los desolados vestigios de Raj. No solo el pueblo parecía haber vivido el azote de los años, a la par que el de la guerra; los campos de cultivo se habían convertido en pasto de malas hierbas; el bosque extendía sus brazos con gesto posesivo apoderándose de los senderos, apenas visibles entre la maleza, intentando atrapar entre sus garras los tobillos de las caminantes. No deseaba ver turbada su paz, ni por la presencia de intrusas ni por la de animales. Sin embargo, eso no arrendaba a dos diosas capaces de derrotar a la demencia oculta en el Camino del Dios Loco.

Artemisa se agachó y apartó algunos matojos, dejando a la vista huesos y armaduras. Con cuidado, extrajo una calavera de la tumba vegetal. Su forma era similar a la de los cráneos humanos, salvo por dos protuberancias óseas situadas en la frente, parecidas a pequeños cuernos. Los dientes también tenían una cualidad bestial; todos presentaban una silueta puntiaguda y los colmillos superiores se alargaban casi un centímetro más que el resto. La mandíbula inferior estaba casi por completo desprendida; el hueso, oscurecido, como si el cráneo hubiese vivido el paso de varios inviernos.

—Aquí hubo una batalla —susurró Eris a su espalda—. Cruel, llena de locura. En la que no solo combatieron mortales, sino también dioses.

Sin levantarse aún, ni dejar la calavera a un lado, Artemisa se giró en dirección a su amante; el rostro de Eris mostraba un gesto de tensión poco habitual en ella.

—Es lo más probable —admitió, en tono prudente.

—Es más que probable, hermanita. Puedo oler su presencia. Aunque es un rastro lejano, como el que se podía captar en Gettysburg años después del final de la guerra...

No hacía falta de preguntar la identidad de la presencia olfateada por Eris. Si había un dios capaz de llenar de tensión la voz de la señora de la discordia era su hermano gemelo, el amo de la guerra.

—En ese caso, esperemos que aún nos esté esperando para que puedas darle su merecido —proclamó Artemisa, arrojando la calavera a un lado.



En el dormitorio del Gran Herrero los jadeos se habían esfumado, también el sonido de las voces rememorando las vivencias de los últimos siglos, para ser sustituidas por un silencio ominoso y espeso. Hefesto contemplaba las luces del techo con tenebrosa concentración, ajeno a la dulce caricia de los dedos de Artemisa, jugueteando con el vello de su poderoso pecho. En el rostro de la diosa, también se reflejaba la preocupación, sin llegar a perder sus ojos, no obstante, una chispa de rendida admiración hacia un dios que, aun desprovisto de hermosura, la había hecho sentirse tan poderosa como en los días dorados del Olimpo con sus atenciones. En realidad, incluso en esos momentos de relajación, la señora del amor seguía percibiendo una corriente de poder recorriendo su cuerpo.

Y su esposo no era ajeno a ello. Hefesto había logrado una venganza tan dulce y completa sobre su esposa que superaba a sus más ambiciosos sueños; sin embargo, en esos momentos no eran los pensamientos de triunfo los dueños de su mente, sino otros mucho más turbios. La guerra que parecía amenazar a los Olímpicos; la violación de Afrodita por Hades… En el corazón del herrero el miedo y la ira rebullían con fuerza digna de un titán.

—Pareces turbado, esposo mío.

—¿Qué dios no lo estaría cuando cree a su gente amenazada? O cuando sabe a su esposa violada por su propio tío... —al pronunciar las últimas palabras sus ojos ardían con la fuerza de las llamas de su fragua.

—De Hades ya di yo debida cuenta. Señora del amor o no, ya no soy una débil florecilla.

Los labios de Hefesto dibujaron una mueca de ironía durante unos segundos que aún resaltó más la dureza de sus facciones. La vieja Afrodita podía haber sido muchas cosas, pero jamás una débil florecilla. Si acaso, una rosa traicionera, de tallo bien provisto de hermosas espinas.

—Pero la sardina cobarde aún sigue viva —al herrero no le eran desconocidos algunos de los nombres dados por Eris a su tío Poseidón y no podía negar que le hacían gracia.

—Para poder cobrarte esa pieza, tendrás que suplicar a Gea para que Artemisa y tu padre dejen algún trozo intacto para ti.

Sí Poseidón se había ganado el odio de muchos enemigos, y la identidad de la primera de sus rivales en la obtención de una cruel y lenta venganza le seguía sorprendiendo. Bastante más que el poder alcanzado por Eris. Al fin y al cabo, cuando se rencontraron en pleno ocaso del Salvaje Oeste, Hefesto había podido comprobar que no era el único segundón de la familia beneficiado por la migración cósmica. Pero imaginar a Artemisa enamorada de Eris. Y a la reina de la discordia correspondiéndola —y en ese aspecto no se podía dudar de las aseveraciones de la diosa del amor—. ¡Era una verdadera locura!

—En cuanto a la segunda de tus preocupaciones, si aceptases venirte a Edén, Bristia quedaría libre de amenazas.

—¿En serio? —preguntó él, sacudiéndose los brazos de su esposa para ponerse en pie—. Yo no lo tendría tan claro.

Durante unos minutos, el dios se limitó pasear de un punto a otro de la habitación, sumergido en un oscuro mutismo, mientras las luces de gas hacían destellar su pierna ortopédica. De vez en cuando, se detenía y, acariciándose la desaseada barba, mascullaba algo que una preocupada Afrodita no llegaba a entender. La señora del amor estaba apunto de pedirle a su esposo que compartiese con ella sus pensamientos cuando el herrero despegó los labios por fin.

—Son muchos los pueblos que amenazan Bristia y que estarían dispuestos a atacar a mi gente en cuanto sepan que el Gran Herrero ya no está entre ellos.

—Y si te quedas pueden ser otros quienes ataquen a tu gente —argumentó ella—. Solo que no serán simples mortales, sino dioses.

