Doctor Extraño nº02

Título: Noche de Miedo
Autor: Julio Martín Freixa
Portada: Julio Martín Freixa
Publicado en: Julio 2014

En el Nueva York de los años 40, el Doctor Extraño unirá fuerzas con el Reportero Fantasma para evitar que sus abuelos sean asesinados, incluso antes de conocerse.
Una vez fue un hombre como todos, hasta que Stephen Extraño renació, convirtiéndose en el hechicero supremo de este plano de existencia…
Doctor Strange creado por Stan Lee y Steve Ditko

Resumen de lo publicado:El Doctor Extraño recibe la visita del Vigilante, anunciándole que hay una entidad que está tratando de evitar que se convierta en el Hechicero Supremo. Para ello trata de sabotear la corriente espacio-temporal mediante sucias artimañas. Extraño acude al Doctor Muerte para que le facilite su máquina del tiempo. Con la ayuda de la telépada Madame Web, localiza el primer atentado contra su persona en la Nueva York de la Segunda Guerra Mundial. Allí, unirá fuerzas con el Reportero Fantasma para evitar que sus abuelos sean asesinados, incluso antes de conocerse. Para evitar revelar su condición de viajero en el tiempo, decide adoptar la falsa identidad de Doctor Druida


El olor a brea, salitre y fuel que se colaba a través de las rendijas no lograba disimular la pestilencia a corrupción y decadencia humana. Los crujidos del maderamen, mecidos por el suave vaivén de las olas, servían como lecho al inquietante rascar de pequeñas patitas de roedores que se corrían a esconderse en sus madrigueras, después de un inmundo festín.

Agazapada entre las sombras, una figura descomunal presidía el camarote, envuelta en una túnica de seda con cuyo tejido se habrían podido confeccionar no menos de diez. Un brillo siniestro se reflejaba en su sardónica sonrisa, que un ocasional observador habría encontrado diabólica.

—Todo está listo según lo convenido, Amo —decía la voz grave, con un marcado acento oriental—. Mis planes convergen con los tuyos hacia la consumación del ocaso de Occidente. Por el camino, el Hechicero dejará de existir.

La forma etérea que flotaba ante él titiló unos segundos antes de evaporarse como un espejismo en el desierto, dejando un penetrante olor a ozono que, sin embargo, no resultaba del todo desagradable en aquella atmósfera infecta. Pero el gigante de piel amarillenta estaba habituado al hedor de la muerte, que tan solo era el preludio del apocalipsis macabro que tenía previsto desatar sobre la ciudad de Nueva York.



El Reportero Fantasma confiaba en que su máscara hubiera sido suficiente para ocultar la expresión de alarma que, estaba seguro, había adoptado. Si daba crédito a las palabras del hombre misterioso que acababa de conocer, su propia hermana podría estar en peligro.

—¿Eva Jones, dices? Conozco a esa secretaria. Nosotros... Fuimos juntos al cine en alguna ocasión —dijo el Reportero Fantasma, sin faltar a la verdad, en un intento de mantener su identidad secreta—. Sé donde vive, pues como es natural la acompañaba a casa cada noche. Una señorita no debe andar sola por estas calles de noche.

—Eso es providencial —contestó el Doctor Extraño, con su disfraz de Doctor Druida. Como buen viajero en el tiempo, trataba de hacer pasar desapercibida su verdadera naturaleza, para no incurrir en paradojas temporales—. Creo que lo mejor será que vayamos hacia allá cuanto antes. La vida de esa joven podría estar en peligro.



Eva Jones llevaba ya varias horas en los brazos de Morfeo. Arropada con una gruesa manta de felpa, hinchaba su pecho turgente con rítmicas inspiraciones superficiales. De pronto, un ruido turbó su descanso, sacándola de sus ensoñaciones con un sobresalto.

—¿Hay alguien ahí? —se atrevió a preguntar, incorporándose a medias. Curiosamente, en lo primero que pensó fue en cubrirse con la sábana hasta el cuello para no dejar a la vista su camisón semitransparente y los encantos que subyacían debajo. De momento, solo hubo silencio.

