The Shadow nº04


Título: Lobos sobre Brodway (I)
Autor: Ana Morán Infiesta 
Portada: Jose Baixauli
Publicado en: Septiembre 2014

Los Amos de la Noche son una banda de licántropos que busca hacerse con el control de la seguridad en los clubes nocturnos. Son ya muchos los que han caído bajo su yugo o han perecido por no desear someterse. Cuando el Red Velvet quede señalado, la Sombra pondrá en marcha a todos sus agentes para derrotar a la nueva banda. Y tal vez lograr algo más. Tras la existencia de esta mafia bien podría ocultarse la mano del único enemigo capaz de eludir su justicia: ¡El Dragón de Jade!
¿Quién conoce el mal que acecha en el corazón de los hombres?
Creado por Walter B. Gibson

I

Las noches del Black Cat eran pura algarabía de risas y música de Jazz. Si el Red Velvet era el club favorito de todos los amantes del buen espectáculo y la buena bebida, el Black Cat lo era de los aficionados al baile. Humanos, mestizos y bestiamorfos mezclaban sus sudores al ritmo de la trepidante música. Esa noche, sin embargo, lo único que se escucharían serían los gritos de terror.

Mientras la marea se movía al son de la banda de Crazy Fingers Joe, una furgoneta se detenía frente al local. Nadie hizo ademán de bajarse de ella. Extrañado, el portero desenfundó su arma comenzó a acercarse hacia el vehículo. Dos días antes su jefe había expulsado de allí a un lobito con ínfulas de extorsionador, él y sus congéneres bien podrían haber regresado con ganas de montar trifulca. Mientras se acercaba, la ventanilla del conductor descendió con un susurro; una mano enguantada en negro asomó sosteniendo una pistola pavonada provista de un silenciador. El portero, humano puro con todas las limitaciones de semejante condición, vio el arma un segundo demasiado tarde. El dedo enguantado presionó el gatillo; los disparos apenas hicieron más ruido que un estornudo. El cadáver se desplomó con siniestro mutismo.

El conductor bajó de la furgoneta y, tras quitar el silenciador, abrió la parte de atrás de la furgoneta, dejando paso a media docena de compinches. Como él, todos iban vestidos de negro y presentaban signos de ascendencia lobuna. Los tres de aspecto más humano sostenían potentes ametralladoras; los más lupinos se habían equipado con armas blancas y nudilleras destinadas a hacer aún más letales sus manos como garras.

A una señal de su líder, se adentraron en el local como verdaderos lobos, sigilosos, inesperados. No necesitaron alzar la voz para que la música se detuviese y un mutismo aterrorizado invadiese a los presentes. Desde una mesa situada en el centro del establecimiento, un hombre atractivo de unos cuarenta años miraba a los recién llegados con gesto petrificado. Era Alain Carter, propietario del Black Cat. A su lado, sus dos guardaespaldas parecían valorar si era momento de intentar desenfundar sus automáticas. Estaban viviendo un momento inédito en sus vidas de matones de club. Ni tan siquiera Johnny Nelson se había atrevido a amenazar a Alain Carter dentro de su fortín.

—Señor Carter, es momento de saldar su deuda con Selene —gruñó el líder de la hueste.

Puede que un intento de renegociar la protección por parte de Carter en esos momentos hubiese evitado la masacre; puede la sentencia ya estuviese dictada y fuese inamovible. Eso jamás se sabría; uno de los guardaespaldas hizo ademán de desenfundar su arma. Por desgracia para todos, fue demasiado lento. La ráfaga de una ametralladora puso fin a su vida, segando al mismo tiempo las de su otro compañero y Alain Carter. ¡En un segundo, El Black Cat había quedado sin dueño!

Y en el corazón de los lobos seguía aullando el deseo de matar.

El caos y los gritos se apoderaron del local. Algunos parroquianos, incluidos los músicos de la banda de Jazz desenfundaron armas ocultas bajo sus chaquetas, pero nada podían contra aquella horda bien entrenada y sedienta de sangre. Las balas de las metralletas acribillaban los cuerpos temblorosos; los lobos cortaban gargantas con sus cuchillos, reventaban ojos y cráneos con sus puños, reforzados por las nudilleras, y arrancaban yugulares a mordiscos. Era una verdadera orgía de sangre, tan dantesca, como rápida.

Antes de que las sirenas de la policía llegasen a oírse, los lobos regresaron a su furgoneta. A su espalda, dejaron un escenario que se grabaría en la memoria de muchos policías: el suelo del Black Cat era un fango de cadáveres masacrados. Solo un puñado de supervivientes podía contar lo ocurrido. La leyenda de los Amos de la Noche había escrito su primer capítulo.



—Le aconsejo, señorita Wang, que medite su respuesta —Walter Blake era un mestizo capaz de pasar por humano en la mayor parte de las ocasiones. Sin embargo, en esos momentos, mientras sus labios siseaban su ultimátum a la hermosa propietaria del Red Velvet, todo su ser emanaba amenaza lupina.

En los últimos tiempos, curtidos propietarios de clubes nocturnos se habían acobardado ante su mirada, también rivales de Selene en la lucha por gestionar la seguridad de los clubes nocturnos. Todos recordaban el Black Cat. No obstante, los ojos de Joan Wang no brillaron con miedo, sino con amenaza esmeralda.

—Y yo he de declinar de nuevo su oferta. El Red Velvet ya tiene a quien lo proteja.

Las miradas de ambos se retaron, y fue el lobo el primero en apartar la vista. Blake se levantó con gesto orgulloso sin decir palabra. Sin embargo, sus ojos gritaban «muerte». No esa noche, sino en un futuro próximo.