En la voz de la señora del amor se delataba verdadero dolor, provocado seguramente por el recuerdo de su pretérita derrota a manos de Hades, palpable incluso para un esposo aún desconfiado.

—¿Y crees que porque no esté entre ellos dejarán de usarlos contra mí o para intentar hacerse con mis servicios mediante el chantaje? —contraataco él—. ¿Crees que si alguien como Ares llegase a unirse a nuestros supuestos enemigos no deseará destruir a su hermanito el cojitranco?; sobre todo, si llega a descubrir que ha recuperado a la mujer que él le arrebató un día. ¿O incluso usarme a mí para vengarse de Eris?

—¿Por qué Ares iba a desear vengarse de Eris? —en las palabras de Afrodita no se delataba más que la pura e inocente sorpresa.

Hefesto la miró con ironía.

—Aún te queda mucho por meter en tu cabeza de chorlito, esposa mía. —La sonrisa de Hefesto se ensanchó al ver la mueca de contrariedad de la señora del amor—. Voy a la fragua. Tal vez se me ocurra un modo de ayudar a los míos, sin dejar desamparado a mi pueblo.



II

El bosque parecía haber mutado a su alrededor. Los árboles eran más altos; su ramaje más denso, coronado por hojas cárdenas. El espeso sotobosque semejaba dotado de vida propia; en ocasiones, las hierbas parecían cernerse sobre sus sandalias, intentando atraparlas con su garra esmeralda. Y había otra sensación, aún mas incomoda, un aroma a muerte y destrucción que flotaba en el aire, aunque no captasen gritos ni sintiesen el acecho enemigo.

De repente, Artemisa detuvo su paso.

—Ahí —señaló la señora de la caza a su derecha.

Eris entrecerró los ojos, poderosa o no, su mirada no era tan aguda como la de su amante. Aun así, acertó a ver una silueta difusa. La de un poblado. Desde semejante distancia, tal vez unos tres kilómetros, no acertaba a ver si las gentes se paseaban o no por él. Sin embargo, su contemplación, llenaba de negros augurios su alma.

—Parece muerto —oyó susurrar a Artemisa.

Eris desenfundó su espada.

—Veamos si también huele a la presencia de Ares.

Artemisa se quedó parada unos instantes, mirándola con gesto de duda, luego varió el rumbo hasta entonces seguido, en busca del mejor camino posible hacia el poblado. En aquel punto, el follaje rayaba en lo selvático y le resultaba imposible llevar preparado su arco, por lo que se conformaba con sostener una espada curva que, de vez en cuando, se veía obligada a usar para quebrar los ramajes. A pesar de los rigores del terreno, no tardaron en cubrir la primera mitad del camino. Casi podía decirse que habían avanzado demasiado rápido. Aquel bosque empezaba a ser tan extraño como el del Dios Loco. Eris volvió la vista atrás. La zona de la que habían partido semejaba tan distante como el poblado. Sin embargo...

—¿Continuamos? —susurró Artemisa.

Eris se limitó a asentir. Fuese el tiempo, el espacio o su simple percepción lo que se estaba alterando algo le decía que ese poblado era importante. Tal vez era una trampa tendida por Ares; aunque también podía ser un lugar donde encontrar una pista sobre el nuevo paradero del señor de la guerra y sus secuaces. No llegaron a cubrir por completo la distancia, cuando ya resultaba visible la aglomeración de cabañas solitarias. Artemisa le hizo un gesto para que se detuviese; Eris no lo necesitaba. Había olido ya la presencia de la rapiña, del odio, de la depredación, de todo aquello de lo que ella había sido avatar cuando vivía bajo el yugo de Ares.

A una señal de la señora de la caza, echaron cuerpo a tierra y comenzaron a reptar entre la foresta; la posición las obligaba a usar cuchillo en vez de espada, pero mayor era el riesgo si eran avistadas de inmediato, pues la amenaza que intuían tanto podía ser un soldado solitario como toda una horda de ellos. Cuando alcanzaron el punto donde la cordura les gritaba que un paso más seria quedar al descubierto, el pueblo abandonado se veía tan claro como los árboles aledaños; también los sonidos llegaban nítidos a sus oídos; gruñidos cargados de odio y sed de sangre; voces elevadas en un grito de terror y maldiciones. No había peticiones de misericordia, seguramente porque los prisioneros sabían que tal cosa no existía en los corazones de sus captores. Tampoco las diosas tenían dudas a ese respecto; les bastaba ver la acumulación de ruinas, de cabañas pasadas por el fuego, las lanzas en las que aún se intuían cabezas clavadas en sus picas, para conocer la impiedad de sus enemigos.

Y, de ella, no tardaron en tener otra muestra. Pues el pueblo devastado era el destino de la procesión. Y la sombra de la impiedad les rodeaba con su oscuro manto. Incluso Eris, sintió un negro escalofrío cuando los vio encarar la villa. Eran siete, uno lideraba el grupo, dos se situaban a sus costados, vigilando los flancos; los otros cuarto, divididos en dos parejas, sostenían troncos de madera sobre sus hombros de los que pendían dos prisioneras exánimes. Ambas vestidas con ropas color tierra, desgarradas en muchos puntos.

Sí siete eran los soldados y, aunque puede que una vez hubiesen sido humanos, ahora eran bestias envilecidas; cubiertas de denso pelaje, seis de ellas; el líder, de escamas de aspecto impenetrable. No todos los rostros de los peludos eran iguales; uno más parecía un jabalí, mientras otros mostraban cualidades lupinas, osunas y vulpinas. Las quijadas de uno de los lobos estaban teñidas de sangre. Y seguramente otros pronto esperaban tintar las suyas al tiempo que disfrutaban de otros placeres depravados. Incluso desde la distancia, Eris no dejaba de apreciar las carnes prietas y juveniles de las prisioneras, o sus largas melenas doradas.