Con el corazón todavía acelerado, casi se había convencido de que tan solo se trataba de una falsa percepción suya; tal vez un vecino que volvía borracho a casa había golpeado su puerta al tropezar. Ya estaba resuelta a volverse a dormir, cuando un gruñido susurrado se dejó oír con claridad.

—¡Voy a llamar a la policía! —gritó, con más terror que convicción—. ¡Le advierto que, si es una broma...!

Buscó a tientas el tirador de la lamparilla de noche, y lo que la luz amarillenta reveló parecía salido de una pesadilla. Tres grotescas figuras, como tres muñecos de cera salidos de alguna enfermiza galería de los horrores, arrastraban los pies hacia ella con las manos crispadas en forma de garras amenazantes. Sus ojos, velados por un telo amarillento, parecían perdidos en algún lugar remoto, sin participar en los actos de sus cuerpos corrompidos. Un coro de gruñidos en octava baja comenzó a elevarse a medida que las pesadillas se aproximaban a la joven, con sus pieles verdosas surcadas por una maraña de venas quebradas. Paralizada por el asco y el horror, la chica expandió sus pulmones para lanzar un alarido de pánico que rompió la calma de la noche como una daga afilada.



El Doctor Extraño y su compañero enmascarado surcaban los cielos de Nueva York a la luz de una luna gibosa.

—¡Dios mío! —se maravillaba el Reportero Fantasma—. Cuando me dijiste que practicabas el mesmerismo y la hipnosis, no esperaba que fueras capaz de cosas como esta.

—La levitación es un arte que practico habitualmente, Reportero. Está reservado a unos pocos estudiosos de las artes arcanas, pero una vez se domina, resulta bastante simple.

—No sé si yo acabaría por acostumbrarme a viajar así. Las alturas me siguen inquietando. Pero ya casi hemos llegado; es justo aquel bloque de apartamentos.

Aterrizaron en la azotea indicada, comprobando que alguien había estado allí mismo, tan solo unos momentos antes.

—La puerta está forzada —dijo Extraño—. Hay unas huellas todavía húmedas que llevan hasta allí.

—Parecen partir justo desde el centro de la terraza, como si los autores hubiesen venido volando también. ¡Mira allí! —En el cielo se veía un autogiro alejándose del edificio, con su pequeña hélice girando en silencio. —Han debido de utilizar aquel aparato.

—Debemos darnos prisa —dijo el Doctor—. Las pisadas son solo de ida, por lo que deben de estar todavía dentro del edificio.

Siguieron el rastro húmedo dos pisos hacia abajo por las escaleras, hasta una puerta que colgaba medio arrancada de sus goznes. Un penetrante hedor a descomposición provenía del interior, hiriendo sus sentidos. Entraron sin más dilación y lo que contemplaron les causó una repugnancia infinita. Cuatro carcasas recubiertas de carne muerta se arracimaban sobre un cuerpo de piel sonrosada, bullente de vida. Una mano llena de llagas, con uñas sucias en forma de garras, le tapaba la boca para evitar que pudiera gritar. Los ojos de la joven desbordaban horror, en un grito silencioso que casi se dejaba escuchar entre los estertores de los espectros.

—¿Qué son esos demonios, por el amor de Dios? —clamó el Reportero Fantasma—. ¡Apartáos de esta muchacha!

Desenfundando una pistola de bolsillo, apuntó al pecho de uno de los cadáveres andantes y le disparó a bocajarro. El monstruo cayó como una marioneta, pero ninguna sangre tiñó los harapos que recubrían su cascarón. Solo un icor negruzco y pastoso se derramó en la moqueta, acompañado por un sinfín de gusanos que se disputaban sus favores.

—Esas cosas están muertas, reportero —dijo Extraño—. Puedo adivinar el hedor de la magia negra detrás de todo esto.

Invocando las bandas de Cytorak, el Hechicero Supremo inmovilizó a otro de los muertos vivientes, que estaba a punto de morder a la chica con sus dientes verdosos recubiertos de sarro. Justo en ese instante, una voz resonó en el interior de su cabeza. Era la voz de Madame Web, que le llegaba a través del tiempo y el espacio:

«Debes apresurarte, Doctor Extraño. Este burdo ataque es tan solo una ilusión, urdida con el único propósito de distraerte del verdadero foco del mal. Encuentra la fuente de la magia negra, si quieres evitar la catástrofe.»