—Lo acompañaré hasta la entrada —se ofreció la bella empresaria con una sonrisa fría como la hoja de un cuchillo.

Mientras se acercaban a la entrada no eran pocos los parroquianos que desviaban la atención desde el escenario donde actuaba la Hija del Dragón hacia la singular pareja. Todos habían oído la tragedia del Black Cat y, para todos, la presencia de un homus lupus suponía una amenaza de muerte.

Ambos se detuvieron no muy lejos del punto donde Eleanor Lancaster recibía a los nuevos clientes sin perder su eterna sonrisa. Pese a su expresión risueña, en esos momentos, los sentidos de la muchacha estaban en estado de alerta. Eleanor no solo conocía la masacre del Black Cat, sino que estaba esperando la llegada de un sujeto como Blake. La joven era una agente de la Sombra, y su deber, avisar a su jefe en cuanto el Red Velvet quedase marcado.

—Volveré a contactar con usted dentro de dos días —susurró el extorsionador—. Mientras tanto, valore si esa Espada Silenciosa, que parece estar a su servicio, puede protegerla a usted y a sus empleados.

Sin llegar a terminar su discurso, el hombre agarró el brazo de Eleanor Lancaster y se lo retorció, hasta doblarlo contra la espalda. Las lágrimas llenaron los ojos de la joven, mientras el mutismo invadía a la concurrencia; solo los músicos y los clientes sentados en las mesas más cercanas al escenario permanecían ajenos a la escena. La joven lloraba de dolor, también de impotencia. Podría intentar repeler el ataque de Blake de media docena de maneras; sin embargo, cualquiera de ellas la revelaría como algo más que una mera recepcionista. Y su tapadera era lo más importante en ese momento.

Elevó una mirada de súplica hacia su jefa cuyos ojos jade estaban tan desprovistos de emoción como de costumbre.

—A no ser que quiera comprobar en sus carnes la calidad de mi sistemas de defensa, le aconsejo que suelte a mi empleada, señor Blake —el tono de Joan Wang rasgó el aire como lo haría el filo de una espada al deslizarse por la pierda de afilar.

—Recuerde lo dicho, señorita Wang. Dentro de dos días vendré a comprobar si ha cambiado de opinión —proclamó, soltando el brazo de Eleanor.

Solo cuando se hubo marchado, recuperó el local un espejismo de normalidad.

—Será mejor que vayamos al baño a curarte eso —murmuró Joan Wang mirando el antebrazo de su empleada de confianza

La muchacha lucía un vestido gris perla de manga corta y las garras de lobo habían dejado cinco puntos carmesíes en la piel inmaculada. —¿Cómo tienes el hombro?

—Me duele un poco —confesó la agente de la Sombra al notar un pinchazo en el mismo.

—Ven, tengo un linimento en mi taquilla que te vendrá bien.


Dos eran los requisitos para poder entrar en la Guarida de Pan, en el Bronx: una reputación dudosa y sangre animal. Daba igual si uno parecía un ser surgido de un bestiario o podía pasar por humano. Mientras su aroma fuese el adecuado, era bienvenido. A veces, también era bienvenida alguna ramera humana, pero bien debían de contar con la aprobación del dueño, bien llegar acompañadas de algún socio.

Nadie recordaba ya a qué se debía el nombre del local, bautizado antes de que Dimitri, su actual propietario, tomase posesión del mismo. En los últimos tiempos, distaba de parecer una guarida de hombres cabra. La atmósfera presentaba un perpetuo estado de humedad que hacía que la ropa se pegase a los cuerpos sudorosos de los congregados, convirtiendo a hombres duros y cortesanas en espectáculo para mirones. Esta no era la principal misión de tal sofoco, sino mantener el necesario grado de humedad para que Dimitri no se estuviese mojando cada poco las agallas. Además, con el calor, eran más los parroquianos dispuestos a arrojarse a la piscina, situada en el centro del establecimiento.

A esas horas, el local estaba tranquilo. Incluso Dimitri podía permitirse el lujo de meterle mano a la nueva camarera, en algún momento de despiste de la misma. Como todas sus predecesoras, la muchacha se dejaba hacer, por más que los ojos saltones del hombre y su boca grande y gomosa le produjesen cierta repulsa. Mientras tanto, la chica se contentaba con lanzar alguna mirada de refilón al tipo acodado en una esquina de la barra. Era la tercera vez que lo veía esa semana y no dejaba de asombrarse por su físico atlético, sus ojos azules o la barba rubia que se iba oscureciendo hasta adquirir tonos castaños, dotando al anguloso rostro del hombre de una cualidad salvaje. Los parroquianos del club lo llamaban El Lobo Solitario, y el nombre le hacia justicia.

Cliff Marsland apagó el cigarrillo en el cenicero con parsimonia antes de dar nuevo trago a su bebida. Estudiaba indiferente a la multitud mientras esperaba a que alguno de los hombres de la banda de los lobos se le acercase. No era el único mestizo de su clase que hacia tal cosa últimamente. Pero Marsland poseía algo que lo diferenciaba del resto: una reputación, que se traducía en ocho años en Sing Sing por robo y un asesinato, nunca descubierto por la policía, a sus espaldas; después se las había arreglado para derrotar a la banda de Durgan El Matador y se había convertido en una banda de un solo hombre. Marsland dirigía la seguridad de la cadena de teatros Derringer y tenía por concubina a la hija del propietario de la misma, Howard Griscom. O eso creía el hampa. La realidad era que había ido a la cárcel por un robo no cometido, y también era inocente del asesinato. Su vida tras salida de presidio no era más que la consecuencia de haberse visto convertido en agente de la Sombra.

Solo su amor por Arline era completamente real.