A su lado, tan silenciosa que ni Eris había escuchado sus movimientos, Artemisa se había puesto en pie y deslizado tras el tronco de un árbol. La dama de la discordia hizo ademán de ponerse en pie ella también, pero su hermanastra le hizo una señal para que se quedase quieta, antes de descolgar el arco y colocar en él una flecha. No lo tensó; como buena cazadora, contenía sus emociones a la espera del momento óptimo para atacar. Y este no parecía estar demasiado distante. Los soldados lanzaron su aterrorizada carga de espaldas contra el suelo, sin desatarlas de los troncos.

Luego permanecieron de pie rodeándolas, exudando lujuria y hambre de gritos de mujer. Eris no podía ver los rostros de las prisioneras, pero sí sentir su temor. Si Artemisa no reaccionaba pronto…

—¿Estás seguro de que el Ama no nos enviará al foso de la Bestia por eso?

La voz del lobo era tan áspera como su corazón.

—Las damas delicadas son premio de guerreros. Solo estamos tomando lo que es nuestro.

Eris lanzó una mirada impaciente a Artemisa. La señora de la caza empezaba a tensar su arco, pero aún tuvo tiempo susurrar un teso «avanza, con cuidado». Eris no se puso en pie ante aquella orden, reptó, esperando la señal.

Mientras ellas se preparaban, los soldados seguían discutiendo.

—La costumbre siempre ha sido llevarlas al castillo para sortearlas.

—La costumbre, no la norma. Las normas del Ama son claras; los soldados y las mujeres fuertes los quiere vivos, para combatir en el foso de la Bestia; los viejos y niños deben ser aniquilados al instante, y las doncellas son nuestro premio. Nada se dice de sortearlas. Que venga esa maldita bruja a intentar lanzarme al foso, ya verá los resistentes que son las escamas que me otorgó.

Ante la última replica, el mutismo se adueñó de los soldados. Eris, ya a un paso de ser avistada por cualquiera que desviase la atención de las prisioneras, se mordió el labio con impaciencia. ¿A qué estaría esperando Artemisa? La confusión de los soldados se había esfumado y ahora pasaban a decidir quién tendría el honor de violar por primera vez a las muchachas.

—Que sean Arak y Drok los primeros en catarlas —ordenó el capitán, separándose del grupo. Al hacerlo, quedó de frente a la espesura, con su torso ofreciendo un blanco perfecto para Artemisa.

Y la señora de la caza no desaprovechó semejante presente. Una saeta plateada silbó en el aire, para hundirse en el pecho del soldado, helando su fe en sus escamas y los corazones de sus compañeros.

—¿Qué? ...—la palabra salió expelida de sus labios, en medio de cuajarones de sangre.

La única respuesta a su pregunta fue un estremecedor grito de guerra. El de Eris. La señora de la discordia no había permanecido quieta, al sentir la flecha silbando en el aire, se había puesto en pie y, antes de que los soldados llegasen a asimilar que estaban siendo atacados, cayó sobre ellos. El acero templados milenios antes por Hefesto traspasó la coraza de uno de los lobos, mientras dos saetas argentinas se hundían en las gargantas de los zorros. En apenas unos segundos, el contingente de siete soldados se había reducido a tres. Dos osos y un lobo. Armados, confusos, furiosos. El cóctel favorito Eris, después de un buen Manhattan.

—Alinéense, señores. Hay espada para todos.

Como se esperaba, la réplica encendió a las bestias. Sin embargo, no fueron tres las que cargaron contra ella. Una nueva saeta voló desde el arco de Artemisa para hundirse en el hombro de uno de los osos, obligándolo a soltar su arma.

Mientras el guerrero maldecía, Eris paraba una estocada del segundo plantígrado y esquivaba la carga del lobo. Espoleada por la furia como estaba, no le costó convertir su defensa en un ataque, lanzando la espada de su osuno enemigo al aire un segundo antes de atravesarle el corazón con el acero templado milenios antes por el talento de Hefesto. Eso dejaba a su espalda a merced del lobo; pero para algo estaba Artemisa. La saeta plateada se hundió en el pecho del licántropo, que cayó al suelo con un aullido moribundo. Desarmado como seguía estando, el oso herido en el hombro no fue rival para la señora de la discordia.

Eris limpió la espada en el pelaje de uno de los caídos y la guardó en su funda. Siendo como era una diosa que se nutría tanto de la capacidad de superación de quienes la rodeaba como de sus frustraciones y, a su modo, del odio, la energía seguía recorriendo su cuerpo; su rostro estaba encendido, petrificado en una mueca que bien podía resultar atemorizadora para las confundidas prisioneras. Era mejor dejar que Artemisa se encargase de tranquilizarlas y liberarlas.

Su amante no la decepcionó. La cazadora ya se afanaba en desatar a la primera prisionera cuando Eris se sintió lo bastante descargada de adrenalina como para girarse. Las chicas seguían asustadas; sin embargo, el aspecto de ninfa de la señora de la caza y sus palabras iban apaciguando su terror, con la misma facilidad que las fieras calmaban su furia ante el poder de la divinidad. Pronto, las dos jóvenes, ya sentadas en el suelo, se restregaban las muñecas mientras miraban a sus rescatadoras, sin atreverse a abrir la boca. Las dos se parecían no solo en su miedo y, sino en lo físico, apenas las distinguían la nariz ligeramente torcida de una y los senos más prominentes de la otra.

—¿Quiénes... quiénes son vuestras mercedes? —se atrevió la preguntar la tetuda, en una variante de una lengua que Eris creía muerta y llevaba siglos sin oír, desde que se encontrara por última vez con alguno de los dioses nórdicos. Sin embargo, ningún halo de divinidad rodeaba a las dos muchachas.