Aturdido por la irrupción psíquica, Extraño vio cómo se debilitaban las bandas carmesíes de Cytorak, dejando libre al engendro. El Reportero Fantasma, por su parte, acababa de rematar al zombi al que había abatido primero, de un tiro certero en la cabeza. Comprobó que esa era la mejor forma de acabar de forma definitiva con la actividad de aquellos seres.

El Doctor Extraño recurrió a la mera fuerza física para agarrar a otro de los muertos por su raída chaqueta, comprobando que en realidad eran bastante ligeros. Lo alejó de la muchacha que algún día iba a convertirse en su abuela, proyectándolo contra la pared. Tomando de la cómoda un busto de piedra con la efigie de Mozart, le abrió el cráneo con un golpe demoledor.

Los otros dos muertos que quedaban en pie fueron abatidos por los disparos del Reportero Fantasma. Sus cañones humeantes habían cantado una balada de justicia ardiente.

—¡Gracias al Cielo! —dijo la mujer, tratando de cubrir su cuerpo desnudo con las sábanas. Su camisón, burdamente arrancado por las zarpas de la horda macabra, se amontonaba en un rincón, reducido a jirones—. ¿Qué eran esas cosas? Y, ¿quiénes son ustedes?

La muchacha miraba alternativamente a uno y otro, decidiendo posar su mirada finalmente sobre el Doctor Extraño, cuyo rostro descubierto le daba una mayor sensación de seguridad.

—Somos dos justicieros anónimos, señorita Jones. Vinimos en cuanto supimos que estaba en apuros —contestó el hechicero, tratando de que su voz sonase tranquilizadora—. Pero ahora debemos partir; nuestras habilidades son requeridas en otra parte.

—Ya se escuchan las sirenas de la policía a lo lejos —terció el Reportero Fantasma, impostando un tono de voz grave para que su hermana no pudiera reconocerle—. Ellos se encargarán de hacer que limpien todo esto.

Los sentidos paranormales de Stephen Extraño percibían emanaciones nigrománticas entretejidas entre los restos mortales desmadejados. Concentrándose, sería capaz de rastrear la señal hasta su origen, que apestaba como el cadáver hinchado de una rata en mitad de un campo de margaritas. Reuniendo todo el poder místico que fue capaz, todavía algo embotado por la intervención telepática de Madame Web, el Doctor Extraño se disponía a levitar fuera del apartamento junto al Reportero. En ese instante, la joven le dedicó al Reportero Fantasma unas últimas palabras, de forma que solo él pudo oírlas:

—Ten cuidado, Richard. Haz lo que tengas que hacer, pero vuelve de una pieza. Por favor.

El vigilante enmascarado conocido como Reportero Fantasma no pudo reprimir un respingo al comprobar que su disfraz no había sido capaz de engañar a su hermana. Debía haberlo previsto; después de todo, se habían criado juntos. Ella podía reconocerle sin esfuerzo, incluso por su manera de andar. Pero, de todas formas, no había tenido elección; era eso o dejarla morir a manos de aquellos lascivos espectros.

—Descuida, lo tendré.

Sin más ceremonias, la pareja se elevó desde la ventana, a cuarenta metros de altura. La joven les observó alejarse flotando en la noche, como hojas barridas por el viento invernal.

—Puedo sentir la actividad mágica a varias leguas de distancia —aclaró Extraño—. Estoy seguro de que hallaremos la mano de un nigromante detrás de esos muertos vivientes.

—Si tú lo dices, mago, así será. A mí todo esto me pilla un poco descolocado. Definitivamente, este asunto está fuera de mi liga. Lo mío son los maleantes comunes y los políticos corruptos.

Sobrevolaban Brooklyn a gran altura, cuando el hechicero sintió que las emanaciones le llegaban con especial virulencia desde un bloque aparentemente abandonado en mitad de un área industrial. La presencia del autogiro posado en la azotea no hacía sino confirmar sus sospechas. Iniciaron el descenso hacia una terraza próxima, desde la que podían reconocer el terreno antes de actuar.

—Por ahí viene una camioneta —observó el Reportero—. Se está deteniendo justo a la entrada de ese almacén.