Y su devoción por la Sombra.

—Hola, Lone(1). ¿Se ha marchado tu querida de la lobera?

Marsland no se giró en dirección a la dueña de la voz. Ya estaba acostumbrado a las entradas de Ginger, la pelirroja lagarta. Como si su indiferencia la estimulase, la sensual muchacha comenzó a juguetear en su oreja con su lengua bífida, el rasgo más lizard de su portentosa anatomía. El agente se dejó hacer; tener contenta a Ginger era una buena inversión para un hombre como él. La lengua de la chica no era larga exclusivamente en el aspecto físico.

—En realidad, estoy buscando a unos lobitos malos.

—Tú y la mayor parte de los que andan por aquí —contestó ella, acariciándole la entrepierna—. ¿Tu «suegro» se ha cansado de mantenerte?

—Mi suegro hace todo lo que le ordeno. Pero un hombre como yo necesita acción y nadie se atreve a tocar a Griscom desde que está bajo mi protección.

—No lo tendrás fácil, Lone. Dicen que Selene es muy exigente con sus Amos de la Noche. Pero, si un hombre con tu reputación les es recomendado por alguien como yo...

La muchacha desabrochó los primeros botones de la camisa y empezó a acariciarle el pecho peludo.

—Tomémonos primero una copa. No me gusta ser el primero en adentrarse tras las cortinas.

Marsland señaló con la cabeza los reservados que, por el momento, permanecían vacíos. No permanecieron allí durante mucho tiempo. Cuando llevaban mediadas sus bebidas Walter Blake entró en el local. Hizo una señal a otros dos lobisones acodados en la barra y se adentraron en uno de los reservados. Cliff no tuvo que esforzarse para convencer a Ginger de desplazarse hacia uno de ellos ni para escoger el contiguo a los lobos. Se sentó en uno de los sillones y cerró los ojos mientras Ginger se arrodillaba ante él y le desabrochaba la bragueta. No se le pasó por alto que alguien descorría ligeramente la cortina y los espiaba, para cerrar al poco. Cliff no dio muestras de enterarse. El espía había visto lo que él deseaba, a Ginger haciéndole un «trabajito». Si el tipo se hubiese adentrado en el reservado, habría comprobado que la pelirroja se limitaba a fingir prestar un servicio. Marsland no le interesaba saciar su lujuria, sino las palabras que iba captando de la conversación. «Esta noche, cierre. Lección. Red Velvet».

—¿Por qué no quemamos el local directamente?

—Lo de Black Cat fue una advertencia. A Selene le interesa hacerse con el Red Velvet, no acabar con él. Además, tal vez así podamos cazar a esa misteriosa protectora suya.

Los lobos aún seguían hablando cuando Marsland salió del local y se acercó a una cabina y marcó un número que se sabía ya de memoria.

—Hola muñeca. No eches todavía el cierre por esta noche. Ponte ese body rojo que te regalé. Hoy pienso devorar tu piel de terciopelo.

La voz al otro lado de la línea se limitó a soltar un «entendido». Las palabras de Marsland no le habrían dicho nada un observador casual o un espía, salvo que estaba en celo; ninguno de ellos estaba acostumbrado a analizar el tono del interlocutor, a percibir qué palabras eran pronunciadas de forma más enfática.

Por esa noche, había cumplido su misión. Se subió a un sedan aparcado no muy lejos de La Guarida de Pan y puso rumbo a Manhattan, sin dar muestras de haber notado cómo otro vehículo lo seguía. Ni, después de aparcar, que alguien lo espiaba desde la ventana. El escrutinio solo serviría para confirmar la veracidad de su llamada. Dando las ventanas de su dormitorio a la calle, el espía solo vio cómo Marsland poseía a su querida como los lobos toman a su loba.


La Sombra colgó el teléfono del Cobalt Club tras recibir el último reporte de Burbank y comunicar sus nuevas órdenes. Por esta vez había tenido suerte y no solo había recibido el aviso a tiempo, sino que había podido poner en marcha a sus agentes. Su cerebro privilegiado había seleccionado los que habrían de ser los objetivos de la banda: Joan Wang, la Hija del Dragón y tal vez Eleanor Lancaster. Las dos primeras eran objetivos claros. Una era la dueña del establecimiento; la otra, su cantante estrella. En cuanto a Eleanor, solo podía basarse en que Blake ya la había utilizado para presionar a la dueña del Red Velvet y en una sospecha, casi uno de esos pálpitos tan queridos para Joe Cardona: Eleanor podía no ser desconocida para la banda. Su rostro al menos. A La Sombra solo se le ocurría una explicación para que una pandilla de perdedores como los Amos de la Noche se hubiese convertido en el terror de los clubes nocturnos. Alguien los protegía, alguien dirigía sus pasos. Y no era la tal Selene. Sino otra persona. El Dragón de Jade.

El único enemigo que se le había escapado. El único enemigo cuya identidad seguía siendo una incógnita para él. Había perdido su pista en los subterráneos de una arena de lucha clandestina en Chinatown, pero una cosa La Sombra sabía: Los Amos de la Noche se ocultaban en el Bronx. El Dragón, entre botellas de champagne y ostras.

Sus agentes estaban preparados. Vincent protegería a Susan Lane; Eleanor, estaría bajo la custodia de Joan Wang. A él le tocaba descubrir la guarida del Dragón. La Sombra recompuso su mueca de millonario despreocupado y regresó a su mesa. Esa noche estaba más concurrida que de costumbre y, además de su amigo el comisario Weston, un puñado de hombres de negocios se sentaba alrededor de ella.

La conversación había girado en torno a una infinidad de temas, pero, antes o después, terminaba volviendo sobre lo mismo: los clubes nocturnos y sus nuevos protectores.