—Conformaos, de momento, con saber que somos quienes os han rescatado —se adelantó Eris a Artemisa, en la misma lengua de las dos beldades rubias.

—Mi nombre es Ingrid; Ella es Astrid. Somos miembros de la tribu de Migrand —afirmó la tetuda, en tono solemne—. Una vez fuimos grandes, según cuentan nuestros mayores. Pero eso fue antes de que muriese el gran Asmund el Tuerto. Y mucho antes también de que llegasen aquí la Bruja y el Amo de la Guerra.

—Y ellos son los perros de los invasores. De la Bruja y el Amo de la Guerra —añadió su compañera.

La Bruja, hombres con forma de bestia. Eris empezaba a hacerse una idea de quién podía ser la aliada de Ares. Buscó la mirada de Artemisa, en los ojos de su amante también brillaba una chispa de reconocimiento, acompañando de algo que podía ser tristeza. ¿Estaría pensando en Calisto o en aquella lobita que inspirara el cuento de Caperucita Roja?, se preguntó, sin poder contener una punzada de celos.

—¿Y qué hacíais cuando os capturaron? —preguntó Artemisa.

De nuevo, las dos muchachas parecieron dudar antes de responder.

—Formábamos parte de una partida de caza —explicó Astrid—. Yo soy sanadora; ella rastreadora.

—Pues no le sirvió de mucho para detectar a los animalitos aquí presentes —soltó Eris sin pensar, ganándose una mirada asesina de su amante, además del gesto de miedo de sus rescatadas.

Por toda respuesta, la señora de la discordia se limitó a encogerse de hombros, con uno de sus inimitables ademanes chulescos.

—Las Bruja dota a sus bestias de talentos que los hacen difíciles de detectar por cualquier rastreador, señora —balbució la tal Ingrid.

—O más bien conservan la suficiente inteligencia humana para cubrir un rastro —murmuró Artemisa en la lengua de los Olímpicos, aunque ninguna de las dos muchachas dio muestras de haberla oído.

Las dos rescatadas, súbitamente enmudecidas, se limitaban a mirarlas con espanto.

—¿Podemos... Podemos preguntar quiénes son vuestras mercedes? —tartamudeó Ingrid.

—Mi nombre es Valeria —se adelantó Eris—y ella es Diana. Ambas pertenecemos a la hermandad de Los Cazadores. Y ellos —dijo señalando a los soldados de Ares—, son nuestras presas, al igual que aquellos a quienes sirven.

Las dos beldades volvieron a intercambiar un debate mudo.

—Tal vez, tal vez —murmuró la más arrojada Ingrid—... A nuestro señor le interese conoceros.


III

Las gentes de Bristia podían no saber quién era Atenea, la diosa del Olimpo, pero todas se apartaban al paso de la forastera de ojos grises. Su caminar no era agresivo, su rostro mostraba una mueca impasible, y no portaba armas ni hacia gestos amenazantes; sin embargo, sus ojos destilaban gélida determinación. Y eso aterrorizaba a los habitantes de Bristia, aún pusilánimes de corazón a la vez que sabios a la hora de reconocer un aura de autoridad no demasiado diferente de la que rodeaba al Gran Herrero.

A pesar de su sabiduría, Atenea no era consciente de todo esto, solo de cómo reaccionar cuando los paletos de la estación de la Guardia Fronteriza no quisiesen darle información sobre qué pasaba con su compañera de viaje por quinto día consecutivo, y se negasen a tramitar una audiencia con el Gran Herrero.

Eso si, todo con una perfecta sonrisa de hipocresía asomando a los labios, pensó, la señora de la sabiduría al encararse con el tal comandante Lang. En esos momentos solo el jefe de la guardia y dos hombres enfrascados en un archivador se encontraban en el cobertizo que optimistamente llamado «Servicio de Visitantes».

—Señorita Grey. Supongo que habrá venido a solicitar otra audiencia —dijo el militar en el tono que una institutriz de la vieja Tierra habría reservado para un niño revoltoso.

—Se equivoca, comandante. Vengo a exigir que me lleven hasta el castillo del Gran Herrero —replicó ella, con toda la marcialidad que llevaba en su interior.

Sus palabras obraron el mismo efecto que una bomba de silencio: la mandíbula del comandante cayó hasta casi rozar su pecho, los dos hombres dejaron a un lado sus carpetas y se giraron para buscar a la impertinente intrusa. Enmudecidos, con los ojos desorbitados.

—Los simples mortales no estamos en condiciones de exigir nada al Gran Herrero —respondió orgulloso el comandante al cabo de unos minutos interminables, y, con sus palabras, el aire volvió a mecer el susurro de unos papeles, el monótono tictac de las agujas de un anacrónico reloj de cuco, seguramente regalo de Hefesto, del sonido de las respiraciones tensas. Las de tres militares pendientes de las reacciones de una impertinente intrusa de mirada de plata.

Los labios de Atenea perfilaron una sonrisa sarcástica. La gran diosa del Olimpo reducida a una simple mortal y por obra y gracia de un adorador Hefesto, el más débil de todos los Olímpicos. La migración cósmica había sido todo un canto a la ironía.

—Pero no se lo estoy exigiendo al Gran Herrero, sino a usted, comandante. Que sea él quien luego decida si entro en el grupo de personas cuya visita no es bienvenida o entre aquellos a quienes le gustaría recibir.

Todo hálito de benevolencia se esfumó del rostro del jefe de la Guardia Fronteriza, para formar una máscara dura que habría resultado imponente a la mayor parte de los visitantes. A Atenea no la impresionaba, tampoco el hecho de que el militar avanzase hacia ella, con el brazo-cañón ligeramente alzado.

—Señorita, será mejor que ceje en su actitud, sino quiere pasar una noche en el calabozo.