—Hay un vigilante en la puerta; por su aspecto diría que es un matón y va armado. —El Doctor Extraño comenzaba a recuperar su nivel de poder místico, pero no al ritmo esperado. Una idea ominosa le asaltó al instante: algo o alguien estaba debilitando sus poderes.

—¿Qué es eso que están descargando? Parecen camillas... ¡con cadáveres! Sí, no hay duda... Aunque van cubiertos con sábanas, se adivina la silueta debajo. Estabas en lo cierto, Doctor Druida. Parece que han descargado el último de los bultos y se van por donde han venido. ¿Qué hacemos ahora?

—Vamos a entrar ahí y a poner fin a este horror, Fantasma —dijo el Doctor Extraño—. Prepara tus pistolas.

Sin ser advertidos, los justicieros se colaron por una ventana cuyo vidrio había sido apedreado tiempo atrás. En el interior del almacén diáfano, varias hileras de celdas con barrotes, semejantes a las de un zoológico, formaban un grotesco laberinto. En su interior, obscenas formas se agitaban buscando inútilmente una salida.

—Alguien está formando un ejército de muertos vivientes —dijo Extraño—. Me pregunto con qué fin. Pero eso no va a suceder. ¿Preparado?

—Nunca lo he estado más, Doctor. ¡Vamos!

El dúo misterioso descendió en mitad del piso, tomando por sorpresa a los seis gánsteres que recepcionaban la horrenda mercancía. Antes de que pudieran apuntar sus armas, el Doctor Extraño lanzó un hechizo que inutilizó sus mecanismos. Con estúpidas expresiones de frustración, los hampones croaban sin saber qué hacer.

—¡Barney! ¡Saca tu Beretta y cárgate a esos dos fantoches! Mi gatillo se ha encasquillado...

—La mía tampoco funciona... ¡Casi parece cosa de magia!

—No debimos aceptar este encargo, Joe... Primero esos pobres desgraciados que ni siquiera saben que están muertos, y luego esto. ¡Yo me largo de aquí!

—No tan deprisa, caballeros —terció el Doctor Extraño—. Antes, agradeceríamos que nos dijeran quién les paga.

—¿Y qué vas a hacer si no queremos hablar, Merlín? —gritó uno de los pistoleros, desafiante—. ¿Convertirnos en rana?

—Buena idea. —Efectuando unos intrincados pases de magia, el Doctor Extraño conjuró la ilusión del hampón encogiendo de tamaño, mutando a un más apropiado color verde verrugoso y, finalmente, convirtiéndose en un sapo gordo y venenoso. Sus compañeros se quedaron congelados como estatuas, en sus muecas de asombro.

—¡Es brujería! —chilló un pistolero menudo de voz aguda—. ¡Ya os dije que no era buena idea mezclarse en estas cosas!

—Ahora, si son tan amables de cooperar... —invitó el Doctor.

—¡Nos contrató un tipo en los muelles! ¡Un extranjero! No pudimos verle la cara... Ni siquiera le vimos a él. Nos hablaba desde detrás de un biombo. La cita tuvo lugar en el interior de un viejo paquebote, el Stella Maris. Sigue atracado en el espigón diecisiete.

—Ya empezamos a entendernos. Sin embargo, entenderán que no podemos dejarles así, sueltos, sin más.

Conjurando las bandas carmesíes de Cytorak una vez más, el Doctor Extraño inmovilizó a los hampones, al tiempo que el Reportero Fantasma recorría las celdas rematando a los zombis con sus pistolas. Tuvo que rellenar los cargadores para poder despacharlos a todos. Una vez finalizada la desagradable tarea, sujetó a los gánsteres con ataduras terrenales para que el Hechicero Supremo pudiera deshacer el conjuro.

—La línea telefónica funciona —dijo el Reportero Fantasma, tomando el auricular que colgaba de la pared—. Avisaré a la policía.

Sin lugar a dudas, aquella noche sería recordada por los miembros del Departamento de Policía de Nueva York como una de las más macabras y desconcertantes de su historia. Antes de que los agentes pudieran llegar, los dos héroes surcaban los cielos en dirección al puerto. En tan solo unos instantes, llegaron al lugar exacto para ver cómo se estaban llevando a cabo tareas de estibación en una de las embarcaciones atracadas. Se trataba de un paquebote de bandera china y en un lateral, cercano a la borda, podía leerse la inscripción Stella Maris.