—¿Y mientras tanto qué están haciendo sus hombres para solucionar el problema? —estaba preguntando uno de los reunidos cuando Cranston se acomodó en su silla.

El comisario se limitó a poner cara de haber lamido un limón durante unos segundos.

—¿Una llamada interesante, Cranston? —preguntó el hombre que acaba de cuestionar la labor de la policía. Dwight Flynn era un tipo recién llegado de Chicago, y sus maneras aún no se habían adaptado a la sociedad neoyorquina.

—Enojosa, más bien —bostezó Cranston—. Algunas damas no saben lo que es un «no» por respuesta.

—Una dama de ojos verdes, ¿quizá?, —intervino el de Chicago en una charla que se estaba convirtiendo en una conversación a dos bandas.

En su interior, La Sombra soltó una siniestra carcajada.

—Si tiene interés en ella —continuó el forastero—, tal vez sea hora de que me ayude a convencer al comisario para que haga bien su trabajo.

—¡Escúcheme bien, Flynn! —estalló Weston, levantando la voz más de lo protocolario en el Cobalt Club—. No sé cómo serán las cosas en Chicago, pero, por desgracia, en esta ciudad algunos trabajos requieren tiempo. Atraparemos a esos Amos de la Noche, no lo dude, pero tendrá que ser a su debido tiempo.

—Eso dígaselo a los familiares del próximo local donde perpetren una masacre.

Flynn se puso en pie y recuperó su sombrero y un bastón colocados en el perchero.

—Creo que mi presencia está empezando a incomodarles. Hasta la vista, señores.

Mientras se alejaba, Cranston se levantó de su propia silla y tomó su sombrero.

—¿Al final ha decidido caer en las redes de unos ojos verdes, Cranston? —preguntó alguien.

La Sombra se limitó a dibujar una sonrisa negligente.

—Ya saben lo que dicen los franceses, «Cherchez la femme».

Sin embargo, no fue a una mujer a quién siguió cuando llegó al exterior. Mientras Flynn ponía en marcha su coche, un taxi se acercó a la puerta del club casi antes de que el portero lo llamase. Cranston reconoció aquellas facciones de gato viejo. Como otros agentes, al conocer el regreso de la Sombra, Moe Shrevnitz había regresado al servicio activo.

El taxista no necesitó que le indicase qué coche seguir. Se encaminó discretamente tras Flynn mientras su jefe abría un compartimento secreto bajo el asiento del pasajero.

Cranston había cumplido su misión por ese día. Era la hora de La Sombra.


II


—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —volvió a insistir de nuevo Joan Wang.

En esos momentos, en el local, ya solo quedaban ella, La Hija del Dragón y Eleanor Lancaster. Tras la visita de Blake, clientes y empleados se habían apresurado a retirarse y, por primera vez en semanas, el local ya estaba cerrado, la caja hecha incluso, a la hora oficial del cierre.

—No se preocupe, señorita Wang. Soy una chica capaz de defenderse —dijo, sacándose una pequeña pistola de cachas de nácar del bolsillo de la chaqueta—. Además, iré en mi coche y no creo que lobo alguno se atreva a atacarme en Chinatown.

Joan contuvo una sonrisa sardónica al recordar cómo había derrotado a la Hija del Dragón hacía casi dos meses. Aunque, admitió para sí, tal vez solo La Sombra, en todo Nueva York, fuese digno de derrotar a la mejor guerrera surgida de Zaresh. Susan se merecía el beneficio de la duda.

—No te entretengo más entonces. ¿Eleanor? —preguntó, al ver que la joven permanecía muda, acodada en la barra.

—Yo,... señorita Wang —titubeó, mirándola con timidez—. Espero que no lo considere demasiado atrevimiento, pero...

—¿Quieres que te acerque al Metrolite?

—Más bien estaba pensando en pedirle cobijo —confesó la muchacha, algo azorada—. La llamada de antes era de mi primo. Le ha salido un compromiso esta noche y... ya sabe cómo son los hoteles.

Joan valoró unos segundos qué responder. Aunque no tenía la formación de la Sombra si había servido durante cinco años a las órdenes de su padre. Si hubiese lanzado una amenaza como la de Blake, Ojos de Jade habría hecho su demostración de poder esa misma noche, dejando todo un día, y lo que correspondiese el segundo, para que el amenazado se marinase en su propio miedo. Y había identificado dos potenciales objetivos. La celebérrima Hija del Dragón y ella misma. Al contrario que el amo de la noche, no veía motivos para que Eleanor fuese un objetivo. Tampoco le gustaba tener estorbos cuando combatía. Sin embargo...

—Si no te importan las habladurías, puedes quedarte en mi habitación de invitados.

—¿Y por qué iban a correr habladurías?

Eleanor bajó la mirada al suelo; eso no evitó que Joan percibiese el rubor que cubría sus mejillas. Extraña actitud para una mujer atractiva que trabajaba en un club nocturno.

—A veces pareces de otro planeta —sonrió—. Voy un momento a cambiarme de calzado.

En realidad, Joan Wang hizo algo más que sustituir los incómodos zapatos de tacón por unas bailarinas negras. De su taquilla, además de una chaqueta de adapt que guardaba allí para imprevistos, saco un objeto que deslizó en el bolsillo: era una nudillera provista de pinchos en los nudillos propiamente dichos y en sus laterales. El refuerzo interior del bolsillo evitaba cualquier herida accidental. Era esa una de las dos armas con que la discreción le permitía contar; la otra ya la había guardado bajo su corpiño horas antes; mientras Eleanor trataba de recobrar la compostura en el baño, ella había subido a su despacho a por uno de sus cuchillos.