El cañón quedó a pocos centímetros de los ojos grises de Atenea, fue todo lo que necesitaba para dejar salir a la guerrera dormida en su interior. Antes de que ninguno de los tres hombres pudiesen percatarse de qué estaba pasando, la señora de la sabiduría trabó el brazo cañón y, dejando que su cuerpo recordase las viejas llaves de jiu jitsu aprendidas siglos atrás, se giró y lanzó al comandante sobre su hombro, con tal ímpetu que el hombre se estrelló contra la pared de enfrente, para aterrizar con la cabeza contra el suelo, sin caer por completo al quedar sus piernas apoyadas en el muro. Sin moverse, por completo aturdido. Los otros dos soldados hicieron ademán de desenfundar sus pistolas de rayos. Sin embargo, no fueron lo bastante rápidos para ella. Atenea voló sobre el escritorio realizando un imposible; mientras una patada voladora lanzaba a uno de los hombres contra el archivador, el canto de su mano descargaba un golpe tan efectivo como doloroso contra el cuello del otro, haciéndolo caer al suelo, inconsciente.

—Y ahora —dijo, sentándose en la silla del comandante—. ¿Alguien puede llamar al Gran Herrero y decirle que la señorita Atenea Grey exige verlo?



—¿Qué dices ahora, soldadito? —preguntó Circe, con la mirada fija en su bola de cristal—. ¿Tenía o no tenía yo razón? Pronto podrás vengarte de tu hermanita.

En esos momentos, en la sala del trono en Fortaleza de Colchis, conocido como Castillo Struk hasta año y medio antes, solo conferenciaban la señora del lugar y el sujeto a quien muchos consideraban su lugarteniente. Ella iba ataviada con un vestido rojo, pura sensualidad sedienta de sangre; él, con una guerrera y pantalones de negros, ambos elaborados en piel, diseñados en un estilo que un habitante de la vieja tierra le habría recordado a los uniformes de la Gestapo.

—Han sido dos años de espera, bruja. No llamaría a eso un éxito.

—¿Acaso, como buen nieto de Cronos, no sabes que el tiempo es caprichoso? ¿Quién te dice que lo que aquí han sido años para tu hermanita no fueron horas, incluso minutos? Lo importante es que podrás vengarte de tu hermanita y de su zorra.

Ares no dijo nada, se limitó a mirar las pequeñas figuras que se acercaban a un peculiar poblado, encaramando en viejos árboles de ramas gruesas. Eris estaba aún más buena que en los días del Salvaje Oeste, sobre todo con esas ropas de pirata. La polla se le ponía dura solo con verla. En cuanto a su zorra... Su contemplación congelaba la lujuria del señor de la guerra pues, pese a su envoltura de criatura angelical, el arco y la puntería demostrada al acabar con sus soldados delataba su identidad. Su hermanastra, la bollera antipática. ¿Tan bajo había caído su Eris?

—Sí, —susurró Circe—. Estoy segura de que nuestra Bestia estará encantada de ayudarnos a darle su merecido a esa estirada de flechas plateadas.

Ares sonrió malévolo. Desde hacía meses, ni siquiera eran necesarias las artes combinadas de Phobos y Circe para que Calisto conservase su forma de osa y la furia ciega del animal herido y rabioso.

—Y ahora, será mejor que vayamos a la arena. El público se impacienta cuando la Bestia tarda en aparecer y la función no puede empezar hasta que ha llegado la Señora de Colchis.

Ares asintió. De alguna forma, la bruja se había impuesto sobre los dos dioses, como ama y señora no solo del castillo, sino de aquella alianza. Y en ningún momento de aquellos años se habían atrevido a cuestionar su autoridad; ni siquiera él mismo, cuando Eris tardaba en asomar sus portentosos melones por Raj.

El circo no era otra cosa que el patio central en torno al que se articulaba el castillo. Los soportales servían como gradas a la rugiente horda de soldados, la mayor parte de ellos bestializados aunque también había unos pocos humanoides y alienígenas, reclutados para la causa en los poblados doblegados por las huestes de Circe. En el centro del patio, cubierto de barro seco. Dos hombres fuertes se habían colocado, espalda contra espalda, dispuestos a hundir sus aceros en el corazón del enemigo que surgiese tras la reja de acero. Aunque, cada vez que escuchaban un rugido, su pulso temblaba.

Circe se acomodo en su trono dorado e hizo un signo afirmativo al maestro de ceremonias. A una orden de este, la verja se alzó. Y de ella broto la misma muerte, cabalgando sobre cuatro zarpas palmípedas. La multitud coreó enfervorecida el nombre de La Bestia. Los gladiadores cambiaron de posición hasta quedar ambos cara a cara con la osa de quijadas teñidas con la sangre de tantos compañeros suyos. Sus espadas cortaban el aire, sin herir a la Bestia, logrando apenas hacerla recular. Contra un simple animal, tal vez hubiesen logrado vencer. Pero, aún cegada por la furia y su propia animalidad, la inteligencia de Calisto seguía presente en aquel cuerpo. La osa se alzó sobre sus dos patas traseras al tiempo que una de sus zarpas delanteras trazaba un arco en el aire que lanzó a uno de los dos gladiadores de espaldas contra el suelo, con el vientre rajado desde el ombligo hasta el pecho. Ante aquella muestra de superioridad, su compañero perdió el poco valor que le quedaba y pronto cayó bajo las mandíbulas de la Bestia.

La multitud aplaudió, menos enfervorecida que en el pasado. Cada vez era más difícil encontrar rivales dignos de la Bestia. Desde su trono, Circe sonreía. Pronto su poder les traería a una enemiga que daría un espectáculo verdaderamente magistral. No sería la única diversión de sus solados. Con las dos Olímpicas tan cerca de sus manos, era momento de demostrar a sus ratones favoritos quién era la ama de ese mundo.