—Es ahí, sin duda —dijo el Reportero—. Y parece que hay bastante actividad a estas horas de la madrugada.

—Acabemos con esto de una vez, sea lo que sea —contestó el hechicero.

Tomaron tierra a escasos metros de los braceros, que acarreaban cajones de madera de dos metros de largo desde la bodega del barco a una camioneta. Se trataba del mismo vehículo que habían visto llegar al almacén minutos antes.

La cuadrilla de estibadores se detuvo al completo, mirando atónitos a los dos justicieros que acababan de desdender desde las alturas.

—¿Quién de vosotros va a decirnos qué es lo que está pasando aquí? ¿Ninguno ha sospechado de la naturaleza de la mercancía que estáis descargando? —inquirió el Doctor Extraño.

—Amigo, yo no le hago ascos a ningún encargo —contestó un hombre rudo que mascaba un cigarrillo barato—. Y quien nos contrató paga muy bien. Por mí, como si estos cajones llevaran carne en mal estado...

Casi a modo de irónica respuesta, el paquebote explotó en medio de una nube de humo. Las astillas volaban por todas partes, lloviendo sobre las cabezas de los estibadores, encogidos sobre sí mismos en busca de protección. Al disiparse el humo, la silueta de un gigante se recortó a la luz de la luna. Se trataba de un hombre delgado, de más de tres metros de altura, embozado en una túnica de seda con motivos orientales. Cuando finalmente pudieron distinguir sus rasgos, notaron que se trataba de un chino mandarín con largos bigotes negros y ojos de demonio que brillaban como carbuncos encendidos. La ominosa aparición tomó la palabra, impregnando de terror los corazones de los hombres allí presentes:

—¡Perros occidentales! Creéis que podéis oponeros a mis planes, pero erráis como bellacos. Tarde o temprano, mis legiones de no-muertos caminarán por las calles de Nueva York y tomarán la ciudad, igual que se toma una mujerzuela. Vuestra intromisión tan solo retrasa lo inevitable... ¡El día en que el Maestro de los Zombis reine supremo!

—Al fin muestras tu rostro, demonio —contestó el Doctor Extraño—. Dudo mucho de que seas el verdadero cerebro detrás de este entramado, pero aun así vas a morder el polvo. —Chispas de energía mística saltaban entre los dedos del mago, anticipando un conjuro ofensivo. Al percatarse, el Maestro de los Zombis alzó los brazos kilométricos para salmodiar:

—Criaturas decadentes, que una vez caminasteis por la Tierra con vuestros miembros henchidos de vida: que la muerte que probásteis un día no sea impedimento para que os alcéis en vuestros sudarios y os llevéis a estos perros con vosotros, para engrosar mis huestes de zombis. ¡Alzáos ahora, yo os lo ordeno!

Como respuesta a la llamada de su amo, los siniestros ocupantes de los cofres comenzaron a dar muestras de actividad, aporreando las tapas y haciendo saltar los clavos que las mantenían cerradas. Los estibadores corrían a ocultarse entre las jarcias que se extendían por las eras, temerosos de adentrarse en los oscuros callejones colindantes.

—Ibas a matar a estos trabajadores inocentes, para incorporarlos a tu decadente ejército. —Stephen Extraño se preguntó si su propio abuelo estaría entre los miembros de la cuadrilla. De ser así, su enemigo secreto habría estado cerca de eliminar a dos de sus antepasados en una sola noche.

—Poco habría importado el que lo hiciera, pues pronto habría de seguirles el resto de la población de esta maldita ciudad. La combinación invencible de mi superciencia con la magia negra habría acabado por doblegar todo Occidente bajo mi puño de hierro. Ahora, pagad por vuestra osadía —dijo con su voz cavernosa, mientras extendía los dedos, largos como serpientes, en dirección a su horda infame, que avanzaba hacia los justicieros. No menos de veinte zombis gimientes arrastraban los pies por el horimigón, blandiendo uñas y podridos dientes como armas mortales.