En el exterior, las recibió una ciudad fantasma. Era el cuadro habitual a esas horas en un día laborable, pero Joan Wang sentía que el silencio era distinto a otras veces, como el que precede una tormenta o a un primer ataque de dos combatientes situados frente a frente. A su lado Eleanor paseaba con la cabeza gacha y las manos remetidas en los bolsillos de su chaquetón. De vez en cuando, la muchacha miraba de soslayo las calles vecinas.

—¿Te importa si damos un paseo a la manzana? Creo que necesito tomar un poco el aire.

Eleanor murmuró algo como «por qué no», sin dejar de mirar con gesto tenso a los laterales; sin embargo, la propietaria del Red Velvet no dio muestras de haberse percatado de ello. A medida que se iban acercando a los aledaños del callejón situado en el lateral de su edificio, la presencia de una amenaza iba siendo más clara. Y al pasar frente a este, casi acertó a oler el aroma a lobo antes de que la manada las rodease.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —susurró una voz ronca.

Sin dar a las mujeres tuviesen tiempo a reaccionar, media docena de lobos las rodearon. Iban armados con armas blancas, porras y nudilleras. Uno de ellos tomó a Eleanor por la melena y le colocó el filo de un cuchillo de caza a milímetros de su garganta.

Joan no se inmutó al ver a su empleada siendo amenazada; Eleanor semejaba estar petrificada. Sus ojos, secos. El líder de la manada, un patilludo mestizo moreno, cuyos colmillos superiores sobresalían del labio inferior, no se dejó impresionar por el estoicismo de sus prisioneras.

—Vaya, vaya —murmuró acariciando el cuello de Joan, antes de dejar que la mano bajase hacia los senos de la fría asesina—. Voy a disfrutar contándole a Blake que, fuera de su guarida, la dura Joan Wang es simplemente una chinita de metro cincuenta.

—En primer lugar, lobito, mido uno cincuenta y cinco. En segundo, no soy ninguna chinita, mi madre era francesa y nunca he renegado de mi sangre mestiza. En tercer lugar, si aprecias tu vida, coge a tus amigos y regresa a tu lobera.

Una risa se extendió por toda la manada, apagando la respiración tensa de Eleanor.

—No creo que estés en condiciones de imponer nada, putita. Nosotros somos los que tenemos los cuchillos.

La sonrisa de Joan Wang se acentuó. Aunque ella no podía saberlo, a su espalda y como si intuyese el movimiento planeado por su jefa, Eleanor comenzó a poner en marcha las enseñanzas de los últimos meses. Su pie derecho se levantó discretamente del suelo al tiempo que armaba el codo derecho, muy próximo al estómago del lobo que la tenía sujeta. Durante unos segundos, el silencio se adueñó del callejón.

—Cierto, lobito. Vosotros tenéis armas. Yo soy un arma.

Mientras pronunciaba las últimas palabras, Joan Wang probó la efectividad de una crianza en un templo guerrero, su pie derecho se lanzó contra la entrepierna del líder de la manada. Al tiempo su mano surgía del bolsillo, para estampar uno de los salientes laterales de su nudillera en el matón de la derecha, el más lobuno y fuerte de los Amos, catalogado por ella como peor amenaza. No obstante, genes animales algunos hacían menos mortal semejante herida. Mientras su líder se doblaba sobre sí mismo con la mano en la entrepierna, el inmenso lobisome cayó de espaldas sobre el suelo, manchando el pelaje de su rostro con bocanadas carmesíes.

Y el combate estaba lejos de finalizar.

Sin detenerse a mirar qué ocurría con Eleanor, Joan retrocedió, para esquivar la carga de un tercer atacante. Tuvo un éxito parcial, pues las garras de este lograron desgarrarle parte del corpiño. Sin embargo, la asesina no acusó el efecto de la herida. Descargó una patada contra el lobo y desenfundó su cuchillo a tiempo de rajar de arriba abajo el torso del líder del clan.

Fue en ese momento cuando Eleanor acertó a reaccionar. Soltó un fuerte pisotón contra el pie de su captor al mismo tiempo en que hundía el codo en su estómago con todas las fuerzas que acertó a reunir. El lobo se apartó, boqueando, no sin antes dejar un leve corte en el cuello de Eleanor. Pero, en medio de semejante algarabía, la muchacha ni lo notó; desenfundó su revólver y tras quitar el seguro, apuntó contra uno de los dos lobos que intentaban atacar sin éxito a su jefa. Su propósito era desarmarlo, con un tiro en el hombro izquierdo, pero la bala se hundió unos dedos por debajo de lo calculado, en pleno corazón del mestizo. Eliminado uno de sus rivales, a Joan Wang no le resultó difícil hundir su nudillera en la garganta del penúltimo lobo.

Mientras esto sucedía, el último Amo de la Noche había recuperado el resuello y, con sigilo propio de su ascendencia animal, caminaba hacía Eleanor, cuchillo en ristre, dispuesto a matarla por la espalda. La agente de la Sombra no era consciente de este hecho, solo acertaba alternar la mirada entre el lobo muerto de un balazo y su propio revólver humeante.

Pero Joan Wang no había sido una de las mejores alumnas de Zaresh por bajar la guardia, ya desde su niñez había aprendido que tal cosa tenía un alto precio; en el templo, el látigo y en la vida, la muerte.

—¡Eleanor, al suelo!

De alguna forma, su voz logró despertar a su estupefacta ayudante. Mientras la joven aún estaba en el aire, el cuchillo curvo voló de la mano de Joan Wang, para clavarse en el corazón del lobo.