El asentamiento donde vivían sus dos rescatadas ni siquiera tenía derecho a llamarse poblado. Lo que al parecer fuera un día una tribu gloriosa y valiente, o eso se deducía por las crónicas con las que sus anfitrionas las habían agasajado a lo largo del camino, era ahora un puñado de desarrapados, demasiado temerosos del poder de las criaturas de la Bruja como para vivir a ras de suelo. Entre las copas de los árboles más altos, se entreveían cabañas; también algún precario puente comunicándolas. Nadie se atrevía a bajar a recibirlas, pero eran muchos los rostros asomados entre la espesura; algún valiente, incluso, las miraba desde puentes. Sus rostros no podrían haber sido escrutados por los ojos humanos, pero ante la mirada privilegiada de las divinidades, era evidente que el terror se delataba en sus rostros. Algo que resultaba aún más patético al comprobar el físico poderoso exhibido por muchos de los hombres, y no pocas mujeres.

—¿Te has fijado que no hay ancianos ni niños? —susurró Artemisa en el oído de Eris. En esos momentos, sus guías avanzaban unos pasos por delante de ellas y no podían oírlas.

La señora de la discordia se limitó a asentir. Ya se había imaginado eso al escuchar las palabras del líder de los soldados. Ella estaba más pendiente de otra cosa… De un aura que no era divina, tampoco humana y a la par estaba impregnada de un denso y decadente aroma a rancio.

—¿Y no hueles al ambiente? —contestó en idéntico tono al de su amante, mientras recorría con la mirada a los refugiados arbóreos. Sus ojos se cruzaron con los de uno de los hombres situados en los puentes. El tipo podía haber servido como modelo al Thor de los viejos tebeos, pero no solo eso lo elevaba por encima de otros de sus compatriotas. En sus ojos, Eris leía curiosidad, pero no miedo. Los labios de la señora de la discordia dibujaron una leve sonrisa.

—Me recuerda a una colonia que conocí hace décadas, cuando empecé a olvidarme de que era una diosa —susurró Artemisa—. Pasé un tiempo entre una tribu de mujeres guerreras y que padre me fulmine con su rayo si ahora no me doy cuenta de que bien podían ser las Amazonas.

—¿Padre? Si alguien ha de castigar la ineptitud de otros dioses en esta familia es el más poderoso del Olimpo. Y hace tiempo que padre perdió ese honor. Ya te fulminaré yo esta noche, a base de polvos.

Su provocación, recibió, tal y como Eris había esperado, un bufido de indignación propio de una arpía. Aunque, en esos momentos, las reacciones airadas de su hermanastra y amante eran lo menos importante para ella. El rubiales sin miedo se había agarrado a una liana y tomaba impulso, seguramente para bajar a tierra.

—Y ahora, hermanita, no es momento para gruñidos. Con todos ustedes, la estrella de nuestro circo: Thor de los Monos —susurró Eris al oído de Artemisa.

A su pesar, pues no dejaba de pensar en el destino de Calisto y de las gentes de Raj, la señora de la caza dejó que una sonrisa asomase a sus labios. Podía definirse con infinidad de palabras el imponente ejemplar que se había dejado caer al suelo, pero, por detallada que fuese, nunca descripción seria tan precisa como la hecha por la señora de la Discordia. El cabello dorado le caía libre sobre los hombros, sin restar masculinidad a su rostro; tampoco lo hacía el perfecto corte de su barba; su torso poderoso estaba cubierto por un chaleco, elaborado en piel al igual que los pantalones y las botas del hombre. A modo de armas, portaba un mazo de herrero y una pistola de rayos; ambos pacíficamente colgados al cinto.

El hombre no se dirigió a ellas inmediatamente; antes se entrevistó con sus dos guías. Retazos de una conversación entrecortada llegaban a sus oídos, tranquilizándolas. Si bien los gestos de los humanos eran bruscos, sus palabras no eran airadas, tampoco aparentaba entreverse demasiada desconfianza en el tono del hombre. Al poco, el rubiales dejó a sus dos compatriotas para encararse con las forasteras.

—Soy Bjorn, jefe de exploradores del poblado de Migrand. Mis compatriotas me han hablando de cómo las rescataron de las garras de los demonios de la Bruja —el hombre le tendió un a mano derecha a la que alguien habían arrancado al índice y las dos primeras falanges del dedo corazón.

Su voz era profunda, agradable. En su rostro se paseaba una mueca de sorpresa que Artemisa no sabía si atribuir a la incredulidad porque dos mujeres hubiesen abatido a tan formidables enemigos o porque no estuviesen suspirando de deseo por él, a pesar de la leve mutilación.

—Un poco de ejercicio matutino —presumió Eris—. Nuestro objetivo no es cazar monstruitos, sino acabar con la Bruja y su lugarteniente.

Las palabras de Eris obraron en su interlocutor el mismo efecto que un directo en el estómago. La sonrisa se convirtió en una mueca tensa, ansiosa y el porte del hombre perdió parte de su altivez. Aunque, eso pareció pasar desapercibido para los pocos compatriotas que habían bajado a tierra para dirigir miradas de extrañeza a las forasteras. A ninguna le pasó desapercibida la escasez de hombres ni la precariedad de las armas portadas por la mayor parte de los habitantes de Migrand.

—Creo que será mejor que las lleve a ver a la reina Britta —una leve sonrisa asomó a los labios del hombre y, en ese momento, Eris percibió una energía distinta en el ambiente, una con un electrizar divino—. Tal vez ustedes puedan convencerla de que la única oportunidad que nos queda es atacar.