—¡Por los Vishanti, que el escudo de Seraphim proteja a estos inocentes! —susurró el hechicero, desplegando su protección mística sobre los operarios más cercanos.

El Reportero Fantasma ya estaba arrancando a sus pistolas una melodía de disparos en stacatto. No erró ningún intento, y diez grotescas parodias de vida tapizaron el suelo grasiento. Mientras, el Maestro de los Zombis cambió de táctica. Viendo que el Doctor Extraño, de quien desconocía su verdadera identidad, se centraba en defender a los inocentes, decidió enviarle a cinco de sus marionetas con un hechizo de velocidad aumentada.

—¡Cómo corren esos desgraciados! —dijo el Reportero Fantasma—. ¡Cuidado, Doc!

En el último instante, Extraño se protegió a sí mismo con el escudo de Seraphim, antes de que los cinco cadáveres animados estallasen a la vez. Se trataba de una trampa mortal del Maestro de los Zombis, que había fallado por cuestión de décimas de segundo. Cinco manchas de sangraza y vísceras reventadas sobre el hormigón eran los únicos vestigios de las fantasmales presencias.

—Buen intento, Fu Manchú sobredimensionado —dijo Extraño, burlón—. Haz el favor de enseñarles modales a tus parientes. Mientras tanto, haré que se estén quietos.

Invocando las bandas carmesíes de Cytorak, enlazó al grupo de no muertos que quedaba en pie, formando un horripilante racimo de carne pútrida. Alzándolos místicamente del suelo, los dejó caer sobre las llamas del paquebote que los había transportado desde ultramar.

—¡Maldito perro occidental! —bramó el Maestro de los Zombis—. Me llevará meses volver a reunir un nuevo ejército.

Consumido por la ira, el gigante amarillo no advirtió que el Reportero Fantasma se había encaramado a los controles de una grúa portuaria y ya giraba el brazo hacia él. La cadena de gargantuescos eslabones acababa en el gancho de acero más descomunal que el justiciero hubiera visto jamás. Justo antes del impacto, el nigromante se volvió hacia el zumbido que emitía la masa metálica al cortar el aire, solo para ver la mole imparable que le arrolló con la fuerza de un tren de mercancías.

—¡Buen movimiento, Fantasma! —gritó Extraño—. Dudo que se recupere de ese golpe. De todos modos, me aseguraré de que vaya a parar a un sitio en el que no suponga una amenaza nunca más.

Dejando la mente en blanco, el Hechicero Supremo abrió un portal que llevaba a la Dimensión Oscura. Del vórtice multicolor sirgió el rostro de la mujer que amaba todavía. Clea le habló con voz grave:

—¿Stephen? ¿Qué te lleva a abrir un puente entre dos dimensiones que no pueden coexistir en la misma realidad?

—Yo también me alegro de verte, Clea —contestó el hechicero, dolido ante su frialdad. Su amor, al igual que sus respectivas dimensiones, tampoco parecía poder coexistir en la misma realidad—. Desearía pedirte un favor.

—¿Quién es esa mujer con el peinado extravagante? —terció el Reportero Fantasma—. Y, ¿en qué idioma habláis? ¿Sueco, tal vez?

Ignorando las palabras del enmascarado, la señora de la Dimensión Oscura continuó pronunciando palabras que solo un maestro de la magia podía entender:

—Haz tu petición, Stephen. Pero debes ser breve. Mis obligaciones para con mi gente me reclaman.

—Hay una entidad que está jugando con el tejido de la realidad, con el propósito de que yo no llegue a ser Hechicero Supremo. Ha dispuesto a sus agentes del Caos en distintos puntos del continuo espacio-tiempo para asesinar a mis antepasados. Este gigante oriental que yace aturdido a mis pies es el primero de ellos. Necesito que lo recluyas en la celda más profunda de la Dimensión Oscura y tires la llave a un pozo sin fondo.

—Lo que me pides puede hacerse, pero a un coste. Que en el futuro te abstengas de pedirme nada parecido. Mi mundo no es ningún vertedero, Stephen.

—Comprendo, Clea, y lo respeto. Jamás volveré a ponerte en un compromiso similar. Y gracias.