En medio de las calles desiertas de Nueva York, seis cadáveres de lobisones alfombraban el pavimento. Dos mujeres se miraban a los ojos. Una caída en el suelo, con el gesto perdido. La otra de pie, altiva como la avezada guerrera que era.

—Será mejor que subamos a mi apartamento.

Susan Lane empezaba a arrepentirse de haber rechazado la oferta de Joan Wang. La propietaria del Red Velvet había probado su buen hacer como guerrera y ella había perdido facultades como tal desde que recuperara su albedrío. El miedo, que no sentía bajo el influjo de la Mano Escarlata, la atenazaba mientras salvaba la acera de distancia entre el punto donde dejara aparcado su coche y el portal de su edificio.

La muchacha contuvo un estremecimiento. Siempre se había sentido segura en Chinatown y despertar del influjo de aquel demonio no había cambiado su percepción de las cosas. Susan Lane. Sin embargo, esa noche esas calles que tradicionalmente le ofrecían cobijo, le resultaban siniestras, como si una amenaza latiese bajo su asfalto. Susan detuvo sus pasos a medio camino y miró a su alrededor. No ver a nadie la tranquilizó menos de lo esperado. Afianzó su presa sobre las cachas de la pistolita que llevaba en el bolsillo.

Si alguien la atacaba, iba a encontrarse con una bala del .22 en el cuerpo.

Sin embargo, alcanzó su portal sin necesidad de desenfundar su arma. Ya en el interior del mismo, suspiró aliviada. No se fijó en que la puerta de la sala de calderas estaba ligeramente entreabierta tampoco en que un hombre detenía sus pasos en la acera de enfrente.

El hombre era Harry Vincent. El agente de la Sombra había seguido a la Hija del Dragón desde el Red Velvet y ahora planeaba el mejor método para trabar conocimiento con ella y verificar así que el peligro no acechase en el piso de la cantante.

Mientras tanto, en el interior del portal, la puerta de calderas se entreabría sin que Susan Lane lo advirtiese, demasiado atareada en abrir el buzón. Al tiempo que la muchacha extraía tres nuevas cartas de admiradores, una incluso perfumada, una sombra sigilosa se deslizaba a su espalda. Antes de que hiciese ademán de acercarse a las escaleras, Susan sitió cómo una mano peluda le tapaba la boca. Dejó caer las cartas e intentó hacerse con la pistola, pero la garra libre del lobo le agarró el brazo, y se lo retorció hasta colocárselo tras la espalda. Un grito de dolor restalló contra la mano del secuestrador que poco a poco, se iba excitando con el aroma del pánico de su víctima.

—Si aprecia sus bonitos ojos, señorita Lane, no grite y deje de forcejear. Solo queremos que transmita un mensaje a su jefa.

Como si buscase ratificar su amenaza un dedo, provisto de una larga uña negruzca, se paseó sobre el párpado de la joven, arañándolo a escasos milímetros de las pestañas. Indefensa e incapaz de pensar en defensa alguna, Susan dejó de revolverse y permitió que el hombre la condujese hasta el cuarto de calderas.

Ni ella ni su secuestrador se percataron de la presencia de un joven que se acercaba a la puerta. Sin embargo, Harry Vincent sí los vio a ellos. La experiencia del agente de la Sombra había entrenado sus nervios lo suficiente para que controlase su primer impulso: abalanzarse sobre la puerta y tratar de tirarla abajo. Pero tal movimiento bien podía suponer un peligro mayor para Susan Lane. También para él, mientras no supiese cuántos lobos había

Mientras la pareja se deslizaba tras la puerta del cuarto de calderas, Harry oculto en la oscuridad, extraía un juego de ganzúas de su bolsillo.

La vieja cerradura no tardó en ceder a su embate, permitiéndole adentrarse en un recibidor en el que, si uno no agudizaba los oídos, no llegaba a escuchar los susurros de amenaza, ni los sordos golpes. Harry desenfundó la pistola y, en silencio, se fue acercando hasta la puerta.

Como Harry se temía, Susan Lane ya había comprobado minutos antes que el lobo no estaba solo. Otros dos Amos de la Noche la esperaban en el cuarto. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, uno se apresuró a apostarse en el lado derecho de la entrada El otro se situó frente a ella. En sus peludas manos brillaban dos nudilleras plateadas.

—No le marques el rostro —ordenó el que la sujetaba, sin dejar de taparle la boca.

Lo que sí hizo fue soltarle el brazo. Aquel habría sido un momento propicio para intentar luchar por su integridad, pero la Hija del Dragón estaba más allá de todo sentimiento de rebeldía. sin que ella presentase oposición, el matón le esposó las manos a la espalda. El primer puñetazo impactó contra su estómago. Intentó doblarse sobre sí misma, pero la presa del otro lobo era demasiado fuerte. El mareo le sobrevino con el segundo izquierdazo; con él también acudió el sabor a bilis a su boca cerrada. Las piernas le fallaban, pero, por desgracia, Susan no perdía del todo la consciencia; pudo sentir el tercer puñetazo, esta vez contra uno de sus senos, y la creciente excitación del líder de la manada.

También acertaba a sentir una voz, fantasmal, distante.

—Si apreciáis vuestro pellejo, soltad a esa mujer —ordenó.

Susan se notó caer al suelo. Así que la voz era real. Tenía que avisarle de la presencia del otro lobo. Intentó girar la cabeza, pero solo acertó a vislumbrar una silueta difusa, con el brazo alzado, como si sujetase una pistola, antes de que una arcada la sacudiese.

El olor a acre llenó el cuarto y eso pareció satisfacer a los lobos o tal vez, lo que los complacía, fuese la encerrona a la que estaban sometiendo a su salvador.