El Gran Herrero esperaba a su impertinente visitante no en su fragua, sino en una de las mesas donde realizaba trabajos delicados. En ese momento, el poderoso guardián de Bristia se inclinaba sobre un animal mecánico, con la tripa llena de engranajes. Cualquier otro habría necesitado algún tipo de lente para poder calibrar semejante conjunto de ruedas dentadas; el portentoso hombre de la pierna de bronce manipulaba las delicadas herramientas con seguridad, sin entrecerrar siquiera los párpados para poder ver mejor. No daba muestras de haber percibido la llegada de sus visitantes que, cosa poco habitual, no habían sido anunciados por el autómata mayordomo. Sin embargo, Atenea estaba segura de que los había sentido. La actitud de su hermanastro era una muestra de poder. Una que evidenciaba, por encima del cambio físico, la alquimia sufrida por el gran perdedor del Olimpo. En los días dorados, Hefesto siempre le había despertado simpatías, ahora, en lo más profundo de su ser, le causaba una admiración solo superada por el dolor de cabeza con alas.

Cuando se cansó de su charada o tal vez considero acabada la tarea que lo entretenía, el herrero dejó a un lado sus tenazas y les lanzó una mirada interrogante.

—Señor —suspiró más que dijo el comandante Lang—, aquí le traigo a la señorita Atenea Grey.

Atenea no pudo evitar exhibir una sonrisa ligeramente petulante, más propia de su alada hermanastra que de la seria señora de la sabiduría. Sin embargo, no podía evitar ver cierta gracia en el modo en que el militar evitaba el contacto con ella, como si temiese acabar con algún hueso roto a añadir al apéndice nasal machacado y al brazo mecánico estropeado.

—Puede retirarse, comandante.

Las palabras helaron la expresión del militar.

—Señor, esta usted seguro. La señorita Gray ha dado muestras de una conducta violenta.

Las miradas de los dos parientes reencontrados se cruzaron, estableciendo un duelo por contener una risa o una mueca de ironía totalmente descorteses con el atribulado militar. Pese a sus esfuerzos por dominarla, una de las cejas de Atenea se enarcó, proclamando al imponente Hefesto ganador en aquel duelo de estoicismo.

—Le aseguro, comandante, que nada tengo que temer de la señorita Gray. ¿Han reparado los autómatas de la comisaría bien vuestro brazo?

—Perfectamente, señor.

—En ese caso, puede retirarse, comandante.

Los dos olímpicos se miraron sin decir nada, mientras el militar se retiraba.

—¿Afrodita? —preguntó Atenea en cuanto se supieron a solas.

—La he convencido de que nos deje mantener esta reunión en la intimidad.

—¿Desde cuando Afrodita hace caso de las órdenes de su esposo? —sonrió la de Ojos Grises.

—Desde que el mundo se convirtió en un lugar donde la seria y temperamental Artemisa está encoñada con un dolor de cabeza con alas y la sabia Atenea estampa a pobres humanos contra las paredes.

—Touché

—Sé a que has venido, Atenea, y supongo que sabrás mi respuesta.

—No quieres abandonar a tu gente. —Hefesto se limitó a asentir e indicarle que prosiguiese—. Y no puedes desentenderte de la guerra, aunque solo sea por tener tu trocito de Poseidón —la señora de la Sabiduría pronunció cada letra del nombre de su tío con sanguinaria delectación.

—Es algo más que eso, Atenea. Mi poder es grande gracias a la adoración de mi gente. Y aquí tengo mi fragua. Y el poder de Afrodita crece cada... cada momento que pasa conmigo.

Atenea sonrió con ironía. Por más que apenas unos días antes se estuviese negando a humillarse ante el «el fracasado calvo y cojitranco» estaba claro que, si otros talentos acompañaban al físico, Afrodita no iba a desear separarse de su esposo. Y mientras eso supusiese un aumento del poder de su pariente, no iba a ser Atenea quien se quejase. Por más que el deseo sexual le pareciese una debilidad, la lujuria era una de las esencias del poder de Afrodita y, tanto o más importante aún, Eris detestaba cualquier conducta que sonase a mojigatería.

—Sin embargo, subsiste el problema de que estaríamos incomunicados. Gea no tiene ojos en todas partes.

«Y además siempre ha sido artera», añadió la diosa para sus adentros.

—Gea puede no tener ojos en todas partes. Pero el talento del renovado Hefesto —afirmó el hombretón poniéndose en pie—, es mayor que el del cojo fracasado del Olimpo. Aún me queda por terminar uno de ellos, pero el tuyo ya está preparado.

El dios tomó con delicadeza un pájaro de la estantería. Solo cuando su hermanastro se acercó se dio cuenta de que era un búho de plumaje metálico. Atenea no pudo evitar que una maldición se escapase de sus labios, mientras veía al animal aletear con delicadeza para posarse en su hombro.

—¿Acaso reniegas de tu antiguo compañero, hermana? —se sorprendió el Herrero.

—No, hermano. Me preparo para las bromas pesadas de una migraña con alas estancada en la cultura pop.

—En ese caso, tendremos que sacar la artillería pesada y hablar sobre Ewoks con armadura —la voz era la de Hefesto, pero había salido del pico del búho.

Atenea dejó que una sonrisa se asomase a su rostro marcial. Eris no era la única familiar obsesionada con la cultura pop y los viejos comic de Wonder Woman, parecía.

—Tiene una parte de mi esencia —explico el herrero—. Del mismo modo que este —añadió señalando el ave en fase de montaje, que ahora Atenea podía identificar como un cuervo—, tendrá una parte de la esencia de nuestra líder. A no ser que quieras ser tú nuestro enlace.

—Me temo, mi buen Hefesto, que Afrodita y tú no vais a libraros de soportar a Eris.



Fuese por vergüenza o por el deseo de su pueblo de protegerla, la gobernante de aquel atajo de desharrapados se refugiaba en una cabaña aislada de la villa principal. Majestuosa, dentro del patetismo imperante en aquel supuesto Migrand. El árbol sobre el que se elevaba era uno de los más altos del bosque; sus ramas, fuertes como los brazos de un gigante, podían permitirse sostener una cabaña mayor que sus congéneres, hasta el punto de estar dotada de un pequeño soportal desde el que dos soldados armados con hachas vigilaban la entrada. Al pie del titán arbóreo les esperaba un tercer vigía; una mujer que saludó a Bjorn con una ancha y coqueta sonrisa, un tanto incongruente con su vestimenta acorazada.