La mujer de plateados cabellos hizo un ademán y un halo luminoso envolvió la enormidad del Maestro de los Zombis. Un instante después, ya no estaba ahí. El portal se cerró de manera inmediata, dándole al Doctor Extraño la versión mística del proverbial portazo en las narices.

—¿Quién era? —quiso saber el Reportero Fantasma.

—Una amiga. Una buena amiga.

—Señores —dijo una voz a sus espaldas—. Les doy las gracias por lo que han hecho. Nos han salvado la vida a todos. No teníamos ni idea de lo que tramaba ese monstruo.

Stephen Extraño se giró para mirar a los ojos del estibador que había hablado. En ellos, pudo reconocer el mismo brillo que anidaba en los suyos cuando debía de tener su edad. El parecido en los rasgos era más que considerable. Tal vez se tratara de su abuelo Howard, aunque de ser así lo más recomendable era marcharse cuanto antes.

—Tal vez se haya salvado toda la población de Nueva York, joven. Ahora debo irme. ¿Reportero Fantasma?

—Te agradecería que me dejaras en otro lugar menos concurrido antes de despedirte, mago. Esto se va a llenar de polis... y de periodistas. Ya me he expuesto lo suficiente por una noche. A este paso, mi identidad secreta se echará a perder sin remedio.

Aterrizaron en Central Park, a cien metros de donde el Doctor Extraño había ocultado la máquina del tiempo del Doctor Muerte.

—Ha sido todo un placer conocerte, Reportero Fantasma.

—Lo mismo digo, Doctor Druida. Tal vez nos volvamos a encontrar.

—Tal vez. Suerte con ese reportaje que tienes entre manos.

El hombre enmascarado se tocó el sombrero a modo de saludo, antes de desaparecer entre las sombras del parque. Extraño puso rumbo a la máquina escondida. La encontró entre los mismos arbustos donde la dejara tan solo horas antes, arropada por la maleza. No bien la hubo hallado, cayó en la cuenta de que no sabía a qué lugar de la corriente espacio-temporal debía dirigirse para evitar la siguiente amenaza. Madame Web no le había revelado las coordenadas todavía.

—Identifícate, extraño —dijo una voz de ultratumba a su espalda. Al volverse, sobresaltado, pudo reconocer una figura que le resultaba vagamente familiar.

—¿Visión, eres tú? —Todavía no estaba seguro de si lo de «extraño» había sido casual o intencionado. A pesar de que no llevaba su habitual indumentaria de Hechicero Supremo, su cara permanecía expuesta. Cualquiera que viniese del futuro podría reconocerle sin problemas.

—Algunos me llaman así, mortal. Pero mi verdadero nombre es Aarkus. He rastreado la magia que desprende tu rastro hasta aquí. Ahora, responde a mi pregunta: ¿quién eres?

—Soy el Doctor Druida, ocultista e hipnotizador. Practicante del mesmerismo...

—Mientes —interrumpió su inquietante interlocutor. Su rostro carente de expresión le recordaba al del androide de Los Vengadores, pero había algunas diferencias entre ambos—. Si fueras en realidad quien dices ser... ¿Quién es, por ventura, quien está detrás de ti?

Al volverse, Stephen Extraño experimentó una inesperada sorpresa. Ante él, cruzado de brazos, estaba Anthony Druid, el genuino Doctor Druida, mirándole ceñudo. Detrás de él aguardaban en silencio el resto del supergrupo conocido como Los Invasores.

—Parece que tenemos a un impostor, Aarkus —dijo el mesmerista—. Amigo, tienes mucho que explicar.

Stephen Extraño se maldijo a sí mismo por haber tenido la mala ocurrencia de elegir un alias que ya estaba cogido. Tomó nota mental de no volver a cometer el mismo error en el futuro. En aquel momento, tenía problemas más acuciantes a los que hacer frente.


Continuará


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En el próximo número: ¿Podrá salir airoso nuestro hechicero favorito de tan embarazosa situación? ¿A qué nueva amenaza se enfrentará, en plena Golden Age? ¿Veremos a Los Invasores nuevamente en acción? No te pierdas la próxima y emocionante actualización de Action Tales... ¡Solo en las mejores pantallas!

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