Harry Vincent seguía sin advertir la presencia del tercer integrante de la manada, toda su atención se centraba en tener cubiertos a los dos hombres que habían agredido a la Hija del Dragón.

—Ahora, apartaos poco a poco de....

No llegó a terminar la frase; un fuerte golpe impactó contra su nunca. Fue lo bastante contundente como para dejarlo aturdido, pero no tanto como para que lo venciese la inconsciencia. Aún mareado, el agente de la Sombra intentó recuperar el arma perdida en la caída, pero una potente patada en el estómago lo hizo doblarse sobre sí mismo, mientras las lágrimas acudían a sus ojos.

—Encargaos vosotros de darle una lección a ese entrometido —ordenó el jefe de la manada—. Yo voy a enseñarle a la dragoncita el valor de una buena polla de lobo.


—¿Qué vamos a contarle a la policía? —fueron las palabras que brotaron de los labios de Eleanor, al ver a su jefa abalanzarse sobre el teléfono, nada más cruzar la puerta.

—No llamo a la policía, sino a Susan —mientras esperaba respuesta Joan señaló con la cabeza hacia el pasillo—. En el baño encontrarás un botiquín. Hay que curarte esa herida.

—¿Y las tuyas? —preguntó la agente de la Sombra, mirando la herida en el muslo, que asomaba por el pliegue entreabierto de la falda de su jefa.

—Solo son un par de rasguños. Ve al botiquín.

Mientras su ayudante iba en busca del instrumental necesario para las curas, Joan agotó la llamada sin obtener respuesta de su cantante estrella. Colgó el teléfono e, ignorando el dolor causado por sus heridas, volvió a llamar. Nada.

Y Eleanor no había regresado. Aquel no era el piso de la Quinta Avenida donde residiera a su llegada a Nueva York, cuando aún se creía capaz de ser digna hija de David Wang. Incluso alguien no familiarizado con el apartamento no tardaría más de dos minutos en cumplir el encargo.

Joan tomó su cuchillo y se acercó sigilosa al baño. Pero, esta vez, su preocupación era innecesaria. Eleanor Lancaster estaba arrodillada frente al lavabo. Un olor agrio flotaba en el baño.

—Nunca había matado a nadie —susurró la muchacha, mientras Joan abría el botiquín.

—¿Habrías preferido que te matasen ellos a ti? —contraatacó Joan en tono duro, desabrochándose el corpiño.

Al quitárselo, la herida del torso, más profunda de lo que ella calculaba, quedó al descubierto, también el dragón esmeralda tatuado en su seno.

El rostro de Eleanor se cubrió de tal palidez que Joan pensó que iba a vomitar otra vez; sin embargo, su ayudante logró ponerse en pie y recomponerse.

—¿A ti no te afectó?, cuando mataste por primera vez, quiero decir —murmuró relaciones públicas, sin apartar la mirada de su torso.

—Ese fue un privilegio que no me pude permitir. Será mejor que curemos nuestras heridas. Susan no contesta al teléfono.

Mientras hablaba, Joan empezaba a desinfectar la herida de su torso.

—¿No seria mejor avisar a la policía?

—La policía no sabe ni encontrarse el culo con un mapa. Cúrate, y vayamos a ver qué le ha pasado a Susan.



Dwight Flynn no había dejado de dar paseos por el salón desde que recibiera una llamada minutos antes, ajeno a la negra figura que lo espiaba adherido cual araña a los muros de su edificio. La Sombra no había podido captar más que los monosílabos y, algún «se lo transmitiré» que había murmurado el de Chicago, pero intuía que sus sospechas eran acertadas.

Flynn seguramente no era el Dragón de Jade, pero era muy posible que trabajase para él. La decoración de su salón revelaba una obsesión con todo lo que significase bestiamorfo. Una estatua de la diosa Bast, dos fotografías eróticas: de unas sirenas retozando, una; la otra, de la monta de Caperucita por el Lobo Feroz. Y seguramente, oculto en algún rincón, estaría el ídolo que llamara la atención de la Sombra en una habitación de un local de peleas clandestinas en Chinatown.

Ese día la Sombra había salvado la vida de Alicia Clark, ahora convertida en su agente Eleanor Lancaster. Hoy esperaba paciente la llegada de «Ella».

La visitante de Flynn no se hizo esperar. Poco después el timbre de la puerta anunciaba la llegada de una visitante, a quien el hombre de Chicago condujo hasta el salón. Era hermosa, de apariencia humana, con una cabellera morena, que le llegaba hasta media espalda, y un busto generoso, dispuesto a escaparse por el escote de su vestido de noche. Todo en ella era seductor. Salvo su sonrisa. Esa era propia de un lobo hambriento.

—¿Has tenido noticias sobre la operación Red Velvet?

—Ahora mismo Joe Cardona está en una esquina de Broadway intentado saber cómo han podido aparecer allí los cuerpos de seis lobisones.

Los labios de Flynn dibujaron un rictus de contrariedad, pero su interlocutora no dio muestras de percatarse de ello.

—Parece que las leyendas sobre la mortal protectora de Joan Wang eran ciertas —añadió la muchacha.

—Tal vez sea incluso la propia señorita Wang.

—¿Esa chinita delicada una asesina? ¡Imposible!

Una risa macabra murió antes de llegar a los labios de La Sombra.

—Ya veremos esa asesina es tan hábil cuando pasemos por la antorcha el Red Velvet.

—Ya sabes que esas no son las órdenes del amo, Selene. El Red Velvet debe ser tierra conquistada, no quemada. Contar con la Hija del Dragón entre sus adeptos puede ser un golpe definitivo para el amo. Y si consigue hacerse con los servicios de esa asesina... ¿No te das cuenta de que alguien capaz de acabar con seis de los nuestros tiene que tener sangre animal?