—Vengo a solicitar audiencia con la reina Britta —saludó el tarzán rubio, antes de presentar brevemente a sus acompañantes.

Si la mujer se sintió impresionada por lo narrado, no dio muestras de ello; tampoco los autorizó a subir a la cabaña real, pese a ser el hombre uno de los comandantes al servicio de la monarca. En su lugar tiró tres veces de una cuerda. Al cabo de unos segundos, ante la mirada impaciente de las diosas del Olimpo, una escalerilla de cuerda fue tendida.

—Ya conocéis las normas, comandante. Subid vos, y pedid audiencia para las extranjeras a la reina.

Bjorn se encogió de hombros y les dirigió una sonrisa de disculpa antes de encaramarse a la escalerilla, con la promesa de que no tardaría en llegar con una respuesta positiva.

Artemisa contuvo un suspiro de impaciencia, que no fue oído por su vigilante, pero sí por Eris.

—Tranquilízate, hermanita. Deja que la reinita de los desharrapados se sienta importante antes de poner sus tropas a nuestros pies —le susurró si lianta favorita.

Sin embargo, Artemisa no podía relajarse. Aquella aventura estaba removiendo demasiados sentimientos. Eris aceptando meterse en una trampa, solo por ella; la incertidumbre sobre el destino de la pobre Calisto. Los recuerdos... Al contemplar a los bestiamorfos no había podido evitar pensar en aquel pueblo de licántropos al que se había enfrentado hacía siglos y en Arlette , la Caperucita Roja, la mortal por la que Artemisa había maldecido su sangre divina y su inmortalidad...

No tuvo ocasión de demorarse demasiado en aquellos pensamientos donde se mezclaban los tres amores de su larga existencia, al cabo de unos segundos, Bjorn regreso a tierra. Su rostro viril estaba iluminado por una sonrisa complacida.

—La reina acepta recibiros —dijo—. Seguidme por la escala.

Las dos divinidades se limitaron a asentir y permitir que el hombre abriera el ascenso, con la disculpa de estar más acostumbrado a las alturas. Mientras el hombre ascendía, la señora de la caza dirigió una mirada inquisitiva a su amante. Si por algo se caracterizaba Eris era por usar sus alas a la primera oportunidad que se le ponía por delante. Sin embargo, la única explicación que recibió fue un encogimiento de hombros.

Cuando pudieron por fin coronar la cabaña, los soldados se apresuraron a franquearles el paso. El interior de la cabaña era una inmensa sala de representación, desnuda de decoración, salvo por una inmensa cabeza de lobo que contemplaba a los visitantes desde la pared del fondo. En medio de la que se levantaba un trono de madera tallada, donde se sentaba una mujer morena, enfundada en un peto plateado y una faldilla de cuero. Su piel era pálida y hacía parecer aún más oscura su cabellera azabache; su rostro, todo su ser en realidad, hermoso, capaz de provocar la deshidratación de un fetichista de la belleza tipo amazona. Al contrario que la del comandante de exploradores, su mirada no era franca, estaba teñida por la tensión y la desconfianza.

—Majestad, os presento a las comandantes Valeria y Diana, de la hermandad de los cazadores.

—Bienvenidas, cazadoras. Mi comandante me ha hablado de vuestras hazañas, y de vuestra loca intención de atacar el castillo.

La voz de la reina tenía un timbre imponente, sensual, a su modo, pero no fue eso lo que impresionó a la señora de la caza, sino la súbita certeza de que el verdadero nombre de esa criatura no debía ser Britta, sino Brunilda. Miró por el rabillo del ojo a Eris. La expresión de la señora de la discordia era tensa, henchida de desconfianza. Sin embargo, cuando tomó la palabra, su voz era pura amabilidad.

—Solo sería una locura si nuestras fuerzas fuesen inferiores a las de nuestros enemigos. Sin embargo, hemos derrotado a enemigos más poderosos que ellos en otras ocasiones y sé que, con vuestra ayuda, podremos liberar a vuestro pueblo de su amenaza.

—Escuchadlas al menos, mi señora. Creo que merece la pena luchar a su lado.

—¿Vos también estáis dispuesto a atacar el castillo, comandante? ¿Después de lo que ocurrió la pasada primavera?

El comandante se miró la mano mutilada durante unos segundos, luego volvió a encararse con la monarca.

—Merece la pena correr el riesgo de volver a caer prisionero de la bruja, si con eso logro liberar a mi pueblo.


IV

La noche caía sobre aquel rincón de Raj azotado por la guerra. Sin embargo, pocos eran los que dormían. En el poblado de Migrand, una figura descendía en completo silencio por una escala. Iba cubierta por una capa, que la camuflaba con la noche. Aún así, al pisar tierra miró a su derecha a izquierda, para tranquilizarse al comprobar que nadie la espiaba. Luego se adentró en el bosque, hasta llegar a un árbol de ramas retorcidas y sumergió la mano en un hueco del tronco para hacerse con algo envuelto en un grueso paño. Un amuleto, que se apresuro a colgarse al cuello, con dificultad, pues ni sabiéndose libre de miradas indeseadas se atrevía a quitarse la capucha.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y, sosteniendo el colgante en forma de ojo en sus manos, cerró los párpados. Pronto notó cómo su mente viajaba lejos del bosque, al castillo de su ama.

—Mañana será el día, mi señora, al llegar la tarde. La arquera, guiada por nuestra comandante de exploradoras y acompañada de doce hombres y mujeres. La mitad de nuestras tropas.

Continuará...

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