La muchacha se limitó a asentir.

—¿Cómo fue lo otro?

—La señorita Lane no olvidará nuestra advertencia, ni tampoco transmitírsela a su jefa. De paso, mis chicos también le han hecho una cara nueva a un entrometido inoportuno.

Los ojos de la Sombra brillaron con un chispazo carmesí al constatar el destino de Harry Vincent. Sin embargo, no se movió de su puesto.

—¿Un entrometido?

—Alguno de los admiradores de la señorita. —La loba se encogió de hombros—. ¿Alguna orden del jefe?

—Puede que sí. ¿Sabes si un tipo llamado Cliff Marsland ha estado rondado a tus chicos?

—Blake lo ha visto varias veces en La Guarida de Pan. Aunque no ha intentado establecer contacto.

—Una de las fieles ha contactado por uno de los conductos habituales con el amo. Al parecer el tal Marsland estaba muy interesado en todo lo que se refiriese a los Amos y pagó a Ginger para que fingiese hacerle un trabajito en el reservado situado al lado del de Blake, mientras este se coordinaba con los comandantes.

—¿Y por qué esa putita no avisó directamente a Blake?

—Porque, Selene, las cosas no funcionan como dices tú, sino como dicta el amo.

—¿Y qué dicta el amo sobre Marsland?

—Que puede ser un soplón. O más bien un posible competidor para ti. Marsland es la seguridad del circuito de teatros Derringer, y podría estar interesado en los clubes nocturnos. Tienes vía libre para tender a Marsland la trampa que más te guste. Interrógalo y sácale toda la información que puedas.

»Por si tus dotes fallan, nosotros nos encargaremos de hacerle una visita a su amiguita.

La pareja siguió hablando, pero la Sombra se deslizó, con la ayuda de las ventosas hacia el suelo. Ya había oído todo lo que necesitaba. Podía empezar planear su próximo movimiento para derrotar al Dragón de Jade.



El cupé de Joan Wang se detuvo en seco al llegar al portal de Susan Lane. Nada más bajarse del coche, la asesina ajustó en la palma de la mano derecha una suerte de disparador y se remangó las mangas de la cazadora, dejando a la vista un extraño brazalete que Eleanor no le había visto ponerse. No sacó ninguno de los puñales de su cazadora, tampoco se la abrió.

—¿Tienes lista tu arma? —preguntó en dirección a su ayudante.

Eleanor se limitó a asentir con la cabeza, al tiempo que, bajo el bolso de su chaquetón, sus dedos se cernían con más fuerza sobre las cachas de su revólver. No podía entrar con el arma desenfundada por miedo a asustar a algún vecino inocente, pero, si encontraban a esos lobos atacando a la pobre Susan iba a hacérselo pagar. Aunque eso le costase pasarse veinte noches seguidas arrodillada frente al inodoro. El sabor a acre seguía presente en su boca, pero también lo estaba el recuerdo de las palabras de Joan Wang.

La puerta del portal estaba entreabierta. Sin embargo, nadie parecía acecharlas entre las sombras. No obstante, eso no las tranquilizó; caídas sobre el suelo, encontraron un fajo de cartas dirigidas a La Hija del Dragón, el mismo nombre que constaba en el buzón de Susan.

Un chirrido heló el corazón de Eleanor. Su jefa, en cambio, permanecía impasible y, de algún modo, eso tranquilizaba a la agente de la Sombra. Temible o no, Joan Wang, tenía los nervios templados.

—El cuarto de calderas —murmuró la asesina.

Eleanor desenfundó poco a poco su revólver mientras se acercaban con sigilo a la puerta. No se le escapó que Joan alzaba la chaqueta para tomar uno de los dos cuchillos en la siniestra. Con calma, la mujer de ojos verdes abrió la puerta. Ella fue la primera en verlos. Susan Lane estaba tendida en el suelo, con las manos esposadas a la espalda y el vestido desgarrado. Un hombre joven la tenía cogida por una de las muñecas, sin importarle el modo en que la muchacha se debatía, y le apuntaba con un objeto que Joan no podía ver.

Sin dar tiempo a que Eleanor viese la escena, Joan alzó el brazalete lanza estrellas y apretó el disparador. No fue un tiro mortal, la estrella silbó en el aire para clavarse en el hombro izquierdo del hombre antes de que este tuviese ocasión de saber que estaba siendo atacado. El hombre al que Joan no podía identificar como «el primo de Eleanor Lancaster», lanzó un grito de dolor y se apartó de Susan. Semioculto en su mano, aún seguía el objeto con que apuntara a Susan. Sabedora de que no era una pistola, y por suerte para Vincent, Joan empezó a acercarse a él con paso calmado, dispuesta a dar otra lección de su maestría con el cuchillo.

—Bien, lobito. Voy a demostrarte lo que les pasa a los que hacen daño a mi gente.

—¡Joan, no! —la detuvo la voz de Eleanor—. Es mi primo.

En ese momento, la asesina se percató de los golpes en el rostro del joven, de su expresión asustada, por completo ajena a los genes de lobo. Y de que lo que el chico sostenía en sus manos no era más que un juego de ganzúas. Sin decir nada, Joan le arrancó estas últimas de la mano.

—Déjeme eso —masculló, antes de agacharse al lado de La Hija del Dragón. Eleanor ya estaba con ella, intentado consolarla—. Tranquila, Susan, voy a liberarte de esas esposas.

«Y —añadió para sí— a regalarte una alfombra tejida con las pieles de los lobos que te atacaron».

Continuará...


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Referencias:
1 .- «Lone» por Lone Wolf, «Lobo Solitario» en inglés.

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